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Paralelismos en los enamoramientos de Calisto y Tirant lo Blanc: los primeros síntomas del «mal del amar»

Rafael Beltran Llavador


Universidad de Valencia




Tirant lo Blanc y Celestina frente a frente

Hemos querido utilizar un celebrado calambur de Tirant lo Blanc«jo no tinc altre mal sino de l'aire de la mar [l'aire del amar]», con el fin de anticipar, desde la primera línea, y aun antes, desde el mismo título de nuestro artículo, lo que en resumidas cuentas pretende ser su objetivo: dar a conocer un poco mejor a Tirant lo Blanc, notable héroe del libro de caballerías catalán, altivo antecedente de Amadís para unos, aburguesado incitador de Don Quijote para otros, en su faceta de héroe sentimental. Y hacerlo intentando parangonar los primeros síntomas de su temible enfermedad amorosa con los que, pocos años después, algunas leguas más lejos, otro joven, de nombre Calisto, habrá de sufrir, con no menores desazones ni más fácilmente sofocables ardores, en la imaginación —gracias a la pluma— de un bachiller llamado Fernando de Rojas.

En los estudios más conocidos sobre la Celestina apenas ha sido mencionada más que como referencia esporádica la obra de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba, Tirant lo Blanc, considerada la mejor novela de la literatura catalana medieval y una de las mejores también —seguramente la de más talla en el siglo XV— de la literatura europea en el Medievo1. Pero tampoco en la bibliografía tirantesca (o tirantiana), desafortunadamente muchísimo menos abundante, pasa de ser la Celestina el clásico extranjero de cita a veces obligada o formal. La excepción que confirma la regla sería la de un breve, denso y discutible artículo de Frank Pierce, «The role of sex in Tirant lo Blanc», que dejaría huella en futuras aproximaciones y donde se hablaba de la Tragicomedia como «perhaps the closest parallel in time and manner to the "Tirant"». Tenía Pierce buen cuidado, sin embargo, de puntualizar las diferencias existentes entre ambas obras en el tratamiento del conflicto amoroso y en el uso de fórmulas para expresar el mismo2.

Refrescar unos datos previos, respecto a la novela catalana, puede ayudarnos a centrar el tema que abordamos. La fecha de escritura de Tirant lo Blanc continúa siendo difícil de precisar con exactitud. Martorell, en la enigmática dedicatoria de su novela, parece decir que la ha comenzado en 1460. Pero el caballero valenciano muere en 1468, dejando inacabada, no sabemos exactamente en qué punto, la mayor parte de la extensa obra. Es relevado, tampoco conocemos en qué momento, por Martí Joan de Galba, quien modifica (pero, ¿en qué medida?) y da punto final al trabajo del primer autor, muriendo sólo unos meses antes de que la obra salga impresa3.

Tirant lo Blanc es acabado de imprimir, en su catalán original, el 20 de noviembre de 1490. Ve la luz en Valencia, salido de las cajas de imprenta del alemán Nicolau Spindeler. Conocemos por el contrato de esta primera edición que constaba de 715 ejemplares, un verdadero éxito literario. En cálculos de Martí de Riquer, esta tirada equivaldría a unos 8250 ejemplares en la actualidad, lo que, teniendo en cuenta el vertiginoso crecimiento de lectores desde entonces, aun en una lengua oprimida como la catalana, representa una alta cifra. Da fe de ese éxito el hecho de que la edición se debió agotar antes de siete años, puesto que en 1497 se volvía a imprimir la obra, esta vez en Barcelona. Esta nueva edición fue terminada, a causa de la muerte del primer editor, por el castellano Diego de Gumiel, un relevo en la carrera editorial que significará un factor nada casual en la futura divulgación del texto.

El éxito de la edición catalana no pudo repetirse. A partir de la unificación de las dos coronas, la penetración literaria del castellano en zonas catalano-hablantes avanzó imparable y la novela no pudo volver a reeditarse, en su texto original catalán, hasta finales del siglo pasado4. Sin embargo, en el siglo XVI, el mismo responsable de la edición de Barcelona, Diego de Gumiel, trasladado a Valladolid, publicaría allí, en 1511, una traducción al castellano de la obra, dirigida a un nuevo público y anónima5.

La traducción castellana de Tirant lo Blanc aparecía con extraordinaria oportunidad, durante la que Curto Herrero ha llamado etapa de formación del género del libro de caballerías castellano (1508-1511). En 1508 se habían publicado los cuatro libros de Amadís de Gaula, a los que seguirían dos años después las Sergas de Esplandián, Don Florisando (1510), Palmerín de Oliva (1511) y Primaleón (1512). La misma recuperación de El caballero Cifar, en 1512, puede dar idea de la aparentemente indiscriminada voracidad lectora de un público, al que le eran ofrecidas como contemporáneas suyas obras con hasta dos siglos (o más de veinte años, en el caso de Tirant lo Blanc) de antigüedad6.

Tal vez, como opinaba Menéndez Pelayo, la traducción castellana de la obra resultara excesivamente «esporádica», es decir, extraña, una especie de rara avis7. Sinceramente, pensamos que se ha exagerado la excepcionalidad (en el sentido etimológico, no en el ponderativo de la palabra) de Tirant lo Blanc, confundiendo a menudo su evidente originalidad con una ilógica e imposible extemporaneidad. Un estudio profundo de su influencia, a partir de la traducción de Valladolid, sobre algunos libros de caballerías castellanos del XVI, seguramente revelaría mayores índices de lectura y receptibilidad del texto que lo que se piensa. Pero lo cierto del caso es que, pese a esa razonable sospecha, tampoco durante el siglo XVI volvemos a encontrar reeditada en castellano la obra. Su fortuna literaria, sin embargo, no mengua, en todo caso se traslada. Viaja ahora a Italia, donde, a partir de la traducción que sobre el texto catalán realiza Lelio di Mandredi, será editada, con el título de Tirante il Bianco, en Venecia, 1539, reimpresa una segunda vez en 1566, y una tercera en 1611, siempre en Venecia.

