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Abajo

Música sentimental

Silbidos de un vago

Eugenio Cambaceres


[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]

Portada





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ArribaAbajo- I -

El «Orénoque», de la compañía «MESSAGERIES MARITIMES», acababa de fondear frente a Pauillac con cargamento general de mercaderías humanas procedentes del Río de la Plata y escalas del Brasil.

Lotes de pueblo vasco, hacienda cerril atracada por montones, en tropa, al muelle de pasajeros de Buenos Aires, diez o quince años   —2→   antes, con un atado de trapos de coco azul sobre los hombros y zapatos de herraduras en los pies.

Lecheros, horneros y ovejeros trasformados con la vuelta de los tiempos y la ayuda paciente y resignada de una labor bestial, en caballeros capitalistas que se vuelven a su tierra pagándose pasajes de primera para ellos y sus crías, pero siempre tan groseros y tan bárbaros como Dios los echó al mundo.

Surtido de portugueses y brasileros alzados en Río, Bahía y Pernambuco. Gentes blandujas y fofas como la lengua que hablan.

Pasan su vida abordo descuajados sobre asientos de paja, comiendo y vomitando mangos y, aunque entre ellos suele haber uno que otro que medio pasa, en cambio, la casi totalidad enferma es vulgar, dejada y sucia.

Cuestión de sangre y cuestión de temperatura.

Tenderos franceses y almaceneros españoles en busca de sus respectivas pacotillas.

Media docena de arrastradas, albañales de détritus humanos.

Y, por último, uno que otro particular decente   —3→   que, solo o con su familia, viaja por quehacer o diversión.

Toda esta masa híbrida del gusano-rey se agita, se codea, se empuja y se agolpa confundida por entre altos de baúles y maletas, en una atmósfera de entrepuente, amasada con peste de bodega, aceite rancio de máquina y agrio de sudor.

Es que acaba de oírse el silbato de la lancha a que van a ser pasados para llegar a Burdeos y nadie quiere quedarse atrás, lo que no importa, por supuesto, que nadie llegue primero.

Entre los presentes estoy yo y está el héroe de mi cuento.

¿Qué es?

En globo, uno que va a liquidar sus capitales ese mercado gigantesco de carne viva que se llama París.

En detalle, un hombre nacido en Buenos Aires; ha heredado de sus padres veinte mil duros de renta y de la suerte, un alma adocenada y un físico atrayente.

En buenas manos, habría tenido, acaso, nociones de generosidad y de nobleza, talentos   —4→   posibles a veinticinco años, sobre todo cuando se nace de pie, se va viviendo sin la lucha por la vida y se aprende honradez y dignidad como un adorno, como se aprende equitación o esgrima, sin que cueste.

Mezcla de criolla con sangre pura bretón, el cruzamiento había dado un ejemplar mestizo notable por la belleza robusta de las formas del norte bronceadas al fuego del mediodía.

Pablo podía, en suma, llegar a ser lo que se llama en el argot de los bajos fondos mundanos donde iba a zambullirse de cabeza, un tipo a toquades.

Nos trasbordamos:

-Venga a almorzar conmigo, le dijo.

-¿Adónde?

-Abajo.

-¡Hum!... me parece más prudente esperar a que lleguemos a Burdeos.

-No tenga miedo; en Francia, hasta los zonzos saben comer.

-Es que yo quisiera ver esto, insistió, señalando las costas del río.

  —5→  

-Lo que esto tiene que ver es el vino que produce y el vino se ve en la mesa.

En cuanto al río, proseguí, es un pedazo del Paraná, angosto y con agua sucia.

Se diría que necesitando tierra, aquí donde no caben, le hubieran revuelto el fondo al apretarlo.

Desprendidos del trasatlántico, habíamos andado apenas pocas millas, cuando un chaparrón como baño de lluvia, de esos que se desgajan de golpe, puso en derrota a la distinguida concurrencia, precipitándola puente abajo hasta el trou disfrazado con el pomposo nombre de cámara donde Pablo y yo nos encontrábamos y, donde con aquella invasión de bárbaros, vinimos a quedar como unos encima de otros.

-Sabe, me decía mi compañero entre una docena de ostras y una botella de Chablis que nos vimos obligados a tragar de perfil, no pudiendo hacerlo de frente, que el vehículo este estaría bueno, cuando más, para las alturas de Goya o la Asunción, pero que no se   —6→   explica entre gente que tiene fama de entender la biblia!

-Precisamente porque estos la entienden mejor que nadie y son muy prácticos, mi querido señor, es que no nos tratan como a cristianos, sino que nos echan a tierra en cuenta de bestias, metidos en una especie de chiquero viejo.

Hace veinticinco años que experimenté por primera vez el sistema y debo declarar en honor a la verdad que han tenido el talento de conservarlo religiosamente intacto.

Ni una silla en que poder sentarse, ni una lona sobre cubierta, ni un palmo de aire potable en esta cueva infecta y sofocada.

Pero, ¿qué se le importa a la empresa del pasajero con quien trafica y de sus anchas, si no le han de pagar un medio más, ni ha de recibir por eso un medio menos?

Llega Vd., téngalo entendido y no lo olvide para su gobierno, a la tierra donde los hombres andan a la cabeza de los demás; donde, desde el lujo que halaga la vanidad, hasta el agua que apaga la sed, todo en el comercio de la vida,   —7→   reduce a un problema de aritmética cuya más simple expresión es la siguiente: sacar el quilo al prójimo, esquilmarlo, explotarlo, quitarle hasta la camisa, si es posible, con esta a limitación: guardar las formas, es decir, manejarse de manera que no tenga derecho a terciar la policía, deslinde de la honradez individual; donde los más nobles impulsos, las necesidades más íntimas del corazón y del alma, el hogar, la familia, se convierten en un asunto de plata que irrita; donde se llega hasta decir: Fulano ha hecho un magnífico negocio, se ha casado con tantas mil libras de renta, aunque esas tantas mil libras de renta vengan a ser el precio de su porvenir y de su vida indecentemente vendidos a un ser enfermizo y ruin y, de ese pacto monstruoso, salgan hijos escrofulosos y raquíticos.

Pisa Vd., en suma, la latitud del globo, donde más echada a perder está la cría.

¿Por qué, tiene acaso ella la culpa, lleva en sí, más que otra cualquiera, el germen del vicio, causa de su propia corrupción?

  —8→  

No, sin duda.

Es un fenómeno perfectamente natural y perfectamente lógico.

La población se amontona hasta estorbarse; el exceso mismo del progreso trae aparejada la más cruel dificultad en los medios de existencia -solo el lazzarone y el paria se conforman con vestirse de andrajos y alimentarse de cáscaras -aferrado a la vida por instinto y a la vida sin privaciones ni miserias, pedir, entonces, al hombre que viva para los demás es un absurdo.- ¡Feliz cuando consigue a duras penas vivir para él mismo!

De ahí que no dé nada, si nada le dan a él y que, dando uno, quiera agarrarse mil; de ahí el imperio de un egoísmo absoluto; de ahí la relajación moral; de ahí la degradación de la especie, tanto más grande y más completa, cuanto mayor es el grado de civilización que se alcanza.

Ahora, repróchele, si se atreve, al pueblo francés ser el primer pueblo del mundo...

Lormont, dije después de un silencio, mirando afuera por el tragaluz que tenía en frente.

  —9→  

Nos faltan diez minutos de camino. Subamos si quiere ver la entrada del puerto y el aspecto de la ciudad.

Esa misma tarde tomé el rápido y, después de zangolotearme infamemente toda la noche sin conseguir pegar los ojos, acaso porque alquilé un sleeping-car, o sea, carro al uso personal de los que quieren dormir, llegué a las cinco de la mañana a París.



  —[10]→     —11→  

ArribaAbajo- II -

Pocos días después, recibí la visita de Pablo:

-Vine anoche, me dijo y mi primera salida ha sido para Vd.

El deseo de saludarlo, primero y, luego, no se lo quiero ocultar, me trae también un sentimiento mezquino de egoísmo.

Ando literalmente boleado. El ruido, la confusión, la gente, el tumultuoso vaivén de este maremágnum, me han aturdido hasta azonzarme.- No sé que rumbo agarrar y tengo miedo de enderezar por donde no es comida.

Estoy, en una palabra, hecho un bodoque arribeño   —12→   que sueltan, como nuevo en Buenos Aires.

En tan fieros aprietos, vengo a pedir a Vd., hombre práctico, que me tienda una mano protectora, que me haga el servicio de indilgarme en este infierno.

-Es decir que pretende Vd. poner a contribución mis conocimientos en el ramo, no es así, quiere que lo ciceronee?

No veo en ello inconveniente. Y para probarle toda mi buena voluntad, entro inmediatamente en funciones.

Desde luego, mi buen señor, tiene Vd. una figura imposible: zapatería de Fabre, sastrería de Bazille, sombrerería de Gire, agregué, hurgándolo de la cabeza a los pies.

Muy correcto en Buenos Aires; pero aquí, donde uno es siempre lo que parece, no cuela, raya con eso!... y si pretende hacer camino, es de necesidad urgentísima que se mande cambiar de forro cuanto antes.

-Ya está; deme las señas y me largo instantáneamente.

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-Lárguese enhorabuena, primero, a lo de Alfred, avenida de la Ópera. Le harán pagar más caro que en cualquiera otra parte, pero, en cambio, después de probarle la ropa diez veces, le vestirán peor.

-Si es así, no veo que valga la pena...

-Al contrario, vale la pena y mucho.

Sobre el mérito del artículo, está el nombre de la casa y la réclame consiguiente. Es de rigor.

Vaya, luego, a lo de Charvet, calle de la Paz; se encontrará con un camisero conveniente. En seguida, a lo de Pinaud, sombrerero y, por último, lléguese por la zapatería de Galoyer, boulevard des Capucines. Le fabricarán unas chatas blindadas de cuatro suelas y varias toneladas de porte, sistema inglés. Cálceselas aunque le queden nadando. Entre esta gente es de muy buen tono ser patón porque el príncipe de Gales es patón.

Póngase, como quien dice, en compostura y después vuelva a verme que yo me encargo del resto.

  —14→  

¡Ah! me olvidaba decirle que trate un coupé y alquile un appartement. En el boulevard Haussmann, a la altura de la Ópera, los hay habitables por mil francos mensuales, más o menos.



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ArribaAbajo- III -

No se lo hizo decir dos veces. Así que hubo salido de manos de los referidos industriales, el joven Pablo se me presentó pelechado.

Su individuo trasudaba, es cierto, un quién sabe qué a flamante, un falso aire de tienda de tapicero o casa recién puesta. Dorados y barnices que están diciendo a gritos: aquí hay plata, pero falta el roce del uso que deslustra, las arrugas de la costumbre que quitan el olor a parvenu.

La verdad, no obstante, sin pretender pedir peras al olmo, es que estaba confesable:

  —16→  

-¿Por dónde empezamos?

-Por esto.

Y tomando una pluma, escribí:

«Loulou:

»Te mando un coupon de avant-scène para esta noche en el Palais Royal.

»Lleva contigo a Blanca, p. ej.

»A mi vez, estaré yo en la orquesta con uno de mis paisanos.

»Iremos después al cabaret, etc.

»Tuyo».

Madame L. de Préville, puse en el sobre, rue Delaborde, 4.



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ArribaAbajo- IV -

El teatro empezaba de despertar de su sueño de veinte horas en un ambiente mohoso de encerrado, para presenciar por la centésima vez la representación de la misma farsa.

La vieja araña colgada del cielo raso, con sus picos a media fuerza y sus facetas de vidrio pardo, lo bañaba en una semiluz polvorienta y avara que blasfemaba con el oro de un decorado de cargazón.

Las capas de arriba se hallaban repletas ya de blusas y de cofias, público de franco y medio que, por no perder una coma de lo que empieza a   —18→   verse a las ocho, hace cola en la calle desde las cuatro. Grupos de hombres y mujeres entraban, a su vez y ocupaban sus asientos en la platea, balcones y palcos, mientras los de la orquesta, con sus caras demacradas de abrutis, templaban el instrumento, compañero de miserias, ganapán del oficio, para una de esas musiquitas canallas como la índole del espectáculo a que sirven de preludio.

-No comprendo, exclamaba Pablo mirando de arriba abajo, como estos teatros tan chicos llegan a costearse pagando artistas de primer orden.

-Es, sin embargo, bien fácil de comprender.

¿Cuántas personas cree Vd. que caben aquí?

-Quinientas, cuando más.

- Se equivoca: mil.

-Mil, ¿dónde, cómo?

-De una manera muy sencilla: metiendo dos donde apenas hay lugar para uno.

Vd. se ahoga, le falta el resuello, no puede ni rascarse, tiene que pasárselo en cuclillas y tieso como palo a pique para no invadir al vecino   —19→   sometido al mismo régimen disciplinario.

Pero eso no importa un zorro; es fuerza que los dos quepan y caben.

El lado higiénico y moral de la cuestión?

Saque el cuadrado y el cubo. Divida, luego, entre el número de presentes y le resultará esto: alrededor de media vara de aire por cabeza, es decir, lo suficiente para que uno reviente como en camareta.

Pero, se le ocurrirá decir a Vd., aquí, entonces, no hay policía ni un demonio, cada cual hace lo que se le antoja?

¿Policía? Si señor que la hay, y la mejor policía del mundo, s'il vous plaît. Solo que, arriba de la policía, de la higiene, de la salud y de todo, está la explotación de marras.

Es un rasgo del carácter nacional, voilà tout.

No vaya a figurarse, por otra parte, que los elencos cuestan un negro con pito y todo, ni que se va a encontrar Vd. con cómicos de talla.

Hago, bien entendido, excepción de dos o tres escenas, de la Comédie Francaise, sobre todo, templo consagrado al arte.

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Aquello ya no es farsa, es verdad. Allí no se miente, se siente. No es la inteligencia que produce, confiada a la inteligencia que traduce. No es Augier en manos de Coquelin; no es el personaje de la comedia, obra fecunda de la fantasía. Cito al acaso: es el hermano de la Aventurera, es Aníbal el que agarra una botella vacía que está llena, va bebiendo hasta vaciarla y acaba por emborracharse y por dormir la borrachera con la plácida beatitud de los borrachos.

No es Corneille en boca de Agar que recita el Horacio. Es la encarnación misma de Camila abatida por la pena la que se irgue terrible al oír el nombre aborrecido de Roma y, loca de dolor por la muerte de su amante, lanza contra su patria la tremenda imprecación.

Se ve, se oye, se palpa, se siente vivir de veras y queda en el alma, sacudida hasta adentro por la fuerza de la emoción, la impresión profunda que solo es capaz de grabar en ella el sello imponente de la verdad.

No hablo, pues, de la casa de Molière, donde,   —21→   para entrar, me saco el sombrero. Me refiero a los teatros llamados de genre.

Aparte media docena de routiers, especialistas del ramo que divierten porque sí, los otros no pasan de ser unos farsantuelos minúsculos, unos tristes cabotins.

El personal femenino tampoco vale caro, que digamos.

