Parábola del indio escamoteado
Carlos Franz
«Quienes poseen el poder se convierten en creadores de ficciones, y los creadores de ficciones terminan por tener que decir la verdad». |
Salman Rushdie |
Siempre me han gustado las parábolas. Pero no las evangélicas, ni las retóricas, sino la idea de parábola que se deduce de la balística. Un tiro parabólico es el que se emplea para dispararle a un blanco distante, mediante el truco de apuntar hacia el cielo. Se apunta indirectamente, a un sitio más alto, para dar más de lleno en el que nos interesa. Hasta cierto punto, pienso, artilleros y escritores tenemos en común ese secreto (y ningún otro, espero). El poder de las palabras es tanto mayor, cuanto más alto el objetivo aparente de su trayectoria. Disparamos al cielo, para darnos en el corazón a nosotros mismos.
¿Que cómo siento a Chile? Voy a contestar con una parábola cuyos protagonistas son un gran autor perseguido en todo el mundo por hablar demasiado -según algunos-, y un pequeño país donde no decimos lo suficiente. Es, entonces, una parábola que concierne ante todo al lenguaje. Será porque, en tanto escritor, veo a la «dulce patria» atrapada en un crucigrama, un gigantesco puzzle donde muchos nos rompemos la cabeza contra los cantos filudos de tantas palabras cruzadas, rotas, vaciadas de sentido. Pero advierto al lector, de inmediato, que no busque al final la solución al puzzle, el culpable del rompecabezas. No soy de los que creen en un único crucigramador demente al cual echarle la culpa por todos los equívocos, eufemismos, diminutivos, y palabras obsoletas que seguimos usando. Por mi lado, sospecho que el puzzle lo hacemos entre todos, que cada cual aporta su línea a este diálogo confuso, donde hasta los labios tenemos que leerlos entre líneas.
Por lo mismo, desconfío de esa moda intelectual que ve en Chile un país en el cual sobran los acuerdos. Me tinca que no; lo que hay son consensos superficiales, ante la falta dramática de un acuerdo sobre el sentido profundo de algunos conceptos básicos. ¿Qué entendemos por verdad, por justicia, por memoria? Entre la libertad y la seguridad ¿con cuál nos quedamos realmente?
La parábola que voy a contar muestra, creo yo, esta triste falta de sentido común -de sentidos comunes- en nuestro lenguaje. Una falta que se nos nota sobre todo, y de capitán a paje, cuando un extraño intenta traducirnos, es decir entendernos. Y si ese extraño es, por casualidad, un reconocido mago de las palabras, los trucos baratos de nuestro escaso léxico, tan sobrecargado de contradicciones, quedan todavía más en evidencia.
Además, y de pasada, esta parábola tiene para mí el valor de un hito personal. Representa el instante cuando en mi diccionario político de bolsillo, la palabra transición cambió de sentidos y nunca de nuevo pude hallarle su lugar en mi puzzle. Me acuerdo con pelos y señales, con fecha y hora. El rompecabezas de la transición se me cayó simbólicamente al suelo -y quizá no por coincidencia-, en la mitad de la década: el jueves 16 de noviembre de 1995, más o menos a las cinco de la tarde. Y aquí estoy todavía, contando parábolas para tratar de armarlo.
Salman Rushdie es un hombre moreno, algo robusto pero ágil. Entre la barba tupida, una constante sonrisa de malicia oriental, que también le achica los ojos oscuros, de párpados capotudos. «Yo conozco de antes a este indio», me dije, el día que por fin me lo presentaron. «Lo he visto, pero no sólo en los diarios y revistas, donde la efigie del escritor perseguido, símbolo mundial en la batalla por la tolerancia, copa las primeras planas. Lo conozco de antes, y mucho, ¿pero, de dónde?». Recién cuando Rushdie ya estaba partiendo de Chile, para recién volver, recién vine a caer en la cuenta. ¡Por supuesto, en Las mil y una noches! En mi edición infantil, ilustrada, rayada con lápices de cera, donde mi lámina favorita mostraba a un mago barbudo igualito a Rushdie, con la misma sonrisa de inteligencia milenaria, parado ante las puertas de un Palacio. El mago está a punto de abrir un cofre del cual manarán riquezas, o se escaparán unos genios maléficos, todo depende de que el ambicioso Sultán pronuncie, la respuesta correcta. Me di una palmada en la frente, si hubiera recordado antes el cuento, quizá el final de esta historia habría sido distinto. O quizá no, pienso ahora, pues ya se sabe que en Chile los sultanes no leen, y entonces rara vez dan con la respuesta correcta.
