Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


ArribaAbajo

Pasarelas. Letras entre dos mundos

Ensayo


Fernando Aínsa





  -9-  
ArribaAbajo

Liminar

Nacido del otro lado del Atlántico, antes de llegar a París, uno es de un país determinado: argentino, venezolano, colombiano, peruano, mexicano o chileno. En París será latinoamericano, condición y conciencia que se adquiere de inmediato y que se superpone con naturalidad a la del país de origen. Compartirá una cultura y problemas comunes, descubrirá una sensibilidad que hermana y aproxima naciones en la distancia e ingresará en ese vasto, diverso, pero bien delimitado conglomerado de «lo latino americano». La matriz de la lengua compartida, por sobre acentos y modalidades lexicales, hará el resto.

París propicia el encuentro entre vecinos que se desconocían, abate fronteras, prejuicios y estereotipos nacionales, para refundirlos en un troquel donde, pese a los nuevos tópicos forjados, se aprende y se conoce mucho más sobre el resto de América Latina de lo que se sabía viviendo en el propio continente. Este es el privilegio -tal vez el mayor- de quienes, dejando atrás patrias de origen o de adopción (como fuera en mi caso el Uruguay), empujados por vientos (o huracanes) de la historia, han vivido muchos años en París.

En la distancia, América Latina se vertebra, integra y se proyecta como una unidad que sólo en los sueños bolivarianos parecía posible. Como unidad se la descubre y estudia: en su nombre se crea y escribe. Conferencias, exposiciones, encuentros, congresos, publicaciones y conciertos lo recuerdan periódicamente.   -10-   Asociaciones, instituciones, universidades u organizaciones internacionales, aseguran la frecuencia de un interés o canalizan entusiasmos y vocaciones.

En los círculos concéntricos o tangenciales a este espacio parisino, se articulan otros en el resto de Francia, donde cristaliza con la misma, sino mayor, fuerza esa identidad común latinoamericana en la que se reconocen las lealtades múltiples que va generando. Polos en Toulouse, Poitiers, Nantes, Aix-en-Provence, Caen, Lille o Amiens -por solo citar aquellos que mejor he conocido- completan esta red sutil donde surgen afinidades electivas y complicidades culturales. Por sobre todas ellas -actividades o instituciones- se gestan las amistades, los afectos y los amores que eliminan barreras y redimensionan la nacionalidad de origen en la vasta spes de América Latina.

Tal fue mi experiencia entre 1974 y fines de 1999.

En casi 26 años de vida y trabajo en París formalicé una vocación por el pensamiento y la cultura latinoamericana que han marcado mi vida profesional y creativa. De ella han resultado no solo los libros que he publicado en esos años, sino un cúmulo de actividades tan diversas como desperdigadas: artículos, entrevistas, reseñas, presentaciones, prólogos y epílogos, páginas heterogéneas girando siempre alrededor de América Latina. A causa de esta tarea -mejor, gracias a ella- se fue urdiendo el entramado de conocidos y amigos que la estimulaba y la hacía posible.

Hubo quienes inicialmente abrieron puertas, a partir de aquel mes de abril de 1974 en que aterricé en París, a cuya memoria no puedo dejar de referirme: Paul Verdevoye, César Fernández Moreno y Julio Ramón Ribeyro. Hubo otros, muchos otros, que fueron conformando esa libreta de direcciones que lleva uno consigo: colegas de la UNESCO, el CELCIRP y el CRICCAL, escritores, periodistas y editores con los cuales se ha compartido una parte importante de la vida. Y, por sobre todas las cosas, el azar, tal vez buscado en forma inconsciente, propició que el 14 de junio de aquel mismo 1974, el poeta chileno en exilio Julio Moncada, me presentara a su compatriota Mónica, la que sería hasta el día de hoy, no sólo mi esposa y compañera, sino la primera y rigurosa lectora de todo lo que he escrito desde entonces.

Escrito desde entonces; de esto se trata, justamente.

  -11-  

En el desorden de toda mudanza, hay siempre encuentros inesperados. Viejos recortes de periódicos, revistas olvidadas, fotocopias que van palideciendo, libros que se creían perdidos, páginas escritas que apenas reconocemos, jalones de una vida que al meterse en cajas en una ciudad para desembalarse en otra, adquieren un inesperado sentido y se proyectan con una renovada significación. Es en ese momento que la dispersión reclama un orden, los textos rescatables la momentánea salvación que puede dar un libro.

Esta es la razón de Pasarelas. Letras entre dos mundos.

Recoger los fragmentos de una memoria que se iba deshilachando, intentar dar organicidad y sentido a textos de orígenes diversos, algunos nunca difundidos en español; de eso se trataba en el momento en que, al decidir establecernos en Zaragoza, España, a partir del 1 de enero del año 2000, la etapa de la vida en París se cerraba inevitablemente, aunque los puentes y las pasarelas siguieran tendidas, entre la Plaza San Francisco de ahora y la rue de Vaugirard donde vivíamos.

Decantados, expurgados, corregidos en lo esencial, los textos testimonio de un quehacer latinoamericano en París se han ido organizando en uno solo, cuyo título -Pasarelas. Letras entre dos mundos- intenta reflejar su origen y vocación. Su edición debía ser también en París, donde se habían gestado y en buena parte difundidos. El sello Indigo que edita una parte de la producción ensayística y literaria latinoamericana en París, era el natural destinatario. Gracias a su directora, Milagros Palma, con la que compartimos más de una aventura editorial en esos años, ello ha sido posible.

Pasarelas está dividida en cuatro partes. En la primera -Vasos comunicantes- se incluyen ensayos sobre la condición «extraterritorial» de la literatura contemporánea; sobre la «necesidad» de la literatura latinoamericana: nuevas tendencias marcadas por el exilio y la diáspora y, finalmente, la presentación de siete narradores provenientes de países diferentes del continente hermanados en la amistad de una experiencia editorial en común: Siete latinoamericanos en París.

  -12-  

En la segunda parte se recogen, detrás de un título que no disimula la ironía -Maestros en el banquillo- textos sobre escritores representativos de América Latina: Leopoldo Zea, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes, José Donoso, Gabriel García Márquez, Julio Ramón Ribeyro a quienes tuve oportunidad de conocer y entrevistar para diferentes medios, especialmente El Correo de la Unesco y Perspectivas de la Unesco.

En la tercera -Palabra de mujer- se agrupan cinco textos sobre escritoras que han ido definiendo un corpus representativo de otra América Latina, cuya voz femenina va imponiendo temas, estilo e inflexiones propias: la argentina Luisa Valenzuela, la mexicana Angelina Muñiz Huberman, la uruguaya Teresa Porzecanski, la chilena Lucía Guerra y la nicaragüense Milagros Palma.

En la cuarta -Centros de la periferia- se recogen trabajos sobre escritores, algunos residiendo en París, autores que están configurando otros centros situados en la periferia de los consagrados, para incitarnos a una lectura diversificada y enriquecida de la literatura latinoamericana.

Se incluye, finalmente, una nota sobre el origen de los textos incluidos, auténtica radiografía de esos años de trabajo en París; balance inevitable de una buena parte de una vida que -espero y deseo- pueda ser de utilidad a lectores guiados por la misma inquietud y pasión que llevó a escribirlos: esta América Latina que adquiere su anhelada unidad del otro lado del Océano Atlántico.

Zaragoza/Oliete, marzo 2002.





  -[13]-  
ArribaAbajo

Vasos comunicantes

  -[14]-     -15-  
ArribaAbajo

Extraterritorialidad y patria literaria

Desde el rincón de Normandía en que vivió gran parte de su vida, Gustave Flaubert aseguraba: «No soy más francés que chino» y sostenía que: «Apenas entendía lo que significaba patria», anunciando que iba a hacer su equipaje para irse bien lejos, «a un país donde no escuche la lengua, lejos de todo lo que me rodea, de todo lo que me oprime». Unos años después, James Joyce exclamaría en Triste: «¡Qué mi patria muera en mí!», para afrontar, lejos de su Dublín natal, la intemperie de otras tierras y otros idiomas.

Detrás de estas boutades y estos despropósitos, puede adivinarse el anhelo de fundar un espacio nuevo e independiente, lejos del solar nativo, con que se caracteriza buena parte de la literatura contemporánea. En esos territorios exteriores, donde se han refugiado quienes han hecho realmente sus maletas, se consagran el desarraigo, el exilio voluntario o forzoso y la extraterritorialidad, es decir, el surgimiento de un pluralismo lingüístico y la carencia de hogar que marcó la narrativa del siglo XX, tendencia que no hace sino agudizarse en el nuevo milenio. Estas «figuras de afuera» -como las llama Kenneth White, para ampliar la idea política del exilio y la condición botánica de las metáforas del enraizamiento y el desarraigo- cumplirían el vaticinio de Goethe a favor de la Weltliteratur, cuando sostenía pomposamente hace más de doscientos años: «El concepto de literatura nacional no significa gran cosa hoy en día. Vamos hacia una época de literatura universal y cada uno debe esforzarse por captar esta época».

  -16-  

Una literatura sin patria y lejos del nacionalismo, como la proyectaba Goethe, parecería conciliarse perfectamente con un mundo en intercomunicación como lo es el contemporáneo. Sin embargo, no por evidente que parezca el movimiento centrífugo que caracteriza el mundialismo globalizador en que vivimos, es menos intenso el simultáneo movimiento centrípeto por el cual se afirman, más que nunca, la identidad cultural de comunidades, grupos y minorías que destacan con insistencia su original peculiaridad y reivindican con énfasis expresiones regionales y localismos. Como si un movimiento generara el otro, frente a un planisferio cruzado por la intercomunicación y la extraterritorialidad, puede también marcarse «el mapa de la universal explosión de particularismos», tal como se define también a nuestro tiempo.

Resulta ahora que el hombre contemporáneo de todos los hombres de la aldea planetaria, teme que su herencia cultural nacional se diluya en un conglomerado homogeneizado. Se habla así de desarraigo y se enumeran los males de la aculturación, de la transculturación y de la monotonía resultante de la estandarización en las preferencias estéticas y de la oferta de los mismos productos a nivel mundial. Se anuncian los riesgos de una cierta entropía cultural, ya perceptible en las grandes urbes, desde la arquitectura a la vestimenta, pasando por la alimentación y la cultura de masas; tal como sucede con los best-seller, las superproducciones cinematográficas, la música que se puede escuchar en todo el mundo y tantas otras expresiones de la sociedad de consumo.


La cultura de la resistencia

Frente a estas presiones de uniformización internacional, se elogia la cultura de la resistencia cuando rescata formas y valores tradicionales que no se resignan a perder o que se revalorizan bajo un nuevo sesgo.

Literatura nacional y literatura del exilio y, por el otro lado, extraterritorialidad parecen estar, pues, en los extremos irreconciliables en los que se debaten, por un lado, la regresión a los orígenes nacional o étnico, cuando no nacionalista y en su opuesto, la alienación y la dispersión en un eclecticismo cosmopolita   -17-   invertebrado. ¿Cómo conciliar tendencias tan contradictorias, diástole y sístole de un mundo que parece tan fascinado como temeroso de la transculturación que vive a diario?

Por lo pronto, aceptando que las culturas en comunicación y sometidas a influencias permanentes son más resistentes, aun que parezcan más débiles, que aquellas bien estructuradas, pero que viven aisladas. La lección de la historia es clara y terminante. Desde el punto de vista de la creatividad, sólo las culturas en intercambio y en interacción dejan rastros y sobreviven. La verdadera historia de la cultura es la historia de una fecundación continua. Los Robinsones de nuestra imaginación tienen siempre su Viernes. El libro de Las mil y una noches sigue siendo un modelo. Su literatura refleja la epopeya de las caravanas que puso, por primera vez en la historia, a pueblos diferentes en contacto y en intercambio. Este no sería más que el antecedente del mestizaje cultural que reivindican ahora orgullosamente muchos autores que pretenden estar siempre abiertos al resto del mundo. Esta es también la clave de la variada riqueza expresiva de la narrativa iberoamericana de este siglo, hecha de un cruzamiento de tendencias, temas y estilos que no han temido el contacto.

«La cultura contemplativa y de formación ha sido sustituida por la de información e intervención», se ha diagnosticado, por lo que el escritor, viva donde viva, se ve obligado a tener «un pensamiento a escala de los continentes» y a comparar permanentemente. Mediante la comparación se pueden destacar los contrastes y las diferencias, al mismo tiempo que aparecen los puntos comunes y las coincidencias.




Las raíces del nuevo universalismo

Lo universal se ha transformado en un espejo donde se reflejan todas las expresiones nacionales, enviándose mutuamente imágenes y destellos. Valores éticos y estéticos, constantes temáticas, similares inquietudes reaparecen en diferentes latitudes gracias al poder de la comunicación. Este reflejo simultáneo de los fragmentos del todo, da la ilusión de una contemporaneidad que ha permitido, al mismo tiempo, la desaparición del sentimientos   -18-   de marginalidad nacionalista, esa sensación de «vivir en los Balcanes de la cultura» de que hablaba Carlos Fuentes para Hispanoamérica. Al ser contemporáneos, podemos ser protagonistas a partir de cualquier punto del planeta. Comunicar, conocer, comparar, tomar conciencia, son todas etapas que preceden a un esencial comprender. Si se comprende al otro y se orienta el esfuerzo hacia toda la humanidad, se llega a la universalidad: se estará «en casa» en todas partes, como soñaba Novalis.

Desde esta perspectiva la literatura iberoamericana no sería únicamente una manifestación valiosa de «una región en vías de desarrollo» que merece ingresar con un capítulo propio en la literatura universal, sino una prueba del pluralismo multipolar y pluricultural en que se expresa el mundo contemporáneo. La paradójica consecuencia de esta afirmación es que a través del universalismo pueden afianzarse la diversidad y los localismos. En lugar del melting pot donde se mezclarían todas las culturas, el mundo se transforma ahora en el foro de expresión multicultural, donde cada particularismo tiene su lugar.

Si volvemos al ejemplo inicial del exilio voluntario de Joyce y a su maldición «¡qué la Patria muera en mí!», resulta que gracias al afuera vital en que vivió, lejos de Dublín y fuera de «la casa de la lengua», su visión literaria del interior irlandés pudo ser mucho más profunda y sutil. Resulta que su cultura de origen no había muerto como una cierta noción de patria de la que abjuraba, pudiendo adquirir el Dublín del Ulises una dimensión transnacional sin dejar nunca de ser genuinamente irlandés. Lejos de la lamentación de una literatura del exilio o de toda ideología patriótico-nacionalista, se respira sin artificios el espacio natural de una ciudad intensamente vivida desde lejos. Resulta así que un espacio nacional construido fuera de fronteras es no sólo posible, sino que hasta parece recomendable.




El fin de las zonas marginales y periféricas

El ejemplo de Joyce se ha multiplicado en los últimos años y la buena narrativa hispanoamericana está llena de ciudades reconstruidas desde lejos y desde el territorio de otras lenguas. La expresión   -19-   nacional tiene, pues, otro tono. Intelectuales y artistas provenientes de las llamadas «zonas periféricas o marginales» del planeta, se exilian o simplemente emigran pero no para mimetizarse con otras culturas, sino para proyectar su voz propia desde un ámbito que consideran más propicio. En este contexto pluricultural el artista ya no vive «a la sombra de la cultura que lo recibe sino participando en ella».

El escritor ya no tiene necesidad de identificarse a escala nacional o regional gracias a los vocabularios típicos o a la descripción de costumbres, plantas o animales nativos para probar su originalidad. Por el contrario, se ha hecho asequible al resto del mundo sin haber perdido su peculiaridad, pero sobre todo porque ha comprendido que para ser original no es necesario que cada obra sea la creación de algo esencial, ajeno e irrepetible. No se es diferente porque se ha enfrentado algo para marcar diferencias, sino también cuando se colabora con algo.

La búsqueda de lo diverso, puede hacerse en función del todo del que se es parte. Lo uno se expresa en lo diverso y lo diverso en lo complementario. Incorporarse a la literatura mundial permite hacer de lo propio algo universal, válido para otros hombres frente a situaciones semejantes a la propia. El espejo planetario en que se han reflejado las narrativas nacionales desde hace unos años, en lugar de haber borrado los rasgos de cada identidad, ha ayudado a precisar aún mejor lo específico. Es como si un lugar común se hubiera invertido: el bosque nos permite ahora ver mejor los árboles.





  -[20]-     -21-  
ArribaAbajo

¿Es necesaria al mundo la novela latinoamericana?

¿Se puede hablar de una literatura latinoamericana de significación universal, como hace con orgullo la crítica y la prensa del continente? ¿Es válida la afirmación que pretende que la narrativa latinoamericana es reconocida mundialmente al mismo título que la llamada literatura occidental?

El problema fundamental no es discutir la presencia de la literatura latinoamericana en el mercado mundial del libro, aspecto que casi nadie controvierte. Más de treinta años después de la eclosión de la nueva ficción en el llamado boom, cuando muchos de sus títulos han sido traducidos y circulan en las principales lenguas del mundo, y mientras sigue produciéndose una narrativa abierta a todos los temas y estilos, el problema resulta mucho más sutil.

Lo importante es plantear la relación que tiene la cultura europea, identificada tradicionalmente con lo universal, con una expresión extraeuropea como lo es la latinoamericana. En este sentido, hablar de la narrativa del continente en un contexto universal no supone en ningún momento que estemos festejando el ingreso de una literatura periférica en el club de la literatura occidental. Tampoco se trata de encontrar un nuevo «punto de referencia fijo y unificador para todas las partes del mundo». Lo que se trata es de hallar nuevas modalidades en el trato recíproco entre las culturas mundiales que podría empezar por un auténtico diálogo, intercambio y participación de las diferentes manifestaciones de estas zonas, capaces de arrojar una nueva luz sobre las literaturas europeas.

  -22-  
Reconocerse en los otros

Pero la nueva interdependencia creada en el mundo no basta para definir la dimensión universal de la narrativa latinoamericana. Es imprescindible hablar de algo más. La universalidad de la que participa la ficción está hecha no sólo de una aceptación y apreciación por parte de otros centros culturales, sino por su nuevo carácter de narrativa necesaria.

Un ejemplo nos dará la pauta de esta modificación de óptica. El crítico Bertrand Poirot Delpech, del diario Le Monde, al comentar la traducción de La hojarasca al francés, decía, tal vez exagerada pero gráficamente, que en Francia se ha llegado a la situación de que si «alguien no ha leído a Gabriel García Márquez tiene la sensación de que le falta algo». Dejando de lado el caso específico de García Márquez, nos interesa analizar el alcance de lo que puede significar hoy ese faltar algo en la cultura personal si no se ha leído a un autor latinoamericano, lo que parecía hasta ahora un privilegio reservado a los clásicos de la literatura universal, a la que tradicionalmente se identifica con la europea. Es inevitable preguntarse, ¿por qué una novela latinoamericana puede ser hoy necesaria a la cultura universal?

Por lo pronto, no por ser diferente a otras literaturas, porque lo ha sido siempre y lo seguirá siendo. No basta su originalidad, aún siendo comprensible para lectores de otras culturas. Como no basta tampoco la voluntad participativa de un narrador que se convierte en una de las múltiples voces del mundo pluricultural contemporáneo. Se necesita algo más para que se pueda hablar de falta de algo: se necesita que la narrativa sea además esencial. Vale la pena detenerse en esta idea.

