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Monográfico dedicado a Buero Vallejo


[Edición digital a partir de Estreno, vol. V, n.º 1 (1979)]



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Buero Vallejo: el hombre y la obra


(Homenaje a Antonio Buero Vallejo en Nueva York)


El 28 de diciembre de 1978, se celebró en una sesión extraordinaria de la Modern Language Association of America un homenaje a Antonio Buero Vallejo en honor del treinta aniversario de Historia de una escalera, la obra que no sólo le consagró como dramaturgo sino que infundió nueva vida y dignidad en el teatro de la posguerra, tarea más que admirable -casi milagrosa- dadas las circunstancias de 1949. Aunque el homenaje echó una mirada retrospectiva a los treinta años transcurridos desde el estreno de Historia de una escalera, el acto sólo marcó un aniversario especial en la vida profesional de Buero, ya que sigue en plena actividad creadora, y de él podemos esperar obras que lleguen incluso a superar a las que ya lleva estrenadas.

Para la parte académica del programa, se dividió el teatro de Buero en tres etapas cronológicas, de las que hablaron tres distinguidos críticos de su teatro. Después de cada ponencia, profesores y estudiantes de la Universidad de North Carolina en Chapel Hill presentaron en lecturas dramáticas escenas de algunas de las obras más conocidas de cada período. Al final del programa, como punto culminante, habló Antonio Buero Vallejo. A continuación publicamos las tres ponencias y la respuesta de Buero.

PATRICIA W. O'CONNOR, University of Cincinnati

ANTHONY M. PASQUARIELLO, University of Illinois


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De Historia de una escalera a Las cartas boca abajo


(La iniciación de una dramaturgia)


Martha T. Halsey

The Pennsylvania State University

Reflejo de un sentir dolorido ante la realidad nacional fue Historia de una escalera, el primer drama estrenado de Antonio Buero Vallejo, el dramaturgo contemporáneo que más ha hecho por revitalizar el teatro de su país. Honrado testimonio y dura crítica de la sociedad española de su época, este drama marcó la restauración de la tragedia en los escenarios de la posguerra.

Por su importancia intrínseca e histórica, se alzan dentro de la trayectoria del teatro español del siglo veinte tres figuras: Valle, Lorca y Buero Vallejo. No deja de ser significante que los tres encauzan su teatro por los senderos de la tragedia. El propio Buero ha apuntado que para expresar la realidad total del hombre -tanto universal como español- es la tragedia el género más auténtico por ser el más moral y positivo. Sin los escapes líricos de Lorca ni la estética deformante de Valle, Buero creó, en su primer drama, una tragedia austera y desnuda que, con propósito purificador ético y social, mostró, por primera vez en el escenario, la realidad desgarrada de la posguerra española.

Buero Vallejo, el gran trágico del teatro español contemporáneo, empezó tarde la carrera de dramaturgo. Hombre abnegado, se había apartado de su primera vocación de pintor para luchar, en el ejército republicano, por la misma causa que sirve en su obra dramática: la causa de la libertad del hombre. Al terminar la guerra, le esperaron siete años de prisión y sólo en 1949 empezó su carrera de dramaturgo. En este año recibió por Historia de una escalera el Lope de Vega, primer premio teatral importante de la posguerra. Estrenado el drama en el Teatro Español, tal fue su éxito que obligó a suspender, por primera vez en la historia de aquel teatro, nada menos que Don Juan Tenorio, el drama que lo había de seguir.

Fue estrenado Historia de una escalera durante un momento en que el teatro extranjero contaba con dramaturgos de la altura de O'Neill, Pirandello, Sartre y Camus. Sin embargo, era este momento una etapa de mediocridad o «crisis» para el teatro español, dominado entonces por obras conformistas, evasivas o idealizadoras de supuestas glorias nacionales pasadas. Obras, en fin, que coincidían en ocultar o evadirse de la realidad y que producían un divorcio entre el teatro y el momento histórico que vivía el país.

Con Historia de una escalera, se inauguró un teatro de compromiso ético y social. Sin ser portavoz de ninguna ideología política previa, por primera vez en la posguerra española, un dramaturgo se ahonda en los problemas de su sociedad y adopta ante ellos una postura radical mente crítica. Drama social es Historia de una escalera pero exento de todo partidismo por creer su autor que el único compromiso del dramaturgo debe ser con la verdad. Pinta la obra las esperanzas e ilusiones perdidas de varias familias que habitan una casa de vecindad madrileña a lo largo de treinta años. Drama de hombres corrientes, vulgares, que, dejándose vencer por sus circunstancias, pasan treinta años subiendo y bajando la misma escalera, su tema es tan universal   -5-   como español. Bajo la superficie costumbrista de la obra se desliza una auténtica tragedia.

Fue este drama el arranque de una carrera ejemplar. Hombre independiente, Buero ha quedado firme en sus convicciones morales y artísticas, sin hacer concesiones, luchando con una censura que trataba de coartarle la libertad y despreciando el fácil éxito económico. Ni se marchó al extranjero para montar el número de mártir sin posibilidades de carrera ni se quedó callado bajo el pretexto de que bajo una dictadura era inútil tratar de decir las verdades que tenían que decirse. Se quedó en su puesto luchando por darle al país el teatro que necesitaba.

En 1950, con En la ardiente oscuridad, su segundo drama estrenado, confirmó su calidad de dramaturgo. Era su primer drama escrito y uno de sus predilectos por llevar dentro inquietudes íntimas que reaparecerían en todo su teatro. Por ejemplo, la necesidad de enfrentarse con la realidad, por dolorosa que sea, y no vivir en la ceguera. Sólo aceptando la verdad, cree Buero, pero sin conformarse con ella puede el hombre superar sus insuficiencias y ser libre. Drama sobre todo metafísico, tiene En la ardiente oscuridad, sin embargo, graves implicaciones sociales. En este drama usó el dramaturgo por primera vez uno de los efectos de participación psíquica o de inmersión -el apagón del tercer acto- que iba a constituir una de las aportaciones formales más significantes de su teatro.

A En la ardiente oscuridad le siguieron La tejedora de sueños, Irene o el tesoro y otros dramas en que se dejaba ver una realidad soñada, ideal, que contrastaba fuertemente con la dura realidad de este mundo actual que el dramaturgo sueña tanto con transformar.

En 1956, se estrenó uno de los dramas claves de Buero Vallejo. Hoy es fiesta obtuvo, en 1959, el premio Fundación Juan March, además de otros premios de concesión automática. Hombre modesto, indiferente ante los honores, nunca quiso Buero presentarse a nuevos premios después del Lope de Vega, este último muy útil para un novel, sobre todo un recién salido de prisión. Como Historia de una escalera, Hoy es fiesta aborda el problema de España desde una perspectiva decididamente crítica. Muestra la inautenticidad de las esperanzas de unos vecinos, cifradas todas en las profecías de una pobre echadora de cartas o en la lotería. Ocurre un indeterminado día de fiesta cuando se reúnen todos en la azotea a esperar el sorteo.

En Hoy es fiesta se funde el tema social de Historia de una escalera con el tema metafísico o espiritual de En la ardiente oscuridad, logrando esa unidad que caracteriza el teatro bueriano. Partiendo de una visión directa, testimonial, del vivir colectivo español de hoy, Hoy es fiesta adquiere una visión universal, y hace que el espectador experimente el sentir trágico de la historia. España como problema ha sido siempre el tema unificador del teatro de Buero. Partiendo de lo español, sin embargo, llega a lo universal. Con sus dramas, intenta que el espectador se conmueva y reflexione al presentarle interrogantes sin solución. Buen pedagogo, Buero Vallejo sin duda hubiera sido tan buen profesor como dramaturgo.

Auténticos en ética y estética, estos primeros dramas de Buero, como todos los suyos, son obras serias que revelan a un dramaturgo que ha meditado mucho las implicaciones de la historia. Intentan ser, como Buero ha afirmado en muchas ocasiones, dramas de búsqueda, de esperanzadas interrogantes. En ellos, busca el dramaturgo los fundamentos de un posible optimismo que no se base en ilusiones ni cegueras. Son dramas que se orientan hacia transformaciones positivas por creer su autor que la sociedad es perfectible y que la tragedia humana es abierta, y no cerrada.

Como hombre y como dramaturgo, Buero Vallejo se ha esforzado por aportar su grano de arena para moldear un mundo más justo. Con su obra profesional y con su vida personal -cosas en realidad inseparables- ha hecho todo lo posible por mejorar la vida de su país en el momento crítico en que le ha tocado vivir. Realista lúcido e intransigente, es, a la vez, soñador -como muchos de sus protagonistas, por ejemplo Ignacio de su primer drama escrito. Y no resulta paradójico esto, porque quizá sólo el que tenga valor para encararse con las más negras realidades se atreva a soñar con lo que parece imposible. Dramaturgo soñador pero también consciente luchador por un mundo mejor se ha mostrado siempre Antonio Buero Vallejo desde el primer momento de su carrera.




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De Un soñador para un pueblo a El tragaluz


(Hacia la conquista del espacio escénico)


John W. Kronik

Cornell University

En Las Meninas uno de los personajes de Buero Vallejo dice: «La madurez sabe guardar secretos deleitosos que la mocedad no sospecha.»1 Buero ya había dejado de ser mozo cuando inició su carrera de dramaturgo, y, con altos y bajos que corresponden a determinadas obras más bien que a épocas, no es posible clasificar su producción según etapas bien delineadas. No obstante, sí se puede vislumbrar cierto desarrollo en su dramaturgia, y la década en su producción que termina con el año 1967 abarca, a mi parecer, lo mejor de Buero. En este período, habiendo encontrado los caminos escénicos más adecuados para revelar y guardar sus secretos, Buero llega a su plena madurez de dramaturgo. Las piezas que entonces escribe son Un soñador para un pueblo, Las Meninas, El concierto de San Ovidio y El tragaluz. A este momento pertenecen también la refundición de Aventura en lo gris y la composición de La doble historia del doctor Valmy (prohibida por la censura, esta última no fue estrenada en España hasta 1976).

Entre 1949 y 1957 Buero Vallejo, en constante búsqueda de nuevos estilos, ya había escrito un par de obras realistas según la tradición costumbrista, un drama de ciegos, una breve parábola bíblica, una versión de un mito clásico, una refundición de un cuento de hadas, dos indagaciones de las dimensiones psíquico-fantásticas del mundo circundante, un experimento con el tiempo de tipo detectivesco, y una tragedia burguesa.

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Buero jamás abandona su afán por la variedad de expresión que manifiesta desde el principio. Sin embargo, a medida que va escribiendo sus obras posteriores, desaparecen los ecos del sainete, el proceso mimético se reviste de estructuras simbólicas más refinadas, aumentan la confianza y atrevimiento del dramaturgo, y éste se lanza a conquistar nuevos obstáculos. Tal como su Velázquez se niega a reducir el tamaño de su lienzo, las obras de Buero ahora empiezan a sobrepasar en su extensión las restricciones que imponen las presiones comerciales y algunas están pobladas de una mayor cantidad de personajes. Asimismo, salta a la vista una creciente complejidad en el decorado. En Un soñador para un pueblo Buero se sirve de una plataforma giratoria; luego prefiere fragmentar el espacio escénico visible. La división de la escena en varias zonas permite no sólo una acción múltiple sin cambios de mobiliario, sino también la acción simultánea. Esta mayor complejidad en la disposición escénica inyecta en el teatro de Buero más dinamismo, más tensión. Nunca llega a la fragmentación extrema del llamado Stationendrama o del teatro expresionista o épico, pero el ritmo dramático de sus obras ha ido aumentando. En vez de personajes que entran y salen de escena, nos ofrece una escena que sigue al personaje, a la manera de la cámara cinematográfica moderna. Esta configuración espacial también facilita la confrontación gráfica entre dos mundos antagónicos, como en La doble historia del doctor Valmy, o el acareamiento simbólico de espacios interiores y exteriores, como en Un soñador para un pueblo o El tragaluz.

En este momento de su carrera la estructura dramática que prefiere Buero cambia y se confirma. Casi todas sus obras anteriores vienen divididas en los tres actos tradicionales. Con la excepción de El concierto de San Ovidio, todas las demás tienen dos partes. Buero se aprovecha de esta estructuración binaria más moderna para avivar el movimiento y la fuerza de sus obras y para crear una tensión entre equilibrio estructural y desequilibrio temático.

Es en este período que Buero produce sus primeras obras históricas, abiertas manifestaciones de la preocupación por la historia que está arraigada en toda su labor teatral. Se proyecta esta preocupación por cualquiera de tres vías: ya sea la de un tema histórico colocado en un pasado concreto, sea a través de una realidad presente y viva, o bien por medio de una abstracción metafórica. Es de notar que tres de las obras mencionadas (como otras más recientes) recrean acontecimientos y personajes históricos y todas ellas plasman una conciencia de la historia como fuerza determinadora y base de una sustancia ética en la vida del ser humano. La visión histórica implica, naturalmente, una sensibilidad ante el tiempo, y el tiempo es otra dimensión del teatro de Buero que adquiere mayor complejidad durante esta década. «La historia se mueve», dice Esquilache, protagonista de Un soñador para un pueblo. La frase refleja la concepción dinámica de la historia que se desarrolla en Las Meninas y El concierto de San Ovidio y que llega a ser tema fundamental de El tragaluz, obra cumbre de Buero por lo que toca a la manipulación del tiempo. A lo largo de este grupo de dramas y cada vez con mayor insistencia, Buero explora y juega con el doble nivel temporal de pasado-presente-futuro de la acción dramática y pasado-presente-futuro del espectador.

Preocupación y juego, ética y estética: la integración armoniosa de estas dos fases de todo arte serio es lo que Buero cumple con mayor maestría durante estos años. Por ejemplo, para Las Meninas Buero escoge de modelo una de las creaciones más complejas de toda la historia del arte. La proyección a las tablas del lienzo velazqueño profundiza aún más sus dimensiones espaciales y temporales y a la misma vez amplía el juego entre historia, pintura y palabra, entre verdad y ficción, entre teatro como vehículo de expresión ideológica y teatro como espectáculo. En la concepción y elaboración de sus dramas, Buero demuestra su reconocimiento de que el teatro no es literatura, sino espectáculo, una exhibición pública, y se sirve de todos los recursos que le ofrece el espacio escénico. (Esto no siempre lo habían tenido en cuenta Galdós y Unamuno, sus antepasados ideológicos.) Incluso intenta romper las fronteras naturales de este espacio escénico. Por un lado, en estas obras se vale con creciente intensidad de elementos paraverbales, hasta llegar, en su época más reciente, a un caso como El sueño de la razón, que puede considerarse extremo. Por otro, en cada una de las piezas de este período, con la excepción de la nueva versión de Aventura en lo gris, Buero incluye uno o más personajes que desempeñan funciones narrativas, también con creciente intensidad. En La doble historia del doctor Valmy, su drama de mayor complejidad estructural hasta la fecha y un verdadero deleite para el crítico de orientación moderna, los narradores producen un juego casi infinito de espejos, una mise-en-abyme. En El tragaluz continúa, y tal vez culmina, este zigzagueo entre asociación y distanciamiento.

Por último, el deseo de que el público comparta los estados psíquicos, los mundos interiores, de los personajes es otra tentativa de superar los límites genéricos del teatro y de trazar nuevos derroteros dramáticos. Todas estas técnicas afilan la conciencia que tiene el espectador de la obra de arte como tal y de su propia condición de espectador, al mismo tiempo que le estimulan a reaccionar ante el problema humano que se viene desarrollando. La educación del público y la exaltación del objeto artístico se realizan conjuntamente.

El teatro que crea Buero durante esta década que termina en 1967 con la relativa y momentánea apertura de la rigidez franquista es un teatro donde protesta en voz más alta que antes. Cualquiera que sea su disfraz escénico, cada una de estas obras es un ataque en contra de las estructuras políticas y las normas sociales vigentes. Tanto las últimas palabras de Esquilache como las primeras de Velázquez son una defensa de la libertad. Se retrata una España donde dominan la opresión, la hipocresía, los falsos criterios morales, la falta de dignidad individual: una España dolorida, la España contemporánea. Tanto en El concierto de San Ovidio como en Aventura en lo gris el tirano queda asesinado por uno de los oprimidos. La idea de que el mundo se divide en víctimas y verdugos se plantea en La doble historia del doctor Valmy y se proyecta hacia una hipotética solución en El tragaluz. Estas dos obras son meditaciones sobre la aparente elección que el hombre debe hacer entre devorar o ser devorado, y son también imprecaciones contra un orden, sea político u ontológico, que exige tal elección.

¿Podemos concluir entonces que Buero Vallejo es un revolucionario? No, de ninguna manera. Un dramaturgo en pleno dominio del espacio escénico, conquistador del tiempo, listo despertador del interés y de la conciencia de su público: eso sí. Pero revolucionario, no. Al menos no lo es en el sentido de la radicalización del género. Las grandes revoluciones en el arte se fundamentan inevitablemente en su sustancia estética, y Buero exhibe fuertes escrúpulos ante la radicalidad. Sus escenarios vivos, de valor significativo más bien que decorativo, suelen ser motivos de caracterización o índices simbólicos, no las manifestaciones de una disidencia desenfrenada. Buero evita un grado de abstracción o un fraccionamiento de formas que sacrifiquen los vínculos con lo humano. Siempre se entienden el ser humano que es su personaje y el ser humano que es el   -7-   espectador ante su obra.

Esta fidelidad a la circunstancia humana es una de las limitaciones de la producción teatral de Buero. La incursión del sentimiento y de la inteligencia del dramaturgo puede resultar dañina para el mundo de gestos que es el teatro. Sin embargo, en homenaje a su sensibilidad de artista y de hombre, podemos decir de Buero lo que dice uno de sus personajes (Pedro Briones en Las Meninas): «Sólo quien ve la belleza del mundo puede comprender lo intolerable de su dolor.»




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De El sueño de la razón a La detonación


(Breve meditación sobre el posibilismo)


Francisco Ruiz Ramón

Purdue University

En el último drama de Buero, La detonación -último cronológicamente, pero primero escrito en la nueva singladura de la sociedad española en busca de la libertad perdida- tiene lugar este breve diálogo entre Espronceda y Larra, con una breve intervención de Ventura de la Vega:

ESPRONCEDA.-  Me inmolaré en una acción definitiva si es menester....

LARRA.-  ¡No suicide su propia voz!

