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ArribaAbajoLope de Rueda

Lope de Rueda


La carátula

Paso


PERSONAJES
 

 
ALAMEDA,   simple.
SALCEDO,    su amo.
 

Campo solitario.

 

ALAMEDA.-   ¿Acá está vuesa merced, señor mosamo?

SALCEDO.-  Aquí estoy: ¿tú no, lo ves?

ALAMEDA.-   Pardiez, señor, a no toparos, que no le pudiera encontrar aunque, echara más vueltas que un podenco cuando se viene a acostar.

SALCEDO.-   Por cierto, Alameda, que es negocio ese que no se puede creer fácilmente.

ALAMEDA.-   A no creerme dijera que no estábades en vuestro juicio, pues a fe que vengo a tratar con vuesa merced un negocio, que me va mucho en mi conciencia, si acaso me tiene cilicio.

SALCEDO.-   Silencio querrás decir.

ALAMEDA.-   Sí, silencio será, pienso que...

SALCEDO.-  Pues di lo que quieres, que el lugar harto apartado es si ha de haber silencio o cosa de secreto.

ALAMEDA.-   ¿Hay quien nos pueda oír por aquí? Mírelo bien, porque es cosa de grande secreto, y en topetando que le topete, luego le conosciquerá vuesa merced como si se lo dijeran al oído.

SALCEDO.-   Que te creo sin falta.

ALAMEDA.-  ¿Pues no me había de creer siendo nieto de pastelero?

SALCEDO.-   ¿Qué hay? Acabemos.

ALAMEDA.-  Hable quedo.

SALCEDO.-  ¿Qué aguardas?

ALAMEDA.-   Mas quedo.

SALCEDO.-   Di lo que has de decir.

ALAMEDA.-   ¿Hay quien nos escuche?

SALCEDO.-  ¿No te habemos dicho que no?

ALAMEDA.-  Sabed que me he hallado una cosa con que podré ser hombre, de Dios en ayuso.

SALCEDO.-   ¿Cosa de hallar, Alameda? Tu compañero quiero ser.

ALAMEDA.-   No, no; sólo me lo hallé, sólo me lo quiero gozar, si la fortuna no me es adversa.

SALCEDO.-  Amuestra qué te has hallado, enséñanoslo.

ALAMEDA.-  ¿Ha visto vuesa merced un cernícalo?

SALCEDO.-   Sí, muy bien.

ALAMEDA.-   Pues mayor es mi hallazgo con más de veinticinco marevedís.

SALCEDO.-   ¿Es posible? Amuestra a ver.

ALAMEDA.-  Ni sé si la venda, ni sé si lampeñe.

SALCEDO.-   Amuestra.

ALAMEDA.-   A paso, a paso, mírela tantico.

SALCEDO.-   ¡Oh desventurado de mí! ¿Que todo eso era tu hallazgo?

ALAMEDA.-   ¿Cómo? ¿nos bueno? Pues sepa vuesa merced que viniendo del monte por leña, me la encontré junto al vallado del corralejo este diabro de hilosomía. ¿Y adónde nacen estas, si sabe vuesa merced?

SALCEDO.-   Hermano Alameda, no sé qué te diga, sino que fuera mejor que se te cayeran las pestañas de los ojos antes que te acontesciera una desdicha tan grande.

ALAMEDA.-  ¿Desdicha es hallarse el hombre una pieza como ésta?

SALCEDO.-  ¿Y cómo si es desdicha? No quisiera estar en tu piel por todo el tesoro de Venecia, ¿Tú conoces este pecador?

ALAMEDA.-   ¿Pecador es éste?

SALCEDO.-   Dime, Alameda, ¿no tienes noticia del santero que desollaron los ladrones la cara por roballo, Diego Sánchez

ALAMEDA.-  ¿Diego Sánchez?

SALCEDO.-  Sí, Diego Sánchez; no me puedes negar que no sea éste.

ALAMEDA.-  ¿Que este es Diego Sánchez? ¡Oh desdichada de la madre que me parió! ¿Pues cómo no me encontró Dios con unas arguenas de pan, y no con una cara de un desollado? Ce, Diego Sánchez, Diego Sánchez: no, no pienso que responderá por más voces que le den. Y diga, señor, ¿qué se hicieron de los ladrones? ¿Halláronlos?

SALCEDO.-  No los han hallado; pero sábete, hermano Alameda, que anda la justicia muerta por saber quién son los delincuentes.

ALAMEDA.-  Y por dicha, señor, ¿soy yo agora el delincuente?

SALCEDO.-   Sí, hermano.

ALAMEDA.-  ¿Pues qué me harán si me cogen?

SALCEDO.-   El menor mal que te harán (cuando muy misericordiosamente se hayan contigo) será ahorcarte.

ALAMEDA.-   Ahorcarme, y después echarme han a galeras, y más yo que soy algo ahogadizo de la garganta; y así por averiguado tengo, señor, que si me ahorcasen, se me quitaría la gana del comer.

SALCEDO.-   Lo que yo te doy por consejo, hermano Alameda, es que luego te vayas a la ermita de Sant Antón, y te hagas santero así como lo era el otro cuitado, y de este arte la justicia no te hará mal ninguno.

ALAMEDA.-   Y dígame, señor, ¿cuánto me costará una tablilla y campanilla como aquella de aquel desdichado?

SALCEDO.-   No es menester hacella de nuevo, que la del pasado santero anda vendiendo el pregonero de la villa, y se la podrás comprar: más de una cosa tengo miedo.

ALAMEDA.-   Yo de más de doscientas. ¿Y es la suya de qué?

SALCEDO.-   Que estando sólo en la ermita, te podría asombrar alguna noche el espíritu de aquel cuitadillo; pero más vale que te asombre a ti, que no que asombres tú a otros colgado del pescuezo como podenco en barbacana.

ALAMEDA.-  Y más yo, que en apretándome la nuez un poco no puedo resollar.

SALCEDO.-  Pues, hermano, anda presto, porque si te tardas, podría ser que topases la justicia.

ALAMEDA.-  ¿Y qué se ha de hacer de aquesta filomancia, o qué es?

SALCEDO.-  Ésta, déjala estar, vio te topen con ella.

ALAMEDA.-  Pues yo me voy, ruegue a Dios que me haga buen santero: hora, sus, quedad norabuena, señor Diego Sánchez.

SALCEDO.-  Agora menester será, pues le he hecho encreyente a este animalazo que esta carátula es el rostro de Diego Sánchez, de hacelle una burla sobre ella, y es que yo me quiero ir a apañar con una sábana lo mejor y más artificiosamente que pueda, y le saldré al encuentro, fingiendo que soy el espíritu de Diego Sánchez, y veréis qué burla tan concertada será ésta. Sus, voilo a poner por obra.

 

(Bosque. Éntrase SALCEDO, y sale ALAMEDA, simple, vestido como de santero, con una lumbre en la mano y una campanilla.)