Si quisiéramos hablar acerca de la posible influencia de Tirant lo Blanc sobre los libros de caballerías castellanos del XVI, o sobre la descendencia celestinesca, podríamos remontarnos fácilmente, por tanto, a los años inmediatamente posteriores a la traducción castellana de Valladolid (1511). En cambio, si pretendiéramos fundamentar una hipótesis de influencia del texto de Martorell y Galba sobre el de Rojas, nuestro interés debería quedar centrado en el lapso que va desde la edición catalana de Valencia, en 1490, hasta la de Barcelona, en 1497, o en los dos años, como mucho, posteriores a esta última. Es decir, tendríamos que acudir al tiempo en que la obra fue más divulgada y leída (en catalán, pero, ¿tal vez ya en una traducción castellana, la publicada en 1511?), como prueba, repetimos, la edición de 1497, a los únicos años en que pudo ser conocida por el autor de la primitiva Comedia o por el propio Rojas.

El rico manantial de fuentes de la Celestina no ha dejado, ni tiene por qué dejar de manar, por el hecho de que nos haya inundado con una bibliografía ya difícilmente abarcable en su totalidad, y no podemos negar a priori que Fernando de Rojas, o el autor del primitivo Auto I, pudieran haber conocido parcial o totalmente el texto de Martorell y Galba, que después iba a ser utilizado, directa o indirectamente, nada menos que por Ariosto o por el mismo Cervantes8. Nuestra intención va a ser la de permitirnos conceder algo más que el beneficio de la duda a esa hipotética influencia, tratando de ofrecer, a través de la revisión de algunos paralelismos entre algunas escenas de ambas obras, y en concreto las correspondientes al inicio del enamoramiento de los protagonistas, suficientes indicios para que futuros estudios puedan afrontar más exhaustivamente el tema. Nos conformaríamos, pues, con tratar de sugerir que, dada su relevante, aunque aparentemente fugaz fama literaria, el texto catalán, y también el castellano de Tirant lo Blanc, pueden ser incorporados a la nómina de posibles influencias, el primero sobre la misma Celestina, y ambos —aunque preferentemente el segundo— sobre la llamada descendencia de Celestina.

Al referirnos exclusivamente a los capítulos del enamoramiento del héroe en Tirant lo Blanc, vamos a evitar el tener que resumir toda la larga y compleja trama anterior de la novela, ciñéndonos desde el principio al encuentro del protagonista, Tirant, con la Princesa Carmesina, hija del Emperador del Imperio Griego, que ocupa en sus primeros pasos tan sólo cuatro capítulos del libro (caps. CXVII-CXX)9. Dicho encuentro tiene su paralelo argumental en el mismo inicio de la Celestina, por lo que nos servirá como perfecto punto de partida comparativo10.




El lugar del encuentro: «Veo... la grandeza de Dios» / «Veig... tantes coses admirables»

El encuentro de los principales protagonistas se da en situaciones y contextos muy diferentes en las dos obras. En una habitación del palacio del Emperador de Constantinopla, en Tirant lo Blanc, en el huerto de la casa de Melibea, en la Celestina. En principio podemos pensar que sólo una vaga relación los podría emparentar: la que procede de ocupar el lugar del encuentro, en ambos casos, un espacio artificiosamente literaturizado. Pero ese motivo, además del hecho de que exista un cierto paralelismo entre el desconcierto de Calisto y su nueva sensación de sentirse agraciado (su «cuerpo glorificado» por la visión de Melibea), y el toque de humor con que va a ser descrito el descubrimiento de Carmesina por parte de Tirant, no nos parecen suficientes indicios como para pensar más allá de que nos encontramos ante el tópico del encuentro entre jóvenes ardientes, futuros amantes.

Sin embargo, preferimos ir más allá de las apariencias y explorar con mayor detenimiento esos lugares de encuentro. Vayamos primero con el espacio de la escena que abre la Celestina. Calisto y Melibea ya parecen conocerse cuando se encuentran, puesto que se dirigen el uno al otro con sus propios nombres: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios». «¿En qué, Calisto?». Se trata, como se ha apuntado, de un comienzo in medias res. Los jóvenes se reconocen, no se presentan (Tirant, en cambio, descubrirá a Carmesina por primera vez a la vista del lector).

Contamos, de todos modos, con que una presumible falta de cohesión de parte del contenido del Auto I de la Celestina se pudo haber debido a las modificaciones que Rojas imprimiría en el Auto primitivo, aunque no podemos entrar nosotros ni siquiera a resumir un problema tan complejo como es el que afecta a la doble autoría de la obra. En cambio, sí se nos va a permitir al menos traer a colación la, no por antigua, menos lúcida y atendida sugerencia de Martín de Riquer respecto a que la primera escena del primer acto transcurriría en su forma primitiva, no en el huerto de Melibea, como reza el «Argumento del primer auto», y como se ratifica en diversas alusiones internas al texto después, sino en un ámbito igualmente tradicional, pero mucho más lógico para las circunstancias de la entrevista e incluso más coherente para el correcto entendimiento de la primera conversación: una iglesia11.

