Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —376→  
VIII

Sea de esto lo que fuere, el asunto no había avanzado un solo paso hasta el mes de setiembre, en que se reunió el primer congreso constitucional del Ecuador, abriendo sus sesiones el 20 con la concurrencia de seis de los diputados del Cauca, correspondientes a las provincias de Popayán, Pasto y Buenaventura.

La materia de que venimos tratando ocupó sus primeras atenciones, y el 7 de noviembre expidió el decreto cuya parte dispositiva dice así: «Artículo 1.º El departamento del Cauca queda incorporado al Estado del Ecuador, entre tanto que la convención general compuesta de diputados de todas las secciones de la república, haga definitivamente la demarcación de dichas secciones.- Artículo 2.º Se aprueban, corroboran y ratifican, tanto el decreto ejecutivo admitiendo la incorporación del departamento del Cauca, como las órdenes expedidas para que concurra con sus diputados al presente congreso; reputándose desde su incorporación como una parte integrante del Estado, y con los mismos derechos y deberes de los demás departamentos».

La legislatura, pues, se limitó discretamente a sostener la incorporación hasta que el congreso general resolviese otra cosa, y hay que apreciar la modestia y circunspección de semejante procedimiento. En las circunstancias en que se hallaba el Cauca, partiendo la tierra con los Estados del sur y centro y no pudiendo constituirse como pueblo independiente, según había pensado en los primeros días de la disociación de Colombia, su futura suerte no debía someterse al querer y antojo de los interesados, y menos aún a las maquinaciones de la política ni a la decisión de las armas. El congreso constituyente de Nueva Granada, valga la verdad, no tuvo el mismo miramiento con esos pueblos, sino que, sin andarse por las márgenes, declaró que pertenecían a su territorio.

  —377→  

He aquí la declaratoria que dio: «La convención resuelve. Sin perjuicio de las medidas y determinaciones que oportunamente decretará la convención respecto de los departamentos del Ecuador, Azuay y Guayaquil, cuyas resoluciones marcarán la línea de conducta que debe guardar el poder ejecutivo; se declara que el mismo poder ejecutivo no podrá entrar en ninguna clase de arreglos, pactos ni transacciones con los departamentos expresados, sin que primero el gobierno que ahora los rije manifieste de una manera clara, terminante y expresa que desiste de toda pretensión sobre todos y cada uno de los pueblos del departamento del Cauca, según los límites que designa la ley de 25 de junio de 1824, sobre división territorial, y declare además que ha cesado la agregación provisoria, que de ellos se hizo en el año próximo pasado de 1830».

Por el mes de noviembre pasó el gobierno del centro un segundo oficio insistiendo en la devolución del Cauca, como consecuencia del principio uti parsidetis que conservaba al tiempo de la emancipación de España, y concluyendo con que, si no fuere devuelto el departamento, se vería en la precisa necesidad de emplear cuantos medios estuviesen en su poder para reincorporarlo, puesto que habían sido infructuosas las medidas conciliatorias que hasta entonces se propusieran en obsequio de la paz.

Ciñéndose el gobierno en la contestación que dio al punto fundamental deducido del uti possidetis, único que se empleó en aquel oficio, aunque con varias amplificaciones, sostuvo que el territorio del Cauca estaba comprendido dentro de la antigua demarcación del reino de Quito, y que al tiempo de proclamarse la independencia era parte integrante de la Real audiencia, en cuya posesión había continuado hasta el nuevo arreglo, dispuesto en los tiempos de Colombia; que las casas de regulares del departamento cuestionado habían dependido siempre de las provinciales del de Quito; que en tiempo de la metrópoli también Popayán constituía un gobierno distinto de la antigua provincia de Santafé; que si el dicho gobierno dependía del virreinato, los demás gobiernos del sur se hallaban en el mismo caso, debiendo entonces hacerse   —378→   iguales cargos y con igual derecho, y que extrañaba se proclamase como vigente la citada ley del año 1829, cuando por esta se habían incluido hasta los cantones de Izcuandé, Tumaco y otros puntos de la costa que sin contradicción ninguna pertenecieron siempre a la presidencia en lo civil y eclesiástico, y la provincia de Pasto aun en lo judicial; siendo este el motivo por qué la cabecera de ella había solicitada constantemente (era la verdad) separarse del departamento del Cauca, y decidídose a reasumir sus derechos, por la incorporación al Ecuador, sin restricción ninguna. Conviene, en que si no se pudiere resolver la contienda por el congreso de plenipotenciarios, la decidan libremente los mismos pueblos del Cauca, sin que esta libertad se extienda a los de la costa ni al territorio de Pasto, hasta donde alcanzaba la jurisdicción eclesiástica de Quito; y que si, a pesar de este desprendimiento, se declaraba la guerra, el Ecuador sabría defender sus derechos con el ejército de valientes, la opinión de los pueblos, los aliados poderosos, la justicia de la causa y la protección de la divina Providencia.

Raras, por no decir muy singulares, son las pruebas que la historia puede presentar como resultados de transacciones honestas en esta clase de contiendas. Los principios de la guerra y la política, comedidos y justos al parecer, no los aplican los hombres sino llevando por delante su provecho e intereses, y las resuelven siempre a su capricho. Nada habrá pues de extrañar, por consiguiente, que la contienda de entonces se decidiera al antojo de uno de los dos Estados y no por el arbitraje de un tercero, ni por la voluntad de los mismos pueblos.

El gobierno del centro pasó desenfadado y activamente de las amenazas a la ejecución, y fue preciso entrar en guerra con nuestros propios hermanos, cuando ellos y nosotros acabábamos de sacudirnos a malas penas de las guerras suscitadas por el restablecimiento de Colombia.

Quibdo fue el primer pueblo caucano que haciendo una manifestación en favor de Nueva Granada, llegó a obrar contra sus propios actos anteriores, y su gobierno procedió, como era natural, a nombrar las autoridades   —379→   del departamento, y a designar las personas que debían servir la prefectura y gobernaciones. La Capital del departamento, en los conflictos de ver su territorio expuesto a servir de teatro de la guerra que andaban preparando, a causa del violento sesgo que había tomado la cuestión, excogitó un arbitrio justo y al parecer el más atinado y discreto, con el cual pensó dar fin a la contienda. Reuniéronse los vecinos en asamblea y elevaron, a principios de diciembre, a los gobiernos del sur y del centro dos peticiones de un mismo tenor, solicitando que se autorizara al Prefecto para que convocase una asamblea representativa departamental revestida con el lleno de sus facultades, para decidir definitivamente acerca del lugar que habían de ocupar en la gran familia colombiana. Llena está la solicitud de observaciones sólidas que honran el juicio, discreción y dignidad de los que la suscribieron, para que dejemos de insertarla como un monumento favorable a su memoria.

Petición dirigida a S. E. el Presidente del Estado del Ecuador por el vecindario de Popayán.

«Exmo. Sr.- Los ciudadanos que suscriben, vecinos de esta ciudad de Popayán, exponen respetuosamente a V. E.: que constando por noticias auténticas de Bogotá que la convención granadina ha declarado comprendidas en el territorio del Estado central a las cuatro provincias de este departamento; constando también que está suspenso por la misma convención el reconocimiento del Estado ecuatoriano, y apareciendo por último en la "Gaceta de Colombia". N.º 555, el nombramiento de Prefecto y gobernadores para el Cauca, hecho por el gobierno de Bogotá: todas estas novedades alarmantes nos ponen en la triste necesidad de elevar nuestra voz a V. E., y llamar su atención hacia un objeto, muy digno de fijarla, como que en él se interesan la paz y felicidad de estos pueblos.

»La mayor parte de los que suscribimos esta petición pusimos también nuestras firmas en el acta legítimamente popular del 1.º de diciembre de 1830, por la cual esta   —380→   ciudad, decidida a no reconocer jamás el usurpador Gobierno que ejercía en Bogotá el general Rafael Urdaneta, se puso bajo la protección de la constitución y leyes del Estado ecuatoriano, agregándose provisionalmente a su territorio, pronunciamiento libre y espontáneo que imitó después en los mismos términos y por iguales razones el resto del departamento, y que ha sido fielmente sostenido hasta ahora, como lo demuestran la razón, la conveniencia pública y la religiosidad del juramento. Durante este período hemos disfrutado de tranquilidad, de orden, de garantías: nos hemos visto altamente honrados y favorecidos por el gobierno de V. E.; y nuestros votos han sido atendidos con distinción particular para la confección de las leyes.

»No renunciando estos pueblos en manera alguna el innegable derecho que tienen para decidir por sí mismos de su futura suerte, se habían resignado a permanecer en su actual estado de fluctuación política, bastante perjudicial a sus intereses, hasta que reunida como se anunciaba una Convención general de toda la República, se fijasen por este augusto cuerpo su destino y sus vínculos sociales. La calma de las transacciones públicas y la esperanza de que en esa apetecida Convención serían legítimamente representados sus derechos, les hicieron prestar una tácita aquiescencia a esta idea racional, legal y prudente. Mas el tiempo ha alterado muy sustancialmente estas bases; la cuestión, sencilla en sus principios, se ha complicado, y es indispensable que el Cauca adopte sin dilatación un partido decisivo para evitar males graves y escándalos de mucha trascendencia.

»Los Estados del Ecuador y del Centro han entrado en una controversia bastante reñida, a que sólo da motivo la actual posición política de este departamento; y sus Gobiernos no pueden dirimir por vía de las negociaciones este punto, tanto por escasez de facultades propias, como porque sería un absurdo que cualquiera de los dos se creyere autorizado para disponer irrevocablemente de un territorio que a ninguno de ellos reconoce por dueño. Los vínculos antiguos del Cauca a Bogotá se disolvieron por sí mismos cuando las autoridades legítimas   —381→   y la constitución desaparecieron: sus vínculos presentes con el Ecuador son provisorios e interinos, que dejarán de existir luego que sea la voluntad de los pueblos. A pesar de esto, las mútuas reclamaciones y simultáneas protestas de los dos Gobiernos alimentan desconfianzas y enconos, y pudieran al fin dar ocasión al excecrable recurso de las medidas de hecho: el azote de la guerra traería sobre nosotros nuevas calamidades, y se prolongaría indefinidamente el reinado de las intrigas, de la anarquía, la desmoralización y las bayonetas.

»El Congreso del Ecuador ha sometido por su parte la cuestión del Cauca a lo que resuelva el Cuerpo de Plenipotenciarios de todos los Estados de Colombia; pero la Convención granadina no ha hecho este mismo sometimiento; y no conviniendo las dos partes contendientes en este arbitrio, y a no es posible que se adopte.

»Este Cuerpo de Plenipotenciarios de toda la República que esperábamos con ansia, está todavía muy lejos de reunirse, según todas las apariencias. En Venezuela se propuso la cuestión, y el Congreso se disolvió remitiéndola para decidirse después. El Estado del Centro aun no está constituído, y las negociaciones con él para este objeto, aun cuando estuviese en buena armonía con los otros dos, deben dilatarse por esta razón todavía mucho tiempo. Entre tanto, la incertidumbre de sus relaciones futuras paraliza en el Cauca todas las empresas, mantiene en perplejidad los ánimos y puede más adelante originar movimientos populares parciales, desmembraciones de territorio y embarazos en la ejecución de las leyes. Este país afortunado, mansión de la libertad, modelo de civismo y de orden, vendría a perder su unidad de intereses, de moral y de espíritu público, por convertirse en un mísero teatro de intrigas, de facciones y de debates sangrientos.

»Por otra parte, los Estados pretenden concurrir a esa asamblea nacional, sea cual fuere su nombre, con igualdad de representación; cosa esencialmente justa en las negociaciones diplomáticas, pero que iba a ahogar y a convertir en la fracción de un voto parcial la voz de este   —382→   departamento; sus intereses ya quedaban mudos, y no podría esperar jamás una mayoría que se los afianzase.

»Sobre todo, Sr., los hijos de este departamento, al cual puede decirse que se debe la restauración de la libertad en el Centro, no son capaces de mirar con indiferencia, olvidados los eminentes servicios de este país, por el Cuerpo representativo constituyente de la Nación Granadina; hollados sus derechos cuando sin su concurrencia o asentimiento se le declara pertenecer a aquel Estado; y en la alternativa de entrar en una contienda sangrienta y muy desigual para sostener sus juramentos y sus fueros, o someterse bajamente para recibir la ley de ese Cuerpo representativo, cuyas resoluciones serán apoyadas por las bayonetas, creen que no queda otro camino honroso, para evitar uno y otro mal, que el de que el Cauca delibere por sí mismo sobre su suerte de una manera legal y pacífica, obteniendo antes las seguridades y garantías suficientes.

»Fundados en todas estas solidísimas razones, los ciudadanos que suscriben, tomando por necesidad la iniciativa para abogar por la salud y por el decoro del Cauca, hacen a V. E., en el presente conflicto de circunstancias, la petición siguiente:- Que supuesto el derecho que estos pueblos tienen para fijar por sí mismos su futura suerte, y atendiendo a que deben quitarse todos los pretextos para una escandalosa guerra fratricida que alejaría indefinidamente la consolidación del orden legal; se sirva autorizar V. E. a la Prefectura del Cauca para que convoque sin dilatación una Asamblea representativa departamental, revestida con el lleno de facultades para decidir definitivamente acerca del lugar que ha de ocupar este país en la gran familia colombiana.

»Nosotros esperamos fundadamente que esta petición, que es el eco de la opinión pública en el departamento, no será desatendida por V. E., eminentemente popular en su administración, por V. E. que ha dicho en su Mensaje al Congreso que el Cauca no será otra cosa sino lo que él mismo quiera ser.

  —383→  

»Popayán, diciembre 6 de 1831.- El General J. H. López.- Salvador, Obispo de Popayán.- Manuel José Castrillón.- Rafael Urrutia.- Juan N. de Aguilar.- Ignacio Escobar.- El Jefe del E. M. G., Pedro J. Velasco.- José M. Grueso.- Mariano Urrutia.- Lino de Pombo.- Manuel J. Mosquera.- Francisco J. del Castillo.- Siguen noventa firmas».



El Gobierno del Ecuador aplaudió sinceramente la tan bien excogitada medida, como conforme a su modo de pensar; mas, fundándose en que la contienda iba a terminar por medio de una amistosa negociación, y en que todavía estaba pendiente la contestación que esperaba del centro, resolvió continuase el orden de cosas en su estado actual. Por lo que hace al Gobierno de Nueva Granada, estamos entendidos de que se negó rotundamente a tal intento.

Como la contienda no vino a terminar sino más tarde, suspendemos la narración de ella en este punto, con el fin de referir otros sucesos ocurridos con anterioridad.




IX

Habíase reunido el primer Congreso constitucional, como antes indicamos. Una gran corrida de toros, paseos, banquetes, bailes, cuantas diversiones, en fin podía brindar el Gobierno; todo, se había preparado y ejecutado en festejo de su instalación, y el Ecuador, a juzgarse por tantos recreos, se presentaba como rebosando de sosiego y dichas. Los periódicos, y mucho más el oficial pintaban la unión, la concordia y el contento de los pueblos como resultado de la prudente gobernación que los regía, y nacionales y extranjeros estaban a punto de pregonar la prosperidad y ventura del nuevo Estado.

Casi de seguida, sin embargo, los papeles públicos fueron desmentidos, y desengañada la opinión por el mensaje   —384→   del Presidente, en que hizo ver que, lejos de hallarse la nación con tan brillante perspectiva, sólo se habían dejado palpar los riesgos de su independencia, la desmoralización y el por demás angustioso estado de la hacienda nacional. El Presidente del Estado dio cuenta de la insurrección de Urdaneta, sus movimientos y resultados, de la defección de los dos escuadrones de Granaderos, de la paralización del orden y progreso gubernativos, y de la destrucción del edificio de las leyes, por haberse convertido el territorio en un piélago de crímenes. Por un mensaje separado, manifestó con claridad y desenfado que había un déficit de trescientos mil pesos, sin incluir los gastos extraordinarios, ni las cantidades que debían reservarse para pagar los intereses de las deudas doméstica y extranjera; esto es, que el Estado no podía subsistir. El ministro añadió en su Memoria que el Gobierno se había visto en la dolorosa necesidad de imponer por vía de subsidio una contribución de treinta mil pesos al departamento de Quito, y en oficio pasado algunos días después, que aun sobrevendría la de declarar que la Nación se hallaba en estado de bancarrota. Y era la verdad, y ni era posible que, fuera de otro modo, cuando se mantenía un ejército de poco más de dos mil hombres, y una escuadrilla que, teniendo a la cabeza la fragata «Colombia», necesitaba de cuantiosas rentas, no para darle movilidad, sino muy apenas para conservarla.

Hay más. Ni ese ejército ni esos marinos estaban siquiera medianamente satisfechos de sus sueldos, porque o no había con qué, o si lo había era invertido entre los Generales y jefes de cuenta, y los empleados superiores favorecidos del Gobierno, hallándose los demás no sólo descontentos sino en mendicante miseria.

Uno de los funestos resultados de la congojosa situación de entonces fue la insurrección de las tres compañías del batallón Vargas; insurrección ocasionada por el hambre y desnudez de los soldados, que hacía meses no recibían un solo sueldo, por más que el Gobierno pretendió atribuirla a otros motivos. Verdad es que el sargento primero de la compañía de Volteadores, Miguel Arboleda, que la fraguó, se hallaba preso y expuesto a ser fusilado   —385→   por sentencia del Consejo ordinario de guerra. Pero esto, por sí solo, no le habría hecho obtener que fuera tan fácilmente seducida su compañía, cuanto más las otras, si todas las clases y soldados, no hubieran estado aburridos desde muy atrás de su miserable estado, viendo que se les retenía hasta el mezquino sobrante del pre diario que les pasaba la nación. Los jefes de los cuerpos, lo diremos de paso, por cuyas manos se pagaban alguna vez los sueldos, habían dado con los medios más hacederos y seguros de enriquecerse a costa del Gobierno, y a despecho del hambre de sus propios soldados, sin más que presentar como efectivas todas las plazas de que constaban, aunque estuviesen en comisiones o hubiesen desertado. Y aun en las raciones mismas escatimaban también cuanto podía ahorrando para sí los provechos procedentes de las compras que hacían por mayor para la comunidad del rancho. Un jefe de cuerpo estaba entonces más seguro de enriquecer que cuantos Ministros de Hacienda y tesoreros manejaban los caudales públicos, porque a lo menos estos tenían que presentar, llegado el tiempo, los documentos de ingresos y egresos y podía hacerse efectiva la responsabilidad. En cuanto a muchos de los jefes, digámoslo con lisura, no conocían el pundonor y la mala tentación era constante para dejar de aprovecharse de las ventajas que tan a la mano les venía. Generales hubo que continuaron sirviendo como jefes de cuerpo, por no perder tan lucrativos como seguros medios de enriquecer.

La insurrección la proclamaron los soldados en la noche del 10 al 11 de octubre. Los insurrectos prendieron cuantos oficiales tenía el medio batallón, y al General Comandante General del Departamento, Whitte, y de seguida se apoderaron del cuartel de artillería que, defendido por algunos milicianos, se rindió después de una muy corta resistencia. El Presidente llegó a saber la insurrección a la una de la mañana, y tomando al punto diez hombres de la guardia del palacio, se dirigió a caballo a casa del General Whitte. A la llegada de aquel estaba ya éste preso y escoltado por treinta hombres, y con tal motivo ocurrió por veinte soldados más   —386→   de la misma guardia del palacio. El conductor de esta orden, Molano, asistente del General Flores, la halló también sublevada ya, y no sólo esto sino que, al acercarse al palacio, recibió algunos balazos y cayó muerto.

Desde antes del amanecer del 11, los insurrectos se habían posesionado de la plaza mayor y calles centrales, y montado dos cañones para su mayor seguridad. El General Flores, entre tanto, pasaba por crueles angustias sin saber el partido que debía tomar, porque tampoco sabía el objeto de la rebelión, hasta que, acompañado de unos pocos, se les presentó de sobresalto y arrojadamente en la plaza mayor, les arengó afeando su conducta y concluyó por preguntarles qué cosa necesitaban. Ser pagados de lo que nos deben, le contestaron lacónicamente. Esta demanda requería prontitud para calmar a los sublevados, y sin embargo, lo avanzado de la noche y la pobreza del tesoro se oponían a cuanto pudiera ocurrírsele para ver de contentarlos.

Consternada por demás, y con justicia, quedó la ciudad al despertar con tan grave suceso, y los conflictos subieron de punto, al ver la imponente y hostil actitud de los sublevados, con todo que hasta entonces no habían cometido ningún desafuero con la población.

Pensose desde luego en recoger cuanto dinero pudiera colectarse por medio de empréstitos y donativos, porque en caja no había un solo octavo; mas, en hora tan incompetente, era difícil hallarlo pronto, y los riesgos comenzaban ya a hacerse conocer, cuando algunos, aunque muy pocos, de los sublevados empezaron a dispersarse y embriagarse.

Mientras el General Farfán y el coronel Minger conferenciaban con Arboleda y los demás sargentos, pensando reducirlos a la obediencia, el Presidente, acompañado de algunos individuos del Estado mayor, oficiales retirados y unos pocos paisanos, se dirigió a la plaza de Santo Domingo y fue acometido allí por un soldado de los dispersos, que preparó y le encaró el fusil para matarle. El General Flores, ligero como un equitador, se recostó a la costilla del caballo en que montaba, cubriendo   —387→   su cuerpo con el del animal, y durante este corto tiempo, otro soldado de los mismos rebeldes, levantó con su brazo el fusil a que variara la dirección del tiro, y escapó así de tan inminente riesgo.

Al fin, a las nueve del día, se consiguió la corta suma de cinco mil seiscientos noventa y ocho pesos, única que pudo colectarse en semejantes apuros; y los soldados, dándose por satisfechos con tan miserable cantidad, y las raciones que tan oficiosamente les proporcionó el señor José Pólit, desocuparon la plaza a las diez y media.

Tomaron el camino del norte con dirección a la provincia de Imbabura, haciendo a la salida algunos tiros, bien que sin causar ninguna desgracia.

Con la salida de las compañías insurreccionadas quedaron libres el General Whitte y los oficiales que habían sido presos. Whitte, soldado pundonoroso, tomó una partida de milicianas, y contando en mala hora con que sería respetado por haber sido jefe de los insurrectos mucho tiempo, salió en su persecución el mismo día con el fin de reducirlos a la obediencia. Andando siempre tras los sublevados sin perderlos de vista, tuvo la imprudencia de adelantarse con el capitán Tamayo algunos estadios más del paso que llevaba su partida, y una emboscada puesta por los primeros los tomó y llevó presos hasta el puente de Guayllabamba. Allí fusilaron al General, y Tamayo que continuó preso, tuvo la buena suerte de fugar al día siguiente.

