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Pequeñeces... Currita Albornoz, al Padre Luis Coloma

Juan Valera





Querido y venerado padre: No recuerdo, a pesar de los muchos años que llevo de vida, éxito tan extraordinario alcanzado por un libro español como el de la novela de usted, titulada Pequeñeces. Todos la leen, la encomian o discuten con pasión sobre ella. Cada cual, por desgracia y sin duda contra la intención de usted, se complace en descubrir personas reales en los héroes de la novela, pintados con tan negros colores, y pone nombres, apellidos y títulos los verdaderos sobre los imaginarios que usted inventa. De aquí que la novela venga a ser, al mismo tiempo, para usted, hermoso triunfo literario, y para la sociedad, escándalo deplorable.

Yo estimo a usted mucho y no le acuso sino de exceso de celo que le hizo imprevisor. Hay además en usted cierta dualidad de funciones, no incompatibles, pero que tienen difícil conciliación. Caben en una pieza el sermón y el cuento o historia fingida; pueden ser una misma persona el escritor de literatura amena y de pasatiempo y el rígido sacerdote; pero convengamos en que es arduo empeño el de amalgamar estas cosas y estas condiciones personales, sin que en la amalgama las cosas se deterioren y sin que el novelista y el predicador se bastardeen al fundirse en uno.

Es evidente que todo hombre que escribe, que habla, y si no habla ni escribe que vive en el mundo, necesita, para caer en gracia, para que le celebren y no le censuren, ser virtuoso y no ser fastidioso. No conviene que sea honnête mais embêtant, y menos conviene aún que, a fin de no ser embêtant, sea poco honnête. Esta, regla, o como quiera llamarse, obliga a todo escritor de novelas; pero si el escritor de novelas es además un ministro del Altísimo, la obligación es más estrecha y más difícil de cumplir.

De aquí, del candoroso y ardiente afán de cumplirla, los errores en que, a pesar de su admirable talento, ha caído usted, amigo mío. El escritor ingenioso y desenfrenado castiga las malas costumbres, las ridiculeces y las tonterías, con chistes, burlas, epigramas y jocosidades; pero, si no quiere pasar por muy cruel, debe limitar a esto el castigo. Después de haber estado chistoso y epigramático, no puede de súbito acordarse de que es sacerdote, y, sobre las burlas y la sátira, lanzar el rayo de la ira del Cielo y enviar al infierno al infeliz de quien se ha burlado y a quien ha escarnecido.

El querubín, armado de una espada de fuego, echó a Adán del Paraíso terrenal; Cristo, armado de un azote, echó a los mercaderes del templo; pero ni Cristo ni el querubín empuñaron ambas armas a la vez y dieron indistintamente latigazos y estocadas.

Ya se sabe que hay actos que merecen las estocadas, y otros que sólo el azote merecen; pero cuando alguien se apodera de los dos instrumentos de castigo, se expone mucho a sacudir con ambos, a diestro y siniestro, sin caridad, y hasta sin equidad a menudo.

Y no se me diga que usted castiga al vicio y no al vicioso; que usted inventa, personajes y puede hacer de ellos lo que quiera. No se me diga


Quien haga aplicaciones,
con su pan se lo coma.

Es imposible no hacer aplicaciones cuando usted da señas particulares al personaje fingido que coinciden exactamente con las de algún personaje real que conocemos o hemos conocido todos. Nadie ignora, pongo por caso, que hubo un marqués en el partido liberal-conservador, que fue ministro de Isabel II, embajador en parís, literato y hombre político importante de los que más se afanaron para la Restauración. Si a esto se añade que el marqués era muy velludo, que tenía espesísimas cejas, que recibía en su casa, y que era rico, de ilustre cuna y muy fino y obsequioso con las damas, no sé cómo hemos de confundir con nadie a este marqués. Ya sabemos todos a quién usted alude. Y no vale el amasijo de prendas, calidades e historias extrañas que usted hace luego. El marqués sigue siendo el mismo, aunque ennegrecido o calumniado. Los que le trataron o fueron sus amigos, dicen: «él no fue así»; pero el público, los que no le conocieron, los maldicientes, que no son pocos, no podrán decir: «¿conque fue tan ridículo y tan despreciable este marqués, que merece que cada vez que el padre le nombra le llame respetable con crudelísima ironía? ¿Qué atrocidades hizo para que con tal ensañamiento se le ponga en caricatura?».

