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Mis días con el rector [Capítulo 1]

Sergio Ramírez






«A la libertad por la Universidad»

De los pueblos remotos como Limay, Teustepe, Danlí, de los caseríos tendidos a la orilla de las nuevas trochas de las carreteras, de los que están más allá, en la desembocadura de los ríos de la costa atlántica, de las ciudades del Pacífico, de los puertos, del propio corazón y de los barrios de Managua, de los llanos ardientes, de las Segovias, vienen a León los estudiantes, hijos de tenderos, gualmacenales y sembradores de frijoles, maizales, tabacales y pequeños algodonales; hijos de costureras, cocheros, sastres, contadores, auditores, jueces locales, empleados públicos, llegan con sus valijas, en donde sus madres han acomodado los pantalones de dril almidonado, los calcetines zurcidos, la provisión de pan, los escapularios. Reclamando en la estación del ferrocarril sus tijeras liadas con mecates y papel periódico y sus cofres, matriculados al fin con lágrimas, sudor y sangre que cuesta juntar los pesos, confluyendo de toda la gran geografía de Nicaragua, apiñados en buses por los caminos polvosos, poseídos por la gran esperanza de encontrar allí la fuente de la vida, vienen como las aves migratorias, que manchan de pronto los cielos en sus retorno y regresan no se sabe de dónde y hacen al fin allí sus vidas, encuentran sus querencias, organizan sus costumbres y sus cabezas rapadas son el símbolo de una esperanza.

Para el estudiante recién salido de las aulas de secundaria, el viaje a León es una aventura. Cuántos no han regresado a sus pueblos derrotados por la Universidad, por las mensualidades de la casa y comida; por las usureras, que se quedan con sus libros, a ocupar plazas de maestros rurales; a cultivar la tierra, a ser tenderos. Han sido extraídos por el llamado de una Universidad lejana, de una pobre economía doméstica, de pequeños sueldos, jornales, escasas rentas que ganan sus padres, y al llegar, resistir cinco u ocho años allí, viviendo en viejas piezas, que bautizan con nombres como «Brasilia», «Vaticano», «El Paredón», desvelándose en las madrugadas de febrero, subsistiendo más que viviendo, en un heroísmo cotidiano.

Una voz unió las esperanzas de estos jóvenes en 1959. Una voz poderosa que incendió a la vieja Universidad decadente, corrió los cerrojos enmohecidos de sus puertas y ventanas, sacó su espíritu a media calle, como un signo de lucha y de redención, de beligerancia y presencia de la Universidad en el pueblo: La autonomía.

Y con esa voz tan fecunda, un grito: contra el claustro sordo a los problemas de la vida, contra la alquimia didáctica, contra la Universidad-Isla, el cacicazgo, las componendas, las bufonadas:

«A la libertad por la Universidad».



Canto de victoria que deshizo a la vieja Universidad, enferma de parálisis, y demolió y edificó a la vez. Voz y grito en la garganta de un hombre que se llamó -y se llama- Mariano Fiallos.

Su llamada nos juntó en 1959 para acudir a León, cuando desde el año anterior se gestaba ya la cruzada que en poco tiempo dio el gran modo de ser al nuevo joven nicaragüense, confiándole una nueva y gran imagen de la vida: la Autonomía, inaugurada en 1958, era la dimensión desconocida, complicada maquinaria en que tocar cada tecla, era una aventura y un riesgo.

Aquella generación le vio construir, edificar. Aprovechar los recursos de un instrumento puesto en sus manos; bajo su exigencia, realizar de una vez la obra que en casi 150 años no había podido realizar la decrépita Universidad que le confiaron. Y junto a su brazo trabajando, su filosofía abriendo la brecha, diversificando el camino que se abría a los ojos de nosotros.

Por eso, «A la libertad por la Universidad» fue su más grande legado. Con él resumió su obra y pensamiento. Fue la frase resumen, el conjuro para la lucha, la clarinada, el toque de avance, el lazo que juntó dos palabras mágicas, dos palabras cundidas de vitalidad: libertad y universidad. Porque sería imposible asegurar que exista libertad sin universidad y universidad sin libertad. «Y queda claro -expresaba- que al hablar de libertad no me refiero a montoneras y cuartelazos, en nombre de la cual se dan muchas veces, sino a la libertad que se consigue luchando contra la ignorancia, que al fin, es la que produce a los sargentones y a los señores de horca y cuchillo».

Dentro de su concepto de Universidad estaba todo; de manera que, para él, ésa era la más ancha expresión que pudiera concebirse. La Universidad como dirigente más calificado del destino nacional, como forjadora de hombres libres y útiles, como gran investigadora científica, como la manera más eficaz de buscar las soluciones para los problemas populares, por cuanto en ella, el pensamiento debía lucir con más brillantez.

Y para bajar al pueblo y tocar sus heridas, nada mejor, «La universidad es, por definición, universal -universitas-, y en ella caben todas las tendencias y modos de ser. Es por eso humanista por excelencia, y si combinamos el concepto que da su vocablo con el de libertad, tendremos una suma preciosa, ya que la libertad que busca la Universidad es la del espíritu», nos decía en su gran lección cotidiana. Y lo repetía en asambleas, en mítines, en charlas de radio, en conferencias, en entrevistas, en cartas, en pláticas, en aquellos días de la propagación de su fe; de tal modo, que si lo hoy recordado no fue alguna vez pronunciado textualmente por él, es suyo en dimensión y en espíritu y cada uno de nosotros -su generación- sabe que ese era su abecedario.

«A la libertad por la Universidad» le escuchamos aún decir, con su aliento desatado, llena de entusiasmo su voz y de energía su corazón.

«A la libertad por la Universidad», que más que una frase fue una escuela, una filosofía, una actitud, una cartilla, o a veces en sueño o delirio...





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