Obra de temeraria imprudencia, más bien que de la desmoralización de los soldados, fue la muerte de Whitte, pues, como no era de esperarse, guardaron ellos en el tránsito cuanto orden y disciplina cabían en sus circunstancias. Para desgracia de los rebeldes, y según acontece frecuentemente en las revueltas de los cuarteles, comenzaron a dispersarse aquí y allí, y de treinta que habían desertado hasta el día 13 fueron aprehendidos cinco, de los cuales se fusilaron cuatro, y se salvó al que salvó la vida del Presidente en Santo Domingo. Es de creer que estos treinta eran soldados ecuatorianos, que no quisieron dejar sus hogares por ir a mendigar en tierra extraña;   —388→   y más cuando el sargento N. Naranjo, el cómplice de Arboleda que hacía de segundo jefe, era también del Ecuador.

Bien pronto otra nueva partida de milicianos y los escuadrones Primera y Segundo de granaderos que, traídos de otros lugares, entraron ya en Quito, siguieron tras los rebeldes, y fusilando a dos o tres aquí, asesinando a otros más allá, o combatiendo más lejos, cerraron y acabaron con todos en el puente de Cuaiquer, al entrar en las selvas de Barbacoas. El coronel Otamendi, comandante en jefe de las tropas del gobierno, llevó hasta la barbarie el cumplimiento de la comisión, porque no perdonó a ninguno; y los últimos que se entregaron por una especie de capitulación, incluso Arboleda, el cabecilla, fueron traídos para Quito, en donde los pasaron por las armas. Sacáronse hasta treinta y dos a la plaza de Santo Domingo, para que en un solo acto y al mando de una sola voz cayesen muertos a un tiempo. Merced a la compasión y generosidad de los señores José Barba, José Pólit y otros, estando ya de rodillas para recibir los tiros, se redimieron seis de estos desgraciados, y se redimieron ¡por dinero!... Tusa y Tulcán habían presenciado también los suplicios de ocho, diez o doce individuos por partida.

El General Flores, al dar cuenta de estos resultados, al Congreso, en su mensaje del 1.º de noviembre, dijo: «Cuando la historia del Ecuador refiera que un cuerpo de tropas quebrantó las leyes de la obediencia y del honor militar, referirá también que la espada de la ley cayó sobre las cabezas de los cómplices en tan nefario crimen, y que ninguno de ellos sobrevivió al delito». La historia cumple como corresponde con su deber y con tan indiscreta recomendación, y refiere que perecieron asesinados o en el patíbulo a vuelta de trescientos veteranos de los fundadores de Colombia, Perú y Bolivia, porque ya no pudieron soportar más tiempo el hambre y la desnudez.



  —389→  
X

Dejamos ya referido cual fue la resolución que dictó el Congreso en punto a la incorporación del Cauca. Digamos ahora lo que ocurrió en esta legislatura, y demos cuenta de sus demás trabajos.

La sesión del 21 de setiembre fue bastante acalorada con motivo de haberse tratado en ella de la calificación del diputado Martínez Pallares, nombrado por la provincia de Imbabura, sin embargo de ser el jefe del Estado mayor general, como si dijéramos el Ministro de la guerra. No podía, en efecto, ser más repugnante su representación, y como se hallaban en igual caso los diputados Valdivieso, Ministro de Estado, José María Arteta, Nicolás Arteta, Ignacio Pareja y N. Liquerica, empleados unos en la alta Corte de justicia, y otros, lo que era peor, en el Consejo de Estado; la discusión se extendió aún con respecto a la calificación de estos. El Ministro Valdivieso sostuvo acaloradamente su nombramiento de diputado, fundándose en que no había prohibición constitucional; y el diputado Tamariz discurrió en el mismo sentido. Pero los diputados Larrea, Valencia, Ramírez Fita y, sobre todo, Arteta (Pedro José), manifestaron la violación de los principios más comunes del derecho constitucional, y hasta de los principios de la libertad pública, ya que venía a minarse la independencia del poder legislativo en las entrañas mismas de la cámara. Tan justas y convincentes fueron las razones aducidas, que el Congreso declaró por unanimidad que no podían ser diputados: el Presidente y Vice-presidente del Estado, quienes atendiendo sólo al vacío de la constitución, podían también haberlo sido legalmente; el Ministro Secretario y el jefe de Estado mayor general; los miembros del Consejo de Estado; y los Ministros de la Corte Suprema de Justicia.

Hubo otra contienda suscitada por el diputado Pedro Santisteban, con la cual fatigó al congreso, en muchas de las sesiones, empeñándose en hacer revivir el grado   —390→   de General en jefe para dárselo al Presidente, en recompensa, dijo, de los grandes servicios que acababa de prestar a la patria, librándola de la insurrección de Urdaneta. Acaso la proposición se conceptuará como de poco interés público para detenernos en referirla; mas esta clase de asuntos hace conocer a los hombres, y conocer también el estado de servilismo o independencia en que se encuentran los pueblos respecto del que los gobierna. La historia al narrar las acciones que han constituido su objeto, ensalza o deprime a los actores sin adulación ni odio, no tanto para hacerlos conocer, como para que sirvan de estímulo y ejemplo a los hombres que tras ellos se levantan.

El proyecto, aunque combatido por el diputado Tamariz, que se apoyó acertadamente en que el grado de General en jefe era desconocido en la legislación militar del Ecuador, fue admitido a discusión. Tan ruidosa y censurada fue la proposición del Sr. Santisteban, que este, cuando ya se trataba de ella en tercera discusión, dijo al terminar su largo discurso, que nunca pudo persuadirse de que su proyecto hubiese sido la causa del escándalo de los necios y del triunfo de los ingratos. ¡Pero no fueron ni los necios ni los ingratos solamente, sino cuantos hombres estimaban el pundonor y dignidad de la nación, los que lo desecharon como brote de simple adulación. Levantáronse, al oír tan descomedido lenguaje, unos cuantos diputados, no ya contra el proyecto que se discutía como contra las virulentas frases del orador, a quien debió llamarse al orden, dijo uno, y pidió otro que se sentase en el acta: «Hase creído, añadió el diputado Flor, que los que se oponían al proyecto eran unos necios e ingratos; pero este raciocinio no es exacto, porque los elogios dados al que dispone de las armas, y puede disponer de los empleos civiles, no prueban tampoco nada en su favor, cuando en iguales circunstancias se había elogiado a Tiberio. Muy al contrario, estoy persuadido que los que honraban verdaderamente al General Flores eran los del partido de la oposición, porque esto probaba que en el tiempo de su mando había una perfecta libertad y garantías, ya que cada individuo hablaba libremente y exponía   —391→   sus opiniones sin restricción». El resultado del proyecto en esta sesión fue que se decretase en favor del General Flores un premio cívico, debiendo presentarse el proyecto del decreto a discusión por la comisión de guerra.

Presentado este, y admitidos a discusión los tres primeros artículos, tuvieron los diputados que hacer alto al tocar en el siguiente, concebido en estos términos (dice el acta de 22 de octubre): «de que en testimonio de la gratitud pública, el Estado adopta a su primer hijo Juan José Federico Flores Jijón, y le señala desde el presente hasta que se emancipe mil pesos anuales en auxilio de su educación». No fue dilatada, cuanto más sostenida, esta segunda proposición, porque muy apenas la combatieron los diputados Ramírez, Fita y Larrea; y considerándola tan servil como la del diputado Santisteban, puesta a votación quedó negada. Dados así en tierra entrambos proyectos, se excogitó otro por el cual, elevado ya a decreto, se declaró que el Presidente era Benemérito de la patria, y padre y protector del Estado.

Fuera que el General Flores conceptuase estos títulos como obtenidos ya desde muy atrás, concepto en el cual no cabía estimarlos como nuevamente honoríficos, fuera modestia y verdadero desprendimiento, fuera sarcasmo con que quiso manifestar su disgusto par haberse desechado ambos proyectos; Flores hizo ver su gratitud hacia el congreso que, interrumpiendo sus importantes tareas, había acordado en favor suyo un decreto de inmerecidas recompensas, y devolvió el decreto sin sancionarle. El congreso se allanó a tales observaciones y quedó así orillado el asunto.

En la sesión del 17 de octubre, en que el Ministro, encargado de la sección de hacienda, se presentó en la cámara a pintar el lastimoso estado de las rentas públicas, anunciando una bancarrota sino se arbitraban los medios de nivelar las entradas con los gastos; se dejaron conocer de lleno todas las dificultades que oponía la nación, no para progresar, que esto habría sido mucho querer, sino tan sólo para conservar su estado ordinario y   —392→   regular. Un pueblo sin hacienda es como un cuerpo sin sangre, ha dicho alguno, y puede comprenderse de una manera cabal el lastimoso estado de entonces por el proyecto de decreto que presentó dicho Ministro, reducido a la supresión de las cortes de justicia del Azuay y Guayaquil; a la de las contadurías departamentales del Guayas, Quito y Cuenca: a la de una de las tesorerías del Guayas; a la simplificación de la policía de esta misma provincia, y aplicación de las dos terceras partes de las rentas que le estaban señaladas a los fondos comunes; a la expedición de un decreto declarando a los Generales, jefes y oficiales en el goce de sólo la tercera parte de los sueldos; a la autorización al poder ejecutivo para que hiciese reducciones de los empleados subalternos; a la supresión de las secretarías de las comandancias de armas, y de las de las gobernaciones de las provincias; y a la suspensión de provisiones en las vacantes eclesiásticas.

El congreso oyó con pena intensa tan desconsolador informe, y aunque al principio estuvo por acoger el sistema de ahorros propuesto por el Ministro, se desentendió muy luego de él, y expidió en cambio los siguientes decretos: habilitación del puerto de Santa Elena en los mismos términos que habían sido habilitados los de Manta y Bahía de Caráquez por la ley del 25 de setiembre de 1830: una contribución mensual de doce mil pesos por el tiempo de tres meses; división provisional del ministerio de hacienda, esto es creación de un nuevo ministro para que exclusivamente se consagrara a este ramo: contribución personal sobre las propiedades, desde uno hasta cien pesos; autorización al Poder ejecutivo para que rehiciese las oficinas de hacienda; pensión mensual sobre fábricas de destilación de aguardientes e imposición de un nueve por ciento por la introducción de licores extranjeros; arreglo del derecho de toneladas sobre los buques nacionales o extranjeros que arribaren a los puertos del Estado; y aumento del derecho de alcabala por la venta de buques extranjeros. Ni una sola palabra acerca de la reducción del ejército, ni del desprendimiento de una marina del todo inútil, y más que inútil, costosa para un Estado pobre: De cierto que no cabía menoscabar el ejército,   —393→   porque aun se tenía cabal y pendiente la contienda del Cauca, pero la marina debió hacerse desaparecer del todo.

Semejantes leyes y decretos fueron, como era de temerse, insuficientes, y las necesidades públicas continuaron con la misma o mayor pujanza.

En los últimos días del congreso (5 de noviembre) se presentó el Ministro de Estado con un oficio del Ministro de Guerra del Gobierno del centro, por el cual desconocía la independencia del Ecuador, y reprobaba la conducta de su Gobierno por haber introducido un cuerpo de tropas en Popayán. Más que profundas, de muy justo enfado, fueron las impresiones que produjo la lectura del oficio, no por su objeto sino por las palabras descomedidas con que se ultrajaba la dignidad de la nación; y se cruzaron y discutieron con tal motivo, unas tras otras, proposiciones a cual más candentes. Hablose de la injusticia del cargo, cuando era notorio que el mismo Prefecto del Cauca había pedido tropas para contener las tentativas de los abanderizados de Nueva Granada, refugiados en Cali con una de sus reliquias; de la vana temeridad con que se pensaba desconocer la independencia, cuando Venezuela, en idénticas circunstancias que el Ecuador, había merecido tantos miramientos de parte del Gobierno del centro; de que el Estado ya no tenía por qué confederarse con ese Gobierno que pretendía desconocer los derechos de otro para constituirse libremente; y de que, en último caso, valdría más ligarse con el Perú que con los déspotas que trataban de imponer su yugo por la fuerza, y más cuando el Ecuador contaba con todos los elementos para sostener su independencia y dignidad sin necesitar del auxilio de otra potencia. Tanto decir y tanto entusiasmo, sin embargo, vinieron a quedar reducidos a que se ordenase retirar a nuestro encargado de negocios, residente en Bogotá; a que en la contestación al oficio se manifestase la moderación de los principios que habían guiado al Ecuador; al paso que el Gobierno del centro obraba de un modo tortuoso, falso y vergonzoso; y a que no se admitiesen sus comunicaciones   —394→   si no venían conformes a lo prescrito por el derecho de gentes, y aun por la buena moral y la decencia.

Para comprender la retirada del encargado de negocios, es de saberse que el Ecuador había enviado como a tal al coronel Palacios Urquijo, a que ajustase con el Gobierno del centro cuantos arreglos eran indispensables entre dos pueblos vecinos; objeto con el cual había enviado también otro agente (el señor Diego Noboa) al Perú y Bolivia, quien recabó de estos gobiernos el reconocimiento de nuestra independencia. El coronel Palacios Urquijo había sido reconocido en Bogotá como agente público desde el mes de julio, y a pesar de cuantos esfuerzos hizo no pudo ajustar capitulaciones de ninguna clase. Ora porque los gobernantes del centro pretendieran conservar íntegro el territorio del antiguo virreinato, o porque las manifestaciones del Cauca, de cuya reintegración no estaban seguros todavía, les impidiese entrar en francas y cordiales explicaciones, habían esquivado el reconocimiento de nuestra independencia sin comprometerse a cosa ninguna, hasta no contar con mejores probabilidades del buen éxito respecto de la incorporación del enunciado departamento.




XI

El Congreso de 1831 conoció de la renuncia que interpuso el señor Olmedo de la Vice-presidencia del Estado, y se nombró en su lugar al señor Modesto Larrea, después de sostenida una larga competencia con los señores Rafael Mosquera, ciudadano del Cauca, Ignacio Torres, Diego Noboa y General Matheu. El señor Larrea puso también su renuncia, pero no le fue admitida.

Entre las leyes, decretos o resoluciones de alguna nata que expidió la legislatura de 1831, fuera de lo relativo a la Hacienda pública, pueden citarse los siguientes: el decreto que autorizó al Poder Ejecutivo para que estableciese   —395→   una casa de moneda; el de igual autorización para que mandase observar el Código de Comercio, promulgado en Madrid el 30 de mayo de 1829, con separación del libro quinto, y que el consulado de Guayaquil siguiera rigiéndose por la cédula de 14 de junio de 1795; la ley orgánica militar; el decreto confirmatorio del de 28 de abril de 1826 que fijó el número de prebendas que debían tener las catedrales de Quito, Cuenca y Popayán; la ley que prohíbe imponer principales a censo a más del tres por ciento anual; y una nueva de procedimiento civil.

El Congreso cerro las sesiones el día 8 de noviembre.





  —[396]→     —397→  

ArribaAbajoCapítulo II

Insurrección del General López.- Negociaciones diplomáticas.- Campaña de Pasto.- Comisión del Gobierno del centro.- Sublevación del batallón Flores.- Traición de Sáenz.- Armisticio de Túquerres.- Tratados de paz.- Causas de la oposición al Gobierno.- Trabajos legislativos del Congreso de 1832.



I

Había dado ya fin el año de 1831, y la desagradable contienda entre el sur y centro de Colombia, con motivo del Cauca, se conservaba todavía en su ser al entrar en el de 1832, cuando el 10 de enero de este se insurreccionó en Popayán el General José Hilario López, que hacía de Comandante general de ese departamento. Extraño, y por demás, parecerá que quién, al incorporarse el Cauca al Ecuador, había dado a luz una proclama protestando sostener la constitución y leyes del Ecuador, y luego combatido en nombre de este Gobierno como su auxiliar con   —398→   las tropas de Jiménez y Briceño54; que quien, después de esta campaña, había suscrito y elevado una solicitud, el 6 de diciembre último, como consecuencia de la deliberación de la junta reunida en Popayán, haciendo notar su nombre como el primero de entre los noventa suscriptores de lo granado de la ciudad; que quien, apreciando su elección de Diputado por el Chocó para el Congreso ecuatoriano de 1831, aunque sin concurrir a él, había remitido dos proyectos de ley para que fuesen considerados55; que el General López, en fin, que por carta particular aun había solicitado la comandancia general de ese departamento, y estaba entonces desempeñándola a nombre del Gobierno del Ecuador, fuera el mismo que, cerrando los ojos a tales antecedentes y a su pundonor y lealtad, quisiese que el Cauca, su patria, dejase de ser ecuatoriano y se hiciese granadino. ¡Así pasan y pasarán los acontecimientos humanos reflejando al vivo la voltariedad de sus agentes; así se fija la suerte de los pueblos, pendiente a las veces, de la voluntad o acción de un solo hombre!

La veleidad, pues, con que cambió de banderas el que hacía de Comandante general del Cauca, cambió también de súbito el aspecto de la contienda. He aquí como se operó.

Desde algunos días antes se había retirado el batallón Quito, compuesto de doscientos y pico de hombres, porque amenazado por fuerzas mayores, se conceptuó, no sólo impotente para resistir, sino comprendido también en uno de los casos de las instrucciones. La guarnición de la ciudad estaba reducida a una compañía del batallón Tiradores de Palmira y a la milicia auxiliar de Popayán; el General López, poniéndolas en armas y formándolas en la plaza mayor, ordenó a sus oficiales que proclamaran a Nueva Granada. En seguida les dirigió   —399→   una proclama, plagada de conceptos no muy conformes con la verdad, ofreciendo en conclusión dar un manifiesto con que escandalizará a todos los lectores.

Si es que el general López publicó el manifiesto ofrecido, nosotros no hemos podido dar con ese documento. Ojalá que en él se hallen (lo deseamos con sinceridad) otras razones distintas de las no muy concertadas que encierra la proclama, para que así quede justificada su conducta, pues en sus Memorias, publicadas en 1857, no hemos dado ni con mejor concierto ni mejores justificaciones. El hombre que quiere cobrar honra y fama, debe, en todos sus dichos y acciones, meditar bien lo que va a decir y ejecutar, para no quedarse con el antojo de merecerlas.

1832. Dictó luego una orden general, en la cual encontramos estos artículos notables «Trece, todas las tropas que me obedecen constituyen una división en campaña de la vanguardia del ejército del sur...: quince, la división vanguardia se considerará por ahora transeúnte en un país neutral...: diez y nueve, teniendo órdenes e instrucciones del Gobierno de Nueva Granada, emitidas en 9 de noviembre último, por las cuales me nombran General en jefe de este ejército, y me autorizan en los varios casos que pueden ocurrir; y no habiendo antes hecho caso de ellas, porque aun tenía un destino dado por el Gobierno del Ecuador, y porque pensé que no sería necesario esto para decidir la cuestión del Cauca, declaro que me hallo en el caso de investirme, como me invista, de dichas autorizaciones...».

El pueblo de Popayán no participó de la resolución ni entusiasmo del General López, y antes, por el contrario, fue un frío espectador de la transformación que acababa de hacerse. La Corte superior, el cuerpo más respetable del departamento, aun dictó, días después, un acuerdo muy honorífico para el Gobierno del Ecuador.



  —400→  
II

La proclamación de Popayán, que parecía quitar toda esperanza de un paradero amigable y concluyente, no desalentó a Palacios Urquijo, nuestro encargado de negocios, y todavía tentó los medios de un avenimiento formal, aprovechándose de la autorización que la Convención granadina dio al Poder ejecutivo para que entablase negociaciones con dicho agente. Por desgracia, los empeños del gobierno del centro ponían la cuestión fuera de lo que era objeto de la misma, y no pudo obtenerse arreglo ninguno. El señor Pereira, Ministro de lo Interior y justicia, propuso, entre otros artículos de interés secundario para entonces, que Nueva Granada reconociese la independencia del Estado del sur, compuesto de los departamentos del Ecuador, Guayaquil y Azuay, según los límites que tenían en 1830, fijados por la ley del año de 1824 que antes citamos, y que el gobierno del Ecuador se comprometiese a interponer su autoridad con el Prelado diocesano de Quito, a fin de que delegara en el de Popayán el gobierno eclesiástico de toda la parte de la diócesis que políticamente pertenecía a N. Granada; quedando, en consecuencia el producto de los diezmos en favor de los Prebendadas de la catedral de Popayán. Queríase también, mediante la misma proposición, que los superiores de las órdenes monásticas de Quito, delegasen asimismo su gobernación en los Provinciales de las propias órdenes, residentes en Nueva Granada.

El coronel Palacios Urquijo presentó un contra proyecto de arreglo, proponiendo que los Estados del Ecuador y Nueva Granada reconociesen mutuamente su independencia, y que la fijación de límites se hiciera con la mayor brevedad posible por una Convención especial de plenipotenciarios que, reuniéndose en Popayán, para conocer bien los pormenores del territorio caucano, pudiera señalar con más acierto los pueblos o puntos que habían de servir de línea divisoria.

  —401→  

Aun se cruzaron otros y otros oficios de gobierno a gobierno, insistiendo cada cual en sus derechos, sin venir por esto a un paradero amigable. Se ofreció por el del centro que no tardaría en hacer un reconocimiento explícito del Ecuador como Estado, según la juiciosa circunspección con que se maneje la cuestión caucana por el gobierno del sur. Se protestó, asimismo, por parte de este, que su Presidente, puesto ya a la cabeza del ejército en la provincia de Pasto, no avanzaría del Juanambú, siempre que los pueblos del Cauca no sean ocupados por tropas del centro, y se retiren con el General López las que oprimían a Popayán, hasta que se reuniese la Convención colombiana que debía fijar los límites de los tres Estados en que se había dividido Colombia; o por su falta, hasta que el Gobierno de Nueva Granada prestase de buena fe su consentimiento para que pueda reunirse la asamblea caucana, con el propio fin de fijar los límites de los dos Estados.

