
«Nuestras vidas son los ríos...»
Giuseppe Bellini
Università di Milano
—11→
1. En la literatura hispanoamericana el sentido de la muerte está presente, como en todas las literaturas, siendo el problema fundamental del hombre, objeto de su reflexión, temor, repudio o aspiración. Sin embargo, sin enfatizar el problema, podemos afirmar que confluyen en el tema de la muerte hispanoamericano dos corrientes, la indígena y la española. Al sentido problemático que la muerte asume en el mundo precolombino se junta el complejo significado que ella tiene en el mundo medieval hispánico, desde el punto de vista religioso, de la fama y el honor y va matizando sus significados a través de los siglos, con las mutaciones que intervienen en la sociedad, su mentalidad y sus costumbres, hasta nuestros días.
Si atendemos al mundo americano anterior al descubrimiento, no hay quien no conozca lo que la muerte significa en el ámbito náhuad. La limitación de la inteligencia que ya los dioses imponen al hombre finalmente creado, como documenta por el área maya el Popol Vuh, es una condena que se parece a la muerte, pues significa la sumisión perpetua a una especie de esclavitud frente a las divinidades:
Entonces el Corazón del Cielo les echó un vaho en los ojos, los cuales se empañaron como cuando se sopla sobre la luna de un espejo. Sus ojos se velaron y sólo pudieron ver lo que estaba cerca, sólo esto era claro para ellos. Así fue destruida su sabiduría y todos los conocimientos de los cuatro hombres, origen y principio [de la raza quiché]1. |
Sin embargo es en la poesía sagrada del área náhuatl donde el problema de la muerte se presenta apremiante. Frente a una sociedad por más que altamente civilizada siempre fundamentalmente de signo trágico y sangriento, debido a las continuas guerras y sacrificios humanos, el problema de la transitoriedad de —12→ la vida se vuelve tormentoso, implica la vanidad del vivir, la inutilidad del nacer, la desorientación ante el más allá y al final como último consuelo posible un reino de paradisíaca belleza:
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Aunque tampoco
esta poética perspectiva vale a desbaratar la tristeza. No
se trata de temor a la muerte, sino de un problema más
profundo, el de la inutilidad de la vida, que desemboca en amarga
resignación: «Sólo venimos a
llenar un oficio en la tierra, ¡oh amigos!»
.
Siquiera los dioses escapan a la muerte, aunque su condición de muertos es pasajera. Es lo que le toca al dios Quetzaltcóatl, rescatador del género humano, que muere, desciende al reino de los muertos para finalmente, rescatados los huesos preciosos de las criaturas humanas, resucitar:
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Al otro extremo de
la América precolombina la poesía del área
incaica contempla la pequeñez del hombre, aunque sea el Inca
mismo, frente al poder del dios Wiracocha, «poderoso cimiento del mundo»
, como lo
define Manco Cápac.
La literatura indígena del Perú se cierra con el llanto sobre la muerte de Atahualpa, en el trágico choque con los soldados del conquistador Francisco Pizarro.
2. En México el mundo indígena había sido ya destruido por Hernán Cortés, el maya por Alvarado. Es el momento en que una nueva civilización se impone sobre la indígena, sin lograr acallarla. A través de los siglos, en efecto, ella asomará continuamente, en el Inca Garcilaso, en Sor Juana Inés de la Cruz, en el padre Landívar, hasta los tiempos más recientes, en Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz y tantos otros escritores: una raíz insuprimible que da a la literatura hispanoamericana un sello de gran originalidad.
