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Málaga, «Ciudad del Paraíso»

Interpretación de un poema de Vicente Aleixandre

Manuel Alvar






I

Pensemos en el año 1944. Días oscuros y durísimos de 1944. En las librerías, unos poemas de admonición, de acusaciones y de protesta, Hijos de la ira. Y otros, de liberación, de bellezas intocadas y de gozo, Sombra del Paraíso. Como una paradoja, los títulos trocaban sus propósitos: un sustantivo lleno de ternura y emoción (hijos) se cambiaba en un restallo de acritudes, de la ira; un sustantivo que alude a la tiniebla (sombra), era una llamarada luminosa, del Paraíso. Desde una y otra ladera, el poeta alzaba su repulsa contra un mundo que debiera ser mejor: con la descarnada sinceridad del censor y con el descubrimiento de una belleza que, en su desnudez, acusaba a cuanto impedía la felicidad del hombre. Vicente Aleixandre devuelve la fe y la esperanza, no por una serie de actos objetivos sino por su implacable subjetividad: el poeta se derrama en una efusión de amor y su conducto hace nacer a la más bella de las virtudes. La caridad es ese descubrir la perfección de la criatura o el milagro de los hallazgos virginales. Lo que a Dámaso Alonso llevaba a la amargura era el contemplar el mundo que le rodea; lo que a Vicente Aleixandre le llevaba hacia una epifanía luminosa era el desarraigo de las tinieblas hodiernas para redescubrir un mundo intacto, perdido hoy, pero vivo en la memoria del poeta. Tan protesta en uno como en otro libro: el ahora es insatisfactorio y debe ser mejorado por el conocimiento de la maldad presente o por el recuerdo de paraísos que han sido.

Instaurado en este planteamiento, Vicente Aleixandre no finge experiencias, sino que recurre a su propia historia. El paraíso no es tampoco un mundo creado en la fantasía, sino la realidad asible con los sentidos, la que hizo ser niño al niño, la que devolverá la hombría al hombre. Entre los dos procesos, el de la infancia y el de la insatisfactoria madurez, hay un devenir histórico que ha impedido que la perfección se ermollezca en perfecciones; el poeta se encara con lo que fue y lo que debiera ser para crear su propio mundo. Y el recuerdo es el concepto clave que puede conseguir lo que sin él llamaríamos milagro. Las palabras que dan testimonio son los verbos en un pasado absoluto: viví, fui conducido, fui llevado. La existencia del hombre queda reducida a los episodios de su propia contingencia: la criatura pasa y su huella no queda; sobre el tiempo apenas si se ha impreso otra cosa que el recuerdo del propio hombre: viví, fui. Pero la ciudad existió, existe y seguirá existiendo; son los tiempos que marcan una duración estable o los verbos que en sí mismos tienen un significado aperfectivo: tú duras, eras tú, morabas, volabas. Y he aquí un primer planteamiento: en el mundo dual del poema se entreveran la visión de una ciudad concreta -Málaga- convertida en criatura mítica -ciudad del Paraíso- y el hombre que, más allá del medio del camino, detiene su ambular para remansarse en el recuerdo. Son dos planos separados por la historia: la infancia del poeta y la vida de la ciudad, de la que el niño se ha desasido; son -también- dos planos que se proyectan y tienen su virtualidad en las necesidades lingüísticas de su expresión.