Para esas señoras, el arte no es una carrera, sino un medio de hacer carrera; el teatro una feria y el proscenio una barraca de saltimbanquis, un mostrador donde exhiben desnuda su mercancía que venden a la mejor postura y dinero de contado.

Rodeadas del prestigio de la escena, poudre aux yeux à l'adresse de novicios y mentecatos, atmósfera de artificio donde el gas y la pintura tapan hasta los hoyos de las viruelas, vienen aquí a buscar hombres, como las otras de su misma estofa, tan degradadas como ellas, pero más feas, más brutas, o más sin suerte, tienen su mercado en los veredones del boulevard o en los fondos de barro de los lupanares, donde   —22→   bajan en procura de una pieza de cinco francos.

Sí señor, esa es la escala y, repito, salvas pequeñas excepciones, unas pocas mujeres de corazón y de talento, en los teatros de París no hay artistas sino plumas.

Entre tanto había subido el telón y empezaba la pieza, La Boule o sea Le Moine (el fraile) que así también llaman en Francia el brasero con que calientan las camas.

Incompatibilidad de humor entro un marido y su mujer, reyertas diarias por quítame allá esas pajas, pleito en separación y, de ahí, una carga grotesca, sin chispa, sin gracia, sin espíritu, salpicada de propósitos sucios.

La mujer quería, a toda fuerza dormir con un fraile. El marido, por su parte, no podía soportar la vecindad de los frailes y, naturalmente, se apresuraba a protestar indignado.

Bastante caliente era él de por sí, sin necesidad de un fraile en la cama para calentarlo...

Ese era el tono, el calibre de aquella turpitud,   —23→   sin que, para remachar el clavo, faltara tampoco la sal de cocina de las pantomimas inglesas, las payasadas de circo, empujones, sombreros abollados y ropa revolcada.

Una ordure, en fin, al paladar de cierto público parisiense pur sang, que es el público más badaud y, agrego, más francamente idiota de todos los públicos conocidos.

El palmoteo de la claque, esa otra maldición de los teatros franceses, cargante como el repiqueteo de las matracas, se mezclaba a los

Oh! ¡oh!

Très drle!

Epatant! de los ramollis de la orquesta y a las risotadas del público saboreando unas de las escenas más cochinas del repertorio, cuando entraron tres mujeres al primer avant-scène bajo de nuestra derecha.

-¿Las conoce? -me preguntó Pablo-.

-Sí. Una de ellas, la de atrás, esa con la cabeza blanca de canas, peinada en bucles a la antigua usanza, vestida de ropas sombrías, el aspecto severo, el aire reservado y digno, cuya   —24→   figura se destaca apenas entro la luz borrada del fondo del palco, donde acaba de sentarse, parece, de lejos, cosa que vale, ¿no es cierto?

Se diría una reliquia de la vieja raza francesa, noble esa y pura, en medio de sus preocupaciones necias de sangre.

Ni tal. Acérquesela con el anteojo. Entre una espesa capa de magnesia y colorete que esconde las grietas de un pellejo entumecido por el vicio, verá dos ojos abotagados y turbios como clara de huevo clueco y una boca cuyos dientes de fuina y cuyos labios amoratados y trompudos, están revelando toda la grosería, carnal de la bestia envejecida en cuarenta años de orgías.

En sus buenos tiempos, la llamaban Rigolblague; hoy se deja decir la señora de Preville.

-¿Madre de la de la carta?

-Postiza. En el hecho, su comodín.

Algunas gastan ese lujo, ese género de parentela al servicio de los recién llegados.

Alquilan una madre como se alquila un mueble,   —25→   una yunta de caballos y la muestran a la distancia, desde el coupé en el bosque, desde la baignoire en el teatro.

Es una manera como otra de faire l'article. Eso les da cierto cachet, las pose en hijas de familia y el truc produce diez o veinte luises más.

Recursos de mise en scène, cábulas del oficio.

Entre las otras dos, elija.

La negra circula con el nombre de Loulou y es hija del azar.

Un antojo a la llama del gas en el entresuelo de restaurant, o un instante de abandono a ojos cerrados, rápido como la dicha que se roba, en la sombra voluptuosa de la alcoba.

Instrumentos de placer, títeres de cuerda, muñecas vivas, París las hace y París las rompe.

Brotan del callejón o la bohardilla como esos pastos que crecen entre los adoquines del empedrado, sin que nadie sepa de donde ha caído la semilla. Son un aceroc de flirtation y pasan por la vida sin hacer surco, dejando apenas, en   —26→   pos de ellas el recuerdo que deja una hora de locura.

Maciza y tosca, vaciada en el molde del que el Tiziano sacó sus Venus, la rubia ha sido engendrada entre dos besos a boca llena, groseros como un pellizco, de esos que no se dan o, mejor, que no se pegan sino en el estrujón casto y brutal de la cama de aldea después de la bendición del cura.

Destinada por Dios a cuidar gansos, un buen día, el diablo la tienta. Tira los suecos, echa al hombro el lío, deserta el corral y se larga a hacer fortuna a París donde empieza su carrera de criada con el nombre de Fanchon que le dieron en la pila y treinta francos al mes, la sigue de cocotte, con diez o quince mil, llamándose Blanche d'Armagnac -es mucho más chic- y acaba por morirse averiada y sin un medio en el hospital, o por ser un ejemplar de «La Morgue».

He ahí el sempiterno fin de la sempiterna historia.

Ahora que Vd. se las sabe tanto o más que   —27→   yo, vamos a hablarlas y a concertar con ellas el programa de la fiesta.

Concluido el teatro y suprimida, por supuesto, la señora mayor a quien aventamos en un sapin diciéndole: Vous, allez vous coucher! nos metimos los cuatro en un coupé de dos asientos.

-Maison Dorée, mandé al cochero.



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ArribaAbajo- V -

Pocos momentos después, entrábamos a un cabinet de dicha casa por un pasadizo angosto oliendo a recalentado.

La alfombra era de Oriente. Los muros, el techo y los muebles, entre los que figuraba una otomana ancha y blanda, tapizados de lampás.

En un tiempo, todo aquello debió haber sido muy bonito. Pero las manchas pardas de vino y de comida de que se hallaba cubierto el suelo, salpicadas las paredes y chorreados los asientos; el negro de humo de las bujías pegado a los tejidos y al dorado de la madera; el cristal de   —30→   los espejos rayado a sortija, un je t'aime entre una fecha, una Coralie y una insolencia; el défrachi de treinta años de servicios escabrosos, en una palabra, imprimía al interior aquel, algo del aspecto del coche de alquiler mugriento donde uno entra mirando con recelo y levantándose los faldones para sentarse.

Lo que no impide que Pablo se creyera trasportado a un cuento de hadas.

Quien en la edad loca de las ilusiones, deslumbrado por el resplandor fosfórico del mundo, ofuscado por sus fuegos fatuos, no ha pasado por ahí...

Fiebre de vida, hambre de gozar, he ahí lo que se siente; mujeres que la aplaquen, de ahí lo que se busca; impúdicas que la harten, he ahí lo que se prefiere.

Es que, al lado de la voz imperiosa del instinto, está el grito destemplado y chillón de la vanidad.

Es que el brillo de la impura que se vende, su teatro, su alcoba, su orgía, pueden más en una cabeza de veinte años, que la posesión   —31→   arrobadora, pero ignorada y oscura, de la virgen o de la matrona que se da toda entera en un abrazo, pero que se da solo envuelta entre las sombras del silencio.

Se sueña con la heroína cuyo nombre, prestigiado por el velo de la mentira en las páginas de la crónica o de la novela, suena en nuestros oídos como la promesa de un mundo de delicias.

Se anhela ir a ella, penetrar en el misterio de su vida, compartir sus horas de extravío, vivir envuelto en el torbellino que la arrastra, verla, quererla, dominarla y tenerla hoy, para dejarla mañana y agregar en seguida otra a la lista y otra después y otras más.

Llega entretanto un día en que el sueño se realiza, en que un puñado de oro abre, como por encanto, las puertas del amoroso santuario donde la diosa palpitante y desnuda se muestra encendiendo toda la brutal avidez de los sentidos.

Entonces, se arroja uno jadeante sobre eso que llaman la copa del placer, la agarra y bebe, pero bebe con grosería, empinándola a dos manos   —32→   y derramando a chorros por entre el borde y los labios lo que no se alcanza a tragar.

Y, en el afán de secarla hasta la borra, se cree que la embriaguez que nos embarga, ese marasmo libidinoso del alma, esa bacanal de la carne, áspera, amarga y deliciosa a la vez, se prolonga eternamente, que el tiempo no trascurre, que aquello no tiene fin.

Qué poco dura, sin embargo, y qué caro cuesta...

El espíritu se embota, el corazón se gasta, el cuerpo se cansa, un negro desencanto se apodera de nosotros y, cuando la reflexión o el destino no nos llevan hacia atrás, no nos vuelven al pasado buscando otra vida en otra fuente, la postración mortal en que caemos, para no levantarnos ya, llega hasta traducirse en el desprecio más profundo por todo lo que es humano, en el más inaguantable hastío de la existencia...

Pablo empezaba, apenas. Lo que quiere decir que no habría dado su noche por un imperio.

Un hombre vestido de rigorosa etiqueta,   —33→   afeitado, lustroso, limpio y tieso, al través de cuyo aire ceremonioso y glacial asomaba una punta del más refinado cinismo, atributo inseparable del empleo, se presentó tras de nosotros. Era el matre d'htel.

-¿Que debo servir a los señores?, preguntó desde la puerta.

Loulou, frente a un espejo, ocupada en tironearse la bata de un vestido a media espalda con un gesto rabioso de mal humor porque la cruche de su costurera, decía, la había fagotée de una manera absurda, como si ella tuviera algo que tapar, al oírlo, dio vuelta de pronto y, arrebatando de manos del solemne personaje el catálogo impreso de los trescientos setenta y tantos platos de que se compone el repertorio francés:

-Lo que le mande yo, exclamó con énfasis. Ça me regarde.

Traiga usted ostras para empezar, ostras verdes; luego, un moc-tortue del verdadero, se entiende; unas écrevisses bordelaises; pollo trufado; camembert, frutas y, como vino, Roederer desde el principio hasta el fin.

  —34→  

-¿Qué, no se te ocurre otra cosa?, preguntele tranquilamente, mirándola de soslayo.

-C'est tout.

-Y, sin embargo, te has olvidado del postre.

¡Garçon, pólvora! dije después con toda calma. Así estamos seguros de reventar.

Honores fueron hechos por los otros a las ostras y a la sopa en el silencio del primer momento de mesa. Silencio laborioso consagrado al pienso de la bestia; interrumpido solo por el choque de una cuchara contra un plato, el rechine del cuchillo que lo rasca, el crujir del pan bajo los dientes y algún sorbo plebeyo, acaso, sonando con un ruido gordo de sumidero.

Por lo que respecta a mí, gato escaldado, me abstuve, como siempre, limitándome a presenciar las escenas de la noche en una cauta actitud de pasiva prescindencia.

Obedecía a la regla inquebrantable de conducta que me he impuesto.

Hace fecha que no agarro. Et pour cause.

  —35→  

Alzarlas, aun bautizadas de artistas a la salida traviesa de un teatro, escalera de servicio, débouché de basuras, cloaca por donde corren las inmundicias del lugar, bajarlas en las tabernas y harto, al fin, concluir la noche en sus brazos, aspirar jadeando otros alientos, miasmas de cuerpos ajenos en una atmósfera saturada de corrupción, ni preso.

Conozco el juego, sé lo que cuesta y, con la experiencia que tengo, me doy por satisfecho y me atengo a lo que sé.

Entretanto, pasaron los cangrejos y tocó el turno al pollo.

Aquí, Blanca nos tenía preparada una sorpresa, un párrafo de sentimiento, una escena preñada de afecto y de ternura.

Empujó el plato que acababa yo de ponerle por delante, reculó la silla, se ladeó, se encogió, llevó el pañuelo a los ojos y empezó a enjugar amargo y silencioso llanto.

-¿Qué tienes?, le preguntamos sorprendidos.

-Nada.

  —36→  

-¿Y por qué lloras, entonces?

-Por nada.

-¿Cómo por nada?, insistí. No se llora sin razón.

Veamos, te duele la barriga, te hemos pisado un callo sin querer, te has ofendido porque te he servido mucho capón y crees que he querido con esto llamarte comilona y grosera, te ha saltado a los ojos algún grano de pimienta, o es la mostaza de los cangrejos la que se te ha subido a la nariz?

A todo lo que se sacudía como diciendo: no, mientras acosada a preguntas, concluyó por reventar llorando como un ternero:

-¡Son las trufas que me hacen acordar a mamá!

-Acabáramos, exclamé, altro que trufas, es el champagne que se te anda paseando por el cuerpo!

-¡Pobre madre querida, pobre víctima! gimoteaba, entretanto, abismada en su dolor y acompañando la exhalación de sus lamentos con unos ¡hiiiiii! ¡hiiii!... chillones y babosos, que   —37→   iban poniéndose cargantes más de lo necesario.

-¿Pero, qué diablos tiene que hacer tu madre mártir con el relleno del pollo?, díjele, al fin, impacientado.

-¡Y, sin embargo, no las podía pasar ni pintadas; fue por dar gusto a papá!

Hasta que, a la larga, creyendo comprender:

-¡Ya caigo!, exclamé.

Tu padre indujo a tu madre a que comiera trufas, tu madre tuvo un empacho, y un cólico, seco probablemente, la llevó a la sepultura en pocas horas, ¿no es eso?

-Sí, dijo haciendo un puchero y suspirando.

-Pero, por qué, qué se proponía ese marido infame, ese hombre Lucrecia Borgia?

-¡Oh! ¡no lo hacía por maldad, el pobre!

Era porque decía que mamá se ponía muy amable con él cuando había comido trufas.

Un salop seco, largado por Loulou con una mueca de repugnancia, vino, como bofetón en cara hinchada, a inflamar más aún la ya irritada sensibilidad de la otra.

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Viendo lo cual y queriendo, por mi parte, evitar un lance desagradable:

-¡Eh! ¡que te estás haciendo la pulcra tú también como si no te conociéramos! -dije a aquella-. Cállate la boca y no seas farsante; respeta su dolor, el culto de la familia, ese sentimiento de las almas nobles.

-Sí -rugió Blanca engreída con mis palabras y emballée de nuevo en los vapores del vino, pero agarrando esta vez por otro lado-. ¡Quiero que me respeten, que respeten a mi familia, porque tengo una familia yo, una familia honorable, porque no soy de esas que no se sabe de donde caen, ni qué madre las ha parido!

Estos cariños, por supuesto, a l'adresse de Loulou, la que saltó como si un bicho malo la hubiera picado.

-¡Eh! ¡là bas! Si es a mí que viene dirigido ese envoltorio, no te voy a hacer esperar por el vuelto, vale más no tener padre ni madre, que tener por padre a un...

¡Che! ¡che! ¡che! pensé apurado como pajero   —39→   que va llegando segundo, aquí se está por armar la grande, intervengamos o nos lleva el diablo!

