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ArribaAbajoA propósito de Peirce: Semiótica. Literatura. Verdad

Miguel Ángel Garrido Gallardo


(CSIC Madrid)

¿Cuál es la relación entre el semiólogo y la verdad? Umberto Eco, travestido de Guillermo de Baskerville en El Nombre de la rosa «nunca ha dudado de la verdad de los signos» (la cursiva es nuestra), ya que como buen nominalista tiene la convicción de que la abstracción no es desmaterialización y universalización, sino un prescindir de la existencia de las cosas. El término mental es un signo con su «suppositio», o sea, propiedad de significar (exclusivamente) dentro de una proposición: «Suppositio est signum quasi pro aliquo posito» (Cfr. Flasch 1989).

El proceso de simbolización, tal como lo concibe Guillermo, tiene poco que ver con la metafísica, con el filósofo que razona partiendo de los primeros principios. Así lo ve Adso de Melk:

-Pero entonces -me atreví a comentar-, aún estáis lejos de la solución...

-Estoy muy cerca, pero no sé de cuál.

-¿O sea que no tenéis una única respuesta para nuestras preguntas?

-Si la tuviera, Adso, enseñaría Teología en París.

-¿En París siempre tienen la respuesta verdadera?

-Nunca, pero están muy seguros de sus errores.

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-¿Y vos? -dije con infantil impertinencia- ¿Nunca cometéis errores?

-A menudo -respondió-. Pero en lugar de concebir uno solo, imagino muchos, para no convertirme en esclavo de ninguno.

Me pareció que Guillermo no tenía el menor interés en la verdad, que no es otra cosa que la adecuación entre la cosa y el intelecto. Él, en cambio, se divertía imaginando la mayor cantidad posible de posibles.


(pág. 374) (la cursiva es nuestra)                


Pero la concepción «ingenua» de la literatura descubre un imprescindible nexo entre «literatura» y «verdad», literatura («poesía»), en la determinación terminológica espontánea que se ha venido configurando a partir del siglo XVIII, presupone comunicación mediante la que se comparte un «descubrimiento», una parcela de la realidad. El lenguaje que se caracteriza precisamente por estar ahí en lugar de otra cosa y, más aún, por ponernos la cosa delante.

Frente a esta concepción, la semiótica de base greimasiana, o sea nominalista, estructuralista al fin y al cabo, ve la diferencia como lo constitutivo, lo irreductible y originario y, por consiguiente, para los greimasianos sólo puede suscitar aprensiones la afirmación de que la literatura -o, simplemente, el lenguaje- tenga por función estar ahí en lugar de otra realidad.

Así, parece existir un asentimiento bastante generalizado entre ellos sobre que los «juegos» discursivos que puede estudiar la semiótica son juegos que se dan en la literatura, pero que no dicen nada de lo literario porque a) nada se puede decir, o b) aunque se pueda decir algo, la semiótica no puede decir nada de eso (Cfr. Bettetini 1987).

Se trata de una evidente consecuencia del llamado pensamiento moderno, ese pensamiento nominalista cuyas secuelas postmodernas y «pospostmodernas» constituyen un debate cultural central en nuestros días. La semiótica a la que nos estamos refiriendo está en la tradición de Occam, Hobbes, Locke, Berkeley, Hume, Benthan, Stuart Mill y hasta del mismísimo Kant, afirmando que toda generalización es pura «convención». Está claro.

En cambio, Peirce cae del lado del franciscano Duns Scoto: las leyes obran naturalmente en la naturaleza y la clasificación (tan difícil de hallar) responde a hechos reales. O sea, se trata de un cierto optimismo gnoseológico, frente a un radical pesimismo epistemológico. Así, un escotista podría hasta tener la ilusión de creer que un análisis semiótico daría cuenta de lo literario de la literatura. El escotismo de Peirce no llega a tanto. Su semiótica es sólo un punto de vista aplicable a diferentes disciplinas como dice en carta a Lady Welby: «no he podido estudiar lo que sea (matemáticas, moral, metafísica, gravitación, termodinámica...) si no es como estudio de semiótica». (Cfr. Peirce. Apud, Deledalle 1980).

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Sin embargo, es pragmatista y su pragmatismo es un supuesto «fuerte»: «la significación de cada palabra reside en el uso que se hace de ella». (Ibid.)

Un resquicio abre también el que Peirce se confiese «anti-idealista», pero también tendremos que matizar qué quiere decir con esta afirmación.

Con «anti-idealismo» es claro que no está situándose enfrente de la línea kantiana, antes bien, sin duda está criticando, con razón en determinados contextos, lo que la línea aristotélica llamaría con el nombre de «realismo». Dice: «El principio de tolerancia está íntimamente ligado al principio fundamental de la ciencia, pues no puede haber base racional si no se reconoce que nada (el subrayado es nuestro) es absolutamente cierto. En las ramas de la ciencia donde el conocimiento es más perfecto, en metrología, geodesia y astronomía, nadie que se respete consentirá en hacer una aserción sin acompañarla de la estimación de error probable. Lo que el «hombre de ciencia» entiende por ciencia no es el conocimiento, sino la investigación». (Ibid.)

