Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Noveditis, una enfermedad incurable (de momento)

Carlos Silveyra





Aunque muchas veces se empeñe en disimularlo, la humanidad avanza. También es cierto que, desgraciadamente, con frecuencia, no sabe hacia dónde.

Advertimos que cambian las costumbres y, rápidamente, adjudicamos estos cambios a la evolución, a los nuevos tiempos o echamos otras expresiones similares, siempre genéricas, que ocultan que, por lo general, estos cambios tienen una relación directa con la economía. Con el dinero y creciente ambición de aumentar las ganancias. De forrarse...

Tal vez usted se pregunte a cuento de qué estas filosofadas de barrios turbios. Pues, señor...

Hace algunos años, instantes en términos de la historia de la humanidad, los escritores, que siempre fueron gente inconforme, extraña, con al menos algún indicio de peligrosidad, se empeñaban en competir con Dios, si eran creyentes, o en torcerle el brazo a la naturaleza. Sí, aunque no lo admitieran, quien escribía una novela, un poema o una obra de teatro, entre muchas y diferentes motivaciones, lo hacía para derrotar a la muerte. Está claro: nuestro cuerpo es una frágil cáscara, pero los libros nos superviven. Y cuando leemos hoy, en pleno siglo XXI, Fuenteovejuna, vuelve a la vida un Lope vigoroso, potente, casi juvenil.

Esto era así. Eran tiempos en que, por ejemplo, José García López y López y Antonio Machado Ruiz terminaban de escribir sus textos y así, manuscritos, los llevaban para que fueran leídos por editores, quienes decían este sí y este no. En cuyo caso ese conjunto de folios manuscritos se convertían en un libro, con tipografía ya de imprenta, con tapas, con páginas sujetas con grandes puntadas de hilo y un poco de cola parduzca, con lomo y el nombre del libro y del autor en él. (También podían llevarlos directamente a una imprenta, pero había que disponer de algún dinero...)

Nuestro ficticio José García López y López murió con su texto inédito como Pepe García, ese que vivió en la calle de Nuestro Señor, frente al estanco de Florencio, el avaro.

Antonio Machado Ruiz, en cambio, murió triste y en otra lengua, pero como uno de los mayores poetas del siglo XX. Atreveos a leer (ojalá a releer) su Juan de Mairena y ya me contaréis con qué sencillez, con cuánto aplomo le ganó la partida a la huesuda de la guadaña. Esa que le resultó invencible al bueno de Pepe.

Esto fue así. Hasta que cierto día, algún editor se preguntó por qué debía esperar en su despacho que algún Antonio Machado tocara a su puerta. Y salió a buscarlos. Y luego se preguntó por qué iba a llevar a las librerías un mes tres libros nuevos, dicho en la jerga, novedades, y al mes siguiente treinta y al otro cero. Así nacieron los planes editoriales, «en esta colección pondremos dos novedades al mes, en aquella una, y en esta otra una novedad por bimestre». Y las colecciones crecieron sistemáticamente. Engordaron. Y las editoriales más grandes hicieron planes más grandes, más gordos, más ambiciosos. Y ya no eran dos por mes sino cinco, y luego ocho y luego... Ya la obesidad fue imparable. Los catálogos comenzaron a chorrear adiposidad.

Y los libreros, sorprendidos sin paraguas, comenzaron a soportar una verdadera lluvia de libros. Libros para los cuales ya no hay sitio que alcance. Libros que, muchos o casi muchos, no serán leídos jamás. Porque la vida es finita, afortunadamente (...bueno, «afortunadamente en el caso de los demás», como dice mi primo). Libros editados que, en el fondo, corren la misma suerte que aquel manuscrito inédito de Pepe.

Claro que para cumplir con esos planes editoriales hubo y hay que talar muchos árboles inútilmente... Y que, en medio de semejantes tsunamis que caen sobre las librerías, probablemente, varios Antonio Machados se pierdan como gotitas de sudor en la gigantesca ola. Son los riesgos, dirán algunos.

Y también engordaron los catálogos mismos. Se volvieron adiposos, inmanejables. Y así nació la famosísima depuración de catálogos o, más de andar por casa, descatalogación.

Y así, como cuando se tala una selva, caen todos los títulos que no alcanzan una cierta venta de ejemplares al mes o al trimestre o al tiempo que sea. Los que nunca alcanzaron los favores del público lector y los que ya no alcanzan los nuevos estándares mínimos. Pero esto no alcanza. Entonces apareció la descatalogación de colecciones completas. La bomba neutrónica en versión editorial.

Si se me permite un juego de ciencia ficción, tal vez algún alumno de Secundaria del siglo XXII puede estar convencido de que Shakespeare fue el autor de un único libro: Romeo y Julieta (los demás fueron descatalogados) o que Antonio Machado escribí a las letras de las canciones de un tal Serrat (sus libros les son inasequibles desde hace décadas).


¿Y si hablamos de libros para niños?

Pues... sucede lo mismo, para atinarle a la diana. Claro que si se descataloga un texto de Ana Mar í a Machado o Gianni Rodari o Michael Ende, todos ellos premios Andersen y más cosas, como diría Juan Farias, alguna otra editorial, por iniciativa propia o por habilidad del agente literario que representa a ese autor «posicionado en el mercado», volverá a publicarlo, ahora en otro sello. Pero, sin llegar a ser Pepe, aquel que murió inédito, sino tratándose de Paco, que en sus años alcanzó cierto nombrecillo, no le llegaba para el Andersen, para el Lazarillo ni para la medalla Caldecott, pero tampoco murió virgen, en materia de ediciones, claro...