Porque el poeta parte de una realidad muy concreta (su vida en una determinada ciudad) y hace abstracción de cuanto no significa nada en el recuerdo poetizado. Más aún, su creación es una creación mítica desde el principio hasta el fin. Si nos asomamos a las páginas que cualquier autor dedica a Málaga, sorprende la cantidad de elementos negativos que nos transmite y que culminaría en el «mata al rey y vete a Málaga», que Carlos Dembowski puso en labios de Fernando VII. Aleixandre olvida todo esto. No quiere saberlo y traspone su ciudad al Paraíso. El hombre vuelve a ser niño por su capacidad de evocación, recrea cuanto fue su vida y le da el marco que le es necesario. Ahora no se trata de comprobar la información histórica, sino de descubrir la cantidad de infancia que sigue operando sobre la plenitud del hombre. El poeta vuelve a repetir otro planteamiento doble: en un plano horizontal sitúa los elementos que necesita para transmitir su mensaje; en otro vertical, los recuerdos que le permiten la creación. Reduciendo todo a un sencillo planteamiento, tendríamos un eje de abscisas situado en la sincronía del relato; y otro de ordenadas en el que se incrustarían los elementos históricos. Sin éstos, no podrían ser aquéllos, pero éstos y aquéllos no son sino resultado de una selección involuntaria (lo que el recuerdo conserva) o deliberada (lo que el poeta quiere salvar). Al proceder de este modo se produce el reencuentro de las cosas: el poeta evoca su edad de gracia y, al conjuro, vienen los recuerdos, pertinaces en cuanto amados, pues el olvido se encargó de aventar las escorias. Resulta entonces que aquello que es amado es lo que tiene eficacia mayor en el recuerdo y su pérdida trae un sentimiento de melancolía. Todo el poema de Aleixandre no es otra cosa que ese pervivir motivos amados cuando la vida se ha llenado de amarguras. Entonces, lo que acierta a durar y lo que se quiere evocar convierte la memoria del pasado en un relato mítico; esto es, historia transfigurada. Porque la ciudad perdida se recobra ahora convertida en una nueva realidad a la que el poeta da vida con sus versos. Pero entonces, todo este cúmulo de experiencias pasadas incompletamente evocadas, de realidad actual insuficiente para la visión poética, de añoranza hacia un pasado que se cree que existió, aunque tal vez no fuera como se le descubre, etc., sacan a la ciudad evocada de su contingencia ocasional, llevan al Paraíso y le dan una nueva vida. Surgen otros dos planos: con los medios inmediatos, el poeta debe inventar un mundo ya no real; el poeta se convierte no sólo en una creación mítica, sino en un símbolo ininterrumpido, y el mito se hace más que historia, es historia enriquecida por el sentimiento añorante del hombre, y el poeta tiene que librar la batalla lingüística entre dos tensiones de orden diferente: el significado emotivo (su propia experiencia) y el significado referencial (los datos para que nosotros identifiquemos su mensaje). Lo que convierte a este poema en una creación mítica es el primero de estos significados por cuanto la creación poética ha surgido al evocar unas experiencias personales que se han separado del conjunto al que llamamos vida y esas experiencias personales, por estar desgajadas del conjunto, dan una visión parcial de la realidad, pero más intensa puesto que los detalles que se nos muestran acentúan su autonomía fuera del conjunto al que pertenecen. La vida se reduce a unas anécdotas de intensión, especie de símbolos que, acordados de nuevo en la creación poética, elaboran una nueva realidad con elementos históricos, sí, pero desvinculados de la trabazón interna que los había generado y los había mantenido en su primitivo valor.

Vicente Aleixandre




II

Nuestro poema se estructura según las descripciones míticas estudiadas por Lévi-Strauss: unos versos que nos sitúan en la historia (el poeta recuerda la ciudad tal y como dura en su recuerdo), la describe en una localización llena de precisiones y, después, comienza el relato de los prodigios que la hacen ser paradisíaca. Pero todo el poema ha quedado marcado por una tensión patética: la oposición Yo-Tú hará dramático el recuerdo y lo vitalizará en su propia existencia dual. El niño que contempló, pasó los ojos sobre el prodigio y el hombre que evoca carga ahora de intención lo que fue sólo una experiencia acumulada. La ciudad se ha convertido en criatura viva y el poeta la hace ser objeto de su entusiasmo. Más aún, el patetismo de los dos pronombres se adensa por ser el cantor quien se desdobla en dos orbes de contenidos: el que da a sus propios recuerdos y el que quiere que la ciudad -mitificada- tenga.

Y, al final del poema, el texto se cierra enlazando con la evocación inicial. Al «pareces reinar bajo el cielo», se encadenan los dos alejandrinos finales:


Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas.
Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas.