Ni de vileza, ni de delito, ni de pecado grave y vergonzoso se puede acusar al marqués. No sé si durante su vida, que no fue corta, incurrió en alguna pequeña falta; sólo sé que nadie ha querido declararle infalible e impecable. ¿Qué vida, por santa y ejemplar que sea, no tiene lunar? Pero ¿hay bastante motivo por algunos defectos, dado que el marqués los tuviese, para ponerle en la picota, querer que sea blanco del ludibrio general y sellarle con el estigma infamante de la respetabilidad irónica?

Afirma usted que no ha querido retratar a nadie, que es malicia del público el atribuir a usted intención de hacer retratos; pero usted, padre, debió haber previsto esta malicia del público. Uno de los grandes alicientes de la novela de usted es la colección de acertijos de que la suponen llena. Cuando la gente imagina que ya los ha adivinado, nadie le quita de la cabeza que no adivinó bien y que no encontró la clave. De allí en adelante podrá negarse y se negará la razón de lo injurioso, pero lo injurioso persistirá.

El marqués, que por todos los signos y circunstancias exteriores coincide con la triste caricatura de la novela, vivirá en la memoria de los hombres, para desmentir la caricatura, por lo menos tanto como la novela, cuyo buen éxito disto yo mucho de considerar efímero. Así no lo será tampoco la injusta ofensa, aunque involuntaria. Los hechos del marqués real y sus bellos escritos serán apreciados mejor que hoy, y ya son mucho, cuando el espíritu de bandería y la emulación no les escatimen el aplauso con injusticia. ¿En qué historia de nuestro teatro no se hablará de un drama suyo; qué crítico no elogiará su prosa elegante; qué antología de composiciones poéticas no contendrá alguno de sus castizos, sentidos y bien inspirados romances? Esto sólo basta para que la injuria no le hiera; pero aunque embotada, persistirá la injuria lanzada por ligereza, no por furor y mala voluntad, y puesta en claro por la aviesa malignidad del público, a la que usted ha dado pábulo.

Tomar por base la chismografía, recoger las hablillas, calumniosas o no que se propalan contra personas conocidas, barajarlo todo y colgarlo luego como venera de escarnio a personajes fantásticos, es un procedimiento que ofrece, en todas partes, dos inconvenientes, y en España más, porque el círculo dé lo que ahora llaman high life no es grande. Los dos inconvenientes son; primero, que sobra con que a una persona real se le atribuya por las mencionadas hablillas cualquiera de las máculas de uno de los héroes de la novela, para que se le atribuyan las demás, de suerte que la persona real quedará lastimada por lo que las malas lenguas le atribuían, tal vez sin fundamento, y también agobiada por las culpas y maldades que cuelga el novelista a su personaje fantástico para completarle, digámoslo así; y segundo, que cada porción del contenido de los varios chismes que han servido de ingredientes para componer la creación novelesca y que redunda antes en desdoro de una sola persona, después, y por obra y gracia de la novela, redunda en desdoro de seis o siete. Así, por ejemplo, en la novela no hay más que una Currita Albornoz; pero en el mundo real, ¿cómo evitar que la procaz maledicencia señale a varias, aunque no sea más sino porque su clase, su elegancia y su riqueza las hacen notadas y aun envidiadas?

Yo, padre, soy una pecadora que figuro entre esos fantaseados modelos de Currita Albornoz, permítame usted que me oculte bajo el seudónimo que usted ha imaginado, y que, sin rencor, sin queja, haga algunas observaciones. Bastante daño me ha hecho usted sin querer; pero usted se ha herido también al herirme. No parece sino que ha dicho usted, como el Sansón de la antigua comedia:


Aquí morirá Sansón
con todos sus filisteos.

Un joven crítico, lleno de talento, si bien con cierta severa arrogancia propia de los verdes años, da a usted la razón, condena a cuantos usted condena, y aun deja entrever que se ha quedado usted corto; pero el joven crítico, cuando hiere a los que usted hiere, hiere a usted también con cruel herida.

No se le aparece usted como buen pastor, que procura llevar al redil las ovejas descarriadas, sino como cura-torero que, remangada la sotana, va clavando en los pescuezos, a guisa de banderillas, sendos ejemplares de su libro.

Alguna desconfianza nos infundiría el médico que, en vez de curar a los pacientes, arrojase a los cuatro vientos de la publicidad sus más vergonzosas enfermedades. Delitos hay contra los cuales no conviene que se de acción pública. Más vale para ellos la impunidad que el escándalo. Deben curarse en secreto, si se puede, y cuando no, callarse, porque supo callar, y no porque habló, se conserva incorrupta, en Praga, la bendita lengua de San Juan Nepomuceno.

Harto sé que aquí no se trata del sigilo de la confesión; pero, sin que lleguen así a sus oídos las hablillas difamatorias, y aun cuando sean merecidas, no es al sacerdote a quien toca divulgarlas.

