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Nueva Crítica y Nuevos Críticos

Ricardo Gullón





I

El hecho de que el argumento de Rojo y Negro esté tomado de un fait divers y el de Demonios de una conspiración antizarista como tantas otras; el de que Madame Bovary sea la vulgar historia de una provinciana ganada por el tedio, fueron observados desde su aparición, pero sin extraer de ellos la consecuencia naturalmente deducible: en la novela no importa el suceso en sí, sino el suceso realzado y transformado en arte. Un crítico americano, Mark Schorer lo puso de relieve con sintética fórmula: «la diferencia entre contenido o experiencia y contenido logrado o arte, es la técnica».

Es acertado subrayar el decisivo papel de la técnica en la creación novelesca y cómo, gracias a su hábil manejo, los materiales adquieren la intensidad que constituye su fuerza. La importancia de un novelista se graduará según su aptitud para dar forma adecuada al material, es decir, por su aptitud para la composición.

Este punto de vista está introduciendo en la crítica literaria un cambio sustancial, y el tiempo pone en claro la tan debatida cuestión de la originalidad en la invención. En los Estados Unidos se habla del «new criticism», que prescindirá -o casi- de contar los argumentos y de analizar las opiniones mantenidas por el autor a través de los personajes. Tampoco será crítica el estudio de las fuentes (aunque en ocasiones resulte tarea útil), ni la busca en el personaje de hechos o circunstancias tomados del autor o de otra persona. Esas faenas -dícese- y las de parejo alcance son propias de otra clase de trabajos: crónicas literarias, estudios de erudición o sociología, biografías... La crítica se reducirá a estudiar técnicas y estructuras, y tendrá por objeto explicar por qué unas y otras se revelan, según los casos, suficientes o impropias.

Si el argumento y las ideas desarrolladas en una novela no tienen valor preponderante desde el punto de vista propiamente novelesco, importan en cuanto elementos sobre los cuales se ejercita el estilo y en estricta consonancia con él. Veamos en Galdós: los sucesos narrados en Fortunata y Jacinta son de parco interés, pero llegan a apasionar por la manera como están contados y porque la construcción novelesca infunde vitalidad y verdad a los personajes, persuadiéndonos de su realidad. Verdad y verosimilitud no siempre van juntas; las grandes creaciones de Dostoievsky convencen y conmueven por su profunda verdad, no por su verosimilitud. Lo inverosímil únicamente disuena cuando, al mismo tiempo, se oye la nota falsa.

La crítica tiende a afrontar los mundos novelescos desde una posición semejante a la adoptada para estudiar los mundos líricos. El cambio ya se está notando, sobre todo en los Estados Unidos, donde los «nuevos» críticos trabajan con eficiencia y entusiasmo en la discriminación del campo señalado a su esfuerzo. En mi opinión, el estudio del tema, como el de los restantes ingredientes de la novela, no deberá postergarse sino ligarse al de las técnicas que los hacen vivir, valorándose en función de ellas. Por eso Schorer pudo escribir, corrigiendo a Buffon, que «el estilo es el asunto», frase de significado claro si invirtiendo los términos decimos: el asunto es -o depende- del estilo.

Las nuevas perspectivas críticas dilucidan el problema de la originalidad novelesca. No será inútil exponer, antes de continuar, los fundamentos de este aserto, pues se relacionan con lo ya dicho. Seguir la pista a la transmisión de asuntos y buscar el origen de invenciones extendidas por todo el mundo, fueron honorables ocupaciones de los eruditos. Y es hecho unánimemente observado que una obra novelesca o dramática no resulta menoscabada por la falta de novedad de su argumento. Verdad elemental, pero las verdades primarias se olvidan a menudo, y conviene recordarlas. ¿Hace falta mencionar archisabidos -y geniales- ejemplos? En la tragedia la invención tenía que desarrollarse dentro de un marco conocido, y a esa contención debió su riquezas psicológica el teatro de Racine: obligado a retenerse, creció en profundidad.