Y la ciudad, que parecía despeñarse desde el «imponente monte», se ha convertido en un inmenso pájaro detenido en un Paraíso que sólo a ella pertenece. El mito se ha clausurado; como en una vieja cosmogonía la ciudad -humanada por el uso de los pronombres- se transfigura y le nacen unas alas más felices que las de Ícaro, pues evitan la destrucción.

Dentro de estos dos polos, el discurso poético se organiza en una serie de enunciados que poseen su propia gramática. El poema tiene su autonomía lingüística más allá de los límites de una simple denotación. Cada elemento que lo integra adquiere valor connotativo, pues cualquier modo de expresión poética significa la independización de los valores trivializados.

Entonces el idiolecto poético pretende dotar de intención semántica a cada uno de los factores que se integran en el texto, del mismo modo que una serie de palabras-clave obtienen unos contenidos semánticos discernibles sólo en ese discurso o en las posibilidades expresivas de ese poeta. Para reducir las cosas a unos planteamientos coherentes consideraremos los dos planos archisabidos, el de la expresión y el del contenido.

No sería demasiado arriesgar si suponemos que, aparte las ordenaciones de grupos rítmicos de cinco, siete y once sílabas, los efectos musicales se logran con cierta preponderancia acentual: en la primera, los pentasílabos; en la tercera o segunda, los heptasílabos; y en la cuarta los eneasílabos, y obsérvese que conforme se alarga el metro, se va retrasando el acento, de modo que el acento secundario juega en función de las sílabas inacentuadas al principio del verso: ninguna en los pentasílabos, dos (o una) en los heptasílabos, tres en los eneasílabos.




III

La forma lingüística adquiere en el plano de la expresión un ordenamiento que si dispar de la tradición retórica no ha roto totalmente con ella; antes bien, las innovaciones encuentran un sustrato en lo que se conocía de antiguo y, si son exclusivas del poeta (lo que se llamaría el idiolecto poético de Vicente Aleixandre), tienen su manifestación formal en unas ordenaciones pertinentes, que se realizan según distribuciones rítmicas sumamente rigurosas.

Porque, evidentemente, la disposición de los acentos en el verso es hoy anterior a la realización del propio verso. Esto no fue así en la génesis del ritmo, pero ahora lo es. Si pensamos que el acento rítmico pertenece a la gramática del texto (esto es, a los principios que ordenan el funcionamiento del sistema llamado poético) resultará que, como en la gramática tradicional, las reglas han surgido a posteriori: primero se habló y se escribió, y luego se codificó el uso. Primero se escribió lenguaje rítmico y luego se descubrieron las reglas por que se regía. Pero es evidente que nadie hoy, al escribir un endecasílabo, ignora el equilibrio interno que lo rige; raro será el poeta que pueda zafarse de la distribución canónica de los acentos en un verso. Algo de esto nos ha venido a ocurrir: el poeta, incluso en lo que no tenía una gramática codificada, ha procedido según su intuición y nosotros, al descubrir esa gramática, encontramos la coherencia con que se disponen los acentos y, por tanto, podemos explicar un principio de musicalidad. Pero la disposición de los acentos según un orden que tiende al estatismo obliga también a unos condicionamientos de la forma del contenido. Si nos atenemos al relato del poema, todo quedaría reducido al elogio de una ciudad por la nostálgica evocación del artista. Cierto que esto es verdad y cierto que apenas si descubrimos otra cosa que el encadenamiento de una riquísima variedad de connotaciones de una sola palabra, ciudad; sin embargo, la sencillez de todo esto nos lleva a un mundo mucho más complejo. De una parte, el contenido sencillo -casi trivial diríamos- aparece enunciado de una determinada manera, con unos valores semánticos particulares, distintos de la semántica del texto aunque colaboran en su realización; de otra, junto a la idea sustentadora, se van disponiendo otras condicionadas por ella o que se le subordinan. Más aún, la esencia poética del texto no es el sentido añorante de la evocación ni es nada de lo que pertenece al mundo de la llamada preceptiva literaria. Con todos estos ingredientes se han escrito siempre malísimos poemas; la eficacia del que tenemos bajo los ojos, lo que lo convierte en criatura perdurable, es la selección de unos elementos que dejan de ser puramente retóricos para transfigurarse en poéticos gracias a la correlación entre los planos de la expresión y del contenido. O dicho de otro modo, la necesidad de que la semántica del texto se exprese de la única manera posible para que se realice con plena virtualidad. Ahora bien, esto no bastaría si, además, no se produjeran unas denotaciones recurrentes sobre esos planos; pues sin ellas el mensaje no sería poético. Expresión y denotación unidas es lo que modifica el talante lingüístico normal para convertirlo en el metalenguaje de la poesía, que -de una parte- está limitado por una serie de restricciones tanto expresivas (el enunciado se hace en un determinado orden que no es el común) cuanto semánticas (la denotación se convierte en connotación), pero que -de otra parte- está ampliado por lo que se ha llamado «la valorización de las redundancias que se hacen significativas». Tal vez nada tan eficaz en el análisis de nuestro poema como descubrir su palabra clave y verla en el funcionamiento que el poeta le hace tener.