Y no acabó, porque poniéndole como tapón la mano sobre la boca:

-Silencio, si no quieren que llame a un guardia y las haga flanquer au violon para que se refresquen las dos y se les pase el entusiasmo! grité a mi vez, haciéndome yo también el malo y el caliente.

De lo que me habría guardado muy bien. Al revés, fue precisamente para evitar que al ruido metiera las narices algún hombre de la policía y nos trajera un mal rato, cuentos y enredos con la justicia, caso nada improbable dado el giro que iban tomando los acontecimientos.

Sin embargo, a tan soberano golpe de autoridad, siguió un instante solemne de silencio.

Dos miradas terribles se cruzaron, ásperas como dos arañazos, lustrosas y afiladas como dos chuzas y resollando fuerte y resongando como perros desapartados, las dos señoras arrugaron   —40→   el entrecejo, agacharon la cabeza y se sentaron empacadas.

Ahora, tengámoslas un rato en penitencia, me dije tranquilo ya, démosles tiempo a que se les pase la rabia y amiguémoslas después y acabe la fiesta en paz.

Como si tal cosa, pues, seguí conversando con Pablo que, en medio de todo aquello, se había quedado poniendo cara de zonzo.

Y una vez sucedida la calma a la tormenta, serenado el mar de las pasiones, iluminado el horizonte con los colores del arco:

-¿Se proponen Vdes. pasárselo poniendo trompa y tan divertidas como al presente? -dije.

Sírvanse avisarlo con tiempo. Así verán si somos más bizarros de atrás que de adelante.

Bonito ejemplo de francesas me han hecho dar al señor. Han estado Vdes. espumantes de espíritu y chisporroteantes de sal. Palabra de honor; si siguen haciéndonos cosquillas en la bosse de la alegría, son capaces de hacernos estallar.

Loulou fue la primera en amujar.- Lora   —41→   como caballo de negro, en cuanto las castigaron, mosqueó; naturaleza de esas prontas a vaciarse como bolsa de jugador, al primer envide dijo quiero y soltó el rollo.

Ahora podía mostrarse al revés; no le quedaba nada adentro.

Debía, acaso, haberse preocupado de la cosa, haber tomado a lo serio todas las balivernes con que esa grosse dinde nos había estado rompiendo el tímpano?

Allons donc! Aquello era idiota, no tenía sentido común, y, en prueba de ello, estaba dispuesta a en finir.

Blanca, por su parte, ne demandait pas mieux. Solo que, la había herido profundamente eso de que quisieran insultar a su familia que era una familia de las más decentes.

Y en las tinieblas pulposas de su encéfalo atascado por el vino, volvía a la carga con su madre, víctima del atracón de trufas, agregando que razón tenía para desesperarse y llorar, que, a no ser por esa desgracia horrible, no sería ella lo que era, ni estaría donde estaba.

  —42→  

-Claro, apoyé, te quedaste sin la brújula de tu madre y agarraste mal rumbo y te perdiste.

-Sí, quedé huérfana a trece años, exclamó en tono conmovido y lastimero.

Mi padre loco de dolor, con el corazón despedazado por la muerte de su compañera, no tardó en buscar en los excesos más groseros el olvido de sus penas.

Me dejaba sola siempre, sufriendo el hambre y el frío, mientras él pasaba su vida en las tabernas, entregado a la bebida y al juego, con los otros holgazanes del lugar.

Muchas veces, después de haber estado ausente todo el día, llegaba a casa de noche y con la cabeza perdida, ebrio, sin saber lo que se hacía, me maltrataba cruelmente porque no encontraba su cena pronta, porque todo en la casa andaba mal, porque era una inútil, decía, diente de fierro y brazo de algodón, una sin vergüenza, una haragana, olvidando el pobre hombre que no me daba ni cómo comprar un pedazo de pan, y que niña todavía, no tenía ni   —43→   juicio, ni fuerzas bastantes para poder trabajar y reemplazar a mi madre.

Tout y passa. Los ahorros, primero, fruto de largos años de trabajo y privaciones, los muebles, después, uno a uno empeñados o vendidos y la casa y el pedazo de tierra, por último, que mi madre había llevado en dote al matrimonio.

Fue entonces que, en la pendiente fatal que lo arrastraba, más y más necesitado de dinero con que poder costear sus vicios vergonzosos, contrajo segundas nupcias con la dueña del molino, una mujer rica y perversa.

Y fue entonces, también, que empeoró mi triste suerte.

Maltratada sin razón, encerrada, estropeada, con el cuerpo lacerado por los bárbaros castigos que sufría, era mi vida una cadena de horribles sufrimientos.

Un día, -lo recuerdo como si fuera ahora- jugando en la cocina dejé derramar, distraída, la leche que mi madrastra me había mandado hervir.

  —44→  

Furiosa, entonces, agarró el asador colgado sobre el fogón y, después de dejarme tendida a golpes en el suelo, desmayada y bañada en sangre, no contenta todavía, no satisfecha su crueldad, echó mano, como de un instrumento de suplicio, de uno de esos largos alfileres que usan en la cabeza las mujeres de mi país.

Aún me parece que la veo, al recobrar, después de un rato, los sentidos, agachada sobre mí, lívida, fula, con los ojos inflamados por la rabia:

-«Para que vuelvas en ti», decía, pinchándome atrozmente las manos y la cara; «yo te he de dar; para que vuelvas en ti, sin vergüenza, ¡vaurien!» repetía y, encarnizada, furiosa, me hundía y volvía a hundirme el alfiler en las carnes!

¡Ah! desde aquel momento terrible que conservaré grabado siempre en la memoria, una idea única me persiguió, fija, exclusiva, persistente con la tenacidad de una manía: huir.

¿Cómo?, ¿con quién? No lo sabía; lo que quería era abandonar a todo trance aquella casa maldita.

  —45→  

Cruzó en esos días por el pueblo una tropa de cómicos ambulantes que andaba recorriendo las ferias de la provincia.

El azar se encargaba de protegerme.

Me escapé de casa sin ser vista, los alcancé a corta distancia y resuelta, armándome de todo mi coraje, me ofrecí a formar parte de la banda.

Fui recibida, primero, con risotadas y burlas groseras. ¿Me figuraba, acaso, que estaban ellos dispuestos a mantener bocas inútiles, a echarse un estorbo al hombro?

Y, llenándome de improperios y de insultos, me intimaron bruscamente que volviera a casa de mis padres, amenazándome, sino, con entregarme a la policía en el primer pueblo a que llegaran.

Humillada ante el rechazo que acababa de sufrir, llena de vergüenza y confusión, iba a volverme ya, resignada a esperar una ocasión más propicia, cuando el jefe de la banda, un viejo cínico, con la cara abotagada y la voz ronca:

  —46→  

-«Aguarda un momento; acércate», me dijo, tomándome de la barba y clavando en mí, sus ojos torpes.

«Nom de Dieu! vista de cerca no está tan mala la chica; ¡eh! ¡eh! ¡tal vez no fuera difícil que nos entendiéramos!

»Veamos, ¿para qué diablos podrías servirnos tú?»

Y levantándome el vestido:

«¿A ver esas pantorrillas? gordas y duras», prosiguió, agarrándome las piernas.

«Compañeros, desde que la garce de Rosa nos dejó plantados, hace falta en la compañía un brazo para el bombo y unas piernas para el público. La muchacha esta es rolliza, tiene el físico del empleo; con un poco de amor al arte y unas medias color carne, podría llenar la vacante.

-¿Está Vd. en su juicio, père Grognard, objetó uno de entre ellos, qué no ve que es una mocosa, y si nos meten a la cárcel? Mazette! Nada menos que un détournement de menor!... Mal negocio; la justicia no entiende de chicas al respecto».

  —47→  

El père Grognard, se enojó:

-«Métete la lengua donde no te la vean, tú, y déjate de fastidiarnos con tus miedos y tu justicia, collon!

»¿Quién quieres que se ocupe de semejante andrajo, sus padres?

»¡Bonitos han de ser sus padres cuando la tienen así!

»-¡Oh! yo no tengo padres o, más bien, es como si no los tuviera».

Y dije toda la verdad: la conducta de mi padre, la maldad de mi madrastra, la vida que llevaba, los martirios que sufría.

Esto acabó de resolverlos, y fui admitida sin más obstáculos a formar parte de entre ellos.

Pero hallábame lejos de tocar al término de mis males. Con mi nueva vida debía empezar un nuevo género de torturas.

Cuando no me hallaba expuesta a la vergüenza pública, mostrando hasta las nalgas a los badauds que me rodeaban, tenía que soportar la sociedad de mis compañeros, la vida en común con ellos y, entonces, era mil veces peor: manoseada,   —48→   besoteada, estrujada con dichos y gestos torpes, arrojada como pelota, de uno a otro, entre aquella chusma soez.

El viejo, sobre todo, me perseguía con un ahínco brutal, acompañando el hato de obscenidades a favor de las que esperaba contagiarme y subyugar mi voluntad, con un juego de movimientos y visajes asquerosos, que lastimaban todas mis delicadezas de virgen ofendida.

Hubo momento en que llegué hasta bendecir los azotes de mi madrastra y el pan y el agua de mis encierros, tal fue el odio que me inspiró aquella vida entre crápulas!

Una vez, de noche, habíamos llegado a una posada después de largas horas de camino, con todo nuestro miserable tren de saltimbanquis: tres carretones tirados por caballos macilentos y cargados de lienzos y trapos viejos.

Sabiendo lo que me esperaba, como siempre, luego que los efectos del vino empezaran a hacerse sentir, dejé a mis compañeros bebiendo y blasfemando alrededor de una mesa, bajé, sin ser sentida a la caballeriza y, en un rincón,   —49→   sobre un montón de paja, caí postrada por la fatiga.

Allí, por lo menos, en compañía de los brutos, preferible para mí a la de los hombres, esperaba poder dormir tranquila.

¡En vano!

De pronto, un tumulto me despertó sobrecogida, tumulto de voces roncas, rajadas por el alcohol, un enredo de carcajadas, juramentos y maldiciones.

Eran los otros que, echando menos mi presencia, habían revuelto la casa, hasta que, al fin, daban conmigo.

Fue una fiesta.

Sonando en las tablas de la caballeriza con un ruido de caballos que se empujan para llegar más pronto al pesebre, todos se vinieron de golpe sobre mí.

Rodeada, acosada, acorralada, como la cierva por la jauría, cansada, al fin, loca de resistir, una desesperación, una rabia, un furor de turpitud me acometió de pronto, una fiebre de arrojarme a las barbas de aquellos hombres.

  —50→  

Yo les voy a dar... ¿quieren? Vengan, tomen, hártense.

Y me entregué abriéndome toda entera a sus caricias salvajes, y todos pasaron en tropel sobre mi cuerpo, bañada en llanto, jadeante, desgarrada, hecho pedazos mi pudor!...

Durante el curso de esta lamentable historia, Loulou había estado haciendo una fuerza de changador por sujetarse. Al fin, ya no podía con el genio:

-V'lan, ça y est! La orfandad, la madrastra, las sevicias, la fuga, la lucha, la caída, el llanto, la desgracia y la perdición, con más una punta, por supuesto, de indispensable fatalidad escondida entro telones, sopando en la salsa, manejando los títeres de atrás como la mano del bonhome de Guignol metamorfoseada en Pierrot o Polichinelle.

Tableau.

Nada falta, nada ha sido olvidado; ni tampoco los clásicos saltimbanquis, la punta de charlatanes encargados de hacer su parte, de representar,   —51→   ellos también, su correspondiente papel de infames!

Esta última palabra fue exclamada con cuatro acentos circunflejos y una cargazón francesa de traidor de melodrama.

Pablo quiso protestar. El pobre, movido a lástima, hondamente impresionado por la narración de Blanca, inclinose a mí:

-Imposible, esta mujer no inventa. Hay en su acento un sello profundo de verdad, no le parece?

Qué me ha de parecer, hombre, no sea Vd. infeliz. Lo que me parece es que miente con toda desvergüenza, de una manera escandalosa; que lo que nos ha estado encajando es un cuento tártaro al uso de los novicios como Vd., un atajo de mentiras aprendidas de memoria y repetidas cien veces en presencia de la clientela extranjera para hacerse la interesante y la exquisita, para echarla de mártir inocente, de víctima del destino guadañada como pasto tierno por la herramienta de la adversidad.

Se trata, mi querido amigo, de un jueguito   —52→   muy conocido en la cancha. Es una letanía muy vieja y muy sabida. Vaya aprendiendo, pues, a no ser zurdo y a no dejarse cazar como un pichón en trampas tan groseras.

Mientras tanto, Loulou había mordido y no quería soltar. Seguía impertérrita:

A mí me sublevan estas cosas, estas farsas, esta falta de sinceridad y de franqueza.

¿Por qué no tener el coraje de lo que una hace, por qué no decir pura y simplemente la verdad?

-¿La verdad? A ver, dila tú, repuse.

-¡Oh! no es difícil, ni me ha de dar trabajo.

Somos lo que somos, porque el terciopelo y la seda cuestan menos que el percal, porque es más barato vivir en un hôtel que en las bohardillas, porque, para pagar tres sueldos en la imperial de un ómnibus, tiene una que comer lo que los otros tiran, quemándose las pestañas sin perjuicio de quedarse ciega o tísica, mientras que, para arrastrar coche y caballos, basta abrir la boca y decir sí, y, últimamente, porque,   —53→   para eso hemos nacido y esa es nuestra inclinación.

Voilà. Si no les gusta, sigan de largo; c'est à prendre ou à laisser.

Y, en un revuelo de sus cascos a la gineta, aleteó y vino a asentarse en Pablo:

-Oh! qu'il est dróle!

En efecto, los cangrejos, la emoción del début, los treinta grados de calor, el vino, el olor a mujer sahumada, la desnudez cruda de las carnes, toda la mezcla aquella, había mareado el seso a mi incauto compañero, acabando por determinar en él una especie de delirium tremens de la fruta prohibida.

Inquieto, alterado, calenturiento, los ojos y los colores se le iban y se le venían; un deseo loco se mostraba pintado en él.

Très drôle et avec ça, gentil tout plein, palabra de honor, mucho más gentil que Peterson! repetía, entretanto, la otra con sus dos ojos dormidos sobre Pablo en una mirada golosa de concupiscencia.

Y, diciendo y haciendo, se levantó de pronto,   —54→   se fue sobre él francamente, le agarró la cabeza con las dos manos, se la apretó contra los senos y le dio un beso largo y mojado en la frente.

A propósito, ¿qué se ha hecho Peterson?, saltó, después, volviendo a su lugar como si nada fuera.

-Poco a poco. Ante todo, quién es Peterson y por qué lo traes a colación? repuse.

¿Por qué? Dame! Porque hemos sido muy buenos amigos con Peterson y porque Vds. Deben conocerlo desde que es americano como Vds.; ¿sabes? de la Florida.

¡Ah! pero, permítame Vd., observó honradamente Pablo, es que la Florida está en los Estados Unidos y nosotros somos de la República Argentina, est-ce que je sais, moi! Para nosotros, todo eso es la misma cosa.