Por lo que toca a la llegada de los descubridores y colonizadores, ya el descubrimiento colombiano nace bajo el signo cruel de la destrucción y la muerte. Lo denuncia el padre Las Casas en su Breve historia de la destrucción de las Indias. La conquista del continente, choque violento entre dos mundos, se inaugura, como es natural, bajo el signo de la muerte. La literatura de la conquista lo atestigua, presentando en las páginas de Cortés y de Bernal Díaz del Castillo, por lo que se refiere a México, y del Inca Garcilaso, por lo que atañe —13→ al Perú, dos espeluznantes escenarios de muerte. En su tercera Carta al emperador, Hernán Cortés (1485-1547) describe la serie de hechos cruentos que comportó la conquista de la capital azteca y como
fue tan grande la mortandad que se hizo en nuestros enemigos, que muertos y presos pasaron de doce mil ánimas, con los cuales usaban de tanta crueldad nuestros amigos [los tlascaltecas] que por ninguna vía a ninguno daban la vida, aunque más reprendidos y castigados de nosotros eran2. |
El sentido de la
derrota era tan fuerte en los vencidos que el mismo conquistador
tuvo que intervenir muchas veces para distraer a los que
habían sobrevivido de «su mal
propósito, como era la determinación que
tenían de morir»
3.
La muerte es aquí ferocidad y venganza de parte de los antiguos súbditos de los aztecas y de parte de los vencidos una manera para escapar a la vergüenza de la derrota y a la ofensa de haber caído en poder no tanto de los españoles como de sus antiguos vasallos.
En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, con patente horror todavía a distancia de decenios, Bernal Díaz del Castillo (1492-1584) recuerda el panorama terrificante que se le presenta al entrar en Tenochtitlán:
digamos de los cuerpos muertos y cabezas que estaban en aquellas casas adonde se había retraído Guatemuz; digo, que juro, amén, que todas las casas y barbacoas de la laguna estaban llenas de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba, pues en las calles y en los mismos patios de Tlatelulco no había otra cosa, y no podíamos andar sino entre cuerpos muertos, y hedía tanto que no había hombre que lo pudiese sufrir [...]4. |
Muy abiertamente,
además, el antiguo conquistador revela que pensar en la
muerte era constante en los soldados que se adentraban en mundo tan
misterioso y desconocido: «y cómo
somos hombres y temíamos la muerte, no dejábamos de
pensar en ello»
, mientras se recomendaban a Dios y a la
Virgen, «con buena esperanza, que pues
Nuestro Señor Jesucristo fue servido guardarnos de los
peligros pasados, que también nos guardaría del poder
de México»
5.
3. El Inca Garcilaso (1539-1616), en la segunda parte de los Comentarios Reales, presenta una suerte de pendant de la escena antes citada, un gigantesco —14→ mural de muerte cuando, hecho prisionero en Cajamarca a Atahualpa, todos los indios se dan a la fuga:
Los indios, viendo preso a su rey y que los españoles no cesaban de los herir y matar, huyeron todos, y no pudiendo salir por donde habían entrado porque los de a caballo habían tomado aquellos puestos, fueron huyendo hacia una pared de las que cercaban aquel gran llano, que era de cantería muy pulida [...] y con tanta fuerza e ímpetu cargaron sobre ella huyendo de los caballos, que derribaron mas de cien pasos de ella, por donde pudieron salir para acogerse al campo. [...] Los españoles, como dicen los historiadores, no se contentaron con verlos huir, sino que los siguieron y alancearon hasta que la noche se los quitó delante [...]6. |
La muerte, en el
Inca Garcilaso, tiene sobre todo un significado de condena de las
violencias injustificadas de los conquistadores y de una reafirmada
justicia divina. Todos los responsables de la destrucción
del Perú mueren de muerte violenta; el mismo marqués
don Francisco Pizarro, con toda la suerte que tuvo, no
encontró quien le valiera contra los partidarios de Diego de
Almagro, el joven, y murió «tan
desamparado y pobre»
como había nacido. Gran
lección moral: «Donde la fortuna
en menos de una hora igualó su disfavor y miseria al favor y
prosperidad que en el discurso de toda su vida le había
dado»
7.