En la medida en que una obra es capaz de reflejar valores, problemáticas, mitos y temas que son comunes al ser humano, puede hablarse de universalidad, por lo tanto de su carácter de necesaria, cuando no de obra imprescindible. No importa el tema tratado y su mayor o menor grado de peculiaridad en función de un escenario americano más o menos reconocible. Lo que importa es la capacidad para interpretar, valorar y utilizar literariamente una circunstancia vital en términos comunes al género humano.

  -23-  

Los hombres en situaciones similares se reconocen más allá de los rasgos específicos en ese fondo común de preocupaciones y valores en el cual está sumergida hoy la humanidad entera. Es justamente esta condición humana la que permite hablar de la universalidad que no puede ser el privilegio de una región geográfica en particular. ¿No decía André Malraux que la tradición cultural no consiste más que en poseer obras que nos ayuden a vivir? La ausencia de una obra que ayuda a vivir debe provocar inevitablemente la sensación de que falta algo. Este aspecto de la universalidad roza -¿por qué no decirlo?- la idea del humanismo, concepto que también necesita de una reactualización semántica.

En la novela latinoamericana puede fácilmente rastrearse la preocupación -que Jean Franco llama ansiedad- por compartir la suerte del hombre, inquietud perfectamente equiparable con un querer captar y reflejar un modo de ser americano, una ontología propia, pero a través de valores universales que son comunes a seres humanos de otras latitudes.

«Lo universal no es otra cosa que lo que nos hace comunes a los otros hombres», sostiene el escritor colombiano Rafael Humberto Moreno-Durán, tratando de reivindicar para la narrativa latinoamericana el derecho a participar de esa condición. Si no se lo entiende así, la noción de identidad cultural queda limitada al derecho a lo peculiar, todo lo que sea valor universal habiendo sido apropiado por derecho natural por la cultura occidental.

El derecho a la diferencia termina donde empieza una participación en los valores de la civilización universal. Sin embargo, ahora es posible reclamar para la identidad cultural, la adopción de criterios de universalidad cada vez más amplios y menos sometidos a una peculiaridad histórica y geográfica determinada: «Lo que importa es una valoración de las respuestas novelescas y literarias que una comunidad humana ha sido capaz de producir para interpretar, valorar y utilizar su circunstancia vital, concepto que se aproxima al de una definición de lo que debe entenderse por cultura», nos dice el filósofo español Fernando Savater.

Esta valoración universal de lo peculiar de una expresión o de las raíces de una diversidad original no debe ser folklórica, sino que debe ser vista como una prueba evidente de lo rica y variada   -24-   que puede ser la condición humana. Las diferencias que existen entre las identidades culturales deben situarse en un mismo plano de igualdad, para que cada expresión literaria tenga la posibilidad «de participar a su modo irrepetible en los valores que sellan la conflictiva condición del hombre». Aunque como recuerda Savater: «los más destacados de esos valores obtienen su fuerza de lo común y están por encima de cualquier peculiaridad folklórica».

Con otras palabras, Alejo Carpentier hace unos años ya había señalado que: «No es pintando a un llanero venezolano (cuya vida no se ha compartido en lo cotidiano) como debe cumplir el novelista nuestro su tarea, sino mostrándonos lo que de universal, relacionado con el amplio mundo, puede hallarse en las gentes nuestras, aunque la relación en ciertos casos, pueda establecerse por las vías del contraste y las diferencias».




La emancipación es función de la calidad literaria

Para reclamar el derecho que tiene la narrativa de una región como América Latina a participar de esa condición humana universal que ya no es el privilegio exclusivo de una literatura, se necesita de algo más. Porque se puede estar de acuerdo en que la peculiaridad geográfica o la de los personajes de una novela, por ejemplo de Guimarães Rosa, o de un cuento de Horacio Quiroga no es de una naturaleza diferente a la de una novela de Pardo Bazán o de un cuento de Maupassant. Su diferencia es tan válida como la que separa la Galicia española de una provincia francesa, un campesino italiano de un inglés.

Tanto derecho tiene a la universalidad de la condición humana de la que participan en la medida de su representatividad, un héroe de un cuento de Juan Rulfo como uno de Miguel Delibes. Del mismo modo, la lectura crítica de una novela de Italo Calvino no necesita de otros referentes que los inherentes al texto mismo que debe «sostenerse por sí mismo», parámetro crítico que, en principio, no debe variar para juzgar un cuento del salvadoreño Salarrúe.

El problema radica justamente en el difícil equilibrio de hacer literatura universal a través de la profundización de «los injertos   -25-   europeos» en «la savia local», con que se analiza en general la producción americana. La solución la dio, ya en el siglo pasado, el novelista brasileño Machado de Assis, ejemplo de «cómo se hace literatura universal por la profundización de las sugestiones locales», como sostiene Antonio Cándido.

Quincas Borba (1891) y Don Casmurro (1899) probaron avant la lettre que para llegar a ser necesaria y esencial la novela latinoamericana necesitaba de algo más que una participación en la problemática general del hombre. Era necesario, sobre todas las cosas, una calidad literaria para permitir que se situaran en un mismo plano obras europeas y americanas. Machado de Assis no pedía ninguna consideración en nombre de su pertenencia a un área cultural tradicionalmente marginal. La lectura crítica de sus obras no necesita de condescendencia, ni de tolerancia paternalista, ni de cantonamiento exótico. Puede y debe ser hecha con el mismo rigor con que se juzga una obra europea.

Porque, como afirma Haroldo Campos: «El crítico latinoamericano, sobre todo en el momento actual de ascenso de nuestras literaturas en el escenario mundial, no puede tener dos almas, una para considerar el legado europeo, y otra para encarar la circunstancia particular de su literatura. Debe situarse frente a ambos con la misma conciencia y el mismo rigor, y solamente de esa actitud ejemplarmente radical puede resultar el reexamen de nuestra historiografía literaria, que ni por ser relativamente reciente está libre de los clisés de la sensibilidad, de la repetición irreflexiva y monótona de juicios preconcebidos que no resisten un análisis fundamentado».

Sin embargo, aunque otros autores -especialmente a partir del Modernismo, movimiento estético con que América irrumpe originalmente por primera vez en la historia estética de Europa comprendieran que el verdadero desafío radicaba en esa calidad literaria de las obras con vocación universal, José Lezama Lima se lamentaba todavía en 1969: «He aquí el germen del complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problemática, cosa a resolver». Sostenía en su ensayo La expresión americana como «sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos», el americano busca en «la autoctonía el lujo que se le negaba, y acorralado entre esa pequeñez y el espejo   -26-   de las realizaciones europeas, revisa sus datos, pero ha olvidado lo esencial, que el plasma de su autoctonía es tierra igual que la de Europa».

Por su parte, Borges en su recurrido estudio sobre El escritor argentino y la tradición había llegado a similares conclusiones: «Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas».

En nombre de esa irreverencia -una forma de superar los complejos de que hablaba Lezama Lima- se puede asegurar que «no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo», porque «si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística», se puede ser al mismo tiempo argentino y americano y, también, «buenos o tolerables escritores».

Desde ese mismo punto de vista, pero situándose estrictamente en la perspectiva del estilo literario, Octavio Paz en su prólogo a Poesía en movimiento (1966), afirmaba: «No niego las tradiciones nacionales ni el temperamento de los pueblos: afirmo que los estilos son universales o, más bien, internacionales. Lo que llamamos tradiciones nacionales son, casi siempre, versiones o adaptaciones de estilos que fueron universales. Por último, una obra es algo más que una tradición o un estilo: una creación única, una visión singular. A medida que la obra sea más perfecta son menos visibles la tradición y el estilo. El arte aspira a la transparencia».

Para llegar a esta transparencia, no hay sino un secreto de la expresión: «trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir: afinar, definir con ansia de perfección», completa por su lado José Luis Martínez comentando la famosa frase de Alfonso Reyes: «La emancipación es función de la calidad literaria».

Pero esta búsqueda y este «hondo trabajo» sigue siendo parte de una búsqueda que no ha perdido su carácter de aventura primordial, equiparable todavía -y pese a los siglos transcurridos a la fundación del mundo que pudieron proponerse los primeros Cronistas de Indias. Una fundación tiene sus santuarios y sus senderos secretos que nos conducen de la mano de una indiscutible   -27-   calidad literaria desde la comarca al universo y que está hecha de la cabal comprensión de dos mensajes sólo en apariencia contradictorios: el mensaje de Miguel de Unamuno cuando decía: «Hemos de hallar lo universal en las entrañas de lo local y, en lo limitado y circunscrito, lo eterno», y el de Jorge Luis Borges, como si en la novela latinoamericana hubiéramos encontrado, poseídos del mismo asombro de Carlos Argentino en el sótano de la calle Garay, el Aleph, esa esfera cabalística cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no se encuentra en ninguna. Estaríamos descubriendo como «cada cosa era infinitas cosas», porque las estaríamos viendo desde todos los puntos del universo: «Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, (...) vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, (...) sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo».

Lo local y lo eterno, el Aleph, el ángel de Ezequiel de cuatro caras que se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. Estás imágenes son verdaderas metáforas de la identidad cultural americana en lo universal.





  -[28]-     -29-  
ArribaAbajo

Otras voces, otros ámbitos

Resulta saludable una encuesta como la que organiza la revista Crisis en la medida en que permite actualizar un discurso crítico que parecía detenido en los momentos de las grandes fracturas de los años setenta. Creación y crítica deben acompasar nuevamente su ritmo. Mientras la narrativa actual latinoamericana ya está lejos de las grandes summas «neo-romántica-fenomenológica, con algo de poema metafísico» como gustaba decir, no sin cierta presunción, Ernesto Sábato y transita, desde hace una década larga, a través de los mitos degradados de una historia que se aborda desde el grotesco y con un saludable sentido del humor, la crítica parecía detenida en la evaluación auto-satisfecha de un proceso al que se seguía viendo como la expresión de los «generales» y «coroneles» de la ficción latinoamericana -utilizando el símil de los formalistas rusos- que ha olvidado a los modestos «soldados» de su tropa. Era necesario actualizar los juicios y, nada mejor que una encuesta como esta, para «poner los relojes en hora».

Una hora que es, sobre todo, informal, menos solemne y menos ambiciosa que la precedente. Pienso en el humor negro que ha ganado un espacio indiscutible con las obras de los mexicanos Jorge Ibargüengoitia y Lazlo Moussong, el guatemalteco Augusto Monterroso, el colombiano Germán Santamaría, los portorriqueños Rosario Ferré y Pedro Vergés, los peruanos Isaac Goldemberg y Alfredo Bryce Echenique y los argentinos Osvaldo Soriano, Eduardo Gudiño Kieffer, Mario Szichman y este terceto de mujeres de prosa acerba, ágil e irónica formado por Alicia Dujovne, Luisa Futoransky y Alicia Steimberg.

  -30-  

La literatura desolemnizada por el absurdo en la mejor tradición reciente de Alfred Jarry, Boris Vian y Woody Allen, y en la clásica de Jonathan Swift y Ambrose Bierce, impregna incluso la tradicional novela histórica que retoman con gusto desde el grotesco, la parodia y la desmesura del barroco que han heredado de sus mayores, escritores como Fernando del Paso, Abel Posse, Antonio Benítez Rojo, Edgardo Rodríguez Juliá, Germán Espinosa y Héctor Libertella.

Incluso en la narrativa de denuncia, el tono enfático del pasado cede a la demolición de las dictaduras por la irrisión. Poli Délano en Chile puede asistir al golpe de Pinochet del 73, encerrado en un W. C. en su novela En este lugar sagrado, Sergio Ramírez y Saúl Ibargoyen Islas narran sardónicamente los mecanismos del poder militar.

Sin embargo, hay que anotar que -pese a esta mezcla de candor y ponzoña y a la sátira despiadada que se instala en la narrativa- no se ha producido una ruptura generacional de estilos y tendencias entre los autores de los años 60 y los del 80, al modo de la que se produjo entre los autores de esos años y la generación anterior. El proceso es ahora más sutil y se caracteriza fundamentalmente por una cierta irónica desconfianza con la que se analizan las proclamas inauguradas con entusiasmo y rotundidad por aquellos años, con esas obras que pretendían ser definitivas, totalizantes y totalizadoras, cuando no un mero catálogo de técnicas novelescas. La empresa actual parece más modesta, aunque sólo lo sea en apariencia. Los grandes mitos se han desacralizado, la narrativa resulta más ágil, todo maximalismo -estético y político- ha sido reducido en aras de una ambigüedad literaria recuperada como virtud en desmedro de las grandes simplificaciones o los manifiestos primarios.


La ficción latinoamericana como modelo

La característica más evidente del proceso actual es esta atenuación de los excesos y extremos del período anterior, especialmente en lo que concierne a las vanguardias experimentales en lo estético y en lo político. La experimentación formal es menos visible, incluso en los autores que empezaron produciendo una narrativa   -31-   donde el despliegue del andamiaje sofocaba la obra. Pienso en el Mario Vargas Llosa de La casa verde, el Guillermo Cabrera Infante de Tres tristes tigres, el Carlos Fuentes de Cambio de piel, y en muchas obras de Severo Sarduy y Nestor Sánchez. Los ejemplos de Juan José Saer y de Reinaldo Arenas, son la excepción que confirma la regla.

El cambio operado en la actualidad, especialmente a través del uso de técnicas narrativas más accesibles, ha sido explicado con humor por uno de los protagonistas consagrados del período, Juan Carlos Onetti: «En la primera etapa de aquel tiempo adoptamos una posición, un estado de espíritu que se resumía en la frase o lema; aquel que no entienda es un idiota. Años después, una forma de la serenidad -que tal vez pueda llamarse decadencia nos obligó a modificar la fe, el lema que sintetiza, aquél que no logre hacerse entender es un idiota».

Del mismo modo se ha atenuado la entusiasta asimilación de todo tipo de influencias literarias. Si los modelos norteamericano y europeo están en crisis, tal vez con las excepciones de Günter Grass e Italo Calvino, lejos ya del entusiasmo provocado por la lost generation y el nouveau roman, es evidente que las influencias de sagas escandinavas, leyendas celtas, apólogos orientales y cuentos chinos, manejadas con sospechosa erudición por escritores como Jorge Luis Borges o José Lezama Lima, ha cedido a las referencias cruzadas y recíprocas de una literatura universal que ya no es sinónimo de occidental.

El proceso de las influencias recíprocas es, en efecto, aceptado hoy en día por escritores de diferentes culturas. No resulta extraño que el hindú Salman Rushdie -el autor de Hijos de la media noche (1983), la novela que se dice ha renovado desde «la periferia» de una ex-colonia la ficción en lengua inglesa- reconozca las influencias simultáneas de Günter Grass y de Gabriel García Márquez o que la nueva novelística africana se nutra abiertamente en el imaginario subversivo americano. Los ejemplos y los reconocimientos abundan en este sentido. Paralelamente, los fuegos cruzados de las influencias literarias permitieron a George Perec, autor de La vie: mode d'emploie (1978), reconocer una deuda con Rayuela de Cortázar, al que invitó a formar parte del Club de los patafísicos. Del mismo modo, Manuel Caballero Bonald puede   -32-   redescubrir en España el delta del Guadalquivir a través del prisma de Macondo en Agata, ojo de gata o Juan Benet y Juan Goytisolo proponer la subversión lingüística de su obra teniendo en cuenta la experiencia latinoamericana, tal como Gonzalo Torrente Ballester incorpora en su Saga-Fuga de J. B. lo mejor de la renovación de las técnicas narrativas del siglo XX. Las relaciones tradicionalmente unidireccionales -el foco de Europa irradiando influencias hacia el resto del mundo- se han transformado radicalmente en un juego de espejos múltiples, favorecido en buena parte por un sistema de comunicaciones que pone a todo el mundo en un mismo plano de igualdad.

Paralelamente se ha dado un proceso a nivel latinoamericano de recuperación de «maestros» anteriores a los sesenta, como Macedonio Fernández, Horacio Quiroga y Julio Garmendia, pero también de influencias mutuas e interdependientes expresadas con naturalidad. Los cuentos de Cortázar han hecho escuela en México y los de Rulfo en la Argentina. La lengua, más allá de giros y expresiones locales, se reconoce en un mundo latinoamericano común, hermanado no sólo por su problemática, sino también por lo mejor de su creación.

En la medida en que la interrelación entre diferentes identidades culturales se generaliza, aparecen en lo que fueron tradicionales centros de irradiación cultural, zonas pluriculturales de expresión múltiple. En las grandes ciudades como Londres, París, Nueva York, Roma, Berlín, Barcelona o Madrid, pero también en las latinoamericanas como México, La Habana, Caracas y Buenos Aires se mezclan no sólo etnias y culturas, sino que aparecen polos de creación de muy diversos orígenes.




La cultura de la diáspora

Es decir, las capitales creadoras de cultura lo siguen siendo, pero ya no lo son de La Cultura única y con mayúscula de antaño, sino de las múltiples en que se expresa la pluralidad de muy diversos orígenes que convive en ellas. Por ejemplo, vivir en París para un escritor latinoamericano -entre los que me cuento personalmente en 1987- es una forma de poder vivir simultáneamente en todo el mundo. París no me interesa tanto por lo que es   -33-   típicamente francés en ella, sino justamente por el carácter pluricultural de sus barrios, sus restaurantes, sus librerías, sus exposiciones, sus actividades expresadas en las manifestaciones que diariamente se puede elegir, así como en los propios habitantes con un elevado porcentaje de extranjeros que se puede frecuentar. Las colectividades representativas de cada una de las culturas coexisten en el seno de la sociedad sin perder su propia identidad. En lugar del melting pot donde se mezclarían todas las culturas, estas grandes ciudades se transforman en foro de expresión multicultural. Es la pluralidad la que otorga el interés.

A ello ha contribuido la gran diáspora latinoamericana de los años setenta. Los escritores provenientes de las llamadas «zonas periféricas o marginales» del planeta, se han exiliado o simplemente emigrado a estas capitales, pero no para mimetizarse como hacían en el pasado, sino para proyectar una voz propia desde un ámbito que consideran más propicio. Uruguayos y argentinos en México: chilenos en Caracas: centroamericanos en La Habana: sus «voces» suenan en los «ámbitos» en que pueden hacerlo. Editoriales, revistas y hasta diarios en los idiomas de las colectividades que viven en ellas, galerías de arte y una rica y variada actividad cultural forman parte del nuevo universalismo elaborado a partir de la suma de particularismos.

En este quehacer fuera de fronteras se reconocen las diferencias y se propicia un intercambio, cuyas consecuencias apenas se empiezan a percibir ahora, en esa especie de mestizaje cultural a nivel de capital europea o de gran ciudad americana.

Pero la historia de la narrativa latinoamericana no es sólo la historia del movimiento centrífugo, esa aspiración de universalidad que procura una cierta evasión, esa vocación «cosmopolita» que recorre todos los movimientos literarios: sino que también es la de un movimiento centrípeto, de repliegue y arraigo, de búsqueda de identidad a través de la integración de lo que se considera más raigal y secreto en la América profunda.