ESPRONCEDA.-  No sea tan miedoso, Fígaro! ¡Publicaré «El Siglo» en blanco!

LARRA.-  Será un desafío y nos costará caro a todos.

ESPRONCEDA.-  ¡Sea más valiente!

LARRA.-  ¡Yo no soy cobarde! Yo sólo pienso....

VEGA.-  ¡Fígaro, él tiene razón! ¡La campanada será enorme!...

LARRA.-  Y estéril.



El resultado no se hizo esperar: «El Siglo» fue prohibido, Espronceda desterrado de la Corte. En cuanto a Larra, publicó un artículo titulado «El siglo en blanco», donde, entre otras cosas, decía: «en tiempos como éstos los hombres no deben hablar, ni mucho menos callar.» (Ver Estreno, 4, Nº. 1 [1978], T23-T24.)

Ese diálogo y esa frase, que recuerda extrañadamente, por su condición de aparente aporía, las sentencias incomprensibles pronunciadas por las pitonisas antiguas al principio de ciertas tragedias, nos va a servir de punto de partida y de invisible hilo de Ariadna para esta breve meditación.

Desde el estreno de Historia de una escalera, en aquel año de 1949, año seminal para el teatro español intramuros, hasta 1974, año del estreno de La Fundación, en el espacio histórico cerrado de la España de Franco, en tiempos en que igualmente «los hombres no deben hablar, ni mucho menos callar», ¿no habrá consistido para Buero el oficio de dramaturgo, en el seno de una sociedad aquejada de una suerte de maniqueísmo crónico llevado trágicamente a los límites de su negación extrema -todos somos uno, pues los otros no existen- o de su no menos extrema afirmación -somos fatal e inexorablemente dos, luego el otro tiene que ser destruido- no habrá consistido en tratar de hacer oír, incluso en tratar de conciliar, las dos voces del diálogo citado, así como en tratar de negar dialécticamente tanto la negación como la afirmación extremas -consecuencia de la mitificación absolutista de ideologías irreconciliables e irreconciliadas- en que cuaja esa permanente tentación de la sociedad para la que escribía?

Sabemos, y no es necesario aportar pruebas ni recordar fechas, que apenas salido de la cárcel, donde pasara ocho años, la acción civil de Buero, como hombre y como escritor, no ha sido ni el silencio ni el exabrupto, ambos igualmente estériles en los tiempos de Larra como en los de Buero. Este tuvo que decidir, y parece que decidió, ser el que dice «sin suicidar su voz», pues lo importante no era decir sólo, sino decir para ser oído. Decir para ser oído exigía, a su vez, encontrar cómo decir.

El problema primero que había que resolver para ser eficaz, esto es, para existir como escritor público, en tiempos en que los hombres no deben hablar, ni mucho menos callar, era lisa y llanamente, el de la comunicación, mediante la puesta a punto de un instrumento idóneo, es decir, posible, de comunicación. Posible, ésa es la palabra.

Desde la perspectiva, lejana hoy, de eso que al final de los años 50 se llamó posibilismo, y que ha solido ser sistemáticamente mal interpretado, se tendió a juzgar, casi a sentenciar, que Buero resolvió el problema de la comunicación ateniéndose sólo a la realidad posible mediante su expresión por la palabra posible. Con ello se confundía la razón instrumental con la razón final de esa palabra. Cuando, en verdad, el objeto final del drama de Buero no era la realidad posible, sino justamente, y sobre todo, la imposible de decir, llámese ésta terror, como en El sueño de la razón, tortura, como en Llegada de los dioses, o alienación, como en La Fundación.

Y es que se olvidaba, y, en cierto modo, ha seguido olvidándose, que Buero, desde el principio de su carrera, decidió no una, sino dos cosas a la vez: atenerse, ciertamente, a la realidad, a toda la realidad, costara lo que costara, pero -y aquí interviene la segunda decisión, la más importante, pues que marca desde el origen su específica dramaturgia- no para reflejarla en el escenario, al modo del realismo tradicional, sino para ponerla en cuestión. A lo que hay que añadir en seguida: para ponerla en cuestión desde la conciencia trágica de la realidad, y no desde la conciencia ideológica, que es lo que suele hacer el realismo social, pues es esta segunda la que había que trascender, si es que se aspiraba, como Buero, a que su dramaturgia se constituyera, en tanto que sistema de representación de la realidad, en una investigación totalizadora, es decir, opuesta en su raíz a todo tipo de parcialización ideológica de los contenidos de la realidad.

Ahora bien, es conveniente recordar también que lo que define a la conciencia trágica, en la que Buero funda desde el principio su palabra de dramaturgo -y en cuanto tal, no sólo la verbal, sino la resultante de la conjunción dialéctica de todos los signos, verbales y no verbales,   -8-   del lenguaje teatral, pues Buero escribe dramas, no discursos ideológicos a varias voces- no es simplemente poner en cuestión la realidad, empeño éste de la mejor literatura contemporánea en cualquiera de sus géneros, sino no satisfacerse plenamente, ni dejar que el espectador se satisfaga, con una respuesta o una solución que haría desaparecer los conflictos, bien por conciliación, bien por superación de los contrarios. La conciencia trágica no responde sí o no o tal vez ni en el curso de la acción dramática y el espacio escénico, sino que convierte la pregunta en acción dramática y el espacio escénico en el lugar por excelencia de la pregunta. La conciencia trágica es la que pregunta siempre, y, por la pregunta, desvela en el hombre su propia e intransferible conciencia interrogativa, invitándole, desde su instalación auténtica en ella, a buscar activamente una respuesta, no en el espacio escénico, sino en el espacio histórico, la cual respuesta dependerá de cómo el hombre asuma como individuo, en cada instancia concreta, la pregunta, mediante el ejercicio de la libertad.

Esto, creo, explica o, por lo menos, nos ayuda a entender, en su mismo origen intencional, dos de los procedimientos dramáticos típicos del drama bueriano: su estructura interrogativa y abierta, y lo que Doménech bautizó «efectos de inmersión».

La estructura interrogativa y abierta responde a la función precisa de configurar dramáticamente la realidad humana como tensión no resuelta, de modo que, asumida ésta por el espectador, despierte también en él la misma conciencia trágica que originó la pregunta, no para duplicarla por la palabra posible vivida conflictivamente por los personajes en el espacio escénico, puesto que por virtud de los «efectos de inmersión» la ha duplicado ya -en seguida volveré a ello- durante la representación, sino para alumbrar la palabra imposible -la no dicha en el escenario- en el espacio histórico de donde vino y a donde debe volver el espectador una vez que la representación ha terminado.

Por definición el espectador de teatro es aquél que ve el drama desde fuera del drama, conservando siempre su libertad de identificarse o no con uno o con varios personajes del drama, pero sin perder nunca su conciencia objetiva de ojo que mira, juzga e interpreta desde fuera la acción vivida por los personajes. En los cuatro últimos dramas de Buero el ojo que mira, juzga e interpreta la acción ha sido desplazado al interior del drama. De lo que se trata no es de la inmersión de la pluralidad de los puntos de vista exteriores al drama en un solo punto de vista interior. El ojo que por definición mira, juzga e interpreta desde fuera se encuentra así mirando, juzgando e interpretando, a la vez, desde dentro. El efecto último de los «efectos de inmersión» no está en conseguir la identificación de espectador y personaje, sino en duplicar, merced a la identificación de la mirada, y duplicar tantas veces como espectadores hay en el teatro, toda la acción representada. Pero esa acción representada no es la objetivación de una realidad conflictiva plasmada dramáticamente mediante el choque de fuerzas encarnadas en individuos, sino la objetivación de una visión de esa realidad que interioriza el conflicto, y que al interiorizarlo lo despliega como una acción. Cuando la acción termina, no termina el conflicto, sino la visión del conflicto: la de Goya, la de Julio, la de Tomás, y en ellas la del espectador. Cuando éste regresa a sí mismo, después de haber vivido la experiencia de esa visión en que ha consistido su experiencia de espectador, la no resolución del conflicto en el espacio escénico genera en él la necesidad de seguir buscando en su propio espacio histórico las respuestas últimas que el drama deja en suspenso, comunicando así con el núcleo mismo desde donde el autor ha lanzado sus propias preguntas. El ciclo completo de la comunicación que va desde la pregunta del autor a la respuesta del espectador sólo puede cumplirse cuando el drama, como en Buero, funciona como instrumento de modificación, no de la realidad histórica (utópico sueño de toda dramaturgia imposibilista), sino de la relación del espectador con su realidad histórica, previa la experiencia del fracaso de la visión actualizada en el escenario. En efecto, la verdadera función política del drama bueriano consiste en hacer acceder al espectador a una inédita disponibilidad de su conciencia histórica, pues la representación teatral le ha hecho ver en las palabras y las acciones de los personajes, desde el interior mismo del drama, por qué y cómo fracasa la comunicación en el espacio escénico. Sólo al espectador corresponde ya la responsabilidad de superar las barreras y resolver los conflictos en su espacio histórico, modificándolo a partir del saber adquirido. Ese saber, reintegrado el espectador a su realidad histórica, no es ya, como en el final del drama, el punto de llegada a la lucidez, sino el punto de partida: habrá que transformar la cárcel nacional en fundación verdadera.

El posibilismo de Buero era, pues, en contra de las interpretaciones reductivas que de él se han dado, la única manera posible de provocar en el espectador la conciencia de la necesidad de instaurar la realidad imposible, aquélla que los personajes no han podido instaurar en el universo del drama. Buero asumió como dramaturgo la voz de Larra -decir sin suicidar su voz- para que pudiera sonar a pleno volumen la voz de Espronceda. He ahí la campanada enorme que es todo el teatro de Buero. Para darla, amigo Ventura de la Vega, era necesario mantenerle a toda costa el badajo a la campana.

En tiempos como aquéllos los hombres no deben hablar, ni menos callar. Sólo así pueden llegar otros tiempos. En estos otros tiempos Buero nos hace asistir al suicidio de Larra. Y termina su drama con estas palabras: «...Aquella detonación [...] ¡se tiene que oír, y oír, aunque pasen los años!... ¡Como un trueno... que nos despierte!»

Pero ésta es ya otra historia para otros tiempos: los nuevos.




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«Respuesta» de Antonio Buero Vallejo


Queridos amigos: he sacado un papelito, pero tranquilícense, que no voy a leer. No es más que el pequeño recordatorio de cosas que querría decir, no obstante el cual, sin duda -como siempre me sucede-, algunas se me olvidarán. Pero esto no importa demasiado.

Mi entrañable amigo y tocayo, Tony Pasquariello, ha dicho que éste era el momento culminante. Me temo que no sea así. Y aun decir «me temo» no pasa de ser una mala figura de dicción, porque en realidad tendría que alegrarme: es probable que el momento culminante haya pasado ya. Y no estoy incurriendo en un halago vulgar, sino refiriéndome,   -9-   con un poco más de emoción de lo que por fuera parezca notarse, a las palabras y a las actuaciones que, durante la sesión, mis queridos amigos aquí presentes y el grupo de Carmen y Alva Ebersole, con sus alumnos, me han dedicado.

Tales cosas son para mí, siempre, motivo de perplejidad; porque, aunque uno tiene su vanidad, y a veces su atroz e insufrible vanidad, procura disimularlo, y otras veces -las veces justamente en que se realizan actos como el presente- la vanidad que se pueda llevar dentro se esfuma y se queda uno hecho polvo. ¿Por qué? Pues porque, con la mano en el corazón -como se decía antes- no se sabe realmente nunca qué hemos podido llegar a hacer, ni lo que hemos hecho; a pesar de las cordiales palabras con que personas, por otra parte muy autorizadas, dicen que es algo, uno piensa a menudo si no será, más bien que algo, nada. Ya sabemos que todo eso es relativo. Un dramaturgo, incluso importante, no ya español, sino norteamericano o de cualquier otro país, es mucho al lado de cualquier pobre escritor mediocre, pero no es nada al lado de Shakespeare, y quizá menos todavía al lado de Sófocles. Y como yo he tenido siempre la costumbre, no de compararme, pero sí de enfrentarme con Sófocles o Shakespeare -y con otros que no cito-, no para pensar ni por lo más remoto que me hallaba a un nivel similar, sino justamente para tomarlos, desde muy adentro, como verdaderas luminarias del teatro de todos los tiempos- y en éstos incluyo el futuro-; y como no puedo dejar de hacerlo en ocasiones como la presente, siempre propendo a pensar en ellas -de verdad, no por falsa retórica ni falsa modestia- que lo que ha hecho uno no es nada, o si Vds. quieren, para ser exactos, casi nada...

Pero este vicio de hablar de nosotros mismos -que parece irremediable en la mayoría de los seres humanos- quizá me haya hecho apartarme del protocolo, obligado en casos como el presente, pero también muy sincero en este momento: el protocolo, quería decir, de la gratitud. Gratitud hondísima; primero, claro, a la MLA, que ya el año pasado tomó el gentilísimo acuerdo -y bien saben ellos cuán inesperado para mí- de nombrarme honorary fellow; cosa que, teniendo en cuenta además la categoría de otros escritores igualmente nombrados, con anterioridad, honorary fellows de esta Asociación, estimulaba esa vanidad que no puedo dejar de tener a veces. Y aunque ahora resulte tardía, permítanme que exprese de nuevo mi gratitud a la MLA: a sus componentes, puesto que sé que votan en estos casos; a sus dirigentes y a todos, por haber querido honrarme, primero el año anterior, con un nombramiento que tanto me favorecía, y ahora con esta sesión a mí dedicada, que realmente no sé si merezco, pero que, según nos comparemos con Shakespeare o con el último mono, y nos situemos quizá un tanto por en medio, es decir, tal vez mereciendo un poquitín, aunque no sea del todo, el presente acto, me hace sentirme muy agradecido por ella. Y no sólo por el hecho de que nada menos que en la Convención anual de la MLA se haya reservado un espacio a mi modesta personalidad teatral, sino por la calidad y la solvencia de quienes han intervenido y tan cordialmente han querido honrarme con su participación. Vaya, pues, el testimonio de mi reconocimiento a Patricia O'Connor y a Tony Pasquariello, quienes, como puede leerse en el programa de la Convención, han sido los organizadores de este acto; gracias por ello y por sus generosas palabras. Y gracias, de manera muy particular, a personas para mí ya tan queridas, y tan admiradas por su bien probada condición de excelentes filólogos y críticos, como son Martha Halsey, John Kronik y Francisco Ruiz Ramón. A ellos tres -además de a Patricia y a Tony- les debía ya valiosas aportaciones al estudio de mi teatro. Y estoy viendo en la sala a personas también muy estimadas, que asimismo han escrito artículos y trabajos acerca de mis obras, que han hecho de ellas ediciones escolares o las han elegido como tema de su tesis doctoral. Mi agradecimiento, también, a todas ellas. Pero a los tres profesores que me han hecho hoy el favor y el honor de analizar esas supuestas tres etapas en que se ha dividido mi teatro para esta sesión, vaya ahora mi especial reconocimiento. Primero, por todo lo que ya han dicho antes de mí, en libros y en trabajos que van a contar en mi bibliografía como fundamentales; pero además porque esta tarde han dicho aquí cosas de la mayor entidad.

Se han referido también a la difícil etapa del «posibilismo imposible», que no solamente un dramaturgo como yo, sino muchos otros escritores españoles, y entre ellos los más importantes sin duda en estos últimos treinta y tantos o cuarenta años, han tenido que pasar. Ingeniándoselas, buscando cada cual el modo de trabajar sin traicionarse, han intentado ese «posibilismo imposible» que era insoslayable para cumplir, desde la literatura o el teatro, la función crítica, inconforme e incluso peligrosa, que teníamos que ejercer durante esos años como un deber, además de estético, moral. Difícil fue la tarea; tremendos los reveses; pero ahí están, pese a todo, los resultados.

Se especula mucho hoy acerca de nuestra probable evolución literaria, dada la feliz transición que mi país ha experimentado recientemente hacia la democracia; palabra que pronuncio con la boca grande y no con la pequeña, porque, a pesar de todas las observaciones de pormenor y de aspectos concretos que se le puedan ir haciendo a un proceso tan complejo como el que España ha iniciado, hay que decir que hemos entrado airosamente en una vía de auténtica transición democrática, con una Constitución que yo voté con entusiasmo porque es verdaderamente democrática y no, como han dicho algunos extremosos de un lado, que era de derechas, o, como han afirmado fanáticos del otro lado, que era de izquierda, marxista y atea. No: la Constitución está en un fiel que hoy es absolutamente necesario para mi país. Y no lo digo, ciertamente, porque yo esté, ni quiera estar, permanentemente en ese fiel. Muchos de los que están aquí saben bien que, si tengo algún pensamiento político, éste posee mayor radicalidad y no se conformaría con una simple democracia de centro, y que yo voy a seguir pugnando -¿por qué no pronunciar la palabra?, la dije bajo Franco hartas veces, y por lo tanto aquí la voy a decir también-: por una evolución, en la transición democrática de España, hacia el socialismo. Pero esa transformación no sería ni será posible sin el proceso en que nos encontramos. Y ahora que lo veo un poco de lejos por haber saltado el Atlántico, yo me siento orgulloso de cómo mis compatriotas, a despecho de ocasionales disparates o atrocidades, lo han sabido emprender y continuar. Porque les aseguro que era dificilísimo de hacer, y sin embargo se ha hecho. Y en ello estamos; pero la nueva situación suscita inevitablemente, en los estudiosos y en los simples curiosos, especulaciones nacidas de la necesidad de hacer balance de lo que fue la etapa anterior en su conjunto y de lo que podrá ser, o debería ser, la que ya ha comenzado. Y mucho se propende de nuevo en tales especulaciones -porque ya se propendió a ello en las décadas anteriores- a tajantes formulaciones, que tienen sus razones de ser pero que a mí nunca me han parecido exactas. Para reducirlas a su expresión más simple, oída seguramente por muchos de Vds. en más de una ocasión, habríamos de resumirlas en algo así como: «Bajo Franco, nada; después de Franco, todo.» Pero esto no es cierto, y no lo es por que no ha habido ni una sola etapa política en la historia humana   -10-   -incluido el hitlerismo- en la cual los talentos mayores por lo menos, y gran parte de los de segunda fila, no se las hayan ingeniado para crear obras válidas, a desgana del poder opresor y contra la voluntad de éste. Si esto no hubiera podido ser así, ¡pobres de los pueblos! Si esto no fuera una realidad, no ya española, sino mundial, pobres, ¡ay!, de los pueblos. Pero, para fortuna de los pueblos, tienen éstos una fuerza interior tan grande que ni siquiera las más destructoras dictaduras pueden aplastarlos. Pueden casi matarlos, pero renacen. Y mientras renacen, unas avanzadas -avanzadillas, si se quiere- de personas pertenecientes a los diversos campos de la intelectualidad y del trabajo, ansiosas de rescatar la cultura, han luchado tenazmente por ésta. Pues, como decía Larra, «en tiempos como éstos los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar.» De modo que nos las arreglamos para no callar. Y para crear. Y yo creo que cuando las pasiones se serenen se examinará la larga etapa a que me refiero y se dirá: no por deseo de Franco, no por su «benevolente» censura -que todo ello bien está allá a donde ha ido a parar-, a pesar de ellos y a desgana de ellos, porque no tenían más remedio que tolerarlo, ya que la intolerancia absoluta hubiera sido peor, tuvieron que ir dando paso poco a poco, aun cuando vetaran y vetaran tantas otras, a creaciones auténticamente críticas, combativas y valiosas desde el punto de vista estético. Por consiguiente, ni «nada antes», ni tampoco, exactamente, «todo a partir de ahora», pues un proceso de democratización no se orienta ni culmina en veinticuatro horas; es un largo camino, y estamos empezándolo. La censura se ha suprimido, pero no han terminado otras censuras, porque todos sabemos que, en sus peores aspectos, la censura no es más que el reflejo oficializado de algo que la sociedad misma, enferma, segrega. Y la sociedad española no está todavía sana. Guarda dentro muchos de los fermentos, de los gérmenes que originaron e hicieron durar al franquismo; y por ello, en esta nueva etapa en la que evidentemente vamos a trabajar con mayor libertad y en la que estamos ya viendo muestras iniciales de un cambio bueno y esperanzador de las actividades creadoras, sigue habiendo no obstante serios inconvenientes, graves problemas de censura ambiental, y otros muchos de carácter estructural, económico, etc., que no por ser de distinto orden dejan de afectar a la vida cultural.

