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Notas de crítica textual a El gusano de luz, de Salvador Rueda

María Isabel Jiménez Morales





Una obra literaria puede experimentar cambios en su transmisión, entendiendo por tales tanto las variantes de autor como los errores ocasionados por la fenomenología de la copia: trivializaciones, adiciones, supresiones, transmutaciones, etc. Estas transformaciones -variantes y errores- han sido muy frecuentes de una edición a otra en obras del siglo XIX, pues si las primeras procedían de la voluntad expresiva del autor, propicia, por naturaleza, al cambio; en el ochocientos, los periódicos y revistas acogieron muchas obras, en especial de carácter narrativo y misceláneo, que, en cierto modo, apresuraban su redacción dada la inmediatez y periodicidad de publicación de los folletines periodísticos. Ello facilitaba, por un lado, la aparición de errores y, por otro, aunque ya dependiendo de la voluntad expresiva del creador, un sinnúmero de variantes en la edición que se decidía publicar en formato libro.

En este artículo quiero analizar la primera novela de Salvador Rueda: El gusano de luz (1889), ejemplo que me parece ilustrativo de los cambios experimentados por la obra literaria en su transmisión, y que, también en este caso, entronca con la polémica literaria más importante del último tercio del XIX: la de los defensores y detractores del Naturalismo. Por ello, voy a centrarme en dos aspectos: la historia de la transmisión del texto literario que, en el caso de El gusano de luz ofrece gran interés, y la examinatio de las variantes, no para recuperar el arquetipo, sino para intentar explicar qué motivó a Salvador Rueda a cambiar pasajes muy concretos de su primera novela.

Cuando inicié la primera etapa de la recensio, la tradicionalmente denominada fontes criticae, fase en la que deben recopilarse todos los materiales de la tradición directa e indirecta, descubrí una interesante transmisión literaria de esta novela. El gusano de luz apareció en Madrid en la Imprenta del Crédito Público en 1889, pero la primera noticia que tenemos de ella se remonta a tres años antes de su edición: septiembre de 1886, cuando Salvador Rueda era un prometedor escritor1. El 4 de septiembre de 1886 aparecía en La Ilustración Ibérica de Barcelona un artículo titulado: «Una figura. (Estudio del natural)»2. Al pie del mismo, aclaraba el autor que pertenecía a su novela, aún inédita, El gusano de luz. Leído este texto -concebido inicialmente como anticipo de la novela-, sorprende que quedara excluido de la obra en su edición definitiva. Salvador Rueda eliminó de la trama narrativa a D. Pánfilo de las Péndolas, ideado con la presentación fragmentaria del artículo que se publica en la prensa, más como tipo costumbrista que como personaje propiamente narrativo. Pero lo más destacable con respecto a la transmisión de su primera novela es que continuaba la extendida costumbre en la época de publicar total o parcialmente su obra por entregas antes de su aparición en formato de libro. Salvador Rueda quizá pretendía ganar algo más de dinero con sus entregas y su posterior edición en libro; dar originales a las prensas, que estaban habituadas a «devorar» textos literarios; o, simplemente, tal vez quería dar a conocer poco a poco su primera novela para ir preparando así la opinión del gran público, pues aun incluyendo grandes dosis de andalucismo y toques costumbristas, se desviaba del camino iniciado en El patio andaluz (1886) y El cielo alegre (1887). Podía ser consciente, a su vez, de que se adentraba por vez primera en una construcción narrativa extensa, con personajes y trama, en la que el andalucismo era ya un mero escenario, un decorado en el que iba a transcurrir una historia no exenta de cierta polémica. Rueda comprende que la novela es un género en auge en aquel entonces y no duda en adoptar esta moda literaria.