Pero la mañana del 16 de noviembre de 1995, en Santiago, la atmósfera era tan diáfana que -al igual que con la transición chilena- casi habría sido un pecado ser pesimista. Ni siquiera había smog, daba para creer en el «puro, Chile, es tu cielo azulado», y entonces llevados del entusiasmo entonar: «y el asilo contra la opresión». Además, el hombre que bajó del jumbo de Iberia posado en la losa de Pudahuel, no llevaba ningún cofre visible consigo. Más bien al contrario, vestía de negro, deportivo, al uso de la noche cool londinense, y le daba la mano a una joven de largas y hermosas piernas (Elizabeth West es valiente, serena, y tiene las piernas largas, lo que deben ser requisitos para mujer de un fugitivo). Tras él descendía Olaf Hantel, editor para Iberoamérica del Grupo Bertelsman (hoy por hoy, el mayor conglomerado de comunicaciones en el mundo). Tal vez, entre el resto de los pasajeros de primera clase descendieron también algunos agentes de Scotland Yard, pero la proverbial eficiencia de estos sabuesos impedía distinguirlos. El plan trazado hasta en sus últimos detalles por Investigaciones, contemplaba recibir al misterioso visitante en el Salón VIP y desde allí trasladarlo con gran escolta al Hotel Sheraton, donde se alojaría con nombre supuesto, en un sector previamente aislado. Un batallón de detectives se apostaba en lugares estratégicos del aeropuerto y a lo largo del camino.
El hombre asomó del avión, respiró a fondo y estiró las piernas. Quizá admiró la cordillera nevada, envidiando ingenuamente a los habitantes de una ciudad que todos los días pueden darse tal gusto. Quizá repasó mentalmente las palabras con las que agradecería la proverbial hospitalidad chilena. Por fin, empezó a descender la escalerilla. Y entonces...
Entonces, una patrulla de fuerzas especiales de carabineros, de esos que visten como las tortugas ninja, desembarcó de varios chirriantes furgones que rodeaban la nave. El ruido de sus pesadas botas de combate turbó la relativa paz pueblerina de nuestro pequeño aeropuerto internacional (aeropuerto terminal, fin de la línea, termino del recorrido, ¡acá se bajan todos!). En un santiamén, con la eficiencia que dan 17 años de entrenamiento, las tortugas impidieron que Rushdie y su pareja se acercaran al comité de recepción y se los arrebataron a los detectives encargados de su custodia. Casi arrastrando los llevaron hasta un helicóptero. Antes de que nadie pudiera protestar y para que la esquizofrenia del momento fuera completa, los ninjas produjeron un doble de Rushdie, quien trepó en lugar de él al auto blindado y partió en caravana con la escolta de motos, aullando. El pequeño comité de recepción seguía aún con los brazos abiertos, y esas sonrisas que la sorpresa tarda en borrar del rostro, cuando ya el helicóptero se perdía de vista con rumbo desconocido, un insignificante matapiojos en nuestro cielo azulado. Y con él; el verdadero Rushdie se desvanecía into thin air, en el fino aire, como dicen los gringos, de esa mañana santiaguina. Escamoteado, birlado, desaparecido, con la misma facilidad que tienen las ilusiones y las oportunidades para desaparecerse, en Chile.