Conocidos estos antecedentes, fácil era pronosticar que desaparecerían, como desaparecieron, las esperanzas de todo avenimiento; y que iba a tronar una nueva guerra de las escandalosas. El General Flores, al apartarse de Quito a principios de febrero, dijo en la proclama que dirigió a sus conciudadanos: «Poneos en armas, y os ofrezco una victoria espléndida y gloriosa». Casi no hay capitán de ejército que, o llevado de vanidad o por alentar a sus soldados, no se explique con más o menos arrogancia en los trances de venir ya a las manos con otro ejército; y sin embargo no pudo entonces conceptuarse jactancioso aquel ofrecimiento, porque contaba Flores con muchas y aguerridas tropas. Pero semejante campaña se abrió sin tener lo necesario para alimentarlas y vestirlas, y cuando todavía, siendo colombianos nuestros pueblos, no se había deslindado bien el ecuatoriano del granadino; y esas tropas, las más de ellas del centro o norte de Colombia, lejos de servir a la causa del Ecuador, sirvieron sólo para lastimar la dignidad de su Gobierno.



  —402→  
III

El General Flores acantonó por escalones, unos cuantos cuerpos del ejército desde Otavalo hasta Pasto, arregló otros de milicias, fortificó el Juanambú, sin desamparar por esto la línea del mayo, y resuelto a sostener con las armas las representaciones que nuevamente elevaron el cabildo y clero secular y regular de Pasto; se volvió a la capital con motivo de habérsele noticiado que venían dos comisionados granadinos con el fin de arreglar la paz. Todas las probabilidades, al parecer, estaban en favor del Presidente Flores, y todas sin embargo le volvieron las espaldas.

El Presidente, al volverse dejó, en la provincia de los Pastos, de Comandante en jefe del ejército al General Antonio Farfán, y de Comandante general de la de Pasto al coronel José María Guerrero.

La comisión granadina que el Gobierno del centro se había resuelto enviar al Ecuador, tenía el origen que pasamos a explicar. La Convención de Nueva Granada, a pesar de la declaratoria que había dado con respecto al departamento del Cauca, y a pesar de lo turbados que estaban el comercio y comunicación de su Gobierno con el nuestro, tuvo el sesudo acuerdo de expedir el decreto de 10 de marzo, por el cual el Poder ejecutivo debía promover inmediatamente la reunión de una asamblea de plenipotenciarios de los Estados en que se había dividido Colombia, para que arreglasen con los nuevos gobiernos los pactos que estimaren convenientes para su común bienestar y prosperidad. Mancomunidad de los Estados en cualquier especie de tratados o convenio que quisiera hacerse con España; mancomunidad para el arreglo y pago de las deudas contraídas por Colombia; pacto recíproco de no ocurrir en ningún caso al funesto arbitrio de las armas para la decisión de las contiendas que se suscitaren entre los tres Estados; alianza común para defender la independencia política, la integridad territorial   —403→   y cualesquiera otros derechos de interés común para Colombia; solemne y sagrado compromiso de prohibir, bajo penas eficaces, el tráfico de esclavos; y compromiso igual para mantener por siempre la forma de Gobierno republicano, popular, representativo, electivo, alternativo y responsable; tales fueron entre otros de menor monta, los nobles fines que debía entrar en cuenta la asamblea de plenipotenciarios. Si hay algo de repugnante en tan atinado como honorífico decreto, es sólo aquella reticencia con que se refiere al Ecuador, mirando todavía como hipotético el reconocimiento de su independencia; porque sea cual hubiere sido el resultado de la cuestión sobre el Cauca, debió tenerse como seguro y evidente el derecho que tenía la antigua Presidencia de Quito para constituirse en Estado soberano, del propio modo que se reconocía el de la antigua Capitanía general de Venezuela.

El Congreso de Venezuela correspondió al punto y debidamente a este llamamiento, y dio en consecuencia el decreto de 29 de abril; y, más consecuente y justo que la Convención granadina, reconoció de plano la independencia de los Estados del sur y el centro.

El Ecuador se había mostrado ya solícito por estos mismos vínculos y mancomunidad desde los primeros, actos de su congreso constituyente, y así aparecía acorde y unísona la voz de toda Colombia para volver a fraternizar y estrechar las partes de aquel gran cuerpo que acababa de descomponerse. Pero la cuestión sobre Cauca, cuestión de falso engrandecimiento y de pura vanidad, ya que la grandeza y dicha de los pueblos nunca puede medirse por su mayor o menor extensión de territorio, ni por otras dotes materiales, fue un negocio de tamaña cantidad para entonces, que no sólo nos privó de la paz y sus benéficos frutos, sino que engendró también odios profundos y enconados que no llegaron a calmarse sino después de transacciones humillantes para una de las partes, y de caprichos satisfechos para la otra.

Para llevar a ejecución lo dispuesto por el citado decreto, el Gobierno del centro diputó dos comisionados al Gobierno del Ecuador, con el fin de que arreglasen esa   —404→   fatal contienda; siendo de apreciarse, como se apreció, el que, dichos comisionados fueran los señores José Manuel Restrepo y José María Esteves, Obispo de Santa Marta, conocidos ambos por sus buenos antecedentes, en particular el primero, como historiador de la revolución de Colombia, y como Ministro de Estado de esta República. Pero si todo esto es de apreciarse, no así el que, a retaguarda de la comisión, vinieran también tropas que habían de pedir con las armas en las manos lo que no, se obtuvieran por voluntad y mutuo avenimiento.

Los comisionados que llegaron a Ibarra cuando ya el Presidente se hallaba de vuelta en Quito, habían sido recibidos desde Pasto con muestras de suma consideración.

El Presidente del Estado nombró de comisionados, por parte de su Gobierno, a los señores José Félix Valdivieso y Pedro José de Arteta, competentes ambos para entablar, dirigir y dar fin a tan delicado asunto.

Después de cruzados algunos oficios y de terminadas algunas conferencias, sin sacar ningún provecho, los comisionados ecuatorianos presentaron el 25 de mayo la siguiente proposición como base de los arreglos que debían hacerse: «Las provincias de Pasto y Buenaventura quedan definitivamente incorporadas al Estado del Ecuador, dejándose a la Convención general de Colombia la decisión sobre a cuál de los dos Estados deben pertenecer las del Chocó y Popayán». Los comisionados granadinos la rechazaron como inadmisible, fundándose en el derecho que tenía Nueva Granada por el uti possidetis de 1810, por la ley de 25 de junio de 1824 y por la constitución colombiana de 1830. Los del Ecuador la sostuvieron, apoyándose en la necesidad que tenía Pasto de conservar más expeditas sus comunicaciones y comercio, perteneciendo al Estado del sur; en otra igual necesidad que el Ecuador tenía de fijar los límites en Pasto, como señalados por la naturaleza misma para que sirvieran de común seguridad a los pueblos finítimos; en que, aun aceptando el uti possidetis del año 10, la jurisdicción de   —405→   la antigua Real audiencia y también la eclesiástica se extendía entonces hasta el río Mayo; en que el gobierno de Popayán había sido independiente del virreinato de Santafé, motivo por el cual los gobernadores de esta provincia eran nombrados por los Presidentes de Quito; en que, aun por el mismo supuesto de posesión, este principio no podía aplicarse a pueblos hermanos y amigos que, conceptuándose libres e independientes con la reciente disociación, no debían atender a otras reglas que a las de su conveniencia y seguridad y en que la constitución y leyes de Colombia, dadas para cuando esta República se conservaba íntegra, habían caducado desde su disolución, tomando las secciones formas diversas para regirse por las leyes y doctrinas propias. Amplificáronse tendidamente por ambas partes unas y otras razones; pero, como antes, sin provecho ninguno y el asunto, en medio de haberse tratado y vuelto a tratar en repetidas conferencias, no avanzaba un solo paso.

Los diplomáticos, como se sabe, obrando a tono de negociantes, hacen primero entender la resolución en que están de no darse a partido, aunque en lo interior de su ánimo piensan de otro modo, y seguramente, ateniéndose a este principio práctico de la diplomacia, se mantuvieron firmes unos y otros. Propúsose al cabo por los del Ecuador esta modificación: «El Estado del Ecuador continuará poseyendo por ahora la provincia de Pasto y el cantón de Barbacoas en sus límites actuales. El Estado de Nueva Granada continuará poseyendo por ahora el territorio que se extiende más allá de los límites indicados y sobre el cual el Ecuador reclama sus derechos. Esta posesión temporal subsistirá hasta que la Convención general de Colombia o la autoridad que legalmente se constituyere, determine la demarcación y límites respectivos de ambos Estados».

Larga fue la conferencia que tuvieron con respecto a esta modificación, y es lengua que iba a ser aceptada; pero al fin, lo mismo que la primera proposición, fue rechazada. Los comisionados granadinos propusieron luego a su vez: «Que se suspendiesen las negociaciones por   —406→   tres meses, mientras se posesionaba el General Santander, Presidente propietario de la Nueva Granada»; y también fue rechazada por los otros la proposición.

Últimamente el 14 de agosto presentaron los comisionados ecuatorianos el siguiente proyecto de tratado preliminar de paz: «Art. 2.º Los Gobiernos de ambos Estados se obligan y comprometen a transar tanto la presente cuestión sobre límites, como cualesquiera otras diferencias que desgraciadamente pudieran suscitarse en adelante, de un modo pacífico y amigable, bien remitiéndose a la gran Convención de Colombia o a un árbitro imparcial; por manera que jamás pueda ocurrirse al ominoso y detestable medio de las armas. Art. 13. Mientras los Gobiernos del Ecuador y Nueva Granada se convienen en sus diferencias, continuarán poseyendo el territorio en que actualmente ejercen su respectiva autoridad.... Art. 6.º Las tropas veteranas se reducirán a... hombres en cada Estado, luego que se ratifique el presente tratado. Art. 7.º Los cuerpos veteranos de Nueva Granada, situados en Popayán y el Cauca, repasarán al norte de Neiva. Los cuerpos veteranos del Ecuador, situados en Pasto y su Provincia, se retirarán a esta capital (Quito) para acantonarse en las provincias del sur...». Los Gobiernos disidentes debían solicitar del de Venezuela que saliese fiador del cumplimiento de este tratado.

También es fama que iban a ser aceptados estos artículos, según lo habían dado a entender los comisionados granadinos; pero sobrevino dos días antes un suceso, de cuenta, del cual trataremos muy luego, que cambió en el todo el aspecto de las cosas, y entonces estos se aferraron en la incorporación del Cauca a Nueva Granada sin consideraciones ni reservas posteriores, y se volvieron para su patria el 24 del mismo mes.

El suceso a que nos remitimos para conceptuarlo como causa que movió a los comisionados granadinos a rechazar las últimas proposiciones fue el siguiente. Hallábanse acantonadas en Latacunga cuatro compañías del batallón Flores, formado de las reliquias de los más antiguos   —407→   y mejores cuerpos que había tenido Colombia, y el 12 de agosto por la noche se repitió uno de aquellos actos de inmoralidad con que ya otras veces se había expuesto la seguridad pública. Fuera por desafecto al Gobierno, o simplemente llevadas del deseo de pillaje, se insurreccionaron las dichas compañías, a la manera que las del Vargas, sin proclamar ningún principio ni bandera. Prendieron a los jefes y oficiales, los fusilaron de seguida, saquearon la ciudad y difundieron el espanto por todas las poblaciones a donde fueron sucesivamente llegando tan pavorosas noticias. El coronel López, primer jefe del cuerpo, fue el único a quien no asesinaron en la misma noche, pero se lo llevaron bien asegurado hasta San Miguel de Chimbo, donde le pasaron por las armas. Un oficial, de apellido Medina, tuvo la serenidad de levantarse y correr por donde pudo, cuando ya estaba de rodillas, en junta de sus compañeros, ¡esperando los tiros que iban a echarle por las espaldas! Los oficiales Manuel Tomás Maldonado (llegó a ser General), el citado Medina, Venegas y Peña, que lograron fugar oportunamente cuando fueron a prenderlos, son los únicos que escaparon de aquella atroz carnicería.

Aun después que la ciudad había sido ya entrada a saco, obligaron a la esposa del jefe político señor José Miguel Carrión, a que les diese dinero; y la señora, acompañada de tres o cuatro de los sublevados, tuvo que recorrer la población, pidiendo de puerta en puerta algunos donativos o caridades con qué saciar la codicia de los rebeldes.

También Ambato fue metido a saco. Entraron primero catorce hombres bien montados, no sabemos con qué objeto; pero habiendo encontrado en este lugar al Coronel Otamendi y al coronel Machuca, jefe político del cantón, y con cuatro o seis asistentes, se recelaron de ellos, a lo que parece, pues trataron de conservarse unidos, sin perder de vista principalmente al primero. Con todo, aprovechándose este de un momento de distracción que tuvieron los sublevados, movió el caballo en que montaba a trote largo; mas ellos que también se hallaban bien   —408→   montados, le persiguieron asestándole los fusiles como con ánimo de descerrajarlos. Otamendi, intrépido en todas ocasiones, en viendo que le seguían y podía tocarle uno de los muchos tiros que iban a hacerle, volteose, las cejas arrugadas y lanza en ristre, y retándolos como si estuviesen bajo sus órdenes, logra que vuelvan los fusiles a sus puestos; bien que teniendo de incorporarse de nuevo a ellos. Conservose unido algunos ratos, siempre, eso sí, ojo avizor, porque temía le prendiesen o asesinasen.

Poco después, aparentando agasajarlos, les obsequió algunas botellas de aguardiente, consiguió distraerlos y que se embriagasen los más; y entonces, volviendo asesinato por asesinato, comenzó a matar a cuantos encontró dispersos. Había muerto ya cuatro, cuando los compañeros de estos, advirtiendo la falta, penetraron la realidad de lo que pasaba y se salieron al punto del lugar a incorporarse con el batallón que iba ya de Latacunga para Ambato. Así como entró el cuerpo, destacó Perales, el cabecilla, un buen piquete de soldados en persecución del coronel Otamendi que, con algunos milicianos y los asistentes, había huido, camino de Santa Rosa, y otros, entre tanto, saquearon a sus anchas la ciudad. No se detuvieron en esta sino una noche, y al día siguiente continuaron la marcha para Guaranda.

El Prefecto de Guayaquil, prevenido ya por las oportunas órdenes que había dictado el Gobierno, tan luego como entendió que los insurrectos se encaminaban para ese departamento, destacó dos compañías de artilleros y las dos del mismo batallón Flores que permanecían en la dicha plaza. Púsolas a órdenes del General Antonio de la Guerra, quien la reforzó con las milicias de Baba y los licenciados residentes en Chilintomo, y se situó el 19 de agosto entre el Garzal y Palo-largo. Los sublevados se burlaron de estas fuerzas o, más bien dicho, el General Guerra, incapaz de sostenerse en el peligro, supuso que las dos compañías del Flores trataban de abandonarle, y se retiró de Palo-largo para Babahoyo. Retirada tal que no era de temerse, produjo una irritante desazón en la capital del departamento, y el prefecto,   —409→   General Cordero, tuvo que llamar a las armas a todo ciudadano capaz de vestirlas, y dictar unas cuantas medidas enérgicas, a fin de atender como era debido a tan urgente peligro.

Los sublevados seguían adelante su camino, sosteniendo aquí y allí algunos encuentros, y a veces con ventajas, como en Tresbocas, donde lograron desmontar los cañones de los botes que salieron en su persecución.

En otros no fueron tan felices, y conociendo el sargento Perales que el río Babahoyo se hallaba bien defendido, puesto que se veía forzado a combatir a cada paso de su camino, cambió de repente la dirección de este, y fue a dar en Daule el 28. El 31 salió de este lugar, aguas abajo, como con ánimo de acometer a los defensores del orden público; mas a poco andar, cambió de ruta nuevamente y, haciendo una corta contramarcha, tomó la de Manabí.

El coronel Otamendi, que había seguido las pistas de los sublevados desde Ambato, se puso a la cabeza de doscientos hombres, y salió de Guayaquil en persecución de ellos el 2 de septiembre. El General Flores mismo anduvo tan activo al punto de saber lo ocurrido en Palolargo, que partió de Quito con quinientos soldados y se fue hasta Guayaquil, a librarle del saqueo a que estaba destinado, según el decir de los propios rebeldes. No hubo necesidad de tantas fuerzas para acabar con ellos.

Veamos cómo se expresó el mismo Otamendi en el parte que pasó de la bahía de Caráquez, el 13 de septiembre: «Hoy a las tres de la tarde han tocado en este punto los facciosos compuestos de doscientos cincuenta hombres (los ciento cincuenta restantes que faltaban, o habían sido ya muertos o andaban dispersos) y apoderados de la inexpugnable posición que expreso, se resolvieron a resistirme por segunda vez; pero fueron batidos por la columna de mi mando, y acuchillados en el campo de batalla setenta de ellos y cinco mujeres que perecieron en la carga de caballería, por hallarse uniformadas y entre la tropa. Quedan en nuestro poder catorce prisioneros,   —410→   doce mujeres.... Los sublevados (esto es los prisioneros), sufrieron el castigo que la ley impone a los traidores...».

Tal fue el paradero de estos otros soldados que, sirviendo en distintos cuerpos, habían encanecido con más de veinte años de campaña y un largo sartal de gloriosos triunfos.




V

Mientras acá andábamos, como se ha visto, pasando por angustias y desengaños, las tropas granadinas, que desde el mes de junio habían ocupado el Tablón de Gómez, ocuparon también sucesivamente a Tamiango y San Lorenzo, avanzando así día a día por el territorio que disputaban los dos Estados. El capitán Ayarza, y poco después el mayor Tamayo y el teniente Ríos las acometieron y vencieron sucesivamente en Pajajoi, en Cuevitas y en el mismo Tablón de Gómez, y las obligaron a reparar el Juanambú. Los hijos de Pasto se hallaban enteramente decididos por pertenecer al Ecuador, y con tales antecedentes, era casi imposible no salir airosos de la contienda.

Pero nuestro ejército se moría de hambre y desnudez, habiendo ocasiones en que jefes, oficiales y soldados no se desayunaban sino por la noche con maíz tostado o con zanahorias cocidas. El General Obando, entonces capitán de las fuerzas enemigas, incitaba con ascensos, con dinero u otros ofrecimientos a los oficiales de nuestro ejército a que abandonando a Flores, que se había hecho el árbitro y tirano del Ecuador, se pasasen a su campo, y tales ofertas las dirigía principalmente a los granadinos que servían en nuestras filas. Nada, nada recabó de estos, que se mantuvieron fieles a su nueva patria, y el Ecuador tiene que encarecer la lealtad de los Tamayos, Ayarza, Ríos y otros oficiales distinguidos.

  —411→  

Mas si no hubo granadinos que se dejaran seducir de los halagos de Obando, hubo un ecuatoriano que, llevado de su mala índole, cometió la infamia de hacer traición a las banderas de la patria; traición que resolvió en contra la suerte de la campaña.

Hallábase el teniente coronel Ignacio Sáenz, jefe de Estado mayor de la división de vanguardia, en Buesaco, a donde se había ido en son de reparar la salud, llevando el traidor proyecto de acercarse al enemigo para pasarse a sus filas con cuantas fuerzas tuviere a la mano. «En 1832, dice el General Obando en su contestación a la Historia crítica del asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho, estando (Sáenz) de guarnición en Pasto... se puso de acuerdo conmigo para abandonarle (a Flores) con cuantas tropas pudiese, tan pronto como yo me acercase a apoyar aquel movimiento con las fuerzas que yo mandaba, y lo hizo». Hízolo, sí, pasándose con doscientos veinte hombres del batallón Quito, dejando así descubierta la línea de Fuanambú, que la ocupó inmediatamente el enemigo, y dejando lastimado el orgullo nacional. Aun se habría llevado más gente, como pretendió, ordenando que el mayor Tamayo le dejase en Buesaco la compañía que estaba a sus órdenes; mas Tamayo, fundándose en que por entonces no podía reconocerle como jefe, por conceptuarle fuera del servicio por enfermo, le negó la obediencia.

Pretendiendo Sáenz justificar su traición, publicó un manifiesto, en que culpaba al General Flores del asesinato de Sucre y de otros muchos delitos, como causas que habían influido en su ánimo para abandonarle y pasarse al enemigo; mas, por ciertas y graves que fueran aquellas imputaciones, jamás será justificable semejante villanía, como tampoco se justificará la conducta del General Obando que, sirviéndose de medios prohibidos por la decencia y la honradez, ha confesado impudentemente su complicidad con un traidor. Sáenz aun envolvió en su traición a otros muchos ecuatorianos inocentes, presentándolos por el pronto tan traidores como él, cuando no fueron cómplices de tal delito.

  —412→  

El coronel Guerrero, que sabía el movimiento de Sáenz con dirección a la línea enemiga, pero que, no pudiendo penetrar la traición, supuso al contrario que había salido para atacar al General Obando, destacó al capitán Ayarza a que avanzase con su compañía hasta dar con Sáenz, por si este necesitara de refuerzo. Por fortuna, el Juanambú, que había crecido mucho, retardó la marcha de Ayarza, y a no ser por esta casualidad, también se habrían perdido él y sus soldados. Mientras esperaba que bajasen las aguas del río, se traslució ya la traición de Sáenz, y recibió entonces la orden de volverse a su cuartel.

El General Farfán, que se había movido de Tulcán para Túquerres, con el fin de cortar las disensiones suscitadas entre los jefes del escuadrón acantonado en este último lugar, y pasado poco después a Pasto con dicho cuerpo y una columna de doscientos provincianos; llegó a esta ciudad cuando ya era muy valida la voz de la traición de Sáenz. El suceso, en atención al jefe que lo había consumado, produjo un desconcierto tal, que ni Farfán ni los otros jefes, con excepción del coronel Guerrero, ni los oficiales se tuvieron por seguros desde entonces. Tanto se difundió la desconfianza en nuestras filas, y fue tan recíproca y general, que el jefe esperaba de momento a momento ser amarrado por alguno de sus mismos subalternos, y el oficial por su jefe u otro oficial.

Hemos dicho con excepción del coronel Guerrero, porque este, lejos de temer los malos resultados de la campaña, aun después de la traición de Sáenz, estaba seguro de salir airoso. Se había hecho dueño de todo el plan de campaña del General Obando, comunicado a los señores Tomás España y Fidel Torres por un paisano hijo de Pasto, y asegurado de tal secreto estaba a punto de cruzar cuantos movimientos emprendiera el enemigo, y aun con la esperanza de tomarle prisionero, como tal vez hubiera sucedido, a no alterarse sus disposiciones por el General Farfán.

El desconcierto subió de punto con la segunda traición hecha por el teniente Erazo que dirigía una partida   —413→   de observación en Tambopintado, y con la de otros soldados que, hallándose a órdenes del teniente Mogollón, le dijeron que se pasaban a Nueva Granada, porque no querían morir de hambre y en servicio del Gobierno del Ecuador. Dejáronle solo y abandonado, pues en efecto, se fueron.