En el alma me pesará de que, contra mi propósito, estimulada por los dardos que usted me ha clavado, sea yo contra usted demasiado dura. Yo examino mi conciencia y no veo en ella ni chispa de enojo contra usted. Lo que yo veo y siento en mí es el prurito de hablar también sobre lo que todos hablan. En el alboroto general que Pequeñeces ha producido, hay dos causas: una, de la que puede usted estar ufano, el valor literario del libro, sobre el cual nada diré sino por incidencia, y protestando, desde luego, contra que, a pesar de los defectos que por incidencia yo pueda atribuirle, es indisputable su valor; y otra, el objeto social, moral y religioso adonde usted, al escribir, ha puesto la mira.

En el romance del conde de Villamediana, todos convienen en que el conde pica bien; pero le acusan casi todos de haber picado muy alto. En el caso presente, y perdone usted, padre, que yo le convierta en picador, ya que otro crítico le convirtió antes en banderillero, nadie niega tampoco lo bien que usted pica. Sobre lo que yo cavilo y diserto es sobre si era oportuno y justo picar, y sobre si no debió usted picar más alto, o, mejor dicho, no picar, sino fulminar por otros medios, y con arma más propia de usted y de mayor alcance. ¿Cómo negar que una clase entera, la nación toda, a veces el linaje humano sin excepción o casi sin excepción, se pervierte y corrompe tanto, que Dios envía, para justo castigo, doscientas mil calamidades: pestes, lluvias de fuego, confusión de lenguas, plagas y diluvios? Antes de llegar a este doloroso extremo, suele Dios suscitar a algún santo varón, vidente o profeta, que anuncia los males que van a venir; clama, como Ezequiel, contra las abominaciones y fornicaciones de Jerusalén y de Samaría, y procura convertir a la gente al arrepentimiento y a la penitencia. En tales casos, el profeta corregidor y adivino de males no se anda por las ramas, ni se mete en dibujos, ni se entretiene en escribir novelitas, sino se lanza derecho, flechado, terrible, sobre la clase toda, sobre el pueblo o sobre la ciudad delincuente. Para que tanta indignación y tanta violencia queden justificadas, no es menester un singular llamamiento de lo alto. No es menester ser San Juan Crisóstomo para tronar contra las egregias señoras y las augustas emperatrices. Puede hacerlo cualquiera por un sentimiento de moral y de decencia, por amor a la patria, por el laudable deseo de sacarla del lodazal en que se revuelca. Entonces la sátira es santa y la disciplina es bendita hasta para aquel sobre quien cae. La nobleza lombarda, regenerada hoy y formando parte principal de Italia libre y una, admira, celebra con lágrimas de gratitud y besa el látigo de oro, maravillosamente cincelado, con que la fustigó Parini. Bien pueden y deben, entre nosotros, inspirar iguales sentimientos las atroces sátiras de Jovellanos.

Y aquí viene bien, en mi sentir, el hacer notar el capital error de usted. Ha querido usted crear algo del género epiceno, y ha salido del género neutro. Ha pensado usted, novelista y misionero a la vez, divertir y aterrar; escribir un libro de pasatiempo que fuera sermón también; una novela-sátira; y las extraordinarias facultades de usted se han neutralizado; y ha resultado que la novela hubiera sido mejor sin ser sátira; y la sátira, mejor sin ser novela; y el sermón, retemejor si no hubiera sido ni novela ni sátira.

Yo sigo la opinión de doña Emilia Pardo Bazán, nuestra amiga; y si dejase a un lado, como ella dice, la diatriba social y moral, «aunque gravísima, ajena al arte, y que, a la vuelta de algunos años, nadie tomará en cuenta para apreciar el mérito artístico de Pequeñeces», saludaría también a su autor como a maestro, y exclamaría, con doña Emilia, que «la literatura española se regocija y honra con el advenimiento de un gran novelista más».

Pero, en fin, yo no prescindo de la diatriba, ni la creo ajena al arte. Yo digo que la combinación es harto dificultosa, y que no ha salido bien. Los sermones de usted, encerrados en un libro ameno, en lugar de ser motivo de edificación, pierden autoridad y gravedad y se convierten en sabrosa comidilla de las más profanas murmuraciones tertulianescas y tabernarias. Nadie pregunta ya: «¿Adivinó usted la fuga de vocales, la charada o el jeroglífico de La Correspondencia?». Lo que preguntan es; «¿Adivinó usted quién es Sabadell, quién es Fernandito, quién es Diógenes?» En tales adivinanzas se emplea toda España hace más de un mes; pero nadie, merced a los referidos Ejercicios, se da golpes de pecho ni se arrepiente de sus pecados.