Doce veces ocurre ciudad en el texto y todas ellas transcendida de su propia denotación. Resulta entonces que el poeta ha partido de un enunciado subjetivo: la ciudad es el cobijo donde se cumplieron una serie de hechos biográficos; frente a la vida de tierra adentro, en ella pasó el poeta unos años de experiencia marinera (mis días marinos), que coincidieron con el gozo de una edad dichosa (mis días alegres). Pero esta visión íntima se transfunde hacia la persona de la ciudad, pues cada ciudad -como dirían los teóricos del urbanismo- tiene su propia lengua, nos habla de modo distinto a las demás ciudades cuando tiene personalidad; el poeta establece la tensión Yo-Tú de que he hablado, y el objeto del amor se manifiesta en sus connotaciones específicas, ya no vistas desde fuera, sino como identificaciones ontológicas que transcienden del propio ser urbano: hay un nexo que pudiera unir el subjetivismo, que afecta sólo al alma del narrador, con las esencias que la ciudad posee. En el verso 3 de la estrofa II, se dice ciudad madre y blanquísima; percibimos aún el arrastre subjetivo (madre), pero ya los atributos específicos de la ciudad que se inician con la parataxis (y blanquísima) para no interrumpirse en una catarata de requiebros: angélica, graciosa, honda, prodigiosa. Y el trasunto desasido: el poeta no puede ver la ciudad en lo que fue para sí mismo ni en lo que es en la realidad, la convierte en un mito digno de la más atrevida metamorfosis: voladora entre monte y abismo, blanca en los aires, no en la tierra, moradora en el cielo por el que vuela. El mito se ha cumplido. Faltaba la epifanía final al mundo de los valores absolutos, donde la realidad, virginal e intacta, es; allí no existe denotación ni connotación: ambos conceptos son el resultado de la trivialización lingüística, que busca su propia salvación en la palabra; allí las cosas son esencias y no contingencias, la palabra no ha padecido desgastes y sirve para nombrar a las cosas, que tampoco han perdido la exactitud de su perfil. El título es el anticipo de todo este desarrollo de significantes y significados, ciudad del Paraíso, resultado de la evasión que en el poema se va realizando puntualmente, pero cuyo arribo no se nos dice. El discurso poético se clausura con un salto: todas las denotaciones llevan a una conclusiva que, ausente en el relato, es precisamente la que lo inaugura desde el título.