Los nuevos cronistas de Indias

En la integración de la narrativa latinoamericana contemporáneo se han recuperado, a través de nuevas formulaciones estéticas,   -34-   las raíces anteriores del género, tales como la oralidad, el imaginario popular y colectivo presente en mitos y tradiciones y las formas arcaicas de sub-géneros que están en el origen de la novela como género (parábolas, Crónicas, Baladas, leyendas, «caracteres», etc.), muchas de las cuales no habían tenido expresiones americanas en su momento histórico. En esta deliberada recuperación se recrean formas y se reactualiza lo mejor de géneros ya olvidados en su punto de origen. Se puede hablar así de una poderosa función integradora retroactiva. La lección de Alejo Carpentier es, en este sentido, fundamental y su pronóstico ha resultado acertado, cuando anunciaba que la misión del escritor a fines de esta centuria debería ser la de un nuevo Cronista Mayor de Indias.

Pareciera como si los escritores latinoamericanos, después de haber incorporado ávidamente lo mejor de la literatura contemporánea universal, necesitaran profundizar en la propia historia del continente, incorporando el imaginario colectivo e individual del período colonial y releyendo con una nueva mirada la narrativa del siglo XIX e inicios del XX.

Una amplia visión antropológica cultural de raíz intensamente americana, combinadas en forma variable para dar las expresiones más originales del género, surge de la lección de José María Arguedas, Augusto Roa Bastos o João Guimarães Rosa, donde se recuperan para la narrativa mitos, leyendas populares y tradiciones orales amerindias o unen «en un trazo elíptico la palabra mítica popular con los mitos más personales», como sugiere el paraguayo exiliado en París, Rubén Bareiro Saguier. Los microcosmos, esos «espacios concentrados» de la Santa María de Onetti, el Comala de Rulfo y el Macondo de García Márquez, proliferan en las obras de los argentinos Gregorio Manzur y Mario Goloboff, del uruguayo Juan Carlos Legido y en Augusto Monterroso.

Esta recuperación de raíces es muchas veces una inmersión en el propio pasado de la infancia del autor, novelas iniciáticas que tienen excelentes ejemplos en las Memorias de Altagracia del venezolano Salvador Garmendia, La caja está cerrada del cubano Antón Arrufat y Crónica de San Gabriel del peruano Julio Ramón Ribeyro.

El proceso se ha acelerado en los últimos años, porque en la medida en que los narradores hispanoamericanos se han sentido más seguros de la identidad cultural que expresan no han tenido necesidad de identificarse a escala nacional o regional escudándose detrás de vocabularios típicos o en la descripción de costumbres, plantas o animales nativos con los cuales probar su originalidad. Por el contrario, se han hecho asequibles unos a otros, empezando por los propios latinoamericanos. Hoy puede leerse, sin por ello haber perdido su carácter de perteneciente a un área cultural determinada, cualquier novela contemporánea por cualquier habitante del continente.

  -35-  

En este esfuerzo de comprender y hacerse comprender, hay obras que son el resultado de una voluntad deliberada de participación en el contexto universal. En el origen de esta decisión voluntarista algunos críticos señalan un afán de reconocimiento: el que podría otorgar la cultura occidental al quehacer americano. Sin embargo, esta participación -que pudo significar en el pasado una imitación- se entiende ahora como una contribución a un todo (lo universal) desde la toma de conciencia de la propia realidad. Es una forma de la apertura, voluntad integradora en una estética universal a partir del cuestionamiento autocrítico del género.

Una vez más podemos repetir que el espejo del mundo en que se ha reflejado la narrativa latinoamericana desde hace unos años, ha ayudado a precisar aún mejor los rasgos de la identidad del continente. El lugar común se ha invertido, en efecto: el bosque nos permite ver mejor los árboles.





  -[36]-     -37-  
ArribaAbajo

Escribir en París, ¿un pretexto para realizar un sueño americano?

París ha sido siempre un buen pretexto para la literatura. No sólo como espejismo de la mítica Ciudad Luz ante la cual se han encandilado escritores y poetas, sino como escenario y «argumento» para una auténtica «poética urbana» que ha ido significando sus esquinas, sus plazas y las orillas droite y gauche del río Sena que la divide por su centro y la reconcilia en los barrios populares de su periferia.

Pretexto literario siempre, París no ha sido, sin embargo, el mismo en todas las épocas. A fines del siglo XIX, fue la meta del viaje iniciático que emprendían quienes buscaban la consagración y el prestigio, para volver a pavonearse por las calles de Bogotá, Caracas, Santiago, Buenos Aires o Montevideo luciendo las últimas modas estéticas y vestimentarias. La Generación argentina y chilena del 80 lo practicó y testimonió en obras representativas: Los trasplantados, Criollos en París y otros «rastacueros» de Alberto Blest Gana y Joaquín Edwards Bello, se prolongarían en los «señoritos» de Música sentimental y Sin rumbo de Eugenio Cambaceres y, unos años después, en Raucho de Ricardo Güiraldes y Reinaldo Solar de Rómulo Gallegos.

En los alegres años veinte y en los crispados treinta, París fue «una fiesta», al decir despreocupado de Hemingway y en la práctica de Anaïs Nin, donde escritores de todos los horizontes descubrirían en la fórmula del surrealismo la clave para desentrañar el «realismo mágico» y lo «real maravilloso» de sus propios y recónditos mundos. Asturias, Borges, Alfonso Reyes, Vallejo y luego   -38-   Carpentier o Paz lo reconocieron en sus obras, vagando tras las huellas de Nadja en noches de bohemia y delirio, aunque melancólico se dijera el poeta peruano: «Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo».

En París, donde escritores rusos del siglo XIX y exiliados de la Mittel-Europe de las entre guerras habían descubierto las virtudes y ventajas del cosmopolitismo, otros escribieron directamente en francés. Ionesco, Cioran y Beckett, pero también poetas centroamericanos y andinos de calidad y pelaje variopinto, asumirían la difícil otredad de la lengua en aras de su carácter vehicular y universalista, aunque lo hicieran corriendo el riesgo del afrancesamiento y el desarraigo.

De le «Meca» a la que había que acudir una vez en la vida para ser reconocido como escritor respetable en el solar nativo, se pasó en los años setenta al París «tierra de asilo» y refugio para los perseguidos de las dictaduras que asolaron el continente, especialmente en el Cono sur. Estos escritores ya no vivían en las alegres buhardillas del Barrio latino, sino en arrondissements empobrecidos y banlieues alejadas de los centros culturales prestigiosos y desde allí fueron edificando una nueva «poética» urbana hecha de pluralidad y diferencia. Así, París empezó a ser como Londres o Nueva York: el apasionante laberinto de «galerías secretas» que construye pasajes subterráneos entre ciudades de hemisferios diferentes, pero también entre «comunidades» diversas que coexisten entre sus muros. Julio Cortázar, fundador de los «modelos para armar» de un mapa cuyo puzzle deben descifrar los lectores, inaugura una ciudad a la medida de un juego como Rayuela.

Los escritores exiliados buscaron menos un reconocimiento local que una distancia y un respiro para evocar, desde lejos, los fragmentos de sus respectivos países desgarrados y recomponer, con nuevos ingredientes, una identidad dividida ambiguamente entre las lealtades múltiples que se iban generando. En este con texto, con la compleja especificidad de una revolución que marcó a una generación de latinoamericanos, se fueron injertando las voces que llegaban desde Cuba, donde más allá de crecientes disidencias, el cordón umbilical se niega a romperse.

  -39-  

A partir de los años noventa, cuando muchos exiliados acuciados por la nostalgia deciden retornar a sus países, donde democracias cojitrancas no dejan de ofrecer una cierta libertad, vivir en París volvió a ser una opción personal, aunque muchas veces acotada por prosaicas necesidades económicas. En todo caso, París no es más el decorado en el que se representa una opereta exótica de personajes disfrazados de indígenas, al modo que complacía a las cortes del siglo XVIII y los salones literarios del XIX e inicios del XX. Tampoco es la fuente de modas literarias, cuyas versiones nacionalizadas debían dejar boquiabiertos a los que recibían el mensaje en «la otra orilla». Superviven, a todo lo más, los epígonos de algunas escuelas más críticas que estéticas, dictando cátedra en parceladas zonas de influencia. Los sucesivos «ismos» que jalonaron el siglo se van diluyendo en opciones individuales y en el complejo mosaico de ingredientes que cada escritor recoge y elabora a su medida. Este es el escenario actual, lejos de los tópicos, incluso de los languidecientes del existencialismo o de los más recientes del estructuralismo y los seguidores devotos de Lacan o Foucault.

París es ahora ciudad de intercambio y de encuentro en términos de una igualdad ganada por mérito propio de muchos latinoamericanos y por una postura menos altanera de los tradicionales centros de poder. Es más, París recibe de América Latina el impulso, la imaginación y la fantasía que ha ido perdiendo su propia creatividad de antaño. La fuerza y la originalidad creativa desborda las orillas del Sena desde una Iberoamérica, tanto hispanófona como lusófona, que envía desde horizontes muy diversos, del Caribe a la Patagonia y del Brasil a los Andes, otra «luz» más colorida, sino pirotécnica. Revistas, galerías de arte, teatros, librerías, discotecas y hasta restaurantes, reflejan una intensa creatividad, cuyo paradigma es la palabra escrita. En su nombre y en el de las «afinidades electivas» de la bonhomía y amistad, se conciben proyectos de toda índole. Un libro de cuentos, por ejemplo.

Los siete escritores que integran este volumen, cuyo único pretexto para publicar juntos es «vivir en París», lo demuestran en las páginas que siguen1. Todos ellos son creadores de mundos   -40-   tan exclusivos y personales que sería imposible agruparlos en cofradías o detrás de un manifiesto o clasificarlos por «género», ese anglicismo en boga para distinguir las mujeres de los hombres y no hablar del sexo de las personas. Tan es así que no reconocen magisterios, aunque algunos, por edad y respeto granjea do, pudieran reivindicarlo frente a los más jóvenes.

París tampoco se impone en sus páginas como obligado referente, pese a que todos los relatos están signados por el destino vital que ha reunido a sus autores en una misma ciudad. A todo lo más, gracias a su condición proteica, hay una perspectiva única hecha de una sutil nostalgia y una condición de mágica sorpresa que no puede aplacar el racionalismo cartesiano. Por algo se une la melodía de un violín que emerge nítido en el ruidoso fárrago urbano, con el recuerdo de unos grillos rumorosos en un prado en la infancia vivida en un país lejano, como en El grillo ciego del paraguayo Rubén Bareiro Saguier. La propia brevedad del relato impone una tensión hecha más de lacónica tristeza que de la alegría de una inesperada asociación musical.

La música, hecha del zapping que caracteriza la vida moderna, pone breves y variados paréntesis en la «cassetera» del automóvil de ese padre que viaja sin rumbo por las autopistas francesas con su pequeña hija Mariuca, tras una ruptura matrimonial. Sombras en la autopista del ecuatoriano Galo Galarza, al modo de las novelas on the road norteamericanas inmortalizadas por los road movies, transmite la sensación angustiosa de una errancia musical. De los Beach boys a Schumann, de los Quilapayún al rock de Richard Marx, los fragmentos musicales marcan no sólo las inevitables diferencias generacionales, sino la profundidad de un drama familiar vivido a lo largo de una ruta percibida en la imaginación onírica de Mariuca «como una serpiente».

De nada sirve la nostalgia cuando hay que sobrevivir aceptando todo tipo de trabajos en una ciudad extraña. Lo saben los emigrantes latinos que efectúan tareas de limpieza que ningún europeo quiere desempeñar y lo sabe Lira Campoamor Sánchez. Esta cubana divertida y mordaz narra con humor negro en La suplente la historia de una inmigrante sin papeles que debe limpiar un apartamento donde hay treinta y seis gatos siameses encerrados. Una macabra sorpresa le espera detrás de la puerta.   -41-   Hay también lugares prestigiosos de la cultura francesa que sobreviven en el imaginario de los latinoamericanos y que han desaparecido en el de los propios franceses. El argentino Enrique Medina, va a Cabourg «a la busca del Marcel Proust perdido» y sólo encuentra escasos indicios en un balneario consagrado al turismo y a la vida que gira alrededor de la ruleta de su famoso casino. Irónicamente, buscando las huellas de Proust, el narrador encuentra la de una misteriosa argentina, cuyas variadas leyendas recoge y contrasta en un relato evocador de pasadas grandezas. Argentinas en Cabourg es un delicioso y mordaz paseo turístico por uno de los escenarios emblemáticos de una cultura que sobrevive gracias a los mitos alimentados en «la otra orilla» del Atlántico.

Desde esta orilla siempre, la de París, el protagonista de mi relato Carta sin dirección para nuestro compatriota José Luis Calvo, escribe a su colega y amigo Antonio que vive en una violenta e insegura capital latinoamericana. Lo hace tras la emoción de un breve reencuentro en el que han confrontado sus desgarradas opciones: quedarse o irse. En el cruce de cartas y en el trágico desenlace, se resumen los temas más acuciantes de una identidad dividida ambiguamente entre las lealtades a que obliga una realidad latinoamericana hecha de contrastes, desigualdad e injusticia, pero también de un incomparable calor y dimensión humana.

Ya instalado en la otra orilla, en un medio rural de extensiones alucinantes, El maizal de Rudy Gerdanc nos recuerda la intensidad telúrica americana y la violencia de sus elementos desencadenados. Elementos primordiales -el aire, el agua, la tierra y el fuego- aparecen conjurados en un relato breve de prosa sincopada. Un desazonado sentimiento de injusticia empapa al lector ante un desenlace digno del mejor Horacio Quiroga. Pero Gerdanc tiene un mérito suplementario. Gracias a su generosa capacidad de iniciativa y convocatoria, ha hecho posible este volumen de cuentos donde, más allá de las diferentes nacionalidades de los autores que ha reunido, hay una amistad común.

América Latina tiene esta y otras dimensiones. La de la pura invención, por ejemplo. En Musitrón, el colombiano Pablo Montoya   -42-   describe un original instrumento, que da título al relato, inventado por un curioso personaje, el viejo Trote, especie de mezcla de luthier y de ferretero, habitante de un suburbio extramuros de la ciudad colombiana de Tunja. El Musitrón permite descomponer sonidos, «incluso el silencio». Su timbre es la sucesión, separada o simultánea, de todos los timbres existentes. «He construido un instrumento que no se toca; al contrario él toca a sus intérpretes. Les extrae sus fantasías, los horrores, sus éxtasis, y los vuelve sonido. Lo que se escucha es el timbre, la tesitura, el ritmo, los intervalos de una música que es la esencia del ser de cada hombre», explica el inventor al atónito protagonista. El Musitrón no sólo suena como un oboe, un órgano de fuelles o «una campanilla para llamar a comer», sino que también reproduce voces de la naturaleza conocidas como el trueno, el viento o el correr del agua, y las que «la conciencia se niega a aceptar porque existen ocultas en los miedos que guardamos». Gracias a ella, además, se concilian Vivaldi y la realidad colombiana de Tunja.

Si este volumen de relatos tan dispares como originales necesitara de una moraleja, este final -la revelación gracias a la literatura de los miedos que secretamente guardamos y la reconciliación de Europa y América gracias a la cultura común que comparten- la sugeriría sin problema. Sin embargo, felizmente, la buena narrativa no necesita de moralejas y la época en que vivimos menos aún. Y el autor de esta introducción -un uruguayo de origen español que ha vivido en París durante más de 26 años y que ha tomado ahora la decisión de escribir en España- sería el menos indicado para proponerla, pese a que esté convencido que la mejor condición del escritor es saber extraer esa «música» que suena en el interior de todo ser humano, viva en esta o en la otra orilla, o a caballo entre «las dos», como la mayor parte de los autores de esta selección.





  -43-  
ArribaAbajo

Maestros en el banquillo

  -[44]-     -45-  
ArribaAbajo

«La filosofía sigue siendo la mejor forma de conocimiento»

Entrevista con Leopoldo Zea (México)


-En un mundo que vive cambios acelerados, ¿hay todavía un lugar para la reflexión filosófica?

El esquema histórico que surgió al fin de la II guerra mundial se cerró en 1989. La post-guerra terminó en ese momento con los cambios extraordinarios que se operaron en Europa. A partir de 1989 hemos entrado en un período de intensa reflexión, donde no sólo Europa se está rehaciendo y buscándose en el marco de nuevas estructuras, sino regiones como América Latina, Asia, África tienen que plantearse formas renovadas de relación e integración con el resto del mundo. La filosofía, más que nunca, tiene que ayudar a pensar este mundo único que surge de un mundo dividido. La filosofía es la mejor forma de conocimiento. No es algo inútil, superfluo, poco práctico, como creen muchos que incluso la han eliminado de planes de enseñanza, justamente ahora cuando tanto se la necesita.

-Son muchos los que consideran que la filosofía es algo superfluo y en muchos países se está eliminando de los planes de enseñanza.

No olvidemos que la filosofía ha existido desde siempre como una respuesta al desafío de la realidad. Desde Platón, intentando resolver los problemas de la Polis griega; San Agustín planteando las relaciones entre cristianos y paganos; Kant reflexionando sobre el individuo en la modernidad y Hegel inscribiendo la historia   -46-   a la luz de los acontecimientos de la revolución francesa, la filosofía ha sido siempre «regional», es decir sus respuestas se han dado en función de la problemática de un tiempo y de un lugar determinado.

La filosofía responde a problemas que se plantea el ser humano. Si no existieran problemas, no habría filosofía. En la actualidad, una vez más, la filosofía está referida a los problemas de la convivencia del hombre con sus semejantes y su entorno natural. Por ello, siempre me he dicho que si reflexionar sobre la realidad no fuera filosofía, sería tanto peor para la filosofía.


La razón, instrumento de comunicación

-¿No existe, entonces, una filosofía de validez universal?

La esencia del filosofar radica en el principio dual del logos: es decir, la razón y la palabra. Por un lado, razonar sirve para tomar conciencia de lo externo y someterlo a las categorías de la comprensión interna y -por otro lado- el logos es la palabra, esa capacidad de poder comunicar a los demás lo definido. Capacidad de comprender y de hacerse comprender por la comunicación. Comunicarse para que se extienda y difunda el diálogo. Sólo en este caso puede hablarse de universalidad, porque las verdades filosóficas no son universales de por sí. Lo son sólo en la medida en que son comprensibles por los demás. La universalidad de la filosofía depende de la capacidad de comunicarla por unos y que sea comprendida por otros.

En 1986, en el Congreso Internacional de Filosofía celebrado en Montreal (Canadá), se concluyó que la universalidad de la filosofía dependía de la capacidad de hombres y pueblos para hacer de la razón un instrumento de comunicación, diálogo para intercambiar experiencias: para comprender y hacerse comprender. También se dijo que no existe una filosofía universal, sino filosofías concretas que se universalizan en la medida en que son comprendidas por otros y que, gracias a ellas, es posible comprender a los otros.

Por lo tanto, si hablamos ahora de una filosofía auténticamente universal, no es porque la naturaleza de la filosofía haya cambiado, sino porque los problemas, por primera vez en la historia de la   -47-   humanidad, son universales. En la medida en que hay problemas que afectan a todos los seres humanos por igual -más allá de diferencias y de las propias experiencias- las respuestas filosóficas tienen una dimensión universal. Pero se trata de una universalidad concreta: aquella que parte de la realidad para solucionar los problemas del hombre. De ahí la importancia de la reflexión filosófica.