En febrero de 1989, el Ayatollah Rujollah Homeini, postrado en cama con gripe, oyó entre sus fiebres una voz. Allah le ordenaba promulgar una fatwa declarando a la novela de Rushdie, Los versos satánicos, como herética y a su blasfemo autor -y a sus editores, y a todos los directamente relacionados con la difusión del libro- pasibles de pena de muerte. De inmediato, entre estornudo y estornudo, firmó la condena. ¿Por qué tan duro castigo para una ficción? Porque uno de los personajes tiene un sueño -¡atención poderosos: cuidado con el lenguaje parabólico de los sueños y la literatura!-, un sueño en el que se pregunta qué habría pasado si el demonio se hubiera disfrazado del arcángel Gabriel y le hubiera dictado algunos versos del Corán a Mahoma; leyenda que por lo demás, corresponde a la tradición coránica. La gripe del Ayatollah se contagió de inmediato a medio mundo, con características de epidemia. Ya son miles los libros quemados, docenas los autores amenazados y los editores extorsionados para que no publicaran más ediciones de la obra u otras similares. El editor noruego del libro, William Nygaard paseaba por una calle de Oslo cuando recibió cuatro balas en la espalda disparadas por un iluminado que quería irse al paraíso de las huríes. Casos análogos se han denunciado en Italia, Japón y otros países. La pena sigue vigente y puede ser ejecutada cualquiera de estos días, a cambio de innumerables perdones en el cielo, y aquí en la tierra, dos millones y medio de dólares para el fiel que lo asesine (monto actual de la recompensa ofrecida públicamente por la Fundación Khordan de Teherán). El 14 de febrero de 1999, Salman Rushdie cumplió ya diez años viviendo como un prófugo por el pecado de escribir una novela fantástica.
El chantaje
internacional implícito en la fatwa fundamentalista
ha convertido a Rushdie, como dice Susan Sontag, «en la víctima individual más
visible en esa guerra mundial contra la tolerancia»
que
se libra en este fin de siglo. El Parlamento Europeo dispuso que
sus gobiernos suspendieran o limitaran sus relaciones con
Irán hasta que esta amenaza terrorista fuera revocada. El
escándalo hizo reaccionar y movilizarse a la mayor parte de
las sociedades democráticas del mundo. La mayor parte de
ellas, excepto la joven democracia chilena, que guardó ese
«austero» silencio que nos distingue, por lo menos
hasta esa mañana, cuando nos íbamos a poner al
día.
Ese era el indio que acabábamos de escamotear en Chile. Salman Rushdie venía a la Feria Internacional del Libro de Santiago, en cuya organización, por ese entonces, yo trabajaba. Lo habíamos invitado a cerrar el más importante congreso editorial que se ha realizado en nuestro país hasta la fecha: el 5.º Salón del Libro Iberoamericano -SILAR-. Tres meses antes, Arturo Infante, gerente de Plaza & Janés, me había confidenciado que existía la posibilidad de una visita de Rushdie a Sudamérica. El autor perseguido había decidido cambiar la estrategia de clandestinidad seguida hasta entonces y desafiar la amenaza terrorista, apareciendo por primera vez en público, de manera abierta. Y buscaba dónde hacerlo.
De inmediato, le propuse a Infante que invitáramos a Rushdie a dar el discurso de clausura del SILAR. Más de 400 editores de Iberoamérica y el mundo estarían en la sala. Era el lugar ideal para que este autor-símbolo diera un discurso sobre la libertad de expresión, que es uno de los principios fundamentales, precisamente, de las asociaciones de editores en todas partes. Si conseguíamos que el fugitivo aceptara alterar su programa de giras secretas y venir antes a este remoto país, se realizaría un sueño: el primer lugar en el mundo donde Rushdie conseguiría hablar, libre y públicamente, sería en Chile. De pasada, con ese gesto, la nueva democracia chilena, tan cuestionada internacionalmente, reafirmaría su compromiso con la causa de la libertad de expresión. ¡Y seríamos los primeros alguna vez! Daríamos el ejemplo ante una audiencia internacional, la noticia alcanzaría primeras planas en todas partes (y lo hizo ¡pero de qué modo!). Parecía una cauta como para que todos: gobierno, políticos, escritores, editores, se jugaran por ella. Me repito estas palabras y vuelvo a sentir su ilusión, el entusiasmo, y a la vez, me doy cuenta de mi ingenuidad; me parece que ya pertenecen a una década ida: los transitorios entusiasmos de la transición.
Un entusiasmo que me duraba todavía esa mañana del arribo de Rushdie a Chile. Y que empezó a desaparecer con él. El mago oriental había sido escamoteado con cofre y todo. El discurso ante el SILAR estaba previsto para las seis de la tarde en la sala grande de la Estación Mapocho. Y pasaban las horas sin que el Gobierno revelara el paradero de Rushdie, ni el de Elizabeth West, a nadie, ni siquiera a la embajada británica y menos a los organizadores. Recién a las tres de la tarde, el Ministro del Interior subrogante reconoció que Carabineros lo tenía «retenido», y accedió a recibirnos en el Palacio de La Moneda.
