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Modelos humanos en el teatro español del siglo XVIII


Loreto Busquets


Università Cattolica del Sacro Cuore. Milán.



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Los modelos humanos que ofrece el teatro neoclásico presentan una doble cara: una innovadora-revolucionaria y otra conservadora. Esa doble vertiente no es resultado de una contradicción, de la infiltración de un pasado irreductible hispánico en un ideario renovador europeo. Es la expresión coherente de la ideología burguesa revolucionaria, la cual lleva en su seno los elementos conservadores que aseguran la persistencia del sistema que se pretende instaurar.

Hay un cuadro poco conocido que ilustra esa coexistencia de tendencias contradictorias en el ideario de la burguesía, o aristocracia, revolucionaria. Se trata de un retrato de Camille Desmoulins, acompañado de su esposa e hijo. Ese retrato evoca explícitamente la iconografía religiosa tradicional y, más concretamente, la Sagrada Familia de Miguel Ángel, conocida como tondo Doni. El hombre que dirigió los primeros pasos de la Revolución y dispuso el ataque contra la Bastilla, no desdeña utilizar los moldes consagrados por la tradición que combate, para inmortalizar su persona en una imagen que exalta, idealiza y sacraliza la institución familiar, eje del nuevo sistema.

La exaltación del denominado ideal estoico-revolucionario de un lado, y de unos valores burgueses del otro llegan a amalgamarse en dos cuadros famosos de Jacques-Louis David: el Juramento de los Horacios y el Bruto. Como en ellos, la tragedia neoclásica española, aun privilegiando la esfera pública de   -154-   la lucha y de la participación política, otorga un espacio no irrelevante a la esfera de lo privado, entre las cuales establece una estrecha relación de dependencia. La comedia, por el contrario, focaliza el interior doméstico y las virtudes burguesas que en la Francia revolucionaria Chardin y, salvadas las distancias, Greuze, convierten en sujeto de sus pinturas.

Desde el espacio intelectual-abstracto que le es propio, la tragedia traza un ideal humano considerado valedero para todos los tiempos. La tragedia aspira a ser voz de la Razón-Naturaleza, a moldear un Modelo eterno del que emana toda experiencia o perfección humana derivada. La comedia traza un ideal no menos abstracto apoyándose, en forma de contrapunto, en la sátira caricaturesca de la realidad social del momento. Es como si en el mismo cuadro se nos ofreciera la sátira de Hogarth y la pintura de Greuze o de Chardin. Ella saca su credibilidad, o si se quiere, su verosimilitud y su eficacia de la analogía y el contraste, con los que, esquemáticamente, señala la distancia que separa la mentalidad aristocrático-anquilosada del Ancien Régime y el espíritu progresista de la modernidad.

Principal objetivo de la tragedia es trazar los rasgos intelectuales, morales, cívicos y políticos de la creación humana más genuinamente revolucionaria del siglo XVIII: la figura del ciudadano. A ella opone, implícita o explícitamente, la del vasallo o súbdito, emblema del Antiguo Régimen, aunque por razones de fidelidad o verosimilitud histórica, hable de súbditos y de vasallos. El tipo humano propuesto es pues, antes que nada, aquel que participa activa y responsablemente en el proceso histórico en marcha. El protagonismo de la historia pasa de las manos de Dios (o del Monarca que ejecuta un supuesto designio divino) a los del ser humano. Es uno de los síntomas   -155-   más significativos del proceso de descristianización que caracteriza la mentalidad y la cultura revolucionarias.