Poco después cundieron en Pasto las noticias de la sublevación del Flores, y de la dispersión del Otavalo, cuerpo que capitaneaba el comandante Jerves. Pareciole luego al General Farfán que aun esa decisión que los hijos de Pasto mostraban por el Ecuador, era puramente simulada, y acaso traidora, por cuanto eran también muy conocidos los afectos de ellos hacia el General Obando. El hambre se había aumentado, las municiones eran pocas y, sobre todo, ya no contaban sino con trescientas; sesenta y dos plazas efectivas. Verdad es que Tamayo había sorprendido a Zarria en Pajajoi y obligádole a repasar el Juanambú; pero este suceso era de muy poca monta para balancear la mala posición de Farfán, y en consecuencia se resolvió este a salir de la ciudad, y venirse a la provincia de los Pastos.

Antes de ordenar la retirada reunió un consejo de guerra, al cual hizo presente el mal estado del ejército, si podía llamarse tal, y la falta de medios para la subsistencia y para resistir al enemigo, concluyendo por manifestar su parecer de abandonar a Pasto. Todos los jefes, con excepción de Farfán, el coronel España y el Gobernador de la provincia, opinaron en sentido contrario, y hay que honrar la memoria de los coroneles Guerrero, Antonio Moreno, Pereira, Acuña y el comandante José Ignacio Fernández56, que se opusieron briosamente a tan desacertado movimiento; pues, al participar el jefe de la división de igual manera de pensar, la contienda se habría resuelto de un modo más digno. No dejamos de penetrar las dificultades en que se hallaba; pero con unos pocos días más de sufrimiento, las cosas habrían cambiado de aspecto, ya que el Presidente se   —414→   movía de Quito para Pasto en los mismos días, llevándose el escuadrón Granaderos, y otros auxilios importantes.

El General Farfán desocupó la ciudad el 19 de septiembre, y el General Obando entró en ella el día 22.




VI

La retirada de esta división, del todo contraria a los deseos e intereses de los ecuatorianos de entonces, fue condenada por todos, principiando por el Presidente mismo, y aun se llegó a poner en causa al General que la había ordenado. Fama era, aunque bien descabellada, que se había verificado por instrucciones secretas del mismo Presidente, porque discurría, lo repiten hasta ahora algunos de sus enemigos, que su dominación no era muy segura con la incorporación del Cauca al Ecuador. Pero fuera de que esta no es razón ni de mediano fundamento, y fuera de lo inverosímil de tal cargo, el General Farfán que, como jefe de pundonor, procuró justificar la retirada exponiendo el mal estado de la división en los términos referidos, lo cual está conforme con la relación conteste de los generales Ayarza y Ríos; Farfán, repetimos, las hubiera publicado después de la caída del General Flores si no lo hiciera antes por consideraciones al Presidente del Estado. Público fue, además, el destemple con que Farfán reconvino a Flores a rostro firme en Túquerres, cuando supo que este había hablado mal de él con motivo de dicho movimiento, y ni el General Flores habría tenido por qué censurar al General Farfán, a ser ciertas dichas instrucciones, pues era de temerse que este las diera a la estampa, ni el General Farfán habría dejado de darlas en efecto, caso de tenerlas.

El General Flores ocupó a Túquerres el 1.º de octubre, en donde muy luego se le incorporaron las fuerzas que venían de Pasto. Veamos cómo se expresó él mismo   —415→   acerca de la retirada de Farfán, en una carta particular del 7 de dicho mes, dirigida juntamente al ministro Valdivieso y al Vice-presidente Larrea: «Tienen ustedes mucha razón en deplorar la conducta de Farfán en su inicua retirada; pues en ella hemos perdido como ya he dicho a ustedes 1.º la plaza de Pasto; 2.º trescientos y pico de soldados, inclusos los que entregó Sáenz; 3.º dos piezas de batalla y dos obuces; 4.º quinientos fusiles y más de veinte mil tiros; 5.º la mayor parte de los equipajes; 6.º la bandera del batallón Vargas, que, aunque se halla oculta, hace falta en su cuerpo y además está en riesgo de caer en poder del enemigo; 7.º, en fin, las milicias de Pasto que valían por algunos batallones. Todas estas fuerzas, todos estos elementos preparados contra Obando, los tiene hoy a su favor, mientras que nosotros nos hallamos debilitados por esta pérdida. La única ventaja que tenemos sobre el enemigo es la excelencia y número de nuestra caballería; mas esta ventaja no puede considerarse decisiva, por cuanto, siendo muy superior la infantería granadina, puede su jefe marchar par los cerros y montes de Pupiales hasta Tulcán y Huaco sin necesidad de bajar a la llanura. He dicho todo esto para que ustedes se persuadan que no me ha sido posible reocupar a Pasto, en razón de haberse anticipado Obando con sus tropas.... Ojalá hubiera podido ocupar este pueblo (Túquerres) el 20 del pasado, es decir un día después de la retirada, pues entonces habría tenido tiempo de reocupar a Pasto antes de que Obando se hubiera puesto en Tacines...».

El General Flores, que aun tenía la esperanza de conservar a lo menos la línea del Guáitara, hizo proponer al General Obando un armisticio, por el cual, dejando el cantón de Túquerres como campo neutro, debía servir ese río de límite divisorio. Obando vino en ello, y ofreció que sus tropas no pasarían el Guáitara, pero a cambio de que las autoridades del Cantón se entendiesen con el gobernador de Pasto. Esta condición disgustó a Flores, y no fue aceptada, y comunicó tales particulares al Vice-presidente y al Ministro.

  —416→  

Estos, que no podían conocer la situación y circunstancias de nuestro ejército acampado en Túquerres, sometieron la correspondencia del general en jefe al congreso que se hallaba reunido; y el Congreso, que tampoco podía conocerlas más menudamente que el mismo Flores, dejó a su arbitrio el arreglo de las cosas de un modo que fuese conforme a ellas y al decoro de la nación. En consecuencia, cambiados algunos oficios entre los dos capitanes de los ejércitos, y aceptada la neutralidad del territorio de Túquerres, sin traer ya a consideración el modo como habían de entenderse las autoridades de este cantón; se determinó el Presidente a enviar un comisionado que arreglase la paz. Los Generales Flores y Obando se vieron en Túquerres, y los que habían sido tan enemigos y denigrádose mutuamente por descargarse de la culpabilidad del asesinato del Mariscal de Ayacucho, se abrazaron, se acariciaron, se obsequiaron, diéronse en fin por buenos amigos.

El nombramiento del comisionado recayó en el Sr. Pedro José de Arteta, quien, reuniéndose en Pasto con los señores Obando y Posada Gutiérrez, comisionados por el Gobierno de Nueva Granada, celebró el 8 de diciembre el tratado de paz. Reconociéronse en él los dos Estados como independientes, y se fijó el río Carchi como límite divisorio, con arreglo a lo dispuesto por el art. 22 de la ley colombiana de 25 de junio de 1824. Fuera del arreglo de límites, se hicieron todos aquellos que demanda la vecindad de dos naciones limítrofes, comprometiéndose ambas a enviar oportunamente sus Diputados para formar la asamblea de plenipotenciarios, o aquella corporación o autoridad que debía deslindar y arreglar los negocios comunes a las tres secciones en que se había dividido Colombia.

Por un acto adicional de la misma fecha se dejó pendiente el arreglo de los puertos de la Tala y Tumaco, comprendidos en la provincia de Buenaventura, a solicitud del comisionado ecuatoriano, como pertenecientes a la Presidencia de Quito desde antes de 1810.

El tratado de Pasto dio fin a esa guerra de vanidad que duró más de un año; guerra poco o nada sangrienta,   —417→   pero productora de enconos que alteraron de algún modo y por algún tiempo los fraternales afectos con que se miraban los colombianos del sur y centro, y guerra, por remate, desairada para las armas del Ecuador. En el sentir de los enemigos del Presidente, los resultados de esta guerra echaron por el suelo esa su fama política y militar, ya que de grado en grado había perdido las líneas de Cali, Mayo, Juanambú y Guáitara; y sin embargo, la posteridad, que juzga de los acontecimientos pasados con rectitud, porque los juzga sin pasión, ha reducido otras causas para esos resultados.

El General López, sobre ser un jefe de los ya conocidos desde bien atrás, acababa de representar una gran figura como General en jefe de la campaña abierta para derrocar las fuerzas de Jiménez, y López, de vuelta a Popayán, se hace cargo de la comandancia del Cauca y se insurrecciona contra el Gobierno de quien había recibido tal confianza. Seis meses más tarde, cuando se estaba tratando de los arreglos, que podían cortar la contienda por las vías diplomáticas, se sublevan 400 hombres del batallón Flores y se dispersa el Otavalo. Casi por el mismo tiempo, el teniente coronel Sáenz, jefe del Estado mayor de la vanguardia del ejército ecuatoriano, se alza traidoramente contra su patria y se pasa al enemigo con 220 plazas del batallón Quito; y poco después, Erazo con una partida de observación, y luego los soldados de Mogollón siguen los torcidos pasos de Sáenz. Tras la insurrección de un comandante general, tras la sublevación de un cuerpo, dispersión de otro y traiciones de otros, el General Farfán, entonces comandante en jefe del ejército, aunque al parecer obligado por motivos justos, abandona la ciudad de Pasto que ocupaba, y de seguida se apodera de ella el General Obando. Resumidos así los sucesos, salta a la vista que los resultados de esa guerra debieron ser los que fueron, y queda en su punto la verdad.

Lo particular en la materia es que aun está pendiente el definitivo arreglo de límites entre las dos repúblicas,   —418→   porque una de las bases con que el Congreso ecuatoriano de 1832 aprobó el tratado, fue la de salvar los derechos del Ecuador. Así lo expuso nuestro comisionado en las conferencias de Pasto, así lo aprobó nuestro Gobierno, y así lo aceptó el de Nueva Granada.

Por fortuna, ahora son tantos, tan estrecho y fraternales los vínculos que ligan a estas secciones de Colombia, y hay tantas y tan poderosas razones para pensar que no los desatarán, cuanto más que discordarán hasta el término de hacerse guerra que, si no llegan a regirlas desatinados o desvanecidos gobernantes, podemos conceptuar ese riachuelo Carchi como un río singular, sin vado, sin puentes, sin maromas ni barcos, por donde pasar siquiera diez soldados. Ecuatorianos, granadinos y venezolanos, hijos de una madre común y hermanos por glorias comunes, todos somos colombianos.




VIII

Mientras por parte de Nueva Granada se había puesto a pleito el derecho que tenía el Ecuador para hacerse independiente, a causa de la contienda suscitada por la pertenencia del Cauca, los gobiernos del Perú y Bolivia, con los cuales no había tal estorbo de por medio, se prestaron, según anunciamos antes, a reconocerlo como tal. Con el Perú, aunque se había celebrado ya en Lima (12 de junio de 1832) un tratado de alianza y comercio, bien que no llegó el caso de canjearlo, y al andar de pocos meses después tocó en nuestras playas don Francisco Mariátegui, acreditado de Ministro plenipotenciario en el Ecuador. En cuanto al reconocimiento de la existencia política de los Estados de Nueva Granada y Venezuela, el congreso del Ecuador los reconoció por decreto de 12 de octubre de 1832; esto es, antes de los tratados hechos en Pasto.

Conocidos los sucesos relativos al reconocimiento, amistad y trato con las potencias vecinas, pasemos a referir   —419→   los correspondientes a lo doméstico en el año que recorremos.




IX

El mal estado de la hacienda pública, que tanto había empeorado con el sostenimiento de la campaña por el norte, obligó al Gobierno a suprimir los juzgados de letras establecidos para el conocimiento de causas civiles y criminales en primera instancia; a imponer una contribución de diez mil pesos mensuales; a suspender temporalmente las Cortes departamentales del Guayas y Azuay; a suprimir las comandancias generales de los departamentos, las de armas de las provincias, y militares de los cantones y los Estados mayores de los tres distritos; a suspender las contadurías de Quito, Guayas y Azuay, dejando sólo una con la denominación de General en el primero, a la cual se atribuyó la facultad de glosar, revisar y fenecer las cuentas de los empleados de hacienda; a reducir varios destinos de algunas oficinas; y a suspender, mientras cambiaran las circunstancias, el pago de las deudas atrasadas. Convenientes y provechosas fueron estas providencias, pues, cuando menos, se descartó la nación de un tren militar poco análogo a las instituciones y por demás desproporcionado para sus rentas. Pero la supresión de las cortes superiores de los departamentos, de los juzgados de letras y de las contadurías, sobre no producir sino ahorros muy cortos, privó a los pueblos de la comodidad y expedición de que gozaban en el despacho de las causas.

Al mal estado de las rentas vino a unirse la falsificación de moneda, consentida, casi autorizada y tal vez acuñada por algunos empleados superiores; esto es, por los mismos que tenían obligación de perseguirla y castigarla. Cuantas platerías y caldererías tenía Quito, y algunas casas y tiendas particulares, se habían convertido en oficinas de acuñación de moneda, donde se trabajaban   —420→   reales falsos y de puro cobre, cuasi públicamente, con lisura, a la luz del día. El empleado, el comerciante, el agricultor, cualquiera, en fin, que tenía con qué comprar un marco de plata para blanquear diez y seis o veinte de cobre, había dejado sus honestas labores por ser monedero falso, y los reales, todavía calientes, pasaban de las casas y tiendas a los mercados públicos. Oíanse de claro en claro los golpes de la acuñación, y gobernantes y gobernados, sin embargo, se encogían de hombros como convencidos de su impotencia para atajar aquel torrente devastador de monedas falsas, desdorosa obra de tan criminal cuanto generalizada industria.

Tan grave era ya el mal, y tan difundido se hallaba por algunas provincias del Estado que, a pesar de las mil justas quejas de los vendedores y de los hombres de bien que no habían querido aprovechar de los seguros lucros de esa vergonzosa industria; tuvieron las autoridades que dictar enérgicas y repetidas órdenes para que se admitiesen aquellas monedas sin ley ni tipo legítimo, autorizando el crimen, diremos así, y alentando a los delincuentes a proseguir con su punible manera de buscar la vida, y hasta de enriquecer a poca costa. El Gobierno que antes había andado impotente para reprimir la falsificación, tuvo luego que portarse terco y enérgico contra cuantos pretendían rechazar los bregues o chifis (eran los nombres que el pueblo dio a esas monedas.) Y ¿para qué? Para dar poco después, de sobresalto, un decreto por el que se redujo el real a la mitad de su valor, y más tarde otro declarándolo sin ninguno.

Los de las confianzas del Gobierno y los covachuelistas, sabedores de que iban a expedirse tales decretos, se preservaron solícita y oportunamente de perder el valor, de los chifis, y el daño recayó sobre el menesteroso pueblo. Y todavía, aun después de esto, no faltaron atrevidos traficantes que mercando por ínfimo precio algunos miles de esa moneda contrahecha, los introdujeron clandestinamente en los mercados de las provincias meridionales de Nueva Granada.

En medio de esa grita general y lamentaciones amargas contra los monederos falsos, apenas y muy apenas,   —421→   fueron juzgados unos cuatro o seis de esos cientos de criminales, y aun la conciencia misma de los jueces tuvo también que relajarse, discurriendo equitativamente que no cabía imponer castigos rigurosos a esos infelices, cuando estaban convencidos de que hasta ciertas personas de alta suposición les habían dado la norma y el ejemplo, y avivado esa mala industria.

Y no sólo el poder judicial, mas también el legislativo mismo tuvo que entrar en cuenta la multitud de delincuentes, y expedir una ley de indulto en favor de los reos; porque el delito fue generalizado, dice, entre la mayor parte de artesanos de distintos gremios, por no haber estado al alcance del Gobierno impedir el mal en su origen. La ley fue objetada por el Poder ejecutivo; mas siempre quedaron impunes los culpados; y maltrechos el comercio e industria de la gente desvalida.




X

El General Flores que había sostenido en auge todo su prestigio hasta fines de 1831, principió a perderlo desde el año siguiente. Aunque todavía contemplativa y sorda, aunque desconcertada y vaga, la oposición empezaba ya a dejarse advertir, y a fines de 1832 era por demás palpable el descontento de la mayoría de los gobernados. Era de nuestro deber indagar con cuidado y rastrear escrupulosamente el origen y causas de esa lucha tenaz, larga y sangrienta que sostuvo el Ecuador contra los sucesivos gobiernos de aquel General, y vamos a exponerlas sin odio ni afección, ni otro interés que el de sacar en limpio la verdad. Los amigos de Flores tanto como sus enemigos, exagerando los hechos y comentando sus acciones con la lógica del interés de partido, se han empeñado y empeñan todavía en elevarle o abatirle a su capricho, hasta desfigurarle de tal modo que la posteridad andaría fluctuante en sus juicios si, participando también nosotros de los calores de un tiempo   —422→   que ya pasó, tomáramos apasionadamente el pincel de los unos o la brocha de los otros.

Apuntamos ya en otro libro algunos rasgos de su físico, y otros de sus prendas y achaques, morales y militares; y ahora añadimos que su afabilidad, característica y real, según unos, y sólo política o aparente según otros, pero ejercitada en todas ocasiones y con todos los hombres, unida a la fama de su valor y al puesto que ocupaba, era una cualidad seductora a que muy pocos pudieron resistir. Enemigos de carácter soberbio y aferrado se rindieron a tal prenda y a su don de gentes, y creemos que, merced a estas dotes, se sostuvo airoso por tanto tiempo en medio de tempestades y tormentas que otros no habrían podido disipar. Por desgracia para él mismo, y aun para el Estado, esa misma índole afable y blanda, llevada a mayor término, ponía a riesgo la dignidad que demandaba el encumbrado puesto a que le habían elevado sus prendas militares, y empeñado en quedar bien con todos ofrecía de ligero lo que no podía, y a veces, lo que aun pudiendo estaba resuelto a no cumplir. Llevando por delante el principio de que le convenía más ser amado que temido, atraía a sus enemigos con ofertas y caricias, y lograba así, no sólo destemplar el encono de sus odios, sino convertirlos en apasionados amigos.

Sabía, en ocasiones convenientes, tomar cierto aire de dignidad y desenvoltura, y disimular mañosamente sus efectos; y si a veces quebrantó sus propósitos y reglas, sabía también confesar sus yerros y mostrarse arrepentido.

Deseaba hacerse de dineros, pero más bien para malgastarlos que para atesorarlos. Se mostraba aficionado a las letras y aun a las ciencias, pero más por la ostentación de figurar como ilustrado capitán, que por verdadera inclinación. Las Poesías que publicó poco después, si se exceptúan algunas, no carecen de numen, ni de gracia, ni de naturalidad, con todo de ser ésta contraria a sus deseos de encumbrarse a más de lo que podía.

  —423→  

Su achaque principal era el emplear la burla, y se burlaba con gracia, pero casi de todos y de todo; y esto no pudo menos que acarrearle enemigos rencorosos.

En cuanto a las causas que, como públicas, excitaron el descontento de los pueblos, allá van cuantas se han sacado en limpio de entre el hervidero de las pasiones con que todavía juzgan los diferentes partidos que han sobrevivido a la caída del General Flores.

1.ª Flores no había nacido en el Ecuador sino en Portocabello, ciudad de la heroica Venezuela, y la nota de extranjero y su decidida protección a los extranjeros fueron, para los pueblos, faltas que no podían tolerarse.

2.ª Igual decidida protección a los de su numerosa familia.

3.ª El mal estado de la hacienda pública y el fasto con que el Presidente y los empleados superiores daban tertulias y convites, hicieron conceptuar que lo primero procedía, no tanto de la escasez de rentas, como de las especulaciones ilícitas de cuantos corrían con el manejo de ellas.

4.ª Los hombres influyentes habían manifestado a Flores la inutilidad de conservar el grueso ejército que consumía todas las rentas, y pedido que lo disolviese, conforme a los deseos de muchos de los mismos jefes, oficiales y soldados. El General había mirado la demanda como justa y ofrecido que lo disolvería tan luego como se descartase de Urdaneta, y no lo disolvió.

5.ª La cordialidad con que los Generales Flores y Obando se trataron en Túquerres con motivo del armisticio que precedió a los tratados de Pasto, cuando aun pesaba sobre ambos el asesinato de Sucre, hizo que miraran al primero, sino como autor, como cómplice del segundo. Uno y otro se habían recriminado y hasta ofendido, sosteniendo cada cual su inocencia y cargando la culpa sobre el contrario, y se les había visto abrazarse y acariciarse, excediéndose en finezas a porfía; y estos agasajos se interpretaron cual pruebas palpables de la parte   —424→   que aquel tuviera en el asesinato. Ya tenemos abierto nuestro juicio sobre tal crimen; pero entonces, en 1832, todavía no estaba esclarecida la inocencia del uno.

6.ª La postergación u olvido de algunos jefes y oficiales ecuatorianos del tiempo de la guerra de la independencia o posteriores, como los Matheus, Sáenz, Montúfares, Elizaldes, Antes, Merinos, Gómez de la Torre, Lavayen, Barreras, Francos, Marchanes, etc. postergados por militares guapos y aguerridos, cierto, pero torpes e inmorales los más. La preponderancia de estos era tal, que el gobierno sólo contaba con ellos, aun para los destinos que requerían idoneidad.

7.ª Un suceso enteramente doméstico, de esos que se cruzan de salón a salón, irritante, es verdad, pero del todo particular. Habíase forjado por uno de los amigos del Gobierno una especie de sainete que tenía por objeto ridiculizar las costumbres de algunas familias respetables de Quito, y hubo otro que llevó su descaro hasta el término de leerlo en una tienda de comercio. Bien pronto lo supieron los agraviados, y con tal motivo se cruzaron amenazas y billetes de desafío, y el General Matheu echó públicamente bravatas contra el General Flores, porque así este como varios de sus empleados habían festejado el sainete. Irritado Flores contra Matheu mandó llamarle a palacio y, sentado bajo el solio y de etiqueta oficial, le recibió con ceño y reconvino con aspereza, concluyendo por decirle que sus títulos (los del Presidente) eran muy superiores a los pergaminos viejos en que el otro fundaba su representación social57.

El General Matheu, patriota del año nueve, soldado del año doce, perseguido largo tiempo y desterrado por la causa de la independencia, defensor de la soberanía ecuatoriana cuando la revolución del General Luis Urdaneta; era un hombre muy considerado y estimado por esos antecedentes, y por su gran hacienda y maneras   —425→   afables. Principalmente en Quito, su cuna, aunque censurado por la sangre que escupía, era por la generalidad del pueblo mirado con respeto, cual vástago de una casa acaudalada y solariega. El ultraje hecho por el Presidente lastimó el orgullo de la familia ofendida, luego el de sus allegados y luego el del pueblo mismo, para el cual no cabía poner en parangón los merecimientos del uno con los del otro; y el ultraje, al andar de pocos meses, levantó enemigos rencorosos contra el Gobierno.