 

ALAMEDA.-  Para la lámpara del aceite, señores. Trabajosísima cosa es el hombre santero, que nunca se mantiene sino de mendrugos de pan: que no parezco sino gozque de conejero, que lo matan de hambre porque cace mejor a sabor; y más que los gozques que solía tener por amigos, como me ven con este traje me han desconoscido; y como ven que de puerta en puerta ando pidiendo, y les recojo los mendrugos de pan que ellos solían tener por principal mantenimiento, así se vienen a mí las bocas abiertas, como el cuquillo a las mariposas; y lo peor de todo es que no se menea un mosquito en la ermita, cuando luego pienso que es el álima del santero desollado, y no tengo otro remedio sino, en sintiendo algo, capuzarme la cabeza debajo la ropa, que no parezco sino olla de arroz que la tapan porque no se le salga la sustancia della. Dios me despene por quien él es. Amen.

SALCEDO.-  Alameda.

ALAMEDA.-  ¡Ay! Llamado me han. ¿Hay quien dé por Dios para la lámpara del aceite?

SALCEDO.-   Alameda.

ALAMEDA.-   Ya son dos Alamedadas. Alameda y en mitad del monte, no es por mi bien. Dios sea conmigo.

SALCEDO.-  Alameda.

ALAMEDA.-  El Espíritu Santo consolador sea conmigo y contigo. Amen. Quizás será alguno que me quiera dar limosna.

SALCEDO.-  Alameda.

ALAMEDA.-   Así, así, mucho Alameda, Alameda, y después quebrarme han el ojo con una blanca.

SALCEDO.-  Alonso de Alameda.

ALAMEDA.-  Alonso y todo: ya me saben el nombre de pila, no es por bien esto: quiero preguntar que quien es, con dolor de mi corazón. ¿Quién sois?

SALCEDO.-   ¿No me conosces en la voz?

ALAMEDA.-  ¿Yo en la voz? Ni aún querría; no os conozco si no os viese la cara.

SALCEDO.-  ¿Conociste a Diego Sánchez?

ALAMEDA.-  Él es, él es; mas podrá ser que no sea él, sino otro. Señor, conoscí siete u ocho en esta vida.

SALCEDO.-   ¿Pues cómo no conosces a mí?

ALAMEDA.-  ¿Sois vos alguno dellos?

SALCEDO.-   Sí soy; porque antes que me desollasen la cara...

ALAMEDA.-  El desollado es, el desollado es; Dios sea con mi álima.

SALCEDO.-   Porque me conozcas me quiero mostrar a ti.

ALAMEDA.-  ¿A mí? Yo os lo perdono: más, señor Diego Sánchez, aguarde que pase por el camino otro que le conozca mejor que yo.

SALCEDO.-  A ti soy enviado.

ALAMEDA.-  ¿A mí, señor Diego Sánchez? Por amor de Dios, yo me doy por vencido, y me pesa de buen corazón, y de mala voluntad.

SALCEDO.-  ¿Qué dices?

ALAMEDA.-   Estoy turbado, señor.

SALCEDO.-   ¿Conócesme agora?

ALAMEDA.-  Ta, ta, ta, sí señor; ta, ta, ta, ya le conozco.

SALCEDO.-   ¿Quién soy yo?

ALAMEDA.-   Si no me engaño, sois el santero que le desollaron la cara por roballe.

SALCEDO.-  Sí soy.

ALAMEDA.-   Pluguiera a Dios que nunca lo fuérades. ¿Y no tenéis cara?

SALCEDO.-   Denantes solía tener cara, aunque agora la tengo pegadiza por mis pecados.

ALAMEDA.-  ¿Pues qué quiere agora, señor su merced Diego Sánchez?

SALCEDO.-  ¿Dónde están las notomías de los muertos?

ALAMEDA.-   A las sepulturas me envía. ¿Y comen allá, señor Diego Sánchez?

SALCEDO.-  Sí: ¿por qué lo dices?

ALAMEDA.-  ¿Y qué comen?

SALCEDO.-  Lechugas cocidas, y raíces de malvas.

ALAMEDA.-   Bellaco manjar es ese por cierto. ¡Qué de purgados debe de haber allá! ¿Y por qué me queréis llevar con vos?

SALCEDO.-   Porque sin mi licencia os posistes mis ropas.

ALAMEDA.-  Tómelas, tómelas, y lléveselas, que no las quiero.

SALCEDO.-  Vos propio habéis de venir, y si diéredes el descargo que convenga, dejaros han que volváis.

ALAMEDA.-  ¿Y si no?

SALCEDO.-   Quedaros heis con las notomías en las cisternas viejas. Mas resta otra cosa.

ALAMEDA.-  ¿Qué es, señor?

SALCEDO.-  Habéis de saber que aquellos que me desollaron me echaron en un arroyo.

ALAMEDA.-   Fresco estaría allí su magnificencia.

SALCEDO.-  Y es menester que al punto de la media noche vais al arroyo, y saquéis mi cuerpo y le llevéis al cimenterio de Sanet Gil, que está al cabo de la villa, y allí junto digáis a grandes voces: Diego Sánchez.

ALAMEDA.-  Y diga, señor, ¿tengo de ir luego?

SALCEDO.-   Luego, luego.

ALAMEDA.-  Pues, señor Diego Sánchez, ¿no será mejor que vaya a casa por un borrico en que vaya caballero su cuerpo?

SALCEDO.-  Sí, aguija presto.

ALAMEDA.-   Luego torno.

SALCEDO.-   Anda, que aquí os aguardo.

ALAMEDA.-   Dígame, señor Diego Sánchez, ¿cuanto hay de aquí al día del juicio?

SALCEDO.-   Dios lo sabe.

ALAMEDA.-   Pues hasta que lo sepáis vos podéis aguardar.

SALCEDO.-  Venid presto.

ALAMEDA.-   No comáis hasta que venga.

SALCEDO.-   ¿Ansí? Aguarda, pues.

ALAMEDA.-   Válame sancta María, Dios sea conmigo, que me viene siguiendo.



El rufián cobarde

Paso


PERSONAJES
 

 
SIGÜENZA,    lacayo.
ESTEPA,    lacayo.
SEBASTIANA,    mundana.
 

SIGÜENZA, SEBASTIANA.

 
 

Calle.

 

SIGÜENZA.-  Pasa delante, señora Sebastiana, y cuéntame por extenso, sin poner ni quitar tilde, del arte que te pasó con esa piltraca disoluta, amiga dese antuviador de Estepa, que yo te la pondré de suerte que tengan que contar nacidos y por nascer de lo que en la venganza por tu servicio hiciere.

SEBASTIANA.-  Que no, sino cuál hinchiría su cántaro primero a la fuente, venimos a palabras y a las manos, y habiéndome rompido una toca...

SIGÜENZA.-  ¡Ah, pese a la puta! ¿Por qué no me hallé presente?

SEBASTIANA.-  Me llamó de bordonera, piquera, y que su gervilla valía más que todo mi linaje.

SIGÜENZA.-  ¡Ah putañona! Como si yo no supiese que su madre fue una segunda Celestina.

SEBASTIANA.-  Y amenazándola yo contigo, me dijo: váyase el ladrón desorejado...