Belisario Velasco
tiene la apariencia ideal para gran visir de un sultán. Es
un hombre bajo, solemne, con un extraño ojo fijo que
ausculta a sus interlocutores sin revelar nada. Me recordó
de inmediato esa mirada muerta que se le atribuía a
Fouché, el Ministro de
Policía napoleónico, y que sembraba el temor en quien
se posaba. Esa tarde, nuestro Fouché de la
transición debía sentirse aun más poderoso,
estaba de Ministro subrogante. El Presidente giraba por
Japón, el Ministró del Interior, Carlos Figueroa,
oficiaba de Vice Presidente, y Velasco era entonces, con toda
propiedad, el amo absoluto de la seguridad del Estado. Nos
invitó a sentarnos en torno a una pesada mesa y fue breve:
«El Gobierno ha decidido cancelar todas
las actividades del señor Rushdie en Chile, por temor a que
se cometa un atentado en su contra»
. Sólo
atiné a preguntar, con un hilo de voz: «¿y con qué
fundamentos?»
. Velasco me miró
enigmáticamente (el enigma siempre ha sido un atributo del
poder), y agregó: «tenemos
antecedentes...»
. Y no se le movió un
músculo de la cara. Por un instante llegué a creer
que sería una broma: luego de tres meses de preparativos,
con la intervención de la plana mayor de Investigaciones y
Scotland Yard, ¿el
gobierno de Chile recién venía a descubrir que Salman
Rushdie estaba amenazado de muerte? «Pero aunque así
fuera», protestó el editor alemán, Olaf Hantel, «el señor Rushdie es un hombre libre que
no desea ser protegido de este modo»
. El ojo
vivo giró hacia él, mientras el otro continuaba
vigilándonos a todos, ¿qué había en su
interior: una cámara, los expedientes de cada uno? Su
dueño, sin inmutarse, repitió la fórmula
anterior: «tenemos
antecedentes...»
.
Era evidente que el visir ni siquiera haría el esfuerzo de gastar palabras con nosotros. Y aunque lo hiciera, parecía que hablábamos otro idioma. Le habíamos pedido «fundamentos», y él había contestado con «antecedentes»; esperábamos principios, y nos ofrecían hechos consumados. El típico diálogo de sordos entre los intelectuales y el poder. No me costó nada imaginar la reunión del Comité de Seguridad, revisando la pauta de esa mañana. Alguien habrá dicho: «¿Y qué hacemos con este indio medio blasfemo que llega hoy?», y la fulminante respuesta, encaballada entre dos tics, habrá sido: «¡A quién le importa un escritor, fondéenlo por ahí!».
La reunión
se estancaba, los chilenos callábamos; los chilenos y
nuestra extraña mudez ante la autoridad. Sólo
Hantel, rojo de ira,
exclamó por fin: «¿Es que
su gobierno avala entonces la censura que el terrorismo pretende
imponer sobre Rushdie, y va a impedirle hablar?»
. Ni
siquiera entonces el visir subrogante se inmutó;
empecé a preguntarme si además del ojo también
el resto de la cara había sido paralizada por un exceso de
autoridad, hasta darle esa apariencia de palo. Pero al menos esta
vez condescendió a agregar: «Hemos
detectado la presencia de más de 200 iraníes en
Chile»
. Ahora fue Arturo Infante quien protestó:
«Pero esa misma cifra nos la dieron en
Investigaciones hace dos meses, y dijeron que era normal. Lo mismo
pensó Scotland
Yard»
; y concluyó preguntando:
«¿cuándo lo
liberarán?»
. Por toda respuesta, Velasco
levantó la reunión indicándonos la puerta. En
medio del desorden de la partida alcancé a proponerle,
respetuosamente, como corresponde a un chileno de mi edad, crecido
en dictadura: «¿Y no podría
emplear toda esa seguridad que tiene, para proteger el derecho de
Rushdie a hablar, en lugar de para esconderlo?»
. No se
dignó a mirarme, ni siquiera con el ojo fijo. Una mano me
indicaba la salida, mientras me tendía la otra. No tuve el
valor de tomarla ¿y si también era de palo?