En una iglesia, dice Riquer, cobraría todo su sentido el equívoco de Calisto respecto al referente de «En esto veo (...) la grandeza de Dios». El deíctico, en boca de Calisto y refiriéndose al espacio que los rodeaba, sería redundante y obvio, y motivaría —una manera como otra cualquiera, more ovidiana, de captar la atención de la doncella, para trabar conversación— la ingenua contestación de Melibea: «¿En qué, Calisto?» (en qué, concretamente, pues en una iglesia se supone que se encuentra la grandeza de Dios por doquier). Allí cobrarían también su sentido las referencias a «el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que por este lugar alcanzar yo tengo a Dios ofrecido», es decir las promesas y ofrecimientos hechos a Dios por Calisto para obtener la oportunidad de hablar a Melibea «en tan conveniente lugar», en una iglesia.

Pero entendámonos. No pretendemos entrar a defender de buenas a primeras, y menos con argumentos tan conocidos, la posibilidad de que el encuentro primero, en un texto primitivo, se celebrase en una iglesia. Y eso que en una iglesia, nada menos que en la magnífica Santa Sofía de Constantinopla, irá a encontrar Tirant a su amada, aunque en su segundo día de encuentro, como hemos de ver más adelante. Pero no queremos hacer paralelismos gratuitos ni fortuitos, entre otras cosas, porque, aunque la curiosidad nunca se conforma con lo que le es dado a primera vista, el texto de la Tragicomedia nos hablará indudablemente —aunque no en esta escena— de un «huerto» (o «huerta») y para nada va a mencionar una iglesia. Lo que pretendemos, de momento, al traer a colación la hipótesis de Riquer que, por otra parte y teniendo en cuenta las aclaraciones anteriores, nos sigue pareciendo perfectamente plausible, es confirmar que la ambigüedad y la polisemia del texto se mantienen, aunque cambie el «lugar», en las maliciosas referencias de Calisto, a renglón seguido, al «lugar conveniente» que pretende «alcanzar», a «este lugar», que precisamente por la obviedad del deíctico tenía que significar «este [otro] lugar», el lugar secreto o prohibido del sexo, como Paul Lecertua —relacionando «lugar» con «huerto» o «huerta»; pero nunca con iglesia— ha analizado perspicazmente12.

En definitiva, el descubrimiento y admiración primeras son del cuerpo y sobre el cuerpo femenino en ambos casos, y a partir de esa admiración se cebará la ironía de los autores. Porque la reacción de los amantes, se nos va a sugerir, es irracional. En ambos casos los protagonistas masculinos se comportarán estúpidamente. Sus primeras reacciones o palabras serán desproporcionadas respecto al hecho mismo de la aparición de la doncella. Así, Rojas quiere mostrar esa exageración en las palabras de Calisto, que inician su discurso:

«—¿En qué, Calisto?

—En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase y hacer a mi inmérito tanta merced que verte alcanzase y en tan conveniente lugar que mi secreto dolor manifestarte pudiese».



El hipérbaton, el homoteleuton («dotase», «alcanzase», «pudiese») y la aposición del cultismo «inmérito», hacen que la segunda frase de Calisto en la obra resuene con una pomposidad extrema. El autor coloca a Calisto desde el principio como enunciante de un discurso repleto de despropósitos y sobreactuaciones. Por eso aconsejará Proaza a quien le corresponda leer a Calisto: «Si amas y quieres a mucha atención / Leyendo a Calisto mover los oyentes, / Cumple que sepas hablar (...) / A veces con gozo, esperanza y pasión, / A veces airado, con gran turbación». Porque su comportamiento es, como poco, desconcertante («a veces..., a veces...»). Por eso, el diálogo deriva hacia el ridículo (la «pasión» es risible), cuando Calisto, al escuchar la palabra «galardón» en boca de Melibea —y entenderlo no precisamente en su sentido más recto— replica con ese: «¡Oh bienaventuradas orejas mías, que indignamente tan gran palabra habéis oído!». O basta atender de nuevo a sus improcedentes cultismos, tras la reprimenda que la aparentemente fácil Melibea le endilga en reproche a su atrevimiento:

«Iré como aquél contra quien solamente la adversa fortuna pone su estudio con odio cruel»



Vamos a encontrar en la contemplación, por parte de Tirant, del cuerpo de Carmesina, una muy semejante extremosidad, y dentro también de un ámbito artificioso y literaturizado como el de la Celestina. No se trata de un huerto, ni —por ahora, en este primer día— de una iglesia. Nos encontramos en una habitación del palacio del Emperador en Constantinopla. A Tirant le ha sido concedido, en virtud de su cargo de Capitán, llegar a acercarse a los pies mismos del lecho de la Princesa. El Emperador le conduce, antes que a la cámara de su hija, a la de su esposa, donde «la cambra era molt escura sens que no hi havia llum ni claredat neguna». La razón de esta oscuridad estaba en el luto impuesto en la corte a causa de la reciente muerte del hijo del Emperador. Afortunadamente, y después de un gracioso reproche de Tirant respecto a que, habida cuenta la oscuridad, tenia que creer «per fe» que de verdad estaba hablando con quien le presentaban, el Emperador le de potestad para suspender el luto y traer antorchas que iluminen las oscuras habitaciones. Así lo hace Tirant. Y de ese modo descubre primeramente a la Emperatriz, y a continuación a la Infanta su hija, reposando ésta en un lecho circundado nada menos que por ciento sesenta damas y doncellas.

