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«Nuestras vidas son los ríos...»

Giuseppe Bellini


Università di Milano



  —11→  

1. En la literatura hispanoamericana el sentido de la muerte está presente, como en todas las literaturas, siendo el problema fundamental del hombre, objeto de su reflexión, temor, repudio o aspiración. Sin embargo, sin enfatizar el problema, podemos afirmar que confluyen en el tema de la muerte hispanoamericano dos corrientes, la indígena y la española. Al sentido problemático que la muerte asume en el mundo precolombino se junta el complejo significado que ella tiene en el mundo medieval hispánico, desde el punto de vista religioso, de la fama y el honor y va matizando sus significados a través de los siglos, con las mutaciones que intervienen en la sociedad, su mentalidad y sus costumbres, hasta nuestros días.

Si atendemos al mundo americano anterior al descubrimiento, no hay quien no conozca lo que la muerte significa en el ámbito náhuad. La limitación de la inteligencia que ya los dioses imponen al hombre finalmente creado, como documenta por el área maya el Popol Vuh, es una condena que se parece a la muerte, pues significa la sumisión perpetua a una especie de esclavitud frente a las divinidades:

Entonces el Corazón del Cielo les echó un vaho en los ojos, los cuales se empañaron como cuando se sopla sobre la luna de un espejo. Sus ojos se velaron y sólo pudieron ver lo que estaba cerca, sólo esto era claro para ellos.

Así fue destruida su sabiduría y todos los conocimientos de los cuatro hombres, origen y principio [de la raza quiché]1.



Sin embargo es en la poesía sagrada del área náhuatl donde el problema de la muerte se presenta apremiante. Frente a una sociedad por más que altamente civilizada siempre fundamentalmente de signo trágico y sangriento, debido a las continuas guerras y sacrificios humanos, el problema de la transitoriedad de   —12→   la vida se vuelve tormentoso, implica la vanidad del vivir, la inutilidad del nacer, la desorientación ante el más allá y al final como último consuelo posible un reino de paradisíaca belleza:


Dicen que en buen lugar, dentro del cielo,
hay vida general, hay alegría,
enhiestos están los atabales,
es perpetuo el canto con el que se disipa
nuestro llanto y nuestra tristeza...



Aunque tampoco esta poética perspectiva vale a desbaratar la tristeza. No se trata de temor a la muerte, sino de un problema más profundo, el de la inutilidad de la vida, que desemboca en amarga resignación: «Sólo venimos a llenar un oficio en la tierra, ¡oh amigos!».

Siquiera los dioses escapan a la muerte, aunque su condición de muertos es pasajera. Es lo que le toca al dios Quetzaltcóatl, rescatador del género humano, que muere, desciende al reino de los muertos para finalmente, rescatados los huesos preciosos de las criaturas humanas, resucitar:


y en esos cuatro días adquirió dardos, y ocho días más tarde
vino a aparecer como magna estrella. Y es fama que hasta entonces
se instaló para reinar.



Al otro extremo de la América precolombina la poesía del área incaica contempla la pequeñez del hombre, aunque sea el Inca mismo, frente al poder del dios Wiracocha, «poderoso cimiento del mundo», como lo define Manco Cápac.

La literatura indígena del Perú se cierra con el llanto sobre la muerte de Atahualpa, en el trágico choque con los soldados del conquistador Francisco Pizarro.



2. En México el mundo indígena había sido ya destruido por Hernán Cortés, el maya por Alvarado. Es el momento en que una nueva civilización se impone sobre la indígena, sin lograr acallarla. A través de los siglos, en efecto, ella asomará continuamente, en el Inca Garcilaso, en Sor Juana Inés de la Cruz, en el padre Landívar, hasta los tiempos más recientes, en Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz y tantos otros escritores: una raíz insuprimible que da a la literatura hispanoamericana un sello de gran originalidad.

Por lo que toca a la llegada de los descubridores y colonizadores, ya el descubrimiento colombiano nace bajo el signo cruel de la destrucción y la muerte. Lo denuncia el padre Las Casas en su Breve historia de la destrucción de las Indias. La conquista del continente, choque violento entre dos mundos, se inaugura, como es natural, bajo el signo de la muerte. La literatura de la conquista lo atestigua, presentando en las páginas de Cortés y de Bernal Díaz del Castillo, por lo que se refiere a México, y del Inca Garcilaso, por lo que atañe   —13→   al Perú, dos espeluznantes escenarios de muerte. En su tercera Carta al emperador, Hernán Cortés (1485-1547) describe la serie de hechos cruentos que comportó la conquista de la capital azteca y como

fue tan grande la mortandad que se hizo en nuestros enemigos, que muertos y presos pasaron de doce mil ánimas, con los cuales usaban de tanta crueldad nuestros amigos [los tlascaltecas] que por ninguna vía a ninguno daban la vida, aunque más reprendidos y castigados de nosotros eran2.