Así que, en el teatro, un escritor como yo seguirá intentando hacer, poco más o menos, lo que procuró ir haciendo hasta ahora. Que hablará cada vez más claro, es probable. En La detonación, señalada ya por uno de los participantes como la primera obra mía rigurosamente escrita después del cambio de régimen, se habla, creo, de forma más clara que en algunas de mis obras anteriores. Pero empezar a hablar más claro no equivale forzosamente a empezar a hacer un arte más valioso. Ofendería, insultaría a los conocimientos y a la inteligencia de Vds. si dijera que, para lograr grandes obras de creación, hay que trabajar en libertad total. Pues todos sabemos que bajo las peores situaciones -antes me lo he permitido recordar- también se han dado creaciones extraordinarias. Y así sucedió también, sin libertad, en la anterior situación española. No todo lo que hubiéramos querido, no con el desarrollo necesario, no con el tipo de repercusiones deseable, no sin sufrir innumerables prohibiciones; pero en esas décadas pasadas se hizo un arte, una literatura, un teatro, mucho más considerables de lo que era moda en el mundo considerar para España como inconsiderable, y valga el juego de palabras. «España no existía o apenas existía»; «los pobres españoles, bajo una dictadura feroz, incluso aunque hubiera entre ellos gente de mucho talento, no podían hacer nada que discrepase de la ideología y los intereses oficiales.» Pues eso no era toda la verdad.

Y otra de las gratitudes que los españoles de pluma podemos tener a los profesores y las universidades norteamericanas es porque éstos, justamente, lo comprendieron. Pues cuando muchos de nosotros, los escritores españoles, nos veíamos durante años y años prácticamente ignorados y desconocidos en la mayor parte del mundo -cuando no despreciados, que también ha ocurrido a menudo-, nos encontrábamos con que, apenas nacer a las letras -y no exagero nada, porque la primera muestra de interés norteamericano hacia mí en ese sentido sucedió en el año cincuenta, es decir, un año después de mi primer estreno-, nos encontrábamos, digo, y hemos seguido encontrándonos, con que este núcleo que forman las universidades norteamericanas, con sus cuadros de profesores, sus alumnos y sus bibliotecas, ha estado excepcionalmente abierto a cuanto hacíamos año tras año. Ahora se nos empieza a reconocer ya por Europa; incluso bajo el franquismo hubo, al menos en alguna medida, reconocimientos de ese tipo. Pero lo extraño del fenómeno americano a que me refiero ha consistido en que bastan tes de sus profesores y estudiantes universitarios -que en parte están aquí presentes- no parecían sufrir ese prejuicio universal de que bajo Franco nada bueno podíamos hacer. Y no, ciertamente, porque fueran franquistas, aunque ya sabemos que hay personas para todos los gustos y que también en este país las ha podido haber muy partidarias de Franco, en lo que estaban en su derecho. Pero todos sabemos también, y no creo revelar ningún secreto, que una parte muy considerable de los hombres de las universidades americanas eran realmente personas de pensamiento liberal, avanzado y poco propicio a la simpatía por el régimen que teníamos en España. Pues estas personas, sin embargo, supieron hacer la distinción, que a otros países les ha costado tanto hacer, entre lo que era el régimen, sus dificultades y sus injusticias, y lo que a pesar de todo ello podíamos ir logrando unos cuantos y aun unos muchos. Eso es algo que algún día también habrá que analizar y estudiar, pero que hay ya, desde ahora, que agradecer hondamente. Yo creo que nos hemos visto considerados por muchos de Vds. sin prejuicios, simplemente porque Vds. amaban la cultura y tenían la inteligencia y la sensibilidad suficientes para atisbar y encontrar las cosas que a sus ojos merecieran la pena allí donde estuvieran. El afán de Vds. en ese sentido -y no es la primera vez que lo digo- es incluso tan grande que, quizá por el gran número que forman y la necesidad de hacer en lo posible trabajos distintos para sus tesis y ensayos, no solamente se ocupan de las obras de primer orden que surgen en un país cualquiera, sino que estudian asimismo al último recién llegado o, en el pasado, al escritor de cuarto orden del siglo dieciocho o el diecinueve... Lo cual no es un defecto, sino una correcta comprensión de lo que la cultura es. Pues no hay cosas buenas si no las hay regulares. Y no pueden comprenderse las cosas buenas si no se estudian las regulares e incluso las malas. Y todo eso lo han estado haciendo Vds. y lo siguen haciendo. Y lo han hecho muy bien, y yo les doy, en la pequeña medida personal que me corresponde, mis gracias más efusivas.

Y ahora, para terminar, parece ineludible que yo hable de mi propio teatro -aunque ya lo he rozado- y por ello voy a atreverme a contarles una anécdota muy personal. No estoy seguro, pues soy hombre de memoria ruinosa, pero me parece que no la he contado nunca... Vayan, pues, a Vds. sus primicias. Es un recuerdo muy antiguo; quién sabe si mi primer recuerdo. Tendría yo unos cuatro años de edad. Desde luego, no más. Y me veo, en mi modesto hogar de clase media en Guadalajara,   -11-   por la noche, en la habitación donde está mi padre trabajando en una mesa camilla; una habitación en la cual, adosada a una de las paredes, se halla también la mesa de despacho de mi padre, de dos cuerpos, en uno de cuyos huecos hay una escribanía plateada -no me atrevo a decir de plata, porque quizá no lo fuera-; una escribanía a la antigua, muy camp, diríamos ahora, con sus dos tinteros y la estatuilla en medio de un lobo de mar que maneja un timón. Todo ello plateado, y con un a modo de respaldo formado por sinuosas volutas de metal. Y yo, un niño de cuatro años, estoy jugueteando por allí, en la penumbra, porque no hay más luz que la de la lámpara de mesa bajo la que trabaja mi padre. Y me quedo absorto ante la escribanía, porque dos de las volutas metálicas terminaban en resaltes redondeados que brillaban débilmente detrás del timonel. Y yo veía -veía, no imaginaba- con absoluta nitidez que aquellas dos bolitas eran dos pequeños diamantes tallados cuyas relucientes facetas me fascinaban. Y le digo a mi padre: «Papá, súbame-porque yo era pequeñín y no podía encaramarme-; papá súbame, que quiero coger esos brillantes.» Y mi padre me pregunta: «¿Qué brillantes?» «Pues esos dos. ¿No los ves relucir?» -y le señalaba la escribanía. «Si ahí no hay ningún brillante, hijo mío.» «Que sí, papá, hay dos brillantes, como los de la pulsera de mamá, con facetas -no diría facetas entonces, porque yo no tendría todavía tanto lenguaje, pero quizá dijera 'con sus brillos'-. ¡Son dos brillantes!» (Yo los veía, los veía...) «Que no, hijo, que no.» «Que sí, y además los quiero.» Yo los quería; su belleza me atraía profundamente. Entonces mi padre me aupó en brazos, me acercó a la escribanía para que la viera mejor, y yo vi que lo que me había parecido dos brillantes tallados, eran los remates de dos volutitas de metal que brillaban un poco, y nada más.

Una anécdota trivial, sin duda. Probablemente cada uno de Vds. podría contar algo similar de su infancia acerca del choque del mundo imaginativo y encantado del niño con la realidad. Son las tempranas lecciones que nos enseñan a sustituir brillantes ficticios por cosas menos bellas, pero más verdaderas. Y de algún modo, cuando un muchacho ya mayor pretende escribir, o pintar, no es raro que asuma ese propósito y piense que, por doloroso que resulte, hay que sustituir los brillantes imaginarios por la realidad auténtica. Pero ¿deberá conformarse para siempre con la simple y veraz expresión de la realidad natural?

Hay un libro inmenso, que se llama Don Quijote de la Mancha, en el que parece dársenos la terrible y saludable lección de que los gigantes son molinos, ventas los castillos, las princesas, vulgares sirvientas, y en suma, joyas y oros, débiles relumbres de objetos más pobres y más ciertos. Y sabemos que su autor escribió aquella novela asombrosa como desengaño de libros de caballerías. Mas, con todo, uno se pregunta: «¿Seguiré buscando brillantes, o no?» Y se contesta: «Seguiré buscando brillantes.» Mas no para invertir el proceso; no porque la edad o la fatiga inciten al reencuentro con pueriles mentiras consoladoras, desdeñando la realidad a que nos debemos. Se trata ahora de otro proceso complementario que el propio Cervantes desarrolla. Los libros de caballerías ofrecían engañosos brillantes, pero Cervantes, que atacó sus mentiras -y estoy repitiendo reflexiones, bien lo saben Vds., que no son mías-, adoraba en el fondo, si no a todos, a algunos de aquellos libros y a la magia de su fantasía. Y por eso su problema estético -que es también el problema de cualquier escritor combativo, incluso socialmente combativo, de nuestro tiempo- fue el de restaurar la verdad, el de sustituir el brillante falso por la verdad, aunque ésta fuese fea; pero recuperando, al hacerlo, la más bella y sutil fantasía; es decir, volviéndose a apropiar del brillante. Y en ese libro veraz, pero misterioso, Cervantes lo volvió a hacer suyo genialmente. De las magias del Quijote ha escrito ya, entre otros, Borges, y muy bien; pero no las ha agotado, porque quizá sean inagotables. Que yo recuerde, por ejemplo, entre las cosas extrañas que en la novela suceden nos hace notar cómo Don Quijote es, en la segunda parte del libro, lector de la primera; pero no comenta que Don Quijote dé por buena y real la existencia de un doble suyo y la de otro doble de Sancho porque el señor Álvaro Tarfe, que es un personaje del Quijote de Avellaneda, aparece como persona real en la segunda parte del libro cervantino, informa al hidalgo manchego de haber estado -en la realidad, no en ningún libro- con el otro Quijote y el otro Sancho, y reconoce que eran dos impostores. Hasta ese extremo de sutil juego estético, y aun ontológico -y de donosísimo robo de un personaje a quien le robó los suyos, dicho sea de paso-, llegó Cervantes, ese realista chato para otros. Harto probable es que ya algún crítico literario haya comentado tan curiosa transferencia de personajes; y me excuso si es así, porque yo lo ignoro o no lo recuerdo ahora.

Cosas parecidas se encuentran en ese realista chato para otros que fue Don Benito Pérez Galdós, en el que ciertos estudiosos -algún americano entre ellos, pero también y de manera relevante nuestro querido y admirado amigo Ricardo Gullón- han sabido descubrir asimismo lo mucho que tenía de buscador de brillantes, a través -por ejemplo- del uso habilísimo, logradísimo, de los sueños en su obra ingente. Y Valle-Inclán, que desgrana fastuosos brillantes en las Sonatas de su primera época, va después a parar a El Ruedo Ibérico y a los Esperpentos, donde ya parece no haber brillantes, sino sólo fealdad; pero ¡cuánto brilla esa fealdad!

Ese es el problema de todo escritor, como lo ha sido de estos grandes escritores, que asumieron la función creadora -la función poética, y al mismo tiempo problemática- del modo más certero e integrador. Y todos ellos han tirado los brillantes falsos, pero para encontrar brillantes verdaderos, mucho más sutiles y no menos relucientes.

Pues bien, todos descendemos algún día -o cada día- a nuestra cueva de Montesinos, como Don Quijote. Cervantes parece reírse de esa cueva, pero, ¡ojo!, él también desciende, y no hay trivialidad en su descripción del complejo hecho humano y estético que es el soñar con cavernas como ésa. Y es Cervantes, no sé si el primero -dejo esto a los eruditos, yo no lo soy-, no sé si el primero, pero quizá uno de los primeros casos de la literatura española en que un escritor realista elabora a fondo un sueño con entidad desencadenante y operativa; y ello no en nuestro tiempo, en que tales fórmulas ya no escasean, sino en tiempos en que un efecto onírico entendido tan a la moderna era insólito.

Queridos amigos, yo seguiré trabajando y seguiré buscando mis brillantes. No aquéllos que quise alcanzar a mis cuatro años, pero sí los de la mayor consecución estética posible, y no sólo ideológica o problemática. De lo que haya conseguido hasta ahora, nuestros amigos han hablado antes mejor de lo que yo podría hacerlo, y además de manera tan halagadora para mí que seguramente han exagerado. Lo que vaya a conseguir en adelante no lo sé, pero el propósito no ha variado: yo voy a buscar, una y otra vez, mis brillantes. Muchas gracias.

Transcripción de Fernando R. Jiménez

Muhlenberg College





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La «historia» de Historia de una escalera


Robert L. Nicholas

University of Wisconsin-Madison

Desde un principio, se consideró la escalera el elemento dramático central de la historia que encierra el primer drama de Antonio Buero Vallejo. En el prólogo a la primera edición Alfredo Marquerie declara que el personaje más importante de la pieza, aunque «inmóvil y mudo», es la escalera, pues actúa como testigo de nacimientos y muertes, amores y odios, esperanzas y desilusiones de los personajes2. Buero mismo, en la «Palabra final» de esa edición, sigue la pista señalada por Marqueríe, y acepta la denominación de la escalera como el «verdadero protagonista». Agrega: «Esto es: la entidad patética constituida por el retorno, la fugacidad y el cambio de las cosas humanas -tiempo-, sobre la yerta sordidez de un estrecho escenario casi inmutable-espacio».3 García Pavón también le da la razón a Marqueríe, y añade que la escalera es, además, el «símbolo de la inmovilidad de nuestra organización social».4 E instigado a su vez por las palabras de García Pavón, Ruiz Ramón ve la escalera también como «signo de la inmovilidad personal».5 Dos actitudes parecen arrancar de ese principio: una que subraya lo personal, y otra que destaca el aspecto social. No obstante, las dos actitudes parten, básicamente, de la escalera misma, como símbolo temporal.

Se podría preguntar qué nueva idea es posible añadir a lo dicho. ¿No es la «historia», formulada como parte del título del drama, un elemento demasiado obvio ya? ¿Queda por decir algo importante o relevante sobre el tema? Pese a las dificultades y peligros inherentes en un asunto tan conocido, es todavía posible, creemos, sugerir nuevas dimensiones.

Hay que reconocer que en esta historia convergen diferentes «historias»: 1) la de la guerra civil cuyos efectos se sobreentienden, aunque no se enuncien abiertamente, 2) la generacional que se repite a través de los años, 3) la individual que se encara con la inevitabilidad existencial, y 4) la de la escalera misma, permanencia amenazante. Nosotros hemos de comenzar con la penúltima, o sea, la vital, pues es ésa, a pesar de la sempiterna presencia de la escalera, la que consideramos fundamental. Creemos coincidir en esto con Ricardo Doménech, quien se refiere al drama como la «histeria de una frustración. De una frustración individual y de una frustración colectiva».6

La trayectoria vital de los diversos protagonistas tiene un enfoque histórico, pues nos presenta tres generaciones en tres actos que corresponden a distintos momentos históricos. En el planteamiento inicial del segundo y del tercer actos se alude a las muertes que han ocurrido desde el acto anterior, y, así, las varias historias individuales van entrelazándose en un continuo vivir, envejecer y morir. Pero tal continuidad no salta a la vista, pues los tres actos no tienen un verdadero desarrollo orgánico. Cada uno es como un nuevo comienzo. Lo que lógicamente ha de esperarse en los dos últimos no ocurre. En el primero Fernando y Carmina es declaran su amor, pero en el segundo, diez años después, Fernando está casado con Elvira. Y entre el segundo y tercero no han pasado otros diez años, como se esperaría, sino veinte. Así, pues, nos sorprende ver a Paca tan vieja, a una tercera generación ya crecida, y la introducción de nuevos personajes (el joven y el señor). Se podría decir que cada acto consiste en un ambiente de rutina y monotonía, en una como «tranche de vie» más o menos autónoma. Y, sin embargo,   -18-   cada acto cobra un sentido más general, más trascendental, al yuxtaponerse a los otros. Sólo entones la rutina cotidiana, a causa de repetirse año tras año y en contraste con «la fugacidad... de las cosas humanas», cobra un sentimiento de angustia que resulta del inevitable absurdo de la existencia. Su carga simbólica se hace cada vez más agobiante al añadir otros quehaceres, es decir, al destacar su «historia».

