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No quiero que a mí me lean como a mis antepasados

Fernando Iwasaki Cauti






ArribaAbajoNota urgente tras la muerte de Roberto Bolaño

Esta ponencia fue redactada casi un mes antes del fallecimiento del escritor Roberto Bolaño, y ahora soy consciente de que su obra y su trayectoria corroboran de manera trágica y extemporánea las hipótesis que propongo en las líneas que siguen, pues durante años Roberto Bolaño simplemente no existió para críticos y suplementos, a pesar de haber publicado algunas de sus obras esenciales en ediciones provincianas y minoritarias. No obstante, gracias a la editorial Anagrama Bolaño fue rescatado del anonimato y sus libros comenzaron a ser discutidos y reseñados. ¿Cuál era la tradición literaria de aquel chileno que nada tenía que ver con Neruda, ni Donoso, ni Edwards, ni Huidobro, ni D'Halmar?, se preguntaban los críticos. En realidad, Bolaño se había apoderado de toda la literatura universal, pues en su obra son tan importantes Kafka y Chejov como Rulfo y Cortázar. Y conste que Bolaño es un autor premiado pero aun no dilucidado. Su muerte nos ha devastado a quienes le admirábamos y queríamos, pero en nombre de ese cariño y de esa misma admiración, considero una responsabilidad estudiarlo y releerlo como un contemporáneo de Quevedo, Stendhal y Dostoievski, porque los clásicos no mueren y Roberto Bolaño ahora es uno de ellos.



*  *  *

Reflexionar acerca de la recepción por la crítica española de la nueva literatura hispanoamericana, supone asumir la existencia de tres elementos de cuya entidad no estoy muy convencido. A saber, la «recepción», la «crítica española» y la «literatura hispanoamericana». Trataré de explicar en cada caso las razones de mi perplejidad o mi escepticismo. Según.


ArribaAbajo1. La recepción es un coctelito

Hace apenas cien años eran los propios escritores y humanistas españoles quienes se preocupaban por conocer y dar noticia de los autores hispanoamericanos y sus obras, incluso siendo conscientes de que el gran público español no tenía ninguna posibilidad de leer los libros que comentaban. Así, basta repasar los diarios de Cansinos-Asséns1, las interviús de Alfonso Camín2 o las colaboraciones en prensa de César González-Ruano3, para comprender la importancia que las letras americanas tenían entonces en España.

Recordemos que por aquellos años el nicaragüense Rubén Darío reinaba en los cenáculos de Madrid, el cubano Eduardo Zamacois revolucionaba el mercado editorial español con «El cuento semanal», el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo deslumbraba con su vida galante y literaria, el dominicano Pedro Henríquez Ureña sentaba las bases de la crítica moderna, el mexicano Alfonso Reyes se convertía en la primera autoridad filológica de la lengua española, el chileno Huidobro abría las ventanas de la poesía castellana y el peruano Ventura García-Calderón era quien introducía a los escritores españoles en los salones de París. Por lo tanto, la literatura hispanoamericana no era exactamente «recibida» en España, porque la literatura española era más bien la que iba a su encuentro.

Así, algunos de los más importantes títulos que los críticos y escritores españoles dedicaron a la literatura latinoamericana fueron resultado de búsquedas personales, correspondencias privadas y admiraciones literarias. Pienso en la sección «De literatura hispanoamericana» que Unamuno tuvo en la revista madrileña La Lectura de 1901 a 1906 y cuyas reseñas fueron reunidas en Letras de América y otras lecturas4; pienso en Rafael Cansinos-Asséns y su célebre Verde y dorado en las letras americanas5, pienso en las Letras de América de Enrique Díez-Canedo6 y sobre todo pienso en el rarísimo Ariel disperso de Benjamín Jarnés7. Nunca más se han vuelto a publicar en España libros así, constelados de admiración y animados por el sincero deseo de dar a conocer.