-¿Cuáles son las prioridades de esta reflexión universalista concreta?

Se trata, sobre todo, de establecer los modos de comportamiento y de participación en el mundo que se está formando. El nivel planetario de los problemas plantea como prioritarios los problemas de comportamiento, no sólo entre individuos, sino entre pueblos y naciones. No queremos que otros decidan por nosotros -ningún bloque, ningún gobierno, ninguna ideología- lo que supone, al mismo tiempo, asumir una gran responsabilidad en la actuación y decidir de nuevas formas participativas. Las relaciones verticales de dominados y dominadores, que son por lo tanto de dependencia, deben sustituirse por relaciones horizontales solidarias. De ahí que se advierta un deseo creciente de participación de individuos, minorías, expresiones culturales de todo tipo, pueblos y naciones.

Todos quieren participar en la reformulación del mundo que emerge, donde no bastará hablar -como se hace ahora- de «la casa común europea» o, como se podría proponer, una «casa común africana» o una «casa común americana». La conciencia es que nuestro planeta es uno y, por primera vez, realmente universal. Debemos pensar en «la casa común del hombre».

-¿En este contexto universalista hay una reorientación de la filosofía como disciplina?

En muchos países se está invirtiendo la corriente que hacía del instrumento -la lógica- el fin mismo de la filosofía. Se entiende ahora que la lógica sólo debe estudiarse como instrumento de conocimiento para actuar. Cuanto más elaborada sea la lógica instrumental como medio de conocimiento, tanto mejor. Pero lo más importante es conocer la realidad y hacer lo posible por cambiarla. De eso se trata, pero en ningún caso se puede seguir pensando que la lógica en sí misma es la meta de la filosofía.

  -48-  

Por ello puede hablarse de un retorno a las preocupaciones originales de la filosofía: como conocer y comportarse en la realidad. Los filósofos griegos nunca se plantearon si estaban haciendo filosofía universal. Sin embargo, la hicieron en la medida en que dieron respuestas válidas para otros hombres frente a las mismas circunstancias.

-Este renovado «realismo» filosófico está marcado por un énfasis ético. ¿Cómo se puede conciliar «ética» y «pragmatismo»?

Una corriente actual de la filosofía anglosajona se ha vuelto práctica, retomando las raíces del pragmatismo clásico de John Dewey. Muchos filósofos han renunciado al análisis neutral del lenguaje moral y se muestran insatisfechos con las construcciones abstractas hacia las que se había orientado una parte de la filosofía contemporánea. Lo que importa ahora son los problemas concretos de los seres humanos. En la actualidad se reconoce el papel que pueden desempeñar los filósofos en la crítica de los mitos de la sociedad contemporánea, la identificación de las cuestiones éticas, la aclaración de supuestos fundamentales, la reformulación actualizada de viejos problemas esenciales del hombre.

La reflexión ética se aplica a la práctica, a los problemas y las políticas humanas y sociales. Los filósofos se involucran en la ética de la medicina, la ética ambiental, la justicia económica, la ética de la disuasión nuclear, la ética de la democracia y así sucesivamente. Los filósofos -dice un autor como el norteamericano David Crocker- deben ser participantes y críticos en el diálogo moral y facilitadores de la ética práctica. En una sociedad democrática es menester que la reflexión moral se comparta del modo más amplio posible. Dada la interdependencia mundial cada vez mayor en que vivimos necesitamos establecer un «consenso ético» entre pueblos diversos obligados a compartir un destino planetario común.

-En esta misma dirección, ¿se puede hablar de una preocupación ético filosófica del medio ambiente?

Siempre recuerdo una afirmación del historiador Arnold Toynbee cuando decía que en la expansión del mundo, occidente había observado siempre a los hombres como parte de la flora y fauna por explotar. Hoy en día se repite el esquema cuando los países   -49-   desarrollados quieren imponer sus reglas ecológicas y de limitación del saqueo que ellos mismos iniciaron. No tienen en cuenta al hombre que vive en los países del Tercer Mundo. Se pretende detener la destrucción de la naturaleza, como antes se la impulsaba, sin plantearse el problema ético de los seres humanos a los que se quiere condenar al subdesarrollo en nombre de la salvación del medio ambiente. Se necesita aquí un «consenso ético» para establecer un reajuste universal que no condene a la eterna pobreza a unos para salvaguardar la abundancia de otros. La filosofía puede contribuir a un reajuste universal y, sobre todo, ayudar a ponerse de acuerdo para repartir la riqueza ya creada.




El posible filosofar americano

-¿Se podría pensar como se hace en la ciencia, en una filosofía «aplicada»?

La filosofía no es sólo filosofar sino hacer. Lo ha dicho Marx, pero no es el único en haberlo afirmado. Se trata de pensar y actuar para hacer lo que se está pensando. Filosofar no es algo abstracto, limitado a la «palabra», ya que si tengo un problema y pienso en él, lo hago para intentar resolverlo y, para resolverlo, tengo que actuar. Por otra parte, filosofar supone también la capacidad de orientar la acción.

En América Latina tenemos una larga tradición de pensamiento filosófico que intenta dar respuesta a los problemas de la región. Ya en 1842, desde Montevideo, Uruguay, el argentino Juan Bautista Alberdi, planteaba la posibilidad de un filosofar americano a partir de las «necesidades» del continente. «¿Cuales son los problemas que la América está llamada a establecer y resolver en estos momentos?» -se preguntaba-. Estos problemas no eran otros que los de la libertad, de los derechos, del orden social y político. Por lo tanto, la filosofía debía ser «sintética y orgánica en su método, positiva y realista en sus procederes, republicana en su espíritu y destino». Este saber práctico que debía ayudar a cambiar lo que debía ser cambiado, suponía un grado de participación del filósofo en la vida social y política. «Es un deber de todo hombre de bien -concluía Alberdi- que por su posición o capacidad pueda influir sobre los asuntos de su país, de mezclarse en   -50-   ellos». Como se ve, el germen de las conclusiones del Congreso Internacional de Filosofía de 1986 y de las preocupaciones actuales de la filosofía, ya estaban en las ideas de ese americano de principios del siglo XIX.

-¿Hay que pensar por ello que la filosofía tiene una mayor función «operativa» en los países en vías de desarrollo?

Nuestros pueblos tienen enormes problemas a resolver -problemas de identidad, de dependencia-. Por lo tanto, la filosofía es un instrumento extraordinario para enfrentarlos y tratar de darles solución. Pero estos problemas no deben ser pensados desde la única perspectiva de nuestra sola realidad, sino abiertos al resto del mundo.

Hay, en este sentido, un diálogo tan necesario como posible entre el Norte y el Sur para definir lo que llamamos «ética del desarrollo». El tratamiento filosófico de las cuestiones éticas en el desarrollo se ha vuelto imprescindible. En América Latina esta preocupación ha guiado las relaciones con los Estados Unidos y otros países desarrollados, lo que constituye una búsqueda de una relación más justa y equilibrada con todo los problemas inherentes al respeto de la libertad de los individuos y la autodeterminación de los pueblos.

-Entre tus obras fundamentales en la toma de conciencia de la identidad latinoamericana, están América como conciencia y América en la historia. Sin embargo, ahora en tu reciente Discurso desde la imaginación y la barbarie propones una reflexión filosófica sobre la historia universal. ¿Por qué esta preocupación de un filósofo latinoamericano por la historia de pueblos como Rusia o España?

El conocimiento y el filosofar sobre la región nos permitió crear una conciencia de la realidad dependiente en la que vivíamos. Ese fue el primer paso para comprender nuestra «originalidad» y nuestra situación en el mundo. Si imitamos al principio modelos ajenos, fue para instrumentalizar la filosofía europea y ponerla al servicio de nuestras necesidades. Y lo hicimos deliberadamente porque era absurdo negar que la cultura occidental hubiera creado instrumentos conceptuales que pudieran ayudar a enfrentar cualquier realidad. Hemos asimilado así el pasado en una dimensión dialéctica, asumiendo la historia con todo lo bueno y lo malo,   -51-   conservando lo existente en la medida que lo creímos bueno y tratando de modificar lo que creemos malo. Esta es, creo, una responsabilidad de los filósofos de la región: traducir y adaptar a la propia realidad, lo que puede servir de otra.

Sin embargo, América estuvo empeñada en cerrar los ojos a su propia realidad, excluyendo hasta su pasado indígena o ibérico, pretendiendo ignorarlos por considerarlos impropios y ajenos. Pero desde hace ya largas décadas estamos convencidos que quien ignora su historia carece de experiencia y quien carece de experiencia no puede ser hombre maduro, hombre responsable.

Asumida integralmente esta conciencia, la aventura del pensamiento latinoamericano no se ha limitado a hacer filosofía sobre la realidad y los problemas regionales, sino a hacer filosofía «desde» América, es decir percibiendo la realidad y los problemas del resto del mundo, desde la perspectiva americana. El Discurso desde la marginación y la barbarie trata de ser un libro de filosofía de la historia escrito desde una perspectiva que no sea europea, «eurocentrista». Porque en general se ha considerado -y ello ha sido reiterado hasta por Hegel, Marx y Engels- que la historia europea del mundo occidental era la historia universal por excelencia.

¿Por qué no escribir filosofía desde otro «centro de conciencia» que no sea Europa? Así lo he hecho, para interpretar no la historia de América, sino la de otros pueblos. He elegido deliberadamente pueblos europeos de historia marginada, «bárbaros» según la noción clásica, como lo son España y Portugal en la península ibérica, en contacto con los pueblos árabes y el norte de África, y en el otro extremo, Rusia abierta a las influencias de Asia. Es interesante ver ahora como esos pueblos históricamente marginados han asumido un papel protagónico en la recomposición contemporánea del mundo.

-Pero este planeta globalizado, de vida simultánea e interdependiente es también el mundo donde asistimos al surgimiento de particularismos, a la reivindicación de identidades nacionales sometidas, a la multiplicación de rivalidades étnicas.

Es evidente que la conquista de la libertad implica estos riesgos, lo que nos plantea una duda metódica: ¿hasta dónde puede expresarse la libertad? El mundo debe evitar la atomización individualista, la «tribalización» a que la fragmentación no sólo nacionalista,   -52-   sino localista puede conducirlo. Si se crean modos de comportamiento y participación basados en el respeto de los otros, en la misma medida que los otros nos respetan a nosotros, se puede concebir un «mundo federado» donde las relaciones sean solidarias y horizontales y las soluciones a los problemas comunes se busquen en conjunto. Si yo comprendo al otro en lo que es distinto a mí y él me comprende del mismo modo se puede entablar un diálogo, se puede trabajar en común, estar de acuerdo sin renunciar a nuestra identidad que es irrenunciable, buscando edificar esa «casa común del ser humano» en que estamos condenados a vivir todos juntos.

Por otra parte en América hemos llevado a cabo una experiencia que le podemos ofrecer al mundo: la capacidad de mestizarse. Si bien los propios españoles nos trajeron esa extraordinaria capacidad de convivencia de pueblos, religiones y culturas, ha sido América el gran crisol del mestizaje. La propuesta de José Vasconcelos a favor de «la raza cósmica» es un mensaje de integración y mestizaje que deberían tener en cuenta xenófobos y nacionalistas de muchos países europeos. Hay una tarea clara del quehacer filosófico para evitar que se creen, en el marco de los nuevos espacios generados, bloques cerrados, autosuficientes y autosatisfechos.

Se trata de evitar que si un muro ha caído -el muro que no dejaba salir como el de Berlín- no se levanten otros para impedir entrar: las barreras fronterizas que los países desarrollados levantan para proteger su bienestar.

-Tu planteo parece coherente y racional, pero ¿cómo integrar el resurgimiento de sentimientos religiosos en un mundo que debería converger hacia ese «consenso ético» que propugnas?

El sentimiento religioso en la medida en que ayuda a comprender al otro y que el otro me comprenda a mi puede aportar una dimensión espiritual importante a la tarea de la filosofía. Lo que debe rechazarse es la religión que propugna la atomización del hombre para someterlo al mundo cerrado de una fe determinada, sin concesiones ni tolerancia por otra religión, la fe que lleva a luchas de religión, a nuevas «guerras santas», de las que la historia de la humanidad parecía felizmente haberse librado.

Del mismo modo que la filosofía se convierte a veces en ideología y, en la medida en que impera como ideología «cristalizada»,   -53-   se transforma en un estorbo que frena y obstaculiza el desarrollo del pensamiento, debe evitarse la obstaculización y el freno de toda intransigencia religiosa. El mensaje debe ser de tolerancia respetar al otro en su diferencia, para que el otro respete la mía.

En este mundo que tiende a ser único y con problemas globales es importante poder afirmar la «desigualdad». No somos todos iguales, lo que significa realzar nuestra forma de identidad y respetar la desigualdad de los demás. No hay que olvidar que la igualdad, por no decir el igualitarismo, puede ser también un instrumento de dominación. Hoy lo importante es poder ser distinto, poder ser iguales ante la diferencia.

-Y a todo esto, ¿qué pasa con la libertad?

La libertad es un valor que sólo puede referirse a individuos concretos. Si no es así, se transforma en una abstracción y -bueno es recordarlo- la libertad abstracta no existe. Al mismo tiempo, no se puede sostener una idea de libertad en sentido pleno, absoluto, y por lo mismo irresponsable. Hay que luchar y conquistar una libertad, pero una libertad responsable, consciente de sus límites; pero consciente siempre.

Por otra parte, el hombre libre debe ser responsable. El hombre no tiene derecho a ser libre, sino la obligación de serlo, esto es ser responsable. El ejercicio de la libertad conlleva una responsabilidad. Responsabilidad que se sitúa en el plano del «deber ser» en el terreno moral. La libertad es compromiso, soy libre pero también tengo un compromiso con la libertad de los demás.

-Esta compleja relación entre compromiso, responsabilidad y libertad que traduce tu obra filosófica se basa en una inevitable interrelación entre el hombre y la sociedad ¿No podría caerse en la tentación de proponer «modelos» de libertad para regular esas relaciones?

En ningún caso puede hablarse de modelos a seguir en la libertad, porque en la libertad no puede haber modelos ni arquetipos. Los modelos son los que acaban imponiendo nuevas subordinaciones. El aceptar un modelo es ya aceptar una subordinación. El hombre liberado no puede ser ni dominador ni dominado, porque no se trata de hacer del dominado un nuevo dominador, ni del dominador un nuevo dominado, como tampoco se trata de encontrar nuevos dominados que nos garanticen nuestra libertad. La lucha por la libertad es por la libertad total del hombre.





  -[54]-     -55-  
ArribaAbajo

El «Maestro» Leopoldo Zea

En México la palabra «maestro» guarda todavía el sentido de la vieja palabra escrita con mayúscula del pensamiento clásico: Maestro, el hombre que forma e influye, el orientador y el guía; un ser cuya sabiduría no se limita al mero conocimiento libresco o a las clases impartidas en un aula escolar o universitaria, ese alguien capaz de enfrentar con el solo poder de su palabra a dictaduras y arbitrarios ejercicios de autoridad, un hombre que tiene devotos discípulos; en resumen, el que funda «una escuela» con sus seguidores y sus detractores.

Si maestros son en México, en el noble sentido de la palabra, miles de instructores y pedagogos trabajando en forma anónima en escuelas urbanas y rurales del país, hombres y mujeres luchando con dificultades de todo tipo, los Maestros con mayúscula son, en realidad, muy pocos, porque no es Maestro quien quiere, sino quien puede. El título de Maestro no se adquiere en una academia; es el resultado de una obra personal capaz de irradiar influencias y de un reconocimiento colectivo que no siempre llega en vida de un autor.

Tal es el caso de Leopoldo Zea.

En México y en América Latina, Zea es un Maestro, el indiscutido Maestro de la historia de las ideas y del pensamiento latinoamericano contemporáneo. Un Maestro cuyo nombre se pronuncia no sólo con el respeto que da su obra -más de cincuenta libros publicados en casi sesenta años de actividad ininterrumpida- sino con el afecto de cientos de discípulos y colegas del mundo   -56-   entero que han aprendido con él a conocer, definir y pensar lo americano como una «identidad» original y propia y, sobre todo, a ver la realidad del resto del mundo, incluida la europea, desde una perspectiva «excéntrica», la que da la «marginación» en que está voluntariamente instalado su discurso.

Pero más allá del valor de su pensamiento -que algunos no vacilan en calificar de verdadero «sistema» Zea- es llamado afectuosa y respetuosamente Maestro por su condición de «difusor» y «federador» de hombres e ideas, generador de proyectos internacionales, empresas donde los esfuerzos naturalmente dispersos de filósofos y pensadores se encuentran alrededor de revistas, asociaciones, federaciones de organizaciones, en reuniones y congresos que promueve y organiza sin interrupción, en polémicas y debates que sus ideas provocan y que alimenta en las propias tribunas que dirige, en antologías del pensamiento de otros y en libros colectivos que coordina con envidiable fe y entusiasmo.

En realidad, hace años que Zea podría haberse instalado confortablemente en su indiscutido magisterio. Sin embargo, no lo ha hecho, pese a que nada es más fácil para un filósofo -por muy brillantes que sean sus ideas- que refugiarse en la «torre de marfil» de su propia hermenéutica y en los conceptos abstractos de su disciplina, haciendo de la lógica un fin en sí mismo y no un simple instrumento de trabajo, repitiendo sus verdades reconocidas en la auto-satisfacción que da el reconocimiento público.

Por el contrario, nada es más difícil para un filósofo que descender a la arena de los acontecimientos que urden la vida cotidiana con sus inevitables riesgos, exigencias y compromisos. Nada es más difícil que asumir la historia circunstancial con sus arquetipos, modelos y opciones, cuando no estereotipos o caricaturas de la verdad. Nada es más difícil -finalmente- que mantener la independencia de espíritu en el centro de dilemas de falsa oposición, sin dejar por ello de ser nunca un hombre de su tiempo.

La obra y la acción consecuente de Zea van justamente en la dirección de estas dificultades: un filosofar enraizado, un pensar organizado desde su circunstancia para los hombres de su mundo y de su época. En efecto, Zea empieza desde su temprana juventud a hablar de «conciencia» y «toma de conciencia» de la propia realidad, elaborando luego las bases de una reflexión sobre la   -57-   «identidad» y la «originalidad» latinoamericana, sin olvidar en ningún caso -incluso cuando habla de «compromiso»- el fundamento moral que debe tener toda reflexión filosófica.

Porque el pensamiento de Zea reivindica, más allá de la historia, de las ideas que la orientan y la explican, el sustrato ético indispensable que una filosofía «aplicada» debe siempre tener. Por eso, aunque es hombre de ideas, no sucumbe nunca a la trampa de las ideologías y, menos aún, de los dogmatismos y principismo voluntaristas en que tantas veces se esclerosan. Su obra, en tanto busca crear una conciencia americana, también nos recuerda que tener conciencia es «saber en común» y, por lo tanto, es también participación y «convivencia». Zea es consciente que, por sobre todas las cosas, hay que encontrar formas de «convivencia sin menoscabo de la persona». Por eso nos dirá que el hombre tiene la obligación -y no el simple derecho- de ser libre, lo que implica la obligación de «ser responsable». Una libertad responsable, asumida libremente y nunca impuesta, para un hombre que ha tomado cabal conciencia de sí mismo y de su realidad.