Su hermano,
Gonzalo Pizarro, acaba degollado, mientras Diego de Almagro ya
había sido eliminado por Hernando Pizarro. Un clima violento
acompaña inevitablemente las gestas de la conquista y los
cronistas se vuelven críticos con los responsables: en su
muerte ven casi siempre la justa punición por sus hechos
sangrientos. Y sin embargo en la muerte revive también el
concepto medieval de la entereza del hombre; el soldado no debe
temer a la muerte y frente a ella su conducta debe demostrar valor
y dignidad, condiciones que solas le mantienen la categoría
de honrado. Frente al miedo a la muerte y las imploraciones para
obtener salva su vida, considerando que era viejo y «la misma edad y el tiempo le condenarían
a muerte en breve»
8,
Hernando Pizarro le reprocha precisamente esto a don Diego de
Almagro, según escribe Agustín de Zárate:
Y a eso Hernando Pizarro le respondió que no eran aquellas palabras para que una persona de tanto ánimo como él las dijese ni se mostrase tan pusilánime; y que pues su muerte no se podía excusar, que se conformase con la voluntad de —15→ Dios, muriendo como cristiano y como caballero. Y a esto le satisfizo don Diego con que no se maravillase de que él temiese la muerte como hombre y pecador, pues la humanidad de Cristo la había temido. Y en fin, Hernando Pizarro, en ejecución de su sentencia le hizo degollar9. |
4. El concepto de
la muerte entra en la literatura que va surgiendo en América
con las primeras expresiones de la poesía romanceril,
influida por la abundante mies hispánica que los
conquistadores llevaban consigo en su memoria y en la inevitable
nostalgia por la tierra hispánica abandonada. Escribe
Ramón Menéndez Pidal que en la memoria de soldados y
capitanes el Romancero, tan popular en España,
«reverdecería a menudo para
endulzar el sentimiento de soledad de la patria, para distraer el
aburrimiento de los inacabables viajes o el temor de las aventuras
con que brindaba el desconocido mundo que
pisaban»
10.
Serían romances de amor sobre todo, de los que tan rica era
la veta fronteriza, pero también romances originales que los
hechos sangrientos de la conquista y sobre todo de las guerras
civiles peruanas hacían brotar con una abundancia por cierto
superior a la que nos ha quedado documentada.
En estos últimos romances la muerte es presencia constante. Lo demuestra el ciclo, breve, dedicado hacia 1553, siguiendo en parte el conocido romance del Rey don Rodrigo y la pérdida de España, a Francisco Hernández Girón, uno de los protagonistas de las guerras civiles del Perú recientemente conquistado; destaca en la poesía, a pesar de la condición de rebelde del protagonista, la integridad del caballero, que prefiere ir al encuentro de la muerte antes que rendirse, dejando, como el derrotado rey don Rodrigo, que el caballo le lleve adonde más quiere:
Final ciertamente obsequioso con respecto a la lealtad debida al soberano, pero que no impide la admiración, de parte del anónimo poeta, hacia el «fuerte», como lo define, que fue al encuentro de la muerte, como requería la valentía del caballero medieval. El mismo Garcilaso había expresado su admiración por Gonzalo Pizarro llevado al cadalso; a propósito del trágico fin de Hernández Girón, el Inca refiere las palabras del Palentino:
Fuele tomada su confesión [...]. Sacáronle ajusticiar a mediodía, arrastrando en un serón atado a la cola de un rocín y con voz de pregonero que decía: «Ésta es la justicia que manda hacer su Majestad y el magnífico caballero don Pedro Portocarrero, maestre de campo, a este hombre por traidor a la corona real y alborotador de estos reinos, mandándole cortar la cabeza por ello y fijarla en el rollo de esta ciudad, y que sus casas sean derribadas y sembradas de sal y puesto en ellas un mármol con un rótulo que declare su delito». Murió cristianamente, mostrando grande arrepentimiento de los muchos males que había causado11. |
Muerte escarmentadora ésta, destinada como era costumbre a una duradera lección.
5. Distinta es la muerte que le toca al amante, en los conocidos romances de la mujer infiel y del enamorado y la muerte. Los temas llegan a América desde España, pero en el Nuevo Mundo asumen matices nuevos, a veces de acentuado tono granguiñolesco los primeros, de notable «macabrismo» en ciertos romances del área mexicana, en contraste eficaz, a veces, con elementos de logrado erotismo. La muerte tampoco le deja salida al enamorado en los romances del ciclo de «el enamorado y la muerte»; la aventura de amor, que lleva al enamorado a fiar su vida a una «escalera fina», que su amada le construye con sus trenzas y sus sábanas:
|
6. En la literatura de la Colonia no falta ciertamente la presencia de la muerte. En el teatro español la presencia de América se inaugura concretamente con el drama Las Cortes de la Muerte, de Miguel de Carvajal y Luis Hurtado de Toledo, escrito entre 1552 y 1557, según opina Francisco Ruiz Ramón12, donde la Muerte se pone de la parte de los indios, en contra de las fechorías de los españoles. Es improbable que este drama haya sido representado en algún momento en el Nuevo Mundo, debido a su contenido crítico.