Durante la dictadura franquista los estragos provocados por la censura y la mojigatería del régimen convirtieron a España en un páramo editorial, a pesar de la presencia de notables escritores como Wenceslao Fernández-Flórez, Álvaro Cunqueiro, Miguel Delibes y Rafael Sánchez Ferlosio, entre otros. En aquel contexto hizo su aparición el «boom» latinoamericano a comienzos de los sesenta, y el mercado editorial español volvió a vertebrarse, los escritores peninsulares bebieron de las nuevas corrientes narrativas gracias al «boom» y surgió en España la figura del «crítico de literatura hispanoamericana». Nada volvió a ser igual en el panorama editorial después del éxito fulgurante de Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes y Cortázar. Rafael Conte lo resume así:

Los gustos del público al mismo tiempo empujaron a los editores españoles a seguir por aquel camino, Carlos Barral, con José Castellet, se convirtieron en los abanderados de la nueva novela latinoamericana, abandonando en las viejas trincheras del realismo social sus armas y bagajes, y abriendo sus catálogos a la obra de muchos otros escritores, de mayor o menor importancia, como Carlos Droguett, Néstor Sánchez, Severo Sarduy o Guillermo Cabrera Infante. Otros editores de importancia, como Destino o hasta el propio Planeta, intentaron hacer lo mismo. Los premios, tanto el primero, el Biblioteca Breve, como también los más establecidos como el Nadal o el Planeta, empezaron a recaer en obras latinoamericanas, y lo que en principio pudo ser una moda, pronto se transformó en una verdadera perforación del mercado, primero en lengua española y luego en todo el mundo occidental. Sin embargo, poco después empezaron a elevarse las voces disconformes, procedentes del sistema establecido, y menudearon las polémicas en torno a la real entidad de aquella novela. Narradores más o menos establecidos, de una u otra tendencia, empezaron a protestar por aquella ofensiva que todo lo arrasaba, y hasta revistas y publicaciones del aparato estatal o de sus aledaños, iniciaron una contraofensiva que sin embargo se revelaría bastante inútil al fin y a la postre, frente a la real importancia de obras posteriores que pronto iban a surgir: el propio Vargas Llosa lanzaría después La casa verde, que también obtendría el Premio de la Crítica, y posteriormente ya a escala internacional el Rómulo Gallegos, y luego vendrían Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Rayuela de Cortázar, y El siglo de las luces de Alejo Carpentier, mientras Carlos Fuentes, que ya había triunfado con La muerte de Artemio Cruz, alcanzaría asimismo el premio Biblioteca Breve con Cambio de piel, que sin embargo sería censurada por la administración franquista, que prohibiría su publicación en el interior de España, como luego haría con Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, ganador del mismo galardón y que tuvo que ser modificada para poder ser publicada8.



No obstante, los escritores afines al franquismo no fueron los únicos que menospreciaron a los autores del «boom» latinoamericano, pues Juan Benet afirmó que Carlos Fuentes era «el prototipo del escritor pedestre», que Cortázar le parecía «deshonesto», que Lezama Lima era «una fábrica de defectos» y que el «boom» latinoamericano era «costumbrismo en el fondo, y costumbrismo casi andaluz»9. Por otro lado, para Miguel Delibes existían «obras muy elogiadas que a mí se me hacen insoportables, son pura labia, nueva retórica que rebasa mi capacidad de lector», y no necesariamente les reconocía un carácter innovador, pues «muchas de las cosas que pretenden descubrir, ya las descubrió Joyce hace muchos años. En suma, creo que hay allí, ahora, un poco de barullo. Es natural. Con el boom todos se consideran genios y tienen prisa»10. Finalmente, Cela suscribía la ausencia de alardes técnicos asegurando que «no hay técnica deliberada. Una campesina analfabeta no sabe palabra de ginecología y de obstetricia, y puede tener un hijo precioso y hermosísimo»11. Como se puede apreciar, Cela cambió al burro flautista por la burra parturienta.

Sin embargo, los editores españoles aprendieron algo muy importante del «boom» latinoamericano: O las grandes obras de la narrativa hispanoamericana se publicaban en España o simplemente no eran grandes obras. Es decir, que después del éxito de novelas como Rayuela, Cien años de soledad y La muerte de Artemio Cruz -que llegaron a la península bajo sellos argentinos y mexicanos- ningún libro u autor editado en América Latina debía entrar por libre en el mercado español. De ahí que en la España contemporánea sólo se conozcan a los escritores latinoamericanos que han publicado en España o -en su defecto- los títulos editados por algún sello español.

Así, hay excelentes novelas como La gesta del marrano de Marcos Aguinis12, País de Jauja de Edgardo Rivera Martínez13, La guerra de Galio de Héctor Aguilar Camín14 o El polvo y el oro de Julio Travieso Serrano15, que apenas son conocidas por la crítica y mucho menos por el gran público español. ¿Por qué? Porque sólo se lee o se comenta lo que se publica en España y ya nadie cumple la función pedagógica de rescatar y dar a conocer, misión que hace cien años asumieron algunos escritores como Unamuno, Jarnés o Cansinos-Asséns. ¿Qué suplemento cultural español podría reseñar una novela publicada en Bolivia, por más extraordinaria que fuera la presunta novela?