Once capítulos de El gusano de luz -de sus XXI finales- compartieron las redacciones madrileñas de El Globo y El Imparcial y de La Ilustración Ibérica de Barcelona. Se publicaron desde mayo de 1887 a diciembre de 18883, pero Rueda no indicó en todos estos «anticipos» que pertenecían a El gusano de luz, solo lo hizo en los textos de El Imparcial y de La Ilustración Ibérica, los menos numerosos. Es interesante verificar que estos once capítulos, por el molde periodístico donde habían aparecido, quedaban convertidos en artículos de costumbres. Recogían algunos de los pasajes más coloristas de su libro, relacionados en exclusividad con las costumbres y usos de la tierra andaluza: la buenaventura, las fiestas campesinas, el trabajo en los lagares... Eran, por tanto, textos que, leídos fragmentariamente, continuaban la estela iniciada en sus primeras obras en prosa. Debido también a que aparecieron en la prensa sin seguir el orden que posteriormente adoptaron en la novela, no permitían al lector conocer linealmente la trama amorosa, núcleo central de la novela, ni percibir el sensualismo y las notas naturalistas que fueron incluidas como elemento aglutinador de El gusano de luz, lo que haría suponer al lector que Salvador Rueda podría estar escribiendo una novela meramente regionalista y de costumbres.

Por el explicit de la obra, sabemos que Salvador Rueda la empezó a escribir en Madrid y que la concluyó en Sevilla, en abril de 1888. Daría sus últimos retoques en meses sucesivos y en julio de ese mismo año escribía la dedicatoria a su paisano Andrés Mellado, a la sazón, director de El Imparcial. Así concluía el proceso creativo de la primera novela del malagueño Salvador Rueda. Desde abril de 1888 hasta su publicación en la madrileña imprenta del Crédito Público, pasaron al menos nueve meses. Esta demora quizá tuviera cierta relación con el deseo de Rueda de asegurarse un prólogo laudatorio que, de partida, prestigiase su obra, máxime cuando iniciaba su carrera de novelista con un libro cargado de escenas de extremado realismo en las que trataba la relación amorosa entre un viejo cortijero y su sobrina de quince años. Por algunas cartas del autor, sabemos que, al menos, Rueda envió la obra con dicha intención a Pereda y a Menéndez Pelayo a finales de 1888. Así lo afirma el escritor malagueño dirigiéndose a éste último:

La conciencia de que nada valgo, y la de que V. es un asombro de facultades, hace que en vez de ir yo a verle, le envíe un ejemplar de la primera novela que escribo, El gusano de luz, sobre la cual, y antes de mandarle hacer la cubierta, quisiera saber su criterio4.



Pese a los intentos del joven Rueda, El gusano de luz se publicó sin pórtico los últimos días de 18885, aunque, probablemente por motivos editoriales, llevara en su portada la fecha de 1889. Corroboran esta afirmación dos hechos. En primer lugar: la nota a pie de página que el autor puso a su texto «Arre, burro», cuando lo incluyó en Los Lunes de El Imparcial el 31 de diciembre de 1888, y que sería el capítulo IV de la novela: «De la novela Gusano de luz, que se ha puesto a la venta».

El segundo dato que confirma la aparición de la obra a finales de 1888 viene de la mano de varias cartas que el escritor de Benaque remitió a su gran amigo malagueño Narciso Díaz de Escovar6. En una epístola sin fecha, que podría datarse a finales de 1888 o principios del 89, pues felicita el nuevo año a su destinatario, el joven escritor comenta a su maestro que ha vendido toda la edición de la novela al célebre Fernando Fe: «de la cual sale casi llena la prensa de aquí estos días. Te digo esto porque no me queda ni un ejemplar para mí, y para que no creas que es olvido al no enviártelo» (p. 70). Días después, el 29 de enero de 1889, vuelve a escribir al amigo malagueño y entonces acompaña la carta de un ejemplar de su obra. Al final de la epístola, dice:

Ahí va mi novela El gusano de luz. Dios quiera que te resulte, después de las ponderaciones que ha hecho de ella la prensa y la crítica.

A Málaga lo mandé a dos o tres personas solamente, antes de vender toda la edición, pero ni para mi hermana he podido disponer de un libro7.