La presencia de la muerte se anuncia en el teatro americano desde el primer momento, especialmente en la obra lírico-dramática de Fernán González de Eslava (1534-1601?): aludo al Coloquio XII, dedicado a La batalla naval que el serenísimo Príncipe don Juan de Austria tuvo con el Turco13, donde la Muerte debate contra la Vida, presenciando al final, un poco sorprendida según parece, a la felicidad de quien ha muerto combatiendo por la fe. La muerte asume para el soldado e l significado cautivante de tránsito hacia un jardín de maravillas y la contemplación, de la «Eterna Visión»:
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Nada que ver en el
Coloquio citado con el Nuevo Mundo, pero en él
escribe su autor. Desvirtuada de su papel de escarmentadora, la
Muerte parece desorientada frente a la felicidad del soldado. Es un
caso único en la literatura hispanoamericana y por el
significado parece acercarse al teresiano «que muero porque no muero»
.
6. En el
ámbito poético, si por un lado el hispano-peruano
Juan del Valle y Caviedes (1645-1699?) puede, siguiendo a Quevedo,
mofarse de la muerte, satirizando en su Diente del
Parnaso14
a los médicos como sus directos aliados, y
—18→
considerar burlonamente su próxima defunción,
pero «sin médicos
cuervos»
cerca de su cabecera15,
Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) restituye a la muerte
su significado serio y profundo, como medida de todo lo humano,
disolución de todo lo material. En el soneto en que comenta
la vanidad del espléndido retrato que le han hecho, con
«falsos silogismos de colores»
,
y que interpreta como engaño de los sentidos, denuncia la
inutilidad del halago frente al desgaste del tiempo, al destino de
un cuerpo que en breve «es
cadáver, es polvo, es sombra, es
nada»
16.
Siguiendo a Góngora, la rosa vuelve a ser, en su
poesía, símbolo de la vida humana, representa una
«docta»
muerte frente a una
«necia»
vida, puesto que
«viviendo engaña(s) y muriendo
enseña(s)»
17.
Al fin y al cabo siempre mujer, sin embargo, lo que más
aborrece la monja es el ultraje de la vejez y la muerte en edad
juvenil llega a ser para ella una suerte de rescate:
|
No faltan tampoco
en la obra poética de la Fénix sonetos
fúnebres, como el tríptico dedicado al duque de
Veraguas, don Pedro Nuño Colón de Portugal y Castro,
que sucedió en el cargo de Virrey de la Nueva España
al marqués de Mancera el 16 de noviembre de 1673, y
murió el día 13 del mes siguiente, vivo ejemplo de
como la muerte está siempre asechando al hombre. Sor Juana
llama duramente la atención sobre la tumba: «-Ves, caminante? En esta triste
pira...»
, y «Detén el
paso, caminante. Advierte...»
19.
La muerte no podía ser entendida de otro modo por una
religiosa.