Al mismo tiempo, una fuerza integradora surge desde dentro de la acción dramática que supera la calidad provisional inherente en cada acto. Los actos primero y último sugieren ecos y resonancias temporales que van más allá del drama mismo. Al principio Fernando, aludiendo a un pasado anterior al drama, se queja de su suerte: «¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años... sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos... ¡Y hace ya diez años!»7 Y al final los hijos planean un futuro que sólo puede proyectarse. Es como si los quehaceres cotidianos existieran antes de comenzado y después de terminado el drama. Y estos quehaceres son siempre los mismos; su naturaleza fundamental no cambia de una generación a otra. Así, a pesar de los «saltos» históricos, vistos y sugeridos, surge de una manera implícita un continuo histórico, o mejor dicho, intrahistórico, puesto que lo vital aquí consiste en los mismos denominadores humanos evocados tantas veces por Unamuno. Por lo tanto, la estructura dramática de cada acto marca una continuidad intrahistórica y, simultáneamente, un presente existencial. Dicho de otro modo, Historia de una escalera es, al mismo tiempo, un drama social (colectivo) y existencial (personal).

La síntesis del pasado hecho actual y del presente hecho histórico también le llega al espectador español a través de la tradición popular del sainete de que se nutre, en parte, el drama. Esta tradición da realidad histórica a los personajes, por vía de su lenguaje y su circunstancia social, pues podría decirse que el sainete es, en cierto sentido, la intrahistoria española escenificada. Quizá sea por esto que el espectador español suele sentir una relación muy especial con la tradición sainetesca o costumbrista. En el prólogo a El género chico, Antonio Valencia explica cómo en el sainete «...no se sabe si la naturaleza imitaba al arte y la realidad a lo teatral»8. La verdadera y supuesta «españolidad» de estos tipos y su lenguaje, implícita siempre en ellos, crea cierta familiaridad entre espectadores y espectáculo que, a su vez, provoca una natural propensión a identificarse con la realidad del drama.9 Además, y esto es lo importante, tal identificación se proyecta más allá de la actualidad, pues los tipos costumbristas encarnan la propia historia del ente hispánico. El pasado literario de los pasos, entremeses y sainetes está presente en ellos en todo momento. Su realidad actual es importante, pero las resonancias histórico-culturales que evoca lo son aún más.

Al dotar a estas figuras arquetípicas de rasgos sociales y personales a la vez, el dramaturgo logra intensificar y ensancharlos dramáticamente. Gracias a su realidad simbólica, tienen existencia (historia) fuera de la obra, antes y después de aparecer en escena. Y en ello se insinúa una crítica social, pues obliga al público a especular si las condiciones que producen tales tipos han de existir para siempre.

Los personajes del sainete son humildes y sufren privaciones, pero en un ambiente escénico tradicionalmente desprovisto de trascendencia. Los personajes de Historia de una escalera, por el contrario, asumen dimensiones trágicas. Una penosa situación económica domina su existencia y la hace casi imposible. Además-y aquí enlaza lo generacional-, los hijos, quienes están a punto de repetir los errores de sus padres, reclaman una solución colectiva, un desarrollo orgánico que haga frente al problema vital y le dé una solución. Por lo tanto, Historia de una escalera sugiere comentarios sobre la naturaleza humana -la necesidad de existir con un presente esperanzado y un futuro posible. Pero, estos individuos también tienen que asumir la responsabilidad de sus decisiones. Son inevitablemente víctimas de sí mismos. El sainete contribuye la creación de su circunstancia social e histórica, pero es Buero quien provee el «yo» -la esencia individual que da un sentido profundo al drama. El conflicto básico de éste podría describirse, por consiguiente, como una lucha entre el «yo» y su «circunstancia».

Al concederles un verdadero sentido trágico a las Pacas y a los Pepes de la tradición popular, Historia de una escalera cobró, en 1949, un hondo patetismo desconocido hasta entonces. Vista desde la perspectiva de hoy, hay sin duda menos novedad en el uso de materia tan tradicional. Y es verdad que algún que otro anticipo de la «transfiguración» moderna del sainete, cómo lo llama Fernández Almagro,10 ya se podía ver en Salinas, Azorín y, en especial, en Valle-Inclán, pero esperaba a Buero Vallejo para fundir esa forma tradicional con el espíritu crítico de posguerra. El que otros dramaturgos -los más serios de nuestros días- le hayan seguido por este cauce, confirma el valor dramático de tal aventura y la importancia histórica y artística del primer estreno de Buero Vallejo.

Volviendo a considerar hoy esta obra y comparándola con sus dramas posteriores, nos impresiona más que nunca la integración total de elementos escénicos y perspectivas histórico culturales que representa. Con una técnica sorprendente en un dramaturgo novel, Buero sintetiza las diferentes dimensiones de la existencia humana mediante personajes, acciones y escenario.

La escalera, ahora podemos reconocer, es como un denominador común que une las diferentes historias humanas. En el desarrollo temporal del drama, la escalera resulta ser una verdadera realidad física -compañera y obstáculo- para los inquilinos. En el ámbito personal de la casa, la escalera casi logra convertirse en otro «personaje», pero no sólo como abstracción que pesa fatalmente sobre el destino de los personajes humanos, sino como otro ser «humano» también afectado y amenazado por el fluir irremediable del tiempo.11 A la larga la escalera se humaniza, se hace un aspecto entrañable de la vida cotidiana de estas gentes. Esto se ve en el tercer acto cuando la escalera, a pesar de los pequeños intentos de modernización, también tiene historia. Paca, ya vieja, acaricia la barandilla y monologa cariñosamente con la escalera al subir, una expresión de afecto que queda contrastada unas escenas después con el maltrato que la escalera recibe de su nieta. La abuela entonces aconseja a ésta que respete las cosas viejas. Así, pues, Buero une vidas y escenario con todo cálculo, aunque muchas veces sólo con leves sugerencias, pero el resultado nos parece perfectamente natural, nada rebuscado como sucede en alguna que otra obra suya posterior.

La escalera, como las vidas que la rodean, es un aspecto integral de esa experiencia humana que, en el fondo, no cambia. Por consiguiente, la escalera no sólo motiva, sino que comparte, simbólicamente, la historia vital del drama. Además, el aspecto temporal hace resaltar la humanidad de sus criaturas y de su ambiente, y la «historia» -conjunción de las diferentes historias- surge precisamente de esa humanidad, nunca a expensas de ella.

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Lectura sociológica de Historia de una escalera


Luis Iglesias Feijoo

Universidad de Santiago de Compostela

A los treinta años del estreno de la primera obra de Buero Vallejo conviene atender ya a un aspecto que casi siempre se ha pasado por alto: sus resonancias sociales e históricas, no todas explícitas. Quizá proceda también aclarar desde el principio que aquí no seguiremos ningún dogma o escuela sociológica concreta y que, desde luego, nos alejaremos voluntariamente de una cómoda tendencia, mal incluida dentro de la sociología de la literatura, que consiste en averiguar a priori la clase social a que pertenece un escritor para, a partir de ella, definir mecánicamente su obra y clasificarla en el apartado oportuno; esto, en todo caso, sería sociología de los literatos. El presente trabajo se sitúa, en cambio, ante la obra en sí, el texto teatral -no sólo el lingüístico, naturalmente- y pretende observar el nudo de relaciones sociales que se crea entre los personajes, el origen de sus enfrentamientos y la posible relación de éstos con las tensiones clasistas de ese microcosmos construido en escena. Por supuesto, no se pretende con ello confundir el orbe artístico del teatro con las realidades de la vida humana y sus leyes, ni se predica ningún tipo de homología entre uno y otras. La crítica ha insistido tanto en años recientes sobre la falacia de tomar por reales los sentimientos de los personajes, que hoy es poco menos que pecado nefando incurrir en tal ingenuidad, o extrapolar circunstancias de los textos a la vida. «Hamlet and Macbeth exist only as words on a printed page. They have no con sciousness.»12 Una toma de postura similar, aunque independiente, adopta Genette al subrayar que los sentimientos de los seres inventados «ne sont pas des sentiments réels, mais des sentiments de fiction, et de langage: c'est-à-dire des sentiments qu'épuise la totalité des énoncés par lesquels le récit les signifie».13

Esto no tiene por qué implicar una deshumanización de la obra literaria o teatral, ante la que el lector o espectador participa emocionalmente y se preocupa por los personajes como personas; pero Booth, que lo reconoce, añade: «It is of course true that our desires concerning the fate of such imagined people differ markedly from our desires in real life».14 En la misma línea se mueve Susan Sontag15, y ya Ortega y Gasset, a quien, por cierto, remite esta escritora, había considerado un error común que el público teatral tomase los problemas de los personajes «como si fuesen casos reales de la vida», ante lo que proponía una fórmula, muchas veces mal interpretada: «Alegrarse o sufrir con los destinos humanos que, tal vez, la obra de arte nos refiere o presenta, es cosa muy diferente del verdadero goce artístico. Más aún: esa ocupación con lo humano de la obra es, en principio, incompatible con la estricta fruición estética».16 Y, añadiríamos, lo es con cualquier planteamiento riguroso del arte; la distanciación brechtiana, por ejemplo, exige posturas similares.

Teniendo presentes estas ideas, y sin necesidad de tomar por seres reales a los de ficción, ni perder de vista la configuración autónoma de la obra, la cual o se sostiene por sí, o no hay quien la sostenga, vamos a examinar las relaciones sociológicas del universo inventado, así como también, dentro de lo que un crítico semiológico incluiría en la pragmática, analizaremos las referencias que dentro de la obra se hacen a la realidad, con la atención despierta para no pasar por alto que el autor puede haber utilizado sutilmente esas referencias para sugerir cosas que no procedía quizá mostrar más a las claras.

Historia de una escalera, por su situación en el teatro de pos guerra, no sólo representó la consagración de su creador, sino también el punto de partida en la regeneración de la escena española y el gozne que la engarzaba con la producción anterior a 1936. No obstante, es curioso observar que raras veces se selecciona esta obra entre las más destacadas del escritor; él mismo ha tendido siempre en los inicios de su carrera a resaltar la presunta mayor importancia de En la ardiente oscuridad, mientras que en los últimos años se inclinaba por las más recientes. Sin olvidar, desde luego, el desarrollo progresivo de la dramaturgia bueriana y la complejidad y riqueza crecientes de sus producciones de madurez, sería injusto relegar aquella primera obra y pasar por alto su cuidadosísima construcción escénica o su eficaz economía de recursos en la creación de caracteres. 17No   -20-   faltarán quienes la consideren menos rica de ideas o de sugerencias que muchas de las obras posteriores del dramaturgo, pero, como se verá luego, algunos de los temas abordados, quizás oscuramente intuidos por el público, distan mucho de ser evidentes a primera vista.

La obra trata de una serie de seres que viven en el último piso de una casa de vecinos. Esta comunidad está aparentemente situada en un mismo nivel social, por lo que García Pavón se refiere a «la clase social única de los agonistas».18 Sin embargo, conforme el diálogo se desarrolla, empiezan a advertirse detalles anómalos, que no tienen importancia por sí mismos, pero que la adquieren cuando se los ve encaminados en una misma dirección. En principio, parece que las cuatro familias que conviven allí se desenvuelven mal; la acotación inicial insiste en dar datos inequívocos sobre la pobreza del inmueble: «casa modesta de vecindad», barrandilla «muy pobre», «sucia ventana», «polvorienta bombilla».19 De la pobreza común se destacan muy pronto D. Manuel y Elvira, cuya desahogada situación queda indicada en el cuadro inicial por varias circunstancias: su recibo de la luz es más elevado que ningún otro (ellos son dos, pero gastan casi tres veces más que la familia de Generosa, de cuatro personas), lo pagan sin problemas, rutinariamente, y pueden abonar también el recibo de Doña Asunción; una acotación (27) destaca sus trajes como denotadores de mayor riqueza, y no se olvide que las acotaciones son simplemente indicadores que deben ser convertidos en signos visuales o acústicos para el espectador. Hacia el final del acto primero se aludirá brevemente al origen de la posición de D. Manuel: era un oficinista y montó una agencia para «sacar permisos, certificados...», a base de sus «relaciones» y de «tanta triquiñuela», como dice Paca con su habitual desgarro (58-59). Está claro, pues, que D. Manuel pertenece a la clase que, con Marx, llamamos pequeña burguesía, porque no es propietaria de los medios de producción, ni participa di rectamente en ésta: «Muchísima gente que no produce mercancías para la venta con ganancia es esencial para la industria capitalista y consume parte de sus ingresos; por ejemplo, contables, oficinistas, secretarias, abogados, delineantes, ingenieros, vendedores, etc.»20

El pago de la luz permite descubrir también que Fernando, pese a no poder sufragar su coste, gasta mucho, pues siendo solos él y su madre, su cuenta es más elevada que la de Generosa (cuatro personas) y casi tanto como la de Paca (cinco). Del gasto de la electricidad -asunto que el autor subraya al volver luego sobre él (55)- se obtiene, en suma, una primera conclusión: la evidente desproporción que hay entre lo que gastan por persona D. Manuel y Fernando frente a las otras dos familias. El emparejamiento de estos dos personajes, sobre el que inciden también los deseos que Elvira tiene de casarse con el joven, se vuelve a dar en otros pequeños detalles, como son los tratamientos. Así, sólo don Manuel y doña Asunción reciben este trato de respeto, no ya por parte del autor, sino de todos los vecinos, mientras que siempre se emplea «señora Generosa» o «señor Gregorio» al dirigirse o referirse a éstos. Igualmente, mientras Elvira tutea a su padre, le llama «papá» e incluso usa un mimoso «papaíto», y Fernando tutea a su madre, en cambio los tres hijos de Paca y Carmina utilizan «usted», «padre» y «madre», más respetuosos o distanciadores.

¿Qué quiere decir esto? Cuando Beinhauer en su estudio sobre el español hablado advertía que «a los padres, tíos, tías y parientes políticos se les trata muy a menudo en tercera persona», Sobejano tenía que añadir en nota: «Este uso se ha ido perdiendo casi del todo en las ciudades y sólo subsiste entre las gentes del campo».21 Pero el primer acto de Historia de una escalera está situado treinta años antes del «hoy» de su estreno, es decir, hacia 1917-1919, y en ese lapso de tiempo se ha dado una notable evolución en el uso, muy comentada por los estudiosos: «ya por aquellos años de antes de 1936 eran evidentes los avances del tuteo», escribe Dámaso Alonso, pero ya antes Andrés Bello advertía que en sus días «lo propio en el diálogo familiar seria usted o tú».22 Ha existido, pues, una ininterrumpida corriente a favor del tuteo, que se origina en el siglo pasado y gana terreno poco a poco en el tiempo y en el espacio social, a través de un recorrido de arriba abajo por la pirámide clasista. La última gramática académica habla muy claro del tema: «Se ha atenuado bastante la costumbre antigua de que el niño y el adolescente y hasta el hombre maduro hablen a sus padres y abuelos de usted, costumbre que hoy subsiste de manera parcial, aunque probablemente sólo en el campo y en sectores del mundo obrero en la ciudad».23

La literatura, y en especial el teatro, preocupados por acomodarse a los usos de la realidad, han ido dejando constancia de tal evolución, como puede verse en una rápida muestra. Si la moratiniana Paquita de El sí de las niñas llama «mamá» a doña Irene y la trata, no obstante, de «usted» (véase el principio del acto II), Larra aludía ya a la costumbre de los avanzados caballeritos y damiselas a la moda que en su tiempo defendía que «padre y madre eran cosa de brutos, y que a papá y mamá se les debía tratar de tú»,24 lo que ya hace la Consuelo de López de Ayala. Es curioso que Galdós, tan atento siempre a los pequeños -y a los grandes- detalles de la vida, presente en Fortunata y Jacinta el uso de «usted» por parte de Juanito Santa Cruz hacia su madre al principio, para pasar tiempo después en la historia al tuteo, como si el cambio hubiese llegado a su clase social por aquellos años.25 Por su parte, Leopoldo Alas en La Regenta mantiene el «usted» y el «madre» del Magistral a la suya, mientras Paquito, el marquesito, usa «papá» y «mamá». Ya en nuestro siglo, Juan, en Los semidioses, de Federico Oliver, trata a los suyos de «padre», «madre» y «ustedes», y en el medio rural, la Acacia de La malquerida usa con su madre el «usted», como luego las hijas de Bernarda Alba hacen con ésta. Es Benavente quien, por los años en que se sitúa precisamente el primer acto de la obra de Buero, da en Una pobre mujer (1920) testimonio muy claro de la división social que existía entonces en el trato; mientras una de las familias protagonistas, que vive en una «casa modesta de clase media», emplea el tuteo de hijos a padres, la otra familia, muy pobre, usa el «usted».26

En resumen, la diferencia en el trato que mantienen los personajes de Historia de una escalera, sin dejar de ser reflejo de los usos sociales vigentes en la realidad, se convierte en signo de una división social en el universo de la obra, desatendida por la crítica. Los miembros de la pequeña burguesía permiten ya el tuteo en familia, a imitación de las costumbres de la burguesía que, a su vez, había seguido en su día las de la aristocracia. En cambio, el mundo obrero aún no ha comenzado a hacerlo. Ahora bien, esto supone la inclusión en la pequeña burguesía no sólo de D. Manuel, sino también de Fernando. ¿Es ello acertado? Sin ninguna duda. El carácter de trabajador asalariado que le caracteriza no debe inducir al error de suponerle un proletario. Está claro que, aparte de las dos clases fundamentales de la sociedad capitalista moderna -burguesía y proletariado-, existen otras, de las que nos interesa esa clase intermedia que es la pequeña burguesía, cuyas características han sido objeto de un análisis fundamental por parte de Nicos Poulantzas. Para él, es principio básico que el salario no puede definir a la clase obrera, lo que ya está muy claramente en Marx: «Si tout   -21-   ouvrier est salarié, tout salarié n'est pas forcément un ouvrier, car tout salarié n'est pas forcément travailleur productif».27 En concreto, no es trabajador productivo, esto es, miembro del proletariado, quien pertenezca a la esfera de circulación del capital o de la mercancía, como los asalariados del comercio o de la banca, que forman parte de la llamada «nueva pequeña burguesía».28

Pues bien, Fernando es precisamente empleado de una papelería, un «dependiente», según dice Urbano (38); ocupa, pues, el escalón más bajo de la pequeña burguesía, el más cercano a la clase obrera, con la que su fracción puede ocasionalmente establecer alianzas, sin que por ello desaparezcan las barreras de clase. Pero para distinguir las fronteras entre éstas, a las determinaciones económicas deben sumarse las relaciones políticas e ideológicas; podemos ver así que en Fernando se dan, como en perfecto muestrario, todos los elementos característicos de la ideología pequeño-burguesa. En su largo diálogo con Urbano en el acto inicial a parecen sucesivamente el individualismo («-¿Y quieres hacerlo solo? -Solo», 42), la insolidaridad («¿Qué tengo yo que ver con los demás?», 39), el mito de la promoción social («Sólo quiero subir», 39), la despreocupación o el temor larvado por los cambios revolucionarios (no quiere sindicarse, 38).29 Oscuramente, tiene ante sí el ejemplo de D. Manuel, el que sí ha subido, como parte de esa minoría de la pequeña burguesía que consigue desplazarse hacia arriba, lo que la ideología de su clase presentará como el ascenso de los «mejores» o los «más capaces». Por ello, cuando en el acto segundo el joven aparece casado con la hija de D. Manuel, no hay motivo para ninguna sorpresa; su carácter abúlico le ha llevado al camino aparentemente más corto para promocionarse y, echando al olvido sus promesas a Carmina, se casa con la hija y heredera de quien ha logrado lo que él quería, «subir», lo que no deja de serle luego reprochado por ella: «¡Claro, el señor contaba con el suegro!» (74). En concreto, los sueños que enuncia ante Carmina al final del primer acto prueban que se propone seguir los pasos de su futuro padre político: quiere hacerse delineante, aparejador, ingeniero... Releamos la anterior cita sobre las profesiones no productoras y hallaremos que éstas están allí enumeradas, pues, en efecto, se trata tan sólo de sectores más elevados de la misma clase pequeñoburguesa hacia los que Fernando desea trepar.