IV

Una y otra vez se ha señalado el riesgo de utilizar abusivamente los conceptos de denotación y connotación. Es evidente que la denotación será cualquier enunciado neutro, y connotación el enriquecido en no importa qué sentido. Descender a inventariar lo imprevisible será siempre un intento de muy problemático logro, pues sean o no heterogéneos los hechos que la connotación descubre, resulta evidente que se trata de una denotación +x, entendiendo por x un modificante cuyo valor no interesa en un planteamiento de carácter general. En un plano teórico podremos decir que el texto poético ofrece el testimonio ejemplar de la connotación libre, pero en la realización no es así. Para mí es imprescindible buscar la obligatoriedad de las connotaciones, pues de otro modo para nada nos servirían los análisis estructurales. Niego que en el texto poético «il n'est pas possible de donner une interprétation pleinement satisfaisante au nivel de la dénotation», pues en tal caso para nada servirían los intentos de reducir un análisis a lo que pomposamente adjetivamos de científico. Si el crítico no puede establecer interpretaciones satisfactorias en el nivel denotativo, no hace otra cosa que practicar un subjetivismo arbitrario. Y lo que tratamos es, sí, de ordenar subjetivamente (hay críticos sagaces y críticos miopes), pero dentro de unas estructuras que funcionan solidariamente, esto es, en interpretaciones plenamente satisfactorias. Porque el mensaje poético utiliza un código y nosotros tratamos de descubrir el sentido; que acertemos o no ya es otra cuestión, pero, si queremos que nuestro quehacer sea válido, tendremos que buscar las razones que lo hacen valer. Y esto nos sitúa de nuevo en nuestro texto: Vicente Aleixandre era libre de buscar connotaciones dentro de su idiolecto poético, pero no es libre de expresarlas caprichosamente.

Hubiera podido cantar a otra ciudad bellísima, pongamos por caso a Heidelberg; evidentemente, si en ella hubiera sido estudiante, la hubiera recordado en sus días alegres, pero ¿la hubiera llamado angélica? ¿La hubiera llamado graciosa? ¿Hubiera podido decir de ella ciudad no en la tierra? Hablo de una ciudad que nadie se atreverá a decir que no es un portento de equilibrio y perfecciones, pero ¿dónde está la connotación libre? Málaga es sí ciudad angélica. Yo no me atrevería a decirlo de Salamanca o de Ávila; el ángel es una rara condición que Dios regaló a Andalucía y no a Castilla, con independencia de nuestras predilecciones. La gracia, lo decían los platónicos es «un resplandor exterior» que acompaña a la hermosura, y en este sentido Salamanca y Ávila, o Heidelberg, no son graciosas ¿cómo llamarlas no en la tierra, si ellas, todas ellas, están ancladas en un paisaje que las hace ser y del que no pueden desasirse? Se me dirá ¿por qué el poeta llama honda a una ciudad alada y graciosa? y aquí, sí, recurriría a nuestro saber de lectores de poesía: se trata de otra connotación nada libre: el más famoso de los poemas dedicado a las ciudades andaluzas lo escribió Manuel Machado. En él se dice, simplemente, Málaga cantaora. Málaga de la Trini y de Juan Breva, cantaora de cantes hondos, y Aleixandre bien lo sabe: está haciendo historia, la suya propia, la de una ciudad que no es la suya, pero en la que su corazón se quedó prendido -y perdido- para siempre; entonces, al seleccionar sus connotaciones, no es libre: las calles de la ciudad son musicales, con todos los tópicos que no consiguen desvirtuar la Andalucía trágica que nosotros conocemos: la reja florida y la guitarra triste, el amante quieto bajo la luna eterna, jardines, flores. Son los elementos denotativos que, de pronto, quedan ungidos de valores singularizantes; no son los tópicos de la reja y los enamorados, de las flores y la guitarra, porque toda la semántica del poeta está al servicio de una idea nueva y, entonces, los elementos que en cualquier otro texto servirían para la descripción trivializada, aquí cumplen el fin de exornar un mito haciéndolo inalienable. Pensemos en otro bello poema de Manuel Machado (Cantares):



Vino, sentimiento, guitarra y poesía
hacen los cantares de la patria mía...
Cantares...
Quien dice cantares, dice Andalucía.

A la sombra fresca de la vieja parra
un mozo moreno rasguea la guitarra...
Cantares...
Algo que acaricia y algo que desgarra...



Pero ahora guitarra, flores, cantares están sirviendo a una estampa localista, diríamos simplemente denotativa. En Aleixandre, esos mismísimos elementos ayudan al desasimiento local porque tienen unas valoraciones que transcienden de su contingencia. Para Manuel Machado, cada uno de esos elementos léxicos no era sino una realidad lingüística que empequeñecía a la realidad absoluta, para Vicente Aleixandre son elementos meta-lingüísticos que hacen de la ciudad cantada la comprensión de las realidades ultraterrenas, que sólo pueden darse en el Paraíso.