Ser protagonista de la historia significa dar a la misma un significado y un finalismo nuevos: el fin de la historia es la felicidad individual y colectiva, que, como es sabido, el siglo XVIII identifica con la libertad originaria que el absolutismo monárquico ha usurpado a los hombres. Recuperar el derecho natural a la libertad significa combatir y derribar la ley arbitraria del poder a favor de la Ley, o sea de la voluntad de la nación. Por ello el héroe de nuestras tragedias es ante todo un rebelde al servicio de la Patria, a la que otorga el significado de Pueblo, cuya voluntad se extrinseca en la Ley. A la obediencia ciega impuesta como virtud por el absolutismo regio y la Iglesia, el hombre del siglo XVIII opone lo que podríamos llamar «obediencia crítica». Muchos personajes trágicos, por ejemplo, aun profesando la obediencia al rey, estudian la legitimidad de su autoridad, eso es, ven si sus órdenes se ajustan a los dictámenes de la ley natural que hallan dentro de sí. En la Virginia de Rodríguez de Ledesma se lee: «Pueblo: Lo que ordenas es injusto. Marco [el privado]: Pues que lo ordenas, / así lo cumpliré». Lo mismo ocurre en la comedia, donde se insta a distinguir entre «autoridad prudente» y «autoridad imprudente», eso es, entre autoridad racional y moral y autoridad irracional e inmoral, y a obedecer sólo a la primera.

La virtud de la libertad propia de los nuevos tiempos y del hombre nuevo -en oposición a la virtud del honor de la monarquía y a la virtud del temor del absolutismo, según señalara Montesquieu- adquiere tintes heroicos cuando la rebelión afronta la resistencia y la violencia del poder. Siguiendo a Locke, el héroe trágico considera que, siendo el pueblo el fundador del gobierno, tiene el derecho de juzgarlo, de resistirlo y de derribarlo con medios revolucionarios. Cuando las críticas y advertencias no consiguen modificar la injusticia constituida,   -156-   hombres y mujeres acuden a la resistencia y a la violencia heroica aun a riesgo o a costa del valor más alto de la vida: la vida misma. La virtud de la libertad se convierte así en virtud heroica, que no significa personalismo heroico o culto de la personalidad, sino más bien todo lo contrario. Por lo común se trata de héroes anónimos o semianónimos que se funden con el pueblo aun cuando se asumen la función de ser sus consejeros o guías. Los verdaderos héroes de nuestras tragedias son los «enfants de la patrie», los numantinos que defienden su libertad con un suicidio heroico que revela la importancia de la inmolación y el sacrificio para la liberación de la Humanidad entera. Un sacrifico que emana de la propia voluntad y no de la voluntad del Padre, como exige el mito de Abraham y de Cristo, emblemas de la obediencia. Al igual que el cuadro citado de Desmoulins, la tragedia se apropia de los moldes de la mitología clásica y/o religiosa y los llena con los contenidos de su religión laica. Son las máscaras y espectros de que ha hablado Marx, a los que Jacques Derrida ha dedicado sustanciosas páginas: «C'est ainsi que Luther prit le masque de l'apôtre Paul, que la Révolution de 1789 à 1814 se drapa successivement dans le costume de la République romaine, puis dans celle de l'empire romain... C'est ainsi que le débutant qui apprend une nouvelle langue la retraduit toujours dans sa langue maternelle...» (Karl Marx, Le dix-huit Brumaire de Louis Bonaparte, en: Jacques Derrida, Spectres de Marx, París, Galilée, 1993, p. 180).

El hecho de que el siglo XVIII ponga como finalidad del hombre la felicidad y como imperativo ético la virtud, ha llevado a identificar la ética dieciochesca con el estoicismo. Para mí el estoicismo, en este momento histórico, es sobre todo un estilo, es decir, una «manera» bajo la cual hallamos el pensamiento   -157-   moderno, o sea, Locke, Hume, Shaftesbury y sobre todo Montesquieu, Kant y Rousseau.