En tierras extranjeras sucede lo propio. Yo misma, que tengo amigos por esos mundos, recibo cartas de París, de Berlín y de Lisboa, en que me dicen

... Vamos, copiaré un párrafo de una:

«He visto anunciado el libro del padre Coloma, en que parece que da una tunda a la aristocracia madrileña, y la pone en solfa. Será cosa de rechupete. En seguida pedí un ejemplar a Murillo, ¿Pierde el padre el compás o desentona? Indíqueme usted a alguno de los sujetos aludidos. Por aquí no estamos en autos y no penetraremos bien todo el intríngulis».

¿Qué he de contestar yo a esto, sino que de parte de usted no ha habido alusión ninguna voluntaria, y mucho menos intríngulis, ni busilis, sino cierta inoportunidad? ¿En qué Nínive soberbia vivimos para que Jonás salga de la ballena a predicarnos? Estamos abatidos y tristes; hay poquísimo dinero y todo está caro; las contribuciones son enormes; los sueldos, para los que son empleados no cesantes, pequeñísimos en proporción de los gastos; el dengue, la viruela y el garrotillo han hecho estragos y nos tienen de luto; apenas hay bailes, y los tenderos, modistos y modistas se arruinan; las cosechas han sido malas, y el precio de los frutos baja no obstante; crisis agrícola; con estos apuros no menudean los five o'clock teas, y ya nunca las damas nos extralimitamos en ellos hasta beber whisky y fumar puros de la Habana con anillo y todo su cuento. Por señas que la Sociedad Arrendataria del tabaco está que trina con esta parsimonia en que hemos caído. Créame usted, padre; ya estábamos haciendo penitencia antes que usted empezase a predicar. El caso es semejante al de Sancho, que acababa de desgarrarse el sayo verde y le proponía Don Quijote que se azotara para desencantar a Dulcinea.

Hace ya años fui yo a cierto lugar de Andalucía, donde tengo cuatro terrones. Vino desde Madrid a hospedarse en casa un tío que yo tenía, de mucha discreción y gracia, pero jorobado, como si le hubiesen agarrado por las extremidades y hubiesen echado un nudo a su cuerpo. De aquí que su cuerpo, a más de ser deforme, era pequeñísimo. Ya se entiende que mi pobre tío no tenía la culpa ni de su pequeñez ni de sus dos jorobas. Desempeñaba en Madrid un empleo con sueldo de algo más de 4.000 pesetas; pero el cuitado, aunque no fumaba, ni bebía, ni jugaba, ni tenía otros vicios, andaba siempre atildado y peripuesto, frecuentaba los salones cuando no sudaba tinta en la oficina, y no le alcanzaba el sueldo para tamaña disipación y tan locos deportes. A fin de acudir al remedio de sus apuros, iba poco a poco enajenando su escaso patrimonio. Hallábase entonces en el lugar con el intento de coger ocho mil realejos, vendiendo dos finquillas, que (si no me es infiel la memoria, a fin de relatar el sucedido con todos sus ápices, y poder decir también esto es histórico, imitando a usted) se llamaban el Majuelo de la Almecina y el Haza del Gorgojo, nombres, aunque rústicos, adecuados a la condición del escuchimizado propietario y a la ruindad de ambos predios.

En aquel lugar, como en todos, cuando alguien necesita vender, los compradores se hacen de pencas. Todos gustan de tirar de los pies a los ahorcados. Por fortuna, mi tío tenía un compadre ricacho, y el compadrazgo le valió. El compadre, aunque no sin regatear mucho, compró al fin ambas fincas. Dio por ellas 6.000 reales, o sea 2.000 menos de la tasación de los peritos; pero, como era sujeto de muy estrecha conciencia, no quiso dar nada de menos, y sin duda resolvió, echando un buen sermón a mi tío, mientras con notable pausa le iba entregando los dineros, propinarle en sabiduría lo que faltaba. Bueno es confesar también que en el sermón del compadre había la mayor buena fe. Estaba pasmado y escandalizado de que hombre tan diminuto, casi un microbio, necesitase tanto dinero para mantenerse en Madrid, sobre todo viéndose tan bien relacionado como se veía mi tío, y yendo a comer a muchas casas de espléndidos anfitriones. Y eso que el compadre ignoraba la invención de los forros de hule en los bolsillos de la casaca, donde, sí no lo hubiera ignorado, hubiera podido imaginar que podría haber trasegado y guardado mi tío, no ya bollos y confites, sino buenas lonjas de jamón y hasta morcones.