Más explícita en cuanto a la corporeidad, y también más graciosa en lo que respecta a la comparación, la hipérbole de admiración ante la dama, en el caso de Tirant lo Blanc, no está en boca del protagonista, sino del narrador:

«E per la gran calor que feia (...) estava mig descordada mostrant en los pits dues pomes de paradis que crestallines parien. les quals donaren entrada als ulls de Tirant, que d'allí avant no trobaren la porta per on eixir...»



Como Calisto, que «gozaba» más que los santos en el «acatamiento» del cuerpo de Melibea, también Tirant goza a su antojo en el «acatamiento» del cuerpo de Carmesina. El equívoco sacroprofano en Celestina parece aquí más inocente y se disuelve en metáfora y juego de palabras: la de la (puerta de) «entrada» y la «puerta de salida». Aunque, si hemos de seguir las valiosas interpretaciones de Lecertua, la utilización de «puerta» en Celestina posee también fuertes connotaciones sexuales13. El equívoco, por otro lado, había sido inducido algo antes, cuando la voz del narrador acotaba las palabras del Emperador, señalando pícaramente lo que Vargas Llosa, refiriéndose a esta misma cita, ha caracterizado como una duplicidad, una falla, por la que el lector pudo irrumpir en el mundo interior de Tirant y descubrir su vida afectiva:

«dient l'Emperador tals o semblants paraules les orelles de Tirant estaven atentes a les raons, e los ulls d'altra part contemplaven la gran bellea de Carmesina»14.



Todo, incluso la utilización humorística del paralelismo, que podríamos confrontar con el vulgarizador e irónico empleo de las «bienaventuradas orejas» por parte de Calisto, remite, en este primer encuentro, como en el equívoco primer diálogo entre Calisto y Melibea, al alegre goce de los sentidos, al gozo del «acatamiento» o la «contemplación»...

Martorell ha insistido en la conmoción que produce la aparición: «Mas sé-us bé dir, certament, que los ulls de Tirant no havien jamés rebut semblant past, per moltes honors e consolacions que s'hagués vistes, com fon sol aquest de veure la Infanta». La utilización de «pasto» como alimento, comida para los ojos, parece una metáfora compleja y un tanto extravagante. Resulta algo inconsecuente, no ya la reducción despectiva del cuerpo femenino a alimento, que utiliza también Calisto al hablar, en vez de «pasto», de «pan», sino la cosificación del cuerpo, recién descrito como paradisíaco, en un contexto tan supuestamente idealizador. Sólo podemos interpretar que el autor ha decidido romper con la sublimada intensidad de este momento clave del acceso amoroso, introduciendo un término bajo, vulgarizador y, por contraste, risible, que obliga a ironizar sobre el mismo tópico amoroso del que se está sirviendo15.

El equívoco continuará, una vez salidos de la habitación de la Princesa, cuando ingresen en otra vecina, toda ella pintada o tapizada con motivos de los amores de Flores y Blancaflor, Píramo y Tisbe, Dido y Eneas, Tristán e Isolda, Lanzarote y Ginebra, y otros míticos amores. Detengámonos en esta magnífica sala bizantina. Recordemos ahora el lugar/huerto/huerta, pensemos en la supuesta iglesia del primer encuentro en Celestina... Y leamos, recordando la irónica ambigüedad de los deícticos en el habla de Calisto, el comentario de Tirant a su amigo Ricard:

«—No creguera jamés que en aquesta terra hagués tantes coses admirables com veig»



Observemos más despacio la correspondencia:

TIRANT.-   «Veig... tantes coses admirables» (espacio secular)



CELESTINA.-   «Veo... la grandeza de Dios» (espacio religioso o locus amoenus)



Martorell explicará, por si no ha captado el lector el equívoco, la ambigüedad de las palabras de Tirant:

«E deia-ho més per la gran bellea de la Infanta. Emperò aquell [Ricard] no ho entès»



Es como si, a las primeras palabras de Calisto: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios», Rojas hubiera apostillado:

«Y lo decía por la gran belleza de Melibea. Pero ella no lo entendió»



De hecho, Melibea no le ha entendido, su lacónico: «En qué...?» da pie a que el enamorado continúe su retahíla de equívocas alusiones, hasta que, entonces sí, al descubrir Melibea la ingenuidad de su primera —y lógica— asociación, entendido el engaño del embaucador, reaccione incluso violentamente, en un brusco cambio de actitud, que no ha solido ser bien comprendido.

El equívoco del espacio aludido con el que se juega en ambas obras es idéntico:

«Veo la grandeza / lo admirable de...»



[ESPACIO LITERARIO SUPUESTO POR EL CONTEXTO= Demostrativo («esto»)/Indefinido («tantas cosas»)

«Veo la grandeza / lo admirable de...»



[REALIDAD PRESENTE ELIDIDA= el cuerpo femenino de Carmesina/Melibea).

Pero es necesario que se trate de un espacio extraordinario, de un espacio (secular o laico) ponderable, que dé pie al juego de la ironía. Por esa razón, y porque el «locus amoenus» del vergel, por paradisíaco que sea, no se prestaba a ese tipo de ponderaciones, tenemos que asumir las sospechas de Riquer y yendo un poco más allá, pensar que los equívocos entre los lugares eróticos y los lugares religiosos en la Comedia pudieron resultar excesivamente procaces incluso a un atrevido como Fernando de Rojas, quien podría haber sustituido un topos literario por otro mucho menos temerario y que le permitiera también a su obra una mayor economía escénica con menor dispersión de espacios.