SIGÜENZA.-  Qué, ¿tal osó decir? ¡Ah Dios! ¿Y cómo no se hunde la tierra?

SEBASTIANA.-  Que si no se huyera de la cárcel, como se huyó, le hicieran escribano real, y le pusieran en la mano una péndola de veinticinco palmos.

SIGÜENZA.-  Tomay, si sabe de metáforas la poltronaza.

SEBASTIANA.-  Y otras veinte bellaquerías que por no darte enojo dejaré de decir, amigo Sigüenza.

SIGÜENZA.-  Ya, ya, no me digas más. ¡Ladrón desorejado! ¿Y de dónde le han nacido alas a esa lendrosilla? Déjame con ella. Pero quien viere un hombre como yo tomarse con una gallina, ¿qué dirá, habiendo conquistado los campos en Italia que todo el mundo sabe?

SEBASTIANA.-  La sucia, como te ve con ese becoquín de orejas, y los lados rasos, atrévese a hablar, diciendo que te las cortaron por ladrón.

SIGÜENZA.-  ¡Ah pícara! ¿Por ladrón a mí? ¿No sabe Dios y todo el mundo que nunca hombre ganó tanta honra quedando sin orejas como quedé yo?

SEBASTIANA.-  Yo te creo: pero dime, señor Sigüenza, ¿cómo te lisiaron de ellas?

SIGÜENZA.-  En el año de quinientos y cuarenta y seis, a nueve días andados del mes de abril (la cual historia se hallará hoy en día escrita en una tabla de cedro en la casa del ayuntamiento de la isla de Mallorca), habiendo yo desmentido a un coronel natural de Ibiza, y no osándome demandar la injuria por su persona, siete soldados suyos se convocaron a sacarme al campo, los nombres de los cuales eran (Dios les perdone) Campos, Piñeda, Osorio, Campuzano, Trillo el cojo, Perotete el zurdo, y Janote el desgarrado; los cinco maté, y los dos tomé a merced.

SEBASTIANA.-  ¡Válgame Dios qué tan gran hazaña! Mas las orejas dime, señor, ¿cómo las perdiste?

SIGÜENZA.-  A eso voy: que viéndome cercado, de todos siete, por si acaso viniésemos a las manos no me hiciesen presa en ellas, yo mismo (usando de ardid de guerra) me las arranqué de cuajo, y arrojándoselas a uno que conmigo peleaba, le quebranté once dientes del golpe, y quedó torcido el pescuezo, donde al catorceno día murió, sin que médico ninguno le pudiese dar remedio.

SEBASTIANA.-  ¡Válame Dios qué golpe tan cruel! Qué fuera si le dieras con piedra o con otra cosa semejante, cuando con tus orejas tal le paraste: ¿mas cómo dice aquella pulga que anduviste no sé qué tiempo en las galeras por ladrón?

SIGÜENZA.-  ¿Ladrón? ¿Ah!, putilla, putilla, azotada tres veces por la feria de Medina del Campo, llevando la delantera su amigo, o rufián por mejor decir, Estepa. ¡Ah! Estepilla, Estepilla, ¿no vendrían a tus orejas semejantes palabras para volver por esa andrajosa y vengar este mi airado corazón?

SEBASTIANA.-  ¿Ello es ansí que fuiste en galera?

SIGÜENZA.-  Es la verdad que anduve en la galera bastarda contra mi voluntad no sé qué años; mas mirad qué va de ladrón a hombre vividor.

SEBASTIANA.-  ¿Qué llamáis vividor, señor Sigüenza?

SIGÜENZA.-  ¿No te parece que es harta buena manera de vivir salirse el hombre a la plaza de mañana, y volverse antes de mediodía con la bolsa llena de reales sin ser mercader ni tener oficio?

SEBASTIANA.-  Harto bueno es aqueso.

SIGÜENZA.-  Catay pues por qué afrentan a un hombre de honra, y le hacen semejantes injusticias, con usar mi oficio tan limpiamente como todos cuantos hombres de mi arte lo pueden usar, y aun por ventura un poco mejor.

SEBASTIANA.-  ¿Cómo limpiamente?

SIGÜENZA.-  ¿No te parece que es harta limpieza y destreza de manos traer cuatro o cinco bolsas y faltriqueras a casa sin comprar el cuero de que son hechas, y vaciar las tripas en mi poder?

SEBASTIANA.-  Oye, que Estepa viene.

SIGÜENZA.-   Por tu vida ten, tenme esta espada.

SEBASTIANA.-  ¿Para qué?

SIGÜENZA.-  Tenía tú y calla, que estos son unos nuevos términos que tengo yo en reñir.

ESTEPA.-  ¡Ah Sigüencilla! ¿Paréscele bien de blasonar de quien vale más que tu linaje, ni poner lengua tras de ninguno?

SIGÜENZA.-  Yo, señor Estepa, ¿qué blasoné?

ESTEPA.-  Agradece que estás sin espada.

SEBASTIANA.-   Tómala, Sigüenza.

SIGÜENZA.-  Quítamela delante, diablo, que yo la tomaré cuando menester sea.

ESTEPA.-  Dí, bellaco, ¿no te parece que esa tu mujercilla no es bastante para descalzar el chapín de la mía?

SIGÜENZA.-  Espérese, señor, certificarme he de ello: ¿es verdad lo que dice el señor Estepa, Sebastiana?

SEBASTIANA.-  ¿Pues no será, si en mi vida la he visto traer chapines?

ESTEPA.-  Dejémonos de gracias, doña bruta, andrajo de paramento; y vos, ladró, tomá vuestra espada.

SIGÜENZA.-  Que no es mía, señor, que un amigo me la dejó con condición que no riñese con ella.

ESTEPA.-  Pues desdeciros, como a cobarde que sois, de lo que dijisteis delante de vuestra espada.

SIGÜENZA.-  ¿De qué, señor?

ESTEPA.-  De que me habían azotado en Medina del Campo, siendo la mayor mentira del mundo.

SIGÜENZA.-  Desdecirme, no, no; no me parece cosa suficiente: ¿qué es de la espada?

SEBASTIANA.-  Hela.

SIGÜENZA.-  Quítala de ahí no la vea, que mejor será que me desdiga.

ESTEPA.-  Acaba, ladrón azotado.

SIGÜENZA.-  ¿Ladrón azotado? Sus, perdóneme, que no me quiero desdecir.

ESTEPA.-  ¿No? Pues aguarda.

SIGÜENZA.-  Téngase, señor, que yo me desdiré; pero ha de ser con toda mi honra, si a vuestra merced le placiere.

ESTEPA.-  ¿De qué suerte? Veamos.

SIGÜENZA.-  Desta: que es muy gran verdad lo que dije como un grandísimo tacaño, y que estaba borracho y fuera de mi seso: no hay más que tratar.

ESTEPA.-  Pues más habéis de hacer.

SIGÜENZA.-  Haré cuanto vuesa merced mandare.

ESTEPA.-  Que me deis la espada.

SIGÜENZA.-  ¿Cómo daré lo que no es mío, señor?

ESTEPA.-  Digo que me la habéis de dar.

SIGÜENZA.-  Dádsela, señora Sebastiana, por amor de Dios.