En España no se puede hablar de «recepción» de la literatura latinoamericana, porque ya nada viene de fuera. Lo latinoamericano es una «unidad de negocio» más dentro de las grandes editoriales españolas y por lo tanto no hay «recepción» que valga, salvo aquellos coctelitos bien aviados de tapas y copas donde a veces también se habla de literatura.




ArribaAbajo2. Del fundamento cultural al suplemento cultural

La idea de que el creador -plástico, musical o literario- es una suerte de cartujo misántropo y transgresor ha pasado a mejor vida. Antiguamente la creación era un proceso individual, mas hoy es sólo una pequeña parte de la industria cultural. Y ni siquiera la más importante. La obra de arte contemporánea ya no vale por quién la ha creado, sino por el grupo de comunicación que la promueve o representa. ¿Qué clase de creador puede ser quien no es entrevistado en radio y televisión, quien no aparece en las portadas de suplementos culturales y dominicales o quien no tiene ninguna columna o tertulia en un medio de comunicación?

Durante los últimos años la cultura ha dejado de ser una sensibilidad o la expresión de una sensibilidad, para convertirse en un negocio que cada día exige más imagen, diseño y publicidad, y bastante menos crítica, creación y conocimiento. En ese contexto, el papel de los medios de comunicación debería ser más formativo que informativo, aunque por desgracia se ha reducido a una función publicitaria, entre otras cosas por políticas de empresa.

Así, de un tiempo a esta parte la promoción de una obra de arte en cualquiera de sus expresiones -plástica, literaria, musical o audiovisual- ha dejado de ser una labor generosa y desinteresada para convertirse en una suerte de estrategia corporativa que consiente todos los vicios de las peores guerras comerciales. A saber, la indiferencia, el sectarismo, la maledicencia o el ditirambo gratuito. La obra de arte en sí carece de valor, pues lo realmente importante es advertir cuál es el grupo empresarial que la respalda.

En España -como en todo el mundo- han surgido verdaderos emporios de comunicación que concentran empresas radiofónicas, discográficas, editoriales, telemáticas, multimedia y publicitarias -entre otras- sin olvidar la prensa escrita y las cadenas de televisión. Para nadie es un secreto que estos poderosos holdings de la comunicación tienen además inequívocas querencias políticas, y ello enrarece todavía más los contenidos de una información que debería ser objetiva, veraz e independiente.

Así las cosas, el lanzamiento de un disco, una novela o una película ya no consiste en la comparecencia desnuda del creador ante la sociedad, sino más bien en una sofisticada estrategia mediática destinada a convertir tales obras de arte en un producto de consumo masivo que amortice su costo a través de la promoción que despliegan las diferentes unidades de negocio del propio grupo. Y mientras un holding se consagra a vender su producto, los otros se aplican a señalar sus fallos, silenciar sus aciertos y embadurnar de sospecha al escritor, artista o cineasta de turno. Es decir, que uno ya no vale por lo que es sino por lo que representa.

Los medios de prensa forman parte de esos tinglados empresariales y así ya no es posible reseñar a cualquier escritor, entrevistar a cualquier artista o elaborar el reportaje de cualquier estreno, porque los tales escritores, artistas o cineastas podrían ser colaboradores del enemigo empresarial. Y ya se sabe que al enemigo ni agua. De ahí que abunde la endogamia en la mayoría de suplementos culturales, donde los creadores que pertenecen al clan reciben una atención preferente.

En este contexto, la crítica en los medios de prensa se ha reducido a una mera opinión cultural, y en algunos casos esa opinión cultural sólo es publicidad corporativa. Así, hay discos que antes de llegar a las emisoras ya son «superventas», hay libros que antes de llegar a las librerías ya son best-sellers y hay películas que antes de ser estrenadas ya son las más taquilleras del año. Para que después nos repitan la monserga de que la verdadera cultura es minoritaria, marginal y transgresora. Más bien, los poderosos grupos de comunicación han conseguido que lo minoritario sea popular, que la marginalidad sea un reclamo publicitario y que la transgresión esté al alcance de cualquiera.