Pero también la filosofía de la historia, en la perspectiva americana asumida por Zea, pone en evidencia flagrantes relaciones de «dependencia». La realidad americana está sometida a relaciones de dominación y dependencia, no es libre y, por lo tanto, no puede ser cabalmente responsable de su destino. Tomar conciencia de esa dependencia desde una perspectiva primero nacional (mexicana), luego continental (latinoamericana) y, finalmente, como perteneciente al «tercer mundo», lo llevan a desconfiar de los esquemas «civilizadores» preconizados por una corriente del pensamiento y a proponer vías de «emancipación» y «liberación». Una emancipación que debe empezar por un mejor conocer su historia, evitando los fáciles comodines de la tradición y el nacionalismo en que se refugian otras formas del pensamiento americano, aislacionismo tan contraproducente como la indiferenciada apertura a todo tipo de influencias.

De ahí la compleja interacción del pensamiento de Zea oscilando entre la liberación -como aspiración y lucha por la libertad- y la responsabilidad de un obrar que no debe afectar nunca la libertad de los otros. «Ni dominador ni dominado», nos dirá en sustancia, rechazando los esquemas de simple inversión propuestos   -58-   por muchas revoluciones: hacer de los dominados de hoy los dominadores del mañana. Tampoco acepta proponernos un «modelo de libertad» determinado, porque aceptar un modelo es aceptar una subordinación.


Un discurso desde la periferia fronteriza

En todo caso la filosofía, tal como la concibe Zea, no da respuestas universales, abstractas o intemporales a estas preocupaciones, porque todo filosofar -incluso el clásico griego, el medieval o el germánico- ha sido siempre un proponer interpretaciones y soluciones para un momento y para unos problemas dados. Por ello, para Zea, la filosofía americana no puede ser otra que la capaz de «resolver el problema de los destinos americanos», aunque no por ello deba definirse como una filosofía de signo nacional o regional. No sin malicia, el autor mexicano recuerda siempre que ni Sócrates ni Platón afirmaron nunca estar haciendo «filosofía griega» y, menos aún, «filosofía universal». Pensaron en un momento dado de la historia y lo hicieron desde una sociedad y un punto determinado, confluencia histórica, social y geográfica a partir de la cual se desplegó un sistema de pensamiento que, sin ser explícitamente griego o universal, dio respuestas válidas al hombre de su tiempo, muchas de las cuales nos sirven todavía hoy. Respuestas para sí mismo y juicios sobre los demás, puntos de vista cuya «marginalidad» es reivindicada como un privilegio por parte de Zea, un pensador y un filósofo que, desde la «barbarie» y la «marginalidad» americana reivindica el derecho de hablar y escribir no sólo sobre su propia realidad, sino sobre la del resto del mundo.

Este es, justamente, el eje a partir del cual se estructura el Discurso desde la marginación y la barbarie. Un discurso que de liberadamente se instala fuera del «centro» que califica y decide lo que es la «civilización», un discurso que asume el «lenguaje» de la periferia fronteriza para hablarnos de otros países que fueron en algún momento «marginales»: Inglaterra, la península ibérica y Rusia, países que eran «bárbaros» en la concepción del pensamiento histórico griego y que fueron luego incorporados a la civilización cristiana, como lo sería posteriormente América en relación   -59-   a la propia civilización «euro-centrista» que la «descubre» y domina con el poder del «logos», como metafóricamente recuerda Próspero a Calibán en La tempestad de Shakespeare.

Obra de plenitud personal y sólidamente instalada en las grandes categorías de la historiografía, la filosofía y aún de la literatura, Discurso desde la marginación y la barbarie es un magnífico ejemplo de que pensar y escribir sobre Europa y Occidente no es un privilegio de los nativos de estas latitudes. Un «mexicano universal» como Lepoldo Zea, como antes lo hiciera Alfonso Reyes, no sólo tiene el derecho de hacerlo, sino que lo hace con la originalidad que da siempre la mirada de «otro» sobre uno mismo, como solo puede hacerlo un Maestro, el Maestro Don Leopoldo.





  -[60]-     -61-  
ArribaAbajo

«Rescatar al hombre que vive y sufre entre el chirrido de engranajes»

Entrevista con Ernesto Sábato (Argentina)


-Don Ernesto, usted ha escrito muchos ensayos y en particular un libro, Hombres y engranajes, sobre el papel deshumanizador de la ciencia, sobre la «robotización» y la «cosificación» del ser humano por la técnica.

Aunque mi formación fue la de físico y matemático, universo en el que me refugié por ser una especie de «paraíso platónico», abstracto e ideal, un refugio lejos del caos del mundo, rápidamente comprendí que los científicos y su fe ciega en el pensamiento puro, en la razón y en el Progreso, generalmente escrito con mayúscula, olvidan, cuando no desprecian, aspectos fundamentales del ser humano como el inconsciente, los mitos que están en la raíz del arte, todo lo que forma el «lado oscuro» del ser humano. Descubrí en el romanticismo alemán, pero sobre todo en el existencialismo y el surrealismo, lo que me faltaba como científico puro: el Mister Hyde que necesita todo Doctor Jeckyll, para ser un individuo completo. Cuando levantaba la cabeza de los logaritmos y los sinusoides, encontraba el rostro de los hombres y con ellos me quedé.

-Sin embargo, el gran escritor alemán Robert Musil fue también un reconocido físico y no por ello dejó de escribir una obra fundamental como El hombre sin cualidades.

Sí, es cierto, pero creo que la división hasta ahora irreconciliable entre ciencia y «humanidades» marca profundamente nuestra   -62-   época. Desde la Ilustración y el Enciclopedismo, pero sobre todo con el Positivismo la ciencia se ha refugiado en un Olimpo, lejos del ser humano. El reino de la Ciencia y del Progreso ha sido incuestionable durante buena parte del siglo XIX y del XX y ha relegado al individuo al papel de engranaje de una gran maquinaria. Los propios sistemas puros del capitalismo y del socialismo han favorecido esta visión que puede parecer esquemática por que lo es, tristemente, en la realidad: individuos ahogados en la masa, los misterios del alma reducidos a una radiación físicamente mensurable.

-Una corriente filosófica importante se rebela, sin embargo, desde el propio siglo XIX contra Hegel y esa «gran catedral» racional edificada sobre el individuo. Pienso en Kierkegaard, sobre el que usted ha escrito muchas páginas.

Kierkegaard es el primero en preguntarse si la ciencia debe prevalecer sobre la vida y en contestar abiertamente que la vida debe primar. El centro no es más ese objeto deificado por la ciencia, sino el sujeto, el ser humano de carne y hueso. Todo esto culmina en la filosofía existencial de nuestro siglo, desde Jaspers a Heidegger, para quien el hombre ya no es más el observador «imparcial» de la ciencia, sino un yo encarnado en un cuerpo, ese «ser para la muerte» de que hablaba y que está en la base de la literatura trágica y metafísica, la más alta que puede existir.

-Pero no la única.

Claro, no es la única, pero en todo caso la que más me importa, por su dimensión trágica y trascendente. Basta pensar en una obra como Las memorias del subsuelo de Dostoievsky: la más feroz diatriba escrita con un resentimiento casi demencial contra los tiempos modernos y sus valores de progreso.

-Sin querer hemos llegado a la literatura...

Nada mejor que la novela para expresar lo que no puede el ensayo o la filosofía: los oscuros dilemas de la existencia, Dios, el destino, el sentido de la vida, la esperanza. Además de ideas, la novela responde con símbolos y mitos, con los recursos del pensamiento mágico. Por otra parte, muchos personajes literarios son tan reales como la realidad misma. ¿Es irreal Don Quijote? Si real es lo que perdura, entonces es más real ese personaje de Cervantes que muchos objetos de la vida cotidiana...

-¿La literatura explicaría, entonces, la realidad?

  -63-  

Felizmente el arte y la poesía no han separado nunca lo racional de lo irracional, la sensibilidad de la inteligencia, el sueño de la realidad cotidiana. El sueño, la mitología y el arte tienen una raíz común; provienen de la inconsciencia y manifiestan, revelan un mundo que de otro modo no podría expresarse. Pedir al artista que explique su obra es absurdo. ¿Se imagina Beethoven explicando sus sinfonías o Kafka diciendo claramente que quiso decir en El proceso? La pretensión de explicar todo «racionalmente» es el resultado de la mentalidad occidental y positivista que caracteriza a los tiempos modernos. Una era en que se ha sobrevalorado la ciencia, el razonamiento, la explicación. Este tipo de cultura constituye apenas un breve período en la historia de la humanidad.


El fin del «arco» de los tiempos contemporáneos

-Su pensamiento periodiza, tal vez sin quererlo, nuestra época como el fin de un gran «arco de los tiempos contemporáneos» que comienza a mediados del siglo XIX para terminar en nuestros días.

No hay que confundir las modas literarias con los grandes movimientos del pensamiento. En este formidable y trágico arco hay idas y venidas, hay movimientos laterales o de vaivén, pero lo que es evidente es que estamos asistiendo al fin de una época. Vivimos la crisis de una civilización y de un cierto enfrentamiento entre las eternas fuerzas de la pasión y el orden, entre el pathos y el ethos, entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Solo saldremos de esta angustiosa crisis de la humanidad si rescatamos al hombre que vive y sufre entre el chirrido de los engranajes de esa gigantesca maquinaria que nos está aniquilando. Aunque es bueno recordar, en vísperas del nuevo milenio, que los siglos no terminan para todos al mismo tiempo: al son de un silbato único. En el siglo XIX, cuyo pilar es el Progreso escrito con mayúscula, hay escritores como Dostoievsky y pensadores como Nietzsche y Kierkegaard, que no pertenecen sólo a su tiempo sino que, en medio del optimismo cientificista, percibieron la catástrofe que se nos venía encima y que reconocieron luego escritores contemporáneos como Kafka, Sartre, Camus.

  -64-  

-Tal vez por esto ha negado la idea de que pudiera existir un «progreso» en el arte.

El arte no progresa por el mismo motivo que no progresan los sueños: ¿Acaso las pesadillas de nuestra época son mejores que las de la época del bíblico José? La matemática de Einstein es superior a la de Arquímedes, pero el Ulises de Joyce no es «superior» a La Odisea de Homero. Hay un personaje de Proust, una de esas señoras ridículas, que cree que Debussy es superior a Beethoven nada más que porque viene después. No estoy seguro de los músicos, pero sí de la brillante broma de Proust. Un artista logra cada vez lo que podríamos llamar un absoluto, o un fragmento del Absoluto con mayúscula. Así sea una estatua de la época de Ramsés II, una de esas enigmáticas y formidables estatuas de la civilización egipcia, o una estatua de la época del naturalismo griego o una estatua de Donatello. En el arte, pues, no hay progreso: hay cambios, alteraciones, que provienen no sólo de la sensibilidad de cada artista sino también de la metafísica, explícita o tácita, de la época, de su cultura.

Lo que es cierto es que cada época, aunque sea posterior a otra, no tiene porque ser necesariamente más apta para descubrir esos valores absolutos. Hay una relatividad histórica que se traduce en una relatividad estética. Cada época tiene un valor dominante que tiñe todo lo demás según su color. En unas culturas reina por encima de todo un valor religioso, o uno económico o uno teorético. Hay una visión del mundo que corresponde a una sensibilidad. Basta pensar en una cultura religiosa que cree en la eternidad. Para ella es más «verdadera» la estatua de Ramsés II, hierática y geométrica, que una estatua naturalista. La historia demuestra que lo que ha sido considerado como paradigma de belleza en una época no lo es en otra, lo que es paradigma para una cultura negra no lo es en una cultura blanca. Las valoraciones de poetas, pintores y músicos van y vienen, su fama crece o decrece, como en una balanza. Sin pensar en el pasado, yo mismo he visto en Francia como la fama de Camus subía, luego se eclipsaba hasta el punto de ser motivo de mofa, para luego reaparecer y brillar nuevamente. ¿Para siempre? No lo creo y creo que nunca se sabrá.

  -65-  

-Lo que tampoco permite hablar de la primacía de una cultura sobre otra.

¡Qué lejos estamos hoy de la soberbia positivista y del pensamiento ilustrado en general! A partir de Levy-Bruhl, un sabio honesto que después de cuarenta años de trabajos admitió que no hay progreso del pensamiento lógico sobre el mágico, sino que ambos coexisten en el hombre, todas las culturas merecen el mismo respeto. Se ha terminado por hacer justicia a las culturas que antes se llamaban peyorativamente primitivas.




Educar significa desarrollar

-Sin embargo, no está usted satisfecho con la enseñanza, tal como se la imparte en liceos y universidades.

A lo largo de mis estudios primarios y secundarios me inyectaron un montón de informaciones y conocimientos que he olvidado. De los infinitos puntas y cabos que memoricé sólo me han quedado el cabo de Buena Esperanza y el cabo de Hornos, seguramente porque a cada paso aparecen en los periódicos. Alguien ha dicho que la cultura es lo que queda cuando se ha olvidado la erudición. No se si me he convertido en un hombre culto, pero en todo caso estoy convencido de la necesidad de enseñar pocos hechos pero claves, desencadenantes. El ser humano aprende en la medida en que participa en el descubrimiento y la invención. Debe tener libertad para opinar, para equivocarse, para rectificarse, para ensayar métodos y caminos, para explorar. De otra manera, a lo más, haremos eruditos y en el peor de los casos ratas de biblioteca y loros repetidores de libros santificados.

El libro es una magnífica ayuda, cuando no se convierte en un estorbo. Si Galileo se hubiese limitado a repetir los textos aristotélicos, como uno de esos muchachos que ciertos profesores llaman «buenos alumnos», no habría averiguado que el maestro estaba equivocado en una serie de puntos. En el sentido etimológico, educar significa desarrollar, llevar hacia fuera lo que aún está en germen, realizar lo que sólo existe en potencia. Esta labor de partero del maestro muy raramente se lleva a cabo, y tal vez es el centro de todos los males de cualquier sistema educativo. Hay que forzar al discípulo a plantearse interrogantes. Hay   -66-   que enseñarle «a saber que no sabe», y que en general no sabemos, no sólo para prepararlo para la investigación, sino para pensar por sí mismo, incluso para discrepar.

También hay que equivocarse, ensayar preguntas y métodos, por muy disparatados que parezcan. Una vez en esa disposición espiritual el alumno comprende que la realidad es infinitamente más vasta y misteriosa que lo que nuestra ciencia domina. Lo demás viene por su propio peso. Ahí nacen las preguntas, las verdaderas, las que hacen la dinámica de la cultura, la tradición y la renovación. Como decía Kant no hay que enseñar filosofía, sino enseñar a filosofar. Un sistema al modo de los Diálogos de Platón, suscitando interrogantes, estando conscientes de nuestra esencial ignorancia, dialogante, conversacional.

-Algún ejemplo práctico...

Hace muchos años, mientras recorría la Patagonia en un jeep, el ingeniero forestal Lucas Tortorelli me explicaba el dramático avance de la estepa en cada incendio de bosques y la función defensiva de los cipreses en esos casos: duros y estoicos, aguantando la adversidad, cubriendo a otros árboles como una legión suicida de retaguardia. Entonces pensé lo que podría llegar a ser la enseñanza de la geografía si se la vinculara con la lucha de las especies, a la conquista de los mares y continentes, a una historia del hombre patéticamente unida a las condiciones terrestres. Aventura que el discípulo debe sentirla como tal, en un combate emocionante contra las potencias de la naturaleza y de la historia. No enciclopedismo muerto, ni catálogo, ni ciencia hecha, sino conocimientos que se van haciendo cada vez en cada espíritu, como inventos y partícipe de esa historia milenaria. Por ejemplo, los accidentes geográficos, las montañas, golfos y mares de la geografía americana quedarían grabados de modo indeleble, y de manera existencial, no meramente informativa si se los enseñara a través de las aventuras de grandes exploradores como Magallanes o conquistadores como Cortés. No información, sino formación. «Saber de memoria es no saber», sostenía Montaigne. ¡Cuánta geografía y etnología puede aprender un adolescente que lee La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne! Hay que promover el asombro ante los profundos y misteriosos problemas que plantea la realidad. A poco que se considere, todo es asombroso.   -67-   Estamos embotados por la costumbre y ya no nos admira nada. Hay que recuperar esa virtud: la capacidad de asombro.

-Usted ha llegado, incluso, a preconizar una enseñanza «al revés». Empezando por el presente y remontándose al pasado.

Creo que la mejor manera de interesar a los estudiantes a la literatura sería partir de los escritores contemporáneos con un lenguaje y una problemática más cercana a las angustias y esperanzas de los jóvenes. Sólo entonces podrán apasionarse con lo que Homero o Cervantes escribieron sobre el amor y la muerte, sobre la desdicha y la esperanza, sobre la soledad y el heroísmo. El mismo método podría aplicarse a la historia: remontar las raíces de la actualidad, encontrar el origen de los problemas.

Además no hay que pretender enseñarlo todo. Hay que enseñar pocos episodios y problemas, desencadenantes, estructurales. Y pocos libros, pero leídos con pasión, única manera de vivir algo que no se convierta en un cementerio de palabras. Lo único que vale es lo que se lee por necesidad espiritual. Porque el seudo enciclopedismo está siempre unido a la enseñanza libresca, que es una de las formas de la muerte. ¿Acaso no hubo cultura antes de la invención de Gutenberg?

Los nuevos peligros del fin del milenio

-El escritor y el intelectual Ernesto Sábato ha denunciado durante años la amenaza de un holocausto nuclear, el armamentismo y el mundo polarizado y dividido ideológicamente. Frente a los cambios acelerados de los últimos años, por no decir los últimos meses: ¿no cree que estos peligros y esta concepción del mundo está dejando rápidamente de tener razón de ser?

No estoy tan seguro. Por un lado, porque la proliferación de la energía nuclear es un hecho. Muchos países tienen «bombas atómicas» de bolsillo y no es imposible imaginar una reacción en cadena a partir de un terrorista irresponsable. Pero esto es el aspecto meramente «físico» de la cuestión, por muy espantoso que pudiera ser. Lo que creo verdaderamente serio es la catástrofe espiritual de nuestra época: el triste resultado de la proscripción de las fuerzas de nuestro inconsciente en la sociedad contemporánea. No solo se observa en la emergencia y reivindicaciones   -68-   de las minorías de todo tipo, sino en la propia historia colectiva. Vivimos una época de neurosis, angustia, inestabilidad que se traduce en la proliferación de enfermedades sicosomáticas, violencia y drogadicción. Porque opio ha habido siempre en China, coca en los países andinos de América Latina y mexalina en las antiguas culturas de México. El problema actual es su generalización. Este no es un problema policial, sino filosófico. Hasta hace poco, las regiones periféricas del mundo escapaban a este proceso. En Oriente, por ejemplo, las tradiciones cosmogónicas y filosóficas aseguraban una cierta armonía del hombre con el mundo. En África y en Oceanía pasaba otro tanto. Sin embargo, la invasión brutal y desenfrenada de la técnica y los valores occidentales han provocado verdaderos desastres. Los «capitanes» de la revolución industrial han llevado -por dar un sólo ejemplo- «trapos» fabricados en Manchester a pueblos capaces de producir hermosos textiles. Creo que el caso extremo y más espectacular de esta «catástrofe espiritual» lo viviremos bien pronto en el Japón. El «milagro japonés» y el «modelo» que propone va a terminar en una espantosa explosión sicológica y espiritual, con suicidios en cadena y fenómenos de histeria y locura colectivos. Las tradiciones milenarias no se superan con la producción masiva de transistores. Ya lo verán, aunque no lo pueda ver yo.