ESTEPA.-  Espera, que por fin y remate habéis de recibir de la mano de vuestra amiga tres pasagonzalos en esas narices bien pegados.

SIGÜENZA.-  Señor, por amor de Dios, si puede ser, no sean pasagonzalos, sean pasarodrigos.

ESTEPA.-  Sus, arrodillaos, porque más devotamente los recibáis.

SIGÜENZA.-  Ya estoy, señor, arrodillado; haga de mí lo que se le antojare.

ESTEPA.-  Ea, dueña, ¿qué aguardáis? Dale recio.

SIGÜENZA.-  ¡Oh! Pésete a quien me vistió esta mañana.

ESTEPA.-  Tené tieso ese pescuezo.

SIGÜENZA.-  Señora Sebastiana, miserere mei, pasito, no tan recio.

ESTEPA.-  Bien está, dejadlo para quien es, veníos conmigo.

SIGÜENZA.-  La moza se me lleva. ¡Ah, Sigüenza, Sigüenza! Igual fuera no desdecirte, y reñir de bueno a bueno con este Estepilla, y no quedaras sin honra y despojado de moza, y harto de pasarodrigos. ¡Ay narices rotas que aún me duelen! Sus, en seguimiento me voy de mi Sebastiana.



Eufemia

Comedia


PERSONAJES
 

 
LEONARDO,    gentilhombre.
VALLEJO,    lacayo.
EUFEMIA,   su hermana.
POLO,    lacayo.
VALIANO,    señor de baronías.
EULALIA,    negra.
CRISTINA,   criada.
CREMALDO,   paje.
JIMENA DE PEÑALOSA,    vieja.
ANA,    gitana.
MELCHOR ORTIZ,    simple.
PAULO,    anciano criado.
ACOMPAÑAMIENTO.

Acto I


Escena I

 

LEONARDO, MELCHOR.

 
 

Sala en casa de LEONARDO.

 

LEONARDO.-  Larga, y en demasiada manera, me ha parescido la pasada noche: no sé si fue la ocasión el cuidado con que de madrugar me acosté; sin duda debe ser ansí. Porque buen rato ha que Eufemia, mi querida hermana, con sus criadas siento hablar, que con el mismo pensamiento se fue a dormir, entendiendo de mí que no me pudo apartar de hacer esta jornada. Veréis que no sé si habrá tampoco hecho Melchor lo que anoche le dejé encomendado. Melchor, ¡ah! Melchor.

MELCHOR.-  Apriesa, apriesa, que se entran los moros por la villa. Henchí en mal punto el renglón, si queréis que responda.

LEONARDO.-   Melchor. Válgale el diablo a este asno: ¿y dónde está que no me oye?

MELCHOR.-   Dizque no oigo: pardiez que si yo quisiese, antes que me llamase tengo oído. Más que monta, que también trato yo de mis intereses como cualquiera hombre de honra. A ese Melchor échele un soportativo y verá cuán recio só con él.

LEONARDO.-  Superlativo quieres decir, badajo.

MELCHOR.-   Sí, señor. ¿Pues por qué nos barajamos ellotro día Jimenca de Peñalosa y yo?

LEONARDO.-   No me acuerdo.

MELCHOR.-   ¿No se acuerda que nos medio apuñeteamos porque me dijo en mis barbas que era mejor alcurnia la de los Peñalosas que los Ortices?

LEONARDO.-   Parece que me, voy acordando ya.

MELCHOR.-  ¡Ah? Gloria a Dios. Pues aquese Melchor aguátele con alguna cosita al principio porque no vaya a secas, y verá lo que pasa.

LEONARDO.-  Ah, señor Melchor Ortiz.

MELCHOR.-   Agora soy contento. ¿Qué manda vuesa merced?

LEONARDO.-  ¡Oh, mal os haga Dios! ¿Qué, tantos términos habemos de tener para que salgáis?

MELCHOR.-   Que no lo hago en mi álima, sino porque sienta esta mala vieja que soy honrado en la boca de vuesa merced. Que para mi contento con un oyes me sobra tanto como la mar.

LEONARDO.-   ¿Pues qué se le da a ella de todo aqueso?

MELCHOR.-   Que dice ella que es mejor que mi madre, con no haber hombre ni mujer en todo mi pueblo que en abriendo la boca no diga más bien de ella que las abejas del oso.

LEONARDO.-   Aqueso, de bien quista debe ser.

MELCHOR.-   ¿Pues de qué? En verdad, señor, que no se ha hallado tras dolía tan sola una macula.

LEONARDO.-  Mácula querrás decir.

MELCHOR.-   Mujer que todo el mundo la alaba. ¿No es harto, señor?

LEONARDO.-  Pues no sé qué se dice por ahí de sus tramas.

MELCHOR.-   No hay que decir. ¿Qué pueden decir? Que era un poco ladrona, como Dios y todo el mundo sabe, y algo deshonesta de su cuerpo: lo demás no fuera ella... ¿Cómo llaman aquestas de cuero que hinchen de vino, señor?

LEONARDO.-   Bota.

MELCHOR.-  ¿No le sabe vuesa merced otro nombre?

LEONARDO.-   Borracha.

MELCHOR.-  Aqueso tenía también que en esotro así podían fiar de ella oro sin cuento, como a una gata parida una vara de longanizas, o de mí una olla de puchas, que todo lo ponía en cobro.

LEONARDO.-   Eso es cuanto a la madre. ¿Y tu padre era oficial?

MELCHOR.-  Señor, miembro dizque era de justicia en Constantina de la Sierra.

LEONARDO.-   ¿Qué fue?

MELCHOR.-   Miente vuesa merced los cargos da un pueblo.

LEONARDO.-   Corregidor.

MELCHOR.-  Más bajo.

LEONARDO.-  Alguacil.

MELCHOR.-   No era para alguacil, que era tuerto.

LEONARDO.-   Porqueron.

MELCHOR.-   ¡No valía nada para correr, que le habían cortado un pie por justicia.

LEONARDO.-  Escribano.

MELCHOR.-   En todo nuestro linaje no hubo hombre que supiese leer.

LEONARDO.-  ¿Pues qué oficio era el suyo?

MELCHOR.-  ¿Cómo los llaman a aquesos que de un hombre hacen cuatro?

LEONARDO.-   Bochines.

MELCHOR.-  Así, así, bochín, bochín, y perrero mayor de Constantina do la Sierra.

LEONARDO.-  Por cierto que sois hijo de honrado padre.

MELCHOR.-  ¿Pues cómo dice la señora Peñalosa que puede ella vivir con mi zapato, siendo todos hijos de Adrián y Esteban?

LEONARDO.-  Calla un poco, que tu señora sale, y éntrate.



Escena II

 

LEONARDO, EUFEMIA.

 

EUFEMIA.-  ¿Qué madrugada ha sido esta, Leonardo, mi querido hermano?

LEONARDO.-  Carísima Eufemia, querría, si Dios de ello fuere servido, comenzar hoy mi viaje y encaminarme a aquellas partes que servido fuere.