Algunos analistas han rescatado el concepto freudiano de «malestar cultural» o han recurrido a la gaseosa categoría de «pensamiento débil» para describir la fractura cultural de nuestro tiempo. ¿Pero es así en realidad? Es muy sencillo culpar de todo al mercado, al neoliberalismo y a la globalización, pero sospecho más bien que los genuinos creadores son insobornables y que un individuo insobornable no constituye una noticia. Queda muy progre denunciar la emisión de peleas de box en las cadenas públicas y luego emitirlas en codificado por los canales del grupo. Queda muy progre denunciar que las grandes superficies comerciales le hacen competencia desleal a los pequeños libreros y luego crear dentro del grupo una cadena de librerías de gran superficie. Queda muy progre -en suma- denunciar la globalización, el mercado y el neoliberalismo mientras el grupo se consolida con las mismas malas artes en los países tercermundistas de habla hispana.

La información cultural de la prensa española sigue las directivas de los gabinetes de imagen y comunicación de los grandes grupos. La información cultural es arbitraria y testimonial porque lo que hay es opinión cultural y publicidad corporativa. Dime con quién andas y mis periódicos, radios, suplementos y televisiones dirán quién eres. Por eso creo que casi no existe una genuina crítica literaria y artística en España, al menos en los medios de comunicación.

Hace menos de un siglo, el prestigio de la crítica era una consecuencia del prestigio de sus cabeceras, pues los autores populares que vendían miles de libros -como Emilio Carrere o «El Caballero Audaz»- sólo podían aspirar a ser reseñados en La Esfera, La España Moderna o Nuevo Mundo, pero jamás en «Los Lunes» de El Imparcial, La Lectura, La Gaceta Literaria, el suplemento de El Heraldo y mucho menos en revistas como Renacimiento y Revista de Occidente, publicaciones más bien reservadas para Valle-Inclán o Gabriel Miró. Sin embargo, en la España de los grupos de comunicación la jerarquía establecida por la crítica ya no es literaria sino mercantil, y así hasta los suplementos más prestigiosos se han rendido a los autores que más venden. Si José María Carretero «El Caballero Audaz» viviera hoy, se le dedicarían portadas, reseñas elogiosas y cursos de verano, mientras que Valle-Inclán sería un autor campanudo y resentido por culpa de sus magras ventas.

Por otro lado, la crítica literaria contemporánea -en los periódicos, en las revistas y en los suplementos españoles- se ejerce de manera casi autodidacta y con más desparpajo que ciencia. Somos -y me incluyo- meros comentaristas de novedades y hasta cierto punto creadores de opinión, pero en ningún caso profesionales de una especialidad que requiere formación académica, conocimiento de idiomas y espléndidos honorarios, por citar sólo tres requisitos imprescindibles. De hecho, colocar una reseña en «The Times Literary Supplement», «The Guardian Books» o «The New York Times Book Review» es algo que sólo puede permitirse una exquisita minoría que factura a precio de oro el centímetro cuadrado de página.

Los suplementos culturales españoles son ricos en reseñas y comentarios de las novedades editoriales, pero muy pobres en ensayos sobre esas mismas novedades. Con mayor razón, los suplementos no dan a conocer autores ignorados o minoritarios, ni rescatan a escritores olvidados y preteridos, y muchas veces se conforman con traducir los artículos de fondo que publican los suplementos británicos, franceses y americanos.

Y finalmente los críticos ¿Cuántos críticos son profesores universitarios? ¿Cuántos pueden leer en versión original las obras que comentan, cuando se trata de narrativa extranjera? ¿Cuántos pueden permitirse el lujo de vivir solamente de la crítica literaria? ¿Cuántos escriben para un lector futuro como quería Cernuda?16 De la respuesta de estas preguntas depende la existencia de un verdadero estamento de críticos literarios españoles, pues el pluriempleo y los compromisos con autores, editoriales y grupos de comunicación, conspira contra la independencia y solvencia de los críticos, una categoría intelectual constantemente en entredicho17.

Por eso los suplementos culturales españoles se parecen cada día más a esos suplementos vitamínicos que pretenden suplir la alimentación o en todo caso complementarla. Y así, quien no tenga fundamentos culturales -es decir, lecturas, conocimiento y sensibilidad- se las tiene que apañar con suplementos culturales.