Urbano, en cambio, es miembro de la clase obrera sin ninguna duda; la primera acotación sobre él lo define: «un proletario» (37). Como las acotaciones no se leen al espectador, éste recibe otros signos: visuales -el «azul mahón» que viste- o lingüísticos: la «fábrica» por la que le pregunta su amigo (38); su condición de «obrero» es afirmada por él casi con rabia en momento posterior (85). Es un sindicalista que trata infructuosamente de convencer a su convecino. Por todo ello, el enfrentamiento entre los dos jóvenes es algo más que una mera disputa de la edad o la riña por conquistar a una misma chica. Por el contrario, y sin negar estos aspectos, también presentes, existe ahí un enfrentamiento clasista entre proletariado y pequeña burguesía; sólo a esta luz pueden entenderse las ilusiones de Urbano, consciente de la inutilidad del esfuerzo individual por sí mismo («los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua», 39) y partidario por eso de la lucha colectiva. Él no cree en la subida individual; está de vuelta de lo que se ha llamado teóricamente «l'inanité de la problematique bourgeoise de la mobilité sociale».30 -encarnada en Fernando-, pues el ascenso de unos cuantos individuos supone y exige la persistencia de la estructura social injusta, la división en proletariado y burguesía, cada uno con su lugar correspondiente. Es decir, esto implica el mantenimiento de la sociedad dividida en clases. Urbano, de algún modo, parece pensar en la desaparición de esa estructuración social o, lo que es lo mismo, intuye una sociedad sin clases. Así puede en tenderse esta frase suya: «Si yo llego, llegaremos todos» (41).

En suma, Urbano tiene conciencia de clase y Fernando, no; al rehuir su participación en la lucha sindical, éste actúa como perfecto representante de su clase, la cual, como ya vio Marx, pretende superar precisamente la «contraposición de clases». Lukács comenta al respecto: «Por eso rehuirá todas las decisiones importantes de la sociedad... Sus propias finalidades, que existen exclusivamente en su consciencia, se convertirán siempre e inevitablemente en formas puramente 'ideológicas', cada vez más vacías, cada vez más aisladas de la acción social».31 Estas palabras podrían tomarse como un diagnóstico de la situación de Fernando, de su irresolución y, pasado el tiempo, de su cobardía, lo que veremos luego.

Este enfrentamiento clasista no está estentóreamente expuesto en la obra. No podía estarlo. Pero se encuentra siempre latente y explota en el momento oportuno. Conviene precisar, antes de examinar esto, que nada hay en Urbano de identificación con cualquier tipo de «héroe positivo». Desde sus comienzos Buero está muy lejos del maniqueísmo y, si del conjunto de su teatro cabe deducir una condena global de toda explotación del hombre por el hombre,32 no construye nunca universos dramáticos divididos en buenos y malos, en unos que tienen la razón y otros que carecen de ella. Urbano es un ser humano más bien mediocre, con varios aspectos negativos: vanas amenazas contra Pepe, falta de confianza... En el acto segundo conseguirá que Carmina acepte ser su esposa, pero elige para declararse el momento más inoportuno, cuando ella acaba de enterrar a su padre, y él no parece querer pensar que su aceptación puede ser para la joven sólo el único modo de evitar la miseria en el futuro. En ese preciso momento, también él piensa en subir, si bien es notable que no se le ocurra soñar con abandonar su clase (85-86).

En el acto tercero la situación de los dos muchachos, ahora ya maduros, se ha igualado mucho. Han pasado ya a «nuestra época» (105), y la acotación que los menciona ahora es tajante en su definición: «Socialmente, su aspecto no ha cambiado: son dos viejos matrimonios, de obrero uno y el otro de empleado» (108). Su penuria económica es muy parecida; pronto se sabrá que Fernando ni siquiera el día del cumpleaños de su hijo puede comprar unos pasteles; pero en esto cabe observar un fenómeno ya previsto en el siglo pasado por Marx y que se ha ido cumpliendo inexorablemente: la paulatina proletarización de las capas medias, o, visto de otro modo, la igualación de salarios entre clases productivas y no productivas. Poulantzas anota precisamente la existencia de una «tendance à la réduction des écarts entre salaires 'moyens' ouvriers et salaires 'moyens' petits-bourgeois, amorcée déjà... avec la Première Guerre mondiale et entre les deux guerres».33 Fernando no sólo no ha subido, sino que ha visto aumentar las estrecheces de su ilusionada juventud; el mito de la movilidad social ha revelado su falacia: nunca fue tan mito como en su tiempo y en su país, aherrojado en una estructura aparentemente inmutable.

Pero, ¿y si Fernando no hubiese sido un «gandul», como le llaman vanas veces? Desde luego, es del todo improcedente jugar a los futuribles con los personajes de ficción (¡Ah, si Edipo no hubiera coincidido con Layo en el cruce de caminos...!), pero dentro de la obra misma Urbano dibuja el sombrío panorama que le esperaba: trabajar diez horas, buscar luego encargos particulares, acostarse a las tres, ahorrar de la comida, del vestido,   -22-   del tabaco, todo para, al cabo, rematar «solicitando cualquier miserable empleo para no morirte de hambre» (40). No es, pues, un problema de vagancia. La obra sugiere la existencia de una responsabilidad social, la de una estructura económica injusta y una división en clases que impide la plena realización humana. Se rechaza por tanto la ideología del desclasamiento, así como el mito del self-made man. Pasan los años y todos siguen aprisionados por un sistema, tan omnipresente como imperceptible en la vida diaria. No se puede ignorar la insinceridad sentimental de los dos jóvenes, que existe y sobre la que escribe Borel, pero no puede aceptarse sin más su definición de la obra como «drama de amor, el drama del amor frustrado».34 Es bastante más.

Ya Doménech advirtió que entre el segundo y el tercer acto, de acuerdo con la cronología interna, ha tenido lugar la guerra civil.35 Sólo así cobra sentido el fracaso de los ideales societarios de Urbano, al que sólo se hacen vagas alusiones. Sin embargo, aunque el autor no quiso ser muy explícito, había indicado con alguna mayor claridad sus causas; cuando Fernando echa en cara al antiguo amigo su fracaso con el sindicato, que iba a arreglar las cosas para todos, Urbano respondía: «Si, hasta para vosotros los cobardes que nos habéis fallado», frase sustituida por otra más anodina a causa de la censura.36 Urbano ha sido derrotado, pero la superioridad de sus ideales parece clara: él quería una sociedad mejor para todos, no sólo para sí, y con ello inicia la serie de personajes de Buero volcados a los demás; recuérdense Silverio (Hoy es fiesta) o Mario (El tragaluz). El fracaso de Urbano tiene otra faceta, la sentimental, debida a su insinceridad en el matrimonio, pues no ha atendido a la entidad real de los sentimientos de Carmina, pero en el otro plano han sido otras las razones, muy poderosas, que le han vencido. De lo cual no puede deducirse, como alguien ha hecho, que la obra signifique la derrota inexorable de todo proyecto de transformación social;37 más bien, hay que entender que el proyecto concreto de Urbano, situado en coincidencia con el incubado con esperanza por muchos miles hacia 1917-1919, ése sí había fracasado. Cosa que, en 1949, sabían muy bien el autor y los espectadores sin necesidad de mayores aclaraciones.

De su derrota había culpables concretos, y uno está señalado en la obra: la defección de la clase pequeño-burguesa. Quizá proceda recordar aquí que, según Trosky, el fascismo, al tomar el poder, produce la anulación de las organizaciones del proletariado, al que, además, quiere dejar «desalentado y resignado», palabras muy adecuadas al Urbano del último acto. Aunque nada concreto se dice de la actitud definitiva de Fernando en el tiempo implícito entre los dos últimos actos, las palabras de Urbano nos hacen suponer su fidelidad al comportamiento de su clase; no se olvide que el fascismo se origina en un «movimiento típicamente pequeño-burgués, mezcla de reminiscencias ideológicas y de resentimiento psicológico», unidos a «una profunda hostilidad con respecto al movimiento obrero organizado»,38 circunstancias presentes en diversos momentos en sus palabras. Su egoísmo individualista es el que triunfará en la sociedad que se trasluce fugazmente al principio del último acto, en que aparecen dos nuevos inquilinos, oficinistas anónimos y bien trajeados, que se han trasladado a la casa, amplia, aunque vieja (nos la imaginamos trasunto de tantas que, con el paso del tiempo, se han deteriorado, pero conservan una situación urbana envidiable). Estos nuevos vecinos muestran una total insolidaridad; las otras familias, para ellos, «son unos indeseables». Los valores por los que se rigen están claros: «¿Es que mi dinero vale menos que el de ellos?» (107). Son gentes hechas a la nueva sociedad, que sueñan con los últimos modelos de coche. Su individualismo insolidario será condenado a partir de aquí en todas las obras del autor, quien, hablando en una ocasión del protagonista de Hoy es fiesta, de actitud en parte no lejana a la de Fernando, escribía: «Que Silverio padece un serio defecto social, es evidente... Esta es la miseria individualista».39 El futuro de los hijos en esta sociedad no se promete muy halagüeño. Fernandito repite las mismas cosas que había dicho su padre y corre el riesgo de reincidir en sus errores..., pero ésa sería ya otra historia, de la que nada se sabe.

Alguna vez se ha presentado como incoherente la mezcla en un mismo edificio de «les rentiers, les ouvriers et les hommes d'affaires, les nouveaux pauvres et les nouveaux riches».40 Sin embargo, esta mezcla de clases dista mucho de ser insólita en la realidad, sino que, por el contrario, es algo perfectamente conocido. Ya en el siglo XVIII, al no aumentar ciudades como Madrid el número de edificios y sí, en cambio, la población, se estableció «une promiscuité extraordinaire et non seulement une promiscuité, mais une coexistence de toutes les classes sociales».41 Se trata de la tradicional estratificación vertical, que relega a los más pobres a sótanos y pisos más altos de los edificios, como ocurre en nuestro drama. Desde el XIX, las clases tienden a aislarse por barrios, pero la promiscuidad no desapareció. Galdós presenta en Fortunata una casa madrileña de vecindad, visitada por Jacinta y Guillermina. Tenía dos patios, el posterior «mucho más feo, sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por albergue de familias distinguidas. Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se llama capas».42 La convivencia no ha desaparecido hoy, pues los centros urbanos comprenden los arrabales de hace medio siglo, por lo que la coincidencia de los antiguos moradores, de clase inferior y en retroceso, y los nuevos, casi siempre miembros de la burguesía que desplazan sin cesar a los otros, sigue existiendo.

Para terminar, es posible preguntarse si, además de a la presencia/ausencia de la guerra entre los dos últimos actos, el autor ha querido aludir en la obra a alguna otra fecha o zona de fechas históricas. La obra se escribió en 1947 y se estrenó a los dos años. Aunque en el texto publicado no se señala año alguno, el programa de mano concretaba el desarrollo de los tres actos en 1919, 1929 y 1949, según advierte el autor (152). Si atendemos al año de redacción, queda muy claro que aquél ha querido cubrir el período temporal vivido por él, pues contaba 30 años en ese momento. Además, la elección de 1917-1919 para el primer acto no parece casual. En torno al primero de esos años se da en la sociedad española el «momento en el que el cambio cualitativo deja de ser incipiente para convertirse en rasgo global determinante de la totalidad social».43 Este mismo historiador sitúa entonces el desarrollo de la moderna lucha de clases, por «la conciencia obrera y de clase de las masas obreras». Vicens Vives, que fecha en 1917 la explosión de la crisis española contemporánea, sitúa ahí «la pleamar de la agitación obrerista. Al aumento del precio de la vida, los trabajadores responden afiliándose en masa a los sindicatos que acogen decididamente sus reivindicaciones. Este es el momento desbordante de la C.N.T., que planteó la lucha en el terreno de la absoluta solidaridad entre los obreros».44

Varios puntos son importantes en este párrafo. El alza de la vida es tema reiterado en Historia de una escalera y se convierte en obsesivo para Generosa, a la cual oímos varias veces recitar su penosa salmodia: «¡Dios mío! ¡Cada vez más caro! No sé   -23-   cómo vamos a poder vivir». Al respecto Tuñón analiza el «alza espectacular» de los precios en el período 1915-1918, «en proporciones astronómicas».45 En segundo lugar, la que Vicens llama afiliación «en masa» se corresponde con lo que dice Urbano: «la gente se sindica a toda prisa» (38). Se conoce bien el aumento vertiginoso de los efectivos de los sindicatos en aquellos años: la UGT pasó de 76.304 afiliados en 1916 a 160.480 en 1919. En el mismo período, la CNT saltó de 30.000 a 700.000 miembros.46 Urbano alude en concreto como motivo de movilización de los obreros a «la última huelga de metalúrgicos»», lo que nos sitúa con precisión con el referente histórico de 1917, no sólo porque se diesen entonces huelgas en ese sector, que las hubo, y varias,47 sino, sobre todo, porque en agosto de ese año se produce la conocida huelga general, que llevaría a prisión a todo su comité organizador (entre otros, Largo Caballero y Besteiro) y que marca el inicio de una época en la historia del país. La alusión a los metalúrgicos puede, de esta forma, ser interpretada como un eufemismo significativo, que alude por medio de una sinécdoque al desarrollo del movimiento de reivindicaciones obreras.

En fin, la mención por Vicens de la CNT puede provocar la pregunta de a qué sindicato se afilia Urbano. Sin duda, es difícil deducirlo de las escasísimas alusiones que se dan, pero la misma ausencia de toda referencia política, si es que no procede de un deseo de evitar dificultades, podría sugerir la CNT: «Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Esa es nuestra palabra» (39). Los términos de Urbano parecen, en efecto, insistir en esa solidaridad, que es el nombre que toma la Federación de Barcelona en 1907, el de su publicación periódica y, en suma, el término usado, aunque no en exclusiva, por teóricos anarquistas.48

Por todo lo visto, la omnipresente escalera que conforma el único marco visual del escenario durante todo el drama puede ser, en su persistente evidencia a lo largo de los años de la historia, el símbolo de la perduración de una situación social que aprisiona a todos aquellos seres y les impide liberarse. Pero la idéntica desventura final de los dos protagonistas masculinos, por muy penosa que sea para ambos, no debe ocultar la diferente entidad de sus proyectos y de la causa de sus fracasos. Si Urbano hubiera llegado, todos lo habrían hecho con él y su frustración es, por ello, una frustración colectiva. Fernando, al fallar en sus propósitos solitarios, hace que no llegue nadie, pues su falta de apoyo coadyuvó también a la derrota de su amigo de juventud. De ahí la implícita condena de su individualismo pequeño-burgués y, por elevación, la de un sistema que fomenta la idea del medro personal y la salvación egoísta e insolidaria de cada uno por sí. Y, de rechazo, surge también aquí por primera vez la idea bueriana de la responsabilidad de cada hombre: la defección de Fernando es un elemento más en la derrota de los planes de Urbano. ¿Qué hubiera pasado si su postura -la de su clase- hubiese sido otra? Esta es, con palabras de El tragaluz, «la importancia infinita del caso singular». Sobre esta dialéctica entre individuo y colectividad ha escrito Buero Vallejo todo su teatro.

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De vivos y de muertos49


Antonio Buero Vallejo



En porcelana de apagados oros
por negro terciopelo agavilladas
custodio algunas briznas de tomillo.

Lo arranqué suavemente
diecisiete años hace
y era fragante como el pan más tierno.

Victoria iba a mi lado.
Estrenábamos vida, amor, futuro.
En él nos esperaban alegrías,
trabajo. Y los hijos. Pero antes
nuestros dos corazones desbocados
visitaron tu muerte.

Bajo la tierra húmeda
de un calvero sin lápidas
no lejos del murmullo de la fuente
oculto estabas cual insecto inmóvil
en un vasto hormiguero de osamentas.

La tarde era muy pura
y aspiramos olor de serranías.

Victoria dijo: ¿Oyes?
Nos llegaba un susurro de palabras
entre la canción tenue de las gotas.
O disparos lejanos.
O acaso tu gemido
de juventud al borde de la nada.

Aquí está -nos dijeron- Federico.
Y yo robé las briznas
que habían sorbido zumos de tu frente.

Desde entonces las guardo
en un jarrito antiguo
sobre mi estantería
al lado de otra efigie muy querida.
Han perdido su aroma
y hoy son alambres secos.

En las noches febriles
mientras duerme la casa y el bolígrafo
se resiste en mi mano a sus oficios
miro tu carne vegetal ya fósil
y pienso delirante
que tú también me observas.

Vagos remordimientos me acometen
porque soy casi viejo y he vivido.
Mi sangre joven afrontó unas balas
que al fin no me encontraron.

Arracimadas sombras de caídos
-la del retrato amado está entre ellas-
por el pasillo lóbrego
me acechan, y la tuya
parece abandonar el ramillete
para sumarse a la legión callada.

¿Por qué tú, padre mío?
¿Por qué tú y tu agonía, Federico?
¿Por qué ellos y no yo? Nadie responde.