-¿No hay notas positivas en este panorama?

Sí, puede ser, pero en general pienso que pertenezco a una raza en extinción. Creo en el diálogo, creo en el arte, creo en la dignidad de la persona, creo en la libertad. ¿Quiénes y cuántos creen todavía en esas paparruchas? El diálogo ha sido reemplazado por el insulto, la libertad por el secuestro y las cárceles políticas, de un signo o del signo inverso. ¿Qué diferencia hay entre una dictadura policial de derecha y una de izquierda? ¿Acaso hay torturas malas y torturas beneficiosas? ¡Qué atrasado soy! Creo en la gris y mediocre democracia, la única que en definitiva permite pensar libremente y preparar una sociedad mejor.

-¿Cuál es, pues, la alternativa que propone en este fin de milenio?

En este mundo cada día más comunicado e interdependiente son positivos los particularismos y los localismos, todo lo que tiende a la descentralización y a la eliminación de lo estandarizado y uniforme. Gracias a este fenómeno emergente el mundo puede   -69-   rehumanizarse, recordar que, en definitiva, sólo hay hombres concretos, pertenecientes a pueblos concretos. No olvidemos además una frase de Nietzsche, basada en una idea de Schopenhauer: hay veces en la historia en que el progreso es reaccionario y la reacción es progresista. Y en los países en vías de desarrollo, como los de Asia, África y América Latina, no cometamos la estupidez de repetir los errores que han cometido los países hiper desarrollados que nos han llevado a esta situación. Convirtamos nuestras desventajas en ventajas. Todavía tenemos tiempo.





  -[70]-     -71-  
ArribaAbajo

Un peregrinaje con resultados inesperados

En diciembre de 1989 integré la lista de «peregrinos» que debían ir «por lo menos una vez en su vida», como dictan los dogmas religiosos, a los «Santos Lugares». Me habían iniciado en el rito y en sus contraseñas y, precedido por los anuncios, autorizaciones y preparativos del amigo Javier Fernández, llegué una tarde al número 3155 de la calle Langeri de la localidad de Santos Lugares, en las afueras de Buenos Aires. Lo hice, como debían hacerlo todos, tras un viaje en un tren suburbano que me sumergió en otro tiempo, hecho de ritmos para mí ya desacostumbrados. Si había decidido el peregrinaje desde París, donde vivía a la sazón, no era por un exceso de fe, sino por un motivo estrictamente profesional. Tenía un encargo preciso: hacer una entrevista a Ernesto Sábato para la revista internacional El Correo de la UNESCO.

Todo se cumplió como lo había previsto el ritual y Sábato me dijo lo que yo ya había escuchado o leído antes. Lo anoté con cuidado, aunque en forma casi mecánica. Los temas eran conocidos para los iniciados en su obra. Por lo pronto, lo relativo a ciencia y conciencia; al papel deshumanizador del progreso científico y la cosificación y robotización del ser humano por la técnica. Escuchaba a Sábato y me parecía releer un viejo libro suyo, Hombres y engranajes. De cómo habiendo sido científico se convirtió al humanismo literario, una alternativa tajante que parecía no tener matices: «El reino de la Ciencia y del Progreso ha sido incuestionable durante buena parte del siglo XIX y del XX y ha relegado al individuo al papel de engranaje de una gran maquinaria. Los propios sistemas puros del capitalismo y del socialismo   -72-   han favorecido esta visión que puede parecer esquemática por que lo es, tristemente, en la realidad: individuos ahogados en la masa, los misterios del alma reducidos a una radiación físicamente mensurable».

Sábato me habló luego del existencialismo y de cómo Kierkegaard fue el primero en preguntarse si la ciencia debe prevalecer sobre la vida y en contestar abiertamente que la vida debe primar. Y luego recordó a Jaspers y a Heidegger, para quién el hombre ya no es más el observador imparcial de la ciencia, sino un yo encarnado en un cuerpo, ese «ser para la muerte» de que hablaba y que está en la base de la literatura trágica y metafísica, la más alta que puede existir. No omitió referencias a Schopenhauer y a Nietzsche.

De la filosofía existencialista pasó a la literatura. Aunque ya conocía su elogio de las formas novelescas para expresar lo que no puede el ensayo o la filosofía, es decir, los oscuros dilemas de la existencia, Dios, el destino, el sentido de la vida y la esperanza, debo reconocer que su entusiasmo me contagió. Sentí ganas de volver a leer Las memorias del subsuelo de Dostoievsky, esa feroz diatriba «escrita con un resentimiento casi demencial» contra los tiempos modernos y sus valores de progreso.

Luego llegó el esperado elogio de los símbolos y mitos que hacen más llevadera la existencia humana y los recursos del pensamiento mágico. Lo escuché decir, una vez más, que «felizmente el arte y la poesía no han separado nunca lo racional de lo irracional, la sensibilidad de la inteligencia, el sueño de la realidad cotidiana. El sueño, la mitología y el arte tienen una raíz común; provienen de la inconsciencia y manifiestan, revelan un mundo que de otro modo no podría expresarse».

Cuando le pregunté si «¿la literatura explicaría, entonces, la realidad?», Sábato fue -una vez más- previsible y tajante: «Pedir al artista que explique su obra es absurdo. ¿Se imagina Beethoven explicando sus sinfonías o Kafka aclarando lo que quiso decir en El proceso? La pretensión de explicar todo racionalmente es el resultado de la mentalidad occidental y positivista que caracteriza los tiempos modernos. Una era en que se ha sobrevalorado la ciencia, el razonamiento, la explicación. Este tipo de cultura constituye apenas un breve período en la historia de la humanidad».

  -73-  

El resto de la entrevista se cumpliría como ya estaba previsto de antemano. Vivimos la crisis de una civilización y de un cierto enfrentamiento entre las eternas fuerzas de la pasión y el orden, entre el pathos y el ethos, entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Sólo saldremos de esta angustiosa crisis de la humanidad si rescatamos al hombre que vive y sufre entre el chirrido de los engranajes de esa gigantesca maquinaria que nos está aniquilando. Aunque es bueno recordar, en vísperas del nuevo milenio, que los siglos no terminan para todos al mismo tiempo: al son de un silbato único. El arte no progresa por el mismo motivo que no progresan los sueños: ¿Acaso las pesadillas de nuestra época son mejores que las de la época del bíblico José? La matemática de Einstein es superior a la de Arquímedes, pero el Ulises de Joyce no es «superior» a La Odisea de Homero.

La entrevista debería concluir con el vaticinio del próximo Apocalipsis: un holocausto de la raza humana inmolada por catástrofes nucleares, ecológicas y espirituales. Abrumado no pude por menos de preguntarle si «no veía alguna nota positiva en ese panorama».

Sábato me miró por primera vez directamente a los ojos a través de sus gruesas gafas de miope. «Sí, puede ser, pero en general pienso que pertenezco a una raza en extinción. Creo en el diálogo, creo en el arte, creo en la dignidad de la persona, creo en la libertad. ¿Quiénes y cuántos creen todavía en esas paparruchas? El diálogo ha sido reemplazado por el insulto, la libertad por el secuestro y las cárceles políticas, de un signo o del signo inverso. ¿Qué diferencia hay entre una dictadura policíaca de derecha y una de izquierda? ¿Acaso hay torturas malas y torturas beneficiosas?. ¡Qué atrasado soy! Creo en la gris y mediocre democracia, la única que en definitiva permite pensar libremente y preparar una sociedad mejor».

Al despedirme, me dijo:

-No se olvide que he sido definido como «un Gran Niño Solo esperando un Tren que Nunca Llega», aunque en realidad soy un hombre que escribe para no morirme de soledad en un país desdichado.

En el viaje de retorno a Buenos Aires, no sé porqué anoté en mi libreta que «los locos, como los genios, se levantan a menudo catastróficamente sobre las limitaciones de su patria o de su tiempo,   -74-   entrando en ese tierra de nadie, disparatada y mágica, delirante y tumultuosa, que los buenos ciudadanos contemplan con sentimientos cambiantes; desde el miedo hasta el odio, desde el menosprecio hasta una pavorosa admiración».


¿Se puede releer a Sábato?

La entrevista con Ernesto Sábato salió publicada en abril de 1990 en las 32 lenguas en que se editaba la revista El Correo de la UNESCO. Cual no sería mi sorpresa al ir recibiendo, en meses sucesivos y desde los más diversos horizontes del planeta, cartas queriendo saber algo más sobre ese escritor argentino que decía cosas tan originales y diferentes a lo que se difundía generalmente desde y sobre América Latina.

Lo que para mí y otros lectores de Sábato, me había parecido obvio y reiterado, tópicos favoritos que gustaba repetir en entrevistas y conferencias, no lo era para el resto de una humanidad que lo descubría por primera vez. Sábato abordaba los problemas del ser humano, más allá del «realismo mágico» al que los tenían acostumbrados los escritores del boom, salía de los tópicos con que se percibía nuestra realidad latinoamericana. Sábato les interesaba y conmovía.

Un día recibí una llamada telefónica de un colega alemán. Estaba preocupado y algo agresivo. Me dijo que su hijo, estudiante avanzado de física, había leído mi entrevista y que, a raíz de ella, se había comprado todas las traducciones existentes de Sábato en alemán. Las había devorado en una semana de vigilia insomne y había tomado dos decisiones radicales: abandonar sus estudios de física y estudiar español para poder leer todas sus obras en lengua original. Me responsabilizaba en cierto modo de esa transformación y me pidió hablar con su hijo para disuadirlo de tales despropósitos.

Lo hice, sobre todo por curiosidad. Descubrí a un joven alucinado que había tenido una «revelación» y fui incapaz de argumentarle que era mejor la física que la literatura. Al final, ante tanta devoción, le di la dirección de Sábato y le dije que podía escribirle de mi parte. Lo hizo y un par de años después, como avanzado estudiante de letras hispanoamericanas, viajó a Buenos Aires y   -75-   de ahí se sumó a la interminable lista de los peregrinos que van a los «Santos Lugares».

Desde entonces me pregunto si no debería releer a Sábato con una nueva mirada, despojada e inédita, como si fuera un joven estudiante de física alemán que aprende el español para aproximarse a un remoto escritor del hemisferio austral. La verdad es que hasta ahora no lo he hecho, pero creo que valdría la pena.





  -[76]-     -77-  
ArribaAbajo

«La felicidad y la historia rara vez coinciden»

Entrevista con Carlos Fuentes (México)


-En un artículo premonitorio del año 1982 usted se preguntaba si los europeos y los latinoamericanos no podían unir sus esfuerzos para evitar la doble hegemonía y la bipolaridad del mundo de entonces. Se trataba de imaginar un mundo «multipolar», en que nadie fuera satélite de nadie y en el que cada cual pudiera aportar la semblanza de su genio civilizador policultural y diversificado. La historia reciente parece haberle dado razón.

Desde los años 50, los integrantes de mi generación, en ese momento estudiantes universitarios, sentimos muy claramente que estábamos capturados de una manera inútil, estéril, entre dos bloques, dos grandes potencias, dos ideologías mutuamente excluyentes, exigentes de lealtades absolutas y, sobre todo, dos posiciones que sacrificaban la diversidad y multiplicidad y aportes culturales de todos los países, de todas las culturas que quedaban fuera de la opción tajante capitalismo o comunismo, Estados Unidos o Unión Soviética.

La guerra fría no fue una broma para América Latina. En nombre de las ideologías en pugna, de cada una de las posturas de las grandes potencias se sacrificaron muchas posibilidades culturales y políticas en nuestros países. La guerra fría empezó en América Latina en forma visible con la intervención en Guatemala en 1954. Es necesario recordar que Guatemala había tenido dos gobiernos sucesivos elegidos democráticamente, el de Arévalo y el   -78-   de Arbenz. Esa experiencia fue interrumpida brutalmente. Resultado: treinta y tantos años de genocidio, represión y falta de democracia. Este es el tipo de drama que vivimos y que se repitió en el caso de Cuba, en el caso de Chile, de Nicaragua, en las presiones sobre los demás países, en el respaldo a las dictaduras del Cono Sur.

Todo lo que ocurrió en nombre del anti-comunismo y de posiciones radicales en la guerra fría significó un enorme sacrificio político, pero sobre todo significó un sacrificio cultural. La simplificación del debate cultural fue negativo para las culturas de América Latina, como también lo fue para las de Asia y África. Se negó a los países del Tercer Mundo la posibilidad de manifestarse y contribuir a un mundo más rico que el de la simple opción entre Moscú y Washington.

De manera que el arribo de la multipolaridad -que en México muchos integrantes de mi generación estábamos solicitando desde 1950- fue un motivo de fiesta, pero de una fiesta calificada. Hemos asistido al derrumbe de teorías políticas y esquemas económicos que poco o nada tenían que ver con nuestros problemas reales, aunque seamos conscientes de que ese pasaje desde la bipolaridad maniquea no es una empresa fácil. Pese a la enorme euforia que se vivió en el momento de la caída del muro de Berlín y de la caída de las dictaduras comunistas escleróticas de Europa oriental, nos dimos cuenta rápidamente de las dificultades, los peligros que acechaban el paso difícil de la bipolaridad a la multipolaridad. ¡Para qué enumerarlos!

-¿Podría, por lo menos dar algún ejemplo?

El más brutal y directo se vivió en el momento de la guerra del golfo. Esa guerra fue una prueba de que las tendencias hacia el ejercicio del poder a escala mundial todavía existían. Yo creo que esa guerra fue un intento sumamente duro de afirmar -ante la implosión de la Unión Soviética y de la desaparición del que se había considerado enemigo tradicional de los Estados Unidos- de la necesidad de crear otro enemigo, en este caso Sadam Hussein, muchos más raquítico por cierto, es decir, sustituir el «bipolarismo» por el «monopolarismo». Esto fue un real peligro, fue una política, una intención, pero yo creo que ha sido vencida por el hecho de que tanto política, como económica y culturalmente el mundo se   -79-   ha diversificado de hecho y se enfrenta a problemas muchos más serios que no pueden ser resueltos por el simple despliegue de la fuerza militar. Por otra parte, en los Estados Unidos hay indicios de que se está haciendo «otra» política exterior.

Además descubrimos que, curiosamente, por primera vez en nuestra historia, los latinoamericanos en particular tenemos un área de conflicto compartido con Estados Unidos y es la similitud de conflictos sociales como la desolación, el choque y el derrumbe de nuestros sistemas urbanos. Los problemas urbanos de Detroit, Nueva York o Atlanta, se parecen muchísimo a los de Caracas, Lima o México. Se ha olvidado que este problema ya lo anunció José Enrique Rodó en Ariel en 1900.


Los nacionalismos étnicos y religiosos

-Más que a la aparición de un mundo multipolar, ¿no asistimos al surgimiento de nacionalismos étnicos y religiosos o de particularismos minoritarios?

Yo creo que el mundo multipolar que se está rehaciendo nace de un parto difícil. Nunca creí que fuera fácil, porque imponer la diversidad cultural como un valor portador de nuevas realidades políticas será siempre arduo. Pese a ello -y aunque la tarea no se facilite explícitamente- hay signos de que vamos hacia ello en la contradicción abierta entre el movimiento hacia la integración económica mundial y el desmentido diario de los reclamos de tipo étnico, nacionalista y localista.

La verdad es que todos miramos las páginas abiertas del siglo XXI y nos preguntamos, a veces con cierto azoro, con cierta inquietud, si hubo alguna vez un siglo XX. Nos interrogamos si lo que hemos vivido en estos años no es más que una prolongación poco natural del siglo XIX, con sus conflictos ideológicos, sus nacionalismos exacerbados y sus ilusiones de progreso.

El siglo XX abrazó por igual la promesa de una humanidad perfectible por el progreso y la promesa de una libertad que para serlo incluiría la libertad para el mal. Siglo de las luces científicas pero también de las sombras políticas. Universalidad de la tecnología, pero también de la violencia. Crisis de las ideologías...

  -80-  

-Desde una perspectiva latinoamericana es posible preguntarse si además de una crisis de las ideologías no estamos frente a una crisis de una cierta concepción del estado, cuya omnipresencia en muchos países no siempre ha reflejado las verdaderas realidades socio-culturales.

En efecto, asistimos a la crisis de la idea de nación-estado que ha venido rigiendo el mundo desde 1917, aunque en América La tina tenemos una gran ventaja y es que, en términos generales, la nación y la cultura coinciden, cosa que no es cierto en la Unión Soviética, como tampoco lo es en buena parte en Canadá o Irlanda o incluso en Francia y en España, donde no siempre hay una total coincidencia entre la idea de nación y la cultura que expresa.

En los países de América, pese a todo, hemos logrado crear una «policultura» en cada uno de nuestros estados, sociedades multiraciales, con sus problemas, es cierto, pero donde no se cuestiona la coexistencia de culturas diferentes en el seno de una misma nación. En nuestra América hemos fundado naciones sobre la base de un mestizaje de «incorporaciones», más que de exclusiones. Por otra parte, siempre que hemos querido excluir hemos fracasado, y siempre que «incluimos» nos enriquecemos, porque la línea de nuestra experiencia cultural desde el siglo XVI ha sido el mestizaje, la integración de culturas, el encontrar espacio para diversas culturas.

Esta capacidad de integración es algo que nos viene de la propia Iberia, donde coexistieron la cultura cristiana, mora y judía, vocación «pluricultural» que es parte de la historia de la península sometida a invasiones y conquistas. Es interesante observar que este centro de «inclusiones» cuando se pretendió clausurar con la expulsión de judíos y la conquista del reino de Granada, a principios de 1492, se reabrió ese mismo año con el descubrimiento de América. El contacto con las culturas indígenas inaugura a partir del 12 de octubre de 1492, nuevos e inesperados mestizajes.

No exculpo ninguno de los crímenes que se cometieron, incluso los que seguimos cometiendo hoy contra poblaciones indígenas, pero creo que, pese a todo, lo que ha triunfado es la tendencia central del mestizaje y de la integración cultural dentro de la nación. Nación y cultura coinciden, se refuerzan mutuamente.

  -81-  

En América Latina, mal que bien, somos capaces de vivir y concebir un mundo en que los valores, en vez de extinguirse en la contienda de los opuestos, coexisten en el vigor comunicativo de las culturas. Pues no hay valores separados del contexto cultural que los nutrió. Y el respeto, el conocimiento y la aceptación de los valores significa el respeto, el conocimiento y la aceptación de lo «distinto», incluso lo que pretende negarnos. Lo «otro», lo que me niega, me constituye y me enriquece en la medida en que me muestro receptivo a todo lo que no soy yo. La resolución del uno en el otro, mi transformación mediante el contacto con lo ajeno y diferente es parte del apasionante desafío del mundo mestizo y multipolar hacia el que vamos irremediablemente.