En suma, y para abreviar: mi tío contestó al sermón del compadre tratando de hacerle ver que, sin rayar en despilfarrador ni en manirroto, tenía que andar siempre a la cuarta pregunta.

El compadre, sin darse por vencido, replicó entonces: «Pues achíquese usted».

Y mi tío, por último, exclamó, con lágrimas en los ojos: «Por las Ánimas benditas, ¿me quiere usted más chico todavía, compadre?».

Traigo aquí el sucedido, no para mover lástima -Dios nos libre, como dice el primer gran novelista del mundo, de que nadie nos tenga lástima-, sino para que se perciba lo ocasionadas que son ciertas pinturas y ciertas declamaciones a fomentar el odio a los ricos en los pobres y menesterosos, y en el vulgo de las provincias el falso concepto de que Madrid es una Síbaris o una Babilonia, levantada a costa del resto de España; un foco de corrupción y una Jauja, donde se come, se bebe y no se trabaja, en teniendo un poco de travesura.

Aunque yo me haga pesada, repito que no quiero molestar a usted; que no voy contra el propósito de usted, que fue sanísimo, sino contra lo que ha resultado a despecho del propósito. Usted se ha engolfado en el mar proceloso de la novela correccional, cuyos escollos aguza el público maleante. Hay momentos en que presiente usted la tempestad que va a levantar, quiere apaciguarla, y más la desencadena, salvo el padre Cifuentes y otros jesuitas, que apenas salen, no salen a la escena en la historia de usted sino tontos y pillos. Entre las mujeres, si prescindimos de la Villasis y de la abandonada esposa de Jacobo, que se quedan en segundo término, todas son malas pécoras. Para consolarnos, usted nos dice que las tales señoras vendrán a ser catorce; poco más de una docena; pero que hay millares de damas virtuosas, por desgracia, estas damas, o no se ven en la novela, o sirven de comparsa, de comitiva y hasta de peana a las desaforadas y escandalosas, cuyo trono encumbran, y a quienes llevan como en andas hasta que caen en desgracia. Sólo entonces las plantan y las abandonan. Resulta, pues, que esa multitud de matronas excelentes con ceros que no sirven sino para decuplar, centuplicar o millarificar mi valer, acudiendo a mis salones y ofreciéndome incienso mientras no me abandonó la fortuna.

Quiere usted probar que hay algo podrido en Dinamarca, y lo que probaría, si diésemos importancia de realidad a su ficción, serla que todo estaba podrido.

Aquí huele mal, dice usted; pero en vez de echar sahumerios y derramar desinfectantes, agita usted y revuelve la inmundicia con el palito de la pluma para que el hedor llegue a todas las narices, y ya brote en ellas el clavel que supone usted que va a salir del estiércol, ya aparezca algo de más sólido y puntiagudo.

Para explicar el origen de la novela de usted, no basta la obligación en que usted se coloca de ser muy rígido y muy misionero. Yo me atrevo a sospechar que usted se dejó seducir por la moda naturalista, y que esta moda entró por mucho en que la novela saliera como ha salido. En vez de pintar las cosas como son o como deben ser, esto es, mejores y más bellas, usted las pinta peores, o bien las mira y las retrata por el lado más feo, según hoy se estila. Pase, sin embargo, esto; pero hay otra cosa que no puede pasar: la promiscuidad, la endiablada combinación de lo histórico y de lo fingido.

A las doce o catorce malas mujeres no las saca usted de entre esos millares de buenas, que sin duda hay, sino de un grupo determinado y relativamente corto de alfonsinas, de ricas y tituladas; de las que tuvieron una junta para socorrer a los heridos; de las que llevaban joyas en forma de flor de lis, y de las que en la Fuente Castellana se paseaban en coche propio y abierto, con peinetas de teja y mantillas blancas, como majas de Goya. Esto, aunque usted no cayese en ello, era determinar dónde había que buscar a las infamadas, restringir su existencia real a un partido político, inscribirlas en bien marcada clase y poner otras señales y circunstancias que estrechaban más el círculo y casi designaban individualmente a las que usted, sin razón y extraviado por apasionados informes, sacaba a la vergüenza.

¡Y luego, qué modo de aglomerar culpas, bellaquerías y perversas calidades, sobre esos héroes y esas heroínas infelices que usted pone en movimiento en su libro para lograr la Restauración! Cervantes atina a dar a los más feos personajes de su gran novela, que son en ella como la sombra del cuadro, algún toque benigno que nos los hace simpáticos, que nos induce al perdón y a la indulgencia. El bandido Roque es valiente y generoso; el mismo Ginesillo tiene mucho de gracioso y de humano y hasta Maritornes es caritativa, sencillota, paciente y buena en todo, salvo su afición a acudir a las citas de los arrieros, pero a nosotros, padre, usted nos arregla de tal suerte, que no le queda al diablo por dónde desecharnos.