En boca, vientre y ojos os clavaron
los proyectiles ciegos
y mis nervios soportan cada día
su cirugía horrible.

Mi padre en su retrato se sonríe
pero no me responde.

Desde el tomillo donde te imagino
nadie responde.

El bolígrafo vuelve a su tarea.
El corredor oscuro está vacío.

Yo sé que algunos de los asesinos
alientan todavía por las calles.
Decrépitos y asmáticos, se alegran
con sus hijos y nietos,
aún beben rojos vinos,
babean sobre una puta
o se apresuran a llamar al médico
por un leve dolor en el costado,
intentando el olvido
del tesoro infinito que abatieron.

Pero ellos están muertos. Dispararon
luego están muertos.

Y en mis adentros, padre, tú porvives.

Y tú, ya sólo fósforo de huesos
o ennegrecida hierba quebradiza,
tú, Federico, vives.

Y es inmenso el latido de la vida
que estalla en tus timbales.

Y eres la tempestad que anubla el cielo
de todos esos muertos que deambulan.

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Una charla de Buero Vallejo


Ida Molina

University of Cincinnati

En la sesión de personalidad distinguida de la reunión de la Asociación Americana de Profesores de Español y Portugués (AATSP) que tuvo lugar en Madrid el 15 de agosto de 1977 y que fue organizada por Ida Molina, Antonio Buero Vallejo comentó sobre las ponencias de los partícipes: «La teoría del descontento: Un esquema para analizar la violencia en la literatura» de Oleg Zinam, «El elemento policíaco en los dramas de Buero Vallejo» de Robert Louis Sheehan y «El uso legítimo de la fuerza versus la violencia en La fundación» de Ida Molina. Después de algunas referencias a los tratados de los disertantes, el dramaturgo fijó su atención sobre un asunto de central interés para él: el papel que desempeña la violencia en su teatro. Reproducimos a continuación sus palabras.»50



Buero Vallejo habla de la violencia

Ante todo agradezco muy sinceramente a la Asociación que haya querido dedicar a mi personalidad literaria una sesión entera. Esto uno nunca sabe muy bien si es o no es merecido, y éstas no son palabras convencionales aunque lo parezcan. Realmente, muchos escritores -y a mí me sucede-, cuando dan sus obras se encuentran con que unas gustan más, otras menos y algunas muchísimo; pero hay que calibrar más tarde, cuando ya ha pasado el tiempo, si realmente lo que hicieron, y lo que quieren seguir haciendo, merece la pena. Como quehacer la merece evidentemente; pero los resultados, ¿son tan positivos como quienes nos hacen el favor de estudiarnos dicen a veces? Yo no lo sé. Hoy mismo, cuando oía las palabras tan afectuosas de las tres personas que han hablado, vacilaba yo en pensar si realmente procedían del reconocimiento de los valores objetivos que se pudieran advertir en mi teatro, o acaso de esa manía -tan positiva sin embargo-, típica de los estudiosos y de los estudiantes norteamericanos, de estar al tanto de todo, sea lo que sea.

Pues bien: dejando en suspenso cuál sea la verdad en el presente caso, de momento mi pequeña vanidad me permite creer un poquito que, quizá, el teatro que les he inferido a los demás pueda tener algunos valores. Y como acerca de ello aquí se han expresado diversos conceptos, también yo quisiera sobre algunos de éstos dar mi opinión -parcial sin duda por ser mía y modesta- por lo que valga.

Pero debo ante todo agradecer las palabras de los tres disertantes. Y debo agradecer en primer lugar al profesor Zinam su valiosa aportación al intrincado problema del descontento como motor social, pues evidentemente ello está muy relacionado, aunque él no lo haya tocado de manera directa, con mi teatro. También he de agradecer a su esposa, la doctora Molina-Zinam, el que, aplicando a ello las generalizaciones de su esposo, haya sabido relacionarlas, dentro de un esquema muy válido, con las diversas perspectivas que se pueden considerar en varias de mis obras. También, claro está, quiero agradecer al profesor Sheehan su intervención.

La de la doctora Molina ha tenido para mí el interés, sobre todo, de comentar un aspecto de mi teatro que no es exactamente inédito, pero sí que no ha sido, ni mucho menos, tan tratado como otros aspectos del mismo por otros estudiosos: el problema de la violencia, que es en mi teatro un problema fundamental, crucial. Y que la doctora lo haya enfocado preferentemente es para mí confortador, pues me confirma que, en efecto, esa faceta de mi teatro puede ser advertida. Algo parecido diría de esa otra conexión, para algunos quizá inesperada, entre mis obras y los modos y formas habituales del género policíaco. El profesor Sheehan tiene mucha razón al indicarla: para mí es tan evidente que ciega. Y, tal vez por eso, otros tampoco han ahondado demasiado en tales consideraciones. Por eso es muy de agradecer que Sheehan haya hecho particular hincapié en ellas. Porque así es: en buena parte de mis obras el mecanismo de investigación y de descubrimiento de los conflictos de fondo sigue una técnica que podríamos llamar policial. Naturalmente, este mecanismo de investigación y descubrimiento es en cierto modo -y el profesor ha sabido también recordar a Edipo, o sea a la tragedia- una manera de llegar, no al descubrimiento vulgar de un crimen vulgar, sino a otro descubrimiento que está debajo de cualquiera de los crímenes de las obras y que es un poco, en el sentido antiguo -griego- de la palabra descubrimiento, una «anagnórisis». Lo que se pretende mediante esta -aparente- investigación policial que surge en obras mías es un descubrimiento; pero lo es porque quiere causar una «anagnórisis». Es decir: el reconocimiento por los demás, pero también por ellos mismos de los ocultos conflictos interiores y de las limitaciones personales que pueden tener los protagonistas de las tragedias. Pero es muy cierto que la técnica, que la mecánica de la tragedia, género al que como sabéis soy adicto, es a menudo policíaca.

Una técnica policíaca avant la lettre, de la que, es sabido, el Edipo es acaso el ejemplo más ilustre en los orígenes del género trágico, y de la que posteriormente podemos invocar muchos más. Sheehan ha recordado con toda oportunidad Hamlet, y podríamos invocar asimismo obras, no ya del teatro, sino de la literatura no policial, cuya estructura e interés de lectura son, sin embargo, policiales. En el recuerdo de todos está esa obra maestra que se llama Crimen y castigo, de Dostoyewski. Y otra que me   -27-   viene a la memoria sin esfuerzo, algo más cercana al género policíaco pero más significativa y compleja que cualquier obra de éste, es, nada menos, El doble asesinato de la calle de la Morgue, de Edgar Allan Poe... Todo ello confirma que, antes de que los malos autores comerciales trivializaran el género policíaco, éste, todavía no bien constituido como tal y aún sin ser bautizado, habíase inaugurado ya en los albores de la gran literatura y continuado más tarde a través de obras maestras. Muy halagüeño resulta por lo tanto, para mí, que parezcan policiales algunas de mis obras, aunque busquen otros fines que los de las obras propias de ese género. Y agradezco a Sheehan que lo haya aclarado y dicho así, porque, como Borges y otros escritores, estoy además muy lejos de creer que el género policíaco -tampoco, dicho sea de paso, el género de ficción científica- sea por sí mismo un mal género. De ninguna manera. Los dos son géneros extraordinarios a pesar de sus cultivadores mediocres; los dos han llegado a suscitar obras geniales.

Pero quizá sea ésta una digresión excesiva. Yo debo ir a mi propio toro y cogerlo por los cuernos. Y mi toro es el de una actividad en marcha, que no ha concluido y que ofrece hoy para mí más perplejidad que seguridades. Quienes me han precedido en el uso de la palabra han apuntado con sagacidad a los conflictos entre fuerza y violencia que aparecen en parte de mi teatro y que sólo para entendernos -porque la semántica de la doctora Molina podría ser tal vez más acertada que la mía o para entenderme yo mismo- suelo calificar de otro modo, y en vez de hablar de fuerza y violencia hablo de violencia y crueldad. Porque, para desposeer en algunos casos de su connotación peyorativa a la palabra violencia, conviene recordar que no siempre implica negatividad. La que se ejerce, por ejemplo, en el campo de la historia, la violencia histórica, aún cuando, por desgracia para el ser humano, haya tenido tantas veces todo un cortejo de desmanes y atrocidades inadmisibles, no es siempre intrínsecamente mala. La experiencia nos ha demostrado que en ciertas ocasiones históricas no hubo otro modo de dar un paso adelante, de lograr una mejora de las estructuras sociales, que el de la violencia, y ello por el hecho muy conocido y obvio de que las clases y poderes dominantes en una sociedad determinada se resisten a ser licenciadas cuando la historia, de hecho, las ha licenciado ya. Y como esa resistencia es asimismo violenta y bárbara, no hay más remedio que oponerle otra violencia. Sería ideal y maravilloso que esa inevitable violencia fuese sin embargo lo menos cruel posible, y aun cuando las convulsiones históricas ostentan casi siempre su porcentaje de actos negativos y atroces, siempre se puede esperar que, poco a poco y por la experiencia acumulada de tales torpezas, la lenta dialéctica de la historia nos vaya enseñando a lograr saltos históricos, sí, inevitablemente violentos; pero de un género de violencia que ya no sea atentatoria de la dignidad y de los derechos del hombre. Y que por consiguiente no sea ya, como tan a menudo es la violencia histórica, un semillero de crímenes. Y es de éstos de los que yo abomino -si bien no más quede los constantes crímenes de la violencia organizada y establecida en etapas de aparente tranquilidad histórica-; no de la violencia histórica en sí misma cuando es necesaria. Con los amigos que han hablado comentaba yo antes de venir algo evidente: como bien saben ustedes, la Revolución Francesa fue enormemente violenta, y ahora sí quiero decir cruel. Tan cruel que incluso el terror -pues así lo llamaron ellos mismos- fue considerado como una medida ineludible para salvar la revolución. Los posteriores resultados de ésta fueron buenos y también malos: se engendraron nuevas tiranías -la napoleónica entre ellas- que corroboraban un tanto la idea de que la violencia siempre origina violencia. Pero, no obstante, aquella tremenda convulsión fue mucho más positiva que negativa si la consideramos en su conjunto.

Pues bien, en mis obras, casi instintivamente humanistas, qué duda cabe de que se exalta la necesidad de limitar en todo lo posible la crueldad y el crimen, y de que se los rechaza como actos éticamente inadmisibles; qué duda cabe de que mi teatro aboga indirectamente por una evolución histórica lo más pacífica y lo menos violenta posible. Pero yo no podría rechazar en él de plano la violencia histórica, a veces necesaria. Y en La Fundación misma, comentada por la doctora Molina, no es que los protagonistas opten exactamente por la moderación al final de la obra -en el sentido de moderar el radicalismo de sus conceptos sociales-. Optan, sí, por una determinada moderación; han llegado a la consecuencia de que la moderación debe privar; pero justamente en los procesos revolucionarios, no para destruir éstos. La última lección que el dramaturgo intenta dar tímidamente desde las perplejidades de La Fundación no es la de que no haya que hacer revoluciones, sino la de que las revoluciones que se hayan de hacer tienen que asumir una muy fría consideración de los excesos en que pueden incurrir, pues esos excesos sí pueden destruir la obra revolucionaria a la larga, aunque nos parezca que, a la corta, la consolidan. En cambio, si no se cometen o se cometen en la menor proporción posible, daremos más firmes cimientos a aquélla. Esta es la razón por la cual el maximalismo político, las doctrinas sociales más avanzadas, han aseverado algunas veces con toda razón que lo más revolucionario no es lo más extremista; paradójicamente, lo extremista resulta ser menos revolucionario y más infantil.

Pues bien: merodeando en torno a esa problemática tan compleja de lo que se puede y no se puede hacer; encarando esta temática que es, en definitiva, la del magno problema, para mí no resuelto, del fin y los medios, mi teatro intenta una especie de meditación no resolutoria sobre cuestión tan capital. Porque sería muy fácil atenerse a la moral pura, a la moral kantiana, y decir: «Todo mal medio engendra un mal fin. No se puede llegar a buenos fines a través de malos medios.» Teóricamente, esto es irreprochable; pero en la práctica de las sociedades no es real. Por imperfecto, espeso y oscuro que nos parezca, la historia está llena, hasta hoy al menos, de ejemplos en los que, a pesar de utilizarse malos medios, se consiguieron buenos fines: volveré a citar a la Revolución Francesa en su conjunto. Y también al contrario: recordando aquel viejo refrán español que dice que el infierno está empedrado de buenas intenciones, tendremos que reconocer, irónicamente, que actitudes moralmente intachables y comportamientos individuales extraordinariamente puros han producido, quizá por sus mismas inhibiciones, catastróficos resultados. Uno quisiera entonces que todos los medios fueran siempre buenos, pero la realidad enseña que no siempre lo son. Y esto es muy conflictivo: determina el desgarrón ético que todo dramaturgo honesto lleva dentro. Y por eso en mi teatro, que no es resolutorio sino más bien conflictivo e interrogativo, se procura una y otra vez -no sólo para aclarárselo a los demás en lo posible, sino para aclarármelo a mí mismo-, se procura preguntar una, y otra, y otra vez, de qué manera, hasta qué punto, cómo podríamos ir perfeccionando los medios para conseguir buenos fines, pero teniendo que reconocer a nuestro pesar que, bien   -28-   de modo directo, o bien de modo indirecto y por forzosa solidaridad, todos estamos en el crimen.

La guerra civil española fue, entre otras cosas, un crimen: hubo espantosos crímenes en ambos bandos. Pero aunque yo, que fui combatiente en el republicano, nunca haya matado a nadie ni haya cometido nunca un delito de inhumanidad durante ella, comprendo sin embargo que algunos de los actos negativos que se efectuaron en mi bando eran míos también de cierto modo. Hubiera sido fácil, al estilo de algunos puristas que se refugiaron en el extranjero en torres de marfil, decir: «No, no. Yo con el crimen no quiero nada. Me voy a llorar por los crímenes de España a París, a Nueva York o a Méjico.» Pero no valía huir; había que mancharse las manos aquí dentro, lamentando que algunos se las mancharan demasiado para salvar la causa popular; y si el crimen nos rozaba, aunque fuese de modo indirecto, intentar el difícil consuelo de que, en el otro bando, el crimen era por lo menos tan grande, si no más, y sin duda mucho menos disculpable socialmente. Un enorme escritor, crítico social extraordinario en nuestra literatura, que me es últimamente muy familiar porque la próxima obra que estrenaré lo tiene como personaje central -nuestro gran Don Mariano José de Larra, el hombre que a los veintisiete años se pegó un tiro porque no aguantaba a España-, dijo en uno de sus maravillosos artículos de implacable crítica: «Asesinatos por asesinatos, ya que los ha de haber, estoy por los del pueblo.» ¡Tremenda frase! Un moralista puro la rechazaría indignado. Y seguramente Larra, cuando estaba aprendiendo, cuando era un muchacho ilusionado, también la habría rechazado indignado. Pero, aunque murió joven, aprendió muy deprisa. Cuando murió tenía ya la mente de un viejo. Y no es que él aprobara, ni gozara con aquellos crímenes de su pueblo; pero los justificaba mucho más que los de la reacción inmovilista.

Bien. En todo lo antedicho van algunas briznas deshilvanadas de esta tremenda problemática que, desde que fui chaval, me ha atenazado. Y hoy por hoy, sólo una conclusión parece imponérseme: la de que, en el fondo, todos somos, en mayor o menor grado, coautores de todos los crímenes. Y la mayor honradez está en comprenderlo e intentar superarlo.

Aquí podríamos hablar, y mucho, de los problemas estrictamente literarios, del mayor o menor acierto de las técnicas dramáticas en mi teatro, etc. Naturalmente, todo ello es también para mí muy importante. Pero, de hecho, cuando nos dirigimos a una asamblea como la vuestra, no vale hablar solamente de teatro; hay que hablar de esa conexión, de ese puente del que hablaba en algún momento el doctor Zinam, entre lo literario y lo social. En ese puente estamos y operamos hoy todos los escritores que hemos tenido una experiencia dura, directa, de grandes convulsiones sociales como las que hemos sufrido en España. No se debe matar, cierto. Y menos aún, torturar. Este es el límite de toda ideología. La ideología que pueda parecer más impecable y más noble se degrada irremediablemente en cuanto tortura. Pero quizá no sea inoportuno recordar palabras de un hombre lleno de fervor religioso -era cura-, el Padre Mariana, quien osó plantear este afilado problema: «¿Es lícito matar al tirano?» Problema ante el cual el Padre Mariana se pronunció por la afirmativa.

Nos encontramos, pues, ante dos morales contradictorias, pero que de alguna manera, en la torpeza de la historia, tenemos que ir aproximando la una a la otra. La moral pura, en la que decimos: «Nunca es lícito matar, ni siquiera al tirano.» Y la moral a la que la realidad obliga en ocasiones, que nos viene a decir: «A veces y cuando se han agotado todos los medios, habrá que matar al tirano.» Ojalá afinemos mañana nuestros medios de modo tal que nunca haya que optar por este último.

En esa problemática estoy, con todos los escritores de nuestro tiempo que sean verdaderamente reflexivos y honestos. Desde el purismo literario o poético se levantan a menudo voces que dicen: «Ya está bien de hablar tanto de problemática. No hay tal problemática. La literatura es otra cosa. La literatura es un bello juego genial, admirablemente intuitivo de los hondones mayores del hombre, pero no exactamente problemático. La literatura es poemática, no problemática. Bella y honda; no conflictiva, ni didáctica, ni racionalista.» Bien, ésa es asimismo una afirmación aceptable desde cierto ángulo teórico, pero también hay que ponerla en cuarentena en la práctica diaria de lo literario. Y como confirmación de ello, y para terminar, quiero recordar algo que uno de los más grandes poetas que ha tenido España supo decir, por ser un hombre sensible y preocupado que trató, como pudo -y pudo ciertamente muy bien-, de ayudarnos y orientarnos. Estoy refiriéndome a Don Antonio Machado, de quien son las siguientes palabras:

¿Poema, o problema? Poema y problema a un tiempo.