A juicio del propio autor, la novela tuvo un repentino éxito: «Me está proporcionando la novela un tan a todas luces inmerecido como ruidosísimo triunfo. Por lo pronto hice mi agosto y ocupo hoy todas estas conversaciones literarias. Más, sería gollería»8. Sin embargo, no fueron muchas las reseñas y artículos que sobre esta obra aparecieron en la prensa madrileña de 1889: una sucinta referencia en el boletín bibliográfico de Revista Contemporánea9, el extenso texto de Juan Valera, aparecido en El Imparcial10, y la reseña de Rafael Torróme11, sin olvidar los anuncios publicitarios de la misma, pero que no enfocaban ningún aspecto de la obra ni se adentraban en su análisis. En todas estas noticias, salvo en la de Revista Contemporánea, los críticos se percataron de los contactos entre El gusano de luz y el Naturalismo, aunque fuese de forma implícita. Todos reconocieron «instintos invencibles» en la novela, que imponían «movimientos fatales» en los personajes. Esta tradición crítica decimonónica -a la que había que añadir el nombre de Gabriel Ruiz de Almodóvar12- conecta con la crítica actual, que continúa entreviendo rasgos naturalistas en la primera novela de Salvador Rueda e incluye a este autor en la nómina de naturalistas menores de nuestro país13.

Hasta aquí los entresijos previos a la aparición de El gusano de luz. En los criterios de edición que seguí cuando edité en 1997 esta primera novela de Salvador Rueda, ya expliqué los problemas de datación de sus sucesivas ediciones. Recojo algunas de mis afirmaciones por ser, hoy por hoy, las únicas que han puesto de manifiesto los conflictos textuales de El gusano de luz. Tradicionalmente, venían señalándose tres únicas ediciones de esta novela: la princeps, de 1889 (desde ahora la llamaré A); una de 1936 (C) y otra sin año, publicada por el impresor A. López Robert de Barcelona (D). Entonces descubrí que la primera novela de Salvador Rueda fue objeto de una cuarta edición, al haber sido editada en dos ocasiones diferentes por este impresor barcelonés, quien popularizó libros en dieciseisavo para su «Colección Diamante», fundada por López Bernagossi en 189414. Estas dos ediciones, en apariencia idénticas, mostraban, sin embargo, diferencias apreciables. El número de páginas era una de ellas: 190 y 201, respectivamente, más índices; a su vez, difería la forma de indicar la pertenencia de la novela a la «Colección Diamante» -una en numeración romana, la otra en arábiga-; el nombre del editor: «López, Editor», frente a «Antonio López», sin obviar que el impresor era A. López Robert en una edición, cuya sede se encontraba en la calle Asalto, 63, de Barcelona, y Antonio López en la otra, ubicada la imprenta en calle Olmo, 8. Aunque la cubierta de estas dos ediciones presentaba el mismo grabado, de estética andalucista, había diferencias en el tamaño de las letras que indicaban los nombres de la Colección y del autor (siendo distintos los colores de las tintas en el último caso), al tiempo que se establecían diferencias tipográficas de esta índole en la portada. En una edición aparecía delante de la portada un retrato de un joven Salvador Rueda, mientras que en la otra, no, y, especialmente, marcaba las diferencias de ambas ediciones la relación de tomos publicados en la Colección Diamante de Barcelona. En una edición terminaba la lista, como era de esperar, con la novela de Salvador Rueda -que hacía el volumen decimoséptimo-; mientras que la otra edición, mucho más adelantada en el tiempo, recogía ciento veinte títulos publicados, españoles y extranjeros, contemporáneos y clásicos, entre los que, por supuesto, se encontraba nuestra novela.

No llevaba fecha ninguna de las dos ediciones -algo habitual en la «Colección Diamante»-, pero, investigando la prensa coetánea, encontré un anuncio en el diario madrileño La Época, en concreto en la sección «Libros nuevos», con fecha 8 de febrero de 1895. Este feliz hallazgo me permitió datar con absoluta certeza una de las dos ediciones de la Colección Diamante de Barcelona, la que se convirtió, a partir de entonces, en segunda edición de la novela, publicada seis años después de su primera aparición15. Desde ahora, la llamaremos (B). Es, por tanto, incorrecta la apreciación bibliográfica de J. Romo Arregui al considerar esta segunda edición de 189616. Falta añadir a la historia de la transmisión textual de El gusano de luz que, en 1936, muerto ya su autor, la novela tuvo una nueva edición en Revista Literaria. Novelas y Cuentos17.

El formato diferente de esta publicación y el tipo de letra menor añaden cierta dificultad a su lectura. Reseñable es el cambio de subtítulo de la obra por parte del responsable de la revista, que pasó de denominarse Novela andaluza a Novela folletinesca. Así como las supresiones de ciertos pasajes de la obra, que, sin duda, tenían por finalidad que no excediese la publicación de un determinado número de páginas.

