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País y cultura americanos

Ricardo Gullón





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El symposium recientemente organizado en la Partisan Review, de Nueva York, dejó oír la voz de diez grandes escritores norteamericanos, contestando a cuatro grandes preguntas planteadas por los directores de la revista. Pretendía la encuesta determinar si los intelectuales de aquel país consideraban a los Estados Unidos y a sus instituciones desde nuevos puntos de vista.

Hasta hace poco, la intelectualidad americana pensaba que su patria era hostil al arte y a la cultura. Textos de Henry James, Ezra Pound, Van Wyck Brooks y John Dos Passos lo afirman de modo concluyente. Pero, a partir de la guerra última, tal parecer ha perdido vigencia y está cediendo el campo a la opinión contraria, inspirada en el contraste entre las condiciones de libertad allí ofrecidas al artista y las predominantes en la mayoría de los demás países.

«¿Hasta qué punto -pregunta Partisan Review- ha cambiado la actitud de los intelectuales norteamericanos hacia su país? ¿Debe el intelectual y escritor norteamericano adaptarse a la cultura de masas? ¿En qué zonas de la vida americana pueden los artistas e intelectuales encontrar la base de su fuerza y la capacidad de renovación, ahora que ya no pueden depender enteramente de Europa como ejemplo cultural y fuente de vitalidad? Si está en marcha una reafirmación y redescubrimiento de América, ¿puede la tradición del no conformismo crítico ser mantenida con tanto vigor como hasta el presente?».

Las respuestas coinciden en afirmar el cambio de actitud, dando por superado el enajenamiento de pasadas épocas. Entre los escritores consultados -Newton Arvin, James Burnham, Allan Dowling, Leslie A. Fiedler, Norman Mailer, Reinhold Niebuhr, Philip Rahr, David Riesman, Mark Schorer y Lionel Trilling- éste es casi el único punto de coincidencia, y aun Norman Mailer se opone al general acuerdo.

Mailer es el autor de Los desnudos y los muertos, la extensa, sólida y amarga novela de guerra, seguramente el testimonio más importante aducido en este género por los americanos. Se está excitando al escritor -viene a decir- para que acepte la realidad americana e, integrándose en ella, revalorice las instituciones. «¿Queda algo -pregunta- para recordarnos que el escritor no necesita ser integrado dentro de su sociedad y que a menudo trabaja mejor oponiéndose a ella?».

«Vale la pena recordar -concluye- que los grandes artistas están   —108→   casi siempre en oposición a su sociedad y que integración, aceptación, no enajenación, etc., han conducido más a menudo a la propaganda que al arte».

La actitud de Mailer no es compartida por la mayoría de los consultados, que, precisamente, comprueban una transformación en la estructura de la sociedad americana, gracias a la cual «el hambre y la pobreza físicamente abyecta han sido casi eliminadas», como dice Burnham. De él es también el reconocimiento de esta evidencia «No podemos afirmar América sin reafirmar Europa y el Oeste. Los humanos son seres con una historia y un pasado. Europa es nuestro pasado».

El intelectual norteamericano lucha contra poderosas fuerzas concitadas para impedirle el acceso a la grandeza. La primera -escribe Allan Dowling- es «la presión de la población misma, la presión democrática»; la segunda es «la presión económica», que hace muy difícil para el artista corriente vivir en los centros que le enriquecerían espiritualmente y le permitirían al mismo tiempo hallar un mercado para sus productos.

Philip Rahr considera que el proceso donde están testimoniando puede ser llamado «el del aburguesamiento de la inteligentsia norteamericana», estrechamente vinculado a la situación histórica en que viven, caracterizada por Niebuhr como «el paraíso de la seguridad doméstica balanceándose sobre el infierno de la global inseguridad».

Todos están acordes en que la mayor compenetración entre los intelectuales americanos y su patria obedece al empeoramiento progresivo de la situación en Europa, con la consiguiente disminución de la libertad y la seguridad, ahora mejor asentadas en aquel hemisferio que en el nuestro. Rahr insiste en que esa compenetración no debe restar fuerza a las vanguardias artísticas e intelectuales, cuyo esfuerzo representa la tentativa «de preservar la integridad del arte y de la inteligencia entre las condiciones de enajenación producidas por las fuerzas sociales más importantes de la era moderna». Combatir desde la realidad de la situación actual, sin abdicar por eso los derechos -y deberes- inherentes a su condición de intelectuales, que obliga -en palabras de Mark Shorer- «a teorizar y exhortar».





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