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El terror inmóvil [1949-1979]


Mariano de Paco

Universidad de Murcia

No deja de sorprender la publicación, a los treinta años de haber sido escrito, de un drama de Antonio Buero Vallejo51 del que sólo se conocía el segundo acto52. El terror inmóvil se concluyó en 1949, después de En la ardiente oscuridad, Historia de una escalera, Las palabras en la arena y Aventura en lo gris53. En la «Nota preliminar» a esta primera edición de la obra completa hace su autor unas oportunas «aclaraciones previas» ante esta tardía presentación pública. Se refiere allí a unas tentativas de estreno que no llegaron a buen término y explica la circunstancia autobiográfica que está en el origen de la obra:

Fue en aquella misteriosa estación transitoria de la galería de condenados, que para tantos sería la estación final, donde un compañero cuyo nombre y rostro he olvidado me enseñó, una noche, la singular fotografía que conservaba de un pariente lejano. En el pálido sepia de la vieja cartulina aparecía la efigie de un señor cuarentón, sentado, delgado y de lacios bigotes, que sujetaba, de pie y a su lado, a un niño -su hijo- ataviado con blancas ropitas de fiesta. Profunda e incisiva, la mirada del padre denotaba resolución casi sobrehumana; en la del niño había algo extraño y difícil de entender.

Habíamos estado comentando nuestra incierta situación de condenados a la última pena; mi compañero de cautiverio me tendió la foto y me preguntó qué me parecía. Reflexioné unos segundos y aventuré unas palabras. Reconoció él mi acierto y me explicó un suceso en cierto modo trivial, en el que yo intentaría, mucho más tarde, intuir motivaciones no triviales.



El texto de El terror inmóvil, como puede advertirse en nuestra edición por las notas que indican las variantes entre el publicado en 1954 y el actual, ha sufrido pocos cambios y éstos de escasa importancia. Es preciso, pues, analizarlo teniendo presente siempre el tiempo concreto en el que se escribió. Pero es, sin embargo, llamativo observar cómo en él se aprecian elementos formales y temáticos que se han mantenido a lo largo de todo el teatro de Buero, mostrando una vez más lo que en éste hay de continuada evolución desde dentro.

La obra se inicia mientras se celebra el bautizo de Víctor, hijo de Álvaro y Luisa, del que son padrinos Clara y Regino. Álvaro se niega desde entonces a que se haga foto alguna de su hijo, a pesar, incluso, de la posterior insistencia de éste. Cuando Víctor muere por una misteriosa enfermedad, su padre se obstina, de nuevo contra el parecer de todos, en que Regino lo fotografíe con el cadáver en brazos. El problema central es el de esa sensación trágica del transcurrir del tiempo de la que habla Azorín en «Las nubes», relato cuya influencia en Historia de una escalera ha señalado el propio Buero. El terror que su irremediable paso provoca en Álvaro hace que éste rechace de modo irracional y desmedido cuanto pueda significar evolución y progreso. Regino manifiesta en dos actividades que funcionan como símbolos permanentes, su afición a la fotografía y la construcción de una fábrica, la oposición a su hermano Álvaro. Ambas se repiten de modo constante hasta llegar a la trágica culminación final con la foto de Víctor y las sirenas que anuncian la inauguración de la fábrica. En el fondo de las actitudes de los hermanos hay un problema de carácter ontológico, el de la consideración individual y agónica de la limitación humana por encima de cualquier situación particular. De ahí el sentido trágico de la obra, que supera y trasciende el de unos sucesos crueles con un espeluznante final.

Las reacciones de Álvaro y de Regino, su frontal discrepancia, hacen pensar en el tema del cainismo que, mucho después, se planteará en El tragaluz; pero trae los recuerdos más cercanos de Carlos e Ignacio (En la ardiente oscuridad) y de Fernando y Urbano (Historia de una escalera). En El terror inmóvil la contraposición entre soñador y hombre de acción se muestra en dos niveles bien definidos, aunque no integrados de modo convincente; por una parte contrasta la actitud paralizante de Álvaro (que él proyecta a los demás como una destructora forma de opresión) con la activa e incluso soñadora de Regino; por otra, se contrasta la perspectiva práctica de éste con la especulación abstracta de aquél. Esta indecisión no desfigura el carácter negativo que tiene el personaje de Álvaro, pero dificulta la comprensión de su verdadera identidad.

El tema del sueño, fundamental en toda la obra bueriana, se introduce en ésta a través de un extraño mendigo visionario, un personaje marginado que, como aquellos otros que sufren alguna deficiencia, posee para Buero una visión profunda y no común de la realidad. El sueño creador (recordemos a Unamuno y a Machado) le permite dar a Álvaro un aviso terminante: «Debes aprovechar tu tiempo, que es corto» (I, i). En el acto tercero del drama tiene el tío Blas una doble aparición. En la primera advierte que «el tiempo se ha terminado». La siguiente, de muy distintas características, es una ambivalente visión de Víctor que trae a la memoria el sueño de Aventura en lo gris y, de modo más próximo, el final de Irene o el tesoro. Como en esta obra y en La señal que se espera, es esencial en El terror inmóvil la presencia del misterio, personalizado en la figura y las palabras del tío Blas. Otro interesante aspecto del sueño creador es la actitud de Luisa al ir formando en un álbum la imagen de lo que pudo haber sido la infancia de su hijo.

La conflictiva relación entre los hermanos se extiende a los personajes de Luisa, mujer de Álvaro, y Clara, que es la de Regino. Abiertamente se presenta en escena una proximidad entre ellos que invierte las parejas unidas por el matrimonio. La semejanza del color de su cabello desde el segundo acto (gris en Luisa y Regino, negro en Clara y Álvaro) evidencia una caracterización común y apunta hacia una grave incomunicación mutua. La causa principal de la frustración de Álvaro está sin duda en la infidelidad a su amor a Carla por intereses materiales, como sucede con Fernando en Historia de una escalera o, de otro modo, con Adela en Las cartas boca abajo. Este comportamiento torcido, respuesta personal inauténtica libremente elegida, potencia los condicionamientos impuestos por su propia naturaleza al ser humano y que Álvaro siente con especial agudeza.

Las motivaciones y la actuación de estos cuatro personajes confluyen en la persona de Víctor. No ha podido Clara tener un hijo de la carne, pero, unamunianamente, habla de una creación espiritual constante que es superior a la maternidad o paternidad físicas. No plantea el viejo enfrentamiento entre la mujer que dio la vida y la que ha educado o mantenido al niño,   -30-   sino una voluntariosa posición frente a los padres, determinada por hechos pasados y por dificultades actuales, cuya cima se fija en la posesión por medio de la fotografía, como símbolo de apresamiento y pertenencia y como rebelión ante los deseos extravagantes impuestos por quien ella se niega a reconocer como padre del niño.

En Víctor se materializan las tensiones de aquéllos, y el que habría de ser «ingeniero de la nueva fábrica» uniendo así «las dos esperanzas de la ciudad» se convierte en víctima inocente (a diferencia de la apertura final representada por un niño en Aventura en lo gris, La doble historia del doctor Valmy o El tragaluz, y de lo que la nana del primer acto podía hacer suponer). El efecto catártico de su sacrificio no llega quizá a alcanzar al protagonista de la tragedia, pero está abierto para el espectador a pesar de las sumisas palabras del coro de las esposas, resignadas a la fatalidad de los hechos. Álvaro, que había destrozado la personalidad de Víctor antes de romper materialmente su imagen fotográfica, recibe el castigo en la persona de su hijo (como Felipe en Llegada de los dioses) y es vencido finalmente por la actividad de la fábrica, pero no sabemos si la macabra ceremonia del retrato es una postrera afirmación de sí mismo en un sentido semejante al del pasado o si expresa con ella el reconocimiento trágico de la realidad que ha provocado. Lo cierto es que, como el tío Blas le había dicho al comenzar la acción, él era el terror y que su miedo ha cumplido la idea del tiempo como destrucción («Nos comemos desde que nacemos hasta que la tierra nos come» [I,i]).

El terror inmóvil es, pues, un drama que se sitúa de modo pleno en el proceso de evolución temática (presencia de preocupaciones básicas) y formal (visiones de Víctor, embrión de la propensión fantasmagórica) de la producción de Buero. La prolongada ocultación que ha sufrido no es, sin embargo, casual. Otras obras de su autor, incluso de la misma época, exponen con ventaja similares contenidos o desarrollan los que ésta apunta. Parece su más grave defecto la falta de condensación, que conduce a acumular problemas y temas y a una presentación en exceso melodramática. El terror inmóvil es, con todo, un texto que, sin perder de vista el lejano momento de su redacción, debíamos conocer para una comprensión más acabada del teatro de Antonio Buero Vallejo.




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The Darkening Vision: the Latter Plays of Buero Vallejo


Frank P. Casa

The University of Michigan

In the closing scene of Buero's El tragaluz, the survivors of the tragic conflict, Encarna and Mario, begin to walk out of the small café where they have reached a delicate but deep understanding of their precarious existence. An uncertain world awaits them, full of pitfalls and unresolved, perhaps unresolvable, problems. They are young and yet defeated; they bear the weight of a personal tragedy that reflects the wider national disaster.54 But, however laden with sorrow, however bleak their past lives, they still carry within them the possibility of a future. This mixture of suffering and hope so basic to Buero's concept of life and so frequently noticed by critics needs no documentation other than the dramatist's own words: «La tragedia no surge cuando se cree en la fuerza infalible del destino, sino cuando, consciente o inconscientemente, se empieza a poner en cuestión el destino. La tragedia intenta explorar de qué modo las torpezas humanas se disfrazan de destino.»55 The ending of El tragaluz retains this most characteristic of Buero's traits because, among other reasons, it representa a con fidence in the regenerative powers of life and of Spain.

Buero's next plays, however, show a palpable deviation from this pattern, and we can only speculate, if we wish to go outside of the texts, on the reasons for this change. What is undeniable is that there is a deepening shadow that grows and overtakes the lives of his personages until what is left is denial and self-destrucción. I hope to show the movement of this process by considering the latter plays of the writer.

The drama that followed El tragaluz, El sueño de la razón, marks the beginning of this change, and one can see in it a different vision of life and society as well as a corresponding dramatic structure.56 The first play makes use of a series of concentric actions, in which the personages are at once attracted and repelled by a past event that dominates their lives. The movement toward a center, undertaken reluctantly and painfully, is a necessary return to the origin of a fateful error, a return that is both a retracing and an effort at understanding. The purpose is to discover the moment of departure, to root out its cause, to dig deep into the unspoken and emerge if not cleansed, at least able to start again. It is a journey through darkness, and the ending of the drama with the personages moving toward an uncertain light is the appropriate symbolic action for this play of pain and hope. El sueño de la razón represents still another excursion into darkness, but this time it is not a collective effort at discovery but a journey made in isolation and constant fear. It is a voyage of minds who do not communicate except through a common experience of terror. The antagonists of the play, the king and the painter, both   -31-   suffer an anguish they try to control: the first seeks to overcome the emasculation he underwent as a prisoner of Napoleon; the second is caught in a whirlwind of passions, dominated by his realization that he is losing his sexual potency. In the case of the monarch, fear is exorcised through his brutal oppression of the enemies who threaten him; in the case of the artist, the exorcism takes place through the creation of the Black Paintings.57

While El tragaluz presented an earnest if confused effort at reconciliation, El sueño de la razón offers no way out. Enclosed in his isolating malady, threatened by a tyrannical monarch, menaced by mobs, prey to doubts about his sexual capacity, Goya is driven alternately to a sublimation of his condition and to anguished failings at the forces that beset him. This world recognizes no distinction between oppressors and the oppressed; they are both victims of each other as well as of their circumstances. King Ferdinand, Leocadia, Goya are the purveyors of pain as well as the sufferers. The rest of the personages are either poor extras in a drama they do not comprehend or powerless witnesses to a tragedy they cannot prevent.

The economic degradation, a reflection of an unfair political system, represented by the basement of El tragaluz, is now replaced by a diabolic habitation in which monsters, nightmares and witches rule. The blissful self -absorption of the demented father is now substituted by a physical inability that is more frustrating because it inhibits a powerful mind. The dominating image of the play becomes the «pozo» with its implication of limitation and depths. The concentric circles that bore downward only to cast the searchers toward a vague light (in a Dantesque image of suffering and salvation) are now replaced by a small light as seen from the bot tom of a well. This constriction reflects a strangling encirclement: Goya cannot go out because of the menacing soldiers, friends no longer visit him because they are afraid of the king's enmity, even his family has become cautious. The old man is left alone with his terrors, while his flesh tempts him with a passion he can no longer sustain. The bigots, the superstitious, the violent have taken over and man is left to act in a society that has become absurd and in coherent.58 Communication is no longer possible. Passions have taken over and they dominate everyone to the exclusion of reason: Calomarde, who is to become the paradigm of the narrow-minded bureaucrat for Buero, is closed into his fearful vision of life in which even the slightest deviation from obedience is seen as a threat to the tranquillity of the reign. The king remembers with terror those fateful days spent in exile under the complete authority of his enemy and can only keep a hold on his mind by exercising absolute intolerance. Leocadia is the prisoner of her sensuality and fear of a system she does not understand. Goya has been immersed in his isolation for over thirty years; he has seen the vigor of his maturity disappear, he has lost his friends, he is ignored by his patrons, is spied upon by the police, threatened by the king, persecuted by the bigots, and, above all, abandoned by the one reality that sustained him through those years, his sexual virility. This loss is, of course, representative of the deprivation of freedom and human dignity that is characteristic of the painter. When Goya is made to wear the sambenito and is tied to a chair to witness the violation of Leocadia, the ultimate humiliation, a consequence of the degradation that the king himself feels, takes place, and all that remains are meowing cats, bird-like voices, and a blackness filled with monsters and senselessness.

If El sueño de la razón is a play in which the exploration of a tortured mind leads to an interior darkness only barely relieved by the slightest possibility of light («Si amanece nos vamos»), La fundación offers an even bleaker vision. The illusions that Goya suffers are both worse and better than the reality he lives: the worse part is represented by the pinturas negras and their correspondence to the political and moral turpitude of Spain; the better aspect is re flected in Goya's dream of an escape toward a height inhabited by wondrous flying men. The illusion that dominates La fundación is due, as in Goya's case, to a deep psychological shock. But here, there is no counterbalancing image. The world of La fundación reveals itself, little by little, to be a dehumanizing place. As the play unfolds, we are introduced to conditions that we did not suspect. We are forced to follow a slow movement towards consciousness; we are made aware that the well-modulated, tranquil life of study and well-being is nothing but a façade; worse even, there is no façade but a deep self-illusion that covers a sore-ridden reality.

The play, like many of Buero's works, is one of discovery, of unearthing a preexistent entity which, for one reason or another, is no longer visible. As is proper for dramas of this kind, the discovery represents a double journey: one makes us aware of the physical surroundings that shape us, the objects, the space and the pressures that define our circumstances; the other leads us to a consideration of our response to those forces and hence to the essence of our beings. The journey through which Buero takes us in La fundación is a harrowing, dispiriting one. It is based on a dialectic of external reality and personal response, but it is dominated by an unyielding world which accepts only submission to its overpowering strength. What Buero proposes in order to resist all of this is the strength we derive from an awareness of what surrounds us and the conscious ness of our human limitations. It is an uneven struggle, the bare, unprotected vulnerable humanity of the oppressed a gainst the brutality of a police state that recognizes only blind acceptance.

La fundación is Buero's desperate cry of anguish. In El tragaluz and El sueño de la razón, he assumes that one is able to discern right from wrong, morality from social disjunction. There is something strong and optimistic in Mario's denunciation of his brother's opportunism, as there is in doctor Arrieta's earnest attempts to save Goya. In La fundación all is lost. Faced with unswervingly hostile surroundings, the prisoners can only dream of hatching impossible plots or lose themselves into distorting illusions, illusions that are but desperate ways of avoiding the harshness of their world. There is no way of protecting oneself from a pitiless reality but to dream of beautiful panoramas in a place that is surrounded by blank walls and made unbearable by the stench of rotting flesh. All is bleak and the very impossibility of the escape through which the prisoners hope to save themselves is an indication of the irremediability of their condition. The play makes us experience death by hunger, by exclusion, by suicide, and by murder. At the end of the action, there are only two pitiful survivors to the devastation, neither one of them knowledgeable about the way they are to escape. When the guards enter the cell and order them to pick up their belongings, they know not if they are go ing to be executed or if they are going to be placed in a dungeon. Their situation is rendered desperately problematic when one considers that their escape can be effected only if they are placed in the right cell, if they receive the needed help from other   -32-   inmates, and if they dig the proper length and in the proper direction.59 It is a hope less enterprise that reflects bitterly on their situation.

In the years covered by the three plays mentioned, Buero moved from moral indignation to psychological oppression and impotente to squalor and utter degradation. I do not know when Buero first thought of writing a play about Larra.60 It is quite clear, however, that the project follows an implacable line of development. Somehow, as the dictatorship of Franco was coming to an end, and as more and more persons pushed themselves toward the center seeking to locate themselves advantageously, it seemed proper that Buero's growing preoccupations should find their culmination in Larra's tragic decision. Moreover, the figure of the romantic writer lends itself perfectly to the problems that concern Buero. There is more than one coincidente, clearly exploited by the playwright, between Larra's and Buero's situation. To begin with, there is the coincidence of dictatorships of long duration whose fear of public discussion of the nation's problems brought about stagnation and repression. Further, there is the succession of ministers, each bringing a hope of change and each turning out to be cut, mutatis mutandi, of the lame cloth. Finally, the deaths of the dictators, with their potential for civil war, underline the correspondences that exist between the two periods.61

However, these curious overlappings extend even further into the personal circumstances of the playwright. Buero has been seriously attacked twice for his way of dealing with the problem of oppression -in the sixties, by Sastre62, and in the seventies, by Arrabal. In each case, it was felt that his rational, somewhat veiled but nevertheless understood criticism of the government was too mild and, in the accusations of Arrabal, even represented a kind of accommodation with the authorities63. Buero, evidently, finds in the criticism leveled at the romantic satirist a parallel to his own situation. The bitterly ironic view of early nineteenth-century society which unmasked presumptuous writers, timid opponents of the regime, ineffective foolhardy youths, posturing politicians, was itself criticized as being an insufficient response to the political conditions.