8.ª El disgusto producido por el mal éxito de la campaña abierta con motivo de la incorporación del Cauca. Habíase hecho por el General Flores la oferta de una victoria espléndida y gloriosa y tenido por paradero un desairado fin.

9.ª El llamamiento al Ministerio de Hacienda al granadino señor Juan García del Río, conocido y merecidamente bien reputado por su oratoria e instrucción variada, tanto como por su orgullo y opiniones monárquicas, cuando la fantasía de algunos desconfiados del sistema republicano los llevó al delirio de querer cambiar el de Colombia. El nombramiento había tenido lugar el 10 de noviembre.

Tras este cúmulo de causas en que se ve confundido lo mezquino y liviano con lo de peso, lo justo con lo injusto, lo de interés público con lo particular, asomaba el mal deseo de oponerse a los gobernantes, maligna propensión de todos los pueblos contra todos los gobiernos y, de ordinario, por ambición o aspiraciones. El oposicionista sabe que es simpático para los pueblos y acariciado por ellos, porque piensan estos, algunas veces engañándose, que aquel es el defensor de sus derechos y libertad, cuando acaso, también algunas veces, sólo lleva por delante sus particulares intereses. El oposicionista, sin más que serlo, se tiene por patriota él mismo, y por tal le miran los pueblos; y el empleado, por libre e independiente que sea, es visto como servil, cuando no esclavo. El ser oposicionista, entre nosotros, constituye un título seductor que alienta aún a los más pacatos a inscribirse en el registro de los descontentos; el ser empleado un borrón que le mancilla y, tal vez, hasta deshonra.

  —426→  

Verdad es que el Gobierno, tras haberse organizado sobre malos cimientos, no tenía principios ni sistema que hiciera conocer a los pueblos los medios que pensaba emplear para el progreso de la nación; y esta falta, sin embargo, más que del Gobierno, era del tiempo y de las circunstancias. Apenas llevábamos dos años de existencia política, y aun estos dos años sin sosiego, cuando se quería que ya fuésemos más de lo que habíamos sido, como si un pueblo, por demás pobre y escaso de hombres públicos, pudiera levantarse de improviso y tomar vuelo.

Si todo esto es cierto, eso sí, también es cierto que el Ecuador, andaba todavía sin pabellón propiamente nacional. Los militares extranjeros, acostumbrados desde 1822 a deprimir y ultrajar a nuestro pueblo, continuaban entonces más altivos con la ocupación de los más de los destinos públicos, y el amparo del Gobierno; y los pueblos, ya hastiados con el despotismo militar, comprendieron que el nuevo Estado con que se constituyeran en 1830, no había mejorado en un ápice su condición anterior. Sobrábales, por tal causa, razón para su descontento, y era natural que apreciasen entusiastas a quienes pensaban hacerse de ese pabellón, y aun acudiesen a las vías de hecho, si de otro modo no podían conquistarle.




XI

Los trabajos legislativos de mayor importancia en 1832 fueron: la reforma de la ley orgánica judicial y dos adicionales a la misma: la ley que autorizó abrir acequias y llevar agua por heredades ajenas, previa indemnización de perjuicios; ley oportuna y bien consultada con que los campos de mal aspecto cambiaron de perspectiva, y tomó alientos la agricultura; una adicional a la de elecciones que reparó algunos de sus vacíos; otra a la de procedimiento civil; el decreto que estableció un Visitador de cuantas oficinas de hacienda había en el Estado; la resolución de que las juntas de este ramo   —427→   se arreglen a la antigua Ordenanza de intendentes; y la ley que determina las formalidades que deben observarse en los juicios de acusación contra los Ministros de Estado, y las penas que eran de imponerse. Como había sucedido en los dos congresos anteriores, y como sucederá mientras no cambiemos nuestro carácter perezoso, no faltó el decreto de autorización al Poder ejecutivo para que arreglase la administración de las rentas públicas; decreto ya de rutina y, a veces, de confianza peligrosa que puede venir en daño de la nación.







  —[428]→     —429→  

ArribaAbajoTomo VI


ArribaAbajoCostumbres públicas


I

Apuntando hemos venido aquí y allí algunos de nuestros desvíos en esta materia, y ahora vamos derechamente a ella, y a tratarla con cuanta extensión es compatible con un Resumen.

Por fortuna, la actual raza americana, raza dócil y comunicativa, ha recibido, no sólo sin repugnancia, antes con agrado, cuanto nos viene de Europa, y este es motivo que, nivelando nuestras costumbres con las de los pueblos civilizados, con respecto a muchos puntos de la vida civil y social, hará que no aparezcamos extravagantes, ni que se advierta la falta de especialidad en nuestros hábitos.

  —430→  

En efecto, desde que el Ecuador conquistó su independencia y se puso en comunicación y comercio con los otros pueblos de la tierra, ha ido perdiendo poco a poco la especialidad de ciertos hábitos y acomodándose a los extranjeros. Sobra de lujo por sobra de vanidad, faltas de compostura y decoro por falta de civilidad o roce del mundo, son achaques que más bien pertenecen al individuo que a la sociedad, y más bien comunes a todos los pueblos que a ninguno en particular. Así pues, nuestros gustos, alimentos y vestidos son, más o menos, los mismos que los de los pueblos cultos, sin otra diferencia que la proveniente de la desigualdad de riquezas y de necesidades.

En las provincias de lo interior acostumbran casarse demasiado jóvenes, casi niños, pues hasta se han visto adultos de quince o diez y seis años casados con adultas de doce y medio. Resulta de esto que los jóvenes entran al estado matrimonial antes de conocer el mundo por ninguno de sus lados y que, hastiándose bien pronto de los halagos del matrimonio, comienzan por aburrirse y acaban, a veces, por cosa peor. En cuanta a las niñas que se casan muy tiernas, se marchitan apenas pasado el año de miel y, una vez perdidos sus hechizos, llegan con frecuencia a exponer el bienestar de toda la vida. Rebosando está la humanidad de graves flaquezas, y es bien difícil mantener leal el corazón de un esposo muy joven, cuando tampoco pueden mantenerse las ilusiones con que el amor se alimenta, por muy puro y casto que parezca. Acaso este ardor matrimonial sea una de las causas por qué no se conserva siempre la moral doméstica.

En los pueblos de la sierra sería reparable que el marido sacase inmediatamente a su mujer de la casa de sus padres. En los de las costas, al contrario, el reparo provendría de que no la sacase en la misma noche de celebrado el matrimonio a la casa o estancia que oportunamente ha debido preparar. Los extremos, como se ve, se están haciendo cargos recíprocos.

Entre nosotros no hay, como en otros pueblos, necesidad de formalizar previamente el inventario de lo que   —431→   cada uno de los novios introduce a la sociedad conyugal, y menos matrimonios en que las dotes constituyan la resolución de celebrarlos; a no ser, y aun esto es raro, que sean de los contraídos por algún anciano rico con alguna joven. Las antiguas leyes, y más circunstanciadamente el Código Civil, comprenden muchas disposiciones relativas a tal necesidad, y con todo, casi no se conocen las escrituras dotales. Los novios y sus familias temen que se los atilde de codiciosos, y aunque en sus adentros no estén exentos de esta fragilidad, hay que aparentar lo contrario. A pesar de esto, por honra y orgullo de nuestro pueblo, debemos decir que, por lo general, no entran en cuenta los caudales, y son raras las jóvenes que, siendo hermosas, queden expuestas a servir de tías o destinadas para vestir santos. Si hay quienes se sacrifiquen dando su mano a una mujer de ancianidad o falta de alcurnia, hermosura u honra disputadas por hacerse de caudal, son bien contados, y así llevan sellada en su frente la ignominia.




II

Como en nuestros pueblos no hay propiamente lo que en las monarquías se llama alta sociedad, la del Ecuador, consecuente con tal falta, no tiene ceremonias de ninguna especie; y por lo que a esto mira, las costumbres no pueden ser más republicanas. Aun los bailes que principian con ciertos miramientos que huelen a etiqueta, pierden pronto su seriedad y acaban con una mediana y decente confianza.

En los bailes de la gente culta no se acostumbran otras danzas que las introducidas de Europa; danzas a escape, con poca dirección y pocas reglas; danzas-torbellinos que revuelcan cuanto hay a su paso, a veces con inclusión de otros danzarines; danzas sin orden ni unidad, porque la escuela del romanticismo es de carácter enciclopédico, y se habría echado muy a menos que   —432→   no tuviese entrada en los salones de Terpsícore. Atento lo mucho que han avanzado estas danzas, más que a galope, a toda carrera, es de creer que perderán pronto su reinado, porque la higiene, dándola de intolerante y delicada, ha comenzado a quejarse ya de los bien malos ratos que la causan. Por fortuna, las cuadrillas que han reemplazado a las contradanzas, sobre ser más arregladas y elegantes, moderan de rato en rato las tropelías de las otras.

Cuando ya en los bailes que han principiado con cierta etiqueta se pasa al del estado de confianza decente, se excita más la alegría y entonces se van a los bailes que llamamos sueltos, en que el hombre y la mujer, con pañuelos o sin ellos, se hacen entradas y atenciones que gustan a los bailarines y espectadores. El llamado Alza que te han visto se ha sustituido al que en los tiempos anteriores se llamaba Costillar. Muy parecido, cuando no del todo idéntico al de Alza que te han visto.

En casi todo la sierra se mantiene viva la afición a lo que, entre los diversos acordes de la música, llaman tono triste, absolutamente desconocido en España, a la cual debemos la mayor parte de nuestras costumbres. Gustoles, sin duda, muy particularmente a los criollos del Ecuador, Perú y Bolivia, ya españolizados, los tradicionales yaravíes de los indios, y de tal gusto, traspasado de generación en generación, ha provenido el encanto con que los oyen. El tono es, en verdad de una música triste que los entendidos en la materia no aciertan a dar con el género a que pertenece; pero que, lejos de causar tristeza, conmueve eficaz y gustosamente el ánimo para traer a la memoria las inocentes o no inocentes satisfacciones pasadas. Y tan así es su eficacia que, al oír de súbito el traspaso de la música alegre a la triste, echan un mal disfrazado y burlón suspiro y recitan a media voz los primeros versos del Canto a Teresa de Espronceda.

En las costas, la gente del pueblo se divierte por largos días y noches sin fastidiarse con los bailes sueltos y alegres, sueltos y muy sueltos en todo sentido. Entre los indios y la plebe de las Provincias interiores, el baile es   —433→   puramente lo accesorio; lo principal consiste en la beodez. La orquesta de los negros y zambos de los bosques de las tierras bajas es la marimba; la de los indios de las serranías, una arpa y el alentado sobre la tabla superior.




III

De algunos años a esta parte se ha introducido con ardor el desmedido uso de colorines entre las mujeres. Conviene, dicen, auxiliar a la naturaleza que ha obrado con mezquindad en punto a generalizar la hermosura. No somos tan severos para presumir que el uso del jalbegue exponga la buena moral; pensamos sí que, presentando una hermosura afianzada en ficciones, por demás fáciles de ser descubiertas, echan a perder los fines que se proponen. La joven que viene al mundo con cara de Ángel no necesita de albayalde para que los hombres la sirvan de rodillas, y la que viene desprovista de gracias corporales, nunca será tan diligente que no nos muestre alguna vez sin colorido su lienzo ordinario o remendado. La que se pinta una vez, tiene que andar pintada para siempre.

Por lo mismo que el hombre se halla de continuo maldiciendo contra las ilusiones de la vida, prefiere a todo trance las realidades, y siempre estimará más la acanalada caoba que el barniz inventado para dar el color de la caoba. La hermosura natural nos retiene a su lado porque la estamos palpando; la postiza nos parece también hermosura, pero sólo de lejos, y al acercarnos lleva el riesgo de que volteemos a escape las espaldas.

No combatamos los colorines por este lado; combatámoslos por la insuficiencia del intento; por los resultados contrarios a la esperanza que abrigan en el empleo de ellos. En una muy provechosa obra, titulada Instrucción para el pueblo, leemos; «Hay cinco especies de cosméticos.   —434→   De ellos, los que contienen sustancias minerales son muchas veces venenosos: los que contienen sustancias aluminosas y calcáreas cubren los poros de la piel y la fortifican; ciertos polvos vegetales cuya acción es corrosiva; y últimamente las pomadas de cohombro, de cacao, de agua de rosas, etc., que siendo simples, son susceptibles (no más que susceptibles ¿lo oís?) de dar al cutis alguna suavidad. En cuanto a la quinta especie de cosméticos, es sin duda de las más preciosas, porque blanquea radicalmente la piel, disipa las arrugas y las cubre de rosa; en una palabra, embellece y quita años, rejuvenece. Solamente (fijad bien, las que os pintáis, vuestra atención,) solamente que aunque se trabaja con afán, no se ha descubierto todavía».

De esto resulta: 1.º que si un cosmético de los venenosos no mata, puede a lo menos producir una enfermedad; 2.º que si no la produce, puede hacer envejecer; y 3.º que si no hace envejecer, es del todo inútil; de modo que, en resolución, ni aun por el codiciado fin del empleo de colorines debe gastarse un medio real en ellos. El agua pura, esta como panacea que Dios ha puesto a la mano de los ricos y pobres o, a lo más, el agua de rosas, son, a juicio de los entendidos, los únicos que las mujeres deben emplear, no para adquirir belleza, sino para mantener a lo menos la frescura por más largo tiempo, y hacer menos repugnantes la fealdad y la vejez. Salud y alegría, belleza cría; atavío y afeite y cuesta caro y miente decía el sesudo Franklin.




IV

Las corridas de toros, introducidas al Reino de Quito desde que fue conquistado por Benalcázar, eran recibidas y vistas, no con entusiasmo, sino con furor por nuestros pueblos. Ni el tiempo, constantemente reparador de nuestros errores y flaquezas, ni la razón y civilización, ni la   —435→   manía de destruir todo lo vetusto para reinar sobre los escombros de ese pasado de bárbara fisonomía; nada era bastante para moderar el entusiasmo que produce no más que el anuncio de una corrida de toros; pues ahora mismo, sin embargo de lo prohibidas que están las dichas corridas, vuelven los deseos y el ahínco de tenerlas. Si nuestra raza no se regenera con la mezcla de otras, no hay remedio, la humanidad y la civilización se andarán, entre nosotros, abatidas y postradas por la omnipotencia de tan arraigada costumbre.

Como en los pueblos extranjeros puede creerse que las corridas de toros en el Ecuador eran como las de España y el Perú, nos detendremos en puntualizarlas para que, si reviviesen, como ha sucedido ya varias veces, al asombro de la barbaridad de jugar con toros, se agregue el asombro de la manera como los jugaban. Con tal fin reproducimos una de las Cartas tauromáquicas que escribimos en 1854, para el periódico El Filántropo que se publicaba en Guayaquil, con motivo de la corrida que hubo en Quito en dicho año. Dice así:

«La plaza mayor de esta capital, la destinada para la corrida de toros, alcanzó a comprender quinientos veinte palcos, según me lo informaron los estadistas tauromáquicos. Colocando no más que a quince personas en cada palco, pues si en unos había menos en otros hubo más, resulta que concurrieron siete mil ochocientos. Agrega a esta suma otra de unos mil, compuesta: 1.º del pueblo curioso que desde su niñez está acostumbrado a ver figurar él mismo en tal teatro, y que, no teniendo como ponerse fuera de los tiros o cariños cornucópicos, ocupa, velis nolis, el centro de la plaza en la extensión de todos sus radios; 2.º del pueblo inocente y rudo que, contando con el propósito de no provocar al toro, es incapaz de prever las contingencias de otros riesgos, como los procedentes de las carreras de los caballos o de los disparos de los morteretes; y 3.º del pueblo hambriento que, movido del interés de una linda colcha o de las pesetas que se apuntan contra la piel del toro, se presenta a la lid ansioso de llevárselas, y tendrás un producto de   —436→   8.800 espectadores en la plaza. No hay que tomar mis observaciones a broma, pues no he puesto un solo inciso por hipérbole.

»A las sumas citadas agrega otra de cosa de dos mil que se andan paseando, a retaguardia de los palcos, por los atrios y portales, o por las cuatro esquinas de la plaza, o que se halla inquieta por las alturas de la ciudad, y tendrás, cuentas ajustadas, la total de 10.800, si no vagabunda y criminal, forzosamente ociosa y en todo caso condenable.

»Y no por esto creas que cuantos otros constituyen la demás de la población, continúen con sus tareas ordinarias de trabajo. No amigo: aquel residuo imponente se ocupa también en preparar los adornos de los toros, en aderezar los carros, en dirigir las entradas de los barrios, en buscar disfraces y caretas, en los accesorios, en fin de los mismos toros.

»Pero vuelvo a la plaza cuando ya principia la diversión. Sale el toro galanamente enjaezado en medio de un bullicio de música, silbos, cohetes, disparos de los morteretes, carreras de los jinetes y las algazaras de los muchachos; y sale cuando es bueno, matando aquí a un hombre, hiriendo allá a tres o cuatro, golpeando a muchos y asustando a todos. Por seis u ocho minutos solo se ve el cuerpo compacto de un pueblo que se mueve y agita en dirección contraria al movimiento de la fiera. Cuando ya han pasado las primeras fatigas de ésta, cuando ya algo cansada ha moderado su carrera, principia la verdadera lid entre el toro campeador y el hombre campeador, precedida de un diálogo corto que cualquier escribano pudiera, sin exponer la fe pública, escribirlo textualmente como sigue:

»El de dos pies, presentando por delante su poncho o capa, los salvaguardias con que cuenta para librar el bulto, le dice:

-¡Ah toro! ¿a que no me cojes?

El de cuatro pies. -A que te cojo.

  —437→  

-A que no me cojes.

-A que te cojo.

»Este diálogo de tauromáquica ritualidad y que a lo más cambia de tono, se sostiene, más o menos, según la voluntad del campeador de cuatro pies o la porfía de su adversario. Se resuelve al fin el toro y acomete: recibe el inocente chasco de haber empleado en vano sus fuerzas y cuernos contra un cuerpo ligero y sin vida como el poncho; y vuelve y vuelve a la misma jugada y con el mismo campeador, o pasa de largo a jugar con otro, con quien cruza indispensablemente el diálogo consabido, dando, por lo regular, los mismos resultados o bien consecuencias nada divertidas.

»Los campeadores bípedos que, de seguro, no han consultado cuál es su ganancia en el caso de salir bien de la burla, se quedan como se estaban con la lengua en la boca, sin recibir un solo viva ni tener un solo adulador que los aplauda o admire. Por relevante que sea una acción, si es de las comunes, de las de todos los días, deja de ser relevante y no tiene mérito ninguno.

»En el caso contrario, cuando la palabra burlador se ha vuelto por pasiva al participio burlado, como tampoco entonces han consultado la pérdida, vuelan los campeones bípedos por los aires, o aran con su cabeza y cuerpo unas cuantas varas de terreno, o lo desempiedran si estaba empedrado. Esto, cuando no pasan a lo que decimos otro mundo, en el cual no sé si juegan toros, o al hospital o siquiera a las afueras de la plaza.

»El pueblo espectador, tan indiferente como se muestra cuando el bípedo se burla del cuadrúpedo, levanta, al ser la burla por pasiva, un grito creciente según la duración de los maltratamientos, si no de compasión, causado a lo menos por la inquietud.

»Entonces caen diez, doce, veinte hombres sobre el hombre que yace roto y empolvado: por el suelo. Le miran, le examinan de arriba para abajo y le alzan en brazos para ponerlo fuera de las barreras, y pasarlo de   —438→   allí al panteón o al hospital; sucediendo a veces que los cargadores de ese fardo humano tienen que abandonarlo en la misma plaza, cuando a la fiera, en sus vueltas y revueltas caprichosas, le viene la humorada de moverse por donde se movía el grupo funerario. Si, por desgracia, el toro vuelve a dar con el hombre abandonado, le hiere si estaba sólo aturdido con los amurcos; le mata si sólo estaba herido; le magulla si sólo estaba muerto; y le envía a los infiernos, añadiría, si estuviese en la potencia de la fiera, y si el hombre sólo estaba magullado.

»Estas escenas que repetidamente alternan con mucha regularidad y orden entre lo cómico y lo trágico, no cambian de decoración en toda la tarde, a no ser que hubiese alguna entrada de barrio o escaramuza militar, en cuyo caso único vuelven los latidos del corazón a su estado natural. Termina la mascarada, y el pueblo vuelve a las mismas burlas, y la fiera a los mismos golpes o cornadas. Tantos como son los malos ratos que el buen toro da al alegre pueblo, así el pueblo es porfiado en seguir jugando con el toro.

»Cuando el hombre campeador se presenta con lanza o con espada, ora caballero o a pie, con la resolución de matar al toro campeador, entonces el diálogo de que se habló cambia la palabra del verbo; entonces es como sigue:

El bípedo.- ¡Ah, toro, que te mato!

El cuadrúpedo.- A que no me matas.

-A que te mato.

-Yo soy quien te matará.

»El cuadrúpedo muere efectivamente y en todo caso, pues, aunque él hubiese despachado a uno o dos bípedos, se presentan de luego a luego otros y otros, hasta que hacen prevalecer el a que te mato de los de nuestra especie. Por fortuna, en esta vez, habiendo sido los toros los burlados y muertos, no han podido llevar su amenaza a cumplimiento. El pueblo de picadores, (porque debes saber, que, aquí para entre nos, cualquier dueño de lanza   —439→   o espada es picador sin necesidad de escuela tauromáquica) se ha salido con la suya. No así el pueblo puramente capeador, porque, entre muertos, heridos y golpeados o maltratados, quedaron tendidos, en las siete tardes, algo más de sesenta en el campo de batalla.

»Cuando el pueblo, hambriento y ávido de las monedas que ve colgadas de la piel del toro, observa que éste se halla con cuatro lanzadas por el pecho, lejos de correr de él, le busca, se le acerca, le persigue, le agarra por la cola, le echa tierra a los ojos, le fatiga y rinde. El animal, con la desesperación del aburrimiento y agonías, hace de súbito una conversión hacia aquella compacta muchedumbre que le abruma, y todavía tiene como aventar o tender a diez o doce, hasta que al fin queda vencido.