El estoicismo entendido como sobriedad, equilibrio, autocontrol y entereza informa una manera de ser, un carácter y un estilo de vida que tiene repercusiones, por ejemplo, en el porte y en el vestuario. Ellos constituyen el rasgo exterior que distingue el estilo de la burguesía del modelo ostentado tradicionalmente por la clase dominante: opone al aristocratismo plebeyo de hidalgos e hidalgonas y de los nuevos ricos que aspiran a imitarlos (señoritos y petimetras) la aristocracia del espíritu de quienes practican la virtud. Baste el ejemplo de El delincuente honrado. La calidad moral de Torcuato se deduce, platónicamente, de su semblante, porte y compostura, de su «serenidad y gravedad natural». La calma estoica y la fría impasibilidad de los Saint-Just y Robespierre que nos ha transmitido la historia dan fe, en una palabra, de la racionalidad moral que anima a la clase que pretende abatir la irracionalidad y la inmoralidad del Antiguo Régimen.

«Quien piensa razonablemente piensa moralmente» -sentencia, en efecto, Sir Samuel Johnson. Los personajes honestos y virtuosos son inteligentes (poseen la luz de la razón o el entendimiento); los deshonestos son ciegos, como el Tirano, o son simplemente tontos, como los petimetres y petimetras.

Sin embargo, la inteligencia virtuosa del héroe halla escasa inspiración en el ideario del estoicismo clásico. Ni se induce a la apatía ni se propone el respeto al principio del sustine et abstine, que proclama la necesidad de abstenerse de participar en la cosa pública para salvaguardar la felicidad interior. Bajo su ropaje severamente estoico, el héroe trágico se distingue por su apasionada resolución, atemperada apenas por la prudencia o cálculo. Animado de pasión racional y moral, practica la virtud social encomiada por Rousseau. Ella se manifiesta en   -158-   sentimientos de sociabilidad que instan no sólo a velar por la felicidad colectiva sino también y sobre todo a subordinar el interés privado al interés público. El hombre es libre en la sociedad, pero no de la sociedad. Quien más quien menos, todos se adhieren a este precepto supremo, desde los numantinos hasta Guzmán el bueno, versión hispánica de Bruto.

Los personajes de nuestro teatro dieciochesco se apartan asimismo de la ética cristiana que proclama la necesidad de obedecer a una ley exterior y la necesidad de la gracia. Ellos se atienen a la ética racional del siglo, al principio deontológico kantiano según el cual el hombre debe actuar con rectitud no para conseguir la felicidad interior (como exige el estoicismo) o para salvarse en la eternidad (como exige el cristianismo), sino porque es su deber hacerlo. El hombre atiende a su sentido moral natural y acata sólo los dictámenes de su conciencia. Es lugar común del teatro que nos ocupa referirse al «propio interior» como fuente de todo imperativo ético. Selín, en la Solaya de Cadalso, exclama textualmente: «Esto es saber hacer lo que hacer debo». Don justo, en El delincuente honrado, se expresa en estos términos: «Bien sé que el verdadero honor es el que resulta del ejercicio de la virtud y del cumplimiento de los propios deberes» (IV, vi). Hacer lo que la conciencia dice que debe hacerse es la razón intrínseca de la Felicidad y es el único pasaporte para acceder al Panteón humano de la ejemplaridad histórica. El hombre no responde de sus acciones ante Dios sino ante los hombres: ante la Historia.

La virtud revolucionaria y robespierriana de la incorruptibilidad, ostentada por los personajes positivos de nuestro teatro dieciochista, se inscribe en este contexto. Con todo, más que una categoría moral, la incorruptibilidad es una categoría política que mira a una valoración intrínseca del ser humano como fundamento teórico de un estado libre y de derecho. Ella se   -159-   opone al maquiavelismo, que halla en la supuesta maldad y corruptibilidad de los individuos el fundamento de la tiranía.