El abatimiento

«... holgando con lo escuro, deseando soledad...»



Las subsiguientes reacciones del amante, tras el inesperado encuentro, van a ser descritas en ambos casos en un nuevo contexto espacial, esta vez sí común: la intimidad de sus respectivas habitaciones, en la casa de Calisto y en la posada donde se hospeda Tirant. La habitación, lo sabemos, es durante el Medioevo lugar donde los sentimientos más profundos (el temor, la ira, el amor) pueden ser desahogados sin temor a la vergüenza de la luz pública. Además, en ambos casos también encontraremos a un interlocutor de protagonista, que servirá para explicitar el proceso de enamoramiento de éste, y para contrapuntear, con su normalidad y sensatez, la locura o estupidez del ofuscado amante. Como acusará Sempronio: «Que en viéndote solo, dices desvaríos de hombre sin seso, sospirando, gimiendo, maltrovando, holgando con lo escuro, deseando soledad...» (Auto II)

El primer síntoma de la locura de amor es el del abatimiento, y por ello ambos héroes buscan el amparo del lecho para reposar el cuerpo y enjugar sus lágrimas. En el texto catalán: «Tirant pres llicència de tots e anà-se'n a la posada, entrà-se'n en una cambra e posà lo cap sobre un coixí als peus del llit». Le basta a Martorell el uso de estas tres yuxtaposiciones y, sobre todo, la inclusión del detalle delicioso del cambio de la almohada a los pies de la cama, para sugerirnos sutil y tiernamente el estado de postración de Tirant.

También Calisto busca el descanso del lecho para recrearse consigo mismo en sus sufrimientos: «¡Anda, anda, malvado, abre la cámara y endereza la cama!», le dirá a Sempronio, que no ha cometido otra maldad que la de haber estado ocupándose de los caballos y de la alcándara del gerifalte. Y luego: «Cierra la ventana y deja la tiniebla acompañar al triste y al desdichado la ceguedad. Mis pensamientos tristes no son dignos de luz».

Hay un curioso paralelo también entre estas referencias, en boca de Calisto, a la tiniebla como símbolo y síntoma de tristeza y desdicha, y el capítulo de Tirant lo Blanc, al que ya nos hemos referido, inmediatamente anterior al de la escena de la visión de Carmesina. Todo ese capítulo previo se desarrollaba como un juego en el espacio real y en el simbólico entre la luz y la oscuridad. Así, la llegada de Tirant al palacio tenía un doble sentido liberador. Tirant venía a romper con las tinieblas y/o con la reclusión. Sentido bien explicitado por Martorell: «E aparegué a totes les dames que fossen eixides de gran captivitat, per ço com havia molts dies que eren posades en tenebres per la mort del fill de l'Emperador».

En el mismo diálogo de Calisto con Sempronio (en realidad es casi un monólogo, pero Calisto no queda todavía solo) no deja tampoco de ser curiosa la referencia de Calisto a dos personajes, Píramo y Tisbe, que hemos encontrado en Tirant lo Blanc, recordemos, entre las pinturas míticas de la habitación en el palacio de Constantinopla: «¡Oh piedad de Seleuco, inspira en el plebérico corazón por que sin esperanza de salud no envíe el espíritu perdido con el desastrado Píramo y de la desdichada Tisbe!». En ambos casos, las referencias cultas a personajes históricos o literarios, es decir las parejas de grandes amadores, en Tirant, y las apelaciones a «Eras» y «Craso» (o Erasístrato), a «Seleuco», al «plebérico corazón», y a Píramo y Tisbe, en Celestina, envuelven al protagonista en un halo mítico-literario (como supo captar perfectamente Vargas Llosa para el caso de Tirant) muy propicio para sugerir el estado al que le está conduciendo sin remedio su irrefrenable pasión: el abandono de la realidad objetiva y el ingreso en la imitación de los ideales y perjudiciales mundos amorosos de la ficción, y en concreto de la ficción sentimental o del amor cortés16.




La presencia del interlocutor

La presentación y presencia del interlocutor en esta segunda «escena» tienen unas características y desarrollo distinto en las dos obras, puesto que de muy distinta clase son también los personajes. Fundamentalmente son de muy distinta clase social. En Tirant lo Blanc, el interlocutor va a ser su primo y amigo Diafebus, un caballero como él, un igual. En el de Calisto, su criado Sempronio, hombre inteligente, pero servidor al fin, y no precisamente dócil, como hará ver más adelante. Aunque Sempronio pronto va a demostrar una nada desdeñable cultura, sabe hacer hipócritamente su papel de criado inculto cuando le conviene. Y así contesta a los desvaríos en jerga cultista de su abatido amo con un «¿Qué cosa es?», que puede valer por un despectivo: «Pero, ¿qué dices? ¡No entiendo nada!».

