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Necesidad de Orwell

Carlos Franz





Haga usted el experimento. Diga las palabras «Gran Hermano» en una conversación cualquiera. Lo más probable, en la mitad del presunto mundo civilizado (perdón, televisado), es que su interlocutor reaccione babeando con el último capítulo del reality show local, y quienes van quedando de sobrevivientes. Tendrá que ser quizás un excéntrico, como un escritor, quien le recuerde que así se llamaba el líder total que vigilaba a su pueblo desde todas las pantallas, en la novela de George Orwell, 1984.

Este año ha sido el del centenario de Orwell, que nació en 1903, en India, en una familia de la clase media colonial. En su juventud estudió en Eton, el colegio privado más prestigioso del Reino Unido, y sirvió en la policía imperial, en Birmania. Rasgo típico de su capacidad de pensar contra la corriente, Orwell salió de ambas instituciones convertido en un crítico jurado de la aristocracia británica y en un enemigo implacable del Imperio. A comienzos de los 30, la lectura de Dickens -no de Marx- y sus propias experiencias entre los pobres y miserables, lo habían convertido al socialismo. Dato para socialistas latinos: en la orilla norte del Támesis, a la altura del obelisco de Cleopatra, hay unos escaños donde Orwell dormía a la intemperie junto a vagabundos y borrachos, para que no le contaran cuentos sobre la pobreza. (Cada vez que paso por allí noto el reposabrazos en la mitad de los escaños: refinada maldad municipal para torturar a los pobres sin hogar que se acuesten en ellos). En 1936, Orwell viajó a España para defender a la República. De allí se trajo dos cosas: una herida de bala en el cuello que casi lo mata. Y el testimonio de la feroz represión comunista contra sus aliados anarquistas, que narra en su Homenaje a Cataluña. Orwell había descubierto que, en el paraíso de los trabajadores, todos serían iguales (pero unos serían más iguales que otros). Y seguiría pensando contra la corriente. En 1945, en pleno idilio de la intelectualidad izquierdista mundial con el glorioso ejército rojo, que había derrotado al nazismo, Orwell se atreve a publicar su aguda fábula antiestalinista, La granja de animales. Y en 1949, meses antes de morir, lleva este pensamiento antidogmático e independiente, hasta su extremo: publica 1984, un mundo donde el totalitarismo ya no es un medio para llegar a alguna utopía -comunista o fascista-, sino un fin en sí mismo. «El objeto del poder es el poder», explica uno de los partidarios del Gran Hermano (¿no le recuerda a usted algo de la política latinoamericana contemporánea?).

Pasada la guerra fría, después del colapso de las utopías, ¿tenemos necesidad de Orwell? ¡Necesidad permanente!, diría yo. Lo que sigue siendo tan raro -y necesario-, es la capacidad y voluntad orwellianas de pensar contra la corriente intelectual predominante (como hizo él cuando siendo un escritor de izquierdas, se negó a lo más fácil: unirse al coro moscovita).

Ejemplos al canto de la necesidad de un pensamiento orwelliano, hoy día... Pensar contra el libremercadismo dogmático, que financia la libertad de consumir de unos, con la dificultad o imposibilidad de elegir -educación, trabajo, salud-, que sufren otros. Y que eso no nos impida repudiar el socialismo anticuado y latente en Hispanoamérica, que tiende a identificar justicia social con estatismo (el Big Brother por excelencia). Pensar contra la vergüenza del proteccionismo económico en los países ricos, donde las vacas reciben más que los niños del tercer mundo; y que esto no nos impida ridiculizar la histeria de los movimientos antiglobalizadores. Pensar en contra del neo imperialismo de un gobierno estadounidense; y que eso no nos prohíba reírnos de los antiamericanos bobos. Pensar en contra del reality show, sin privarnos de celebrar esta victoria póstuma de la imaginación orwelliana, que ha convertido al temible Gran Hermano en un programa de TV inofensivo. Pensar en contra, sobre todo, de nosotros mismos, como hizo Orwell toda su vida. Pues la patente indudable de honestidad intelectual, es aquella de quien empieza a criticar criticando al Gran Hermano que lleva dentro.

Este centenario de Orwell nos recuerda que ese pensamiento «en contra» es una rareza. Que en cada época -y en cada profesión, arte o ciencia- la voz que predomina es la de los «Grandes Hermanos». Y que por eso, mientras ellos existan, habrá necesidad de Orwell.





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