La originalidad se refiere a lo sustancial, a lo peculiar y distintivo de cada artista, y tal peculiaridad consiste en el modo de tratar el tema y no en el tema mismo. Vuelvo a la línea principal de mi esquema: la originalidad depende de la invención en la composición, y si elogio a un novelista por su don inventivo no estoy refiriéndome a la rareza o curiosidad de los asuntos, sino conjuntamente al asunto y a su manera de ordenarlo. La originalidad de Edgar Poe tendría poca consistencia si estribara únicamente en la espeluznante y morbosa pululación de materiales extravagantes, visible en su mundo. Los materiales están tomados, en gran parte, de obras ajenas cuyo ambiente no es menos fantástico, pavoroso y alucinante; pero en los cuentos de Poe, además de eso hallamos un simbolismo poético que desde los tiempos de Baudelaire hasta hoy viene ganándole lectores.

Retrato de Edgar Alan Poe

A la fantasía y a la intuición de Poe les convino avecindarse en ese mundo porque sólo en él podían desarrollarse totalmente, manejando los elementos de la novela gótica con tan vigorosa mano, que de lo irreal hicieron una segunda capa de la realidad, y de lo fantástico la expresión de oscuros deseos y latentes sueños. Por la consonancia entre el material y la técnica olvidamos el melodrama, o mejor dicho, le vemos transformarse, adquirir densidad y precisión significativa. ¿A qué se debe esta transformación? Ya lo he dicho: los elementos utilizados se hacían plenamente expresivos en el estilo de Poe, preciso y claro, lógico e intenso; a la luz de la razón lo fantástico conservaba el atractivo del misterio y el misterio ganaba nuevos estratos de significación.

El mecanismo de la parodia y más precisamente el de pastiche, opera teniendo en cuenta que lo diferenciador es el estilo, la manera de referir y de disponer los elementos narrativos. Un escritor francés, Reymond Queneau, en «Ejercicios de estilo», ha demostrado cómo un mismo hecho puede narrarse de cien maneras diferentes, y la demostración (aparte los efectos cómicos) confirma lo expuesto: lo esencial es el acento.




II

La novela suele construirse con emociones y sentimientos personales, y la crítica no puede ignorar el proceso mediante el cual se convierten en elementos novelescos. El secreto de la feliz transformación del contenido en obra de arte se debe precisamente al origen de los materiales: al vigor que les confiere su autenticidad. En casos como el de William Faulkner, las vivencias no son meros estímulos, sino lo esencial de la obra. Según dije al referirme a la correlación entre asunto y medios expresivos, el estudio de las vivencias habrá de verificarse partiendo de la novela y por su significación en el general contexto, no simplemente para determinar si tales elementos son autobiográficos o no.

Es interesante concretar si esas emociones y esos sentimientos fueron condicionantes de la narración, e importa averiguar si aparecen elementos de otras procedencias. Refiriéndose a la novela (y no al cuento o la novela-corta, cuyas leyes son distintas), diré que uno de los obstáculos para su granazón consiste en el abusivo predominio de las emociones del autor. Si ocupan el primer plano y rompen el equilibrio presentando los hechos demasiado subjetivamente, el daño recae sobre la obra, que, para ser representación de la vida, deberá presentarse en su fluida y objetivada continuidad, con aguda percepción de lo real conforme es y se manifiesta.

El novelista se incluye en la novela, pero no es fácil decir si las vivencias sirvieron de raíz a la obra, nada más; de medio para ponerla en contacto con la realidad profunda, o si excediendo este carácter se introdujeron insidiosamente en la imagen total del mundo y la desfiguraron. En el ejemplo barojiano es posible descubrir puntos de identificación entre las opiniones del autor y el monólogo interior del personaje, pero esos contactos no dependen de que aquel quisiera trasfundir a esta su mentalidad y opiniones, sino de que le hizo hombre de su tiempo, y le vemos impregnado en ideas que eran lugar común generacional.