El sentido de la derrota era tan fuerte en los vencidos que el mismo conquistador tuvo que intervenir muchas veces para distraer a los que habían sobrevivido de «su mal propósito, como era la determinación que tenían de morir»3.

La muerte es aquí ferocidad y venganza de parte de los antiguos súbditos de los aztecas y de parte de los vencidos una manera para escapar a la vergüenza de la derrota y a la ofensa de haber caído en poder no tanto de los españoles como de sus antiguos vasallos.

En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, con patente horror todavía a distancia de decenios, Bernal Díaz del Castillo (1492-1584) recuerda el panorama terrificante que se le presenta al entrar en Tenochtitlán:

digamos de los cuerpos muertos y cabezas que estaban en aquellas casas adonde se había retraído Guatemuz; digo, que juro, amén, que todas las casas y barbacoas de la laguna estaban llenas de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba, pues en las calles y en los mismos patios de Tlatelulco no había otra cosa, y no podíamos andar sino entre cuerpos muertos, y hedía tanto que no había hombre que lo pudiese sufrir [...]4.



Muy abiertamente, además, el antiguo conquistador revela que pensar en la muerte era constante en los soldados que se adentraban en mundo tan misterioso y desconocido: «y cómo somos hombres y temíamos la muerte, no dejábamos de pensar en ello», mientras se recomendaban a Dios y a la Virgen, «con buena esperanza, que pues Nuestro Señor Jesucristo fue servido guardarnos de los peligros pasados, que también nos guardaría del poder de México»5.

3. El Inca Garcilaso (1539-1616), en la segunda parte de los Comentarios Reales, presenta una suerte de pendant de la escena antes citada, un gigantesco   —14→   mural de muerte cuando, hecho prisionero en Cajamarca a Atahualpa, todos los indios se dan a la fuga:

Los indios, viendo preso a su rey y que los españoles no cesaban de los herir y matar, huyeron todos, y no pudiendo salir por donde habían entrado porque los de a caballo habían tomado aquellos puestos, fueron huyendo hacia una pared de las que cercaban aquel gran llano, que era de cantería muy pulida [...] y con tanta fuerza e ímpetu cargaron sobre ella huyendo de los caballos, que derribaron mas de cien pasos de ella, por donde pudieron salir para acogerse al campo. [...] Los españoles, como dicen los historiadores, no se contentaron con verlos huir, sino que los siguieron y alancearon hasta que la noche se los quitó delante [...]6.



La muerte, en el Inca Garcilaso, tiene sobre todo un significado de condena de las violencias injustificadas de los conquistadores y de una reafirmada justicia divina. Todos los responsables de la destrucción del Perú mueren de muerte violenta; el mismo marqués don Francisco Pizarro, con toda la suerte que tuvo, no encontró quien le valiera contra los partidarios de Diego de Almagro, el joven, y murió «tan desamparado y pobre» como había nacido. Gran lección moral: «Donde la fortuna en menos de una hora igualó su disfavor y miseria al favor y prosperidad que en el discurso de toda su vida le había dado»7.

Su hermano, Gonzalo Pizarro, acaba degollado, mientras Diego de Almagro ya había sido eliminado por Hernando Pizarro. Un clima violento acompaña inevitablemente las gestas de la conquista y los cronistas se vuelven críticos con los responsables: en su muerte ven casi siempre la justa punición por sus hechos sangrientos. Y sin embargo en la muerte revive también el concepto medieval de la entereza del hombre; el soldado no debe temer a la muerte y frente a ella su conducta debe demostrar valor y dignidad, condiciones que solas le mantienen la categoría de honrado. Frente al miedo a la muerte y las imploraciones para obtener salva su vida, considerando que era viejo y «la misma edad y el tiempo le condenarían a muerte en breve»8, Hernando Pizarro le reprocha precisamente esto a don Diego de Almagro, según escribe Agustín de Zárate:

Y a eso Hernando Pizarro le respondió que no eran aquellas palabras para que una persona de tanto ánimo como él las dijese ni se mostrase tan pusilánime; y que pues su muerte no se podía excusar, que se conformase con la voluntad de   —15→   Dios, muriendo como cristiano y como caballero. Y a esto le satisfizo don Diego con que no se maravillase de que él temiese la muerte como hombre y pecador, pues la humanidad de Cristo la había temido. Y en fin, Hernando Pizarro, en ejecución de su sentencia le hizo degollar9.