»¿Cómo pintar ahora esa competencia, esa porfía de las cien y cien manos concurrentes que se sientan sobre el pellejo de la tendida fiera, manos que se rechazan y golpean por arrancar un peso o una peseta? Supón toda una república de hormigas montada sobre un alacrán, y tendrás una idea cabal del pueblo asido al emplatado toro. Cuando se levantan esas mil manos y se aparta ya la gente, se ve al animal limpio como en su páramo, y entonces, con el auxilio de cuatro o seis cabestros que le echan por los cuernos y pies, le arrastran por medio de caballos hasta ponerlo fuera de la plaza. De seguida se vuelve al mismo prólogo, a la misma obra y a los mismos resultados.

»Tales son el comienzo, medio y fin de la jugada con un toro en cada tarde, y tal es el comienzo, medio y fin de todas las tardes de toros. En estas diversiones no hay monotonía que fastidie, en el decir de los espectadores en general.

»En algunas noches de la semana juegan con el que se llama toro embombado. Al animal, que se halla bien atado entre dos barreras muy estrechas, le echan dos mechones grandes y ensebados sobre los cuernos, y de añadidura una suave y calmante enjalma de fuegos artificiales   —440→   que no deben reventar sino cuando ya salga a la plaza iluminada. El capeo es el mismo que el de la tarde, aunque con aumento de riesgo para los capeadores, y aun para los palcos que pueden fácilmente incendiarse. Sucede a veces que el fuego de la pólvora se comunica con el basto o fuste de la enjalma, y entonces se ve al animal ardiendo por el espinazo, las costillas, el abdomen, las orejas y la cara; de modo que los llaneros de Venezuela podrían muy bien comerlo y digerirlo. El toro, llevado de las provocaciones de tantas voces y silbos, y del ardor y los tormentos, aumenta su rabia y propensiones; y el pueblo se ríe y silva más, y se festeja de velo con ese ardor y tormentos. El pueblo, en estos instantes, ejercita una burla vengadora, como en reparación de los amurcos que ha recibido de otros toros, o como en abono de los que todavía puede recibir. La humanidad y la civilización que nos han descartado de la inquisición, redimido a los esclavos, compadecídose del hambre y harapos del pueblo, no han tendido todavía su manto de amparo para estos animales que, si han nacido con el instinto de la ferocidad y lo conservan entre los páramos, sobre ser mansos y hasta sufridos en los poblados, son de los más útiles y provechosos para la vida.

»Si consideramos que el grave e incisivo don Melchor, ya difunto, y el tan saleroso y satírico don Modesto, nuestro contemporáneo, han hablado mal de las plazas de toros de España, de esas plazas bien resguardadas, donde sólo entran por turno los capeadores y picadores adiestrados desde la niñez, por medio de reglas conocidas y seguras; si consideramos que, no obstante las precauciones que allá se toman y de estar casi afianzada la vida de tales gladiadores, han calificado los susodichos don Melchor y don Modesto de bárbaras las costumbres tauromáquicas de la Península, ¿cuánto más habría dicho el primero, y cuánto más no haría reír el segundo al ver nuestros palcos improvisados de la noche a la mañana; cuánto de nuestro pueblo que, por hambre, rutina o simple antojo, se ha hecho gladiador; cuánto de los espectadores que se divierten con estas fiestas;   —441→   cuánto del Gobierno que tan indolente las permite y, a veces, las provoca él mismo?

»No sé si me engañe; pero, a mi juicio, en toda temporada de toros se rompe de nuevo para nosotros otra caja de Pandora, y frescas y pujantes campean de una a una y con entera libertad cuantas malas pasiones obsequió a la tierra la pagan a caja. La justicia, castigadora de aquellos que, sin hacer diligencia ninguna para separar a dos hombres que riñen o se están matando, se han portado como simples espectadores; no sólo enmudece, más aun se hace cómplice, porque la justicia misma es tan tranquila espectadora de los asesinatos que se provocan, como pueden serlo cuantos otros violan la ley penal que habría aplicado. El Gobierno, el interesado en velar por el progreso de la industria y trabajo de su pueblo, en conservar la paz y en favorecer el aumento de la población; el Gobierno, digo, olvida, en tales temporadas, todos sus buenos propósitos y deja a los gobernados, no sólo ociosos, sino en ocasión de que se vuelvan vagabundos y criminales, no sólo reducidos a una estadística estacionaria, sino expuestos a una infalible disminución; porque, por miserables que sean los guarismos de diez o doce muertos, unos al contado y otros a plazos más o menos largos, pero que al fin llegan a vencerse, y de diez o doce muertos en cada uno de los cuarenta y tantos cantones de la República; son, en todo caso, guarismos de mucha entidad para la humana especie. La policía, perseguidora activa de los ebrios y vagos, a quienes destina a los lugares de colonización, la policía pronta siempre, y de día y de noche, para hacer acallar o corregir las riñas; la policía ve repartir a cántaros el aguardiente, lo reparte ella misma en el día de su turno, y tiene que desentenderse, como quien oye llover, de las consecuencias de la embriaguez, que también ella misma ha provocado. La humanidad que incesantemente anda vestida del riguroso luto de una madre que ha perdido a su hijo, se vuelve terca e insensible en estos días, y hasta se engalana y ríe, porque la humanidad se halla en abierta contradicción con las fiestas de toros. Observad sino el entusiasmo, aplausos y admiración con que en la plaza   —442→   se festeja al buen toro; esto es, al que ha muerto a unos cuatro, aventado a ocho o diez, o cuando menos tumbado a doce o catorce. Cuando la fiera no da estos resultados es una mala fiera, que no sirve cosa; de modo que viene a ser muy usual y hasta de retórica ajustada el decir bondad feroz, por más que huela a gazafatón. La buena moral, en fin... ¡oh!... Doblo esta hoja, porque sería preciso descender a pinturas individuales, cuando yo sólo he visto las cosas, según lo habrás advertido, colectivamente y muy por mayor para no exasperar la sensibilidad de mis lectores...».



Ahora sólo tenemos que añadir que las corridas de toros, según ya lo indicamos, se hallan prohibidas por decreto legislativo de 11 de febrero de 1868.




V

Algo menos bárbara que la corrida de toros, pero, mírese por el lado que se quiera, siempre ruda y salvaje, también se mantiene ufana y engreída otra costumbre de no muy bien averiguado origen, cuando no sabemos a punto fijo si viene del hebreo, romano, árabe o español; esto es, que no sabemos si la costumbre es cristiana o pagana, y si fue o no introducida entre los pueblos católicos so pretexto, en el decir de algunos, de una representación alegórica de las costumbres de los antiguos. Hablamos del Juego del Carnaval, tan sucio cuanto impúdico, tan repugnante cuanto expuesto a brotar enfermedades muy graves58.

Según la Enciclopedia española, la voz carnaval proviene de la italiana carnaval o de la frase car-naval (se va la carne), porque, durante los tres días inmediatamente   —443→   anteriores a los de cuaresma, se comía mucha carne, como haciendo provisión de ella para los cuarenta de abstinencia. Según otros, procede del español, por aquello de caro vale (¡Adios carne!); y según otros, del simple, y cierto que bien simple, antojo de divertirse con bajezas, y de una como reparación anticipada de la vida de privaciones y expiación que debe suceder a las locuras de los tres días. A juicio de Cantú, es una ruda reliquia de los tiempos del paganismo, y como en esto no nos paramos, en tratándose de seguir por donde fueron sus licencias, licenciosos habíamos de ser nosotros, por mucho alarde que hagamos de haber nacido bajo la fe de Jesucristo.

Legítimo o no el origen, ello es que los días del carnaval, para otros pueblos cultos época de la algazara y licencias reducidas a bailes y disfraces, a mojar con aguas olorosas, asestarse ramos de flores o apagar blandones; para nosotros es el tiempo de ensuciar la cabeza, la cara, las espaldas y hasta los pechos con tiznes, huevos y otros ingredientes que forman una bahorrina por demás nauseabunda que da bascas con sólo ver desde lejos a los que se divierten tan festiva y acaloradamente. Entre nosotros, el festejo de los tres días se ha llevado hasta la desvergüenza de jugar con aguas y huevos corrompidos.

El gusto al aseo o, a lo menos, la repugnancia contra todo lo asqueroso, repugnancia que nos va llegando con los extranjeros que visitan el suelo ecuatoriano, han hecho al fin que siquiera la capital no guste ya mucho de tal diversión, y quede reservada para los pueblos cortos. En el día, aun podemos envanecernos de que sólo es diversión para la gente del pueblo, y aun para esta, no con el rudo furor de los antiguos hasta el tiempo del gobierno de Colombia. Con todo, el furor con que amparada por la familia de los empleados superiores, asomó en el carnaval de 1867, nos hizo volver a los tiempos rudos, y tuvimos que avergonzarnos de nuevo. El Congreso extraordinario de 1868, compadecido sin duda de tanta vergüenza, expidió el decreto prohibitorio de semejante juego, y ahora ya es de confiarse en que no volverá a resucitar.

  —444→  

Así lo expresamos en la primera edición de este Resumen; mas ¡qué vergüenza! todavía hemos tenido que asquear tan pésima costumbre.




VI

Las fiestas religiosas como en todas partes, más o menos, son pomposas y solemnes en las ciudades grandes; pobres y desairadas en las pequeñas, e impropias en algunas poblaciones cortas del litoral, donde frecuentemente se ven cuatro o seis de los que decimos montubios59 con muy buenos mostachos, desempeñando, vestidos de albas, el oficio de Santos Varones en la plática del descendimiento del sagrado cuerpo de Cristo.

Las fiestas que se celebran en la capital de la República, con excepción de las celebradas en parroquias urbanas, son de ordinario aparatosas, y las de la Catedral, principalmente, hasta majestuosas e imponentes por el sin número de sacerdotes y acólitos que acompañan a desempeñar los sagrados oficios, y por la asistencia personal del Jefe del Estado y más empleados superiores.

Las de la Compañía de Jesús, San Francisco, Santo Domingo y San Agustín, en las fiestas funerarias, son asimismo de edificante gravedad.

No podemos decir lo mismo con respecto a otras iglesias, y lo sentimos bien profundamente. En los pueblos de la costa se tocan tambores en lo alto de las torres, y las campanas se repican dando cierta consonancia musical con aquellos instrumentos. En los de la serranía se tocan dianas a las puertas de los templos, y se revientan cohetes y morteretes; bien que esto sólo debe entenderse en los días de celebración de alguna fiesta, y nunca, nunca en las Catedrales. La misa, en las celebridades de   —445→   fiestas que se hacen en las parroquias, sin perdonar a las urbanas de Quito, no es misa, si no ha habido tambores, chirimías, cohetes, chamarasca y otras cosas así, ni tampoco es sacrificio, porque el sacrificio para los priostes, consiste, al parecer, en lo que les ha costado la fiesta.




VII

En las parroquias de la sierra, los indios, en el Día de finados, se apoderan de las campanas y, asidos desde las vísperas de los badajos, no dejan de tocarlas hasta entrada ya la noche. Creen que se sacan almas del purgatorio con el tañido de las campanas, y esos inocentes trepan solícitos a las torres para hacer hablar a las campanas, como dicen, y dar alivio a las almas de los deudos que han perdido.

Las ofrendas que los indios llevan a los templos, consisten en pan, velas, ordinariamente pintadas de amarillo, huevos, cuyes o cosas así para dar a los sacerdotes o a los tonsurados, en retribución de los responsos que rezan.

Las velas de ofrenda se introducen de cuando en cuando en los cántaros de agua bendita que los indios llevan a propósito, con el objeto, dicen, de apagar las llamas con que las almas de sus deudos están abrasadas. Mientras se rezan los responsos, hurgan con los dedos la tierra que encuentran en las junturas del embaldosado de los templos, y la riegan con agua, a fin asimismo de refrescar a las almas.

En las procesiones del Corpus, que son casi generales en nuestros pueblos, se ven partidas de indios vestidos de Danzantes, saraos, diablillos o yumbos, que bailando ebrios y con las cabezas cubiertas delante del Sacramento, siguen todo el camino que llevan aquellas. Si esto no es una palpable profanación de lo más sagrado, no sabemos como calificarlo.

  —446→  

En las de los Octavarios de algunas provincias, en que también se saca el Sacramento, se van esparciendo por el suelo habas, mellocos, papas, rosetas de cintas, flores y cosas así, y los muchachos y gente del pueblo procuran recoger cuanto les viene a la mano y, a veces, a empujones lo de más allá. En las plazas se clavan cucañas de frutas, conejos, perdices, ollas de barro, dentro de las cuales están brincando por salir algunas lagartijas, cazuelitas, etc., y todo esto que se halla destinado para el pueblo que concurre a tales fiestas, se le da precisamente al tiempo que rodea la procesión por la plaza, como para provocar las risas y la algazara, la mayor bulla posible y casi, las más ocasiones, las puñadas de entre tantos competidores, ansiosos de llevarse alguno o algunos de esos objetos. Quebradas las ollas antes de bajar de las cucañas, porque se quiebran desde el suelo y a pedradas, caen las lagartijas y echan a correr; y ahí es de ver las carreras por huir de ellas, los ascos de los elegantes, las pataletas de las nerviosas, etc., etc., Ubinam gentiun sumus? ¡Si aun estaremos viviendo en tierra de paganos!

Aun quedan muchas verdades que decir en la materia; mas punto en boca.


«Que si mengua o escándalo resulta,
honra más la verdad quien más la oculta».


Olmedo                





VIII

La temporada de Inocentes, que sigue a la de aguinaldos, es en Quito una temporada en que la sociedad casi toda despliega su contento y buen humor, y esto es demasiado natural en un pueblo que carece enteramente de recreos y diversiones públicas, si exceptuamos las   —447→   de toros, cuando las había, y las del teatro cuando asoman compañías de cómicos. En los tres primeros días sólo se divierten los grupos de la gente común, vestidos de manos y belermos (betlemitas), y los niños a quienes las madres los visten de gala, bien significando alguna cosa o sin significar ninguna. Desde la noche del último día o desde el cuarto siguiente a los tres anteriores, comienzan a asomar por las calles y plazas, de ordinario de tres a cuatro de la tarde, partidas de enmascarados, a pie o a caballo, jugueteándose y chanceándose con cuantos encuentran. Hay quienes se presentan vestidos con suma compostura, quienes intencionalmente haraposos o ridículos, con caretas de todos los tipos físicos y aun imaginarios; los más de ellos sin comprender ningún sentido ni alusión y fastidiosos, otros de sarcástica significación, y algunos hasta percucientes con sus dichos; y todos, todos, con inclusión de algunas mujeres, se andan y corren echando bromas agudas o martillando con el eterno e insulso me conocís (¿me conoces?) por las calles, plazas, atrios, portales y casas.

La plaza principal, llena de espectadores y de máscaras, presenta una mole formidable de semblantes graciosos o grotescos, de distintos aspectos y coloridos; mole que se mueve, se agita, ríe o aplaude, según que las máscaras hacen cabriolas, o sueltan chistes sobre chistes, o inventan chascos y travesuras contra el curioso pueblo que los rodea y sigue las pistas.

Al entrar la noche se aumenta el número de enmascarados y se presentan nuevas partidas, con música o sin ella, y se detienen a bailar dentro de los portales o en la plaza, o no hacen sino atravesar la compacta muchedumbre de gente para meterse en tales y cuales casas de habitación, donde se chancean, bailan, beben y se divierten hasta la hora que más les acomoda. A veces salen en aumento las partidas, pues los de la casa invadida, exaltados por el ejemplo o los humos de las copas, no pueden ya resistir a las tentaciones de buscar también la flor del berro. A veces prolongan el baile hasta el amanecer, ábreseles de nuevo el contento, ya algo vencido   —448→   por las agitaciones de toda la noche, y montan a caballo y van a darse una pavonada por las afueras de la ciudad. Las partidas que salen con música van alumbradas por diez y seis o veinte blandones. A las que van sin música las llaman bárbaras, y de cierto con alguna razón; y, con música o sin ella, invaden una casa de sobresalto, o entran a las que ya están prevenidas de antemano con alumbrado y mesas de refresco.

La diversión pública se prolonga generalmente hasta las doce o una de la noche, y la de los enmascarados hasta rematarla, como se rematan los bailes, a las cuatro o cinco de la mañana, según les dura el buen humor.

Hay veces que la temporada de inocentes pasa de diez días, y hasta hace poco se sacaban toros de los introducidos para el consumo, y los jugaban embetados por las tardes. Esto para el pueblo, era un aliciente más que centuplicaba su alborozo.

Otras veces remataba la diversión en el Día de Reyes, en que los indios y cholos de la ciudad se disfrazaban de mindalas (indias placeras) o de negros con camisas que dejan sueltas para afuera de los pantalones, y atadas las cinturas con ceñidores. Ordinariamente salían llevando en la mano un paraguas abierto; de manera que, uniéndose y entrelazándose con ciertas proporciones, formaban vistosas figuras al bailar una mala contradanza con música alegre o triste (esta diferencia no es al caso), para manifestar su contento por medio de cabriolas. De diez y seis o veinte años para acá cambiaron de forma y trajes, y se presentaban a caballo ¡quien había de pensarlo! vestidos de ángeles, de reyes, de coroneles, de señoritas, etc., etc., y recorrían la ciudad a escape por distintas direcciones, y se paraban al frente de tal taberna, y se desmontaban y bailaban, y volvían a montar y correr, y ya embriagados, empezaban a caer hasta concluir la diversión en sus casuchas o en las tiendas.

Cuando no hay toros en la temporada de Inocentes, es a la verdad una muy inocente y cumplida diversión que, en miniatura, refleja los carnavales o los bailes de   —449→   máscaras de las grandes ciudades de Europa. Lo malo es que se prolongaba hasta serlo de sobra, y que, favoreciéndola por tantos días, se favorecía también nuestra connatural holgazanería.

Las demás ciudades y pueblos de la República seguían, como era de ser, las costumbres de la capital, con las indispensables y muy naturales diferencias del menos lujo, menos gasto y menos gusto. Y esto que decimos en cuanto a Inocentes, ha de entenderse también en punto a carnavales y procesiones, con más las fiestas de San Juan o de San Pedro que los indios, en algunas provincias, las hacen durar por quince días.

En los pueblos de la costa hay menos decisión por las mascaradas, y las partidas de máscaras que salen al público, en los años que los hay, sólo son de bárbaros. La careta, en los lugares de temperamento ardiente, debe ser intolerable.




IX

En el mismo día de Reyes se alzaban hasta ahora algunos años dos tabladillos en la plaza de Santo Domingo de la capital60; uno, simulacro de Belén donde nació nuestro Señor Jesucristo; y otro, también simulacro de un palacio donde encaramaban a dos polichinelas, cubiertas las caras con sus respectivas larvas y vestidos de rey y reina, en remedo (decían los directores de la función) de los de Jerusalén del tiempo en que los Reyes magos vinieron a pedir permiso para adorar al Rey de los Reyes, al niño Dios.

  —450→  

Mientras llegaban los Reyes magos, los de Jerusalén se paseaban por el tabladillo con un garbo grotesco, garbo de rey-mono, que hacían reír por semejante majadería, o se sentaban como enojosos y meditabundos, reflexionando acerca de la osadía de quienes han dicho que había nacido un único y verdadero Rey. El pueblo, siempre andariego y ansioso de diversiones, y los muchachos, alborozados de contento, los contemplaban de hito en hito, sin perder ninguna acción de los farsantes y se mantenían andando o de pies al lado del tabladillo hasta por tres o cuatro horas.

Los Reyes magos, el viejo, el mozo y el negro, montados a caballo, entraban a la plaza por el Sur y Norte de ella (fijaos en los conocimientos geográficos e históricos de los señores directores de tal función), precedidos y acompañados de pastores, de coroneles y de comandantes (fijaos asimismo en el conocimiento de dichos señores, en punto a costumbres), u otros disfraces de la laya. Se encaminaban de seguida y derechamente al palacio de Herodes, y cada uno de los magos le dirigía un discurso, modelo de oratoria, en solicitud del permiso de ir a adorar al recién nacido Rey de los cielos. Nuestro Herodes, puesto que no hay como decir lo sea también de otros, contestaba echando ternos y pestes, haciendo muecas y contorsiones, y mostrando una rabia que la dejaba conocer aún al través de su disfraz; pero los magos, burlándose de tales enojos que no pasaban de bravatas seguían adelante y riéndose para Belén.

Llegados a este lugar se oía otro discurso, del ángel que, tomando la forma de una estrella, les había servido de guía, y se oían otros discursos de los pastores que los habían acompañado y sin más ni más quedaba acabada la representación.

Si no hubiera habido tanta necedad y ridiculez, así en las personas como en sus acciones y palabras, en los vestidos, en el estado en que estaban, en cuanto se hacía y festejaba, en fin, diríamos que era uno como auto sacramental de esos que representaban en los tiempos   —451→   remotos y atrasados, disculpable (y tal vez hasta apreciable), entre nuestros mayores. Pero la función no podía merecer tan honroso calificativo, porque no era dramática, ni dialogada ni siquiera racional, sino fiesta profana y ruda, ridícula y mal dirigida entrada de barrio con que se procuraba entretener al pueblo, y atentatoria contra el respeto que se debe a la historia sagrada, y nada más.

La falta de otro género de recreos, la falta de instrucción y hasta de buen sentido en ciertos personajes que quieren darlas de entendidos, hace que el pueblo concurra novelero a todas las fiestas religiosas; no por devoción, eso no, mas por matar el tiempo, huir del trabajo y satisfacer sus congénitas disposiciones para llevar una vida de holgazanes. Se anuncia una fiesta de San Jacinto de Yahuachi, del Cisne, del Señor del Huaico, del señor de Ficuno, de la Virgen del Quinche, etc.; pues ahí están el pueblo curioso y ávido de diversiones, y los que desean hacer ganancias por medio del juego; ahí los amantes impedidos a quienes ha reunido la casualidad, y la venta de naipes, de frescos, frutas y licores; ahí las borracheras con todas sus consecuencias; ahí, en fin, lo de andar a la gala del niño Jesús.




X

Individuemos ahora las costumbres de los indios, únicas que difieren propiamente de las de otros pueblos. Para dejarnos comprender con facilidad, tomaremos a un indio desde su nacimiento, e historiaremos a vuela pluma la vida que llevan los de su desgraciada raza.