La ética del propio deber impregna el concepto mismo de libertad, núcleo del ideario reformador y revolucionario del Siglo. Para Montesquieu la libertad consiste en poder hacer lo que debe hacerse y en no estar obligado a hacer lo que no debe quererse. La liberté del lema revolucionario significa aún querer lo que debe quererse. Antes de ser un concepto político, la libertad es un concepto ético basado en la autodeterminación moral del individuo, proclamada por la filosofía laica del Siglo. Es acaso el indicio más significativo de la descristianización operada en la sociedad europea del XVIII. Todos los personajes de nuestras tragedias tienen muy claro los derechos naturales a la vida, a la libertad y a la felicidad sancionados por la Declaración francesa de los derechos humanos y la Constitución americana. Todos ellos, incluidos los personajes de las comedias, obedecen al imperativo de la libertad y de la voluntad, que se manifiesta en la firmeza de las decisiones y en la virtud de la constancia. Todos obran en plena libertad y autonomía, con resolución y firmeza «viriles». No se trata sólo de libertad individual, sino también social-familiar. En la tragedia se da por naturalmente conseguido lo que la comedia ofrece como reivindicación y conquista: la libre elección en el matrimonio y una unión matrimonial basada en el amor recíproco y en una serie de derechos y deberes también recíprocos que desdeña cualquier forma de sumisión, propiedad o dependencia. Las varias Lucrecias y Virginias disponen de sus vidas prescindiendo de la opinión de sus maridos y padres. La Virginia de Rodríguez de Ledesma arrebata el puñal a su padre para poner fin a su vida con sus propias manos. Solaya, en la pieza de Cadalso, decide por su cuenta, alentada por el propio   -160-   Selín: «Sin respetos de amante, ni de Padre, / ella resuelva lo que más le cuadre».

Ese espíritu de libertad y de autodeterminación culmina en el suicidio, reivindicado por Hume como un derecho que permite al hombre recuperar la libertad nativa que la historia, abusivamente, le ha arrebatado. Con ese gesto viril de autodestrucción que la antigua Roma apreciaba como expresión de la más alta virtud, los héroes y heroínas de la tragedia dan fe de su alta calidad humana y del dominio que el hombre ha sabido reconquistar sobre sí mismo.

«No existe felicidad fuera del matrimonio» -sentencia el moralista Nicolas de Chamfort. También el teatro neoclásico exalta unánimemente el matrimonio convirtiendo las relaciones, ataduras y subordinaciones parentales de la institución familiar en una red de suaves vínculos amorosos que considera reflejo de la unión amorosa del cosmos. Atribuyéndole las mismas leyes de la Naturaleza, la familia queda así legitimada como institución natural, racional y necesaria.

La burguesía revolucionario-conservadora construye un modelo matrimonial adaptado a sus exigencias. Si de un lado legitima el amor como impulso y derecho natural, del otro lo sujeta a las necesidades del sistema. El aspecto innovador y revolucionario (la liberación del ser humano y de la mujer) queda compensado con una serie de cortapisas que evitan la dispersión de los hijos ilegítimos, la disgregación del patrimonio, la desintegración misma del sistema.

Algunos han hablado de pasión romántica por ejemplo en El sí de las niñas. La verdad es que ninguna figura femenina (ni masculina) de las comedias que he estudiado, conoce un amor capaz de superar o quebrantar los obstáculos sociales que halla   -161-   a su paso, de desacatar la autoridad, y sobre todo de violar la ley suprema del orden burgués: la obediencia a los padres. El amor encomiado en estas comedias es el que brota con el trato y el tiempo, «aquel amor tranquilo y constante -como dice el don Diego moratiniano- que tanto se parece a la amistad, y es el único que puede hacer los matrimonios felices» (El sí de las niñas). Se respeta, eso sí, la «natural inclinación», pero al término amor, que sugiere desbordamiento y desestabilización, se prefiere el de afecto y cariño. Las diferencias de edad se combaten con el pretexto de que suelen ser matrimonios combinados y de conveniencias, pero lo cierto es que se procura desincentivar toda forma de amor que no se canalice en el matrimonio y que no se ajuste a la finalidad católica-burguesa de la procreación y de la familia. Por ello se muestra hostilidad contra la figura del solterón, símbolo, ahora, del caos irracional del Antiguo Régimen, y se combate el libertinaje, también él hijo legítimo de la Revolución. El culto racional de los instintos y la revindicación de los derechos de la naturaleza que el libertinaje practica y reivindica constituyen, a los ojos del puritanismo revolucionario, un incentivo a transgredir los tabúes institucionales y representan una amenaza contra el supuesto fundamento «natural» de la familia y contra la autoridad familiar y política.