Ambos interlocutores se preocupan, ya con sinceridad, ya por curiosidad, por los enfermos de amor. Ante las solícitas preguntas de Diafebus, Tirant pretende simular la causa verdadera de su enfermedad utilizando el magnífico calambur con el que iniciábamos el artículo: «jo no tinc altre mal sinó de l'aire de la mar [l'amar] qui m'ha tot comprès». Cuando Diafebus insiste en que le haga partícipe de sus cuitas, Martorell hace que Tirant demuestre, por vez primera en propia boca, como ya hemos visto que lo había hecho Calisto, lo exagerado de sus exaltados sentimientos y lo ridículo del discurso en que se expresan éstos:

«No vullau més turmentar la mia persona —dix Tirant—, que jamés sentí tan greu mal com lo que ara sent, que em farà venir prest a mort miserable o a glòria reposada si fortuna no m'és contrària, car la fi de totes aquestes coses és dolor per aquella amor que és amarga»



Son términos hiperbólicos, aun dentro de la valenciana prosa del XV, y términos exaltados, incluso dentro de ese contexto, comparables (basta observar a nivel fónico las forzadas aliteraciones en ambos casos) a los que Calisto profiere ante Sempronio: «¡Vete de ahí! No me hables; si no quizá ante del tiempo de mi rabiosa muerte, mis manos causarán tu arrebatado fin».




La confesión del amor

Prueba de la diferencia social de los interlocutores en la Celestina es, además del diferente tono empleado, el hecho de que, mientras que Tirant acaba confesándose al amigo Diafebus con un lacónico: «Jo ame», Calisto, en cambio, manda al diablo, literalmente, a Sempronio. En ambos casos, sin embargo, se desvela el secreto que reconcomía a los amantes, se descubre que se trata del mal del amar, y no el mal de la mar, como decía equívocamente Tirant. O como contestará con toda lógica Sempronio a la pregunta de Calisto: «¿Qué te parece de mi mal?», que el problema es sencillamente: «Que amas a Melibea» (cfr. de nuevo la sencillez del «Jo ame» de Tirant).




Melancolía

Una vez aliviada la confesión, en el caso de Tirant, o expulsado Sempronio de la habitación, en el de la Celestina, los amantes se hunden por igual en la melancólica debilidad de las lágrimas. Tirant, «acabant-ho de dir, dels seus ulls destil·laren vives llàgremes mesclades ab sanglots e sospirs». Y: «Dejemos llorar al que dolor tiene» —dice Sempronio, expectante y dubitativo, esperando a la puerta la llamada del amo—, «que las lágrimas y sospiros mucho desenconan el corazón dolorido». Se produce entonces una especie de breve interludio, que precede al intento de consolación por parte de los interlocutores, y durante el cual éstos, en ambos casos, reflexionan o monologan. Diafebus lo hace (piensa en voz alta, y de hecho hay un fallo narrativo, porque el autor pasa de la tercera a la primera persona sin aviso), pensando en lo remiso que se había mostrado hasta entonces Tirant en asuntos de amor. Sempronio también reflexiona, alta voce, dudando entre qué actitud tomar, si la de la ayuda o la del abandono, si la del interés o la del desentendimiento.




Consuelo

Después de ese lacrimógeno interludio, ambos interlocutores procuran consolar a los enfermos. Lo hacen, eso sí, de muy distinta manera, de acuerdo con sus diversas condiciones sociales. Nada tiene que ver la serena y comprensiva actitud de Diafebus hacia su amo, con la de Sempronio, convertido en cantante de romances vulgares (en vez de las canciones de amor triste que se le piden) y que responde con una mezcla de sorna y sensatez, a las locas preguntas de un Calisto ya en franco desvarío. Pero hay algo común, de nuevo, entre ambos. Se trata, claro está, de la promesa de solución que proponen, implicándose como cómplices de la pasión secreta. «Vós d'una part e jo d'altra, porem donar remei a la vostra novella dolor», comunica el resuelto Diafebus al inmovilizado Tirant. Y Sempronio: «bien sé de qué pie coxqueas; yo te sanaré». Y así anunciarán el comienzo de un nuevo capítulo de las relaciones, el de la mediación de las segundas parejas en el argumento principal.

Del diálogo con estos dos cómplices, los pobres enamorados van a salir confortados; siquiera temporalmente: «Com Tirant véu lo bon conhort que Diafebus li dava, restà molt aconsolat». En el caso de Sempronio, éste consigue hacer incluso reír a Calisto con sus chistes, especialmente con el magnífico sobre la sodomía.




La superioridad de la dama

Pese al consuelo ofrecido por los interlocutores, en ambos casos ha quedado como elemento de suspense la seria duda de los amantes sobre si estarán lo suficientemente dotados como para aspirar a las alturas en las que se instalan sus amadas. Tirant, «coneixem ab viva raó que era pujat en més alt grau que ne devia». Calisto, reconociendo que «amo a aquella ante quien tan indigno me hallo que no la espero alcanzar». Se deduce, de aquí y de otros indicios, y a pesar del tópico cortés de la superioridad de la dama, una plausible diferencia social entre Calisto y Melibea, que ha sido bien estudiada. Y comienza, en el caso de Tirant, una de las características principales que guían su actuación futura y condicionan el desarrollo argumental de la novela: el interés por compensar con los hechos de armas su patente desventaja frente a la Princesa.

Sempronio parece cambiar de personalidad, desde el momento en que empieza a ilustrar a su amo con la lección misoginista que comienza:

«¿Escocióte? Lee los historiales, estudia los filósofos...», y que termina con el miserable: «oh, qué hastío es conferir con ellas más de aquel breve tiempo que aparejadas son a deleite!». Toda su imprecación va encaminada a elevar el ánimo de Calisto, acomplejado ante la mayor honra y linaje de Melibea, y a persuadirlo de su capacidad de conseguirla: «piensa ser más digno de lo que te reputas. Que cierto, peor extremo es dejarse hombre caer de su merecimiento, que ponerse en más alto lugar que debe».