7. La sugestión del Quevedo filósofo y moralista en el tardío período barroco de la Colonia lleva a tratar con frecuencia de la muerte: lo hace de manera moralizadora escalofriante fray Joaquín Bolaños (1741?-1796) en La portentosa vida de la Muerte, título que se completa con Emperatriz de los sepulcros, Vengadora de los agravios del Altísimo, y muy Señora de la Humana Naturaleza (1792). Es todo —19→ un programa. Acertadamente Blanca López de Mariscal pone de relieve la filiación de esta obra con la primitiva danza de la muerte peninsular, pues en ambas
la finalidad parece ser la misma: en la Danza de la muerte, el prologuista del códice de la biblioteca del Escorial anticipa que la obra 'trata de cómo la Muerte dise abisa a todas las criaturas que paren mientes en la breuidad de su bida e que della mayor cabdal non sea fecho que ella meresçe'; en La portentosa vida de la Muerte Bolaños tiene conciencia de que su obra está destinada a mantener vivo en los hombres el recuerdo de la muerte: 'Su memoria es el freno que nos contiene, y sin este freno correrá apresurado [el hombre] a su última perdición y lamentable desgracia'20. |
A través de los escalofriantes pasajes donde actúa y discute la muerte, se llega en el libro de Bolaños a la muerte de la misma muerte en el día del juicio final, puesto que
Verá la Muerte que ya van a dar al traste las últimas vidas de los hombres, que es lo mismo que negarle los medicamentos a su enfermedad, y derribar por tierra las columnas en que firmaba su imperio. Acabará la Muerte, ya no habrá muerte, ni muertos en todo el orbe. Et mors ultra non erit. Será sepultado su esqueleto en el profundo sepulcro del infierno, pero allí no se llamará muerte temporal de los hombres, sino muerte eterna de los condenados. Después de las honras que harán los condenados a la muerte, que será una continua lluvia de maldiciones por haberlos sorprendido en lo más gustoso de sus vidas licenciosas, le pondrán este epitafio sobre su sepulcro:
|
Muere la Muerte
procuradora de muertos y se la sepulta en el infierno, como el peor
de los males. Ya no es tanto la Muerte justiciera, como la enemiga
—20→
de la vida humana. No contento Bolaños concluye su
libro describiendo el «mar negro de la
Muerte que tiene que navegar todo hombre»
, tarde o
temprano: «Este mar tan amargo
está situado entre el oriente de la vida y el funesto ocaso
de la muerte, corren sus aguas tan aceleradas como el tiempo, y van
a sepultarse sus olas en el interminable piélago de la
eternidad»
22.
8. Con La portentosa vida de la Muerte se cierra el período más lóbrego de la presencia de la muerte en la literatura hispanoamericana de los siglos XVI- XVIII. Tierna es, a pesar de su fúnebre contenido, en La oración para todos, de Andrés Bello (1781-1865), recreación original de La priére pour toas de Víctor Hugo, la incitación a orar:
|
Tampoco faltan en
la poesía del venezolano pasajes de intenso lugubrismo ya
romántico: me refiero a la original traducción del
Orlando Innamorato, en la versión de Berni, donde,
en el Canto XII, Bello presenta el sepulcro de Albarosa, ambiente
espeluznante, fúnebremente iluminado: «en cien hachros e blanca cera ardía / que
claridad perpetua mantenía»
. Allí
|
—21→
Un sentido de
catástrofe universal expresa el romántico cubano
José María de Heredia (1803-1839), en el poema
«En el Teocalli de Cholula», casi anuncio premonitorio
de la «Tristissima
Nox» de Manuel Gutiérrez Nájera.
La contemplación de la majestad del Anáhuac comunica
al poeta la sensación angustiosa y al mismo tiempo
fascinante de la transitoriedad de los humanos, hundidos
generación tras generación en la nada por el «tiempo veloz»
, que arrebata «años y siglos como el norte
fiero»
:
|
9. La narrativa
romántica hispanoamericana junto con el tema del amor
infeliz, del destino negativo del hombre, contempla también
a la muerte. Representa cabalmente este aspecto
María, de Jorge Isaacs (1837-1895): la mujer muere
antes de que su enamorado llegue a verla, regresando de Europa. El
espectáculo que se le presenta al joven, una vez llegado a
la casa de su ya desaparecida felicidad, es de total abandono:
«en una especie de huerto, aislado en la
llanura y cercado de palenque»
, el cementerio, entre las
malezas, Efraín va buscando la tumba de la mujer amada; el
panorama natural, la hora crepuscular, convienen con la tristeza
del encuentro. Cuenta el triste enamorado:
Atravesé por en medio de las malezas y de las cruces de leño y de guaduas que se levantaban sobre ellas. El sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarzales y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos, quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acerqueme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: 'María...'23 |
Un ave negra
revolotea con «graznido
siniestro»
sobre la casa abandonada, y el desesperado
joven parte «al galope en medio de la
pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la
noche»
24.