There is more than mere coincidence of thought in the defense of his political stance uttered by Larra and what Buero wrote in response to Arrabal's attacks. It is important to my thesis that the similarity be made explicit because Buero's selection of Larra goes further than mere illustration or commentary upon present events. This time, the connection is personal and intimate, and the words ring as a condemnation as well as an apologia:

Que el señor Calatrava parece un revolucionario. Y que los heroicos sargentos de La Granja también lo parecen. Y que todo el mundo lo parece ya, menos yo. ¿Cómo voy yo a parecerlo, si obtuve del moderado Istúriz el acta que he perdido? Todo es parecer. El señor Díaz parece ahora un revolucionario y yo, pobre de mí, un moderado.64



One finds more than an echo in the words that Buero wrote to defend himself against Arrabal:

No pretendo yo presumir de «puro» -quizás nadie puede- y sé que en bastantes ocasiones he sido, justamente para ser eficaz, más cauto que valiente. Pero he mantenido una conducta mucho más consecuente que la que Arrabal me atribuye hoy, aun cuando ayer me la reconociera. Y que, ante quienes hemos batallado y penado largamente en el interior, pretenda él desde París erigirse en mentor político que nos impute alienaciones es, sencillamente, inadmisible.65



The words come out of Buero's pen with intensity and passion and out of Larra's mouth with the ironic distance that was both the offensive arm and the protection of the romantic writer. They are important because they relate to the central function of both writers. They represent a justification of a life and must be uttered if a nullification of a moral position is to be prevented.

Larra's suicide has always been considered an ultimate, authentic act and a definitive judgment on the Spanish society of his time. As Buero portrays him, there can be no other conclusion. There are two devices that the dramatist employs to make this clear: one is the dis missal of a sentimental motive in the way Larra ends his relationship with Dolores Armijo. While her pettiness and cowardice help to disassociate Larra further from his society, his irrevocable disdain for her removes love as the fundamental reason for his suicide. The second is the collective responsibility assigned to the bourgeoisie in the suicide of the author. Larra' s life constitutes a nearly clinical case of the disaffection between writer and society. The sharp and unerring vision of the writer is pitted against the falsifications, prejudices and moral blindness of his society. There is in the opposition of these forces an inevitable movement toward disaster. On the one hand, the sensitive, perhaps over sensitive, dandy; on the other, a bloated, self-satisfied, gross and unbearably vulgar society. The two are not made for communication. The alienation that slowly overtakes Larra is inherent in the situation. Everyone conspires to make the man's life meaningless: the politicians are self-serving and blind to the needs of the people, the writers are either poseurs in search of attention, well-meaning but defeated souls, or individuals whose personal courage is greater than their prudence. There is no one to talk to because no one is willing to listen or able to understood.

Buero's personages have moved from the pathetic effort at oblivion of El tragaluz, to the sublimation of El sueño, to the illusion of La fundación and, finally, to the hallucinatory world of La detonación. There is here a palpably deteriorating wordd which is rendered more so by the seeming opportunities for change. The disillusions are more wounding be cause each change brings about a false promise: from Pepita to Dolores, from Martínez de la Rosa to Mendizábal to Istúriz, from Ferdinand to Isabel, from the early support of Mesonero Romanos to his final abandonment of the young writer, everything conspires to reject the one person whose intelligence and perception saw clearly with the fateful distance of his irony.

Although La detonación was presented for the first time nearly two years after the death of Franco, it is the product of an inevitable process of disaffection on the part of Buero that began much earlier. This process began nearly ten years ago with the preparation of El sueño de la razón and culminated in the play about Larra. It is my contention that a full thirty years after Franco's victory, Buero began to doubt the possibility of a future for his Spain. He had been waiting patiently, decade after decade, seeking to communicate to his public a sense of hope in the middle of their suffering. And now as his own time became shorter, he seemed to despair of a change and found his very motives questioned. It is difficult to accept what seems to be a radical deviation from the often stated Buero position that life is a tragedy full of hope. It may also be difficult to find   -33-   corroboration in Buero's future works. However, the evidente to be found in these plays is incontenstable. He has taken his public from a basement that represents social neglect but from which one can try to get out, to an isolated house in full state of siege and inhabited by an old, impotent man who is humiliated to the very center of his sensibilities. He has moved us into a degrading prison in which the sordidness of life can only be avoided through a rejection of reality itself and from which even an impossible escape will only lead us into another prison. Finally, he plunges us into a carnival, a world in which persons are afraid to present themselves without masks and which, in the unforgettable image of Larra, is nothing but a cemetery, the objective correlative of a moral reality he had perceived.

Whether the dramatist exhausted all his reserves of patience and hope or whether he saw, in the brilliant flash of recognition that precedes total darkness, that there is no possibility of redemption, the latter plays of Buero present a darkened vision of Spain and leave us, for the first time in the playwright's career, in numbing solitude.




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Buero Vallejo's Larra: La detonación


Janet W. Díaz

Texas Tech University

Most scholars of nineteenth and twentieth-century Spanish literature recognize certain affinities between Larra and the Generation of '98: the critical attitudes, awareness of «España como problema,» pessimistic and disillusioned idealism. But recently Larra has proved to have comparable relevante for the present generation. The current atmosphere of change bears some striking similarities to the Spain of Larra's day. Both are epochs of transition from tyranny to a more liberal regime; the country was then torn by Carlist strife, divided and in near chaos, foreshadowing this century's civil conflict and post-Franco unrest. Whether or not recognition of these parallels is a factor, the brief post-Franco period has seen an upsurge of interest in the figure of Larra, not only in critical works but in at least three interpretive efforts. In 1976, sometime novelist Nino Quevedo authored an unsuccessful film script on Larra entitled Lunes de carnaval; 1977 saw the production of two dramatic works, Francisco Nieva's experimental revision of Larra's No más mostrador with the figure of Larra himself commenting from a box, and Antonio Buero Vallejo's La detonación. The carnival motif, although not suggested by the title, is obsessive ly present. Buero's specific source of inspiration is an article of El pobrecito hablador dated March 4, 1833, «El mundo todo es máscaras. Todo el año [sic] carnaval.»

The phrase «El mundo todo es máscaras» inspires one of Buero's most noteworthy scenic devices. In a dramatically effective echo of classical theatrical convention, he employs masks for all the characters in La detonación excepting Larra himself and Espronceda. His originality in adapting this convention lies in the fact that Larra's works literally unmask the others, revealing them as they really are. Buero's vision of Larra is that of the incorruptible witness to a collective farce, victim of his own lucidity. His Larra is the continuation of a prototypical figure in Buero's theater, two of whose most noteworthy incarnations are Ignacio of En la ardiente oscuridad and David in El concierto de San Ovidio. Each displays tremendous aware ness, a degree of insight approaching clairvoyance, and radical inconformity with the shortsightedness of those around him, a divergente that ultimately leads them to death. Not simply incorruptible witness, the prototype has attributes of prophet and martyr. Another Buero constant which reappears in La detonación is the illusion/reality motif. Previously symbolized by the interplay of light and darkness and by emblematic blind ness, it now finds visible embodiment in the mask of La detonación. Related devices include the mirror, the echo, and the use of double roles.

While the superficial Romantic legend persists in some appreciations of Larra, more significant than amorous reverses or sentimental disillusionment is the fact that national politics were the consuming passion of his life. Among Larra scholars, this is the view of Lomba y Pedraja who, curiously, is not mentioned in Buero's extensive list of sources, but with whom he concurs. Buero disputes the Romantic notion that Larra's suicide resulted from the termination of his love affair with Dolores Armijo, believing that more decisive was his despair over   -34-   conditions in Spain. Support for this interpretation can be found in two of Larra's most famous articles, «El día de difuntos» and «La nochebuena de 1836,» both eloquent testimonials to his malaise. «La nochebuena» alludes to the frustration of his political aspirations following the Revolution of La Granja, as a result of which Larra, newly elected diputado, was never to serve his term in the Cortes, an episode to which Buero attaches considerable importance. There is additional evidence in «Horas de invierno,» ostensibly a book review, published the day before «La nochebuena,» which makes explicit Larra's loss of hope in Spain's progress, his resignation to the fact that national greatness lay irremediably in the past. Buero is thus on solid ground in playing up political factors as motivating Larra's suicide; he correspondingly plays down the erotic, subtly minimizing the importante of Dolores by means of the double role: the same actress plays Larra's wife Pepita and his mistress. This identical visual device, used several times with politicians, functionaries and bureaucrats, effectively suggests that individually they count for little; it is their combined weight which crushes Larra.

Although scholars divide Larra's articles into the basic categories of politics and costumbrismo,66 Larra himself does not seem to have considered them equal, viewing the latter as an escape or refuge from politics, a form of writing imposed by the censors rather than freely chosen, which accounts for the slight disdain of costumbrismo that Buero's protagonist exhibits. However, the dramatist gives one of the most important roles to Mesonero Romanos (one of very few historical personages portrayed sympathetically). Among the more antipathetic literati are Clemente Díaz, frustrated writer-turned-censor, and Bretón de los Herreros. The latter is presented as vain, supercilious, resentful and petty, and several references are made to his 1835 comedy, Me voy de Madrid, a malicious burlesque of Larra in the person of its protagonist, Don Joaquín. Larra, responding to accusations of similar personal attacks, defended himself in «De la sátira y los satíricos» with a denial of having assailed specific individuals. This attitude is reiterated insistently in Buero's characterization. Nonetheless, there is no doubt that Larra took polítical potshots at identifiable targets, especially Martínez de la Rosa, supported Espronceda in the latter's attack on Mendizábal, and vented personal sentiment in the mordant satire of his «Carta panegírica de Andrés Niporesas a un tal don Clemente Díaz» (February 1833). These and other contradictions in Larra's personality are preserved by the dramatist. While Buero draws heavily on Larra's political articles, he does not utilize his drama or fiction; similarly, he minimizes explicit reference to the literary arts, although literature is always implicitly present in the habitués of «El Parnasillo» and Larra himself.

La detonación, which premiered on September 20, 1977, is the first of Buero's works which may be considered «post Franco,» since La doble historia del doctor Valmy, produced the previous year, was written over a decade earlier (1964), while La fundación, immediately preceding in order of composition, was conceived before the liberalization of theatrical restrictions. Despite this greater freedom, La detonación remains very much within the general lines of development of Buero's theater; it offers no radical departure ideologically or technically, and is rather part of a continuing process of maturation, limited experimentation and refinement. In Spain's highly politicized atmosphere, there was vocal disappointment at Buero's moderation; some ignored or rejected the warning of La detonación and overlooked its significant political message. Ricardo Salvat noted in his interview with Buero (published in Estreno, 4, No. 1 [1978], 16) that «En general, la crítica, aparte de no ser muy positiva, ha adoptado a nuestro entender, una posición muy reticente y un tono que nos resulta extrañamente exasperado y que nos da a entender que la obra ha resultado... incómoda.» Salvat himself deems La detonación the most important work by a Spanish author produced in Spain since the death of Franco.

The opposite extreme is represented by a vicious personal attack upon the dramatist published in Cambio 16 some three weeks after the opening. Buero speculated that his having staged critiques of the Franco regime made his post-Franco critical reserve unacceptable for some mentalities. Ironically, this same problem -a question of integrity and perseverante within an unpopular stance, perceived as excess moderation- forms the core of the personal drama of the protagonist of La detonación. Larra's ideals were so advanced for his day that many appear liberal even now, such as his plea for abolishing capital punishment in «Un reo de muerte.» Similarly, Buero (in an interview publish ed in Blanco y Negro following the premiere of Doctor Valmy67) affirmed, «Nuestros descendientes nos mirarán con asombro y con desprecio por haber introducido la pena de muerte en los códigos... Entiendo que a un ser vivo no se le puede quitar lo único que tiene, que es la vida.» Thus the political atrocities in La detonación acquire an added dimension of horror.

This latest in Buero's cycle of historical dramas recreates the last eleven or twelve years of Larra's life in the form of an extended flashback during the instants preceding his death. Because all action supposedly takes place in a matter of seconds in the mind of the protagonist, one is tempted to compare La detonación with Lorca 's Así que pasen cinco años, although Buero makes explicit the time element which Lorca leaves implicit. La detonación exhibits little if any surrealism, and the divergence of content is great, but additional coincidences exist. The problem of reality vs. appearances looms large in both. And both use auditory motifs to symbolize and condense the two hours or more of drama in the instantaneous flash: in Lorca's case, it is the clock striking twelve'as the play begins and still striking when it ends. Buero employs the voz of Adelita, Larra's little daughter, which is heard intermittently throughout.68

Juan Emilio Aragonés observes in his review for La Estafeta Literaria (No. 622, 15 October 1977, pp. 30-31) that La detonación is the most historical of all Buero's works in its fidelity to actual events. This degree of historicity reflects the dramatist's background research on both the period and Larra himself (in the interview with Salvat previously cited, Buero exhibited familiarity with numerous historical and critical reference works). Employing both literary passages and paraphrases, the playwright intercalates many familiar and not-so-familiar writings of Larra in the dialog, thereby strengthening the historicity of his protagonist. In addition, other characters make textual references to Larra's work, Larra quotes himself, and the disembodied voice of Larra is employed as yet another vehicle, facilitating the insertion of desired sections from the political essays at moments when the action cannot accommodate the commentary yet the dramatist's purpose requires the citation. Such pronouncements are chosen for their applicability to present-day circumstances, a principle of selection that determines which events from over a decade of national history are included or emphasized. Systematically accumulating historical data drawn from happenings during 1826-1837, Buero underlines   -35-   two basic themes: the continuity of totalitarian methods regardless of the political hue of the regime, and man's seemingly endless inhumanity to man. The dangers to true liberalism or democracy inherent in the facile acceptance of revolution in name only inspire Buero to emphasize parallels between the Carlist Wars and 1936, between the pre-democratic situations of Spain then and now. His purpose is to warn against the repetition of a tragic failure, to call attention to the danger of a recurrence of Spain's inability to handle its own freedom. To this end, the terrorist episodes are most effectively utilized.

Buero's Larra is solitary, save for a brief interlude of common cause with Espronceda. Alternately attacked by conservatives as a liberal and by radicals as a moderate, he is -somewhat like the playwright himself- remote from both. In fact, the dramatist's own situation is another in a series of mirroring devices and images. The coincidente is not accidental, but part of the symbolic structure of La detonación. Mirroring is thematically related to the masks and the echoes throughout the work, and functions on various levels, beginning with the parallels of situation between Larra's Spain and Buero's. Mirror symbolism occurs on the thematic level with the use of several characters -bureaucrats, politicians, functionaries- who play double or even triple roles, each mirroring his predecessor. Given the drama's specific political thrust, the symbolic significance is that of the continuity between successive governments and bureaucracy, regardless of the party in power. Buero endows this theme with additional visual representation in the person of Don Homobono, the ubiquitous censor who outlasts a seemingly endless series of ministers and regimes. This character reiterates the message that is suggested by the device whereby the same actors portray several ministers, guards and publishers. The name of one such composite, Borrego-Carnerero, offers another form of echoing or mirroring.

The visual mirroring of one character in another is employed for the women in Larra's life, subliminally reinforcing Buero's view that Larra's suicide was motivated less by unhappy love than despair over the situation of Spain. Mirroring the figure and words of Larra is his disembodied voice; the recitation of verbatim extracts from his articles provides a commentary, sometimes ironic, sometimes reiterative. In the latter instance, the citations constitute an echo or form of verbal mirroring. Yet another mirroring device is the use of parallel scenes with repetitions of the same or similar words, such as «No dude en tachar,» the identical orders given the perennial censor by Minister Calomarde and his half-dozen successors. The two parts into which the drama is divided offer a larger mirroring, with one part belonging to the «absolutist» period and the other set later in the «Romantic» epoch. Their pairing, like the use of echoes and repetition and the continuity of roles through different characters, suggests that these two phases of Spain's history -usually conceived in terms of opposites- are profoundly similar.

The mirror as such is a prominent feature of the otherwise sparse decor of Larra's apartment, and he faces himself in his final moments, inquiring as to his own «mask.» The multiple stage set as conceived by Buero is symmetrical, likewise suggestive of the mirror principle as seen in the directions: «dos huecos laterales al fondo,» «dos escaleras que conducen a la parte superior de las otras dos zonas.» The actual production utilized a tripartite division -Larra's apartment, the Café del Príncipe and the Ministerial offices- each corresponding to a major zone of activity in Larra's life. Some symmetry or mirroring clearly intended by the playwright was thereby sacrificed. Discarded because of physical limitations of the theater used, Buero's design for the Café del Príncipe also had two identical parts, left and right, to be occupied by writers of the political left and right, additional mirroring which acquires satiric force when ideologies prove interchangeable. Similarly, the upper zone of offices was conceived by Buero in two parts, with certain identical, mirroring touches in decor.

The principle of audience involvement, whereby Buero led spectators to experience Goya's deafness in El sueño de la razón, the onset of blindness in Llegada de los dioses and so on, is employed to considerable dramatic effect in La detonación. In the opening scene, Larra perceives a strange, unworldly slowness in speeches by his servant and his daughter, in accord with the folkloric notion that those who are about to die are no longer attuned to earthly rhythms. The audience is made to experience this alienation when the characters actually speak with exaggerated slowness but verbally deny that their rhythm of speech is changed. Buero thereby communicates the racing of Larra's mind and perceptions, his feverish state, and introduces that distortion of time which occurs when events flashing instantly before the dying man require much longer for the audience to witness. Audience participation or involvement is further elicited by the use of reduced lighting (gathering darkness) as the end approaches. Similarly, despite highly visible and elaborate manipulation of the gun and pulling of the trigger, no detonation is heard; spectators thus identify with the victim, whose instantaneous demise obviates the perception of the sound.

Buero's Larra represents an ideal, but is not idealized. His dandyism and lack of a well-developed social conscience, which the dramatist perceived as faults, explain the ahistorical importance given the role of Larra's manservant, Pedro, and the death of Pedro's son. Shortcomings which Buero senses in Larra also motivate the nightmarish episode wherein Larra is made to shoulder a gun and participate in the political executions. This incident and the Pedro episode make visible the dramatist's be lief that Larra must bear his share of guilt. The concept of collective guilt is reiterated and rendered more forceful with the suicide as each of the personages in Larra's life pushes the gun a little closer to his temple.

The sense of guilt is transferred to spectators in the final scene when Pedro enunciates Buero's message that the imperceptible gunshot «se tiene que oír... como un trueno... que nos despierte.»69 The closing vision of Larra, once again erect with the pistol at his temple, repeats his earlier stance and mirrors the present-tense action of the drama which begins as he removes the pistol from its case and ends when he pulls the trigger. The final repetition of the mirroring device signifies that Larra's drama, that of the Spanish liberal, has not ended: the life and death struggle continues, and Buero does not prejudge the outcome.





 






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