Mientras tanto, prisionero en algún lugar secreto del Gran Santiago, un triste escritor indio cavilaba... ¿Qué? Sólo es posible suponer los pensamientos de un hombre amenazado de muerte en todo el mundo, aislado en un país desconocido, separado de la gente en la cual confía y encerrado en un subterráneo. Ninguno de sus captores hablaba inglés, durante varias horas se le impidió incluso hacer llamadas. Más tarde, al conocer el fino humor literario de Rushdie, no me extrañó oírle que una de sus preocupaciones en esas horas había sido por el doble. ¿Qué andaría haciendo su doble por Santiago? En esas horas de angustia, Salman había recordado el caso de Graham Greene, quien efectivamente tenía un doble, el cual se paseaba por el mundo dejando grandes cuentas a su nombre en los hoteles y enamorando mujeres con su prestigio prestado. ¿Estaría su doble dando entrevistas, recibiendo los supuestos honores del Gobierno, y almorzando a cuerpo de rey en el Sheraton, mientras él masticaba el duro churrasco de los carabineros? Al menos, la hermosa Elizabeth, de eso estaba seguro, había estado todo el tiempo a su lado. Pero Rushdie iba más lejos en sus asociaciones: ¿Había llegado a un país de dobles? Las promesas y planes, las palabras que se le habían dado con anterioridad, ¿tenían un doble sentido? ¿Sería el doble quien daría la conferencia final, ante los 400 editores de todo el mundo, en vez de él?
Oyendo las cavilaciones de Rushdie, un par de días después, empecé a intuir que la visita del mago oriental no sólo me estaba enseñando, dolorosamente, nuestros problemas de lenguaje, sino también aquellos otros todavía más mayúsculos, de identidad. Nuestros visires habían equivocado las palabras -es más, de hecho ni siquiera se habían interesado en hablarle-, y ahora del cofre se escapaban los genios malos de nuestras contradicciones, nuestros dobles estándares, nuestra personalidad dividida. Un Chile dividido en varias versiones de sí mismo, pobladas por otros tantos de nuestros dobles que no queremos reconocer. Ni ellos a nosotros. Decimos que somos democráticos, y el doble susurra: autoritarios; decimos que somos moderados, y el doble sopla: fundamentalistas; decimos que somos modernos, y el doble se hace cruces.
Esa tarde del
jueves 16 de noviembre de 1995, después de la
lacónica audiencia con el Ministro del Interior subrogante,
nuestra pequeña comitiva salió cabizbaja, arrastrando
los pies por los oscuros y fríos pasillos de La Moneda (esa
fábrica que nunca ha conseguido disfrazarse bien de
palacio). Afuera un sol despiadado calcinaba la Plaza de la
Constitución. Eran casi las cinco de la tarde. «¡Eran las cinco en todos los relojes! /
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!»
..., me
pareció que oía a mi padre, quien también
sufrió en aquellos pasillos, recitándome a
García Lorca. Las desilusiones tienen ese beneficio,
movilizan la memoria. También recuerdo haber mirado en el
costado norte de la plaza la estatua de Diego Portales, con el
legajo de su Constitución empuñado en la mano.
¿Qué habría hecho el Ministro Portales, en el
lugar de su sucesor contemporáneo, esconder o apoyar a este
indio hereje? Considerando lo blasfemo que el propio don Diego
sabía ser, es posible que le hubiera tenido simpatía,
quizá se las habría arreglado para que hablara
-«sin perturbarme, demasiado el peso de la noche, pues, amigo
Salman»- y después se lo hubiera llevado de farra, a
una chingana por ahí. O quizás todo lo contrario,
quizás nuestro Maquiavelo criollo fue precisamente el
fundador de este estilo de gobernar que a lo largo de siglo y medio
nos muestra una y otra vez, con rostros distintos, la misma cara de
palo del dicho popular: «¡autoridad
que no abusa no es autoridad!»
.
Para acrecentar mi
confusión, mientras miraba el legajo de bronce que Portales
empuña, un eco de mis lejanas clases de derecho
político volvió a mis oídos: «En Chile no hay persona ni grupo
privilegiados... el que pise su territorio queda libre... La
Constitución asegura a todas las personas la libertad de
conciencia... la libertad de emitir opinión...»
.