Sempronio es consciente de ser pieza clave en el proceso de persuasión. Tiene tal vez ya en mente a Celestina y ha barruntado los beneficios que le puede reportar su papel de mediador con ella. El siguiente paso es el de la adulación, con el fin de infundir la seguridad mínima al enamorado: «Lo primero eres hombre y de claro ingenio; y más, a quien la natura dotó de los mejores bienes que tuvo, conviene a saber: hermosura, gracia, grandeza de miembros, fuerza, ligereza...». Diafebus cumple, por su parte, con ese mismo papel adulatorio, pero sustituyendo a Tirant en la corte y relatando pormenorizadamente sus pasadas hazañas a los cortesanos. La adulación, en este caso, no se dirige a Tirant, aunque sí revierte en beneficio suyo.

Pero el amor produce inseguridad en el más valiente. Calisto, en sus trece, insiste en demostrar a Sempronio la superioridad de Melibea, superioridad que, siguiendo la paradoja cortés, le hace sufrir al tiempo que adula su amor propio y le contenta: «la nobleza y antigüedad de su linaje, el grandísimo patrimonio, el excelentísimo ingenio, las resplandecientes virtudes, la inefable gracia, la soberana hermosura, de la cual te ruego me dejes hablar un poco...»

De semejante complejo padece Tirant, quien pregunta desesperado a Diafebus: «¿Ab quin ànimo ni ab qual llengua parlar poré, que la puga induir e moure a pietat, com sa altesa m'avança en totes coses, ço és, en riquea, noblea e en senyoria?» (cap. CXX) Nobleza, patrimonio o riqueza, y soberanía o señoría, los mismos valores que pondera Calisto en Melibea, ensalza Tirant en Carmesina. En ellos ven los dos, a la vez que deleite, impedimento para sus deseos últimos.




La descriptio puellae (Melibea y Carmesina)

Arte regendus Amor


(Ovidio, Ars Amandi)                


Para acabar casi con los paralelismos más importantes en estas primeras escenas, nos referiremos a uno que debe llamar poderosamente la atención. Se trata de la utilización en ambos textos del esquema de la «descriptio puellae», la descripción retórica de la doncella, siguiendo los preceptos de las artes poéticas y la nutrida tradición de numerosos textos de las leyendas de Troya y de la ficción sentimental17. El uso de la «descriptio puellae» no es insólito, todo lo contrario, en ninguna de las dos tradiciones literarias, castellana y catalana, y por tanto no debiera extrañarnos su empleo reiterado. No deja de ser algo más que curioso, sin embargo, que dicha descripción vaya insertada en las dos obras en un mismo contexto, el del enamoramiento del protagonista.

Veamos primero su inclusión en la menos conocida secuencia de Tirant lo Blanc, que ha solido pasar desapercibida. Con la descripción de la amada concluye el largo capítulo CXIX, que había comenzado con el intento por parte de Diafebus de consolar a Tirant. Pese a haber quedado aliviado en su sufrimiento, Tirant no logra probar bocado ese día. Tiene que salir del comedor precipitadamente, y encerrarse en otra habitación para esconder, avergonzado, su pasión. Diafebus, en tanto, va a comenzar una paciente labor de mediación, que ocupará muchos capítulos todavía en la obra, y que le relacionará a él mismo con Estefanía, prima y doncella de la Princesa Carmesina.

La descripción de Carmesina es insertada por Martorell, en una delicada escena de reminiscencias boccaccianas, como reflexión que Tirant realiza mientras la está contemplando a su antojo, ambos escuchando el oficio en la iglesia de Santa Sofía: «Com Tirant hagué molt bé contemplada la bellea singular de la Infanta, e lo seu enteniment discorregué fantasiant quantes dones e donzelles ell en son record haver vistes, e dix que jamés havia vista ni esperava de veure una altra tal qui fos dotada de tants béns de natura com aquesta, car aquesta resplandia en llinatge, en bellea, en gràcia, en riquea, acompanyada d'infinit saber, que més se mostrava angèlica que humana (...) car estava admirant dels seus cabells...».

Precisamente «angélica» será un cultismo que Rojas utilizará profusamente para ponderar los valores de Melibea: «angélica imagen», la llama Calisto en el Auto XIV (aunque también «gesto angélico y matador», en el Auto VI); y algo más adelante, en su soliloquio: «Trae a mi fantasía [cfr. también el «fantasiant» de Tirant] la presencia angélica de aquella imagen luciente», donde de nuevo el término se tornaría polisémico si remitiera a alguna de las imágenes iluminadas («luciente») de un altar en la iglesia.

La descriptio en la Celestina forma parte del diálogo que mantienen Calisto y Sempronio. Por eso algunos de sus elementos serán parodiados por el interlocutor, Sempronio, quien aparentemente ajeno a esa tradición literaria (pese a sus recientes citas de Salomón, Séneca, etc.), contrapuntea la descripción de Calisto con irritantes acotaciones burlescas:

TIRANT LO BLANCCELESTINA
... admirant del seus
cabells, qui de rossor resplandienComienzo por los cabellos
com si fossen madeixes d'or¿Ves tú las madejas del oro
delgado, que hilan en Arabia?
Más lindos son y no resplandecen
menos; su longura hasta el
postrero asiento de sus pies;
los quals per eguals partsdespués crinados y atados
departien una clenxacon la delgada cuerda,
de blancor de neucomo ella se los pone, no ha más
passant per mig del cap;menester para convertir
los hombres en piedras.
   