Asumir por fin nuestro propio destino

-Pese a ello, ¿formar parte del mundo bipolar no ha sido para algunos latinoamericanos una forma de sentirse seguros, asistidos, «tutelados» por las grandes potencias, una forma de estar presentes en el contexto mundial? Hoy en día se tiene la sensación de que la región ya no cuenta en el equilibrio de poderes del planeta, que los grandes bloques «prescinden» de los países del que llamáramos hasta hace poco Tercer Mundo. Hay una cierta sensación de desamparo: los latinoamericanos están librados a sí mismos. Por esta misma razón, otros creen que el momento es positivo: por fin -se dicen alborozados- América Latina puede asumir la responsabilidad de resolver sus problemas por sí misma, sin esperar ayudas del exterior y dejando de echarle la culpa a los demás de todos sus males.

De acuerdo, pero esta reflexión no es sólo válida para el Tercer Mundo, sino también para países como la Unión Soviética e incluso Estados Unidos, países que ya es hora que se preocupen de sus problemas internos y dejen de organizar estrategias globales para los demás.

En América Latina tenemos que poner «nuestras casas en orden», tenemos que aprender a «rascarnos con nuestras propias uñas», a resolver problemas que nos corresponde sólo a nosotros resolver. No vamos a ganar nada con estar siempre presentándonos como víctimas. Debemos dejar de flagelarnos como las eternas   -82-   víctimas de la historia. Yo no me siento víctima de nada, francamente. Yo creo que nos podemos afirmar en la política y en la economía, como nos hemos afirmado en la cultura, con personalidad y con independencia.

No menosprecio para nada todos los problemas de interrelación, de comercio exterior, de deuda que tenemos, pero creo que hay una serie de problemas básicos, radicales que podemos resolver internamente, problemas que tienen que ver con la agricultura, con la alimentación y la educación. Un país que no logra alimentarse y educarse a sí mismo no será capaz de dar el gran salto hacia adelante que se espera en el siglo XXI. Lo más importante es educar suficientemente a nuestra población y, sobre todo, darle de comer. Hay países como el mío, México, donde importamos mil millones de dólares por año para alimentar al pueblo. ¡Esto es un escándalo!

Hemos vivido un enorme engaño y ha sido creer que las industrias tipo siglo XIX, las industrias con grandes chimeneas, las industrias finalmente anticuadas, significaban la prosperidad industrial. Creímos que el progreso es justamente ir hacia adelante en esa dirección. Hoy vemos que no. Todo eso ha sido rebasado totalmente por la economía de servicios, automatizada, de alta tecnología y nos hemos quedado atrás, tratando de levantar grandes fábricas productoras de humo y de hollín.

Tenemos que empezar a atender los problemas locales, los problemas que significan crear la primera escuela, el primer hospital, la primera carretera. Hacerlo modesta, pacientemente, paso a paso.

Es evidente que no podemos seguir llamándonos a engaño, seguir creyendo que las soluciones van a seguir viniendo de afuera. Si lo hacemos, volveremos a fracasar como nos sucedió a fines del siglo XIX con la solución liberal, esa «pausa liberal» basada solamente en el comercio exterior. El resultado fue que hicimos ricos a una minoría y esa riqueza nunca descendió a las mayorías. En algunos países la intervención de políticos lúcidos permitió la democratización y la creación de una economía más distributiva y más sana. Fue el caso de José Batlle Ordóñez en Uruguay o Lázaro Cárdenas en México. Pero la gran mayoría vivió en sociedades polarizadas. De manera que no volvamos a caer en los errores   -83-   del pasado. Tratemos ahora de resolver los problemas internos desde abajo. De otro modo estaremos en el mismo círculo vicioso en que vivimos en el pasado.




La cultura como soporte de la memoria

-¿Cree usted realmente que se ha iniciado un proceso para redecir las antinomias y polarizaciones internas que caracterizan a América Latina?

Lo que está pasando es que se están operando grandes cambios radicales en la estructura de las sociedades. Heredamos estructuras organizadas desde el centro y desde arriba de los imperios indios y luego del imperio español, continuado por los regímenes republicanos, pero ahora asistimos a un movimiento que rebasa las instituciones verticales del pasado, o sea, estado, iglesia y ejército, y empieza a manifestarse desde abajo y desde los «márgenes» de la sociedad, rebasando las instituciones verticales del pasado, o sea, Estado, Iglesia y Ejército. Es decir que la sociedad civil se está convirtiendo en la protagonista de nuestra historia, la sociedad civil entera. Y esta sociedad es la portadora de la cultura, es la que hace y transmite la cultura. Y la cultura es lo más serio que tenemos, lo más continuo, lo más fuerte, es lo que ha resistido los embates de la crisis, es lo que no se ha derrumbado en medio de la crisis actual.

En este sentido, la cultura como respuesta a los desafíos de la vida, lo que es en definitiva la cultura, apoyo en la memoria, apoyo en la producción del pasado, eso sí que está vivo en América Latina, desde México hasta la Argentina. Se trata de la cultura como manera de vivir, de pensar, de soñar, de luchar, de amar, de cantar, de vestirse, de amueblar y decorar, de recordar. Todo eso está sumamente vivo, lo que creo es un hecho sumamente positivo en el mundo multipolar en el que ingresamos.

-Usted saluda ahora el mundo multipolar, ¿ha dejado de temer la «balcanización» de América Latina?

Las naciones del continente son coherentes en sí mismas y hay una continuidad cultural entre ellas. Dentro de cada nación, aún dentro de naciones tan diversas étnicamente como puede ser México, hay una coincidencia entre cultura y nación, porque la   -84-   cultura incluye al mundo indígena o incluye al mundo negro, como es el caso de Cuba o Brasil. Gracias a esta policultura interna de México, Ecuador o Venezuela, no existe la amenaza de implosión de particularismos que se vive en la Unión Soviética, Checoslovaquia o Yugoslavia. No creo que sea comparable nuestra situación de «balcanización», con la de los Balcanes... Ese no es el problema de América Latina.

Nuestra «balcanización» es otra. Surge cuando rebasamos el concepto de nación y tratamos de concebir una unidad a nivel regional. Ahí es donde hemos fracasado.

No tenemos ni la imaginación ni la voluntad política suficiente para convertir la unidad y la continuidad cultural en una unidad política efectiva. La falta de una correspondencia entre la unidad cultural y la desunión política y económica de Iberoamérica es preocupante porque indica una incapacidad, un vacío. No hemos logrado unir unas y otras, porque con demasiada frecuencia hemos buscado o impuesto modelos de desarrollo escasamente relacionados con la realidad cultural.

Lo que nos falta es dar el salto de la continuidad cultural a escala continental, a una forma de unidad política y de cooperación económica. Eso es lo que nos hace falta, transformar esa riqueza de la continuidad cultural en una riqueza comparable de la unidad política y económica.

Hay que recordar la frase de José Martí cuando decía que el país que comercia con un sólo país se esclaviza; hay que comerciar con todos, hay que abrirse con todos. Hacia Estados Unidos, hacia la Comunidad Europea, hacia el Pacífico, y hacia nosotros mismos, hacia las áreas de comercio e integración que podamos crear, como ya es el caso de Mercosur entre la Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, de la revitalización del Pacto Andino, de los esfuerzos centroamericanos por unirse y del mercado común entre Canadá, Estados Unidos y México. En realidad, hay grandes posibilidades para actuar regionalmente entre nosotros y en relación al mundo, de abrirnos a los demás.

-En su obra narrativa hay una fuerte presencia de los mitos del pasado de la historia de México, mitos configuradores de la identidad que, al mismo tiempo, parecen negar la evolución, ser una carga que impide los cambios impostergables que esa misma sociedad reclama.

  -85-  

Los mitos no son un obstáculo para el desarrollo, porque el mito cuando se transforma en materia literaria sirve para algo fundamental que es imaginar el pasado. La función del novelista es imaginar el pasado, mientras la del historiador es tratar de transcribirlo en forma objetiva. El novelista lo asume, tiene que imaginárselo profundamente. El escritor tiene que hacerlo vivo y sólo si hay un pasado vivo puede haber un futuro vivo.

Los mitos auténticos están vivos, evolucionan y se contraponen, chocan entre ellos, no están inertes, se influyen, son dinámicos. Los mitos contrapuestos reflejan realidades contrapuestas.

He usado los mitos indígenas para enfrentarlos a la realidad moderna de México. El pasado está vivo y nos rodea. No por casualidad entre el palacio presidencial y la catedral de México -dos símbolos- se han descubierto los restos del templo mayor de los aztecas. Allí está presente toda una vida y una cultura, con sus ofrendas y hasta con las manchas de sangre de sus sacrificios.

El pasado está vivo en México. El presente está rodeado por la presencia viva del pasado, en toda la cultura, incluso en la arqueología. Para entender al México actual hay que conocer ese pasado, aunque creo que ello es también válido en otras partes. Un país como la Argentina, sin culturas indígenas relevantes, tiene, sin embargo, la capacidad de crear mitos a partir de la ausencia de mitos. En este tema hay que funcionar de una manera dialéctica y abierta, no dogmática.

Lo que es evidente es la importancia de llenar el vacío del pasado. Se trata de llenar los hiatos, los vacíos fantásticos de la historia que no ha sido narrada, que no ha sido asimilada, que no ha sido todavía dicha. En América Latina los vacíos de la historia se han llenado muchas veces con los sueños de la utopía. Aquí hay un llamado a la imaginación a fin de poseer el pasado mediante la creación para mejor disponer del presente y del futuro. Como dice Federico Mayor, hay que «imaginar el pasado para tener un buen futuro». Esta es la dirección en la cual hay que perseverar si aspiramos a un futuro diferente.

-El presente no parece, sin embargo, muy auspicioso cuando observamos como, pese a los medios de información a nivel planetario estamos perdiendo en regiones como América Latina nuestro   -86-   horizonte cultural. Más que nunca, es evidente que la información no es conocimiento.

En efecto, aunque éste no es un problema de América Latina, sino mundial. En Inglaterra no se sabe lo que se escribe en Italia, en Alemania no se sabe lo que se escribe en España y en España no se sabe lo que se escribe en Argentina y podemos seguir dando ejemplos de una incomunicación total que parte de la base de que la gente cree que está perfectamente informada, porque el alud de información es tal que la gente se dice yo estoy informado y no cree necesario saber nada más, pero están informados sobre hechos, muchas veces sin interés, sin el conocimiento que eso supone, quedándose en lo superfluo.




Apostar por la cultura de los próximos 500 años

-En este contexto, ¿qué puede esperarse de las nuevas generaciones?

No despreciemos a las generaciones jóvenes. Los lectores jóvenes de México son muy apasionados, muy ávidos y eso a pesar de que el libro es caro y la gente no siempre tiene medios para adquirirlos, especialmente los jóvenes. El interés se compensa y se canaliza gracias a que hay bibliotecas, los libros se prestan, se multiplican las publicaciones culturales, los suplementos literarios.

-¿Y a todo esto, la nueva creación literaria?

Esto corresponde incluso a la literatura que se está haciendo. En mi generación empezamos el asalto contra la literatura de género. Antes se decía «hay que escribir por género: novela de la ciudad o novela del campo y dentro de esta de la revolución, novela del indio, novela agraria y dentro de la ciudad, novela proletaria». Eso se ha acabado en el continente. Ahora hay una afirmación personal de la manera de escribir, de la manera de ver el mundo, de ganarse un estilo personal, de crear y proponer lo individual.

-El futuro inmediato es el «después» del 1992, este año 501 de nuestra historia común de que ha hablado el político y ensayista uruguayo Julio María Sanguinetti.

1992 nos ayudó a reflexionar sin caer en ninguno de los extremos de la hipercelebración o la hipercrítica, al que un debate   -87-   simplificado nos había invitado. Ahora no podemos ver el pasado como un prolongado crimen o como una utopía realizada. No podemos ser nuestros propios verdugos contemporáneos, ni nuestros propios fiscales. Aunque no se pueden negar los crímenes que se cometieron, sobre todo en las Antillas en el momento del descubrimiento y la conquista, en México y en Perú luego, hay que tomar clara conciencia que de ese conflicto, de ese encuentro brutal, nacimos todos nosotros, todo lo que somos y todo lo que hemos hecho en 501 años. Hubo choque de culturas, pero de la catástrofe de la conquista nacimos todos nosotros, los indo-americanos. Somos lo que somos porque todos juntos hicimos la cultura que nos une: india, europea, africana y, sobre todo, mestiza.

Somos producto del mestizaje, somos producto de la lengua española que hablamos mayoritariamente. Hemos sido creados dentro de una cultura del catolicismo, pero de un catolicismo sincrético, lleno de aportaciones indias y africanas, incomprensible sin sus máscaras indígenas primero y negras después. Somos el rostro de un occidente rayado, como dijo el poeta mexicano Ramón López Velarde, de moro y azteca y añadiría yo de judío y africano, de romano y de griego.

La cultura indígena de las Américas no pereció, aunque tampoco prevaleció, sino que sobrevivió y se convirtió en parte inseparable de lo que José Lezama Lima ha llamado la «contraconquista», la respuesta india primero y africana después a lo puramente europeo en América. Una pureza que duró menos que la primera noche de amor entre un español y una india... Es ese contacto inmediato entre hombres y mujeres lo que distingue la conquista ibérica de otras colonizaciones de las cuales no ha surgido ningún mestizaje.

Por eso, no hay que quedarse en el desastre inicial del descubrimiento y la conquista, como pretenden algunos historiadores con consumada hipocresía, ya que nos preguntamos de inmediato sobre nuestra identidad -¿quienes somos?- y tratamos de dar respuestas. Por eso, tampoco, podemos negar la cultura que hemos hecho durante 501 años porque de otro modo no podríamos hacer más cultura en los próximos 500 años.

-¿Cómo integrar la cultura latinoamericana en el mundo problemático de hoy?

  -88-  

En los próximos años se van a plantear grandes problemas, algunos de ellos a nivel planetario, como los ecológicos, pero en general derivados del encuentro entre culturas que no han estado nunca en contacto y del desplazamiento masivo de trabajadores, de etnias, del sur hacia el norte, del oriente al occidente. Va a haber problemas culturales tremendos del «uno» con el «otro», más que entre naciones.

Nuestros dilemas son los del mundo entero. ¿Seremos capaces al fin de aunar política, moral y ciencia?; ¿Podremos hacerlo sin ilusiones beatas pero también sin compulsiones criminales?; ¿Podremos, en vez de la repetición infernal de los ciclos de la ilusión y la desilusión, progreso y violencia, restaurar una reflexión humana más comprensiva, algo que me atrevería a llamar la reflexión trágica?

No nos engañemos.

La felicidad y la historia rara vez coinciden, pero no por ello tampoco nos anulemos. La vida y los valores que las sostienen, arte y amor, comunidad y cultura, deben ser defendidos y acrecentados, aún a sabiendas de que podemos fracasar en el intento.





  -89-  
ArribaAbajo

«Hay que aprender a vivir en la intemperie»

Entrevista con José Donoso (Chile)


Con su aire de abuelo distraído, ligeramente ausente, José Donoso disimula bien un cierto desdén elitista y el cansancio de haber enfrentando similares entrevistas periodísticas a lo largo de su larga carrera de escritor. Sin embargo, sus ojos maliciosos y su mirada escrutadora no tardan en iluminarse cuando, en el curso del diálogo que empieza con una desagradable sensación de rutina y laconismo, el autor de El obsceno pájaro de la noche se reconoce en los únicos temas que parecen seguirle importando: la creación literaria; más concretamente, la narrativa a la que, en definitiva, ha dedicado la mayor parte de su vida.

-La narrativa latinoamericana ha dejado de ocupar el lugar central en el interés de lectores y críticos. Estamos ahora lejos del «boom» de los años sesenta y, sin embargo, sus principales protagonistas -Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y usted mismo- siguen publicando obras casi todos los años, mientras nuevas generaciones de escritores irrumpen en todos los países latinoamericanos, sin excepción.

-Hay que distinguir entre el fenómeno de «marketing comercial» que rodeó la eclosión de los años sesenta que yo mismo he denunciado en mi libro Historia personal del «boom» (1972), y las grandes ambiciones «totalizantes» de los narradores del período. Lo que ahora resulta evidente, es que a mediados de los años 80   -90-   la narrativa latinoamericana abandonó el sueño de ser pilar esencial de los grandes proyectos colectivos que caracterizaron la vida cultural y política de los años sesenta y setenta, especialmente a través de las «ideologías cosmogónicas» y las explicaciones radicales, válidas para todos, resultado de certidumbres voluntaristas que no se cuestionaban. En América Latina vivimos en el momento del «boom» un sueño «bolivariano» de unidad literaria. Las novelas, por otra parte, acumulaban un verdadero saber enciclopédico. Cada obra debía ser la expresión de una «gran máquina literaria». Por el contrario, en los ochenta y con más razón en los noventa, la narrativa ha dejado de brindar esas «visiones totales» y absolutas, esas grandes summas novelescas que muchos autores de mi generación y yo mismo hemos escrito. Esas novelas no sólo pretendían interpretar el mundo, sino cambiarlo...


La historia ha perdido seguridad

-Pero usted no ha sido nunca autor de certidumbres, sino más bien de dudas, ambigüedades y contradicciones...

Contradicciones y dudas que, sin embargo, se inscribían en proyectos ambiciosos donde se quería decir «todo» en una novela que debía ser, al mismo tiempo, representativa de un momento histórico que creíamos privilegiado y único. Ahora la historia se subsume en lo subjetivo, se lee a través de lo individual, ha perdido «seguridad» y ha ganado en relatividad. Las novelas cuentan destinos personales que pueden ser o no representativos, pero nadie pretende dar lecciones a los demás a partir de sus páginas. Los personajes están desvalidos, muchas veces son solitarios sin asidero. Yo diría que a falta de los hogares de antaño, esa protección que daban las ideologías, ahora, felizmente, vivimos a la intemperie, sin abrigos protectores, sin verdades manifiestas que nos protejan de los temporales de la vida.

-Los personajes, sí; pero, ¿qué sucede con el escritor? ¿Cuales son ahora sus referentes? Hay siempre necesidad de creer en algo...

La literatura y la estética han tomado el lugar de las ideologías. No es la primera vez que esto sucede en la historia de la humanidad. Piense, por ejemplo, en John Milton en la Inglaterra, debatiéndose entre el renacimiento y el puritanismo. El autor de   -91-   El paraíso perdido apoyó su obra en los referentes culturales de la época: los poetas greco-latinos redescubiertos, la patrística, la Biblia. Milton escribía para lectores familiarizados con la lectura de las Sagradas escrituras y no para un público creyente en verdades políticas. En los momentos de crisis el acervo del pasado es la gran tela de araña que sostiene al escritor sobre el vacío existencial. Es la cultura la que ayuda a vivir. El verdadero andamiaje existencial lo dan las obras ya escritas en que nos apoyamos todos para escribir nuevos textos, especialmente cuando otras certidumbres se tambalean.

-Pero también en los momentos de crisis el individuo tiene tendencia a replegarse sobre sí mismo, a protegerse creándose refugios. Todo indica que estamos viviendo en ese espíritu «cocooning» del que hablan los norteamericanos: entre el egoísmo y el confort, entre el aislamiento y la falta de solidaridad.