Evidentemente, ya lo había oído, nuestro visir
subrogante interpretaba esas palabras de una manera distinta, casi
como si habláramos lenguajes diferentes. Él no
consideraba su obligación garantizar esas
libertades; sino más bien daba a entender que era su
privilegio otorgarlas o no. En lugar de emplear todas sus
fuerzas de seguridad para garantizar el derecho a expresarse de un
perseguido, las empleaba, de hecho, para callarlo. No me
cabía en la cabeza. ¿Cómo podíamos
haber leído el mismo libro de maneras tan diferentes?
¿O sería acaso que la Constitución
empuñada por un político en el poder, contiene
principios distintos al pobre folleto en papel de diario que los
suplementeros nos vendían a los estudiantes de derecho en la
esquina de Pío Nono? ¿Sería este otro caso de
doble dialecto chileno, de doble texto, de doble lectura, que
cambia según el poder de quien lo lee?
Cavilando en estas cosas, las ocho cuadras en línea recta entre el Palacio y la Feria del Libro, en la Estación Mapocho, se me hicieron las más largas que he recorrido en mi vida. Fueron ocho leguas, ocho años luz. Y al llegar, la esquizofrenia de los dobles lenguajes en la que me ahogaba, aumentó todavía, otro poquito. Los 400 editores extranjeros que se habían pasado varios días en reuniones pletóricas de palabras como libertad de edición y circulación de libros e ideas, hacían hora en los pasillos esperando la guinda del postre. Ese misterioso discurso de clausura sobre la libertad de expresión, cuyo secreto se había ido develando. Peter Weidhaas, el Director de la Feria Internacional del Libro de Frankfurt, uno de los más influyentes hombres del libro en el mundo, se me acercó abriendo los brazos, con su aspecto de gran gnomo jovial, extasiado por la noticia: «¡Que marrrravilla, que marrrravilla! Rrrrrushdie acá. Ni en Frankfurt habíamos logrrrado esto...». Y me palmeaba las espaldas, mis espaldas cada vez más encorvadas sobre un crucigrama incomprensible.
El plan de
seguridad original, tan meticulosamente concebido, seguía
desplegándose, con esa inercia burocrática que
sobrevive a sus objetivos. Por lo visto, nadie había avisado
de las contraórdenes dadas en las alturas. Equipos con
detectores de metales y perros entrenados barrían el
recinto. Un batallón de no menos de 60 detectives, con sus
alambritos telefónicos detrás de la oreja, acordonaba
la gran sala subterránea, aguardando la hora
señalada. Reconocí a uno de los que habían
participado durante las meticulosas jornadas preparatorias, en la
Prefectura Central de Investigaciones. «¿Todo en orden?»
, me
preguntó, amistosamente. Tal vez me vio la cara larga, o
simplemente quería lucirse: «Para
que aprendan esos inglesitos de Scotland
Yard cómo hacemos las cosas en
Chile»
. Seguro que estaban aprendiendo. Semioculto tras
una columna, con impermeable en plena primavera (claro que en
Londres sería otoño), creí distinguir a uno de
esos agentes británicos que vinieron a ayudar en la
seguridad de Rushdie. Tomaba notas afanadísimo y meneaba la
cabeza, tratando de descifrar lo que ocurría. Casi
sentí lástima por él, hasta para un Inspector
de Scotland Yard, Chile debe ser un
caso irresoluble.
En una
cafetería de la Estación, improvisada a la carrera
como sala de conferencias, todos los reporteros, toda la
televisión de Chile y corresponsales internacionales,
aguardaban una declaración. Eduardo Castillo, el Presidente
de la Cámara del Libro, única voz autorizada para
hablar con la prensa, se sentó en la testera, yo lo hice a
su izquierda. Los flashes ametrallaban, los focos me hacían
traspirar, nunca se había visto -ni creo que se verá-
un diluvio de atención igual, sobre el modesto reducto del
libro en Chile. Castillo dijo: «El
Gobierno nos ha informado que suspendió las actividades del
señor Rushdie. La Feria no es responsable, el señor
Rushdie no figura en su programación oficial. Y no tenemos
nada más que decir»
, concluyó. Como es
natural, basta con declararle a la prensa que no hay nada que
decir, para que esta asuma que se calla todo. Los reporteros se
lanzaron en picada. Pero Castillo mantuvo inclaudicable su
posición de prescindencia, y la reunión
terminó tan bruscamente como la audiencia con el
Subsecretario. Sólo que esta vez era yo el que sentía
la cara de palo.