4. El concepto de la muerte entra en la literatura que va surgiendo en América con las primeras expresiones de la poesía romanceril, influida por la abundante mies hispánica que los conquistadores llevaban consigo en su memoria y en la inevitable nostalgia por la tierra hispánica abandonada. Escribe Ramón Menéndez Pidal que en la memoria de soldados y capitanes el Romancero, tan popular en España, «reverdecería a menudo para endulzar el sentimiento de soledad de la patria, para distraer el aburrimiento de los inacabables viajes o el temor de las aventuras con que brindaba el desconocido mundo que pisaban»10. Serían romances de amor sobre todo, de los que tan rica era la veta fronteriza, pero también romances originales que los hechos sangrientos de la conquista y sobre todo de las guerras civiles peruanas hacían brotar con una abundancia por cierto superior a la que nos ha quedado documentada.

En estos últimos romances la muerte es presencia constante. Lo demuestra el ciclo, breve, dedicado hacia 1553, siguiendo en parte el conocido romance del Rey don Rodrigo y la pérdida de España, a Francisco Hernández Girón, uno de los protagonistas de las guerras civiles del Perú recientemente conquistado; destaca en la poesía, a pesar de la condición de rebelde del protagonista, la integridad del caballero, que prefiere ir al encuentro de la muerte antes que rendirse, dejando, como el derrotado rey don Rodrigo, que el caballo le lleve adonde más quiere:


Toda aquella noche escura
va caminando Girón
por sierras y despoblados,
que camino no buscó.
En esa Xauxa, la grande,
gente del Rey le prendió,
de ahí fue traído a Lima,
do sus días acabó.
Cortáronle la cabeza
por traidor, dice el pregón,
sus casas siembran de sal,
por el suelo echadas son;
en medio está una coluna,
—16→
do escrita está la razón:
«Vean cuán mal acaba
el que es a su Rey traidor».



Final ciertamente obsequioso con respecto a la lealtad debida al soberano, pero que no impide la admiración, de parte del anónimo poeta, hacia el «fuerte», como lo define, que fue al encuentro de la muerte, como requería la valentía del caballero medieval. El mismo Garcilaso había expresado su admiración por Gonzalo Pizarro llevado al cadalso; a propósito del trágico fin de Hernández Girón, el Inca refiere las palabras del Palentino:

Fuele tomada su confesión [...]. Sacáronle ajusticiar a mediodía, arrastrando en un serón atado a la cola de un rocín y con voz de pregonero que decía: «Ésta es la justicia que manda hacer su Majestad y el magnífico caballero don Pedro Portocarrero, maestre de campo, a este hombre por traidor a la corona real y alborotador de estos reinos, mandándole cortar la cabeza por ello y fijarla en el rollo de esta ciudad, y que sus casas sean derribadas y sembradas de sal y puesto en ellas un mármol con un rótulo que declare su delito». Murió cristianamente, mostrando grande arrepentimiento de los muchos males que había causado11.



Muerte escarmentadora ésta, destinada como era costumbre a una duradera lección.



5. Distinta es la muerte que le toca al amante, en los conocidos romances de la mujer infiel y del enamorado y la muerte. Los temas llegan a América desde España, pero en el Nuevo Mundo asumen matices nuevos, a veces de acentuado tono granguiñolesco los primeros, de notable «macabrismo» en ciertos romances del área mexicana, en contraste eficaz, a veces, con elementos de logrado erotismo. La muerte tampoco le deja salida al enamorado en los romances del ciclo de «el enamorado y la muerte»; la aventura de amor, que lleva al enamorado a fiar su vida a una «escalera fina», que su amada le construye con sus trenzas y sus sábanas:


El enamorado sube
por aquella fina escala,
va llegando ya a lo alto
cuando le sorprende el alba;
como la escala es muy débil,
no aguanta el peso y se rasga,
y el enamorado cae
a las plantas de la Parca,
quien al verlo muerto dice,
—17→
soltando una carcajada:
-¡Vamos, el enamorado,
que de mí ya no te escapas!





6. En la literatura de la Colonia no falta ciertamente la presencia de la muerte. En el teatro español la presencia de América se inaugura concretamente con el drama Las Cortes de la Muerte, de Miguel de Carvajal y Luis Hurtado de Toledo, escrito entre 1552 y 1557, según opina Francisco Ruiz Ramón12, donde la Muerte se pone de la parte de los indios, en contra de las fechorías de los españoles. Es improbable que este drama haya sido representado en algún momento en el Nuevo Mundo, debido a su contenido crítico.