¡Pues! me apresuré a intervenir poco dispuesto, como estaba, a asistir a una conferencia geográfica y sin dar tiempo a que Pablo perdiera su tiempo zonzamente, practicando con el   —55→   rebaño aquel las máximas del evangelio. Desde que Peterson es americano de la Florida y nosotros americanos de la América del Sur, claro es que estamos en el deber de conocernos. Y tan es así, que somos como hermanos con Peterson y que puedo, si Vds. me lo piden, contarles su historia, una historia del otro mundo.

-¡Sí, sí, veamos la historia!

-Pues señor, Peterson, después de haberse dejado devorar un costado en París por los afilados dientes de las señoras Loulou y comparsa, antes que lo encentaran el otro, juzgó prudente agarrar un vapor de la carrera y largarse a sembrar papas, o a freír buñuelos. Hay sus opiniones al respecto y la verdad es que, fijamente, nunca se ha podido saber a qué.

El silencio de las soledades, ese silencio augusto, padre de la meditación que engendra los grandes pensamientos, hizo germinar en su cabeza un vasto plan llamado a abrir nuevos y dilatados horizontes, trasformando, por completo, la faz del orbe y el aspecto humano.

  —56→  

Hastiado de los hombres, desencantado de las mujeres, con el alma llena de agrio y el corazón de desengaños, nuevo redentor, ha consagrado su existencia a la regeneración de la abyecta grey en selvas salvajes de vírgenes comarcas.

¿Cómo?

Fundando una república universal.

Al efecto, se ha puesto de acuerdo con una tropa de monas de su relación, se ha constituido un harem, se ha formado una familia y, en estos momentos, ocúpase muy activamente de echar con ellas los cimientos del nuevo edificio social.

-Cette blague! dijo con sorna Loulou que no tenía un pelo de tonta.

Blanca, al contrario, espíritu empastado, romo, redondo como su cuerpo, no alcanzando a darse cuenta exacta de la cosa:

-Y, ¿para qué le sirven las monas?

-¡Cómo para qué! Para tener hijos.

-¿Con quién?

-¡Con quién ha de ser, con él!

  —57→  

-Pas possible! exclamó en el colmo del asombro. ¿Cómo es que un hombre puede hacer el amor con bestias?

-¿Bestias?

En primer lugar, eso está por averiguar.

Hay quien pretende que los monos son los padres de la humanidad. Luego, si los monos son los padres de la humanidad, los monos son humanos y no bestias, a no ser que la humanidad sea una humanidad de bestias.

No hay vuelta que darle.

Es inútil, por lo demás, que te quedes abriendo la boca.

En todo país de monos, suele suceder que las monas, las monas grandes, unas que hay muy parecidas a Vdes., tengan trato con hombres, así como existen mujeres afectas a monos.

-Mujeres negras, será.

-Negras y blancas.

-¡Qué cochinas!

-¿De dónde te figuras, sino, que salen los mulatos?

  —58→  

-He oído decir siempre que los mulatos son hijos de blanco y negra.

-Algunos sí, los lampiños, pero no los mulatos barbudos. Estos provienen comúnmente de la cruza de blanco o blanca con mona o mono.

¿No siendo así, cómo te explicas que tengan barba, cuando los negros no la tienen?

-También es cierto.

-Claro, pues; la barba les viene de los monos que son, de suyo, muy vellosos.

-¡Curioso! ¿no?

-No tanto como pudiera parecerte.

Yo mismo, sin ir más lejos, he conocido a una troglodita, preciosa criatura, en su género, que se enamoró locamente de un blanco, un francés, un compatriota tuyo, por más señas.

El francés se alzó con ella, se la quitó a la familia, la tuvo un tiempo y, cuando se cansó de tenerla, hizo la infamia de dejarla en estado interesante y con una mano adelante y una atrás.

Otras, naturalmente, han sido más felices,   —59→   han dado con hombres más decentes que el francés y, esposas fieles y madres cariñosas, han vivido con ellos largos años en paz y gracia de Dios, ofreciendo así un ejemplo que, de diez veces, dos, no son capaces de ofrecer las mujeres: el de virtud conyugal.

La idea de Peterson, pues, no es nueva; lejos de eso.

Un señor Hannon que Vdes. no conocen ni de vista, cuenta que, andando por África hace como tres mil años, encontró a unas mujeres peludas que respondían al nombre de gorillas y que tenían sus historias con los naturales del país, cuya versión ha venido a ser plenamente confirmada por los javaneses y otros caballeros que aseguran que el oran es una mezcla de mono ordinario y de mujer india.

Pero, todos los susodichos ejemplos, todo lo que se ha intentado hasta ahora, no pasa de experimentos aislados, de ensayos individuales que, si bien prueban la posibilidad del encaste, no han tenido una mayor influencia en la práctica, mientras que lo que Peterson quiere, inspirado   —60→   en un sentimiento altamente moral y filosófico, es aplicar el sistema en grande escala, plantearlo por mayor, hacer un injerto a la mata humana, inocularle nueva savia, como si dijéramos, jeringarnos un chorro de sangre fresca, porque opina y con razón, que la que se nos anda yendo y viniendo por el cuerpo está podrida.

¿Conseguirá su objeto?

He ahí el negocio.

Por lo pronto, lo que puedo asegurar a Vdes. es que el éxito más completo empieza a coronar su gigantesco esfuerzo.

A estar a las últimas noticias recibidas, pasan de...

E interrumpiendo, de pronto, tamaño atajo de disparates:

¿Cuánto tiempo hace que conociste a Peterson? pregunté a su amiga.

-Dos años.

-¿Dos años? Justo, esa es la cuenta.

...Pasan de seiscientos, amén de los que están por reventar, proseguí muy serio, los retoños   —61→   que Peterson ha echado al cabo de año y dos meses.

Amacándose en la silla, el seno arqueado, los pies cruzados sobre el filo de la mesa, un cigarrillo en la boca, una copa de vino en la mano y todo el aire de quien dice: ¡no sea zonzo! mi interlocutora, mirando los arabescos del techo, se puso a tararear por la nariz, mientras Blanca, tomando, por supuesto, la cosa a lo serio y lejos ya de su madre y de las trufas, empezó, muy sí señor, a discutirla conmigo:

-¡Imposible! repetía, diez, quince, veinte, no digo que no.

Pero, seiscientos en catorce meses, eso no, no puede ser, no tiene tiempo.

-No, no lo habría tenido, si la gestación de las monas fuera de nueve meses como la de las mujeres; pero lo que tú ignoras, es que las primeras son muy sietemesinas; conciben y salen de cuidado entre los doscientos diez y los doscientos quince días, por punto general, estando, además, dotadas de una facultad reproductora de tal fuerza, que muchas de   —62→   ellas dan a luz dos y hasta tres criaturas a un tiempo.

Olvidas, además, que Peterson dispone de un serrallo, lo que es esencialísimo.

Ahora, echen Vdes. sus cuentas y se convencerán de que no miento cuando les hablo de seiscientos, y ya verán como es la cosa más natural del mundo que el hombre haya tenido, en corto tiempo, una familia relativamente numerosa, dada la exuberante fertilidad de sus señoras.

Loulou, a todo esto, seguía contentándose con encogerse de hombros.

Pablo, sin hacer alto en mi historia, la devoraba con los ojos bebiendo copa tras copa, a dos mil leguas de contentarse con eso.

En cuanto a Blanca, toute à son affaire, contaba y recontaba con los dedos: tantas monas, tantos días, tantos hijos, hasta que medio convencida ya, pero no queriendo dar aún su brazo a torcer:

-Seiscientos hijos en catorce meses, c'est égal, acabó por exclamar entusiasmada, es necesario   —63→   que ese Peterson sea un rude gaillard, tout de même!

-¡Que no comprendes, imbécil, que se está riendo de ti! le gritó la otra exasperada de verla tan zanguanga.

-¡Alto ahí! Yo no me río de ella ni de nadie; lo que cuento es rigorosamente histórico.

-Zut!

-¿Y por qué no? ma chère; quién sabe, los hombres son capaces de todo! soltó sentenciosamente Blanca.

Pero lo que no me explico bien, agregó después de meditarlo un momento, es esto: ¿qué podrá venir a resultar, serán monas o mujeres?

-Las dos cosas y ninguna de las dos.

Rubias o morenas, según se parezcan al padre o la madre, ñatas, de ojos vivarachos y redondos, boca risueña y dientes blancos, es probable que el cuerpo deje algo que desear porque Peterson en su plan de reformas ha suprimido el corsé.

Aparecerán, por lo mismo, menos pechonas y menos barrigonas que Vdes., los brazos serán   —64→   finos y delgados, las manos aristocráticas y si las piernas flacas y los pies chatos y largos, llegarán a descubrir un flanco a la crítica, en cambio sus propietarias tendrán la inmensa ventaja de no saber hablar y de querer mucho a sus hijos.

-¿Y los machos?

-Como físico, harán juego con las hembras.

Como moral, Peterson cuenta con que no serán egoístas, interesados, mezquinos, hipócritos, infieles ni ruines.

Y me entré por un camino y me salí por otro, y ahí tienen Vdes. una historia en pago de las historias de Vdes.

Las tres de la mañana, dije después poniéndome de pie y sacudiéndome las migas. Basta de matemáticas.

Declaro que empiezo a estar hasta los ojos de la amable sociedad de Vdes. y de esta interesante fiesta de familia.

Me voy a dormir.

Pablo se levantó, a su vez, no sin algún trabajo. Bastante cargado de la cabeza, el pobre; las   —65→   piernas se le doblaban, tenía los ojos idos, el resuello pesado y la lengua considerablemente trabada.

Siguiendo una vía que no fue, por cierto, la distancia más corta de un punto a otro, consiguió llegar hasta mí:

-¿Con cuál me quedo yo?

-Con las tres.

-¿Con las tres, dice?

Y haciendo por dar vuelta y por buscar:

¡Oh! ¡y cuando son tres! agregó. Aquí yo no veo más que dos.

-¿No ve más que dos? Con las dos, entonces.

-No; a mí me gusta la negra.

-Pues con la negra, si le gusta.

-Bueno, pero y, dígame, ¿cómo hago?

-De una manera muy sencilla: va y se acuesta con ella.

Blanca se me acercó, ella también:

¿El señor se lleva a Loulou?

Así parece.

¿Quiere decir que Vd. me acompaña a mí, entonces?

  —66→  

-¡Solamente que me hubiera vuelto loco!

¿Qué, no sabes para lo que has venido aquí, Loulou no te lo ha dicho?

Como figuranta, hija, como comparsa, cuestión de simetría, de que no «faltara un turco».

Pero, ahora que la función ha concluido y van a apagar las velas, tu bulto no es necesario ya. Puedes retirarte a descansar, le dije, sacando dos dedos del bolsillo del chaleco y llevándoselos a la palma de la mano.

Señoras, en route!

Y los cuatro marchamos de a dos en fondo; las mujeres adelante, Pablo atrás empeñado en tropezar y yo en servirle de puntal.

El pasadizo angosto oliendo a recalentado nos llevó a la puerta de calle; esta se abrió y salimos.

Fue como uno de los últimos bostezos de la casa rendida por el sueño.



  —67→  

ArribaAbajo- VI -

Pablo, al día siguiente, vino a que le hiciera el gusto de acompañarlo al bosque.

¿Por tener el de ir conmigo?

Que no; por hablarme de su noche y trasmitirme sus impresiones.

Cuando la vanidad vive en el fondo, el silencio es un caroso atravesado en la garganta; hay que arrojarlo.

¿Se ha saciado el apetito, se ha llenado el deseo, se ha pagado el capricho, se ha desfogado la pasión? No basta; es necesario que se sepa, que se diga, que se cuente, si no en público,   —68→   en privado, a un amigo, a un conocido en su defecto y, naturalmente, en un rincón y al oído, con todas las reservas y precauciones del caso, pero sin perjuicio de repetirlo a un tercero, así que la ocasión se presente.

Se anda como con zancos, se ve a los otros enanos, se les mira por encima del hombro. Claro, ellos no se han sungado a los cuernos de la luna.

¡Y qué cuernos, a veces, y qué luna, Dios eterno! una luna de telón de «Don Juan Tenorio!»

Y, como siempre la vanidad vive en el fondo, para estorbar que alce el grito, fuerza es que medie una razón de estado: o que hablar importe una infamia, si es que no ha nacido uno del todo feo, o que, hablando, se exponga a que le rompan el alma, ejemplo mucho más práctico.

¡Pobre humanidad, siempre así, siempre chiquita!

Pablo y yo rodábamos, pues, por la avenida de los Campos Elíseos, en dirección al bosque de Bolonia:

  —69→  

-¿Y, no me dice nada, empecé, buscándole la boca como a los muchachos, qué tal le ha ido con su conquista?

-¡Cállese, si estoy loco de gusto! ¡Esto es vivir, qué noche la que he pasado, me parece un sueño, qué mujer, amigo, qué trato, qué cosa!

-Qué cosa, ¿eh? ¡Qué trato!

-¡Ah! sí, indudablemente, las damas estas tienen muy buen trato y, eso, que todavía no ha visto nada. Ya sabrá, después, lo que es bueno cuando las cale a fondo y esté en situación de apreciarlas. ¡Un trato de no te muevas!

-Lo que le sé decir es que ésta es una mujer riquísima, llena de gracia y de encantos, Vd. convendrá conmigo.

-¡Cómo no!

-Es necesario ver cómo lo recibe a uno; el tono, la riqueza de aquella casa; ¡qué Club del Progreso, ni qué lo de Alvear, ni qué nada!

Yo no entiendo de la misa la media en estas cosas pero creo no equivocarme si le digo que esa mujer tiene una fortuna nada más que en muebles y chucherías.

  —70→  

¡Qué! si parece que anda uno caminando sobre un colchón y no sobre alfombras. Se hunde en aquellos muebles como si se sentara sobre agua. Los cuartos están todos forrados de géneros de seda y de tapicerías. Cuatro o cinco salas, una amarilla, otra colorada, otra verde, ¡qué sé yo!

Y, luego, en objetos de arte, eso tiene que ver: bronces de cuerpo entero, mármoles, alabastros, cuadros de Rafael, de Murillo, de Van Dick, ¡el demonio!

En fin, mi amigo, lo que le puedo asegurar es que me he quedado con la boca abierta y que nunca me figuré que, a excepción de las testas coronadas y de algún ricacho como Rotschild, se pudiera vivir con ese lujo.

-Y lacayos de calzón corto, y cinco carruajes en las cocheras, y diez puros en las caballerizas, y veinticinco mil francos al mes. Conozco la boutique.

El todo, honradamente ganado con el sudor de los otros. Cada cual ha metido un poco de hombro, ha pegado su poussée; grandes y chicos,   —71→   han llevado su grano de arena a aquel montón; gavilanes y pichones han dejado allí una pluma. Tenga cuidado, ande con tiento, no sea cosa que vaya Vd. a dejar un plumero; mire que esas sanguijuelas son herejes; una vez que se prenden, no sueltan al paciente, sino enjuto.

Lo noto muy entusiasmado y, como me ha hecho el honor de ponerse bajo mi ala protectora, creo del caso darle un consejo con una comparación.