EUFEMIA.-  Qué, ¿todavía estás determinado de caminar sin saber a do? Cruel cosa es ésta. Mi hermano eres, pero no te entiendo. ¡Ay sin ventura! que cuando a pensar me pongo tu determinación y firme propósito, la muerte de nuestros carísimos padres se me representa. ¡Ay hermano! acordarte debrías que al tiempo que tu padre y mío murió, cuanto a ti del quedé encomendada; por ser mujer y menor que tú. No hagas tal, hermano Leonardo: ten piedad de aquesta hermana desconsolada, que a ti con justísimas plegarias se encomienda.

LEONARDO.-   Cara y amada Eufemia, no procures estorbar con tus piadosas lágrimas lo que tantos días ha que tengo determinado, de lo cual sola la muerte sería parte para estorballo. Lo que suplicarte se me ofrece es que hagas aquello que las virtuosas y sabias doncellas, que del amparo paterno han sido desposeídas y apartadas, suelen hacer: no tengo más que avisarte, sino que do quiera que me hallare, serás a menudo con mis letras visitada. Y por agora en tanto que yo me llego a oír misa, harás a ese mozo que entienda en lo que anoche le dejé mandado.

EUFEMIA.-   Ve, hermano, en buen hora, y en tus oraciones pido a Dios que me preste aquel sufrimiento que para soportar tu ausencia me será conveniente.

LEONARDO.-  Así lo haré: queda con Dios.



Escena III

 

EUFEMIA, MELCHOR.

 

EUFEMIA.-   Ortiz. Melchor Ortiz.

MELCHOR.-  Señora. Tomado lo han a destajo esta mañana.

EUFEMIA.-  Sal aquí, que eres de menester.

MELCHOR.-   Ya, ya, no me digáis más, que ya voy atinando lo que me quiere.

EUFEMIA.-  Pues si lo sabéis, haceldo y despachá, que vuestro señor es ido a oír misa, y será presto de vuelta.

MELCHOR.-  No sé por dónde me lo comience.

EUFEMIA.-  Con tal que se haga todo, comenzá por do querréis.

MELCHOR.-  Ora, sus, ya voy en el nombre de Dios. ¿Mas sabe vuesa merced qué querría yo?

EUFEMIA.-  No, si no lo dices.

MELCHOR.-  Saber a lo que vó, o a qué.

EUFEMIA.-   ¿Qué te mandó tu señor anoche antes que se fuese a acostar? Oíslo, Jimena de Peñalosa.



Escena IV

 

EUFEMIA, MELCHOR, JIMENA.

 

JIMENA.-   Mi ánima, entrañas de quien bien os quiere. ¡Ay! Si he podido dormir una hora en toda esta noche.

EUFEMIA.-  ¿Y de qué, ama?

JIMENA.-  Mosquitos, que en mi conciencia unas herroñadas pegan, que mal año para abejón.

MELCHOR.-  Debe dormir la señora abierta la boca.

JIMENA.-   Si duermo o no, ¿qué le va al gesto de renacuajo?

MELCHOR.-   ¿Cómo quiere la señora que no se peguen a ella los mosquitos, si de ocho días que tiene la semana se echa los nueve hecha cuba?

JIMENA.-  ¡Ay! Señora, ¿paréscele a vuesa merced que se ha dejado decir ese cucharón de comer gachas en mitad de mi cara? ¡Ay!, plegue a Dios que en agraz te vayas.

MELCHOR.-   ¡En agraz! A lo menos no la podrán comprender a la señora esas maldiciones, aunque me perdone.

JIMENA.-  ¿Por qué, molde de bodoques?

MELCHOR.-  ¿Cómo se puede la señora chapa de palmito ir en agraz, si a la contina está hecha uva?

JIMENA.-   Aosadas, don mostrenco, si no me lo pagáredes.

MELCHOR.-  Pase adelante la cara de mula que tiene torozón.

JIMENA.-  ¡Ay!, señora, déjeme vuesa merced llegar a ese pailón de cocer meloja. ¿Qué le parece cual me para el aguja de ensartar manilates? ¡Paramento de bodegón!, allega, allega, cantón de encrucijada, aparejo para cazar abejarucos.

EUFEMIA.-  Paso, paso, ¿qué es esto? No ha de haber más crianza, siquiera por quien tenéis delante?



Escena V

 

CRISTINA y dichos.

 

CRISTINA.-  ¡Ay! Señora, ¿y no hay un palo para este lechonazo? Por mi salud si no parece que anda acá fuera algún juego de cañas según, el estruendo.

EUFEMIA.-  En verdad que parecen contino, estando juntos, gato y perro.

CRISTINA.-  Haría mejor a buena re, ese señor Ortiz, de mirar por aquel cuartago, que tres días ha no se le cae la silla de encima.

MELCHOR.-  Mas me maravillo, hermana Cristina, de lo que dices. ¿Cómo demonio se le ha de caer, si está con la gurupera y con entrambas a dos las cinchas engarrotadas?

EUFEMIA.-  Librada sea yo del que arriedro vaya. ¿Parécete que es bien estar el cuartago sin quitar la silla tres días ha? Ved con qué alientos estará para hacer jornada.

JIMENA.-  Los recados del señor.

MELCHOR.-   ¿Qué recados? Si yo no le tuviera tan buena voluntad, ¿dejáralo estar ansí?

CRISTINA.-  ¿Y parécete a ti que procede de buen querer dejalle con la silla tres días?

MELCHOR.-  Pardiez, hermana Cristina, que la verdad que te diga, yo no le dejé dormir vestido, sino porque se alegrase con la silla y freno nuevo que tiene. Otro peor mal no tuviese, que esotro bien le pasaría.

EUFEMIA.-   ¡Ay amarga! ¿y qué?

MELCHOR.-   Que desde que señor vino anteyer del alquería, maldito el grano de cebada que ha probado, de todos cuantos piensos le he puesto.

EUFEMIA.-   ¡Jesús! Dios sea conmigo: ¿pues agora lo dices? Corre, Cristina, mira si es verdad lo que este dice.

MELCHOR.-  Verdad, señora, así como yo soy hijo de Gabriel Ortiz y Arias Carrasco, verdugo y perrero mayor de Constantina de la Sierra.

JIMENA.-   Honrados dictados tenía el señor vuestro padre.

MELCHOR.-  Tal me haga a mi Dios, amen.

EUFEMIA.-  Harto bien te deseas por cierto.

MELCHOR.-  Señora, no se engañe vuesa merced, que en ahorcando mi padre a cualquiera, no hablaba más el juez en ello que si nunca hubiera tocado en él.

CRISTINA.-  ¡Ay señora, qué desventura tan grande! Mire vuesa merced cómo habla de comer el rocín con treno y todo en la boca.

EUFEMIA.-  ¿Con freno?

MELCHOR.-  Sí señora, el freno, el freno.

EUFEMIA.-   ¿Pues con el freno le has dejado, traidor?

JIMENA.-  ¿Pues he de ser yo adivinador, o vengo yo de casta para ser tan mal criado como aqueso?

EUFEMIA.-  ¿Pues qué mala crianza era desenfrenar un rocín?