ArribaAbajo3. Literatura comparada en español

La primera intuición académica de América Latina la tuvo la dictadura franquista, cuando la idea de la predestinación española y la presunta misión histórica del caudillo fraguaron el concepto de la Hispanidad. Así, el franquismo promovió los estudios acerca del descubrimiento y conquista de América, o bien la historia de la evangelización y de las instituciones coloniales, con la finalidad de contrarrestar la influencia cultural y científica de los intelectuales del exilio. Por entonces, la literatura hispanoamericana no existía como especialidad universitaria y en cualquier caso se limitaba a comentar las crónicas de Indias o las obras de ciertos autores como el Inca Garcilaso, Andrés Bello, Ricardo Palma y Rubén Darío.

Durante los años sesenta, el «boom» latinoamericano propició la aparición de críticos y estudiosos de los escritores del Nuevo Mundo, a quienes no sólo les fascinaba su talento literario sino además su vocación política. ¿No era maravilloso que un puñado de novelistas revolucionarios triunfara a pesar de la censura impuesta por una dictadura tan cutre y mojigata? Los primeros críticos y filólogos americanistas de España valoraron tanto la belleza técnica y formal de aquellas novelas, como cualquier elemento que pudiera servirles para luchar contra el franquismo, la aristocracia o la jerarquía eclesiástica. El Colegio Militar Leoncio Prado se convirtió así en la mejor metáfora de España.

En cualquier caso, el «boom» latinoamericano le proporcionó al gran público español las pautas para leer una literatura que transcurría en lugares exóticos, gobernados por dictadores extravagantes y donde la miseria más abyecta consentía verdaderos agujeros negros en la realidad. Por eso la literatura latinoamericana atrae esencialmente a dos tipos de lectores: a los que buscan realismo mágico y a quienes prefieren una literatura con credenciales revolucionarias. De hecho, las últimas novelas hispanoamericanas más vendidas en todo el mundo -exceptuando a las de los autores del «boom»- participan de una o de las dos características enunciadas. A saber, La casa de los espíritus (1982) de Isabel Allende, Arráncame la vida (1985) de Ángeles Mastretta, Como agua para chocolate (1988) de Laura Esquivel y Un viejo que leía novelas de amor (1989) de Luis Sepúlveda.

En un divertidísimo texto, el poeta Felipe Benítez Reyes arrejunta los tópicos del novelista latinoamericano de éxito con toda la guasa gaditana del mundo:

¿A quién no le hubiera gustado ser un escritor chileno o colombiano, mexicano o peruano, cubano o guatemalteco, para poder practicar el realismo mágico con un poco de legitimidad? Sería de veras chévere, relindo y macanudo levantarse uno así como a las doce y media del día, salir en bermudas estampadas al jardín de los cocoteros, decirle a la secretaria que atienda a los editores alemanes y holandeses, tomarse un jugo de pomelo y guayaba con dos o tres gotas de ron, agarrar al vuelo a una musa telúrica por la cola y escribir algo parecido a esto: «Yo nací en Quicobajiro, provincia de Juarabita, pueblo famoso por sus dulces y por las apariciones de fantasmas. Entre esos fantasmas se hallaba el de mi abuelo Eliacer, que siempre se dijo descendiente de virreyes y que fue coronel con mando y palo en la plaza de Guaynube, aunque en sus ocios amaestraba culebras de río, a las que enseñaba a bailar a los acordes de Verdi para luego venderlas a los nómadas circenses que pasaban por el acuartelamiento atraídos por las leyendas que corrían a propósito de las llamadas culebras bailarinas del coronel».

Lo que nos hemos perdido... Aquí se levanta uno, se envuelve en un batín de franela, se toma un café con leche, se sienta ante el ordenador y tiene que ponerse a fabular sobre los laberintos psicológicos de las personas divorciadas o en paro o, como mucho, sobre un asesinato castizo. Pero se levanta uno, ya digo, en Cartagena de Indias o en Paysandú, y tiene derecho a meter en su novela a un endriago precolombino de piel fosforescente que ulule en guaraní. O echar a volar por las selvas pantanosas el ectoplasma de un antepasado pintoresco que en vida coleccionaba dientes de doncellas pelirrojas, como quien dice. O a conversar como si tal cosa con los difuntos18.