   
[Aquí, una de las intervenciones
impertinentes de Sempronio]
   
   
los ojos
verdes, rasgados;
las pestañas luengas
e estava admirant encara de
les celles, que paria fossen feteslas cejas,
de pinzell llevades,
un poc en alt, no tenint negrordelgadas y alzadas
d'espesura de pèls,
mas estant ab tota perfecció de natura,
més estava admirat dels ulls,
que parien dues esteles redones
relluints com a pedres precioses (...)
lo seu nas era prim e afilatla nariz
e no massa gran ni pocmediana
segons la llindesa de la cara,
que era d'extrema blancor
de roses ab lliris mesclada;
los llavis teniala boca pequeña;
vermells com a coral
e les dents molt blanqueslos dientes menudos y blancos;
menudes e espesseslos labrios colorados
que parien de crestally grosezuelos;
el torno del rostro
[Cfr. en cap. CXVIII: «mostrantpoco más luengo que redondo;
en los pits dues pomesel pecho alto; la redondeza
de paradis que crestallines parien»]y forma de las pequeñas tetas,
¿quién te la podría figurar?
Que se desespereza el hombre
cuando las mira.
La tez lisa, lustrosa;
el cuero suyo escurece la nieve;
la color mezclada,
cual ella la escogió para sí,
E estava més admirat de les manslas manos pequeñas
en mediana manera
que eren d'extrema blancor e carnudesde dulce carne acompañadas
que no s'hi mostrava os negú,
ab los dits llargs e afilatslos dedos luengos
les ungles canonadeslas uñas en ellos largas
e encarnades que mostraveny coloradas,
que parecen rubíes entre perlas.
portar alquena, no tenint en res
negún defalt de natura
Aquella proporción
que ver yo no pude,
no sin duda por el bulto de fuera
juzgo incomarablemente ser mejor
que la que Paris juzgó
entre las tres Deesas18




La promesa de colaboración del interlocutor

La descripción de Melibea acaba en la Celestina con la apelación de Sempronio a Calisto para que regrese a la realidad, al buen sentido, y con la concesión del permiso, por parte de éste, para que el criado tome parte en la empresa de la medianía: «Y porque no te desesperes, yo quiero tomar esta empresa de cumplir tu deseo». Es la misma promesa, con las salvedades de ser ayudantes de muy distinta clase, que Diafebus dirige a Tirant: «vós d'una part e jo d'altra porem donar remei a la vostra novella dolor». Así se iniciará otro capítulo en las tramas de ambas narraciones, merecedor de una atención más detallada que la que por el momento podemos conceder.




Aristóteles, como coda

Pero quisiéramos terminar con un último (no el último) sorprendente paralelo. Se trata de una casi idéntica alusión al «filósofo», es decir a Aristóteles, por parte de ambos interlocutores y, de nuevo, en el seno del mismo diálogo de convencimiento que mantienen con los enfermos de amor. Sempronio apostillaba la «descriptio puellae» de Melibea, sobre la que Calisto se acaba de extender a su gusto, del siguiente modo:

SEMP.-   Puesto que sea todo eso verdad, por ser tú hombre eres más digno.

CAL.-   ¿En qué?

SEMP.-   En que ella es imperfecta, por el cual defecto desea y apetece a ti y a otro menos que tú. ¿No has leído el filósofo, do dice: «Así como la materia apetece la forma, así la mujer al varón?»



Muy parecida es la respuesta que Diafebus da a Tirant, tras la primera confesión por parte de éste de su amor hacia Carmesina:

«—Natural condició és a la natura humana amar, car diu Aristòtil que cascuna cosa apeteix son semblant».



«Cascuna cosa apeteix son semblant» ha pasado a «la materia apetece la forma». Amar, desear, apetecer... Aun no siendo literalmente iguales, se trata de variaciones tópicas sobre una misma cita del «Filósofo»19.

Pero tópica era también la descripción de la doncella, tópica la reclusión en la oscuridad benéfica del cuarto, y la confesión del amor, y el idéntico estado de lacrimógena melancolía, y el consuelo y promesas de ayuda por parte del interlocutor, y antes, al inicio, la utilización del equívoco humorístico sobre el lugar de encuentro de los amantes... Muchos tópicos parangonables entre ambas obras —tantos como difícilmente encontraríamos entre dos obras de la época, y menos cuando un texto de la originalidad de la Celestina fuera uno de los términos de la comparación— y sorprendentemente aglutinados en una relativamente breve secuencia clave de la acción.

De la comparación de algunos de esos tópicos, que hemos intentado ir desgranando a lo largo de este artículo, pensamos que se puede recoger la lección de que la proximidad entre ambos textos, tanto en elementos de retórica como de estructura y comportamiento de los personajes es indiscutible. Tengamos en cuenta que la escena acotada en este artículo, los primeros pasos del enamoramiento, no ocupa más de quince páginas en el caso de Tirant lo Blanc (mucho menos, claro está, en la Celestina), dentro de un texto de más de mil páginas. El estudio de otras escenas posteriores, que nos proponemos acometer, o en parte hemos analizado ya, confirma las convergencias. Esa constatación debe repercutir en primer lugar sobre el texto catalán, sobre la franca consideración de «comedia» de algunas de sus partes. Pero puede repercutir a más largo plazo, explorando más a fondo el origen y razones de ese por el momento todavía lejano parentesco, en el estudio de las influencias sobre Celestina de las obras —no sólo castellanas— salidas a la luz en las últimas décadas del siglo XV.

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