MELCHOR.-  Si te entrenó nostramo, ¿paréscele que era límite de buena crianza, y diera buena cuenta de mí en deshacer lo que señor había hecho?

JIMENA.-  La retórica como la quisiéredes, que respuesta no ha de faltar.

MELCHOR.-   ¿Retórica? ¿Sabe que la mamé en la leche?

EUFEMIA.-  ¿Tan sabia era su madre del señor

MELCHOR.-  Pardiez, señora, las noches por la mayor parte en levantándose de la mesa, no había pega ni tordo en gavia que tanto chirlase.

CRISTINA.-  Ay, señora, éntrese vuesa merced; remediarse ha lo que se pudiere, que ya mi señor dará vuelta y querrá luego partir.

EUFEMIA.-  Bien has dicho, entremos.

JIMENA.-  Pase delante el de los buenos recados.

MELCHOR.-  Vais ella, la de las buenas veces.





Acto II


Escena I

 

POLO, VALLEJO.

 
 

Calle.

 

POLO.-  A buen tiempo vengo, que ninguno de los que quedaron de venir han allegado: pero ¿qué aprovecha, si yo por cumplir con la honra de este desesperado de Vallejo he madrugado antes de la hora que limitamos? ¡Catad que es cosa hazañosa la deste hombre, que ningún día hay en toda la semana que no pone los lacayos de casa, o parte dellos, en revuelta! Mirá hora por qué diablos se envolvió con Grimaldicos el paje del capiscol, siendo uno de los honrados mozos que hay en el pueblo. Hora yo tengo de ver cuánto tira su barra, y a cuánto alcanza su ánimo, pues presume de tal valiente.

VALLEJO.-   ¿Tal se ha de sufrir en el mundo? ¿Cómo puede pasar una cosa como ésta, y más estando a la puerta de la Seo, donde tanta gente de lustre se suele llegar? ¿Hay tal cosa, que un rapaz descaradillo que ayer nació se me quiera venir a las barbas, y que me dirán a mí los lacayos de mi amo que calle por ser el capiscol su señor amigo de quien a mí me da de comer? Así podría yo andar desnudo e ir de aquí a Jerusalén los pies descalzos y con un sapo en la boca atravesado en los dientes, que tal negocio dejase de castigar. Acá está mi compañero. ¡Ah! mi señor Polo, ¿acaso ha venido alguno de aquellos hombrecillos?

POLO.-  No he visto ninguno.

VALLEJO.-   Bien está, señor Polo: la merced que se me ha de hacer es que aunque vea copia de gente, dobléis vuestra capa y os asentéis encima, y tengáis cuenta en los términos que llevo en mis dependencias, y si viéredes algunos muertos a mis pies (que no podrá ser menos, placiendo a la Majestad divina), el ojo a la justicia en tanto que yo me doy escape.

POLO.-  ¿Cómo? ¿Qué tanto pecó aquel pobre mozo que os habéis querido poner en necesidad a vos y a vuestros amigos?

VALLEJO.-   ¿Mas quiere vuesa merced, señor Polo? Sino que llevando el rapaz la falda al capiscol su amo, al dar la vuelta tocarme con la contera en la faja de la capa de la librea. ¿A quién se le hubiera hecho semejante afrenta que no tuviera ya docena y media de hombres puestos a hacer carne momia?

POLO.-   ¿Por tan poca ocasión? ¡Válame Dios!

VALLEJO.-  ¿Poca ocasión os parece reírseme después en la cara, como quien hace escarnio?

POLO.-  Pues de verdad que es Grimaldicos honrado mozo, y que me maravillo hacer tal cosa; pero él vendrá y dará su descargo, y vos, señor, le perdonaréis.

VALLEJO.-   ¿Tal decís, señor Polo? Mas me pesa que sois mi amigo, por dejaros decir semejante palabra. Si aqueste negocio yo agora perdonase, decidme vos, ¿cuál queréis que ejecute?

POLO.-  Hablad paso, que veisle aquí do viene.



Escena II

 

POLO, VALLEJO, GRIMALDO.

 

GRIMALDO.-   Ea, gentileshombres, tiempo es agora que se eche este negocio a una banda.

POLO.-   Aquí estaba rogando al señor Vallejo que no pasase adelante este negocio; y halo tomado tan a pechos que no basta razón con él.

GRIMALDO.-  Hágase vuesa merced a una parte, y veamos para cuánto es esa gallinilla.

POLO.-   Hora, señores, óiganme una razón, y es que yo me quiero poner de por medio: veamos si me harán tan señalada merced los dos que no riñan por agora.

VALLEJO.-  Así me podrían poner delante todas las piezas de artillería que están por defensa en todas las fronteras de Asia, África y Europa, con el serpentino de bronce que en Cartagena está desterrado por su demasiada soberbia, y que volviesen agora a resucitar las lombardas de hierro colado con que aquel cristianísimo rey Don Fernando ganó a Baza, y finalmente aquel tan nombrado galeón de Portugal con toda la canalla que lo rige viniese, que todo lo que tengo dicho y mentado fuese bastante para mudarme de mi propósito.

POLO.-  Por Dios, señor, que me habéis asombrado, y que no estaba aguardando sino cuando habíades de mezclar las galeras del gran turco, con todas las demás que van de levante a poniente.

VALLEJO.-   ¿Qué, no las he mezclado?, pues yo las doy por emburulladas, vengan.

GRIMALDO.-   Señor Polo, ¿para qué tanto almacén? Hágase a una banda, y déjeme con ese ladrón.

VALLEJO.-  ¿Quién es ladrón, babosillo?

GRIMALDO.-  Tú lo eres; ¿hablo yo con otro alguno?

VALLEJO.-  ¿Tal se ha de sufrir? ¿Que se ponga este desbarbadillo conmigo a tú por tú?

GRIMALDO.-   Yo, liebre, no he menester barbas para una gallina como tú; antes con las tuyas delante del señor Polo pienso limpiar las suelas de estos mis estivales.

VALLEJO.-   ¡Las suelas, señor Polo! ¿Qué más podía decir aquel valerosísimo español Diego García de Paredes?

GRIMALDO.-  ¿Conocístele tú, palabrero?

VALLEJO.-  ¿Yo, rapagón? El campo de once a once que se hizo en el Piamonte, ¿quién le acabó sino él y yo?

POLO.-   ¿Vuesa merced? ¿Y es cierto eso del campo?

VALLEJO.-   ¡Buena es esa pregunta! Y aún unos pocos de hombres que allí sobraron por estar cansado, ¿quién les acabó las vidas sino aqueste brazo que veis?

POLO.-  Pardiez que me parece aquello una cosa señaladísima.

GRIMALDO.-  Que miente, señor Polo. Un hombre como Diego García de Paredes, ¿se había de acompañar con un ladrón como tú?

VALLEJO.-  ¿Ladrón era yo entonces, palominillo?

GRIMALDO.-  Si entonces no, agora lo eres.

VALLEJO.-  ¿Cómo lo sabes tú, ansarino nuevo?