En la flaca y pecadora naturaleza humana suele andar mezclado lo malo con lo bueno. A veces, de una cualidad estimable, que se exagera o se tuerce, nace el pecado y el vicio. Usted no quiere esta confusión, ni penetra en nuestros corazones, ya que no para disculparnos para atenuar un poco el mal que en nuestros actos observa.

Si yo he tenido por amigos a un oficialito de Artillería y a un pobrecillo, venido de un lugar, como Juanito Velarde, no nacería mi culpa ni de vanidad, ni de interés, ni de soberbia. En mis amores con Sabadell pudo entrar el amor propio. En los otros, no. Si bien poco o nada se ve de mi alma en lo que usted me hace decir y hacer, ¿quedo yo tan vagamente delineada que usted pueda atribuirme, y me atribuya, faltas tan diversas? En una figura moral, firme y seguramente trazada, ¿no se acabaría así con el dibujo, y se le convertiría en borrón confuso e informe?

El intento de la novela, o si se quiere, uno de los intentos de la novela, es hacer odioso todo pecado contra la castidad. Dios, en la novela de usted, me castiga en este mundo mismo. Yo, al cabo, me arrepiento, al parecer con toda sinceridad, y vengo a ser una penitente, a quien hasta las personas más severas, aquellas a las que yo había ofendido, me devuelven estimación y afecto. O yo no conozco cómo es en la vida el ser humano y cómo debe aparecer en las obras artísticas, o en el fondo de mi alma, aunque sepultado entre mil liviandades y soberbias, habrá algo de noble y de honestamente amable, no sólo para mis galanes, no sólo para mis micos, como usted los llama, sino para cuantos me conocen.

Además de rica, elegante, bonita y grande de España de antiguo y glorioso abolengo, usted me hace discreta, ilustrada, ingeniosa y valiente. Mil gracias por tanta lisonja. Tan envidiables prendas de naturaleza y de fortuna, para todo hombre profano de manga ancha o de moral relajada, me convierten en una criatura amabilísima, monísima y divertidísima. Dicho hombre profano será muy capaz de perdonarme ciertos pecados o de hacer sobre ellos la vista gorda. Quizá alegue, para atenuar mis faltas, que me casaron por razón de Estado, cuando apenas tenía yo voluntad, y que mi marido es un idiota, borracho, glotón, egoísta y los otros primores que usted le regala o por derecho le adjudica. Claro está que esto lo dirá un gomoso, un señorito del Veloz Club, un reportero o cronista de salones. Lo que es usted, ni puede ni debe decirlo, ni pasarlo, y ni lo piensa ni lo dice. Arrastrada yo por la vanidad, por la concupiscencia, por la sed de deleites o por amor vicioso (a falta de amor legítimo consagrado por la religión y las leyes), infrinjo los mandamientos de Dios, caigo en pecado mortal, mancho mis blasones y deshonro el hogar doméstico. Contra todo esto debe usted tronar y truena, y contra todo esto tronaría también cualquier novelista honrado y decente, aunque fuese seglar y hasta librepensador, pero ¿a qué abrumarme bajo el peso de villanías y de ruindades impropias de una señora? Nadie niega que en toda mujer, ya duquesa, ya verdulera, así como no hay virtud que no sea posible, tampoco hay infamia que no lo sea. Ciertas infamias, no obstante, están mucho menos motivadas en las mujeres ricas que en las pobres y menesterosas; implican en la que no está acosada por la miseria, diez, veinte o cien veces más perversidad, y, si usted me las endosa, me quita todo motivo de estimación en la sociedad, aun para después de arrepentida.

El argumento, la acción de la novela, si es que en la novela hay acción, con unidad, progreso y desenlace, no exige que sea yo ladrona. Y no ladrona así como quiera, sino con las más abominables circunstancias agravantes. Yo robo 15.000 duros a la madre y a los hermanos pobres de un hombre que ha dado por mí la vida. En este hurto hay abuso de confianza y negra ingratitud. Después tomo resoluciones, que me hacen, si no más despreciable, más odiosa que si hubiera hurtado para pagar cuentas de las tiendas o de las modistas. Sobre ser estafadora y ladrona, me muestro trapacera, hipócrita y sacrílega, y desprovista de ciertos sentimientos delicados que suelen tener los mismos ladrones y estafadores. ¿Pues no se me ocurre humillar con lo que he hurtado a las víctimas del hurto, ofreciéndosele como limosna? Ellas no le aceptan, y con sobrado motivo. Una madre, traspasado el corazón de dolor, aunque se muera de hambre, si tiene dignidad y decencia, no recibe limosna de la persona que ha sido ocasión o causa de la muerte de su hijo. Valdría tanto como decir la madre: «Me cobro en dinero la sangre vertida».