-No sé si es peor el «cocooning» individual que el colectivo, ése que otorgaba la comodidad de las ideologías que tenían respuestas para todo. En todo caso, es muy saludable que se hayan transgredido una serie de fronteras y definiciones que parecían inmutables. Vea, por ejemplo, lo que pasaba con los pequeños universos cerrados de los seguidores de las diferentes «sectas» que han definido buena parte del pensamiento contemporáneo: de Freud a Lacan, de Marx a Althuser; lo que ha sucedido con las jergas de los críticos literarios en que sólo se reconocían los iniciados en una nomenclatura determinada. En este momento, todos los esquemas han caído en desuso y ninguno, al parecer, lo sustituye. Hay un aspecto muy positivo en todo esto y es que estamos nuevamente rodeados de interrogantes sin respuesta.

-Además. ¿porqué tendría que tener el escritor respuestas para todo?

Esta es, tal vez, una de las características de la vida intelectual latinoamericana. El escritor está acosado por la realidad que lo rodea y debe hacer declaraciones y definirse en permanencia. Lo que es más grave es que muchos creen que esto es un «deber», que están comprometidos a dar su opinión sobre todo lo que su cede en su país y en el resto del mundo. El intelectual es un «sabelotodo» con derecho a predicar sobre temas que van de la economía a la política cotidiana. Por el contrario, el escritor europeo está en general confinado a su trabajo. «Zapatero a tus zapatos»,   -92-   parece decirse muy razonablemente, tantos errores han cometido los que se han creído «proféticos» en temas de los que poco sabían.

-¿Puede hablarse de una crisis de la idea del escritor comprometido con el «aquí» y el «ahora», tan en boga hará unos años en América Latina?

-Todo escritor está en efecto obligado a vivir su «contingencia» histórica. Es inevitable, pero no es una característica exclusivamente latinoamericana, ya que encontramos la pregunta subyacente de «¿quiénes somos?» en todas las literaturas. Lo importante es no olvidar que todo escritor debe ser en parte un marginal. Si no lo es naturalmente, tiene que tener la capacidad de escindirse, aún dolorosamente, de todo aquello que lo identifique demasiado con un grupo, una ideología, una clase, un país. Hay que saber romper con la idea de que se «pertenece a algo». Desde la marginalidad el mundo se ve de otra manera. Si no que lo digan todos los «excluidos del gran banquete», los personajes margina les de mis novelas...

-El escritor chileno, pese a todo, ha mantenido siempre una relación muy entrañable con su país, aún en los momentos más duros de la dictadura de Pinochet. Usted mismo no ha dejado nunca de escribir sobre Chile, pese a que sus personajes pudieran estar exilados en España o en Francia. El «espejo» en el que se han reflejado ha sido Chile: el «jardín de al lado» de su novela El jardín de al lado no es otro que el de la infancia o el de la nostalgia de un país que ha sido siempre el escenario de su narrativa.

Es cierto. El escritor chileno tiene una relación muy particular con su país. Incluso los que hemos tenido una buena experiencia internacional, los que se pueden llamar escritores «transnacionales» vivimos abrazados a imágenes y recuerdos que son verdaderos espacios privilegiados que nos protegen de la intemperie del mundo actual. Yo mismo, reintegrado como estoy a la vida de mi país, estoy terminando en la actualidad una novela titulada provisionalmente Los gorriones cantan en griego2 que figura en la zona minera de Lota, donde cuento una historia en el estilo seco y enjuto en que hablan los mineros del carbón.

-¿Son éstas las razones que motivaron su regreso a Chile en 1980, en plena dictadura?

  -93-  

-Entre otras, pero la fundamental era mi sensación de que en Europa casi todo está hecho y lo que hay que hacer no son gentes como yo las que lo harán... De eso estoy seguro. Mi vida no podía dejar ninguna huella en el viejo mundo, mientras que en mi país hay todavía mucho por hacer. Claro que en Europa tenía la ventaja del anonimato, la posibilidad de «disfrazarme» con máscaras diferentes, de esconderme y pasar desapercibido. En Chile no puedo escapar a la representación que todos se han hecho de mí. Todo está predeterminado: debo ser el escritor que se espera que sea y eso no es fácil cuando se tienen tantas dudas e incertidumbres como tengo. Pero diría que volví, sobre todo, por la nostalgia que se va agudizando con la edad y contra eso nada se puede...




El exilio mitificado

-El tema del exilio está presente de una forma desgarradora en su novela El jardín de al lado, publicada justamente en 1981, y el tema de «la vuelta» es el de La desesperanza, editada unos años después, en 1986. ¿Hay que leerlas como un testimonio de un itinerario personal?

El exilio ha sido en buena parte un tema mitificado. Uno lleva un país, una ciudad, consigo, vaya donde vaya, y no puede exiliarse de sí mismo, aunque lo pretenda o lo crea. El más cosmopolita, está siempre uncido a sus orígenes, pues la «ciudad de uno» -como ha escrito el poeta Constantino Cavafis - «es siempre la misma». Vale la pena recordar sus versos: «Dices, "Iré a otra tierra, hacia otro mar y una ciudad mejor con certeza hallaré" (...) No hallarás otra tierra ni otro mar. La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez; en la misma casa encanecerás. Pues la ciudad es siempre la misma. Otra no busques, no la hay...».

-¡Finalmente no es tan malo tener raíces y un hogar!

Nunca he dicho lo contrario, aunque es evidente que el Chile no al mismo tiempo que se siente enraizado en su tierra austral, tiene nostalgia de Europa, de lo que, en definitiva, es parte de sus orígenes. El tema del viaje está presente en la obra y en la vida de muchos novelistas chilenos. Basta recordar Criollos en París de Joaquín Edwards Bello, Los trasplantados de Alberto Blest Gana   -94-   y la tradición del «viaje iniciático» al Viejo Mundo de la intelectualidad decimonónica. Los grandes poetas chilenos han sido siempre viajeros: Pablo Neruda, Vicente Huidobro y hasta la propia Gabriela Mistral, tan arraigada como estaba en su mundo andino. Nada mejor que haber pasado un tiempo a la intemperie para valorar el calor de un hogar. Y en eso estamos todos, felizmente divididos entre el «irnos» y el «quedarnos» ¡en algún lado!





  -95-  
ArribaAbajo

Entre la nostalgia y la desesperanza

En la obra de un escritor generalmente hay novelas que abren un ciclo, otras que marcan una dirección, alguna que se permite un amable divertimento intermedio, otras que, finalmente, ponen fin a una época. Sin embargo, hay pocas novelas de las que pueda decirse que cierran y abren simultáneamente un ciclo novelesco. Obras que permitan una cabal comprensión retroactiva de la trayectoria anterior del escritor al cristalizar con un significado preciso, al mismo tiempo que apuestan al futuro, despojadas saludablemente del lastre del pasado.

Tal es el caso de la novela La desesperanza de José Donoso, donde se cierra una vasta alegoría construida a lo largo de su obra narrativa anterior: la alegoría de la decadencia del orden familiar patricio (Coronación, Este domingo, El obsceno pájaro de la noche), la instauración del totalitarismo (Casa de campo), la del desgarramiento del exilio (El jardín de al lado) y el drama del retorno. Sin embargo, si La desesperanza cierra un círculo, abre otro a partir de la decisión del cantante Mañungo Vera de quedar se en el Chile de la dictadura y empezar de nuevo desde «fojas cero». La novela póstuma de Donoso, El Mocho, retomará el escenario visceralmente chileno de El lugar sin límites: un mundo popular duro y conflictivo, lejos de la ciudad y sus mansiones o de los devaneos cosmopolitas de Tres novelitas burguesas.

El retorno de Mañungo Vera, planeado originalmente como una simple visita -«porque no entendía la situación de su país»- se convierte al cabo de veinte horas en una opción definida: «Puedo asegurarles que nunca he tenido tan claro como que me vengo a   -96-   quedar», declara convencido apenas llega. La vuelta «definitiva» del cantante es una reintegración consciente y no ilusoria, fruto de una desesperanza cuyo sentido es -en realidad- positivo, porque es el resultado de una radical depuración mental: la que resulta de la destrucción integral de un orden, de la abolición de todos los esquemas y de la necesidad de empezar de nuevo, sin asideros y sin protección y, sobre todo, sin las falsas esperanzas de la retórica derrotada por la historia. Vale la pena, retrazar las etapas de este círculo que se cierra y abre con La desesperanza.


Una vasta empresa de demolición

En principio, el conjunto de las novelas de Donoso se aparece como una vasta empresa de demolición de uno de los pilares de la sociedad latinoamericana -la familia tradicional- ese pilar que ha brindado, durante décadas, la ilusión de un orden y una seguridad en el centro de un mundo que se desmoronaba inexorablemente. Un proceso de deterioro que recorre como una constante literaria su narrativa, desde Este domingo (1966) y Coronación (1968) a Casa de campo (1978), pasando por la cruel disección de la vejez encerrada con sus recuerdos en un asilo de ancianas en El obsceno pájaro de la noche (1970), y de la cual hay signos en el universo concentrado y patriarcal de El lugar sin límites (1966), donde el orden del mundo es el de Don Alejo Cruz, creador y dueño del pueblo la Estación del Olivo y donde se mezclan ambiguamente las notas de tata, patrón, señor y Dios. «Aquí en el pueblo es como Dios», le explica la Japonesa a Manuela. «Tiene cara de Tatita Dios», le confirma ésta. Expresión de un control equiparable al de un Dios tan cruel como bondadoso que ejerce un «despotismo ilustrado» es decir, la benevolencia paternalista y la dureza opresiva, dosificadas según los hombres y las circunstancias. Hacedor del mundo y de la vida, Don Alejo es dueño y señor de sus creaturas; dueño y señor de sus destinos, ya que si el pueblo El Olivo salió de la nada, gracias al acto de creación por el Dios-Don Alejo, a la nada puede volver por otro simple gesto suyo. Le bastaría decidir que ese lugar debe desaparecer para que las viñas de sus alrededores crezcan nuevamente sobre sus ruinas. La destrucción del Apocalipsis, como la creación del Génesis, está en sus manos.

  -97-  

Hombres como estos -dueños de una época representativa de la historia de Chile- son los que viven en los grandes caserones patricios, en las casas-quintas de las novelas de Donoso, donde sus habitantes guardan celosamente valores amenazados en el exterior. Ellos representan a nivel de pequeño micro-cosmos familiar la auténtica alegoría de la historia de un país entero.

La reconstrucción novelesca de estos microcosmos, representativos de un orden finisecular caduco, se divide ambiguamente entre un afecto pasatista por un mundo que se supone fue mejor, la aceptación del presente o la apuesta abierta -cuando no revolucionaria- al futuro. Muchos autores hispanoamericanos incursionan en una obra o accidentalmente en el tema de la decadencia del orden familiar representado por esas grandes mansiones que pueden todavía descubrirse en los barrios residenciales de la mayoría de las capitales del continente. Por ejemplo, La charca (1894) de Manuel Zeno Gandía, La casa del ángel (1955) de Beatriz Guido, Las buenas conciencias (1959) de Carlos Fuentes, Respirando el verano (1962) de Héctor Rojas Herazo, Memorias de Altagracia (1974) de Salvador Garmendia, Con las primeras luces (1966) de Carlos Martínez Moreno, Un mundo para Julius (1970) de Alfredo Bryce Echenique.

Sin embargo, es la obra de José Donoso la que parece explícitamente signada para su cuidadosa demolición, porque además en su mundo anacrónico, la decadencia familiar atisba la peor decrepitud posible: aquella que sorprende cuando todavía se es joven. Los países hispanoamericanos, como el Chile de sus novelas, son proyectos de naciones, pero en realidad ya están aquejados de males incurables de senectud.




El orden decrépito de la senectud

Una senectud que está identificada siempre con el orden de los abuelos. En Este domingo la alusión es directa: la casa de los abuelos supone una presencia sólida y estable en el mundo de la infancia del protagonista. Llegar hasta la casa de los abuelos es parte de un rito semanal que cumple como un ceremonial el protagonista. «Aquí, la inestabilidad de departamentos y calles y casas que yo habitaba con mis padres durante un año o dos (...) se transformaba en permanencia y solidez».

  -98-  

En el centro de esa casa, integrando y uniendo a los elementos dispersos de la familia, la figura de la abuela oficia como un verdadero axis mundi: «Nos trepábamos a ella como a un árbol cuando éramos pequeños, exigiéndole cuentos y dulces y caricias y preferencias y regalos, como a una cornucopia inagotable».

La figura de la abuela como eje central reaparece en Coronación. Pero ahora está condenada por la locura y está confinada en una habitación de la casa. Sus poderes son en apariencia menores; su orden está en crisis, las grietas del mundo familiar son ya perceptibles. Sin embargo, desde la cama donde yace Elisa Grey de Abalos sigue controlando los movimientos del caserón, de lo que fuera una vez su imperio y asume la parodia de una coronación en el día de su Santo, como un merecido reconocimiento a sus poderes.

En la ceremonia de esta coronación, que da título a la novela de Donoso, está disimulada, sin embargo, bajo el oropel de una consagración, la destrucción del sistema. En los gestos de las solícitas y sonrientes domésticas, Lourdes y Rosario, se anuncia -casi litúrgicamente- como puede cambiarse el orden establecido. La servidumbre, aparentemente dócil, dinamita desde adentro el mundo familiar.

En El obsceno pájaro de la noche (1970) el orden de los abuelos ha sido derrotado y confinado en un asilo para ancianas. Como en el poema «Asilo de ancianos» de W. H. Auden, las cuarenta asiladas de la obra de Donoso viven hacinadas en un frío edificio, por no decir desterradas del mundo exterior. Han sido abandonadas por los suyos o han perdido todo asidero en una especie de exilio en el tiempo. En cada una de sus habitaciones el mundo representativo del orden derrotado está concentrado y amontonado en paquetes de objetos diversos e inútiles que las ancianas acaparan con avaricia. Cada vez que muera una de ellas, las asiladas supervivientes se disputan esas pertenencias, como si con ello pudieran aferrarse a la vida que se les escapa. Familias de apellidos que se pretenden representativas de la sociedad, han quedado reducidas a la mascarada de un grupo de ancianas disputándose las piltrafas de las muertas.

Mundo decrépito, mundo cruel, mundo autónomo con su propia lógica y su propio sistema cerrado, funcionando   -99-   anacrónicamente para poder subsistir, el gran esperpento de la Casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba está también condenado a desaparecer. Las treinta y siete viejas supervivientes, «detritus de treinta y siete vidas, pálidas, flacas, débiles, sucias, estrujadas, todas más o menos enfermas», son finalmente desalojadas.

El asilo va a ser demolido.

Pero un mundo con abuelos es, por lo menos, un mundo humano, aunque sea decrépito y anacrónico. El paso siguiente es la «casa de campo». Si los mayores desaparecen, como sucede en la novela más alegórica de Donoso, Casa de campo, el universo de un caserón librado a los niños se transforma automáticamente en una cruel parábola microcósmica del mundo exterior violento y desalmado. No otra cosa se novela en esta obra, con 33 primos de edades que oscilan entre los seis y los dieciséis años, apoderándose del control de la fastuosa casa de los Ventura en la finca de Muralanda e instaurando una feroz dictadura, digna de la mejor tradición hispanoamericana.

La posesión traumática del contorno invierte su signo y anuncia, a través del nuevo orden impuesto, nuevos peligros. La revolución de los niños si bien abre una nueva era, esta no es necesariamente la de la felicidad pregonada. La dictadura se instaura, pero su signo es ambiguo. Significativamente, el inicio de esta novela de Donoso está fechada en España el 18 de setiembre de 1973, es decir, en el exilio, una semana después del golpe de Pinochet.




La nostalgia de El jardín de al lado

Unos años más tarde, siempre en el exilio, la nostalgia de los jardines patricios de las grandes casas replegadas sobre sí mis mas, protegiéndose de un mundo exterior cuyas notas de agresión anuncian el fin de una era, es imperiosa y reaparece -desde el propio título- en la novela El jardín de al lado (1981).

El epígrafe de esta obra es significativo. Un poema de Cavafis recuerda que aunque uno vaya a otra tierra, «no hallarás otra tierra ni otro mar. La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mis mas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez; en la misma casa encanecerás».

  -100-  

Desde la ventana de la casa que le ha prestado el triunfante pintor Pancho Salvatierra, en el verano madrileño de calles desiertas, el escritor en crisis matrimonial y viviendo el mal esencial del exilio, Julio Méndez, protagonista de El jardín de al lado, empieza a atisbar la vida del jardín de la casa vecina, la lujosa mansión del duque de Andía: niños atildados, adolescentes dotadas de la «dulce insinuación de pechos y cadenas», criadas de uniforme, jardineros, piscina de aguas azuladas, lo transportan a un universo sobre el cual proyecta la fantasía creativa que no cristaliza en la novela que está escribiendo. El jardín de al lado, poco a poco, ocupa el espacio vacío de la vida del protagonista.

Y mirando ese jardín, desde la ventana, mientras habla por teléfono con Chile, Julio se entera de la muerte de su madre y se descubre: «Ahora no soy hijo de nadie: ahora soy tronco, yo soy raíz. Ahora me tocará el turno a mí». En ese momento, descubre que le importa la casa lejana de su infancia. Se trata de que no vendan la casa de sus padres, aunque no sabe que podría hacer con ella. Ruega a su hermano que aguarde hasta que regrese para decidir.

¿Volver?

No lo sabe, aunque siente que podría hacerlo para «habitar el auténtico jardín de al lado». Absurdamente, Julio se aferra a esa casa lejana cuando su hermano lo llama para anunciarle la venta. «¿Adónde, si se vende la casa, quiere que vuelva? -se dice con desesperación- Uno no vuelve a un país, a una raza, a una idea, a un pueblo: uno -yo por lo pronto- vuelve a un lugar cerrado y limitado donde el corazón se siente seguro».

Estar aferrado a la casa, no es locura ni sentimentalismo pequeño burgués: es arraigo, historia, leyenda, metáfora, territorio propio, término en que habita el corazón. Pero la casa que antes era casi campo y ahora queda en el corazón mismo del barrio comercial más caro de Santiago, está rodeada de altos edificios, «un islote verde en medio del cemento: una propiedad muy buena». Parece lógico venderla, pero Julio no puede soportar que corten los árboles, los naranjos, el magnolio, el damasco que recuerda en ese jardín que fuera de su infancia. «Adónde aterrizaría a mi regreso, cuando caiga Pinochet?».

  -101-  

A este Chile, donde todavía impera la dictadura de Pinochet, vuelve el cantor de protesta Mañungo Vera, protagonista de La desesperanza, exiliado en París y separado de su compañera francesa y en ese Chile, empobrecido y oprimido, donde no tiene siquiera una casa con jardín donde encerrarse, decide quedarse con su hijo nacido en Francia, Juan Pablo: el círculo se cierra sobre el despojo esencial de una vida que empieza desde la nada, pero convencido de que ese es su destino.

De ahí -como decíamos al principio- el fin de un ciclo y el comienzo de otro en la obra de un escritor que también volvió en plena dictadura, asaetado por la nostalgia.





Arriba
Indice Siguiente