GRIMALDO.-   ¿Cómo? ¿Qué fué aquello que te pasó en Benavente, que está la tierra más lleno dello que de simiente mala?

VALLEJO.-   Ya, ya sé qué es eso: a vuesa merced que sabe de negocios de honra, señor Polo, quiero contárselo, que a semejantes pulgas no acostumbro dar satisfecho. Yo, señor, fui a Benavente a un caso de poca estofa, que no era más sino matar cinco lacayos del conde, porque quiero que lo sepa. Fue porque habían revelado una mujercilla que estaba por mí en casa del padre en Medina del Campo.

POLO.-   Toda aquella tierra sé muy bien.

VALLEJO.-   Después que ellos fueron enterrados, y yo por mi retraimiento me viese en alguna necesidad, acodiciéme de un manto de un clérigo y unos manteles de casa de un bodegonero donde yo solía comer, y cogiome la justicia, y en justo y en creyente, etc. Y esto es lo que aqueste rapaz está diciendo. Pero agora, ¿fáltame a mí de comer en casa de mi amo para que use yo de aquesos tratos?

GRIMALDO.-  Suso, que estoy de priesa.

VALLEJO.-  Señor Polo, aflójeme vuesa merced un poco aquestas ligagambas.

POLO.-  Aguarde un poco, señor Grimaldo.

VALLEJO.-   Agora apriéteme aquesta estringa del lado de la espada.

POLO.-  ¿Está agora bien?

VALLEJO.-   Agora métame una nómina que hallará al lado del corazón.

POLO.-   No hallo ninguna.

VALLEJO.-  ¿Qué? ¿No traigo una nómina?

POLO.-  No por cierto.

VALLEJO.-  Lo mejor me he olvidado en casa debajo de la cabecera del almohada, y no puedo reñir sin ella. Espérame aquí, ratoncillo.

GRIMALDO.-   Vuelve acá, cobarde.

VALLEJO.-   Hora, pues sois porfiado, sabed que os dejára un poco más con vida si por ella fuera. Déjeme, señor Polo, hacerá ese hombrecillo las preguntas que soy obligado en descargo de mi conciencia.

POLO.-   ¿Qué le habéis de preguntar? Deci.

VALLEJO.-  Déjeme vuesa merced hacer lo que debo. ¿Qué tanto ha, golondrinillo, que no te has confesado?

GRIMALDO.-  ¿Qué parte eres tú para pedirme eso, cortabolsas?

VALLEJO.-   Señor Polo, vea vuesa merced si quiere aquese pobrete mozo que le digan algo a su padre, o que misas manda que le digan por su alma.

POLO.-   Yo, hermano Vallejo, bien conozco a su padre y madre, cuando algo sucediese, y sé su posada.

VALLEJO.-  ¿Y cómo se llama su padre?

POLO.-  ¿Qué os va en saber su nombre?

VALLEJO.-   Para saber después quién me querrá pedir su muerte.

POLO.-   Ea, acabad ya, que es vergüenza: ¿no sabéis que se llama Luis de Grimaldo?

VALLEJO.-  ¿Luis de Grimaldo?

POLO.-   Sí, Luis de Grimaldo.

VALLEJO.-   ¿Qué me cuenta vuesa merced?

POLO.-  No más que aquesto.

VALLEJO.-  Pues, señor Polo, tomad aquesta espada, y por el lado de derecho apretad cuanto pudiéredes, que después que sea ejecutada en mí esta sentencia, os diré el porqué.

POLO.-   Yo, señor, líbreme Dios que tal haga, ni quite la vida a quien nunca me ha ofendido.

VALLEJO.-   Pues, señor, si vos por serme amigo rehusáis, vayan a llamar a un cierto hombre de Piedrahita, a quien lo he muerto por mis propias manos casi la tercera parte de su generación, y aquese como capital enemigo mío vengará en mí propio su saña.

POLO.-   ¿A qué efecto?

VALLEJO.-   ¿A qué efecto me preguntáis? ¿No decís que es ese hijo de Luis de Grimaldo, alguacil mayor de Lorca?

POLO.-   Y no de otro.

VALLEJO.-   ¡Desventurado de mí! ¿Quién es el que me ha librado tantas veces de la horca, sino el padre de aquese caballero? Señor Grimaldo, tomad vuestra daga, y vos mismo abrid aqueste pecho, y sacadme el corazón, y abrilde por medio, y hallaréis en él escripto el nombre de vuestro padre Luis de Grimaldo.

GRIMALDO.-  ¿Cómo? Que no entiendo eso.

VALLEJO.-  No quisiera haberos muerto por los santos de Dios, por toda la soldada que me da mi amo. Vamos de aquí, que lo quiero gastar lo que de la vida me resta en servicio deste gentilhombre en recompensa de las palabras que sin le conocer he dicho.

GRIMALDO.-   Dejemos aqueso, que yo quedo, hermano Vallejo, para todo lo que os cumpliere.

VALLEJO.-  Sus, vamos, que por el nuevo conocimiento nos entraremos por casa de Malara el tabernero, que aquí traigo cuatro reales: no quede solo un dinero que todo no se gaste en servicio de mi más que señor Grimaldo.

GRIMALDO.-  Muchas gracias, hermano: vuestros reales guardaldos para lo que os convenga, que el capiscol mi señor querrá dar la vuelta a casa, y yo estoy siempre para vuestra honra.

VALLEJO.-  Señor, como criado menor me puede mandar. Vaya con Dios. ¿Ha visto vuesa merced, señor Polo, el rapaz como es entonallo?

POLO.-   A fe que parece mozo de honra. Pero vamos que es tarde. ¿Quién quedó en guarda de la milla?

VALLEJO.-   El lacayuelo quedó. ¡Ah Grimaldico, Grimaldico, cómo te has escapado de la muerte por dárteme a conocer! Pero guarte no vuelvas a dar el menor tropezoncillo del mundo, que toda la parentela de los Grimaldos no sejá parte para que a mis manos ese pobrete escritilla, que aún está con la leche en los labios, no me le rindas.



Escena III

 

LEONARDO, MELCHOR.

 
 

Plaza pública.

 

MELCHOR.-   ¡Oh, gracias a Dios que me le deparó! ¿Parécele que ha sido buena la burla? ¿Ésta es la compañía que me prometió de hacer antes que saliésemos de nuestra tierra, y lo que mi señora le rogó?

LEONARDO.-  ¿Qué fue lo que me rogó, que no me acuerdo?

MELCHOR.-  ¡No lo rogó que me hiciese buena compañía?

LEONARDO.-   ¿Pues qué mala compañía has tú de mí recibido en esta jornada?

MELCHOR.-   Fíase el hombre en él, pensando luego daremos la vuelta, y ha unas siete horas que anda un hombre como perro rastrero, y a mal ni a bien no lo he podido dar alcance.

LEONARDO.-  ¿No podíades dar la vuelta a la posada temprano, ya que no me hallabas?

MELCHOR.-   Acabé ya. ¿Tenía yo blanca para dar al pregonero?

LEONARDO.-  ¿Y para qué al pregonero, acemilón?