Yo careceré de sentido moral, pero no soy estúpida para creer que nadie en el siglo XIX posee tal calidad y ni siquiera lo que la suple, aunque no sea equivalente: el orgullo, el respeto de la propia personalidad, la repugnancia a sufrir nada que la rebaje. Sin embargo, suponiendo que yo, por casquivana y despreciadora de los seres humanos, ofrecí la limosna, todavía no se comprende cómo conté después con burla que la madre de Juan Velarde no quiso aceptarla, cuando la burlada y la desairada con razón era yo.

Del propósito que formé luego, y que no sabemos si cumplo, de regalar al Padre Santo los 15.000 duros hurtados, nada quiero decir: peor es meneallo.

Entre las que están en primer término, la única persona interesante de la novela soy yo, y usted arroja sobre mi tal montón de horrores, que me transforma en monstruo inverosímil, supuestas las prendas que en otros puntos del libro me otorga.

¿Cómo, si no soy una bestia, si gusto de los objetos elegantes y artísticos, si presumo de noble, si soy cristiana, a pesar de mis culpas, y me persigno o me santiguo cuando paso por delante de una iglesia, he de tener abandonado mi precioso oratorio, hasta el extremo de que sirva de gallinero? No se concibe; es absurda semejante suposición. Lo natural es tener muy cuidado y limpio el oratorio, y enseñar con satisfacción de mi vanidad los cuadros, las estatuas y las joyas que en él hay. Cuando diese yo un baile, después de bailar el cotillón y de cenar opíparamente, como ya serían las seis de la mañana, todos los amigos que hubiesen quedado en el baile hasta lo último, cubriendo las señoras la cabeza y las desnudas espaldas con un velo negro, iríamos a oír misa en el oratorio. No afirmaré yo que esté bien hacer esto; pero esto es lo que se hace, y no convertir en gallinero el oratorio lleno de recuerdos y hasta de glorias de la familia. Y si el oratorio contenía la veneranda reliquia de un Santo, mi cercano pariente, ¿cómo hablo yo de quemar la reliquia? Me daría tono mostrándola, aunque fuese yo descreída y atea. ¿Dejaría yo de comprender, a pesar de la impiedad por un instante supuesta, que la santidad es un medio de descollar y de ser glorioso, si en el Cielo, también en la Tierra, y que algo de esta gloria, de la mundana hablo, reflejaba sobre mí y sobre mi casa? Pues ni yo quemaría la reliquia, ni la arrancaría del admirable marco, sino para ponerla en otro más admirable. Si el Santo no estaba canonizado, procuraría yo que lo fuese. Y si había alguna Vida de él, castizamente escrita, con la clásica y elegante sencillez de los libros devotos de la edad de oro de nuestra literatura, haría yo muy linda edición del libro, imitando, al menos en esto, a alguna nobilísima gran señora, a quien usted conoce y trata. Hasta había yo de hacer tirar seis ejemplares en vitela, para mi biblioteca el mejor, y había de rogar al padre Miguel Mir, que tan buenos prólogos pone en las obras piadosas que reimprime, que pusiese a la Vida de mi pariente, el Santo, un prólogo que compitiese en pureza de estilo con los escritos del padre Rivadeneira. Convengamos en que son inverosímiles, y opuestas a la condición con que aparezco en la novela, tan bestiales faltas de parte mía. Lo que hubiera sido verosímil, y hubiera dado ocasión a sátira más razonable, es hacerme acudir llorando al oratorio para encomendarme a una devota imagen, creyéndome yo misma arrepentida y contrita, después de alguna riña o escena de celos con Jacobo, o bien ofrecer, sobre el altar, en vaso lujosísimo, con fervor y ternura, a la misma imagen devota, algún ramo de muguet o de violetas de Parma, con que Jacobo me hubiese obsequiado, o que hubiese yo llevado en el pecho para refrenar y velar un poquito las audaces provocaciones del escote.