Las mujeres, mi querido señor Pablo, son el coche de los hombres. Vivir sin ellas es andar a pie. A lo mejor, se cansa uno, se sienta, se aplasta y se tiende a la bartola. Por eso es que más jugo da un cascote, como dicen, que un solterón.

Son la manga de agua que nos baña, el chorro que nos hace producir.

Sin su riego, nos secamos como árboles envueltos en matas trepadoras. Aquí, la picardía, la yedra, tienen nombre hastío, descreimiento, egoísmo.

  —72→  

Las yerbas esas nos invaden poco a poco por el tronco, se nos adhieren, se nos pegan, van creciendo, se entretejen, se enredan, se enmarañan y acaban por subirse a la corona y por desparramarse en la copa chupándonos toda la savia.

Cada vientito que pasa nos voltea una hoja, cada ventarrón que sopla nos rompe un gajo, hasta que, al fin, nos quedamos hechos unos palos viejos, caídos entre los yuyos, descascarados, comidos por la polilla y llenos de hongos.

Consecuencia: si quiere servir para algo en este mundo, el hombre ha de vivir con mujer.

Pero, hay mujeres y mujeres, como hay coches y coches. Las mujeres públicas, como los coches de plaza, tienen un movimiento infame, son unos potros. Cuando mucho, debe uno servirse de ellos a guisa de digestivo para hacer bajar la comida: alquilarlos, sacudirse un rato, pagarles la hora y despacharlos.

Emprender un viaje largo en esa clase de   —73→   vehículo es correr el riesgo de ponérselo de sombrero al primer barquinazo fuerte que pegue.

Para eso, se va a una casa de confianza y se compra un mueble decente, nuevo o de ocasión por muerte de su propietario, si es que se prefiere usado.

No quiero decirle, en absoluto, que con esto se ve Vd. libre de que le metan gato por liebre; no, de fijo: ¡está tan degradado el comercio por los tiempos que corremos!

Pero, en fin, el nombre de la casa, mal que mal, es una garantía y, así, por lo menos, si da Vd. un vuelco en el camino y queda patas arriba, no tendrá nada que reprocharse y estará siempre en tiempo de achacarle la culpa al diablo, lo que no deja de ser un consuelo.

En cuanto a su amiga Loulou, no olvide que es camelote. Si le raspa un poco la pintura, va a encontrarse con pino y fierro fundido.

Trátela, pues, como a coche de alquiler y agradézcame el consejo.

-Se lo agradezco, pero le prevengo que es   —74→   inútil. No crea que soy tan nene que me chupo el dedo, ni que voy a dejarme embaucar como un tilingo.

Me he propuesto gozar y divertirme y bien sé yo que eso no se hace de balde. Ahora, de ahí a tomar la cosa a lo serio, va largo.

Aunque no pretendo haber inventado la pólvora, ni he vivido, ni tengo experiencia, me figuro lo que puede uno esperar de esta laya de mujeres; pero lo que es a mí, se lo repito, no me han de hacer comulgar con ruedas de carreta, esté tranquilo.

¡No faltaba más sino que un argentino, un porteño viniera aquí a sentar plaza de zonzo!

-Sí, somos muy diablos nosotros los porteños, muy pillitos; lo que no impide que, más de uno, pueda decirle hasta qué color tienen por dentro las paredes de Clichy, tal ha andado de divertido en la fiesta.

Ese orgullo necio de nacionalidad, patrimonio de guarangos, se deja con el muelle de pasajeros al poner el pie en el bote, bajo pena de andar haciendo mal papel, señor Don Pablo.

  —75→  

Los hombres, cualquiera que sea el trou de donde salen, más o menos, son iguales.

Porteño y todo, lo han de poner overo, si se descuida.

-Trataré de no descuidarme, entonces.

-Hará bien.

Sobre todo, sáquele el cuerpo al collage o, cuando menos, mire con quien se cuela; no hay nada más tremendo.

Esta es la historia; escúchela.

Empieza uno por darse patente de mozo vivo y por declarar, como declara Vd., que no se chupa el dedo y que no lo han de embaucar así no más, a dos tirones.

Naturalmente, los casos de conocidos que han pisado el palito se le vienen, de suyo, a la memoria: el pobre diablo fulano, el desgraciado sutano que cayó con la última de las últimas y que hoy se encuentra clavado.

El prurito hijo de la petateria humana, ese prurito que estriba en reputarse uno siempre mejor que los demás, lo lleva entonces infaliblemente a exclamar: sí, pero yo, es otra cosa,   —76→   no he de ser zonzo como ellos, ni me he de dejar parar de punta!

Pregunte por qué no ha de dejarse parar... ¿por qué? porque no, porque Vd. es peine, no tiene otra razón que darse. Amor propio, viento que lo hincha, pas plus.

Hueco, pues, con la idea de lo que vale, aunque no valga y caliente, además, con el lueguito que le está mojando la oreja, comienza, en tono de chacota, con la firme intención de no seguir.

La cosa le gusta y lo divierte, sin embargo; por eso vuelve, cuando había resuelto no volver. Vuelve hoy, vuelve mañana, vuelve siempre.

Poco a poco y sin sentir, el uso va cambiándose en abuso, lo accesorio en necesario, el accidente en costumbre.

Y cuando, después de su brava campaña diaria, en sus ratos de repliegue, mano a mano con el otro yo que tiene adentro, oye su voz que suena como rasqueta en la conciencia y que le dice: «Eh! là-bas! no era eso lo convenido,   —77→   nos vamos enterrando hasta la maza sin sentir», contesta Vd. con circunstancias atenuantes, recurre a transacciones vergonzosas: cierto que sí, pero la pobre es tan buena, una infeliz! Ahora que la conoce bien puede apreciarla. Hay en ella un fondo innegable de honradez, había nacido para ser otra cosa, a no dudarlo, solo que...

Solo que, como quinientas veces los hechos están mostrando que miente, como se está estrellando Vd. de hocicos contra la evidencia, a falta de algo preciso, de algo positivo y sólido que importe una justificación, una escusa, siquiera, vous pataugez dans le vague: la suerte, la fatalidad, el destino, ese cúmulo de circunstancias y combinaciones adversas, ajenas a la voluntad, que muchas veces determinan y precipitan los sucesos.

Luego -llegamos aquí a la razón de estado, al gran secreto, al cómo las mujeres nos cortan el ombligo y nos ganan el lado de las casas -luego, ¡lo quiero tanto!

Se lo dice y se lo prueba. No ha roto con tirios   —78→   y troyanos para entregarse a Vd., para vivir exclusivamente en Vd. y por Vd.?

¡Qué más!

¿Puede, entonces, abandonarla sin ser un canalla?

Evidentemente, no; su deber de caballero se lo impide.

La cadena no le pesa, por otra parte. Lejos de los otros, solo con ella que lo consiente y lo mima, las horas vuelan, el tiempo se le pasa sin pensar. Tiempo feliz, de soberano desprecio por las censuras sociales, de indiferencia absoluta por lo que viene después. Tiempo feliz, uno lo cree, por lo menos, cierra los ojos y se deja andar.

El día menos pensado, entretanto, no son Vds. dos, sino tres.

Alguien que no pide permiso para entrar, abre de par en par las puertas y se le mete hasta el tercer patio en el corazón.

¡Un hijo!... ¿Sabe lo que liga ese bichito los sentimientos que despierta, los horizontes que descubre, las obligaciones que crea, las responsabilidades que impone?

  —79→  

Solo, esterilice su espíritu, destruya su salud, tire su fortuna, derroche su existencia; es cuestión entre su conciencia y Vd.

Padre, esa criaturita inocente le pide cuenta estrecha de su vida; ¿qué ha hecho, qué hace, qué piensa hacer por ella?

Y en una sonrisa que embelesa, en un balbuceo que encanta, en una caricia que arroba, mira Vd. al más severo juez de su conducta.

Pour le coup, ha fondeado a dos amarras, mi pobre amigo, sobre un fondo de arena en que las anclas se le hunden enteritas y con una carga encima que, ni puede, ni quiere echar al agua.

Lo que tanto significa en criollo como que Vd. el diablo, el mozo vivo, el peine, el que no se había de dejar enredar en las cuartas ni llevar en la armada, se ve en definitiva miserablemente cazado.

Figúrese un torito arisco en el campo. No bien le hacen una atropellada, sale muriendo; es un bólido, una luz. Pero como no tiene sino   —80→   el arranque, ahí no más se echa, se deja alcanzar, poner el lazo y, aunque cabecea y porfía en los primeros tirones, acaba por agarrar el trote cabestrando al corral con una cuarta de lengua afuera y por sufrir que le hachen las púas y le asienten la marca.

Un poco de huella y de picana y adiós bríos! sufre el yugo con la paciencia proverbial del buey.

Menos mal cuando, mortal afortunado, acierta a dar con un ser fiel que realmente lo quiere por Vd. y no por su ropaje, con una mujer cuyo amor resucita en amistad.

Amor o amistad, el vínculo de la afección, en resumidas cuentas, es tan puro y tan sagrado como cualquier otro. La virtud consiste, no solo en no caer, sino también y más aún, en levantarse de la caída. La honradez no está sujeta a ritos ni contratos; es posible que la encuentre en la querida; cuantas veces pierde su tiempo buscándola en la casada, por más que esta ande con pasaporte y muestre sus papeles en regla!

  —81→  

¡Pero, figúrese, qué embarrada si no echa suerte!

Engañado, befado, ridiculizado, explotado, hazme reír de los otros, mantenedor de zanguangos, criador de hijos ajenos y tragándose todo eso sin saber, como el patrón que come los guisos escupidos por la cocinera.

Hablemos ahora de cuando el hombre baja hasta asentir.

-¡Oh! ¡pero no embrome, eso es lo último!

-Pero eso se ve con frecuencia.

Se asiente y se tolera por amor, por odio, porque ni se ama ni se odia, por egoísmo, de miedo y por costumbre.

Suele uno querer hasta el punto de no poder estar sin la mujer que quiere.

De la categoría de ente que piensa, se pasa, entonces, a la de ser que siente. Toda noción de dignidad se pierde; todo lo que constituye al hombre muere. Queda solo el animal hambriento, el perro que se conforma con los zoquetes que le tiran aunque le den de puntapiés y le griten: ¡fuera! cuando llega gente.

  —82→  

Se odia, al revés, se aborrece, la mujer es un objeto de repulsión, un bicho antipático cuyo contacto enferma o bien, sin ir tan lejos, ¿se le da a Vd. tanto de ella como de la primera camisa que se puso?

¿Qué remedio, largarla? ¡La facilidad lo encargo! Veinte arretrancas se lo impiden.

¿Huirle, entonces, dispararle? Claro, pues, y si la ocasión ha hecho de ella una ladrona y si lo pone a la miseria y si lo llena de ridículo, Vd. se contenta con alzarse de hombros siempre que lo deje en paz y con tal de no verla ni pintada.

Otros, y de estos sabemos no pocos, apetecen y estiman, ante todo y por sobre todo, la tranquilidad, el reposo y la fruición personales.

Lo demás es música celestial.

Algo se ha dicho o se ha oído, por ahí, que importa un indicio vehemente, acaso una prueba. Bastaría sacudir un poco la pachorra para saber a qué atenerse, tomarse la molestia de dar vuelta y de mirar para que la verdad saltara clara como la luz.

  —83→  

¿A asunto de qué, qué se va a ganar con eso, disgustos, sinsabores, quebraderos de cabeza, amargarse uno la vida? ¡Bah! mejor es hacerse la chancha renga y no meneallo, cerrar los ojos y no ver.

¿Nombre, dignidad, vergüenza? ¡Qué importan esas pavadas con tal de que la bestia gorda y bien mantenida, se quede quieta en su concha y siga funcionando con la perfección deseada!

O, si es Vd. un collon, anda que trina y que se muerde los codos de coraje.

Todo es bueno, desde la hidalga espada hasta el garrote.

Las maquinaciones más negras, los planes más siniestros hierven a montones en el horno de su cabeza. Sangue, sangue, vendetta, vendetta! como dicen los coros del «Ernani», ¡y ay! de la infiel, ¡ay! ¡del culpable!

Por suerte para los referidos delincuentes, todo ese tremendo ventarrón sopla solo en el frasco tapado de su rabia. Otra cosa es con guitarra: el león se vuelve carnero, los barrotes del miedo lo mantienen encerrado en la jaula. Miedo   —84→   de que le adjudiquen a él el lote que destina a los otros, miedo de andar moviendo aquello y de que apeste más, miedo, en fin, de todo lo que da miedo a los cobardes.

Sexto y último: acontece también que uno se enoja y rompe los platos cuando le hacen una mala pasada y que lo agarran mansito y se tira a muerto y no rompe nada, cuando le hacen dos o diez.

¿Por qué?

Porque «en una seca larga, no hay matrero que no caiga»; porque no existe demoledor más formidable de la osamenta animal que la costumbre.

Es el caso de esos caballos viejos que sufren un rebencazo con la misma estoica indiferencia con que se dejan palmear el anca o el cogote.

El hombre, como el caballo, acaba por estar curtido.

¡Mandrias y bellacos todos los que tal hacen, dirá Vd., una y mil veces, mandrias y bellacos!

  —85→  

Mandrias y bellacos, tanto cuanto quiera; pero mandrias y bellacos de carne y hueso, con los que andamos cansados de codearnos en el vaivén de la vida.

Créame, sáquele el cuerpo al collage o, cuando menos, mire con quién se cuela. No hay nada más tremendo.

Y seguimos hablando de otras cosas.



  —[86]→     —87→  

ArribaAbajo- VII -

Las visitas de mi amigo empezaron a hacerse muy escasas; se me fue yendo, poco a poco, hasta que lo perdí de vista.

Cuando algo se debe al prójimo, un consejo fue no se sigue, un servicio que se paga mal o plata que no se paga, es de humana ley sacarle el cuerpo como a las escondidas, no acordarse uno ya de dónde vive, doblar a la derecha cuando se le divisa a la izquierda, bajar los ojos y hacerse el replegado para que pase de largo o abriros tamaños con una mueca hipócrita de gusto,   —88→   si es que, de manos a boca, tropieza uno con él y no hay más camino que amujar.

Dos palabras, entonces, fuera del tiesto, para salir de apuros, un pretexto idiota, un «¡bueno, que le vaya bien!» y un reniego, en seguida, de dos cuadras contra la suerte canalla.

Eso sucede.

En cuanto a Pablo, me debía un consejo. ¿Era un ejemplo al caso?

Sí; lo supe después.



  —[89]→     —90→  

ArribaAbajo- VIII -

Entretanto, el invierno se había venido en cueros; un frío varón de cero abajo.

Cada puerta abierta era un cañón apuntando a los pulmones; cada ráfaga de viento, un sablazo en la nariz. La sangre se endurecía, los tuétanos dolían.

París, el ogro enorme, seguía impasible en su afán de devorar vidas y haciendas.

Sobre una naturaleza muerta, un foco vivo; en el hielo un brasero: París.

París, un mundo de pasiones disputándose al hombre. Pasiones bajas, apetitos glotones.

  —91→  

Es el imán de la criolla cuyo contacto abraza y cuya posesión consume.