La presencia de la muerte se anuncia en el teatro americano desde el primer momento, especialmente en la obra lírico-dramática de Fernán González de Eslava (1534-1601?): aludo al Coloquio XII, dedicado a La batalla naval que el serenísimo Príncipe don Juan de Austria tuvo con el Turco13, donde la Muerte debate contra la Vida, presenciando al final, un poco sorprendida según parece, a la felicidad de quien ha muerto combatiendo por la fe. La muerte asume para el soldado e l significado cautivante de tránsito hacia un jardín de maravillas y la contemplación, de la «Eterna Visión»:

DIFUNTO.-
¡Qué campo tan saludable!
¡Qué fragancia dan las flores!
¡Qué cosa tan admirable
se pierden los pecadores
por el mundo miserable!


Nada que ver en el Coloquio citado con el Nuevo Mundo, pero en él escribe su autor. Desvirtuada de su papel de escarmentadora, la Muerte parece desorientada frente a la felicidad del soldado. Es un caso único en la literatura hispanoamericana y por el significado parece acercarse al teresiano «que muero porque no muero».



6. En el ámbito poético, si por un lado el hispano-peruano Juan del Valle y Caviedes (1645-1699?) puede, siguiendo a Quevedo, mofarse de la muerte, satirizando en su Diente del Parnaso14 a los médicos como sus directos aliados, y   —18→   considerar burlonamente su próxima defunción, pero «sin médicos cuervos» cerca de su cabecera15, Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) restituye a la muerte su significado serio y profundo, como medida de todo lo humano, disolución de todo lo material. En el soneto en que comenta la vanidad del espléndido retrato que le han hecho, con «falsos silogismos de colores», y que interpreta como engaño de los sentidos, denuncia la inutilidad del halago frente al desgaste del tiempo, al destino de un cuerpo que en breve «es cadáver, es polvo, es sombra, es nada»16. Siguiendo a Góngora, la rosa vuelve a ser, en su poesía, símbolo de la vida humana, representa una «docta» muerte frente a una «necia» vida, puesto que «viviendo engaña(s) y muriendo enseña(s)»17. Al fin y al cabo siempre mujer, sin embargo, lo que más aborrece la monja es el ultraje de la vejez y la muerte en edad juvenil llega a ser para ella una suerte de rescate:



   Y aunque llega la muerte presurosa
y tu fragante vida se te aleja
no sientas el morir tan bella y moza;

    mira que la experiencia te aconseja
que es fortuna morirte siendo hermosa
y no ver los ultrajes de ser vieja18.



No faltan tampoco en la obra poética de la Fénix sonetos fúnebres, como el tríptico dedicado al duque de Veraguas, don Pedro Nuño Colón de Portugal y Castro, que sucedió en el cargo de Virrey de la Nueva España al marqués de Mancera el 16 de noviembre de 1673, y murió el día 13 del mes siguiente, vivo ejemplo de como la muerte está siempre asechando al hombre. Sor Juana llama duramente la atención sobre la tumba: «-Ves, caminante? En esta triste pira...», y «Detén el paso, caminante. Advierte...»19. La muerte no podía ser entendida de otro modo por una religiosa.



7. La sugestión del Quevedo filósofo y moralista en el tardío período barroco de la Colonia lleva a tratar con frecuencia de la muerte: lo hace de manera moralizadora escalofriante fray Joaquín Bolaños (1741?-1796) en La portentosa vida de la Muerte, título que se completa con Emperatriz de los sepulcros, Vengadora de los agravios del Altísimo, y muy Señora de la Humana Naturaleza (1792). Es todo   —19→   un programa. Acertadamente Blanca López de Mariscal pone de relieve la filiación de esta obra con la primitiva danza de la muerte peninsular, pues en ambas

la finalidad parece ser la misma: en la Danza de la muerte, el prologuista del códice de la biblioteca del Escorial anticipa que la obra 'trata de cómo la Muerte dise abisa a todas las criaturas que paren mientes en la breuidad de su bida e que della mayor cabdal non sea fecho que ella meresçe'; en La portentosa vida de la Muerte Bolaños tiene conciencia de que su obra está destinada a mantener vivo en los hombres el recuerdo de la muerte: 'Su memoria es el freno que nos contiene, y sin este freno correrá apresurado [el hombre] a su última perdición y lamentable desgracia'20.