Si en el espacio público de la acción política hombres y mujeres muestran la virilidad de su carácter (virtud/vir=varón), en el espacio doméstico-familiar, ostentan el valor de la sensibilidad y también las virtudes tradicionalmente femeninas de la castidad, el pudor, la fidelidad y la constancia. No son virtudes anticuadas, resabios del pasado: son expresión del nuevo puritanismo revolucionario. Son virtudes que el barón d'Holbach quería restablecer para hacer de ellas los cimientos de un nuevo orden social.

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El modelo gana en realce y eficacia oponiéndole el respectivo contramodelo: la disolución, el libertinaje, la inconstancia son vicios de la aristocracia, pertenecen a los odiosos privilegios del Antiguo Régimen, como ha insistido reiteradamente la sátira de Hogarth y como dice al unísono nuestro teatro dieciochesco. En la tragedia, disoluto es el tirano, Tarquino, pero Colatino, el ejemplar marido de Lucrecia, es casto y fiel. También en la comedia los nobles y petimetres son mujeriegos e inconstantes, pero los jóvenes varones son tan constantes y fieles como sus castas esposas. Ignorando el alcance revolucionario del viva la libertà del Don Juan mozartiano, la burguesía conservadora se desembaraza de la figura incómoda del libertino asimilándola a la ociosa y depravada aristocracia de la sangre.

En el espacio familiar-doméstico hombres y mujeres muestran sensibilidad, ternura y emoción. El corazón de los hombres, como el de Torcuato de El delincuente honrado, no desdeña ser «blando y virtuoso». Las lágrimas que con frecuencia afloran a sus ojos atestiguan su sensibilidad filantrópica, la presencia de una piedad laica que el Siglo llama humanidad: un sentimiento moral natural, y universal, bien superior a la ambigua y a menudo hipócrita caridad cristiana. La sensibilidad y el sentimiento no se oponen a la Razón. Como enseñan Diderot y Rousseau, son las vías a través de las cuales el ser humano accede a la Razón Universal. Las lágrimas, al igual que el comportamiento racional, dan fe de la indefectible racionalidad moral de los hombres dignos de este nombre.

La burguesía hace de necesidad virtud. El trabajo, el dinero, el ahorro, la austeridad pasan, de exigencias de una clase industrial basada en la explotación y en el trabajo, al rango de valores y virtudes cardinales de un modelo humano que se contrapone   -163-   al contramodelo de las clases aristocrática o aristocratizante, que comparten el amor al ocio, al lujo, a la frivolidad, al aparato y al despilfarro. Yo no creo que burlarse del petimetre signifique reafirmar la vieja moral, como sostienen algunos críticos. Existen simultáneamente dos tipos de nueva burguesía: una que proviene de las capas populares e inferiores, que imita el estilo de vida de la hidalguía; otra «ilustrada» y progresista, que puede venir de las clases aristocráticas y que en cualquier caso es la que aquí se propone como modelo y antídoto contra las tendencias anacrónicas de la primera.

La comedia enfrenta estos dos «estilos» de vida en términos de vacuidad y de sustancia, de moralidad e inmoralidad, de racionalidad y estulticia. Valga el ejemplo de La petimetra moratiniana: a la vacuidad del traje y el espejo de Jerónima (una figura básicamente barroca, toda ornato y estuco, símbolo del Antiguo Régimen) se opone la sustancia y la esencialidad de María, expresión del buen orden y estabilidad burgueses, a los que la pintura burguesa-revolucionaria, inspirándose en la pintura holandesa del siglo XVII, ha sabido dar su forma estilizada y definitiva. En manos de la burguesía, lo conveniente es lo moral y lo «razonable».