Concluida la historia de la transmisión textual de El gusano de luz y resueltos los problemas de datación de sus distintas ediciones, analizaré a continuación cuáles fueron las variantes más significativas entre las ediciones primera y segunda y qué pudo motivarlas. Para ello me serviré del material extraído tras la collatio de todas las ediciones existentes. Estas variantes no proceden de una versión folletinesca previa al formato definitivo en libro, circunstancia literaria que era la habitual entonces. Las variantes de autor más significativas de El gusano de luz fueron motivadas por las opiniones desfavorables, o por el aparente desinterés, de novelistas que, para el joven escritor, representaban lo más destacado del género y a los que admiraba muy especialmente. Me estoy refiriendo a Clarín, Pereda y Menéndez Pelayo, aunque no hay que descartar la hipótesis de que el escritor enviara su novela a otras personalidades de las letras de entonces, como hiciera con Juan Valera, el único que fue benévolo con el novelista en ciernes. Aquellas opiniones -digamos desalentadoras- no solo movieron a Salvador Rueda a cambiar fragmentos y vocablos muy concretos de su novela, también lo desviaron de esa trayectoria narrativa por la que había tomado partido cuando escribió El gusano de luz: la modernidad de la nueva escuela naturalista, no muy apreciada en España y que venía antecedida de escandalosos ejemplos allende los Pirineos. Por esas opiniones que tuvieron que hacer mella en el joven Rueda, la segunda novela que publicó fue La reja (1890), de orientación andaluza también; sin olvidar que ese mismo año dio a las prensas madrileñas Granada y Sevilla, un libro que se articulaba sobre coloristas cuadros de costumbres. El nuevo camino que Salvador Rueda había comenzado a recorrer con titubeantes pasos en El gusano de luz lo había dejado a un lado -tal vez momentáneamente y a la expectativa- para continuar por la senda costumbrista en la que se inició en 1886 con El patio andaluz -y que afianzó al año siguiente con El cielo alegre-, sin olvidar el cultivo de este género en sus poesías.

Entre los escritores a quienes Rueda envió su novela para sondear sus opiniones se encontraban Pereda, Valera, Clarín y Menéndez Pelayo. Realizaré un breve repaso de estos juicios que tanto influyeron en el criterio del joven Rueda. A Menéndez y Pelayo y a Pereda les remitió la novela el 28 de noviembre de 1888, cuando aún permanecía manuscrita, y a Clarín y a Valera lo haría en torno a esta fecha. Al primero le escribía con la humildad del joven que empieza:

No me trate V. de molesto, pero ahora se decide mi suerte ante el público, y el apuro y la angustia inmensa en que estoy me hacen distraer un poco su atención con la lectura de mi libro18.



Tras explicarle el ambiente y el tema de la novela, Rueda justificaba el expuesto proceder que le había llevado a concebir y redactar El gusano de luz: había sido movido en todo momento por una sincera actitud de amor por lo real: «mi amor a la verdad del modelo me ha impedido descargarlas de color», le confesaba. No sabemos si el escritor santanderino contestó la misiva de Rueda, dándole su sincera opinión, ni si Menéndez Pelayo le achacaría un sometimiento al Naturalismo, del que no rechazaba los procedimientos de la técnica literaria, aunque sí su irreligiosidad, fisiologismo y determinismo. Probablemente no le contestara, si tenemos en cuenta que en enero de 1889 le escribía a Clarín desde Madrid y le confesaba: «Yo escribo pocas cartas porque tengo poco tiempo»19. Además, es de todos conocida su prevención a enjuiciar a escritores vivos, salvo que fuesen muy destacados. La respuesta de Clarín probablemente nunca se dio, pues en una carta de este crítico dirigida a Rueda el 27 de julio de 1889 y que se publicó en Los Madriles, confiesa Clarín que todavía no ha leído El gusano de luz20.