A través de los escalofriantes pasajes donde actúa y discute la muerte, se llega en el libro de Bolaños a la muerte de la misma muerte en el día del juicio final, puesto que

Verá la Muerte que ya van a dar al traste las últimas vidas de los hombres, que es lo mismo que negarle los medicamentos a su enfermedad, y derribar por tierra las columnas en que firmaba su imperio. Acabará la Muerte, ya no habrá muerte, ni muertos en todo el orbe. Et mors ultra non erit. Será sepultado su esqueleto en el profundo sepulcro del infierno, pero allí no se llamará muerte temporal de los hombres, sino muerte eterna de los condenados. Después de las honras que harán los condenados a la muerte, que será una continua lluvia de maldiciones por haberlos sorprendido en lo más gustoso de sus vidas licenciosas, le pondrán este epitafio sobre su sepulcro:


En esta cárcel cerrada
con aquel candado eterno
con que Dios cerró el infierno,
queda la Muerte enterrada.
Nuestra Muerte desgraciada
muerte nos dio temporal,
mas desde el juicio final
que cayó en esta caverna,
otra muerte nos da eterna.
¡Oh, qué Muerte tan fatal!21



Muere la Muerte procuradora de muertos y se la sepulta en el infierno, como el peor de los males. Ya no es tanto la Muerte justiciera, como la enemiga   —20→   de la vida humana. No contento Bolaños concluye su libro describiendo el «mar negro de la Muerte que tiene que navegar todo hombre», tarde o temprano: «Este mar tan amargo está situado entre el oriente de la vida y el funesto ocaso de la muerte, corren sus aguas tan aceleradas como el tiempo, y van a sepultarse sus olas en el interminable piélago de la eternidad»22.



8. Con La portentosa vida de la Muerte se cierra el período más lóbrego de la presencia de la muerte en la literatura hispanoamericana de los siglos XVI- XVIII. Tierna es, a pesar de su fúnebre contenido, en La oración para todos, de Andrés Bello (1781-1865), recreación original de La priére pour toas de Víctor Hugo, la incitación a orar:


¡Hija!, reza también por los que cubre
la soporosa piedra de la tumba,
profunda sima a donde se derrumba
la turba de los hombres mil a mil:
abismo en que se mezcla polvo a polvo,
y pueblo a pueblo, cual se ve la hoja
de que el añoso bosque abril despoja,
mezclar las suyas otro y otro abril.



Tampoco faltan en la poesía del venezolano pasajes de intenso lugubrismo ya romántico: me refiero a la original traducción del Orlando Innamorato, en la versión de Berni, donde, en el Canto XII, Bello presenta el sepulcro de Albarosa, ambiente espeluznante, fúnebremente iluminado: «en cien hachros e blanca cera ardía / que claridad perpetua mantenía». Allí



Bajo un dosel de plata, que doblado
repite el resplandor de tanta llama,
aparece alto lecho de brocado,
y en él una gentil difunta dama.
En caracteres de oro está grabado
sobre un negro padrón, junto a la cama
un letrero que dice: «Aquel que fuere
llegado a este lugar sepa que muere,

Si a pasar adelante se aventura
no haciendo antes solemne juramento
de vengar a esta exánime hermosura
dando a su matador, digno, escarmiento:
[...]



  —21→  

Un sentido de catástrofe universal expresa el romántico cubano José María de Heredia (1803-1839), en el poema «En el Teocalli de Cholula», casi anuncio premonitorio de la «Tristissima Nox» de Manuel Gutiérrez Nájera. La contemplación de la majestad del Anáhuac comunica al poeta la sensación angustiosa y al mismo tiempo fascinante de la transitoriedad de los humanos, hundidos generación tras generación en la nada por el «tiempo veloz», que arrebata «años y siglos como el norte fiero»:


       Todo perece
por ley universal. Aun este mundo
tan bello y tan brillante que habitamos,
es el cadáver pálido y deforme
de otro mundo que fue...





9. La narrativa romántica hispanoamericana junto con el tema del amor infeliz, del destino negativo del hombre, contempla también a la muerte. Representa cabalmente este aspecto María, de Jorge Isaacs (1837-1895): la mujer muere antes de que su enamorado llegue a verla, regresando de Europa. El espectáculo que se le presenta al joven, una vez llegado a la casa de su ya desaparecida felicidad, es de total abandono: «en una especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque», el cementerio, entre las malezas, Efraín va buscando la tumba de la mujer amada; el panorama natural, la hora crepuscular, convienen con la tristeza del encuentro. Cuenta el triste enamorado:

Atravesé por en medio de las malezas y de las cruces de leño y de guaduas que se levantaban sobre ellas. El sol al ponerse cruzaba el ramaje enmarañado de la selva vecina con algunos rayos, que amarilleaban sobre los zarzales y en los follajes de los árboles que sombreaban las tumbas. Al dar la vuelta a un grupo de corpulentos tamarindos, quedé enfrente de un pedestal blanco y manchado por las lluvias, sobre el cual se elevaba una cruz de hierro: acerqueme. En una plancha negra que las adormideras medio ocultaban ya, empecé a leer: 'María...'23



Un ave negra revolotea con «graznido siniestro» sobre la casa abandonada, y el desesperado joven parte «al galope en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto horizonte ennegrecía la noche»24. Cuadra estupendo, de romántica desesperación.