En la comedia, nadie se atreve a ofrecer sus prendas de amor sin acompañarlas de unas entradas que garantizan una felicidad duradera. El dinero es fruto del trabajo, que «ennoblece» al hombre; es el signo visible de la nueva nobleza del mérito. El burgués lo ostenta provocadoramente ante la nobleza arbitraria de la sangre, que presume de riquezas inexistentes, pero que dice desdeñar el dinero como cosa plebeya.

Tan importante como producir es conservar. El ideal «estoico» de la sobriedad y el justo medio muestra ahora su cara económica. El gasto moderado, la administración prudente es, en hombres y mujeres, expresión de un ánimo virtuoso. El juego   -164-   no es sólo imprudencia y ligereza: es vicio, como es vicio todo lo que se aparte de los límites «razonablemente» establecidos por la burguesía. Se denosta igualmente la avaricia, tan contraria al espíritu de inversión y a la productividad, como principal responsable de instigar a los nobles y viejos de nuestras comedias a ejercer aquella «autoridad indiscreta» en materia matrimonial que es causa de la infelicidad de las jóvenes parejas.

En el siglo XVIII prudencia significa moderación. La moderación es espíritu de cálculo, es expresión de una racionabilidad que pone límites a la ambición y exhorta a no aspirar a más, a no salir del propio estamento. La burguesía que ha llegado donde está gracias a la movilidad social empieza ya a preconizar a quienes aspiran también a enriquecerse, a no salir de su esfera: «renunciando a las ideas / de ambición, considerando / que el producto de su hacienda / bien cuidada y, sobre todo, / su moderación, pudieran / hacerle vivir feliz» (El barón).

La ética del «justo medio» informa un estilo de vida ordenado, que halla en la representación del dulce hogar, austero y confortable, su dignidad intelectual y estética. En él, se destaca la mujer en su función ejemplar de esposa y madre.

A veces se habla de la inteligencia o entendimiento de las mujeres ejemplares, otras incluso de su «mucho talento». Un buen ejemplo lo ofrece la Paquita de El sí de las niñas. La inteligencia de Paquita es bien poca cosa si se considera su incapacidad para conocer con un mínimo de penetración psicológica la realidad humana que le circunda: la maldad o indignidad de la madre, la integridad moral e intelectual de don Diego, los sentimientos sinceros de don Carlos. En el barroco a Paquita se la hubiera definido simplemente necia. Por el contrario, en estas comedias dieciochescas, la inteligencia, entendida   -165-   como capacidad de penetrar la realidad y de adaptar la conducta a ella, tiene algo de «virtud diabólica», que se deja para la perspicacia y el desparpajo de los criados. La falta de agudeza mental de la mayoría de las heroínas femeninas forma parte de aquel candor e inocencia que, para el don Diego moratiniano, constituyen las mejores prendas de Paquita. Gracias a esta especie de inocente obtusidad mental, Paquita no se opone más de lo estrictamente necesario a su madre ni se atreve a tomar decisiones que no estén avaladas por la «autoridad discreta» de los varones ilustrados.

El talento de la mayoría de personajes femeninos de nuestro teatro cómico se reduce al de la perfecta ama de casa: hacendosa, ahorradora, etc. Moratín hijo no se aparta del ideal burgués trazado por su padre en La petimetra. En ella María, al igual que Paquita, posee el saber de las labores domésticas y las virtudes de la modestia, la moderación y el ahorro (que suele concretarse en la sabiduría del coser). Desprovistas de toda manía de grandeza y del afán nefasto de aparentar, esas mujeres hacen lo que de otro modo debería encargarse, y pagarse, a la servidumbre que tanto espacio ocupa en la sociedad del Antiguo régimen.