Por eso en la hoguera está ardiendo un enjambre humano atraído por el calor y la luz, como esos bichos que salen del pajal para morir quemados en el fogón del rancho...

Pero cada puerta abierta era un cañón apuntando a los pulmones; cada ráfaga de viento un sablazo en la nariz.

Al sur, al sol, me dije y disparé.



  —[92]→     —93→  

ArribaAbajo- IX -

El lomo de los Alpes se corta a pique.

Parece que una pala inmensa movida por algún brazo de cíclope, ha sacado una tajada a la montaña y la ha tirado lejos al mar.

En aquel rincón dejado de Dios el hombre ha creado un edén.

Desde la tierra donde echan raíces y crecen confundidos el cedro, la magnolia, el naranjo y la araucaria, hasta las flechas que rematan la construcción soberbia del casino, todo le pertenece, todo ha sido puesto allí por arte de hombro y de trabajo.

  —94→  

Era un hueco de piedra solitario y árido. Hoy es un nido de verdura, un lugar encantador, el pedazo de país más lindo, el cuadro más adorable que me haya sido dado mirar jamás.

Arriba, sobre la cresta colosal de roca, perdida en lo remoto, la región blanca a la que el sol, aburrido de brillar, harto de luz, arroja las sobras de sus rayos.

Bajando, una mansa primavera, las curvas fantásticas de un parque, un laberinto de jardines, un mosaico caprichoso de villas y de hoteles: Montecarlo.

Abajo, el tren que pasa serpenteando y entra al túnel como una anguila enorme ganando la cueva en los socavones del arroyo.

Y, allá, más abajo todavía, al fin, la pampa azul.

Fue en aquel puerto de sol y de brisas tibias donde busqué abrigo y di fondo a mis viejos huesos batidos por las recias trinquetadas del pasado.



  —95→  

ArribaAbajo- X -

Llegué, me bañé, me vestí, comí y fuime... al juego, naturalmente.

En Montecarlo, es fatal. Todos los caminos conducen allí, a esas cuatro paredes, refugio de vagos, guarida de pillos y de tontos, donde jamás sé entrar sin una impresión compleja.

Los altos de oro y plata que se apilan y desparraman a una señal de la suerte, la voz hueca de los empleados, el ruido monótono del marfil saltando entre las casillas, los montones de hombres y mujeres que van, que vienen, se empujan y se aprietan en voz baja alrededor   —96→   de las mesas, todo aquel incesante brouhaha me hace el efecto de una colmena humana trabajando en deshacer, en derramar la miel que ha recogido para que se la beban los zánganos de la Banca y el príncipe de Mónaco, otro zángano.

Luego el olor a metal sucio que se toma -el mismo olor de las piezas de cinco francos- el tinte lívido de los objetos bañados por el verde-gris de las cortinas, el aspecto terroso, el color de muerto que afectan los semblantes, las facciones descompuestas, los ojos hoscos clavados sobre el azar por la avidez del lucro, la vista toda de aquel cuadro único en el mundo, su sello original, sus sombras negras, despiertan en mí una idea vaga de desconfianza y de miedo, un no sé qué melancólico y triste, algo como una alarma lejana, como una visión de ruina.

Me parece que el peligro de los otros me amenaza y me alcanza a mí también.

Zonzeras de viejo. Yo no juego.

¿Por qué el juego no me gusta?

Al revés; me entusiasma.

  —97→  

No conozco emociones más salvajes y todo lo que sacude hasta erizar tiene para mí un poder inmenso de atracción. Aun la pena, la pena aguda, intensa, matadora.

Si, en mis horas más acerbas, de esas que son la herencia de todo el que no nace con el corazón de pulpa, en el parasismo del mal, en sus espasmos, he llegado hasta gozar de sufrimiento, me he sentido embargado todo entero de placer, de un placer monstruoso, inexplicable, risas que eran sollozos, delicias que eran tormentos; he probado un encanto secreto, infinito, horrible en cebarme en el dolor, en soportar encarnizado toda la fuerza de su peso.

Por eso tengo siempre una palabra suave en presencia de las pasiones que hacen crujir la máquina.

¿Es, acaso, suya la culpa si se rompe?

, francamente, ¡por qué no ha sido hecha de un armazón capaz de resistir!

Por eso comprendo la ambición, aun la ambición sin freno, por eso me explico las mujeres, por eso escuso las noches pasadas alrededor   —98→   de una carpeta y, si yo mismo no juego, es porque se me antoja no jugar.

¿Principios, moral, horror al vicio?

¡Bah! ¡no me da tan fuerte la melodía!

Consideraciones de otro orden: un incidente personal, una agarrada entre el diablo y yo; él me empuja y yo me empaco: simple cuestión de orgullo y de amor propio.

Lo que no impide, por supuesto, que, de paso, eche un luis sobre el 17 en plein.

Y digo de paso, porque una mesa de ruleta es como un baile por suscrición; mucha república.

Or, declaro que la república reúne todas mis simpatías como la forma más bonita de gobierno, pero no tardo en agregar que, en achaques sociales, soy más realista que el rey: libertad, hasta por ahí; igualdad, ninguna, y fraternidad con mis hermanos.

Prefiero el treinta y cuarenta.

En él, por lo menos, se ve uno libre del menudeo de los jugadores, esa morralla infame que se abre paso a codo hasta la primera fila,   —99→   cargando y pisoteando a medio mundo, con una indecente pieza de cent sous enarbolada en la mano. Boutiquiers en train de darse un corte, criados disfrazados de patrones, catins de la peor especie, viejas intercesoras y rateros.

Entréme, pues, a lo gordo, donde los rollos de oro y de billetes empiezan por rodar de una mano a otra, para ir a caer al fin en el pozo sin fondo de la banca.

Miraba apostar fuerte a un judío: un papel de mil francos en cada passe, escoltado por un luis -ahí estaba el truc, la cábula del hombre, esa era su mascotte- cuando sentí que una mano se apoyaba sobre mí.

Di vuelta y me encontré con Loulou:

-¡Tú aquí, buena pieza! ¿qué haces?

-Espero y me desespero.

-¿Esperas qué y te desesperas por qué?

-Espero que Pablo se levante de esa mesa maldita y me desespero porque pierde ya una fortuna.

-¿Pablo, dónde está?

-Allí, al lado de aquel hombre viejo.

  —100→  

Miré y vi, en efecto, a Pablo profundamente absorbido por el juego, el rostro demudado, la vista fija sobre el naipe del tallador.

Se acariciaba la barba con una mano, mientras en un movimiento involuntario y febril, estrujaba con la otra un puñado de billetes que tenía por delante.

Acababa de poner mil francos al color; los perdió.

-Là! exclamó Loulou, dècidèment pas de chance. Desde esta mañana no hace otras.

Salió del hotel con diez mil francos y, hace un momento, me ha mandado pedir otros diez mil.

Alarmada, he venido yo misma a ver si consigo llevármelo de aquí. Mis ruegos, mis súplicas, todo ha sido inútil. Se ha irritado, se ha puesto fuera de sí y ha concluido por echarme en hora mala, diciéndome que lo deje en paz, que él sabe lo que hace, que no es una criatura y que no necesita tutor.

-¡Muy bueno!... Y... ¿cuánto pierde?

-Más de cincuenta mil francos.

-¡Hum! ¡está medio feo eso!

  —101→  

Sin embargo, la cosa no es como para que te aflijas enormemente.

Cincuenta mil francos más o menos, no lo han de hacer ni más rico, ni más pobre.

-Sí, pero es que sigue perdiendo...

-Esto, hija, va y viene. Ahora pierde, ganará después. Déjalo al pobre que despunte el vicio.

Entre tanto, si la guigne se obstina en perseguirlo más de lo conveniente, te ofrezco, desde luego, mis servicios.

Pero, a propósito, agregué, tomándola de la mano y sentándola a mi lado en un sofá, dime, ¿qué es lo que te pasa, de cuándo acá tan cristianos sentimientos, qué te puede importar a ti que a Pablo se lo lleve el diablo?

Que te asociaras al azar, que colaboraras con él y que, mientras tu querido pierde la mitad de lo que tiene al juego, trataras de alzarte tú con la otra mitad, enhorabuena; eso sería lógico, humano, consecuente, no desmentirías así tu pasado honroso, continuaría reconociendo en ti a mi amiga vieja de otros tiempos.

  —102→  

Pero que te afanes y te desesperes y te mates a disgustos porque uno de tus hombres va en camino de arruinarse, francamente, no me lo explico, no me entra, es ridículo, absurdo, inmoral, contrario a las nociones más vulgares, a todas las prácticas recibidas.

¡Qué diablo! no era eso lo convenido, declaro que pierdo mi latín, que no eres tú la que me han puesto por delante; me han cambiado a mi Loulou y me apresuro a protestar.

-Lo amo.

-¿Tú? ¡Para los pavos!

-Lo amo, le digo.

-¿A mí me lo dices?

-Es increíble, ¿no es verdad? estúpido, imposible, pero es; lo amo.

¿Por qué? ¡No lo sé!

Pablo no tiene ni talento, ni distinción, ni espíritu. Es un hombre vulgar y, sin embargo, lo adoro.

-¿Vulgar? lo calumnias. Pablo es un buen mozo.

-Sí, puede encender un deseo; eso no   —103→   basta, Vd. lo sabe, para inspirar una pasión.

-¡Bah! deseo, pasión, todo pertenece a la misma familia.

Cuestión de que dé más o menos fuerte.

Pablo es rico, punto esencialísimo, tratándose de mujeres y, sobre todo, de mujeres como tú.

-¡Y qué me importa a mí la riqueza!

-Esas tenemos, ahora, que no te importa el dinero a ti que no has podido vivir sin él, que nunca te has hecho dar bastante, que has pasado tu vida desbalijando al vecino, que has liquidado a cuanto prójimo infeliz te ha caído bajo la mano, que eres capaz de comerte los millones como un ratón casca una nuez, que no te importa el dinero a ti la impúdica, la horizontal, la mundana, a ti Loulou, en fin?

Decididamente, o crees que yo me he vuelto zonzo, o voy a creer yo que tu te has vuelto loca.

-¡Oh! tiene razón, mire, maltráteme, todo lo que me diga es poco.

Soy una miserable, una mujer perdida, no   —104→   merezco otra cosa que el desprecio de la gente honrada.

Pero Dios es testigo de la verdad de mis palabras. Cuando pienso en mí misma, en lo que he sido, en la vida infame que he llevado, me avergüenzo, el arrepentimiento, el dolor me despedazan el alma, el pasado me espanta, quisiera huir de mí como de un monstruo, no ver, no saber, sofocar mis recuerdos, perder la memoria, quisiera volverme loca, loca, sí, sería mil veces preferible: ¡llego hasta tenerme horror!

¡No, Vd. no sabe, no puede saber lo que yo sufro!

Y la infeliz mujer se puso a llorar a chorros y, para peor, ambos empezamos a llamar la atención del respetable público, lo que no estaba en el programa ni entraba en mis gustos, naturalmente.

Pareciéndome duro, sin embargo, levantarme y mandarme mudar callado la boca, operación que se me ocurrió, desde luego, como la más práctica de las soluciones para salir de la situación   —105→   ridícula, embarazosa y violenta en que me había colocado:

-Dame el brazo, le dije, y vamos a tomar el fresco.

Una vez afuera, empezamos a pasearnos largo a largo por uno de los caminos del jardín sin hablarnos ni palabra, hasta que, al fin, nos sentamos sobre un banco.

-¿Conque quiere decir, mi pobre Loulou, proseguí atando cabos, que estás enamorada ni más, ni menos?

-Como una loca.

-Que barbaridad, mujer

¿Y Pablo te quiere, él?

-No.

-¿Por qué lo dices?

-Por todo y por nada.

Explícate.

La voz del corazón no engaña. Pablo no me ama ni me ha amado jamás. Soy para él un entretenimiento, un capricho. Me tiene por darse el lujo de una querida como yo, salvo a dejarme mañana, cuando lo gane el fastidio o   —106→   dé con otra que halague más su vanidad.

-Pero...

-¡Oh! hace perfectamente, no se lo reprocho.

¿Qué más les valemos a los hombres las mujeres como yo, un poco de cariño, de gratitud, de lástima, somos alguien, por ventura?

¡Bah! ¡una cosa, cuando mucho, algo despreciable y vil, un pedazo de materia, la porción del bruto que reclama su alimento, del cerdo que se harta y ensucia y pisotea los restos, autómatas de carne hechos por Dios para dar gusto a los hombres, juguetes que entretienen y divierten!

Y si, por desgracia, en el ser frívolo, superficial y vano, se despierta de pronto la mujer con todo su caudal de sentimiento, la criatura capaz de todos los sacrificios, si el alma se revela, si el corazón late, si la pasión que purifica y redime estalla al fin, ¿lo comprenden, son capaces, siquiera, de tender la mano para ayudar a sacarnos del abismo en que la culpa o la desgracia nos arrojan?

  —107→  

No, nos hunden más y más con su desdén, una carcajada salvaje y cruel acoge las lágrimas que derramamos, el arrepentimiento es una farsa, el sufrimiento una mentira, ¿sufren, acaso, las piedras? y prostituidas e infamadas por la falta, la falta nos condena a seguir siendo infames y prostitutas.

No me quejo, se lo repito; es justicia.

-Estás desbarrando, hija. El amor te ha hecho perder la chaveta. Andas con la cabeza caliente y ves visiones.

Ni es ese el mundo, ni es así como las cosas pasan.

Delitos que manchan, marcas que se llevan en la frente, baldones de infamia y de ignominia, etc., etc., literatura, retórica, palabreo.

Todo ese vocabulario de mal gusto tenía curso, según dicen, en la época de los fósforos de palo y de los candiles de aceite.

Hoy se encuentra solo en los plumitivos de a tanto el renglón, fabricantes de folletines o de dramones de capa y espada para solaz de la chusma soberana. Entre la gente decente se ha   —108→   mandado guardar, apesta a rancio. Vivimos en un tiempo de progreso, nos alumbramos con luz eléctrica, estamos muy adelantados, somos mucho más humanos y más prácticos.

A nadie se le ocurre preguntar quién es uno, de dónde sale, ni de dónde trae lo que tiene, con tal que algo tenga y algo traiga.

Así se le antojara a Pablo una barbaridad como otra cualquiera, casarse contigo, por ejemplo, ¡y ya verías!

Solo que, claro, pues, en presencia de un bicho dañino como tú, de un pájaro de rapiña que se aparece, de pronto, vestido de paloma blanca, es lo menos que un cristiano como yo abra el ojo y pare la oreja.

Supongo que no tendrás la pretensión de ser tan trigo limpio como la inmaculada concepción de la Virgen Santísima y que convendrás conmigo en que el papel de arrepentida entra mejor en tus cuerdas.

Nada extraño, pues, que si María Magdalena se vio en el caso de montar la guardia al pie de la cruz para que nuestro Señor la librara de los   —109→   siete demonios, yo que te conocí naranjo y que no soy Cristo, ni con mucho, te haya hecho hacer cinco minutos de antesalas antes de admitirte en el recinto augusto de mi aprecio y decirme tuyo afectísimo amigo, etc.