Resulta entonces que, al trasponer toda la realidad a un plano mítico, los elementos del relato sirven de referentes, pero el conjunto del poema ha cobrado un valor semántico totalmente nuevo. Pienso en las artes plásticas: mil veces se ha representado a una ciudad, a un continente, a un río; cada uno de los integrantes de aquel monumento -frutas, pájaros, aguas- están sacados de una realidad, incluso, precisa, pero el conjunto es una representación puramente simbólica. Así ahora, Vicente Aleixandre -criatura mítica-, él mismo ha tomado una serie de elementos referenciales, pero lo que con ellos ha elaborado no ha sido un cuadro de costumbres, sino el mito que -apoyándose en unos símbolos inalienables- nos da la imagen desasida de una ciudad arraigada.




V

Lo que Vicente Aleixandre ha hecho con el poema no es una desviación significativa de tal o cual término, es -ni más ni menos- la invención de todo un mundo nuevo. Empleo la palabra invención en su acepción más estrictamente etimológica: 'descubrimiento'. El poeta, como todos los descubridores, debe comunicarnos su hallazgo con las palabras más sencillas; son éstas, elementales y trivialísimas del poema. No ha reemplazado un término por otro, aun arriesgándose al peligro de ser confundido; no ha buscado lo que es extraño o sorprendente, sino que ha procedido a seleccionar en el mundo de la sustancia del significado, no en el de la forma. Entonces los elementos que nos comunica son tan triviales como los de Manuel Machado, pero el contexto es totalmente distinto: no acumulación descriptiva, sino selección emocional. Porque las palabras en Vicente Aleixandre están muy lejos de los 'tropos retóricos', siguen manteniéndose en su propio ámbito significativo, lo que el poeta modifica es la semántica del texto. O de otra forma: las palabras escogidas pasan a ser representaciones simbólicas de la ciudad; todas ellas juntas, la imagen que el poeta tiene de Málaga. Porque lo que la ciudad es -en la simplificación que Aleixandre impone- aparece en unas cuantas valoraciones (flores tropicales, palmas de luz, reja florida, guitarra triste) que se trasladan al plano emotivo del poeta, al de todos cuantos nos identifiquemos con él. Entonces los significados de flor, de palma, de reja o de guitarra se convierten en significantes de una sustancia de contenido a la que llamamos Málaga y sobre la que se centra toda la capacidad creadora del poeta. Porque en ello veo el fundamento de la creación poética de Aleixandre: no se trata de un conjunto de metáforas, sino la simbolización de todo un conjunto: cuando selecciona flores, palmas, reja o guitarra no crea ninguna metáfora; sin embargo simboliza la imagen que tiene la ciudad en unos cuantos rasgos pertinentes. Con ellos llama a nuestra imaginación para que se puedan establecer las corrientes de comprensión y llama a nuestra sensibilidad para que podamos aparearnos con la suya y descubrir el prodigio oculto bajo los bienes mostrencos. Pero no veo -y disiento de Le Guern- que «el símbolo rompa los cuadros del lenguaje y permita todas las trasposiciones», sino que revela cuánto de inalienable hay en la cosa significada, se apodera de su esencia y la saca a flor, pero sin perder por ello sus contenidos originarios ni trasponerlos a otros planos. Al crear un símbolo no hay una desconfianza en las posibilidades expresivas de la palabra, como le ocurre al creador de metáforas, sino una absoluta identificación con ella; una fe total y ciega de que en las palabras aún no hemos terminado de agotar sus posibilidades expresivas.