MELCHOR.-  Para que me pregonara como a bestia perdida, y así de lance en lance me adestrara donde a vuesa merced le habían aposentado.

LEONARDO.-   ¿Qué, tan poca habilidad es la tuya que a la posada no atinas?

MELCHOR.-  ¿Pues si atinara, había de estar agora por desayunarme?

LEONARDO.-   ¿Qué, no has comido? ¿Es posible?

MELCHOR.-  ¡Calle! ¿Tengo el buche templado como halcón cuando le hacen estar en dieta de un día para otro?

LEONARDO.-  ¿Cómo diablos te perdistes esta mañana?

MELCHOR.-   Como vuesa merced iba ocupado hablando con aquel amigo, que no fue hombre, sino azar para mí, yo desviéme un poco, pensando que hablaba de secreto y no más, cuanto doy la vuelta a ver una tabla de pasteles que llevaba un mochacho en la cabeza; atraviesan a mí otros dos (que verdaderamente el uno parecía a vuesa merced en las espaldas) y los dos cuélanse dentro en la Seo a oír misa que decían, que duró hora y media: yo contino allí detrás pensando que era vuesa merced, y cuando se volvió a decir el benelicamus dolime, que responden los otros dougráfilas, lleguéme a de aquel que le parecía, y díjele: ea, señor, ¿habemos de irá casa? Él, que vuelve la cabeza, y me ve, dijo: ¿conócesme tú, hermano?

LEONARDO.-   ¡Oh quién te viera!

MELCHOR.-  Yo que veo el preito mal parado, acudo a las puertas para volverte a buscar, y mis pecados que siempre andan haciéndome gestos, hállolas todas cerradas.

LEONARDO.-  ¡Cuál andarías!

MELCHOR.-  Yo diré qué tal. ¿Ha visto vuesa merced ratón caído en ratonera, que buscando por do soltarse anda dando topetadas de un cabo a otro para huir?

LEONARDO.-   Sí, he visto algunas veces.

MELCHOR.-  Pues ni más ni menos andaba el sin ventura de Melchor Ortiz Carrasco, hasta que fortuna me deparó a una parte una puertecilla por do vi salir algunas gentes que se habían quedado rezagadas a oír aquella misa, que era la postrera. Pero vamos, señor, si habemos de ir.

LEONARDO.-  ¿Adónde?

MELCHOR.-  ¿Dizque adónde? A casa.

LEONARDO.-  ¿A casa? ¿Y a qué a tal hora?

MELCHOR.-   Señor, para tomar por la boca un poco de orégano y sal.

LEONARDO.-  ¿Para qué sal y orégano?

MELCHOR.-  Para echar las tripas en adobo.

LEONARDO.-   ¿Cómo?

MELCHOR.-  Señor, ya ellas están vinagre de pura hambre, con el orégano y sal ternán con que sustentarse si le parece a vuesa merced.

LEONARDO.-   Pues agora no puede ser: anda acá conmigo, que Valiano, que es señor de aqueste pueblo, con quien yo agora de nuevo he asentado, está en vísperas, y téngole de acompañar, y oirás las más solemnes voces que oíste en toda tu vida.

MELCHOR.-  Vamos, señor, enhorabuena; pero si oír veces se pudiese excusar, recibiría yo señaladísima merced.

LEONARDO.-   ¡Ah, don traidor! Que agora pagaréis lo que al cuartaguillo hicistes estar ayuno: ¡ah! ¿acordaisos?

MELCHOR.-  Pues pecador fui yo a Dios, hiciérame pagar vuesa merced el pecado donde cometí el delito, y no donde así me puedo caer a una cantonada desas que no hallaré quien me diga: ¿qué has menester?

LEONARDO.-   Ora, suso, toma toda esa calle adelante, y pregunta por el hostal del Lobo: cata aquí la llave, y come tú de lo que hallares en el aposento, y aguárdame en la posada hasta que yo vaya.

MELCHOR.-  Agora va razonablemente el partido de Melchor; ¿pero no sabríamos lo que sobró para mí?

LEONARDO.-  Camina, que yo aseguro que no quedarás quejoso.

MELCHOR.-  Yo voy: quiera Dios que ansí sea.



Escena IV

 

LEONARDO, POLO.

 

POLO.-  Guarde Dios al gentilhombre.

LEONARDO.-   Vengáis norabuena, mancebo.

POLO.-   Dígame, ¿es vuesa merced un extranjero que llegó los días pasados a este pueblo en compañía del mayordomo de aquesta tierra?

LEONARDO.-   Yo creo que soy aquese por quien preguntáis; ¿mas por qué lo decís?

POLO.-  Porque anoche sobre mesa trataron de la habilidad suya, y asimismo como era vuesa merced muy gentil escribano y excelente contador: finalmente que sería mucha parte su buena habilidad para entender y tratar en el oficio de secretario de Valiano mi señor, porque como hasta agora sea mozo y por casar, no tiene copia cumplida de los oficiales que a su estado y renta conviene. Holgara yo que vuesa merced quedara en esta tierra y en servicio del señor de ella, por ser uno de los virtuosos caballeros que hay en estas partes.

LEONARDO.-  Holgaré por cierto de quedar, porque aquese caballero y yo, que no sé quién es, nos topamos una jornada de aquí, y sabiendo la voluntad mía que era de estar en servicio de un señor que fuese tal, él por la virtud suya me ha encaminado a esta tierra: asimismo como de mi cosecha no tengo habilidad ninguna, si no es aqueste escribir y contar que cuando niño mis padres (que en gloria sean) me enseñaron, acordaría aquese gentilhombre de dar aviso a vuestro señor de mí, por ver si para su servicio fuese suficiente y hábil.

POLO.-   Por cierto, señor, que se muestra en él bien que debe de ser persona en quien habrá más que de él se dice, pero yo creo que andan por la villa en busca suya; vuesa merced vaya a palacio adonde le están aguardando, que no será razón dejar pasar tan buena coyuntura, sino hacer hincapié que todos le seremos prestos para su servicio.

LEONARDO.-   Muchas gracias, yo lo agradezco voime.

POLO.-   Vaya con Dios.

LEONARDO.-   Beso sus manos.



Escena V

 

PAULO, POLO.

 

PAULO.-  ¿Qué es lo que haces, Polo?

POLO.-   Ya puede ver, señor Paulino.

PAULO.-  ¿Has habido noticia de este gentilhombre que voy buscando por la villa?

POLO.-  Ah, agora se va de aquí derecho a palacio, por habelle dado aviso que van en busca suya.

PAULO.-  ¿Qué manera de hombre o edad es a lo que muestra?

POLO.-   Gentil mancebo y dispuesto es, señor, y muy buena plática que tiene, y su edad será de veinticinco o treinta aires.

PAULO.-  ¿Ya bien tratado?

POLO.-   Según su traje, de ilustre prosapia debe ser su descendencia.

PAULO.-   ¿De qué nación?

POLO.-   Español me paresce.

PAULO.-  Anda, vamos.

POLO.-   Vaya vuesa merced, que yo por acá me quiero ir a dar vuelta por ver si podré alcanzar una visita de mi señora Eulalia, la negra.