En el ámbito de la comedia, más que la sensibilidad racional y moral a que antes me he referido, interesa, en la mujer, cierta fragilidad emotiva que revela su necesidad intrínseca de protección y apoyo. El azoramiento y la incapacidad de tomar decisiones de que hace alarde la Paquita moratiniana dan fe de aquel «genio dócil y amable» que se exalta por ejemplo en El delincuente honrado. Por lo demás nadie pone objeciones a la educación insulsa que reciben: «bordar, coser, leer libros devotos, oír misa y correr por la huerta detrás de las mariposas» (El sí de las niñas) y otros infantilismos por el estilo. Desconocedoras de las cuestiones prácticas y materiales de la   -166-   vida, no se ve cómo podrían manejarse en ella sin la guía de quien tiene conocimiento de las cosas del mundo. En contrapartida esas mujeres, como los hijos que nacen de tan dichosos matrimonios, prometen recompensar el apoyo y protección que se les ofrece con la «asistencia» a sus maridos y padres, respectivamente. El vínculo amoroso familiar que el siglo XVIII eleva a paradigma y reflejo de la armonía amorosa del cosmos, tiene ya todo el aire de un centro obligado de mutua asistencia.

Candor e inocencia constituyen las cualidades propiamente morales de las figuras femeninas trazadas en la comedia. El candor es esa especie de beata ingenuidad que consiste en desconocer las cosas del mundo. Muy en consonancia con la mentalidad burguesa que aquí describo, recuerdo que Leopoldo Augusto de Cueto encontraba muy fuera de lugar que la Virginia de Rodríguez de Ledesma hablara de prostíbulos y otras crudezas de la vida, y que estuviera «iniciada en asuntos mundanos».

La inocencia presenta mayores sutilezas. De un lado parece estribar en esa «no inclinación a los hombres» que en un primer momento don Diego supone en la joven Paquita. Luego, visto que esta idea se revela sin fundamento, don Diego se contenta con la supuesta pureza sexual antes del matrimonio y con la fidelidad durante el mismo: «Tendré quien me asista con amor y fidelidad» -afirma. Paquita promete ser fiel aun sin amor, y don Diego, complacido, toma nota de ello. Isabel, en El viejo y la niña, considera también su deber y un valor moral ser fiel a un marido que aborrece. Por su parte, desde el Olimpo abstracto de la tragedia, Lucrecia, modelo eterno de fidelidad, vela celosamente por el eje del sistema.

El aspecto exterior de esas figuras femeninas atestigua la calidad y configuración de su alma. Casi siempre se elogian el recato, la humildad y el recogimiento. Son frecuentes epítetos   -167-   del tipo honesto genio, honesto mirar, vergonzoso hablar. Su proceder pregona su honestidad. No es que se encomie el respeto hipócrita de las apariencias. Se dice sólo que la mujer del César, además de ser honesta, debe parecerlo. La honestidad es una cuestión privada y también de fachada, que ahora se llama decoro y respetabilidad.

Laura, en El delincuente honrado, es candorosa y linda, Paquita es muy linda, muy graciosa y muy humilde. Alguien añade que es también muy gitana y muy mona. No falta la nota plebeya a que se ha referido Ortega y Gasset. La belleza clásica y también la belleza barroca y rococó, son sólo un vago recuerdo. La jovencita de pómulos rosados y pechos turgentes al aire ha abandonado la mítica Citeres y ha entrado en la sala de estar de una confortable y austera casa burguesa, no sin antes pasar por el colegio de monjas, que le ha ocultado el sexo bajo un severo y gracioso traje con el que habla a voces de su recato y respetabilidad. De bella y desbordante se ha a hecho mona y retraída. Le ha quedado el donaire, la gracia. Pero aquella suprema gracia renacentista, que era expresión de la íntima armonía de lo creado, se ha vuelto estudiado concierto de sonrisas, reverencias y monerías. La antigua gracia tiene ya el sabor dulzón de la cursilería, que desde entonces acompaña la mediocridad de las clases medias.








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