La carta que remitió a Pereda debió mostrar el mismo cariz que la de Menéndez y Pelayo. La respuesta llegó el 6 de diciembre de 1888, y fue francamente dura: «Creo que tiene V. sobrados motivos para estar alarmado y febril con la obra», le contestaba el escritor montañés. A. Pereda le preocupaba la desviación de una brillantísima carrera, que había seguido muy de cerca21, y le advertía a Rueda del riesgo que correría tras la publicación de su novela, si la adscribía a las «crudezas naturalistas». La conceptuó de novela pornográfica y la vio impregnada de elementos naturalistas: «Resulta un lastimoso alarde preconcebido de emular con la pintura de un caso fenomenal y absurdo, la poco envidiable gloria de López Bago y otros tales»22. La opinión que, sin lugar a dudas, más tuvo que satisfacer a Salvador Rueda, pese a las críticas implícitas, fue la de Juan Valera; de ahí que la eligiese como pórtico a su segunda edición. Aunque localizó ciertos excesos naturalistas en la novela, criticó la escasa profundidad de algunos personajes y apuntó algunas fallas arguméntales de menor importancia, Valera alabó el optimismo de la novela, el estilo y, en definitiva, afirmó ser testigo del nacimiento de un buen novelista.

Tras la collatio de todas las ediciones de El gusano de luz y el estudio de todas las variantes, puede afirmarse que B se separa de la editio princeps (A) y que de B, a su vez, derivan las otras dos ediciones que se conservan -C y D-, las cuales no son completamente idénticas a su fuente, aunque sus variantes sean poco significativas. En el caso de C, todas las variantes se reducen a un acortamiento del texto narrativo, para aclimatarse al molde periodístico de Revista Literaria. Son obvias estas transformaciones si pensamos que una novela de casi trescientas cincuenta páginas en su primera edición pasó a tener veintitrés en esta revista. Solo pudo realizarse con un formato de la publicación considerablemente mayor y con el empleo en la misma de un tipo de letra minúsculo. En el caso último, D perpetúa las variantes significativas de B, pero introduce abundantes erratas e incorrecciones -mal empleo de preposiciones, uso indebido de algunos vocablos, supresión de artículos, trivializaciones...-, indicativas de no haber sido revisada la edición por el propio autor. Quizá fue publicada sin su permiso expreso, pues todos los indicios demuestran que se hizo una reedición de todos los títulos de la «Colección Diamante», para sacar un mayor beneficio desde la editorial. En consecuencia, voy a analizar las variantes que se instauran en B, para comprobar el grado de transformación que experimentó la novela desde 1889 a 1895 y así estudiar los diferentes tipos de variantes que introdujo Salvador Rueda en su obra.

Las variantes de B son de diverso tipo. Tras su estudio, se deduce que el joven novelista era un escritor meticuloso, que consideraba viva la obra literaria, por las abundantes variantes que introdujo en su segunda edición. Influiría el afán perfeccionista del escritor de todos conocido, pero también debió pesar sobre él que El gusano de luz fuese su primera novela y que su admirado Pereda -valedor de su anterior obra- vertiera sobre su novela unas opiniones ciertamente desfavorables. En una buena parte de las variantes de esta obra -y que conformarían el primer grupo- se aprecia el carácter minucioso del autor, siempre pendiente de acuñar la expresión más conveniente o estética. En especial, en aquéllas donde se observa la sustitución de un vocablo concreto por un sinónimo o, al menos, por una palabra de idéntico campo semántico. No son variantes que conlleven un importante cambio de significado, más bien parecía buscar con ellas Salvador Rueda una mayor precisión o expresividad de los vocablos empleados o quizá pretendía el empleo de voces recientes, de novedosa aparición. Son variantes del tipo en la mesa en B, por servido en A; desplegado por abierto; hacendado por cortijero; soltó por dejó caer; concurso por auditorio; criminales por ladrones; esposos por contrayentes; guaridas por celdas, etc. Con ellas no se produce, obviamente, un profundo cambio de significado, simplemente ayudan a conocer un rasgo de su personalidad literaria.

Caso bien distinto es el del grupo siguiente, integrado por una serie de variantes -algo menos numerosas- con las que quizá siguiese buscando el autor una mayor expresividad o precisión, pero donde sí se aprecia un cambio semántico. Muchas de estas variantes tendían a limar el barroquismo inicial del novelista andaluz, al acuñar una expresión más sencilla y directa, más cercana al lector. Algunas de sus expresiones metafóricas y eminentemente poéticas desaparecen en su segunda edición. Es en la versión de 1895 cuando aparece idea por insecto; ambiente por fuego; línea por hoz. A modo de ejemplo, una muestra del primer capítulo. En A, refiriéndose a la postura que adopta el perro del cortijero, escribe: redondas patas juntas y puestas en forma de diéresis sobre el suelo; fragmento que es sustituido en la edición de 1895 por: manos extendidas hacia delante. Salvador Rueda, creador de prosa excesivamente rica y recargada, al igual que haría en sus poemas, eliminará oraciones completas, adjetivos, complementos circunstanciales, aposiciones... buscando, como en el anterior grupo, la expresión mejor, que, en este caso, se asocia con la más concisa.