Cuadra estupendo, de romántica desesperación.
10. La literatura romántica, sin embargo, no nos depara solamente escenas de refinada tristeza como la de María, sino que se abre también a una visión heroica —22→ de la muerte, tan presente concretamente en las guerras para la independencia y más tarde en la lucha contra el poder. Volverá a ser bello el morir por un ideal de libertad, quedarán mujeres en lágrimas, o que morirán junto con sus enamorados, pero será enaltecido el sacrificio. Es lo que ocurre en Amalia, del argentino José Mármol (1817-1871): por encima de la horripilante escena final de muerte con la que la novela termina, destaca el valor de la lucha por la libertad. Lo mismo es posible ver en la conocida narración de Esteban Echeverría (1805-1851), El matadero, en cuyo final la muerte del joven asesinado por los partidarios de Rosas asume un aspecto granguiñolesco:
Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolleando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos25. |
Por su parte
José Martí (1853-1895) no dejará de celebrar
el sacrificio de quien lucha contra el opresor. En el
célebre discurso Los pinos nuevos, del 27 de noviembre de
1891, en Tampa, conmemorando a los ocho estudiantes cubanos
fusilados por los españoles, vive, por encima de la
sugestión de las tumbas el significado positivo del
sacrificio: «¡Cesen ya -dice-,
puesto que por ellos es la patria más pura y hermosa, las
lamentaciones que sólo han de acompañar a los muertos
inútiles! Los pueblos viven de la levadura
heroica»
26.
Desde la muerte Martí ve avanzar la nueva vida; el mismo
paisaje la anuncia:
Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida. Ayer lo oí a la misma tierra, cuando venía, por la tarde hosca, a este pueblo fiel. Era el paisaje húmedo y negruzco; corría turbulento el arroyo cenagoso; las cañas, pocas y mustias, no mecían su verdor quejosamente, como aquellas queridas por donde piden redención los que las fecundaron con su muerte, sino se entraban ásperas e hirsutas, como puñales extranjeros, por el corazón; y en lo alto de las nubes desgarradas, un pino, desafiando la tempestad, erguía entero su copa. Rompió de pronto el sol sobre un claro del bosque, y allí, al centelleo de la luz súbita, vi por sobre la yerba amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos. ¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!27 |
11. Con el Modernismo la muerte se transforma en un hecho estético y en refugio contra la vulgaridad de la vida cotidiana o desahogo de un sentido —23→ íntimo de frustración o hasta en expresión de remordimiento. Este último caso lo representa Martí, cuando en «La niña de Guatemala» llora la muerte por suicidio de un pasajero amor olvidado. Los acentos fúnebres parecen repetir los de Bello, aunque entre los dos poetas ningún contacto real ha existido. La mujer es un cuerpo puro en brazos de la muerte y el poeta, a pesar de sus acentos refinados, no logra dar impresión alguna de participación verdadera al drama:
|
El deseo de morir
es corriente en los desilusionados poetas del Modernismo. El
mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895)
prospecta un paisaje excepcionalmente bello, de refinados matices,
esmaltes preciosos, para el momento de su desaparición; su
deseo es «morir cuando decline el
día / en alta mar y con la cara al cielo»
, en un
crepúsculo de oro y esmeraldas, «cuando la luz triste retira / sus áureas
redes de la onda verde»
,
|
La muerte es
considerada aquí con serenidad y sólo domina una
melancolía otoñal, que revela un cansancio vital.
Afirmará el colombiano José Asunción Silva
(1865-1896) que sólo la infancia29,
las cosas «viejas, tristes,
desteñidas»
30,
poseen un encanto permanente. Todo lo demás fluye,
desaparece, y la muerte es la fijación para la eternidad de
un instante definitivo, que no admite terror, sino que hay que
preparar con gran compostura estética. El mismo
procuró hacerlo cuando decidió suicidarse; en la
mesita de noche estaba El triunfa de la muerte de
D'Annunzio.