10. La literatura romántica, sin embargo, no nos depara solamente escenas de refinada tristeza como la de María, sino que se abre también a una visión heroica   —22→   de la muerte, tan presente concretamente en las guerras para la independencia y más tarde en la lucha contra el poder. Volverá a ser bello el morir por un ideal de libertad, quedarán mujeres en lágrimas, o que morirán junto con sus enamorados, pero será enaltecido el sacrificio. Es lo que ocurre en Amalia, del argentino José Mármol (1817-1871): por encima de la horripilante escena final de muerte con la que la novela termina, destaca el valor de la lucha por la libertad. Lo mismo es posible ver en la conocida narración de Esteban Echeverría (1805-1851), El matadero, en cuyo final la muerte del joven asesinado por los partidarios de Rosas asume un aspecto granguiñolesco:

Inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolleando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos25.



Por su parte José Martí (1853-1895) no dejará de celebrar el sacrificio de quien lucha contra el opresor. En el célebre discurso Los pinos nuevos, del 27 de noviembre de 1891, en Tampa, conmemorando a los ocho estudiantes cubanos fusilados por los españoles, vive, por encima de la sugestión de las tumbas el significado positivo del sacrificio: «¡Cesen ya -dice-, puesto que por ellos es la patria más pura y hermosa, las lamentaciones que sólo han de acompañar a los muertos inútiles! Los pueblos viven de la levadura heroica»26. Desde la muerte Martí ve avanzar la nueva vida; el mismo paisaje la anuncia:

Cantemos hoy, ante la tumba inolvidable, el himno de la vida. Ayer lo oí a la misma tierra, cuando venía, por la tarde hosca, a este pueblo fiel. Era el paisaje húmedo y negruzco; corría turbulento el arroyo cenagoso; las cañas, pocas y mustias, no mecían su verdor quejosamente, como aquellas queridas por donde piden redención los que las fecundaron con su muerte, sino se entraban ásperas e hirsutas, como puñales extranjeros, por el corazón; y en lo alto de las nubes desgarradas, un pino, desafiando la tempestad, erguía entero su copa. Rompió de pronto el sol sobre un claro del bosque, y allí, al centelleo de la luz súbita, vi por sobre la yerba amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos, los racimos gozosos de los pinos nuevos. ¡Eso somos nosotros: pinos nuevos!27





11. Con el Modernismo la muerte se transforma en un hecho estético y en refugio contra la vulgaridad de la vida cotidiana o desahogo de un sentido   —23→   íntimo de frustración o hasta en expresión de remordimiento. Este último caso lo representa Martí, cuando en «La niña de Guatemala» llora la muerte por suicidio de un pasajero amor olvidado. Los acentos fúnebres parecen repetir los de Bello, aunque entre los dos poetas ningún contacto real ha existido. La mujer es un cuerpo puro en brazos de la muerte y el poeta, a pesar de sus acentos refinados, no logra dar impresión alguna de participación verdadera al drama:



   Allí, en la bóveda helada
la pusieron en dos bancos:
besé su mano afilada,
besé sus zapatos blancos.

   Callado, al oscurecer,
me llamó el enterrador:
¡nunca más he vuelto a ver
a la que murió de amor!



El deseo de morir es corriente en los desilusionados poetas del Modernismo. El mexicano Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) prospecta un paisaje excepcionalmente bello, de refinados matices, esmaltes preciosos, para el momento de su desaparición; su deseo es «morir cuando decline el día / en alta mar y con la cara al cielo», en un crepúsculo de oro y esmeraldas, «cuando la luz triste retira / sus áureas redes de la onda verde»,


Morir, y joven, antes que destruya
el tiempo aleve la gentil corona,
cuando la vida dice aún «soy tuya»,
aunque sepamos bien que nos traiciona28.



La muerte es considerada aquí con serenidad y sólo domina una melancolía otoñal, que revela un cansancio vital. Afirmará el colombiano José Asunción Silva (1865-1896) que sólo la infancia29, las cosas «viejas, tristes, desteñidas»30, poseen un encanto permanente. Todo lo demás fluye, desaparece, y la muerte es la fijación para la eternidad de un instante definitivo, que no admite terror, sino que hay que preparar con gran compostura estética. El mismo procuró hacerlo cuando decidió suicidarse; en la mesita de noche estaba El triunfa de la muerte de D'Annunzio.