Otro conjunto de variantes lo forman aquellas palabras que son cambiadas en la segunda edición por una forma diferente de la misma voz: mallidos por maullidos; compañía por compaña; eneas por aneas; albarcas por abarcas..., o por aparecer en plural, singular, diferente forma verbal, etc. Estas variantes son las menos significativas de todas; y también se dan, aunque solo las menciono, las variantes acentuales, de puntuación, etc.

Me detendré algo más en analizar las últimas variantes, las que, a mi juicio, ayudaron a difuminar el grado de sensualismo y determinismo de la novela, rasgos que movieron a José María de Pereda a definir El gusano de luz como «novela pornográfica de la peor especie» y al grueso de la crítica a adscribirla a la polémica del Naturalismo. Estas variantes, pese a ser las menos numerosas, son las más significativas desde el punto de vista de la crítica textual. No hay que olvidar, tampoco en este caso, que el novelista seguía siendo escrupuloso en el estilo y continuaba concibiendo la obra literaria como un producto, susceptible de ser mejorado; pero, ante todo, esta revisión del novelista vino, sin lugar a dudas, motivada por las opiniones de los grandes maestros de la literatura. Los rasgos del sensualismo y el determinismo los combinó Salvador Rueda en su novela para llevar a debate un motivo literario de amplísima tradición: el senex amans23. Es evidente que este tema le atraía, pues todo El gusano de luz no es más que una reflexión sobre una de las modalidades de las aberraciones del amor: el amor desigual entre un viejo y una niña. Con la cencerrada final nos muestra cómo el pueblo había ridiculizado el acto del viejo enamorado. No obstante, en las últimas palabras de la novela, Salvador Rueda plantea una pregunta retórica, que debió suscitar no cierta polémica en la época:

El pueblo había ridiculizado el acto del viejo, y había apuntado con intuición maravillosa al problema de las aberraciones del amor.

¿Quién es el llamado a plantearlo y quién, tras de severo estudio, a resolverlo?



Con ella parece que el autor tomaba claro partido por el triunfo del amor. Curiosamente, los dos últimos párrafos de la novela que recogen esta reflexión solo aparecieron en A.

Con respecto a la difuminación del sensualismo, tenemos unas variantes de cierto interés. Existe un largo párrafo del final del capítulo XV donde nos indicaba el novelista en la primera edición que las naturalezas de tío y sobrina eran «una refinada e inevitable faz del sensualismo». (Y yo añado que de determinismo también.) Pero ese sensualismo de ambos, porque no puede evitarse, es tan fuerte y firme que ve «motivos de deleite para el cuerpo y éxtasis y arrobos inefables para los sentidos» hasta en las formas y signos externos de mayor religiosidad: en una iglesia, en el incienso que se desvanece sobre la aureola de los santos o en el Cuerpo de Cristo en el instante de la Consagración. Esta asociación de religiosidad y sensualismo tuvo que molestar enormemente al católico Pereda. Parece lógico pensar que se suprimiese dicho fragmento en la segunda edición. Ahora bien, aunque el sensualismo de ambos sea «inevitable», es un sensualismo «refinado», no como el de los naturalistas más exacerbados, quienes recreaban ambientes prostibularios y sucios. Es, en consecuencia, un sensualismo a la española. Este mismo sensualismo que los deleita tanto incluso en la contemplación de las naves de una iglesia, será el mismo que los conduzca a la explosión de una pasión desequilibrada y aberrante por la edad. Primero gozarán y luego arreglarán el «desaguisado» con el matrimonio. Creo que Salvador Rueda no pretendía escandalizar al poner en relación estos dos conceptos: sensualidad y religión; quizá buscase advertir que la sensualidad de sus personajes era arrolladora, pero católica, espiritual. Entraría en la línea de Juan Valera, siempre inclinado en sus novelas al idealismo.