Pero, ahora, ¡oh! ahora las cosas han cambiado, es diferente.

De hoy más, puedes contar conmigo sin reserva. El amor te ha levantado hasta el techo en mi concepto. Veo que eres una buena muchacha capaz de servir para algo y quiero ayudarte a salir de apuros.

Veamos, ¿qué piensas hacer?

-¿Lo sé yo misma?

¡Oh! si Pablo respondiera a mi cariño, si me amase un poco siquiera, ser suya siempre sería para mí el colmo de la dicha.

A Vd. le he oído referir, según recuerdo, que la gente pobre en los desiertos de su país vive en chozas de paja, con un pedazo de carne por único alimento, lejos de todo centro de recursos, expuestos a toda clase de peligros, sufriendo, ya los ardores de un sol abrazador, ya   —110→   los crueles rigores del invierno, cuyas noches heladas, interminables, espantosas, los sorprende sobre el lomo del caballo, luchando desesperadamente en salvar los restos del rebaño azotado y disperso por las furias del temporal.

Una existencia como esa es lo que sueño, pobre, ignorada, perdida allá, ¡qué sé yo dónde!

Huir, huir con Pablo lejos de París, de la Europa, del mundo, lejos de otras mujeres, con Pablo respirando, viviendo para mí.

Y en el insensato delirio de mi mente, ideas perversas me acometen; llego, de pronto, hasta anhelar su ruina, su deshonra.

Quisiera que perdiese todo, su nombre y su fortuna; que engañara, que robara, que matara, que para librarse del presidio o del cadalso, no le quedara otro remedio que la fuga.

Yo me lo llevaría, entonces, lo arrebataría, lo haría mío.

¡A su lado, soportaría resignada la adversidad y la miseria, dividiría con él sus horas de amargura, atenuaría sus pesares, mitigaría su   —111→   dolor, lo serviría de rodillas, todo se lo daría, el inmenso tesoro de mi afecto, mis besos, mis caricias, mi cuerpo, mi alma, mi vida, sería su madre, su hermana, su mujer, su esclava y tanto y tanto haría por él, a tanto me haría acreedora, que lo había de obligar, al fin, a pagarme con su amor la cuenta de mis sacrificios!...

-¡Pues, señor, esto sí que no había entrado en mis libros!

Que te hubieras apeado con algún disparate de marca mayor como, por ejemplo, querer pegarte un tiro o meterte en un convento, pase; en eso suele, a veces, parar la calentura.

Pero tú, convertida en mensual de Pancho Piñeiro, dando vuelta la majada en un cuero de carnero sobre un maceta viejo, o haciendo un puchero de aujas con leña de bosta, en cuclillas, delante del fogón de la cocina, ¡hombre, hombre, no faltaba más!

Non, vois-tu, c'est par trop dróle! Permíteme que, a pesar de la gravedad del presente asunto, me ponga a reír un momentito...

  —112→  

¿Quieres que te dé un consejo, Loulou amiga, pero, , un consejo sano y sincero?

Toma el expreso de esta noche misma y vuélvete a París.

Ese es tu teatro, no lo dejes, no cortes tu carrera en la flor de tu edad, no la sacrifiques en aras de una pasión desgraciada. Un porvenir brillante te espera, nuevos triunfos, nuevos laureles que agregar a tu corona de artista.

Tu noble misión no ha concluido; quedan todavía muchas zorras por desollar, muchos Peterson, muchos pavos que pelar...

Créeme, vuelve a París, al campo de tus hazañas, allí te llama el deber, allí te lleva el destino...

-¡Volverme a París, es imposible!

-¿Por qué?

-Porque no puedo vivir sin Pablo.

-Pero, hija, piensa un instante, reflexiona en tu situación, hazte cargo de que, cuanto más tiempo pase, más grande va a ser la embarrada.

Pablo no se ha de casar contigo, ¿no es verdad? la cosa es clara.

  —113→  

El comercio que con él mantienes no puede tampoco durar eternamente; tiene que acabar como acaba todo en la vida, ¿y entonces?

Tu amor, me dirás, tu amor... Muy enhorabuena, tu amor es una cosa muy bonita, un sentimiento que te honra, pero que no te conviene. Lo mejor es que te lo arranques de raíz, que concluyas con él de un golpe, como quien dice, que lo hagas reventar de un ataque de apoplejía fulminante, ya que estás poco dispuesta, según parece, a dejarlo morir de consunción.

Los males como el tuyo, mi querida Loulou, no se curan con cataplasmas ni paños calientes. Hay que echar mano de otros medios. Acude, pues, al serrucho de tu energía y ampútate ese miembro enfermo, si no quieres que te invada y te pudra la gangrena.

Créeme, te lo repito, vete, mándate mudar. Cuanto más pronto, ha de ser mejor.

Se quedó un rato callada; luego:

-Tiene razón, dijo, y, sin embargo...

-Y, sin embargo, ¿qué?

-Y, sin embargo, me quedo.

  —114→  

-Harás una chambonada.

Acuérdate de lo que te digo: mañana o pasado te ha de pesar.

-¡Ah! sí, ¿mañana, no es verdad? Como si tuviéramos mañana nosotras las mujeres de mi especie, como si nos fuera permitido tenerlo!

Nuestro mañana, à nous, son los trapos que nos ponemos, los brillantes, la yunta de Orloff que pensamos estrenar, la orgía que nos espera, la noche de locura que vamos a pasar.

He ahí nuestro único horizonte, lo único que vemos. Lo que hay, después, no lo sabemos, como no sabe el borracho que el aguardiente lo está quemando las entrañas.

¡El porvenir!

¿Y qué le importa el porvenir a quien no tiene ni presente?

Eso está bueno para las otras, las que algo pueden perder, una posición, un nombre, una familia: para las otras, las virtuosas, las honradas, las criaturas de Dios, las que Vdes. ensalzan y el mundo adula.

  —115→  

Pero, hablarme a mí del porvenir, a mí, «la impúdica, la horizontal, la mundana, a mí, Loulou, en fin», allons donc!

¿Sabe cual es mi porvenir, lo que en este momento me ocupa y me preocupa a mí?

Dormir con Pablo esta noche. Mañana... ¡mañana, quizás, me haya llevado el diablo!

Aquí, mi amiga, haciéndose la aturdida y la loca, de pronto, me arrebató el cigarro de las manos:

-Hasta luego, exclamó, metiéndoselo entre los dientes, me voy a buscar a mi hombre... ¡ya me parece que hace un siglo que no lo veo!...

Y jugándole risa a carcajadas por no volver a soltar el llanto a sollozos, la pobre diablo se paró de un salto y salió corriendo.

Mire qué figura para estar enamorada ésta también, pensé, viéndola alejarse, ¡hombre, hombre!...

¡Decir que un gesto de Pablo bastaría para trasformarla, para hacer de esta perra judía una cristiana, una mujercita decente y buena!

Y no hay vuelta que darle; sería muy capaz   —116→   de entrar en compostura, de ponerse como nueva con su amor.

Hasta para tener hijos podría servir, para criarlos y educarlos como Dios manda y como si nunca hubiera hecho otra cosa.

¡Oh! amor, dónde te has ido a anidar, ¡oh! ¡prodigio!

Y no ha de faltar después quien te niegue y te reniegue...

¡Cretinos!

Al otro, ahora.



  —117→  

ArribaAbajo- XI -

Estaba en el mismo lugar; seguía jugando:

-No insista, amigo, no sea chambón, le dije en voz baja, acercándome a él por detrás. Mire que, cuando uno anda en lamala, es para peor encarnizarse.

Deje que dé vuelta la suerte; levántese. No le ha de faltar tiempo después para desquitarse.

-¡Oh! lo que juego no merece la pena. Arriesgo una miseria yo, nada más que por matar el tiempo, me contestó entre risueño, cortado y sorprendido, al encontrarse de manos a boca conmigo.

  —118→  

-Mucho o poco, es siempre cosa de zonzos eso de dejar que lo estén pelando a uno.

Levántese, vamos a fumar un cigarro y a charlar un rato.

Y bien, ¿qué diablos es de su vida? proseguí, mientras ambos nos dirigíamos al café.

Se me hizo Vd. humo en París y ni vivo, ni muerto.

Es cierto, soy un sin vergüenza, un ingrato, pero, ¡qué quiere! Andaba siempre con ganas de ir a verlo y el tiempo pasaba, entretanto y mi visita se quedaba en proyecto, cuando, un buen día, alcé campamento y salí precipitadamente, con intención de recorrer la Italia.

Fue un viaje improvisado, una idea del momento.

¿Pero, no recibió una cartita mía anunciándole mi partida y despidiéndome de Vd.?

-No.

-¡Es extraño!

-No embrome, hombre, ¡qué extraño ha de ser!...

  —119→  

El servicio de correos está muy bien montado en Europa, no se pierde nada. Si Vd. me hubiese escrito, habría yo recibido su carta.

Sea franco, lo que hay es que, de puro entrometido, me permití una vez exponerle mis vistas y darle un consejo; que Vd. tuvo a bien hacer precisamente lo contrario de lo que yo le decía y que la perspectiva de pasar una hora en mi amable sociedad, lejos de constituir su delicia, le producía el efecto de una trompada en la boca del estómago.

Temía, sin duda, que, a título de mentor, lo llamara a cuentas, que le echara un sermón, que le pegara un solo y por eso me anduvo escurriendo el bulto.

A propósito, seguí, sin darle tiempo a protestar, acabo de estar con su señora.

Y, ¿son Vds. felices?

-¿Con su señora?

-Sí, pues, con su señora Loulou, o lo que, para el caso, es lo mismo.

¿No vive Vd. con ella conyugalmente?

-¡Déjeme, estoy más aburrido, más fastidiado!   —120→   Tengo hasta quién sabe dónde de la tal Doña Loulou y sus gustos...

-¿Tan pronto?

-¡Uff! ¡qué clavo, amigo, qué gancho!

Vd. me la pintó como una sanguijuela capaz de dejarme enjuto. Qué sanguijuela, ni qué nada. La mujer esta es algo peor, es un sovaipé que se me ha prendido, no en el bolsillo, sino en el corazón y que me está chupando la paciencia.

Soy víctima de la más inicua explotación de sentimientos que se haya inventado hasta la fecha.

-¿Cómo así?

-¡Si, pues, no se le ha puesto a la hija de mi alma tomar su papel a lo serio, jurarme que me adora y querer que vivamos los dos eternamente a amor corrido!

Un idilio, en suma, una edición de Pablo y Virginia corregida y aumentada.

¡Tengo para mí, Dios me perdone! que hasta llegaría a conformarse con dragonear de Eloisa, siempre que yo fuera su Abelardo y aun a trueque   —121→   de verme rebajado al nivel del inofensivo personaje.

Suave como una badana, fiel como un pichicho, mansa como un guacho criado en las casas, buena, cariñosa, sensata, económica, es un dechado de virtudes domésticas, un modelo acabado de perfecciones.

Si la reto, se pone a llorar, si me enojo, me pide perdón, si me duele una uña, me vela, si se me antoja jugar cuatro reales, gastar aunque sea una bicoca, su señoría se permite echarla de Catón y predicarme moral.

El otro día, sin ir más lejos, por ver si la corrijo, si la enderezo y la obligo a agarrar la calle del medio, quise comprarlo en lo de un joyero de Niza un par de aros de veinticinco mil francos.

No hubo forma. Empezó toda azorada a decirme que si me había vuelto loco, que ella no me pedía ni necesitaba nada, que en vez de tirar el dinero en porquerías, lo empleara en algo positivo, ¡que llevara los veinticinco mil francos y los pusiera en qué sé yo qué caja de ahorros que me nombró! ¿a que no se figura para quién?

  —122→  

-¿Para los pobres?

-No señor, para mi hijo, porque ha de saber Vd. que se dice embarazada y que pretende que el fruto me pertenece.

-¿Y Vd. pretende lo contrario, por supuesto?

-Según; echaré mis cuentas y veré lo que resulta.

-¿Y si resulta que es suyo?

-¡Me daré por recibido de él, qué remedio!

-Pero, ¿la madre?

-¿La madre? ¡Allá se las avenga como Dios la ayude!

Vd. comprende que yo no puedo dejar a mi hijo en manos de una degradada aunque sea su madre.

¿Qué vida, qué porvenir espera a la desgraciada criatura, con un ejemplo como ese por delante, ser un cachafás o una loca?

¿Qué me hago con Loulou, por otra parte, adónde quiere que vaya con semejante hipoteca encima del alma, ni qué deberes lo ligan a uno tratándose de una mujer así?

¡Oh! si fuera una doncella honesta y candorosa,   —123→   lo sé, no me quedaría más camino que cargar con ella y en el pecado llevaría la penitencia; sin embargo de que nunca ha podido entrarme bien eso de que hemos de ser nosotros los pecadores, ni sé hasta qué punto sea legal que las mujeres tengan monopolio para declararse víctimas ilustres de nuestras artimañas, cuando, en materia de doblez y picardías, son ellas las que pueden darnos veinte vueltas.

Pero bien, legal o no, justo o injusto, se trata de Loulou, por el momento, de Loulou que se halla lejos de ser doncella y candorosa, que no es ni honesta, ni viuda siquiera, de Loulou que es lo que es y de la que estoy, se lo repito, hasta los tuétanos.

Yo no he venido aquí buscando amor, sino placer; yo no quiero que me quieran, sino que me diviertan, que me engañen, que me exploten, que se rían de mí, pero que me hagan gozar, que me den pour mon argent, y maldito el goce ni la diversión que encuentro en ser como una especie de primo donno de Loulou.

No es la vida insulsa del hogar lo que busco,   —124→   lo que me pide el cuerpo no es la miel del himeneo, el plato desabrido de la familia.

Para eso me quedo en mi tierra y hago lo que mis paisanos: casarme imberbe con una polla de calzones, tener un hijo cada año y llegar a viejo rodeado de un enjambre de criaturas, sin haber visto más, ni saber otra cosa de la vida, que mi mujer, mis muchachos, el club, la calle de Florida, Colón, Palermo y, si acaso, los baños de los Pocitos.

El programa no me hacía feliz, se lo confieso.

Mi cabeza soñaba con otros horizontes, mis pulmones necesitaban otro aire, mi paladar y mi estómago me pedían otros manjares que puchero y asado y dulce de leche.

Se me hacía agua la boca al pensar en el bisque de Bignon; por eso vine.

Desgraciadamente, contaba sin el difunto. La mujer esta con su amor de cuerno está embarullándome el juego, me está perjudicando, robando, saqueando como en el callejón de Ibáñez...

Pero, ¡voto va! entiendo que no sea así.

  —125→  

En la primera ocasión que se presente la avento a los infiernos, echo a rodar con todo, me proclamo emancipado, sacudo el yugo.

Entretanto y cambiando asunto, ¿quiere comer conmigo hoy?

Seremos tres.

-¿Quién completaría el terno, Loulou?

-Iguale y largue; piso un poco más arriba: una condesa, s'il vous plaît.

-¡Diablo!