  —24→  

Para Silva todo está dominado por un sentido de tránsito, incluso la mujer y el amor. A pesar de todo, la muerte es pura belleza, cristaliza para siempre el cuerpo y los afectos. En el conocido Nocturno, que comienza con los versos «Poeta, di paso», el sentimiento reconstruye en la muerte la perfección de un cuerpo, una mujer de veinte años, de cabello dorado, nimbada de melancolía, perfumando a reseda. El recuerdo, más que sobre el amor, se funda en la evocación del cuerpo difunto:


¡Ah, de la noche trágica me acuerdo todavía!
El ataúd heráldico en el salón yacía.
Mi oído fatigado por vigilias y excesos,
Sintió como a distancia los monótonos rezos!
Tú, mustia y pálida entre la negra seda,
La llama de los cirios temblaba y se movía,
Perfumaba la atmósfera un olor de reseda,
Un crucifijo pálido los brazos extendía
Y estaba helada y cárdena la boca que fue mía.



El tema de la muerte es particularmente presente en Silva, diríase más que como visión lóbrega como sentimiento de melancolía. Una serie de textos lo documenta, como el poema «Muertos», canto al «recuerdo borroso», «De lo que fue y ya no existe!».



12. De entre las mujeres poetas del período que va del Modernismo a la poesía nueva, destacan sobre el tema de la muerte la suizo-argentina Alfonsina Storni (1892-1938) y la chilena Gabriela Mistral (1889-1957). Sobre todo esta última, de la que fueron famosos los «Sonetos de la Muerte», donde llora la desaparición del ser amado suicida, cuya soledad evoca en el «nicho helado» donde los hombres lo han depositado. Dramática situación para la mujer, que angustiosamente ve, en «Interrogaciones», la imagen ensangrentada del amado e interroga al Señor, cómo quedan los suicidas, invocando para ellos su perdón31.



13. La poesía y la prosa hispanoamericanas del siglo XX, orientadas hacia problemas existenciales, en gran parte en la huella del autor del Siglo de Oro que más hondamente ha influido en poetas y narradores, Quevedo, dan significativo espacio al problema de la muerte. Toda la obra poética de Xavier Villaurrutia (19031950) está dominada por el tema de la muerte, única afirmación de la vida32, y   —25→   si Octavio Paz (1914-1998) afirma que vivimos entre dos paréntesis33, nacer y morir, considerado este último momento un regreso del individuo a su papel originario en el engranaje del mundo, para el peruano César Vallejo (1892-1938) la vida es sólo un espejismo y el hombre mismo es la muerte: «Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros soys el original, la muerte»34.

Común es en los poetas mencionados la interpretación de la muerte como golpe repentino, asalto artero, diríamos, la «hora irremediable» que ya cantó Quevedo. Vallejo acude a la figura del revólver, en cuya manzana hay un solo golpe y nadie sabe cuando el gatillo percutirá en él35. José Gorostiza (19011973) en Muerte sin fin representa a la muerte como una «putilla» que lo está acechando, enamorando «con su ojo lánguido»36. Pablo Neruda (1904-1973) comparte el concepto de la imprevisibilidad de la llegada de la muerte:


Pero, de pronto, faltan a la mesa
los más amados muertos, y esperamos,
y no esperamos, es así la muerte,
se va acercando a cada silla y luego
allá ya no se sienta la que amamos,
se murió con violín el pobre Alberto,
y se desploma el padre hacia el abuelo37.



Nostalgia de presencias repentinamente perdidas. Jorge Luis Borges (1899-1986) también evocará estas presencias, como en el poema «La noche que en Sur lo velaron», meditativo «por el tiempo abundante de la noche»38; la muerte como resultado de las fechorías del tiempo, que «hace preciosos y patéticos a los hombres», cuya condición es «de fantasmas», porque, afirma en El Inmortal, «cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso»39.

Neruda nos ha dado en «Entierro en el Este», a raíz de su experiencia en el Asia, la medida dramática de la inconsistencia humana, el hombre reducido a ceniza que el rito esparce sobre las turbias aguas del río sagrado; una «trémula ceniza» que cae   —26→  

como un extinto fuego dejado por tan poderosos viajeros que hicieron arder algo sobre las negras aguas, y devoraron un aliento desaparecido y un licor extremo40.