Una nueva difuminación del sensualismo de la novela aparece en su capítulo XX. En A, Salvador Rueda es muy explícito a la hora de indicar la entrega amorosa previa al matrimonio; entrega que, por otra parte, no han podido evitar ni Concha ni su tío, ya que es incontrolable y los protagonistas ya no disponen de libre albedrío, pues están determinados por un ambiente mediterráneo, tórrido, bajo cuyo sol es inevitable decidir libremente. Por ello, Concha se arreglará para celebrar su boda, «con los signos de una noche nupcial en el semblante». Esta afirmación es sustituida y suavizada en B por: «con los signos del insomnio en el semblante». Salvador Rueda ya no indicaba a sus lectores la causa del insomnio, que sí había especificado en 1889 y que no era otra que el amor consumado. Difumina el sensualismo y el determinismo también. Idéntica reflexión puede hacerse en el siguiente ejemplo, también del capítulo XX. En esta nueva ocasión, Salvador Rueda vuelve a aludir veladamente en A a la noche pasada juntos, en el instante previo a iniciar el camino a la iglesia para celebrar el matrimonio. El siguiente fragmento desaparece en B:

La niebla que se levantaba del lecho de las viñas, sostenía los ojos de ambos con el amor que una almohada sostiene las dos cabezas atestadas de ensueños en la inefable noche nupcial.


Estas variantes de mayor extensión vienen complementadas por otras en las que Salvador Rueda elimina o cambia una o pocas palabras, encaminadas en A a resaltar el componente erótico y sensual de Concha, en concreto, la forma de describir su pecho o alguna escena de mayor sensualidad. Todas estas voces o expresiones, que a continuación comento, son sustituidas en B por otras menos sensuales. En el capítulo VI comienza el proceso de difuminación: en A nos dice cómo el cortijero le puso a Concha «un colmo de besos en la boca» nada más verla llegar a su cortijo; mientras que en B ese cúmulo de besos se los da en la cara. A su vez, Salvador Rueda elimina en varias ocasiones la alusión a la redondez del pecho de Concha. Al describir el autor en el capítulo XIII el pecho de la joven, dice en A: «las redondas y nacientes mitades del seno», para eliminar el primer calificativo de mayores connotaciones eróticas. Así, sus pechos nacientes y redondos son descritos en B solo por su incipiencia. Por otra parte, en el capítulo XVII, la doble alusión a la forma redonda y al color blanco del pecho de la protagonista -«los nevados globos de su seno» (A)-, cambia en B, quedando reducida solo al color: «la nevada forma de sus senos». Igualmente, en el capítulo XIX se suprime la connotación de redondez: «mecerse las agitadas ondas de su pecho» (A), frente a «mecerse su agitado pecho» (B).

En el capítulo XVII hay otra clara difuminación del grado de la pasión entre tío y sobrina y del sensualismo existente. Se sirve de un viejo tópico del amor cortés, transformado con el paso de los siglos, por el que la mirada del amante quedaba impresa en la amada. Pero la diferencia radica en la intensidad. En la primera edición, la mirada del tío caía sobre la joven grabándose en ella «como el grave peso del cuerpo de un hombre». Alusión verdaderamente explícita y carnal. Mientras que en la segunda edición, el autor cambia a un sintagma más espiritual, potenciando ese Naturalismo espiritualista: «se imprime su mirada con el grave peso de su alma». Ya casi finalizando la novela -en el capítulo XIX-, el cortijero no puede vencer la pasión que siente por su sobrina. En un momento de gran tensión, ambos se entregan al amor y, para encontrar paso franco, el tío le promete a su sobrina matrimonio. La supresión de un adverbio de modo y de los puntos suspensivos de la cita, parece querer acabar con la imaginación del lector, con su fantasía. En A es mucho menos conciso: «déjame que te abrace, que te bese así...». En 1895 quedará: «déjame que te abrace, que te bese».

Y junto al matiz del sensualismo, el del determinismo del medio y las circunstancias sobre la pasión del cortijero. En el capítulo XIV se nos dice que, por primera vez en su vida, quedó vencido por algo. Hay un breve sintagma en A que desaparece en la segunda edición. Con él dejaba de anticipar la futura pasión entre ambos. Veamos en cursiva lo que Salvador Rueda suprime:

El viejo, semejante a una estatua de hielo, quedó por la primera vez en su vida absorto y dominado, sin saber qué partido tomar.