-Sí señor; como Vd. lo oye.

-¿Una condesa de veras?

-No, nada, ¡qué esperanza!

¿Qué se figura que andamos tan dejados de la mano de Dios que no podamos rozarnos con la nobleza?

Una condesa con condadura, si Dios quiere.

-¿Y con marido?

-Naturalmente, por ahí viene la relación.

El conde es aficionado a la timbirimba y, como está el pobre medio escaso y el otro día le presté unos pesos, no sabe qué hacerse conmigo. El agradecimiento, Vd. comprende...

  —126→  

Consecuencia: vivimos a partir de un confite; me ha presentado a la señora de la que soy más amigo que Anchorena y, mientras el marido se lo pasa entre la ruleta y las cocottes, yo atiendo sus intereses, me ocupo de su mujer, lo reemplazo en sus funciones, soy su vice.

He alquilado una casita en La Condamine donde la condesa y yo tenemos nuestras bravas conferencias.

Todo esto, con la sencillez del mundo, sin que nadie nos estorbe ni moleste. No conozco nada más cómodo que los maridos de estos mundos.

-Sí, el matrimonio aquí es una sociedad hecha para quebrar.

Un nombre y una fortuna forman el fondo social.

Él va buscando dinero; ella, ser libre. El hombre elige a la mujer por lo que esta tiene. La mujer no elige a nadie; acepta al marido que le dan, galgo o podenco, como el medio más sencillo de llegar a hacer lo que se le antoja.

Sin amor, sin afección, sin vínculos, cada   —127→   cual endereza por su lado tirando a manos llenas al capital común, hasta que la caja queda tecleando; del nombre, ni pedazos; del dinero, algunos restos.

La sociedad se desfonda, la bancarrota está adentro, pero, eso sí, las formas se guardan, se salvan las apariencias; la educación manda, ante todo, ser correcto.

Uno junto a otro, Vd. los ve pasar irreprochables por la «Avenida de las Acacias».

Nobles, altivos, la cabeza erguida, son como los caballos que los tiran: tienen la allure. Pero, una vez que sueltan el freno, es otra cosa: hacen lo que la yunta, que se muerde y se cocea si duermo en el mismo pesebre.

Por eso viven separados, por eso son como extraños, por eso el conde juega al treinta y cuarenta mientras la condesa echa su partida con Vd.

Pero, ande con pies de plomo, sea correcto Vd. también, si no quiere que la criada le salga respondona.

Mire que, al enhornar, se hacen los panes   —128→   tuertos y que, malgré tout, la gente esta suele tener cosquillas.

A no ser que su conde sea un filou, un conde engaña pichanga, su condesa una condesa de cartón y Vd. un pavo, perdone la franqueza.

-No hay de qué.

Y medio picado por dentro

Bien puede ser, prosiguió Pablo, acabando los restos de su cerveza, que me esté dejando mecer, pero lo dudo. Vd. mismo va a juzgar, por otra parte, porque acepta, ¿no es verdad, come con nosotros? Insisto.

-¿Con qué pretexto, qué le va a decir a su Dulcinea, cómo explicar la presencia de un intruso en un coloquio de amor?

-Eso corre de mi cuenta.

Le diré que Vd. es un mozo serio, una persona reservada, que Vd. es mi compatriota, mi amigo, que entre los dos no hay secretos, que pierda todo temor, que estoy seguro de Vd. como de mí mismo.

Le diré... en fin, no se preocupe por eso, yo me encargo del negocio, déjeme hacer.

  —129→  

-Haga, mi amigo, haga, es Vd. dueño.

Lo que observaba es por ella y no por mí. Se me ocurría, desde luego, que puede no causarle risa a su conquista eso de que se le atraviese un tercero. Ahora, si Vd. opina lo contrario, meto violín en bolsa. Lo que es yo, no me he de poner colorado, le garantizo.

-Convenido, entonces, a las siete en La Condamine, la última casa de la calle Real, a la izquierda.

-Convenido, a las siete.

Así como así, pensé, no tengo nada peor en que perder el tiempo.



  —[130]→     —131→  

ArribaAbajo- XII -

A la hora fijada, encontré solo a Pablo:

-¿Y?

-No me ha dado poco que hacer, le aseguro; he tenido que trabajar como un buey.

Ni a palos quería aceptar: «por quién me toma Vd., qué dirá ce Monsieur, y mi marido, y mi reputación», y pitos y flautas, hasta que, al fin, he logrado convencerla a medias y hemos concluido por transar.

Va a venir, pero es valor entendido que, entre ella y yo, no hay nada vizco.

Se trata simplemente de un antojo de enfant   —132→   gâté, de un capricho de mujer consentida y coqueta por conocer mi casa y pagarse el lujo de una inocente cascade.

Así pues, queda prevenido; no vaya a hacerme quedar como un negro.

¡Dios me perdone! amigo, siguió Pablo echando un último vistazo sobre la mesa abundantemente provista, me parece que lo he clavado, que la fiesta esta va a ser velorio; pero, en fin, una vez en el potro... ya sabe, resígnese, tenga paciencia y agradezcame la intención que ha sido buena.

Pocos momentos después, oímos el froufrou de una mujer en el zaguán.

Era la individua en cuestión: traje gris, pelo rubio plateado, ojos azules grandes, nariz filosa, boca fina, tez empolvada, labios y párpados pintados, buenos dientes, buena mano, buen pie y elástica y flexible en sus maneras; sangre pura, en fin, una mujer pschutt:

-Mon Dieu, Monsieur, Vd. encontrará extraño, tal vez, que venga yo sola aquí. Pero el señor es tan amable, se ha empeñado tanto   —133→   conmigo en que conociera su pied-à-terre, que he creído no deber rehusarme a su galante invitación.

-¡Oh! ¡Señora!... La amistad de Pablo con su marido basta, por sí sola, para explicar la presencia de Vd. en esta casa.

Se encuentra Vd. entre americanos, por otra parte. Como diciéndole: no somos de su convento y no hay peligro de que se descubra el pastel.

-Sí, Vdes. en América, me contestó tergiversando el significado de mis palabras, educan de otro modo a la mujer; la hacen libre y soberana porque comprenden que ese es su verdadero rol en el mundo.

Decididamente, están más adelantados que nosotros.

-¡Ah! sí señora, muy adelantados.

Lo que es en mi tierra, puedo asegurar a Vd. que las mujeres gozan de la más completa independencia, que hacen lo que se les antoja y da la gana.

Si así seguimos, nada extraño será que, el día menos pensado, las veamos salir a la calle   —134→   con faldones y otros atributos masculinos.

¡Van saliendo! dije por dentro.

-Sería curioso...

-Y barato.

-Pero... c'est charmant ici! exclamó, cambiando asunto de pronto y haciéndose la que no conocía la casa.

¡Mentira, por supuesto, que charmant había de ser! cuatro trastos viejos en un casucho de mala muerte.

-¡Ah! precioso, apoyé, un nido de amor, un bombón, vista espléndida, jardín delicioso.

Vaya, amigo, a Vd. le toca hacer los honores de su casa. Muéstresela a la señora, agregué, de puro bueno y servicial.

-¿Y Vd. no viene?

-¿Para qué? Yo me lo sé de memoria ya.

-Si la señora me permite, entonces, voy a servirle de cicerone.

-Con mucho gusto.

Y ambos salieron y echaron un rato en hacer lo que podían haber hecho en un momento, desde que la casa estaba abierta toda   —135→   y no tenían puerta alguna ni entrada que violentar.

Solo que, como las mujeres son de suyo entrometidas y curiosas, lo que hubo, probablemente, es que la condesa no se dio por satisfecha mientras no se registró con Pablo hasta los últimos rincones del cuerpo de edificio y del jardín.

Así fue que volvieron medio azorados, pidiéndome perdón por la tardanza y por haber abusado de mi paciencia:

-No hay de qué..., repuse sentado tranquilamente junto a un balcón.

He estado contemplando el mar; a mí me gusta mucho contemplar el mar.

-¿Es Vd. poeta, señor?

-No, señora, soy filósofo... estoico. Soporto todas las cargas de la vida tan fresco y tan conforme como Vd. me ve en este momento.

-Pero, a propósito, interrumpió Pablo sacando el reloj, son más de las siete y media, ¿si comiéramos?

Declaro que tengo un apetito de Heliogábalo.

  —136→  

-Claro, pues, el movimiento, el ejercicio, no hay aperitivo mejor. ¿A que a la señora le sucede otro tanto?

-¡Sí! comería un pedazo de pan, no lo oculto.

-¡A la mesa, entonces!

A la mesa...

Cuando, ¡adiós con los diablos! Un entrevero de voces llegó en tumulto hasta nosotros:

-«No hay nadie, señor.

-Déjeme pasar.

-Le repito que no hay nadie.

-¡Déjeme pasar, vive Dios!»

Y se oyó el ruido como de un cuerpo que sacuden contra el suelo, la puerta se abrió como viniéndose abajo y un hombre y una mujer entraron de sopetón y se nos plantaron por delante.

-¡Mi marido!

-¡El conde!

-¡Lucas Gómez, y Loulou!

Vi el momento en que se armaba la más tremenda safacoca, en que la farsa acababa en tragedia, en que volaban los platos y las botellas,   —137→   los espejos se hacían trizas y la sangre corría a chorros.

Ni medio; el conde susodicho había sido un señor perfectamente correcto.

Pálido como un cadáver, jadeando de fatiga y de emoción, las narices dilatadas, las ropas en desorden, pero digno, a la vez, frío y sereno en su coraje:

-Deploro, señores, dijo completamente dueño de sí mismo, y pido a Vds., desde luego, mil perdones por haberme visto en el caso de llegar hasta aquí de una manera que repugna a mi carácter. Pero esta mujer es mía, me la han robado y vengo a reclamarla: ¡sígame Vd., señora!

-Escucha, oye un instante...

-Salga Vd., yo se lo mando, agregó, señalando la puerta con un gesto ceñudo de autoridad.

Señor, balbuceó Pablo, le protesto...

No es este, señor, el lugar ni el momento de explicarnos.

Tendré el honor de volver a verme con Vd.

  —138→  

Y mientras la condesa azonzada, sin saber lo que le pasaba, obedecía como un ente, el marido impasible desaparecía tras de ella, clavando en Pablo una mirada glacial.

Nos quedamos mirándonos las caras: yo tentado de soltar la risa, mi amigo apampado y Loulou como la estatua del Comendador, con la diferencia de que no había sido convidada:

-¡Grandísima oveja, rugió de pronto Pablo como un trueno, degradada, canalla!, Y, en un salto de gato, la atropelló ciego de rabia y la cruzó de un revés.

-¡Degradado y canalla es el cobarde capaz de azotar a una mujer! grité, arrojándome indignado sobre él y, mientras, con un esfuerzo enorme, lograba tenerlo sujeto de los brazos:

¡Vete, dije a Loulou, vete de una vez tú, qué diablo haces aquí!

La postración más completa no tardó en suceder a la violencia de la crisis.

Anonadado, deshecho, Pablo se dejó caer sobre un sillón:

-Tiene razón, balbució, soy un miserable,   —139→   un cobarde, lo que acabo de hacer es el colmo de la indignidad... Abofetear a una mujer, yo, qué vergüenza, Dios eterno, qué vergüenza, agregó hundiendo la cabeza entre las manos, ¡hasta qué punto he podido descender!

-¡Ah! sí, su conducta no ha sido de lo más bonito, que digamos.

Levantar la mano sobre el otro sexo, c'est raide!

¡Pero, en fin! exclamé después, movido a lástima al ver al pobre diablo tan aplastado y tan mohíno, lo ha hecho Vd. en un momento de mucha rabia...

Con eso y con que salga de aquí derecho a pedir a esa mujer que se sirva perdonarlo, puede enmendar la plana, raspar a medias el borrón que se ha echado sobre el alma.

-¡Eso jamás, Loulou es una infame que me a traicionado!

-Infame... infame... hasta por ahí.

En primer lugar, ignoramos lo que ha pasado; no sabemos si el conde ha venido aquí de su cuenta y riesgo, si se ha encontrado por   —140→   casualidad con Loulou, o si ella lo ha traído Vd. cree esto último, yo también y, aunque es malo avanzar juicios temerarios, supongamos que así haya sucedido.

Mirando las cosas a sangre fría, convengo en que ha hecho mal; pero póngase en su lugar cuando las faldas andan con los cascos alborotados, amigo, hacen cada temeridad que canto el credo, -lo sé por experiencia- y Loulou lo quiere a Vd., lo quiere como una loca aunque la cosa parezca broma.

-¡Oh! ¡déjese de historias!

-Lo adora, le digo, me consta.

He conversado con ella esta mañana y Vd. sabe que yo no soy un nene para estarme chupando el dedo y que nunca me ha dado por tirarla de campeón de las mujeres.

-¡Qué amor quiere que sienta eso!

-¿Y por qué no?

¿No le ha sucedido nunca, siendo muchacho saltar un cerco de pitas, treparse a un árbol de duraznos, sacudirlo, pisotearlo, descascararlo, desgajarlo, dejarlo, en fin, como si una manga   —141→   de langostas le hubiera caído encima, volver al año siguiente y encontrarlo otra vez cargado de fruta?

-Y bien, ¿qué quiere decir con eso?

-Quiero decir que las mujeres son así, que una manga de hombres ha pasado por Loulou, la ha pisoteado y la ha roto, pero que el amor ha sido para ella lo que el sol y el agua para las plantas y que hoy está brotada de nuevo.

Por eso se ha metido en cuentos, por eso lo ha traicionado, como dice Vd., porque lo quiere de veras y porque el que quiere de veras no sabe de aparcerías, no entiende de «fumo el suyo», de andar a medias con nadie.

Porque el amor, en una palabra, es esencialmente celoso y egoísta, porque vive mientras no se llena, como el monstruo de la leyenda y porque, como él, salta y muerde si le arrebatan a presa que tiene entre las garras.

No culpe, pues, a Loulou de haber hecho lo que ha hecho porque es lo que es. Acúsela más bien de haber nacido mujer con todos los extravíos,   —142→   las pasiones y las miserias de las mujeres y, en lugar de estarse ocupando en llamarla infame y otras yerbas cuando su dignidad de hombre está de por medio y no tiene tiempo que perder, vaya a cumplir de una vez lo que su deber le manda.

Sobre todo, piense en su hijo.

Pablo, a todo esto, callado.

Cabizbajo y meditabundo, se iba de pared a pared sin articular palabra:

-Noto, le dije después de haberlo esperado un rato, que se halla Vd. poco dispuesto a dar su brazo a torcer.

¡Con su pan se lo coma, últimamente! exclamé de todo punto fastidiado al verlo tan ruin y tan pequeño.

¡Dios lo guarde!

-¿Se va?

-Nada me queda que hacer aquí y veo que lo mejor es no meterse uno en lo que no se le importa, acabé por contestarle agarrando mi sombrero y mandándome mudar, no sin antes haberme visto en el caso de administrar una   —143→   brava friega de aguardiente al desgraciado portero, a quien hallé doblado en dos en el zaguán, con las carnes magulladas por el porrazo que había llevado.



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