Como se puede apreciar, no sólo el lector español de a pie tiene prejuicios o ideas preconcebidas sobre la literatura hispanoamericana, pues la parodia de Benítez Reyes viene a cuento porque muchos críticos y especialistas universitarios definen lo «latinoamericano» en función de la identidad nacional, del conflicto social, de la némesis indígena o de los ecosistemas amenazados, y cuando no encuentran dichos ingredientes en una novela mexicana, chilena o argentina, le niegan fulminantes su naturaleza hispanoamericana. Así las cosas, llegados a este punto debo admitir que la condición de latinoamericano me es inverosímil. ¿Por qué conformarnos con ser de un solo sitio si podemos ser de todas partes y de ninguna?

Los mexicanos Jorge Volpi19 e Ignacio Padilla20 tienen excelentes novelas ambientadas en Suiza, Francia y Alemania; el boliviano Edmundo Paz Soldán es autor de una obra que transcurre en el campus de Madison21; el peruano Iván Thays construye en Busardo su propio territorio literario y mediterráneo22; el colombiano Santiago Gamboa nos demuestra en Los impostores23 que «siempre nos quedará Pekín»; y el chileno Roberto Bolaño lo mismo ambienta sus novelas en París o el Distrito Federal mexicano24, escenario de la fastuosa Mantra de Rodrigo Fresán, quien ahora mismo persigue a sus personajes por los jardines de Kensington25. ¿Y qué decir de las ficciones japonesas de Mario Bellatín26 o de los paraísos magrebíes de Alberto Ruy Sánchez27, por no hablar de los desterrados italianos del ecuatoriano Leonardo Valencia28, de las intrigas saharianas del argentino Alfredo Taján29 o del esperpento español del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez30?

La fantasía y la literatura no sólo carecen de fronteras, sino que a través del hechizo de la lectura podemos abolir el tiempo lineal y convertirnos en contemporáneos de Homero, Stendhal, Tolstoi o Henry James. ¿Cuántos narradores españoles contemporáneos despertaron a la literatura gracias a los escritores latinoamericanos? Beatus Ille de Muñoz Molina surge al conjuro de Cien años de soledad y El jinete polaco es un alarde de las técnicas aprendidas en la lectura minuciosa de Vargas Llosa y Onetti; la obra de Enrique Vila-Matas sería impensable sin la influencia de Borges, Arreola, Monterroso y Cortázar, y las novelas de Eduardo Mendicutti tienen una deuda evidente con Manuel Puig y Guillermo Cabrera Infante. Sin embargo, tampoco la narrativa de Vargas Llosa existiría sin las improntas de Faulkner, Flaubert, Bataille y Camus, por citar sólo un ejemplo de entre todos los autores del «boom».

La crítica española -especialmente la de los medios de comunicación- no está preparada para leer la nueva narrativa hispanoamericana desde la perspectiva de la literatura comparada, pues sigue empeñada en enmarcar al autor en su contexto histórico-socio-económico, constreñirlo dentro de su propia tradición literaria nacional y definir los temas recurrentes de su universo narrativo en clave social, política y a ser posible precolombina. Es decir, que la aproximación sociológica prevalece sobre la literaria o filológica. De ahí que el estudio más sólido y completo que conozco sobre la obra de Borges, no haya salido del caletre de ningún experto en literatura hispanoamericana, sino de la intuición exquisita de un especialista en literatura comparada. Me refiero a The Invisible Work: Borges and Translation de Efraín Kristal31.




Arriba4. Mi poncho es un kimono flamenco

Lamento haberles infligido esta larga perorata sobre la recepción por la crítica española de la nueva literatura hispanoamericana, para concluir que no hay tal recepción, que dudo de la existencia de un estamento de críticos literarios españoles y que no creo que exista una nueva literatura hispanoamericana sino sólo literatura en español.

Ser un escritor peruano de apellido japonés y vivir en Sevilla, me ha permitido descubrir horrorizado que el personal me relaciona antes con Fujimori que con Ribeyro, malentendido que sólo he podido atajar presentándome como nipón. «¡Qué bien se expresa Usted en español!», me felicita la gente que me supone oriental, y yo les hago muchas reverencias mientras dedico las novelas de Ishiguro y las Memorias de una geisha, porque los malentendidos me siguen persiguiendo.

Soy el resultado de una suma de exilios y culturas -peruana, japonesa, italiana y española- y me hace ilusión apropiarme literal y literariamente de todos esos territorios. De ahí la contraseña musical de estas reflexiones: «No quiero que a mí me lean como a mis antepasados». Es decir, «en el fondo oscuro y triste de una vasija de barro».

Sevilla, 27 de junio de 2003







 
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