VI

Ciudad del Paraíso es un esfuerzo singular de creación. El poeta parte de su propia experiencia y selecciona unos recuerdos. Ahí comienza una hermosa aventura que tiene que valerse del instrumento lingüístico, pues sin él no podría referirse a sus experiencias, a sus intuiciones o a su intento de organizar esa parcela del mundo sobre la que se proyecta. Esfuerzo singular que convierte al poeta en creador y no en expositor o transmisor, pero la creación empieza al elegir una sustancia de contenido (Málaga) a la que se va dotando de una forma de contenido (los elementos simbólicos que el poeta selecciona) para después recurrir a una forma de expresión en la que vuelven a ejercitarse otra serie de se lecciones, sea en cuanto a su enunciado, sea en cuanto a su distribución. Aleixandre crea su mundo evitando cualquier estridencia: la adjetivación -sobre la que apoyan sus transposiciones- está llena de júbilos y goces; en contraposición, los sustantivos sirven de fundamento a unas intenciones muy concretas, y los verbos organizan la oposición patética entre la vida fugaz del hombre y la duradera de la ciudad. Pero toda esta complejidad gramatical no es sino un discreto apuntar a hechos prodigiosos (el descubrir el mundo, la evocación, la historia) que, una vez descubiertos, sirven para trasponer el plano de la contingencia al de los valores absolutos. La anécdota que aquí se narra es un fragmento de historia vivida por el poeta, entreverada con la historia contingente de la ciudad. Es precisamente el historicismo que acertamos a descubrir lo que sustenta una realidad mítica, valedera para cualquier ocasión y circunstancia. Cualquier hombre capaz de sentir el paso del tiempo, el amor filial, el sentido del paisaje, acertará a comprender su propia ciudad del Paraíso. Pero esta validez general no puede lograrse con recursos que particularicen a la creación. El poeta recurre a seleccionar los elementos poéticos que, indeclinablemente locales, salvan la circunstancia localista y la hacen universal. Para ello busca procedimientos intensivos, el más eficaz de todos la eliminación de la metáfora en el plano de la expresión; con ello los sustantivos se hacen esencias, pero esencias válidas en sí mismas y no en la anécdota pintoresca. Son los símbolos que representan todo lo que la ciudad es y todo lo que permite que la ciudad sea en la memoria de los hombres; resulta entonces que estos sustantivos no son una pura denotación trivial, sino que connotan un mundo paradisíaco en el que el poeta vivió y en el que la ciudad sigue existiendo. El plano al que aluden estos sustantivos es el de una realidad cuya contingencia terrena fue salvada por los adjetivos que actuaron de transpositores. Allí han convergido las tensiones del poeta: la ciudad cuyos símbolos se han aprehendido es una ciudad mítica a la que vemos dentro de una creación que se mantiene virginal: como Venus flotando sobre la espuma, mientras los Vientos mecen su cabellera y el Océano la codicia para alcanzar su plenitud. El poeta no ha desmitificado las palabras, sino que las ha hecho ser recreadoras del mito, vida nueva en un mundo viejo: los ojos del niño asustados de tanto prodigio han salvado el desgaste de las cosas para hacerlas ser -de nuevo- unción paradisíaca, emoción recién estrenada en las cosas que empiezan a tener un nombre intacto todavía. Pero el discurso poético exige nuevas selecciones: el plano de la forma no se agota en la trivialidad de una ordenación vulgar. Ahora, el poeta se sitúa en la tradición literaria de su pueblo: elige un verso largo que permita la exposición remansada. Pero no se conforma con los bienes logrados por los demás. Aventura su intento y logra ritmos nuevos mezclando viejos tipos métricos y estableciendo combinaciones que -ya- parecen triviales, pero que no se habían usado, o fijando unos tipos de acentuación que obligan a una cadencia rítmica uniforme, con independencia del contar de las sílabas. Y así queda esta criatura, equilibrada en la forma de su contenido, equilibrada en la forma de su expresión; sin gangas extrañas ni concesiones pintorescas. Todo fruto de una sabia eliminación, que nos deja -sólo- los elementos imprescindibles, porque de los demás el poeta ha sabido prescindir. Y como cobijo de estas selecciones, otra sagaz y ecuánime, el metro innovador y clásico a la vez. Viejo y nuevo juntamente, como el soplo del Creador sobre las criaturas: continuada efusión de amor que se repite en cada nueva vida, aunque su brisa nos llegue desde la aurora de la eternidad.

Vicente Aleixandre





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