Os contaré una historia sobre un libro de Paco. Paco escribió un cuento que me permitiré, dada la familiaridad que hemos cogido, cambiar su título así como cambié el nombre del autor. Pues sí, Paco publicó, con cierto éxito, en una editorial española joven y empeñada en hacer las cosas con calidad, hasta con un toque de hidalguía, decía publicó un libro llamado El elefante de dos orejas. Y se vendieron cientos, miles de esos pequeños libros, tanto en España como en América. Y a las parvularias les encantaba. Decían cosas como «Es fantástico porque enseña a no discriminar» o «Mira tú qué original, si no parece un escritor español...» o, bueno, ya está bien, que vosotros seguramente os imagináis perfectamente los comentarios posibles.

Pasaron los años, aquel libro salió de los catálogos de esa editorial, ahora ya no tan joven, ahora con problemas de colecciones infinitas, en años que, como ya os dije, no se llevan ya aquellas n ó minas, verdaderos catálogos dentro de cada libro, que ocupaban páginas y más páginas del final (por si acaso, ¿recordáis las páginas de la colección Austral de Espasa Calpe? En mi ejemplar de Cuentos populares de Castilla eran nueve esas páginas, a dos columnas, de títulos y títulos, todo en un cuerpo tipográfico... ¡bueno! Todo en una letrilla de un tamaño 6 u 8, aunque probablemente sea más correcto llamarle rompeojos.

Pero volvamos. Aquel cuentecillo de Paco cayó en el olvido de muchos. De casi todos. Pero la lectura es afición de gentes fieles. Algún lector, ahora editor, de un país remoto, pongamos en esta historia inventada que esto sucedió en Uruguay, en Argentina, en Chile o en Bolivia, allá, en aquel sur distante, un editor de libros escolares lo recordó. Y quiso incluirlo en una antología, como para que los chavales de su país conocieran voces de latitudes diferentes aunque siempre en el mismo idioma.

Y escribió una bonita carta a aquella editorial que fue joven alguna vez pidiendo, como corresponde a gente educada, permiso para publicar el cuento de Paco. Y, todo hay que decirlo, preguntando cuánto dinero debería pagar.

Por supuesto, escribió aquella bonita carta que jamás sería una joya literaria, pero sí una correcta pieza comercial, con el libro de Paco sobre su mesa de trabajo.

Tiempo después recibió la respuesta: «Agradecemos su atenta de fecha tal y cual»... « y es nuestro deber informarle que ese libro no pertenece ni perteneció a nuestros catálogos» ...» que sin duda se os deslizó un error porque esta casa lleva un registro minucioso de las obras publicadas»... «que le saludamos muy atentamente»... «gustosos de serviros en otra oportunidad»...

¡Qué horrible situación! ¡Una madre (o padre, da igual en este caso), no reconoce a su hijo!

Es que en esta película realista, cada vez más y más vertiginosa, mientras un camión descarga cajas nuevas, impecables, llenas hasta las orejas de novedades, otro camión carga cajas, un pelín más ajetreadas, llenas hasta las patillas de libros viejos. Bueno... maticemos... libros viejos hoy, pero novedades de hace treinta días. O menos.

Esta es una carrera sin sentido, es sólo el empeño por poner por encima de las ex novedades, a la novísimas novedades en las mesas de exhibición, novedades aún tibias, salidas del horno hace minutos. Y en esta suerte de «Tiempos Modernos», nadie se pregunta por la calidad de la escritura de uno y otro libro. Fruslerías. Eso no importa: lo nuevo tapa a lo viejo, un escritor posterior a Pepe, pongamos en tres generaciones, si se relacionó adecuadamente, si pudo comprender qué demanda el mercado, si llega a ser autor de una novedad en materia de literatura infantil, tal vez asista al momento en que su flamante obra Llegó un hermanito o Pablín no presta es colocada sobre La historia interminable o El guardián del olvido o Los mercaderes del diablo. O lo que es lo mismo, el mercado real sepulta al arte.

Porque, claro, lo hemos dicho hasta el aburrimiento: la literatura es arte y Llegó un hermanito o ¡Qué blancos son los dientes de Rocío!, en el mejor de los casos, pueden llegar a ser libros didácticos con títulos desafortunados por los remanidos.

Padecemos de una enfermedad muy difícil de tratar. Se llama noveditis. Es crónica y nos insensibiliza de tal modo que, muchos enfermos que la padecen, cuando entran a una librería o se cruzan en una escuela con un promotor, lo primero que dicen no es Hola, o ¿Qué hay? sino ¿Qué tienes de nuevo?

Estamos perdiendo obras valiosas. Y no hablo de Comenio ni siquiera de Perrault, Verne o Fortún. (Estos autores, de un modo u otro, se las apañan para ser reeditados). Estoy hablando, también, de excelentes obras nacidas hace treinta o cuarenta años.

Los niños de hoy también merecen leer las mismas obras de calidad que leyeron sus abuelos o sus padres. ¿No lo creéis?







Indice