Gran cantor de la vida, Neruda lo es, en su primera época, sobre todo de la muerte. Él ha afirmado que «Hay una sola enfermedad que mata, y ésa es la vida. Hay un solo paso, y es el camino hacia la muerte»41. Por eso la aterradora imagen de la muerte domina desde el puerto, hacia el cual se encaminan todas las vidas, porque


La muerte está en los catres:
en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla con un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante.



En la estación plena del amor, Neruda no se resignará a esta perspectiva. El último de los Cien sonetos de amor documenta un esfuerzo hacia la superación: la pareja de los enamorados resistirá la muerte, renacerá en un renovado panteísmo,


Y allí donde respiran los claveles
fundaremos un traje que resista
la eternidad de un beso victorioso.



Llegarán, sin embargo, los años tristes, las desilusiones, la enfermedad, y el tema de la muerte volverá a presentarse en la poesía de Neruda: «basta una herida para derribarte, / con una sola letra / te mata el alfabeto de la muerte»42.

El tema es infinito en la poesía hispanoamericana, como por otra parte en toda poesía y no acabaríamos nunca. Sólo quiero señalar aún como la muerte aparezca representada también desde el más allá, mirando hacia esta tierra. Lo vemos en el poema Crónica regia y alabanza del Reino, del colombiano Álvaro Mutis (1923), donde interpreta al rey Felipe II de España, pintado en un célebre retrato por Sánchez Coello; desde el más allá el personaje mira con indiferencia hacia este mundo:

  —27→  

En el marfil cansado del augusto rostro
los ojos de un plúmbeo azul apenas miran ya
las cosas de este mundo [...]



En Los elementos del desastre Mutis escribe: «El humo reparte en la tierra un olor a hombre vencido y taciturno que seca con su muerte la gracia luminosa de las aguas que vienen de lo más oscuro de las montañas»43.



14. En la narrativa también el tema de la muerte aparece abundante. Me limitaré a recordar dos representaciones de la muerte en la obra de Miguel Ángel Asturias (1899-1974): la del joven Boby, nieto del poderoso «Papa Verde», omnipotente señor de la Bananera, y la de la pequeña Natividad Quintuche.

En el primer caso, Asturias pone de relieve con lo trágico de la muerte en la edad plena de la juventud y del amor, la indiferencia de los norteamericanos de la Frutera. El cadáver de Boby, asesinado por equivocación, es depositado sobre un escritorio de metal, en medio de útiles insensibles: «entre un teléfono, una máquina de escribir, una máquina de calcular y una maquinita de sacarle punta a los lápices»44.

Insistente es el ruido del chicle que masca un empleado y de los cacahuetes que otro va abriendo, dejando las cáscaras sobre el mismo ataúd:

¡Chicle, chacla... chicle... chacla!..., se oía por allí al del chicle que acompañaba al muerto con su infatigable tragar saliva de rumiante y al de los cacahuetes, el joven nacido en Illinois, que hacía ruido de roedor, un maní tras otro45.



Ambiente y ruidos denuncian la falta total de participación humana en el drama de parte de los extranjeros a los que el escritor guatemalteco reprocha la explotación negativa de su tierra.

En la presentación del cuerpo de Natividad Quintuche, violentada y matado por el viejo don Estanislao en la narración «Torotumbo», de Week-end en Guatemala, Asturias rodea de una atmósfera de ternura al cuerpecito de la india que las comadres están vistiendo para su entierro e introduce al lector en un inédito y sugestivo mundo indio-cristiano. Las mujeres reciben al cuerpecito con lágrimas, que se tragan para no mojarle las alas que le sirven para ir al cielo, luego la lavan, la visten, la peinan, riegan sobre su cuerpo esencias aromáticas y pimienta negra para conservarla, y   —28→  

Ya le ponen la camisita, los calzoncillos, ya la túnica cerrada por detrás, color de perla vieja, ya las sandalias plateadas que de poco le servirán, hizo su tránsito por la tierra sin conocer los zapatos, con los pies descalzos, y ya tiene a la espalda el esplendor de las alas de cartón plateado para volar al cielo luciendo en la frente una corona de flores de papel, en las manos cruzadas una hoja de palma y en los labios, una flor natural, el saludo de su boca de criatura terrestre para los ángeles de Dios.

Del techo, entre mazorcas de maíz agarradas de las hojas como serafines del Maízdios y humo de incienso y pom quemados en braseros, simulando nubes, pendía Natividad Quintuche, que ya no era ella sino un angelito, sin que su madre la pudiera llorar por temor a volverle agua las alas, ni su padre y su padrino dejaran de rociar el rancho, machete en mano, dispuestos a medirse con el Diablo donde lo encontraran46.



Una visión que cierra poéticamente, no con menos dramatismo, esta reseña en torno al tema.





 
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