Ya anunciaba así Salvador Rueda la pasión en el protagonista. Era la primera vez que le ocurría algo semejante en su vida y lo que recalca el autor es que le había sucedido en la vejez. La pasión que avasalla, el determinismo sobre el viejo vuelve a ser difuminado por la supresión en B de un párrafo que reincidía en el poder inevitable de la pasión que se avecina. El cortijero tenía un carácter entero, recto, formado... que, con solo ser mirado por la joven, se torcía y deformaba:

La línea recta de su entero carácter llenábase de curvas a la menor mirada de la joven, como esas flores llamadas sensitivas, que el más leve contacto las avasalla.



Estos incisos quizá estuviesen en la obra para, precisamente, fortalecer la idea de la fuerza de la pasión cuando llega de forma arrebatadora. Al elegir como personaje a un hombre mayor, viudo, experimentado, de carácter recto, el contraste que quiere lograr el autor es mayor, pues lo presenta al final de la novela completamente entregado al delirio amoroso, que, asimismo, es impropio a su edad. No hay que olvidar que gusano de luz, el calificativo con el que se conoce a Concha, la protagonista, es otro nombre de la luciérnaga. La hembra de estos animales produce una luz más intensa que la del macho, al parecer con función de reclamo sexual. Esta realidad zoológica pudo trasladarla Rueda a su novela para producir un claro paralelismo con la atracción que ejerce Concha sobre su tío.

Si pasamos someramente revista a los capítulos que recogen las variantes más significativas, podemos comprobar que éstas se encuentran acumuladas en la segunda mitad de la novela. En concreto, la primera difuminación se produce en el capítulo XIII, en el XIV ya ha habido varios besos e insinuaciones. En el siguiente, el autor insiste en el carácter sensual de los protagonistas: inevitable y refinado. La supresión de pasajes donde se insistía en el determinismo del cortijero y en el sensualismo de la pareja se produce a partir del capítulo XVII. En el XIX aumentan las difuminaciones de pasajes sensuales, aunque no per se sino por comparaciones, puntos suspensivos, insinuaciones... y en el XX hay varios párrafos relacionados con la «noche nupcial» que han pasado juntos. Lógicamente, se acumulan cuando la trama novelesca ya ha fraguado el amor entre los protagonistas, no antes, en capítulos de preparación.

Creo haber demostrado la relación directa entre las críticas desfavorables de la novela y la inclusión de estas variantes por parte de un autor indeciso y titubeante, siempre autodidacta, que se dejó llevar por unas opiniones que le hicieron bastante daño en su evolución narrativa y en su trayectoria lírica. Rueda fue un escritor desigual, de aciertos, que precisamente conectaban con las corrientes literarias más modernas del momento -llámense Naturalismo o Modernismo-, pero también de insistentes mediocridades. Siempre que inauguraba una nueva forma de escribir y que recibía críticas desfavorables por ello, retrocedía en sus siguientes obras, casi unánimemente hacia el costumbrismo, terreno que conocía bien y en el que se sentía cómodo. Por ello, Salvador Rueda fue un escritor que pudo llegar a ser más de lo que siempre consiguió.

Cuando recibí el encargo de editar El gusano de luz, decidí, tras estudiar la obra en profundidad, elegir el texto de 1895, su segunda edición, por recoger la última voluntad creativa de Salvador Rueda, encaminada claramente a difuminar aquellos fragmentos cargados de más sensualidad, al tiempo que era el texto más cuidado de todos los que incluían esas interesantes variantes de autor -me refiero a C y D-. Aunque ésta fuera mi elección, considero que editar la versión de 1889 también tiene un gran interés por reflejar la inclinación de un novelista primerizo hacia el Naturalismo, en un contexto marcado por la polémica. Esta novela, y su curiosa fenomenología, refleja el importante papel que puede jugar el editor literario a la hora de la formación del canon literario de un escritor. Cuando un filólogo decide abordar la ardua tarea de editar un texto rodeado de cierta polémica, el resultado, la elección de una edición u otra, dependerá en última instancia del meditado juicio del profesional.





 
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