No porque el niño indio haga conocer que ya tiene vida en el vientre de la madre, toma esta ninguna precaución para librarse de las consecuencias de un mal parto, ni altera en nada sus hábitos de trabajo, sean cuales fueren, con tal de ser conformes con su estado y condición; pues sigue tranquila en sus labores, abandonada   —452→   enteramente a los cuidados oficiosos de la naturaleza. Un par de trapos que ha zarceado en los poblados o en los basureros de la hacienda de su patrón o de las vecinas, los lava y remienda como puede, y sin necesitar de más ya tiene preparados los pañales para su hijo.

Llega el instante del alumbramiento; se acuesta sobre el casi desnudo suelo de su choza, si es que las labores del campo no la han detenido en otra parte, sale el niño a luz, corta ella misma el cordón umbilical con su único y mal afilado cuchillo, o golpeándolo entre dos piedras, lava a la criatura, la envuelve con una mala faja entre los preparados trapos que los lleva siempre consigo, se lava ella misma, y alguna, sino muchas, continúa con el trabajo interrumpida por el parto. Si esto último no es absoluto, lo de ordinario es que una india no hace cama ni guarda más dieta, dieta de privación de trabajo, que por tres días; pues, con respecto a los alimentos, son los mismos de todo el año, los mismos de toda la vida.

Ese niño que viene al mundo tan indolentemente desatendido, como lo habían sido sus padres y abuelos, no tiene el derecho de interrumpir con lágrimas ni gritos las tareas de la madre, pues ora fuere esposa de un concierto61, ora porque su miseria la obligue a un incesante trabajo, no puede dejar de hacer lo que está haciendo por ir a acallar a su hijo. El niño, aburrido de tanto llorar y gritar, se cansa al cabo y duerme hasta que en ocasión más oportuna pueda la madre satisfacer las necesidades o deseos del hijo.

Yendo y viniendo por donde va y viene la madre, porque no le aparta ni puede apartarlo de sus espaldas sino es en los instantes de darle el pecho o por la noche, el niño se desarrolla a todo sol, aguas y vientos, y vive bajo este régimen hasta dos o dos y medio años en que se le desteta.

  —453→  

De diez a doce de edad, a los ojos de sus padres ya es un indiezuelo que puede servir; y cuando ellos se ausentan de sus casuchas, ponen bajo el cuidado de tal niño y de un perro ordinario, que nunca les falta, los trapos, sogas, vasijas de barro, dos o cuatro gallinas y algunos cuyes, que por todo constituyen, con más o menos diferencia, el patrimonio de la familia. ¡Ay del pobre indiezuelo, si se ha descuidado en algo de lo que se dejó a su cargo, a no ser porque no pudo resistir a fuerzas mayores!

Desde los ocho o diez hasta los diez y ocho años, si pertenece a padres conciertos, tiene, por ser longo62, el deber de concurrir en ciertas noches y mañanas de la semana a la hacienda de los patrones a aprender la doctrina cristiana, enseñada por otro longo mayor o por un ciego, y enseñada en una especie de canto fúnebre y desacorde. Esta enseñanza que nada enseña, porque tampoco sabe el maestro lo enseñado, no es gratuita, pues los patrones han establecido la costumbre de obligar a los longos al trabajo de la faena por dos o tres cuartos de hora; faena reducida, eso sí, a un trabajo proporcionado a las fuerzas de semejantes obreros.

Desde la misma y hasta la misma edad, bien el longo viva en las haciendas de temperamento caliente, bien en las de páramo u ovejerías, su cuerpo sólo se cubre con el ponchito de jerga, y su cabeza sólo con la copa del sombrero viejo de lana y lleno de saín que ya no sirve para sus padres o una especie de gorro formado de bayetas de distintos colores. En los páramos, el indio añade a este vestido un par de mangas de cuero de carnero para cubrirse los brazos, y un pedazo de bayeta, azul o negra, envuelto a la manera de ancha corbata, para abrigar el pescuezo o cuello. Nada de calzoncillos mientras dura su estado de longo; y nada de camisa tampoco, y   —454→   menos de chaqueta, aunque entre en mayor edad, y aun cuando se concierte. Los mayores de diez y ocho años se cubren con cuzmas (túnica o cotón corto de lana, sin cuello ni mangas, que baja hasta los muslos), calzoncillos de lienzo que llegan hasta las rodillas, poncho de jerga o de manta ordinaria y sombrero de lana, de tres o cuatro reales de valor. En otras provincias llevan, en lugar de calzoncillos, pantalones de bayeta ordinaria. El uso de zapatos o sandalias les es desconocido. ¿Con qué habían de comprar calzado? Si a los que hacen de arrieros se los ve con pedazos de suela pegados a las plantas de los pies, es seguro que son de los desprendidos de algún calzado viejo que hallaron tirado en los albañales. Desde los diez y ocho años hasta los cincuenta entraban en la obligación de pagar el tributo en los términos que expusimos en su lugar. Al fin, desde ahora, treinta años (1857) la razón y la piedad, vencidas y humilladas por algo más de tres siglos, alcanzaron justicia y se decretó la abolición de tan inhumano impuesto. Débese tal redención a la legislatura de dicho año y muy particularmente al Sor. Manuel Gómez de la Torre, miembro del Senado, que demostró con atinados y enérgicos discursos la ignominia del tributo, el desdoro de las instituciones republicanas, el clamor general de los sensatos y la necesidad y hasta conveniencia de la abolición. Habíala propuesto piadosa y encarecidamente el Ministro de Hacienda, Sr. Francisco P. Icaza; mas el recelo de que, extinguiendo el tributo de un golpe y sin el reemplazo correspondiente a la renta fiscal, resultaría un déficit crecido contra el tesoro público, dio pie a que el mismo Ministro y algunos Senadores opinaran para que la definitiva redención de los pobres indios fuese paulatina hasta por tres años, o se suspendiese al menos por ocho o diez meses. Los Senadores, Gómez de la Torre, García Moreno y Treviño los contradijeron ardientemente, y entonces la mayoría del Senado la decretó sin restricción ninguna63. Y que resultara o no aquel déficit crecido,   —455→   y se empeorara o no nuestra escasa hacienda pública, estas no eran razones con que podía sostenerse la ignominia impuesta por el derecho de los conquistadores, y la legislatura de 1857 (la cámara de Diputados estuvo de acuerdo con la del Senado), bendecida por medio millón de almas, tiene de calcarse en la memoria de la raza americana-ecuatoriana. Que se expusiera o no nuestra agricultura, como pensaban muchos hacendados, que se arruinaran o no cuantos se servían de los indios, el tributo constituía tamaña iniquidad, y lo inicuo debió desaparecer.

Estamos pues ya, a Dios gracias, libres de tener que lamentarnos por las consecuencias del tributo; mas, principiando por compadecer la supina ignorancia de quienes apenas han comprendido o no comprendido, tal vez, el bien de su redención, todavía nos sobran grandes motivos de dolor por la suerte de estos desdichados.

Los indios, antes dueños comuneros de las tierras que ahora poseemos, no tienen, por lo general heredades ningunas, y si hay algunos pocos que cuentan entre sus bienes, con tierras, labrantías o terrasgos en qué trabajar y sembrar, y son tan reducidos que su valor subirá, cuando más, a veinticinco, cincuenta o cien sucres. Teniendo hambre y desnudez, y no teniendo como satisfacer estas necesidades, acuden a concertarse con los propietarios de las haciendas, y mediante las cortas anticipaciones que estos les dan, a lo más de diez, veinte o cuarenta sucres, según las costumbres de las provincias o de las parroquias, quedan los brazos de los indios empeñados para siempre. Lo que el indio ha recibido de socorro (este es el nombre que dan a la cantidad anticipada), no le basta sino muy apenas para comprar el poncho y la cuzma para él, y un rebozo y anacu para su mujer, cuando el socorro no se ha hecho para pagar algún priostazgo; y si, prescindiendo del alimento de la familia, sobreviene la muerte de un hijo, una alcaldía, un compromiso de hacerse danzante u otro género de necesidades urgentes, es claro que se pone en la de volver los ojos a su patrón para obtener nuevo socorro. Procediendo las más veces, por no decir todas, de esa   —456→   manera, como el primer socorro no estaba devengado todavía, remacha más y más su concierto, y la esclavitud sólo acaba con la muerte.

Verdad es que el indio, sino siempre, frecuentemente muere debiendo, como no podía ser de otra manera, y que el patrón, también cuasi siempre, pierde los socorros anticipados, por lo mismo que el otro no deja bienes ningunos para el pago de sus deudas. Mas, fuera de ser estas muy cortas para los hacendados o colonos, tampoco faltan corazones de bronce que hacen, cuando menos, la prueba de querer obligar a la viuda o hijos a que las devenguen con su trabajo, ni han faltado algunos que efectivamente las han cobrado.

El indio poseedor de cuatro o seis hectáreas de terreno en propiedad, que es dueño de algún rebaño de doce o diez y seis carneros, o de un par de bueyes o borricos, es también tenido como rico entre los de otras castas. El que tiene estas comodidades no se concierta; vive con independencia, cuida afanosamente lo suyo, viaja por las costas a sacar sal o chalanear en el comercio de ganado vacuno, carneros y cerdos, y a fuerza de privaciones y economía ahorra al año sesenta, ochenta o cien sucres. ¿Para qué? -Si no siempre, para gastarlos al recibir la vara de alcalde de doctrina, al hacerse danzante o prioste de alguna fiesta, pedida a veces por él mismo u obligado por el párroco. Cuando él mismo pide el priostazgo es, entre otras causas, por librarse de la tacha de ser longo todavía.

Cuando pagaba tributos lo hacía sin quejarse, porque pensaba ser de muy justa obligación el satisfacerlos; y cuando los abolieron, hasta hubo indios quejosos de que se privase a La Majestad (pensaban y todavía piensan algunos que somos colonos y súbditos del Rey de España) de un derecho legítimo y sagrado. ¡Ya se ve! No puede escandalizarnos tanta ignorancia, cuando los polacos, siervos del terruño, se conmovieron en sabiendo que iban a ser libres; cuando en Wurtemberg se suscitaron graves quejas, no sólo entre los nobles, interesados en mantener el antiguo orden, mas entre escritores y jurisconsultos   —457→   de suposición, a consecuencia de haberse abolido en 1817 la esclavitud personal. Si aun en los pueblos europeos hay tal gente, no es mucho que acá suba a tanto punto la ignorancia de los indios.

Las indias desde longas visten de anacu (pedazo de bayeta azul o negra, envuelto al ruedo del cuerpo desde los pechos hasta algo más abajo de las rodillas, y sostenido por una ancha faja, tejida por ellas mismas), y de otro pedazo de bayeta llamado pachallina o tupullina, agarrado al pecho con un tupu (aguja grande de cobre u otro metal) para cubrir las espaldas y brazos hasta los codos. En algunas provincias del sur visten polleras en lugar de anacus, y las indias del campo, en las serranías, no conocen camisa en su cuerpo, y el calzado ni las que habitan en las ciudades, a no ser cuatro o seis por maravilla.

Indios e indias son decididos por los colores vivos, principalmente por el púrpura. Así, en todos sus disfraces o cuando visten de gala para concurrir a las procesiones u otras fiestas, buscan o alquilan las telas o trastos del color más subido, y tal vez proceda de este gusto propio de nuestra tierra el que las mestizas y las cholas de las provincias subalternas de la sierra, tengan asimismo una preferente afición a las telas de color bien encendido.

Indios e indias comen o, más bien dicho, lamiscan cuanto pueden, a cualquier hora del día o de la noche, y sin reparar en que estén o no fríos o calientes los alimentos. Jamás rechazan lo que se les da a comer; pero también resisten al hambre por largas horas, y lo primero prueba que viven hambreados de por vida.

Duermen al suelo raso dentro de sus casuchas, o en los corredores de las haciendas, con la misma comodidad que otros sobre colchones y en estancias abrigadas. No se quitan los vestidos para dormir, pues son raros los que tienen mantas, y pocos los que cuentan con un par de zaleas para el descanso de la noche. Se acuestan muy temprano, rendidos a no dudar de su sempiterno trabajo, y se levantan igualmente muy temprano.

  —458→  

No aceptan médicos ni drogas para la curación de sus enfermedades, y antes se dejarían matar que resolverse a que les echen lavativas. La frugalidad de sus alimentos, y la agitación producida por su constante trabajo bastan para que la naturaleza triunfe de los más de los achaques y quebrantos de la salud; bien que, en su decir, el restablecimiento lo deben las más veces al curandero que ha propinado algunas bebidas simples y proferido ciertas palabras, para nosotros sin sentido, para ellos significativas, ora acercando la boca a las mismas bebidas, ora al cuerpo del paciente. El que las da de curandero es un indio o cholo, de los zorreros y rapaces que han logrado, entre los de su clase, ser tenidos como Esculapios.

Entre las enfermedades comunes para todos los hombres no adolecen los indios ni de sífilis ni de obesidad.

Casi no tienen noción ninguna del bien y el mal, ni del pundonor, ni de lo bello y, tal vez, ni del amor; quizás también no conocen lo que se llama curiosidad. Se casan, no tanto porque se quieren, sino las más veces porque se necesitan mutuamente para hacer más llevadero el trabajo; procediendo de esto que los indios prefieran para esposas a las viudas con hijos. Sin embargo, no dejan de ser frecuentes los incestos y los adulterios dobles.

Es tal la abyección y tal el convencimiento de la miseria en que viven, que jamás resisten como deben a los mandatos y aun caprichos de otros hombres, blancos, mestizos, cholos o negros, y constantemente se ven dominados por la impertinencia y travesuras de los muchachos, con especialidad en las concurrencias públicas. Si, por ejemplo, se necesitan algunos para que carguen las imágenes de los santos en las procesiones, se esparcen los muchachos en busca de indios, y los agarran por los ponchos, y los arrastran al lugar donde está la necesidad. Se disgustan del servicio a que los obligan, refunfuñan algo; pero sin resolución ni vigor, como convencidos de que no les asiste derecho para emplear sus puños en semejantes casos, convencidos de que el sufrimiento es para   —459→   ellos un deber. Para el tránsito o marcha de las tropas servían, hasta hace poco, de medios bagajes o bagajes menores, porque se los tomaba, a falta de bestias, para el transporte de una media carga o de un sobornal, a diferencia de los animales, bagajes mayores, que transportan carga entera.

Su alimento ordinario consiste en comer papas, cebada y maíz; las papas, a lo más cocidas o asadas; la cebada, reducida a polvo o a cocimiento; el maíz, tostado. Otros se alimentan con lo que decimos zambos (especie de calabazas con mucha carne por dentro o sea cidracayote), habas, ocas, mellocos y coles; todo lo cual, también a lo más, cocido o asado. Raras veces comen carne, tal vez a duras penas en los casos que refieren Juan y Ulloa, según lo expusimos en otra parte; tal vez, asimismo, habrá muchos que no conocen el sabor de la manteca y mantequilla, a menos que hayan servido de huasicamas (guarda casas). Una shigra (fardelejo tejido de cabuya) de mahzca (harina de cebada) entremezclada con maíz tostado, chochos desaguados, algunos granos de sal y un par de ajíes o lo que llamamos rocotos (ajíes gruesos y crespos, los más); basta para el fiambre de un camino de seis u ocho jornadas; fuera, eso sí, del cántaro de chicha de jora que indispensablemente lo toman, cuando no en el tránsito, en las posadas donde se alojan.

Los conciertos, mayores de diez y ocho años, tienen obligación de concurrir por dos días en la semana a la enseñanza de la doctrina, lo mismo que cuando longos, y deben concurrir con sus mujeres, si son casados. La enseñanza la dirige el mayordomo de la hacienda o un ayudante de él, y principia a las cuatro de la madrugada; consiste, como la de los longos, no en la explicación de la doctrina, pues serán muy pocos los mayordomos que la entiendan, sino en la repetición de las palabras del rezo. En estos días tienen también el deber de trabajar la faena por dos o tres cuartos de hora, concluida la cual se reparten para los distintos trabajos de la hacienda.

Los indios sueltos (esto es, libres o no conciertos) asisten a la enseñanza de la doctrina los días domingos a los   —460→   cementerios de las parroquias a que pertenecen, una hora antes de celebrarse la misa del medio día. La aprenden medio cantada; y si faltan se les da algunos látigos, no obstante la absoluta prohibición que hay para ello, aunque, a decir verdad, esto sólo se ve en las parroquias distantes de la cabecera del cantón, o cuando los párrocos son de aquellos que no comprenden que también los indios están formados del mismo barro y a semejanza de Dios. Después de recibidos los látigos, a presencia de cuarenta, cincuenta o más personas, se levantan y dan el Alabado al que los azotó. Varias veces hemos sido testigos de esta santa humildad de los indios en algunos cementerios y haciendas. El que azota es el maestro de capilla, de ordinario indio como los azotados, o el indio alcalde de doctrina, de orden del párroco o del síndico de la iglesia, y a fe que azotan de buena gana.

La oración (Alabado sea) con que los católicos bendecimos y saludamos al Santísimo Sacramento, es la forma que se ha dado a los indios para su salutación a los blancos y aun a los que no son de raza pura, como a los mestizos, cholos y hasta negros. Santa y muy santa salutación, si nos la diéramos recíprocamente entre todos los cristianos; pero reservada, como está, sólo para los indios cuando saludan a hombres como ellos, y sólo por pertenecer a la más atrasada de nuestras razas, es incurrir en una vanidad impía con que abatimos más y más la prosternación de esos desgraciados. ¡Consolémonos con saber que no faltan algunos buenos ciudadanos que se empeñan en hacerles comprender que con ese alabado sólo debe saludarse al Altísimo, y que, para saludar a los hombres, deben servirse de las mismas palabras o formas de que se sirven los blancos!

Todos los gustos, todos los goces de estos miserables están reducidos a tener qué beber y embriagarse, y creemos que sus vivos empeños por celebrar una fiesta, por vestirse de danzantes, su fervor por las procesiones, priostazgos y romerías, y hasta la mala arpa que alguna vez se oye rascar en sus casuchas del campo; llevan por objeto principal, cuando no único, el de tomar aguardiente   —461→   y chicha, y emborracharse. Si fueran hombres siquiera de sentido común o de algunos afectos nobles, diríamos que los mueve el deseo de no pensar en su condición ni destino, y en hallar en la embriaguez el olvido, aunque muy efímero de cierto, de las miserias de su penosa vida. Tal vez los nobles de la raza india, que fueron las primeras víctimas cuando la conquista, obrarían impulsados de ese deseo; mas en quienes ahora viven con nosotros, en quienes carecen absolutamente de todo conocimiento con respecto a lo que fueron sus mayores, no hallamos como explicarnos esta tenaz cuanto decidida inclinación por los licores espirituosos.

Véase lo que hasta ahora pocos años eran los Danzantes citados tantas veces. Dos o tres meses antes del día de Corpus hacían los indios alcaldes una solemne entrada en la plaza mayor de las cabeceras de los cantones, acompañados, entre otros muchos deudos, de los que han de servir de danzantes, sus mujeres y familias. Esto es lo que, en su decir, se llamaba ganar la plaza, ganancia en la cual salían, cuando menos, ocho o diez de los concurrentes rotos de las cabezas, porque los más de ellos se presentaban ebrios, y tal vez sin otro objeto que el de bailar al frente de las iglesias matrices, dar vueltas y revueltas al ruedo de la plaza, también bailando, y asimismo darse de puñadas entre los allegados a los alcaldes y los danzantes. Tiempo, objeto y resultados varían, es cierto, según las costumbres de cada una de las provincias de lo interior; mas, ajustadas bien las cuentas, todo se va a dar allá.

Los comprometidos a servir de danzantes en la procesión del Corpus, lo eran por medio de una merendita bien frugal (de ordinario, la que decimos runauchu o ají de polvo de alberjas, y una vianda compuesta de granos de maíz cocido y entremezclado o sazonado con miel, llamado champús), y algunos cántaros de chicha; una y otros repetidos por dos o tres veces. Los comprometidos comprendían bien lo caro que iba a salirles la merendita y la chicha; mas como proporcionarse ocasiones para beberla por muchos días era para ellos vivir del modo   —462→   que lo apetecen, daban su palabra sin andar en vueltas y se llevaban la carga.

Una vez ajustados los compromisos y llegado el Corpus tenían los danzantes la obligación de presentarse en la procesión de este día y en el Octavario, cubiertos los rostros con caretas, las cabezas con una especie de turbantes arqueados por la parte superior y alhajados, o redondos y sin alhajas, con grandes plumajes; y de dichos turbantes colgaban, por la parte posterior, cortinas de tisú, damasco de seda o lana que bajaban hasta cerca de los tobillos. En los cuerpos llevaban camisas bordadas y llenas de cintas, chalecos grandes de tisú, brocado o terciopelo, pollera corta hecha de las mismas telas o de otras inferiores, bordadas con franjas de oro o plata, buenos calzoncillos, también bordados o vaciados, medias de algodón de color verde o rosado, y zapatones pintados. En una mano llevaban un pañuelo, y en la otra un corto alfanje de madera pintado, plateado o encintado, y se ataban cascabeles en las traseras de las canillas. Bailaban y daban vueltas, ora de rotación cuando iban solos, ora recíprocamente al ruedo de sus compañeros, como si jugaran alguna contradanza, al son de un tamborillo y un pingullo (flautín con la embocadura hacia una de sus extremidades), y caminaban incesantemente bailando, precedidos de sus alcaldes, quienes iban vestidos de capas largas y con todos sus alfileres, y acompañados de una máscara, hecho diablillo, que llevaba en la mano un rebenque.

Ocho días con sus noches se pasaban alternando entre beber, danzar y dormir, sin hacer caso del alimento, porque la chicha los fortifica demasiado, y se contentaban con comer lo poco que les daban los alcaldes, o los allegados de ellos o los dueños de las casuchas en que iban a bailar. Las esposas de los danzantes y las de los alcaldes iban en grupo tras sus maridos, cuidando de los vestidos alquilados que les costaban desde seis a diez sucres en unas provincias, y desde diez y seis hasta treinta, y aun cuarenta, en otras, principalmente en las del sur. Las que velaban por los trastos alquilados no bebían una sola taza de chicha ni copa ninguna de aguardiente,   —463→   ni se les exigía que bebiesen a fin de hacer completa la vigilancia.

Los indios que hacían de danzantes eran bien considerados por los de su clase, mientras se andaban de tales. Las indias los tenían por ángeles, sin que acertemos a dar con la idea de semejante extravagancia; y quien ya vestía turbante, cortinas y pollera, no pertenecía a la clase de longos desde entonces, pues hacían gala de haber gastado en ello buenos sucres64.

