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Nuestra ardiente oscuridad


Ricardo Doménech





Buero Vallejo ha estrenado veintisiete obras -dejo aparte las versiones de obras ajenas- a lo largo de cincuenta años: de 1949 a 1999. Una primera aproximación a este teatro nos permite distinguir en seguida su diversidad.

Hay obras (como Historia de una escalera, Hoy es fiesta o El tragaluz, por ejemplo) en las que encontramos un inmediato testimonio de la sociedad española: un testimonio crítico. Otras obras parecen acercarnos más a la transrealidad: son dramas neosimbolistas, como En la ardiente oscuridad, La tejedora de sueños, Aventura en lo gris y algunos más. Otras obras nos llevan a una indagación en la Historia de España (Un soñador para un pueblo, Las Meninas, El sueño de la razón, La detonación). En fin, algunas otras nos proponen una reflexión inquietante sobre la lucha política en el siglo XX y en sus manifestaciones más extremas (la represión, la tortura, el terrorismo...) Estoy refiriéndome a La doble historia del doctor Valmy, a La Fundación y a Jueces en la noche.

Esta diversidad, con ser cierta, no nos entreabre las galerías secretas del teatro de Buero. Porque el teatro de Buero tiene, a la vez, una unidad muy profunda. Yo creo que esa unidad se reconoce en una atenta lectura de En la ardiente oscuridad. Escrita en 1946, estrenada en 1950, En la ardiente oscuridad no está entre las tres o cuatro mejores obras de Buero Vallejo, pero quizá sea la más significativa. El autor nos muestra en ella un centro de enseñanza para jóvenes -todos ellos, ciegos de nacimiento-, donde domina una pedagogía consistente en negar la realidad de la ceguera, consistente en vivir en una «ilusión de normalidad». Es el comienzo del curso y aparece un nuevo alumno: Ignacio. Ignacio, el protagonista, opondrá a las mentiras oficiales del centro una afirmación rebelde: la verdad de que es ciego, la verdad de que todos son ciegos, y de que necesitan ver. La ceguera, como símbolo de las limitaciones humanas, y la necesidad de ver, como símbolo de la aspiración a lo absoluto, son claves fundamentales para entender este drama y, en general, el teatro de Buero.

Efectivamente, En la ardiente oscuridad es una tragedia. Y esto, escribir tragedias, escribir un teatro trágico, es el propósito más ambicioso de Buero. Un propósito que no es solamente formal o estilístico, sino que responde a una visión del mundo. Asimismo, En la ardiente oscuridad anticipa esta constante del teatro de Buero: las taras físicas o psíquicas (ceguera, locura, sordera...) En sus múltiples significaciones (soledad e incomunicación; problemático conocimiento de la verdad, etcétera). Este símbolo, además, nos pone en la pista de otra cuestión fundamental, a la hora de situar el teatro de Buero en las coordenadas del teatro del siglo XX. A menudo se ha insistido en destacar el neorrealismo o el realismo social como el estilo que le es propio a Buero. Pero esto no es exactamente así. En el teatro de Buero hay realismo y hay simbolismo; en cierto modo, el mayor esfuerzo estético de Buero es intentar llegar a una síntesis superadora de ambas tendencias.

Sigo con En la ardiente oscuridad. En una escena del acto III, entre Ignacio y Carlos (el antagonista), mientras Ignacio habla de su profundo anhelo de ver, las acotaciones indican el progresivo oscurecimiento del escenario hasta llegar a una oscuridad total. De este modo, en ese instante, todos los espectadores somos ciegos como Ignacio. Hace años, bauticé este recurso técnico como efecto de inmersión, entendiendo que, a través de una identificación sensorial con el personaje, el autor nos introduciría en la conciencia de ese personaje. Algunas obras de Buero han desarrollado ese efecto de inmersión hasta alcanzar resultados formalmente extraordinarios. Por ejemplo, en El sueño de la razón, donde compartimos la sordera -y la conciencia turbada- de Goya. O en La detonación, donde veremos la realidad y la transrealidad desde la conciencia de Mariano José de Larra. O en La Fundación, donde la locura del protagonista -creer que vive en el mejor de los mundos, becado por una generosa Fundación -resulta ser nuestra propia locura, en una sutil correspondencia entre la anagnórisis (o reconocimiento) del personaje y nuestra catarsis como espectadores. Claro está: esos efectos de inmersión son algo más que un recurso puramente estilístico.

La unidad del teatro de Buero se percibe también en el trasfondo mítico que alienta en todas sus obras: en algunas, esa raíz mítica se descubre con facilidad; en otras, de manera más compleja. Tres son los mitos que, como una constante, están en el teatro de Buero. Primero, el mito de Edipo, precisamente en la dimensión que se cifra en el símbolo de la ceguera: el conocimiento de la verdad, problema trágico por excelencia, desde los griegos hasta nuestros días. Segundo, el mito de Caín y Abel, yo diría que en una dimensión española: noventayochista pero al mismo tiempo actualizada por la experiencia de la guerra civil subyace este mito en el enfrentamiento de Ignacio y Carlos (En la ardiente oscuridad) y en todos los posteriores enfrentamientos entre un personaje contemplativo y otro activo en otras obras de Buero. Por último, en tercer lugar, el mito de Don Quijote, en su más clara raigambre cervantina: la pasión por lo imposible. Esa pasión o lucha pro lo imposible que caracteriza a todos los soñadores o contemplativos del teatro de Buero (por ejemplo, a David, el protagonista de ese drama fundamental que es El concierto de San Ovidio).

He dicho líneas atrás que el teatro de Buero es, verdaderamente, un teatro trágico porque parte de una visión trágica. Esta visión del mundo es diferente de la visión materialista y de la visión religiosa. Es una forma de pensamiento a lo Unamuno, con quien tanto tiene en común el teatro de Buero Vallejo. Un teatro existencial, agónico. Un teatro que está ahí: vivo, en pie, con toda su belleza y todo su misterio.





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