¿Será contagioso ese síndrome del
empalamiento facial? ¿Es que en Chile basta con
estar a la cabecera de una mesa, aunque sea una tambaleante mesita
de cafetería, para adoptar los hábitos mortecinos del
poder? Y sin embargo, Castillo no había mentido, se
había limitado a repetir lo que Velasco nos había
dicho. ¿No era suficiente acaso? ¿Por qué
sentía yo la garganta seca, y una sorda rabia contra
mí mismo? Mi amigo Amaro Gómez Pablos, conductor del
equipo de CNN que iba a
transmitir en directo al mundo la aparición de Rushdie, se
me acercó a la salida. «No puedes
hablar»
, me dijo, con su acento de torero, «pero, hay más,
¿verdad?»
. Me aclaré la garganta,
traté de negar, creo que me salió un pitido, uno de
esos gallitos que no emitía desde la adolescencia; y de
pronto me encontré murmurándole:
«Sí».
Y apenas lo había dicho cuando el absurdo completo de ese día de farsas terminó de revelárseme. ¡Por supuesto que había más! Habría podido decirse mucho más que la diminuta estrategia de cuidar la relación con un Gobierno que prefería las precauciones, antes que las convicciones. Por lo pronto, estaban los principios. Esos mismos «fundamentos» de los que el visir nada sabía y sin los cuales todo lo que se había dicho en varias jornadas de discursos y foros en ese Congreso, sobre defensa de la libertad de edición y circulación del libro, serían palabras huecas. Vacíos conceptos que el poder lee según le convenga, como la Constitución empuñada en la mano de bronce de Portales. ¡Yo debería haber hablado, no más! Haber hablado para defender el derecho de Rushdie a hablar. Haber defendido nuestra invitación, afirmando por qué era importante que un escritor impedido de mostrarse en todo el mundo pudiera hacerlo por primera vez, libremente, acá. Precisamente en el remoto, ambiguo, Chile de la transición.
Sentí, físicamente, la tuerta lógica del poder chileno, reproduciéndose cancerígenamente de la cabeza a los pies, hasta alcanzar al pequeño gremio del libro, y a mí con él. La artritis de nuestro ancestral autoritarismo anquilosando el cuerpo social, callando las bocas, amarrando las manos, endureciendo las arterias, enfriando hasta matar los entusiasmos; entre otros, los de la transición.
En los siguientes dos días, de los tres previstos para la visita de Rushdie, el Gobierno fue comprendiendo un poco, sólo un poquito, el tamaño de la metida de pata. Pero fue el propio indio el que tuvo que amenazar incluso con «irse a pie», para que lo dejaran dar algunas entrevistas, pasear de incógnito. Una tarde, y ante su insistencia, llegó hasta la Estación Mapocho, del brazo de Elizabeth, y se paseó por esa Feria ante la cual no se le había permitido hablar. Cuando pasábamos frente al stand de Irán, para mi sorpresa, se detuvo y hojeó un ejemplar de los hermosos Coranes allí expuestos. Allah debe haber estado distraído, pues su ira no cayó sobre él; o lo que es más probable, Allah no está ni ahí con la fatwa. El sábado, antes de partir, se reunió con 30 ó 40 escritores en el Centro de Estudios Públicos, gracias a la valentía de Arturo Fontaine, que se jugó para que lo autorizaran. El único lugar donde el escritor más bien radical e izquierdista que es Salman Rushdie, pudo hablar un poco en Chile, fue en un centro de estudios de orientación derechista. Entre todas las señales contradictorias de este episodio, creo que esta fue esperanzadora: el país real está más reconciliado, y en el fondo es menos temeroso, que sus dirigentes.
Sobre esos
supuestos «antecedentes» de un posible atentado, por
cierto, jamás se volvió a hablar. El Gobierno no
entregó ni un dato, ni una explicación, simplemente
recitó el verso más chileno de todos: tras la
paletada nadie dijo nada, nada. Luego el indio reaparecido
partió. Y por supuesto, apenas puso un pie en países
más benignos, le declaró al New York Times: «Me sentí prisionero en Chile»
.
Un titular que dio la vuelta al mundo. Pocos días
después, Carlos Fuentes lo presentaba ante tres mil personas
en la Feria del Libro de Guadalajara, públicamente,
libremente, como habíamos soñado hacerlo acá.