Fuera de este fervor con que se divertían de danzantes, y fuera de su decidida inclinación por las bebidas espirituosas, los indios casi no conocen otros vicios, y, entre los de juego, ni los inocentes cuanto más los de envite. Alguna vez, los tenidos por ya civilizados o relativamente algo más acomodados que moran en las ciudades, juegan uno o dos cántaros de chicha a lo que llaman palmo, no como el de los muchachos, sino haciendo rodar bolas chicas de barro o cuerno sobre un suelo bien aplanado. También alguna vez, de ordinario en la muerte de uno de ellos, juegan al huairo, sirviéndose de un hueso de figura cónica, pero truncada, y tirándolo para arriba y dejándolo caer. Una de las caras del hueso, que todas son pintadas, indica, según cual haya salido, lo que ganan o pierden. No conocen tampoco el vicio de la prostitución, y se hallan más libres todavía de esos otros que han inventado la malicia y corrupción de los pueblos civilizados. Un clero como el de los maronitas, de los cuales trata Lamartine en su Viaje al Oriente, encontraría en nuestros indios la índole más a propósito para arraigar y aclimatar, diremos así, la buena moral, porque difícilmente pueden hallarse hombres de mejor genio, ni más candorosos, ni más dóciles.

No piensan jamás en lo que son, ni tienen conocimiento, como llevamos dicho, de que sea tan triste y humillante su destino. Menos pueden dar cuenta de su   —464→   ser, ni siquiera admirar las maravillas de la naturaleza; se ven sin saber quiénes son, y ven las cosas sin contemplarlas ni examinarlas; son máquinas que se dirigen y mueven por los sentidos. Y sin embargo ¡tienen, como cualquier otro de nosotros, una alma inmortal, una cabeza para pensar, un corazón para sentir! Si no conociéramos el estado de civilización en que se hallaron al tiempo de la conquista de Benalcázar, por imperfecta como era, si no hubieran asomado de cuando en cuando hombres de talento, y despejado y hasta sobresaliente, que clamarían a gritos contra la temeridad de nuestro juicio, enseñándonos su género de vida en justificación de tanto embrutecimiento; diríamos ser bastante inconcebible que también ellos pertenezcan a la familia humana.

La indolencia y la desconfianza son los distintivos más característicos de su índole. En todos sus contratos, en todas las acciones de su vida, se ve de claro en claro que no creen en nadie, que se está tratando de engañarlos o no se cumplirá con lo ofrecido; y esto sucede principalmente cuando sus negocios se cruzan con los blancos o con quienes no pertenecen a la raza de ellos. ¡De cuántos engaños habrán sido víctimas para haber hecho tan palpable la suspicacia, y hasta el punto de tenerla como distintivo de su carácter!

La fisonomía de los indios es desabrida, grave, melancólica, como amortiguada por la miseria, y su indiferencia raya en cinismo. Fuera de las bebidas espirituosas, no hay halagos, no hay prendas con qué poder seducirlos, ni hay insultos ni desprecios que los irriten cuando los hacen los de las otras castas, ni amenazas ni temores que los amedrenten. Quien quiera y delante del mayor concurso puede decirles que son unos borrachos, unos ladrones, y verdugos y otras cosas así, con la seguridad que no han de querellarse de injurias ni siquiera ofenderse de ello. A la muerte la ven sin inquietud ni susto, y con la misma indiferencia que se tendría por el acto de pasar de una heredad a otra inmediata. Si ven algo en la muerte, es el recelo de que el párroco trate de privar   —465→   a los hijos del par de bueyes o carneros que testan, por los derechos del entierro; y así, el primer pecado de que se acusan, cuando se hallan ya de muerte, es que no dejan bienes ningunos65.

Tal es la imagen de la vida de un indio ya civilizado, ya cristiano, ya social, imagen formada sin coloridos ni sombra, sino muy al natural, a lo más dibujada en perfil, tal vez del todo descarnada. Tal es, por lo general, la vida de los indios de las serranías con bien cortas modificaciones y bien raras excepciones; vida que llamaríamos de expiación si los indios fueran hijos o descendientes de las conquistadoras Roma o España; vida de ignorancia supina que se deslizará como la vemos, y lloraremos hasta Dios sabe cuando.... ¡Cuántos de ellos, Príncipes o Grandes señores, hijos del sol, a quienes hoy estaríamos cargando sobre nuestros hombros, y cargándolos con cierta vanidad, se hallarán en nuestra servidumbre o llevándonos sumisos sobre sus espaldas cuando lo queremos!

¡No! La independencia de que tanto blasonamos, no puede referirse a los indios, a cuyo nombre hablaron nuestros padres para conquistarla, a cuyo nombre se granjearon las simpatías de las naciones ilustradas. La raza redimida sólo es la misma española, antes conquistadora, sin otra diferencia que haber sido europea la del siglo XVI, y americana y mestiza la de la actualidad. El blanco, el mestizo, el cholo, el mulato, el negro; todos, cual más, cual menos, han participado de los beneficios de la independencia y del comercio libre con los pueblos de la tierra. ¡Sólo el indio, descartado apenas hace treinta años del tributo, ha seguido y sigue todavía caminando por entre brazas y zarzales! Sin duda, principalmente a ellos, a los pobres indios, es a quienes deben referirse estas santas palabras de Jesucristo: No contéis con los frutos,   —466→   pues uno es el que siembra, y otro el que siega. Si hubiera en el mundo alguna causa capaz de justificar la repetición de las Vísperas cicilianas, tal vez no se hallaría otra más cabal que la causa de los indios.

Debemos sí decir que este destino lamentable a que están condenados los indios del campo, por lo general, se halla bastante modificado respecto de los que habitan en las ciudades; y los de las costas, principalmente, aun gozan de los mismos beneficios y derechos que los demás hombres. En la sierra misma, el indio que aprende el oficio del carpintero, del zapatero, del músico o hace de sacristán, maestro de capilla, etc., goza ya de algunas comodidades y no es tan completa su abyección; y aun hay quienes alcanzan a ser considerados, cuando son sobresalientes en su profesión u oficio. En los días de gala visten camisa de algodón bordada del cuello, calzones de paño, terciopelo o pana que les viene, eso sí, desde sus tatarabuelos, calzones ajustados a la cintura con ceñidor de seda, zapatos con hebillas de plata, cuzma angosta y chica, de terciopelo o de macana muy fina, bien encarrujada y galoneada con franjas de plata o cintas, capa larga de paño fino con vueltas de terciopelo colorado, verde o carmesí, y sombrero de castor, que han pasado también de padres a hijos. En los días comunes llevan siempre camisa, poncho de algodón o lana, calzones y zapatos; y hay otros, en fin, que rompiendo de frente con el que dirán los de su raza, han dejado el vestuario de su clase y acogido el común de chaqueta y pantalones que usan los demás hombres. Entre los dedicados al comercio del ganado para el abasto público, aun hay algunos a quienes puede tenerse por ricos hasta cierto término.

Debemos también añadir que casi todas las legislaturas han dictado disposiciones que tienden a mejorar la condición de esos infelices, y que gozan de unos cuantos privilegios decretados en favor suyo. Pero no es de leyes ni de privilegios que necesitan más los indios, sino de que las otras castas mejoren sus costumbres sociales. Una vez que estas no los desprecien ni se arroguen el   —467→   derecho de mandarlos gravosa y despóticamente cuanto se les antoja; que los niños traviesos aprendan a considerarlos como a sus semejantes; que el soldado no obligue al indio aguador que encuentra en la calle a llevar al cuartel el agua que él debía cargar o pagar a quien se ofreciere a servirle; que el párroco le mire como a hermano, más todavía, como a su hijo, pues el párroco es el pastor y el padre de la grey puesta a su cuidado y protección; entonces, es bien seguro, el indio se conceptuará tan hombre como nosotros.

Débese empeñar principalmente en que los indios aprendan el idioma español, pues se ha observado que quienes lo hablan han llegado a conocer que también son hombres, y principiado a conocer sus derechos y las cosas, y porque este sería el modo de desindializarlos, como tan atinadamente dice Humboldt. Que sean verdaderas y sean prácticas las seguridades y privilegios concedidos, respetando sus personas como nos respetan ellos, y comenzarán entonces a repararse tantas desdichas.




XI

Las costumbres de los jíbaros o salvajes de nuestras selvas y tierras bajas orientales, son del todo distintas de las de los indios serraniegos, y por lo mismo de pertenecer a hombres que no han salido todavía del primitivo estado de la naturaleza, son pocas y muy sencillas. Los que se hallan en este estado, sin tener otras necesidades que las de comer, medio vestir y reproducirse, y estando a su mano la caza, la pesca, las frutas, el platanal, la yuca y la chicha de esta misma raíz y la de chontaruro que sirven para alimentarse, una corteza de árbol y plumas para cubrirse y adornarse, y cuatro o más compañeras para la generación; no tienen, a decir verdad, por qué establecer hábitos separados de tan mezquinas necesidades. Su vida, les cierto, adolece de quebrantos, puesto que se desliza en incesante desamparo; pero en cambio,   —468→   gozan de la más completa libertad, y tienen lo necesario para la satisfacción de sus menguados anhelos. Rodeados de una ostentosa vegetación, dueños de bosques cuajados de sabrosas frutas y flores olorosas, y gozando de su independencia a todas anchas, sin conocer el verdadero Dios, ni gustar de la absorción y contemplaciones del alma; deslizan su vida animal por el perpetuo y espantoso estado de no tener en qué ocuparse. Sin pararse a contemplar quienes son, ni de dónde proceden ni qué será de ellos, se saborean con los beneficios de la próvida naturaleza, como se saborean los animales sin conocerla. Apenas malician que hay o debe haber un Ente invisible y Todopoderoso, criador y conservador de cuanto tienen a la vista, y aunque este corto e instintivo conocimiento de Dios los ha librado del ateísmo, han caído en el ridículo fetiquismo. Algunas tribus más bien inspiradas, o de mejor organización o porque les llegó tradicionalmente la religión de los Incas, adoran los astros.

La religión de los jíbaros no pasa, pues, de ese mezquino culto de un pensamiento pasajero; pero creen que hay otra vida eterna, como consecuencia lógica de la existencia del Criador de todas las cosas. Si hubiera quién les diese nociones del bien y el mal, ese relámpago de luz que los hace columbrar a Dios, tal vez sería bastante para que mejoraran sus acciones.

Viven casi desnudos, porque viven en las regiones calientes y a la sombra del espeso ramaje de los árboles. Los más solo usan el túnico llamado llanchanza, formado de la corteza de un árbol del mismo nombre; corteza que la lavan, golpean y dejan secar, y abriendo luego una abertura en el centro para introducir por esta la cabeza, y cerrando sus dos lados; obtienen el vestido de una tela más blanca y tal vez más fuerte que la del cáñamo. Otros sólo cubren de su cuerpo la región pelvial con plumas, con hojas de árboles o con fajas angostas, tejidas de pita. Andan con la cabeza descubierta o con corona de las plumas relucientes de las aves que han cazado. Pintan o chafarrinan sus cuerpos o caras, y hasta   —469→   las llanchamas con la planta llamada huito que da un color negro, con manduro (achiote) u otros tintes caprichosos; o buen calcan sus carnes con punzones y el polvo azul que echan encima, y quedan delineadas algunas figuras de animales u otros jeroglíficos.

Acostumbrados desde niños al rigor de toda intemperie, y a lidiar con las víboras y fieras, adquieren singular agilidad y robustez. La flecha, el dardo, la lanza, la cerbatana y la red constituyen todo su armamento, bien para combatir, para cazar o para pescar. La caza y pesca, que constituyen su única y ordinaria ocupación, no son tampoco trabajos de todos los días, pues procuran proveer su corta despensa para cuatro o más días, a fin de seguir acostados en sus hamacas sin hacer cosa que valga.

Las mujeres de algunas tribus tampoco se cubren otra parte del cuerpo que la misma de los hombres. Sírvense para esto de lo que llaman pampalinas, especie de sendal, simétrica y graciosamente tejido con los huesecillos de las aves o de los peces que sus maridos han cazado o pescado. Las de otras tribus se cubren con delantales de plumas o con llanchamas.

Debe entenderse que cuanto digamos con respecto a los usos de los salvajes, varía en la proporción de la diversidad de las muchas tribus esparcidas por la inmensa extensión de la provincia de Oriente. También debe entenderse que, en esta materia, sólo damos algunas generalidades de las recogidas por los que han morado entre esos salvajes, o por los que los han visitado de paso66.

Las mujeres son las que llevan, si no el todo, la mayor parte del trabajo, no sólo en lo interior de sus cabañas, más aun en los sembrados y en las otras labores de la tierra. A ellas corresponde plantar, beneficiar y recoger la yuca, la única especie tal vez que la cultivan por mayor, pues sin yuca no tendrían despensa ni chichería.   —470→   Ellas tejen las hamacas de pita y los huayucos (delantales) de que se sirven para sí mismas y para que se cubran sus maridos; ellas recogen y cargan la leña y agua que necesitan, etc. Cuando por su flaqueza o falta de agilidad no pueden cargar un bulto de mucho peso, o trepar algún árbol poco enramado y alto, entonces llaman a los hombres para que las ayuden, o estos mismos las dispensan oficiosamente de esos trabajos.

Si las mujeres no son dueñas de muchos hombres, los hombres, prevalidos de sus fuerzas, se han arrogado del derecho de tener muchas mujeres. La unión se verifica sin otras formalidades, de parte del hombre, que aparecer a los ojos del padre y familia de la doncella como buen tirador del arco, como ágil, valiente y capaz de defenderla y sostenerla. Si el pretensor está en la persuasión de poseer tales prendas, la pide con la seguridad de que no ha de ser desairada su demanda.

En otras tribus el pretendiente se va a la casa de aquella con quien desea casarse, se sienta a su frente y le tira, a la derecha, una piedrecilla que ha llevado a prevención. Si la doncella la recoge y guarda, es prueba de que le acepta por marido: si la arroja hacia él, la señal es negativa.

Cuando les nace un hijo lo festejan con danzas y bebidas por ocho días seguidos. Le bautizan, si se nos permite emplear esta voz, con los nombres de las aves, flores, víboras, fieras, etc., que les son conocidas; y a veces, varían los nombres ya puestos con otros aplicables a alguna acción o cualidad que posteriormente llegan a distinguirlos, como Pitisinga (nariz chica o cortada), nombre que dieron al Régulo de una tribu por haber perdido la nariz en un combate. Parece que esta costumbre fue tomada de los civilizados pueblos del imperio de los Incas, pues hasta la voz compuesta pitisinga es enteramente quichua, bien que corrompida por la introducción de la g en lugar de la c.

Sus bailes consisten en movimientos monótonos y desairados, no de los pies, sino de los cuerpos, al son   —471→   de tamboriles, flautines o una especie de guitarras. A veces bailan juntas hasta doscientas personas, y algunas tocando, al mismo tiempo, los instrumentos o cantando sus trovas nacionales.

Todas las mujeres duermen en la misma habitación que su marido, cada una en hamaca separada. La que ocupa el hombre se halla colgada a mayor altura que la de las mujeres, y la de la última que ha tomado por esposa, es la más inmediata a la del padre de familia. En otras tribus viven en habitaciones separadas.

Si alguna mujer incurre en el delito de infidelidad, se reúnen los miembros de la familia del marido y, tomando a la adúltera por fuerza, la bañan y azotan con ortigas, y luego, llevándola a un lugar lejano y aislado, la abandonan sin compasión para no volver a verla. Otras veces el marido se contenta con restituir la esposa a casa de sus padres, los cuales, en pago de semejante comedimiento, y en el caso de estar convencidos de la falta de la hija, o de no ser calumniosa la acusación, le dan otra de sus hijas en reemplazo de la culpada.

Las cabañas son regularmente construidas, y algunas tan grandes que se parecen a las humildes capillas de los anejos de parroquia. Sólo tienen dos puertas correspondientes a las dos culatas, y las habitaciones están separadas por tabiques, cuando la cabaña es común para tres o cuatro familias.

Cuando muere alguno de la familia, se abandona la cabaña y los sembrados que la rodean, y pasan los sobrevivientes a ocupar otro lugar distante. Esto no sólo se acostumbra entre los moradores de la provincia de Oriente, más también entre los indios colorados que habitan en las tierras bajas de los bosques occidentales, y nosotros mismos hemos platicado largo con una familia que encontramos en dichas selvas, y sabido de su propia boca tal costumbre.

Otros salvajes tienden el cadáver, danzan a su ruedo al compás de tamborillos y flautiles, y por la noche lo arrojan al campo para pasto y nutrición de las hormigas.   —472→   Al día siguiente, que lo hallan ya reducido a esqueleto, lo ponen al sol para que se seque, y se guardan, de ordinario, el cráneo y las manos.

Otros abren la sepultura que debe encerrar el cadáver, y después de colocado en el hoyo, bajan los parientes de uno en uno a proferir algunas palabras a la oreja del difunto; luego lo cubren con tierra sin arrojar una lágrima ni manifestar sentimiento, y se retiran tranquilos como si sólo hubiesen enterrado alguna simiente.

Otros doblan o encorvan el cadáver al punto que el salvaje ha pasado a la otra vida, y le atan de pies y manos, a fin de que no se levante a asustar a los vivos apareciendo por las noches. Lo sepultan en la actitud de sentado en cuclillas, abriendo la sepultura dentro de la propia morada que ocupaba cuando vivo, para abandonarla de seguida, y lo entierran juntamente con los adornos, armas, utensilios y manjares de que más gustaba.

En algunas tribus se sostiene todavía la costumbre de que las mujeres o queridas deben sepultarse, voluntariamente o por la fuerza, con sus maridos o amantes. Así, en la década de 1850 a 1860, una indezuela de once años, con quien se había casado un anciano que murió poco después de su matrimonio, fue obligada por los parientes de este a enterrarse con él, para que fuera, como una de las queridas, a servirle en el otro mundo. El miedo natural a la muerte le animó a burlar la vigilancia de sus custodios, y fugó y se vino a tomar asilo en el pueblo de Zarayacu. El teniente parroquial, Cadena, hijo de Guano y casado con una zápara, la tomó bajo su protección, la catequizó y logró que se dejara bautizar con el nombre de Magdalena. Poco después, los parientes del muerto vinieron a pedir la extradición de la culpada, alegando que debía sujetarse a las costumbres de su tribu; y Cadena, como era de ser, se negó con energía, y aun se apercibió para la guerra con que le amenazaron, en caso de no acceder a las reclamaciones de ellos. El Señor Spruce, botánico y viajero inglés que ha vivido largos años en nuestras selvas orientales, y a quien debemos la narración de esta anécdota, conoció a Magdalena   —473→   y recogió de su boca unos cuantos pormenores acerca de las costumbres de la tribu de ella.

El estado de guerra es el estado natural de los salvajes, y las causas de tanta guerra, de ordinario, los deseos de poseer mayor número de mujeres. La mujer es para ellos la conquista, el despojo y la gloria: pues, en cuanto a los hombres vencidos, los matan sin misericordia. Con respecto a las cabañas, sembrados y más cosas que poseen estos, los miran con desprecio.

Hay una especie de salvajes llamados orejones, no por el sentido y jerarquía que tenían los llamados también así entre los ejércitos de los Incas, sino porque, cortando en tiras bien delgadas la circunferencia de las orejas, como se sacan las correas de un cuero de res, las sueltan y dejan colgadas a la manera de zarcillos, o las recogen y montan sobre las partes centrales que no se cortaron. En Pelileo vivió algún tiempo uno de estos orejones, indio ágil y bien robusto que demostraba ser de buen entendimiento, principalmente de vivacidad. Comprendió dentro de poco el sentido de las palabras castellanas, y llegó también a pronunciarlas con bastante propiedad, mas no a trabarlas para poder tomar parte en las conversaciones. A un amigo nuestro, que era cojo, le gritaba chanceándose ¡cojo! ¡cojo! y se le acercaba con ademanes amenazantes, el indio, riendo a carcajadas, le decía: ojo y señalaba con el dedo para manifestarle que había oído mal y tomada una voz por otra.

Los pocos salvajes que a las veces salen de sus bosques para nuestras poblaciones, acompañándose de otros ya catequizados y acostumbrados a rozarse con nosotros, echan a mal verse en la necesidad de pedir para comer, y no tomar libremente cuanto quieren; pues el comunismo, entre la mayor parte de esas tribus, es de uso al parecer consuetudinario. Se fijan muy poco y hasta con cierta especie de intencional indiferencia en nuestros templos y habitaciones; mas no pueden prescindir de curiosear con suma atención las partidas de tropa reglada y sus ejercicios.

  —474→  

En medio de la taciturnidad y astucia, patentes de por vida, que muestran en sus rostros, son hospitalarios, sociales y generosos con la gente blanca, y las puertas de las cabañas las tienen siempre abiertas para cuantos quieren ocuparlas.

Por lo general, son ásperas y repulsivas las facciones del salvaje, y sus ojos, sobre todo, apenas se asemejan a dos líneas anchas, por lo muy caídos que tienen los párpados superiores. Sin embargo, hay muchos bien apersonados, y casi todos son de cuerpo tan esbelto y elegante, que pueden excitar la envidia de las señoritas. Se encuentran, asimismo, algunos blancos y de pelo taheño, procedentes, a no dudar, de las españolas y mestizas que arrebataron de Logroño.

La lengua de los salvajes, en fin, como varían sus fisonomías y costumbres, así varía también de tribu a tribu, sin que falten algunos dialectos provenientes muy a las claras del quichua de los pueblos citramontanos. Los del Napo para abajo hacen agua de hablarla con mayor pureza que los de acá.

Si también a estos indios se los ha de civilizar como se ha civilizado a los que viven con nosotros, lo decimos con pena, pero con todo desenfado: valdrá más dejarlos errantes por los desiertos, y que sigan morando entre las víboras y fieras, a las cuales tienen siempre avasalladas. Sí: valdrá más esa vida de la naturaleza inculta pero hermoseada con la prenda de la independencia, que la por demás abyecta y ruin que llevan entre los pueblos cristianos y civilizados que, sin hacerlos participantes de los beneficios de la sociedad ni de los consuelos de la religión, han agregado a su ignorancia primitiva algunos vicios, las preocupaciones y la miseria de las ciudades. El cielo, el sol, el rayo, la opulencia de la vegetación que los rodea, las tierras que los alimentan, su vida misma, en fin, les ha hecho calar, aunque sólo instintivamente, que hay alguno que los ha criado, y los gobierna y conserva, y conserva cuanto ven; y Dios, cuya existencia les ha dejado traslucir, sabrá, con su infinita sabiduría, la   —475→   manera como recoge a su seno a esas pobres criaturas a quienes quiso animar con el soplo de la vida.