En las páginas de una novela romántica es fácil hallar rastro de las emociones del novelista. La tarea es casi demasiado sencilla: en tales obras el sentimiento personal suele ser excesivo. Se podría objetar que la novela romántica es género aparte y que aun las cumbres, Werther o Adolfo, son libros escritos por apremiante necesidad de confesión más bien que novelas propiamente dichas. En otra parte estudié la considerable importancia que en El señor de Bembibre, de Enrique Gil, tienen los recuerdos y emociones del artista. Ese estudio tiene interés porque enseña cómo las vivencias se incorporan a la novela e incluso, en el caso citado, cómo la determinan y dan forma.

El despliegue de subjetivismo en El señor de Bembibre es grande, pero no desacorde con el tono de la narración. El ambiente, la psicología de los personajes, el rumor de leyendas, la historia de amor que constituye el nudo del relato, traen muchos arrastres de la vida de Gil, y la frecuente aparición de sentimientos personales sirve a la invención, determinada, como en los casos del Werther y el Adolfo, por necesidad purgativa, por la tendencia a dar vigencia novelística a ensueños y frustraciones.

La crítica literaria debe reconocer minuciosamente el terreno y no sólo en longitud, sino en profundidad. El estilo de El señor de Bembibre, por las implicaciones rememorativas forzosas en semejante reconstrucción del pasado, es más firme cuando se apoya sobre nostalgias y experiencias personales. La superioridad de esta novela sobre las compuestas por escritores como Larra o Espronceda, se funda en ese conjunto emocional que la distingue de las obras escritas sin necesidad interior, cediendo a la moda del día. El conocimiento de los supuestos vitales en que se asienta la creación literaria ayuda a entenderla y a valorarla; si su estudio no es estrictamente «crítica», resulta valioso auxiliar de ella. En algunos puntos la raya fronteriza está mal trazada, y para marcarla bien quieren los partidarios de la nueva crítica que el comentario se atenga, con austero renunciamiento, al análisis de las técnicas. Cualquier extralimitación les parece censurable, siquiera tienda a lo que en suma es el objeto de sus esfuerzos: la total comprensión e iluminación de la obra de arte.




III

Temo que el «new critic» americano y sus congéneres de otros lugares estén fomentando un tipo de crítica literaria bastante alejado de los intereses, no ya del lector común, sino del mismo autor del libro comentado. Randall Jarrell, en un suculento ensayo reciente -The Age of Criticism- señala que este género de comentarios produce en los artistas un efecto esterilizante y que su proliferación daba lugar a una edad de la crítica, pero no a una edad de la literatura, ni siquiera de la lectura. Los nuevos críticos tienden a interesarse menos en las obras comentadas que en los comentarios mismos, perdiendo de vista la finalidad originaria de ellos.

La orientación que se está dando a la crítica implica el riesgo de alejar al lector, precisamente porque la supuesta concentración total en la obra lleva al crítico a forjar sobre ella y en torno de ella presuntuosas máquinas que ponen en movimiento psicoanálisis y sociología, estudio de los símbolos y de los complejos, mitología, alegorías, estudios complicados sobre el mecanismo del verbo o del pronombre, más interesados en exhibir competencias que en iluminar y valorar los textos.

No sería justo ironizar sobre la variedad de saberes a menudo puestos en juego para responder a las incitaciones de una obra de arte, sea poema o estatua, novela o pintura. Todos pueden servir a la comprensión de la obra y así utilicémoslos sin temor, aunque con la debida cautela, en la medida y proporción convenientes para no sumergir lo esencial entre petulantes naderías y osadas complicaciones, si de su empleo pueda derivarse algún esclarecimiento.

Unamuno hubiera protestado contra la necesidad que ahora parece urgente: criticar a los críticos para que el lector sepa dónde hallará orientación y dónde verbalismos intrascendentes; dónde encontrará una comprensión de los problemas que a él mismo están preocupándole y dónde una arrogante construcción levantada con idea de deslumbrarle y a la mayor gloria del crítico. Es urgente plantear de nuevo en todo su rigor la cuestión fundamental: ¿Cuál es la razón de ser, o si se prefiere, la misión de la crítica literaria?





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