Sic transit gloria
Chile; así pasa la gloria por Chile, de largo, y sin
pescarnos.
Rushdie se fue hace rato. Y aquí seguimos nosotros, en nuestra atascada transición, entre la espada de nuestros miedos y el muro de nuestros lamentos. Pero al menos, pienso, nos dejó este relato, esta parábola con la que he intentado apuntar, indirectamente, al corazón de nuestros asuntos públicos. Más que ensayos de certezas, son relatos lo que nos pueden dejar los escritores. Y preguntas.
¿Por qué pasó lo que pasó? ¿Qué dice el legajo de bronce que empuña la estatua de Portales? ¿Será contagiosa la cara de palo? ¿Cuándo aprenderán a leer nuestros visires? Historiadores, políticos, sociólogos, tendrán sus respuestas. Los narradores no damos respuestas, nos hacemos preguntas. Todo relato honesto es de final abierto, abre más preguntas que aquellas que responde, y así nos saca del mundo cerrado de las explicaciones, devolviéndonos a las riquezas de la duda. Nunca tanto como ahora este «pensamiento literario» me parece urgente, en Chile y quizá en todas partes. La imaginación como antídoto de nuestras certezas, de nuestros clichés mentales, de esa práctica adocenada del pensar, que vuelve sospechosas incluso nuestras críticas, por unánimes.
«Es un lugar común entre los escritores
hablar de esta época de crisis, como los sacerdotes
hablan de esta época de pecado»
,
decía el lúcido, el mordaz Jonathan
Swift, hace tres siglos. Pues bien, he escrito este
cuento, entre otras cosas, para evitar hablar de crisis. Esta
parábola del indio escamoteado, que he intentado rescatar
del pantano del olvido nacional, señala un pie del cual
cojeamos desde siempre, me parece; o quizá, mil pies. Y
claro, lo más fácil sería echarle la culpa al
empedrado. Lo más fácil y lo menos honesto
sería decir que en Chile el pavimento está como la
mona y que la época desencantada de fin de siglo no ayuda.
Pero hacemos la época que vivimos y nosotros mismos somos el
empedrado.
Somos el lenguaje que hablamos. Y al nuestro lo caracteriza esta provinciana falta de respeto por el contenido de las palabras, que se exhibió impúdicamente en la parábola de Rushdie. En nuestra vida diaria: ¿Qué tan a menudo reemplazamos la palabra libertad, por el vocablo seguridad? ¿Cuántas veces decimos prudencia, allí donde el término que cuadra es cobardía? ¿Y qué decir de nuestra torva parquedad andina; de esta pasioncilla por la voz baja, los diminutivos y los eufemismos, primos hermanos del misterio y del secreto? Son todos defectos de lenguaje que atraviesan nuestra sociedad de alto abajo, me parece, sólo que los destacamos y lucimos allí donde el poder nos subraya.
Si el visir de turno se da el lujo de callar, de no dar explicaciones, ¿no será porque tampoco se las hemos exigido lo suficiente? Si las cosas no cambian tanto como quisiéramos, entre una dictadura y una democracia vigilada ¿no será que tampoco nosotros hemos cambiado nuestros hábitos? ¿Con qué derecho exigiremos que nos gobiernen bien, si nos dejamos gobernar mal?
Autoridades democráticas que anteponen la cautela a los principios, y ciudadanos que dejamos que lo hagan, me hacen preguntarme si lo que necesitamos realmente será una mejor Constitución, ¿o será más convicción? ¿Necesitamos una Constitución nueva, o una convicción nueva, sobre el compromiso que imponen las palabras públicas y privadas?
Tantas preguntas. Y para colmo, en mis noches de desvelo, no puedo quitarme de la cabeza esta otra duda: ¿Y qué habrá sido del doble de Rushdie?, me pregunto. Me gustaría encontrármelo alguna otra mañana, tan diáfana como aquella en la que se me enredó el crucigrama. Imagino al tipo paseándose por Chile, todavía, de incógnito entre nosotros. Lo imagino con su sonrisa de malicia oriental, en la cola del cine, rozándonos en el metro, entrando de soslayo a un café erótico, confundido entre nuestros propios dobles, nuestros triples, nuestros cuádruples... Y su milenaria sonrisa me alivia, cuando el puzzle se complica demasiado.
Santiago, junio de 1999