Para Silva todo
está dominado por un sentido de tránsito, incluso la
mujer y el amor. A pesar de todo, la muerte es pura belleza,
cristaliza para siempre el cuerpo y los afectos. En el conocido
Nocturno, que comienza con los versos «Poeta, di paso»
, el sentimiento
reconstruye en la muerte la perfección de un cuerpo, una
mujer de veinte años, de cabello dorado, nimbada de
melancolía, perfumando a reseda. El recuerdo, más que
sobre el amor, se funda en la evocación del cuerpo
difunto:
|
El tema de la muerte es particularmente presente en Silva, diríase más que como visión lóbrega como sentimiento de melancolía. Una serie de textos lo documenta, como el poema «Muertos», canto al «recuerdo borroso», «De lo que fue y ya no existe!».
12. De entre las
mujeres poetas del período que va del Modernismo a la
poesía nueva, destacan sobre el tema de la muerte la
suizo-argentina Alfonsina Storni (1892-1938) y la chilena Gabriela
Mistral (1889-1957). Sobre todo esta última, de la que
fueron famosos los «Sonetos de la Muerte», donde llora
la desaparición del ser amado suicida, cuya soledad evoca en
el «nicho helado»
donde los
hombres lo han depositado. Dramática situación para
la mujer, que angustiosamente ve, en «Interrogaciones»,
la imagen ensangrentada del amado e interroga al Señor,
cómo quedan los suicidas, invocando para ellos su
perdón31.
13. La
poesía y la prosa hispanoamericanas del siglo XX, orientadas
hacia problemas existenciales, en gran parte en la huella del autor
del Siglo de Oro que más hondamente ha influido en poetas y
narradores, Quevedo, dan significativo espacio al problema de la
muerte. Toda la obra poética de Xavier Villaurrutia
(19031950) está dominada por el tema de la muerte,
única afirmación de la vida32,
y —25→
si Octavio Paz (1914-1998) afirma que vivimos entre dos
paréntesis33,
nacer y morir, considerado este último momento un regreso
del individuo a su papel originario en el engranaje del mundo, para
el peruano César Vallejo (1892-1938) la vida es sólo
un espejismo y el hombre mismo es la muerte: «Os digo, pues, que la vida está en el
espejo, y que vosotros soys el original, la
muerte»
34.
Común es en
los poetas mencionados la interpretación de la muerte como
golpe repentino, asalto artero, diríamos, la «hora irremediable»
que ya
cantó Quevedo. Vallejo acude a la figura del
revólver, en cuya manzana hay un solo golpe y nadie sabe
cuando el gatillo percutirá en él35.
José Gorostiza (19011973) en Muerte sin fin
representa a la muerte como una «putilla»
que lo está
acechando, enamorando «con su ojo
lánguido»
36.
Pablo Neruda (1904-1973) comparte el concepto de la
imprevisibilidad de la llegada de la muerte:
|
Nostalgia de
presencias repentinamente perdidas. Jorge Luis Borges (1899-1986)
también evocará estas presencias, como en el poema
«La noche que en Sur lo velaron», meditativo «por el tiempo abundante de la
noche»
38;
la muerte como resultado de las fechorías del tiempo, que
«hace preciosos y patéticos a los
hombres»,
cuya condición es «de fantasmas»
, porque, afirma en
El Inmortal, «cada acto que
ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no
esté por desdibujarse como el rostro de un sueño.
Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de
lo azaroso»
39.
Neruda nos ha dado
en «Entierro en el Este», a raíz de su
experiencia en el Asia, la medida dramática de la
inconsistencia humana, el hombre reducido a ceniza que el rito
esparce sobre las turbias aguas del río sagrado; una
«trémula ceniza»
que
cae —26→
como un extinto fuego dejado por tan poderosos viajeros que hicieron arder algo sobre las negras aguas, y devoraron un aliento desaparecido y un licor extremo40. |
Gran cantor de la
vida, Neruda lo es, en su primera época, sobre todo de la
muerte. Él ha afirmado que «Hay
una sola enfermedad que mata, y ésa es la vida. Hay un solo
paso, y es el camino hacia la muerte»
41.