Hasta aquí Peirce y la clara exposición de que su semiótica no tiene nada que ver con adecuación alguna entre cosa e intelecto. Difícilmente se encontrará una cita donde más nítidamente se proclame que el pesimismo gnoseológico es consustancial a toda espistemología semiótica. Cuando se hace investigación semiótica sobre la literatura, se está hablando de investigación, pero no -en absoluto- de literatura.

Resulta, pues, que el anti-idealismo pragmatista es una abierta antimetafísica. Si Peirce reprocha a Descartes algo, no es el giro que pone el centro de la indagación en la duda en vez de en la pregunta por el ser, sino su falta de «positivismo», la reliquia metafísica de la búsqueda de la certidumbre, aunque sea por el lado de la duda metódica.

Su oposición a la metafísica resulta ser aún mayor que su denuncia del idealismo. Los «signos» -recordemos- «son hechos sintomáticos de otros hechos» y sus designaciones son, en realidad, sus «valores inferenciales». La lógica y las matemáticas se ven bajo un prisma constructivista y experimental y la metafísica queda aniquilada. La filosofía debe reposar en la lógica y no a la inversa.

El amplio asentimiento que suscitan en la comunidad profesional las aseveraciones que hemos transcrito (Cfr. Bonfantini y Kloesel, eds., 1988-1990) plantea la aporía de que, en rigor, o renunciamos a hablar de «verdad», de «descubrimiento», de «estética», en definitiva, de «literatura», o renunciamos a hacer semiótica literaria.

No es extraño que el Diccionario de Greimas (1982) que pretende ir más allá de los estrictos límites de su propia escuela para ofrecer la doctrina semiótica en general, vincule la mención de lo literario (literatura,   —166→   s.v.) con el «metalenguaje no científico» (cualquier cosa) o con el debatido problema de la oposición entre ficción/verdad sobre lo que hay una ingente bibliografía. Yo no sé si en alguna selva africana contar que ayer se tomó uno un plátano para merendar resulta divertido, mientras que narrar una historia se acoge como algo «serio». Lo que me resisto a aceptar es la interpretación que, desde nuestra cultura, damos a la suya y la conclusión que obtenemos de que para ellos es literatura lo que para nosotros no lo es y viceversa.

Yo soy optimista. Creo que la literatura es y, por eso, el artista quiere otorgar un sentido y, en consecuencia, implicar el código en el mensaje, de tal manera que cuando cualquier lector de cualquier época encuentre el objeto literatura pueda compartir el «descubrimiento» que el artista pretende haber realizado.

Sé, con Granger (1988: 200-209) que eso es, en rigor, imposible, que el cambio lingüístico pertenece a lo constitutivo de las lenguas naturales, que si el código es el de uso, jamás es usado idénticamente por dos usuarios y si el código es original, entonces no puede ser compartido, no da lugar a comunicación, es ininteligible, no es código.

Todo esto es cierto, pero deberíamos estudiar si este deseo (no doy a «deseo» un contenido psicologista) no está en la misma entraña del fenómeno literario (digamos poético, en su sentido etimológico).

Si esto fuera así, insisto, ¿qué papel podría desempeñar la indagación semiótica, también y sobre todo la de filiación peirceana en la investigación de textos literarios? Creo que muy importante: poner de relieve la profusa red que constituye la máquina fabricadora de la semiosis de los textos literarios, aunque más allá esté la metafísica.

Y junto a esta semiótica de la literatura, disciplina de vocación científica, no deberíamos condenar en nombre de Peirce una semiótica «literaria» que, al tratar de interpretar los textos, reprodujera sus movimientos de dividir, componer e imaginar en pos de la permanente utopía del acceso a la verdad.


Referencias bibliográficas

BETTETINI, G. (1987): «El Giro pragmático en las semióticas de la representación». En La Crisis de la literariedad. M. A. Garrido Gallardo (ed.), 155-170. Madrid: Taurus.

BONFANTINI, M. A. y KLOESEL, C. J. W. (1988-1990) (eds.): peirceana y peirceana Two, Versus. Quaderni di studi semiotici, 49 y 55/56.

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DELEDALLE, G. (1980): «Les grandes thèmes de la philosophie de Charles S. Peirce». Semiotica, 32, 3/4, 329-337.

FLASCH, K. (1989): Einführung in die Philosophie des Buchgesellschaft. Darmstadt: Wissenschaftlich Buchgesellschaft.

GRANGER, G. G. (1988): Essais d'une philosophie du style. París: Armand Colin.

GREIMAS, A. J. y COURTÈS, J. (1982): Semiótica. Diccionario razonado de la Teoría del lenguaje. Madrid: Gredos.