Por eso la aterradora imagen de la muerte domina desde el puerto,
hacia el cual se encaminan todas las vidas, porque
|
En la estación plena del amor, Neruda no se resignará a esta perspectiva. El último de los Cien sonetos de amor documenta un esfuerzo hacia la superación: la pareja de los enamorados resistirá la muerte, renacerá en un renovado panteísmo,
|
Llegarán,
sin embargo, los años tristes, las desilusiones, la
enfermedad, y el tema de la muerte volverá a presentarse en
la poesía de Neruda: «basta una
herida para derribarte, / con una sola letra / te mata el alfabeto
de la muerte»42
.
El tema es infinito en la poesía hispanoamericana, como por otra parte en toda poesía y no acabaríamos nunca. Sólo quiero señalar aún como la muerte aparezca representada también desde el más allá, mirando hacia esta tierra. Lo vemos en el poema Crónica regia y alabanza del Reino, del colombiano Álvaro Mutis (1923), donde interpreta al rey Felipe II de España, pintado en un célebre retrato por Sánchez Coello; desde el más allá el personaje mira con indiferencia hacia este mundo:
—27→
|
En Los
elementos del desastre Mutis escribe: «El humo reparte en la tierra un olor a hombre
vencido y taciturno que seca con su muerte la gracia luminosa de
las aguas que vienen de lo más oscuro de las
montañas»
43.
14. En la narrativa también el tema de la muerte aparece abundante. Me limitaré a recordar dos representaciones de la muerte en la obra de Miguel Ángel Asturias (1899-1974): la del joven Boby, nieto del poderoso «Papa Verde», omnipotente señor de la Bananera, y la de la pequeña Natividad Quintuche.
En el primer caso,
Asturias pone de relieve con lo trágico de la muerte en la
edad plena de la juventud y del amor, la indiferencia de los
norteamericanos de la Frutera. El cadáver de Boby, asesinado
por equivocación, es depositado sobre un escritorio de
metal, en medio de útiles insensibles: «entre un teléfono, una máquina de
escribir, una máquina de calcular y una maquinita de sacarle
punta a los lápices»
44.
Insistente es el ruido del chicle que masca un empleado y de los cacahuetes que otro va abriendo, dejando las cáscaras sobre el mismo ataúd:
¡Chicle, chacla... chicle... chacla!..., se oía por allí al del chicle que acompañaba al muerto con su infatigable tragar saliva de rumiante y al de los cacahuetes, el joven nacido en Illinois, que hacía ruido de roedor, un maní tras otro45. |
Ambiente y ruidos denuncian la falta total de participación humana en el drama de parte de los extranjeros a los que el escritor guatemalteco reprocha la explotación negativa de su tierra.
En la presentación del cuerpo de Natividad Quintuche, violentada y matado por el viejo don Estanislao en la narración «Torotumbo», de Week-end en Guatemala, Asturias rodea de una atmósfera de ternura al cuerpecito de la india que las comadres están vistiendo para su entierro e introduce al lector en un inédito y sugestivo mundo indio-cristiano. Las mujeres reciben al cuerpecito con lágrimas, que se tragan para no mojarle las alas que le sirven para ir al cielo, luego la lavan, la visten, la peinan, riegan sobre su cuerpo esencias aromáticas y pimienta negra para conservarla, y —28→
Ya le ponen la camisita, los calzoncillos, ya la túnica cerrada por detrás, color de perla vieja, ya las sandalias plateadas que de poco le servirán, hizo su tránsito por la tierra sin conocer los zapatos, con los pies descalzos, y ya tiene a la espalda el esplendor de las alas de cartón plateado para volar al cielo luciendo en la frente una corona de flores de papel, en las manos cruzadas una hoja de palma y en los labios, una flor natural, el saludo de su boca de criatura terrestre para los ángeles de Dios. Del techo, entre mazorcas de maíz agarradas de las hojas como serafines del Maízdios y humo de incienso y pom quemados en braseros, simulando nubes, pendía Natividad Quintuche, que ya no era ella sino un angelito, sin que su madre la pudiera llorar por temor a volverle agua las alas, ni su padre y su padrino dejaran de rociar el rancho, machete en mano, dispuestos a medirse con el Diablo donde lo encontraran46. |
Una visión que cierra poéticamente, no con menos dramatismo, esta reseña en torno al tema.