Aún hay en la novela otro lance en que yo, y conmigo el grupo todo de mis íntimos, nos portamos con una camarada peor que podría portarse un aduar de gitanos o una cuadrilla de los más desalmados forajidos, por una imprudente calaverada mía. Diógenes se revienta, y nosotros le abandonamos todos, sin recursos, sin dinero, entre desconocidos y en una mala posada, para que allí muera como perro. ¿Dónde hay grupo de seres humanos, no ya en Europa, sino entre cafres, que deje en tanta cuita al amigo de toda la vida, a un compañero, aunque sea de crímenes y de torpezas? ¿Cómo son todos tan sin entrañas, que ni uno se decide a quedarse cuidándole? Eso no es posible. Eso es, por atolondramiento de novelista y sin intención, calumniar, no a la aristocracia madrileña, sino a la naturaleza humana. ¿No hubo siquiera un criado de confianza y algunas monedas de sobra para cuidar y socorrer en su agonía al parásito moribundo?

Nada; pero, al fin, esto tiene en la novela una razón de ser. Era necesario aquel feroz abandono para que la carlista y beata marquesa de Villasis resplandeciese como enviada por la divina Providencia, a fin de ayudar a bien morir a Diógenes.

Hasta en aquella escena, sin duda patética y edificante, del pecador que al morir se arrepiente, pone usted, por gana de exagerar, algo que, a mi ver, repugna y que debió suprimirse. ¿Para qué cede la Villasis al irracional capricho, en quien va a dar cuenta a Dios de su mala vida, de que le traigan y le pongan sobre la cama, a que presencia su horror y su miseria, y a que toque con sus alas de ángel aquella pocilga moral y física, a una preciosa niña, inocente, de seis o siete años? Pues qué, ¿no pudo convertirse Diógenes sin la intervención de Menina? Por sobrada misericordia hacia Diógenes, ¿no había en la Villlasis sobrada rudeza también en iniciar tan temprano a Monina en los más espantosos misterios de los remordimientos y del pecado, de la vida y de la muerte? Ya sabemos que los Santos hacen más; pero con plena conciencia de lo que hacen, con el vigor de la voluntad, auxiliada de la gracia, con el esfuerzo heroico del espíritu, que vence y domina el asco, el terror y todas las flaquezas de nuestra carne. Entonces es hermosa la lucha, y es la victoria más hermosa. La tina resplandece con luz de gloria bajo las hermosas y regias manos de Santa Isabel, y hasta las llagas hediondas de los enfermos, en el hospital de Venecia, se diría que exhalan aroma del cielo cuando San Francisco Javier imprime en ellas la lengua y los labios, que, en vez de contaminarse, se purifican como los de Isaías al contacto del carbón encendido, y cobran el vigor que necesitan para que el Apóstol de Oriente lleve la Buena Nueva a las más remotas regiones. Pero, en fin, en el caso de Monina y de Diógenes yo no veo la necesidad de la intervención de Monina. Me parece que su abuela anduvo algo disparatada, y le proporcionó, sin causa justa, un pésimo rato.

Este disparate de la marquesa de Villasis fue, no obstante, disculpable, porque nació de caridad mal entendida. Lo malo es otro disparate inmensamente más garrafal en que la marquesa cae por orgullo. ¿Es posible que alguien se atreva a jactarse de que sólo recibe en su casa a las personas honradas y decentes? Nadie que tenga casa y que reciba dirá que recibe a los indecentes y a los deshonrados. Entendido así el caso, cualquiera es ni más ni menos que la marquesa de Villasis; hasta el señor Monipodio, si viviese aún, y cuando no, sus sucesores. Pero entendido el caso de la manera que en la novela se entiende, es irrealizable, es absurdo; implica la afrenta más dura contra multitud de personas, contra todos los conocidos, contra todas las visitas de la marquesa que no son convidadas a las expurgadas reuniones. Confiese usted, padre, que la marquesa de Villasis estaba demente cuando tomó tamaña resolución. ¿Quién es ella para constituirse en jueza de la decencia y de la honra de los otros? Cada uno es rey en su casa y dueño absoluto de recibir o de no recibir a quien se le antoje, pero no de dar por razón de no recibir algo que afrente al no recibido. Es tonto quien se queja de no estar convidado a una fiesta, aunque sea visita de quien la da. Medrados estaríamos si tuviese uno que convidar, a todo, a todas sus visitas. Hasta se pueden imponer condiciones para hacer el convite, con tal que no se agravie a quien no las tenga, pero poner por condición la honradez y la decencia...; ni a Lucifer, con toda su soberbia, y metido a predicador, se le puede ocurrir nada por el estilo. Brava guerra se armaría si tal proyecto se realizara. Madrid se dividiría en tertulias expendedoras de certificados de honradez y decencia. Los individuos de cada tertulia tendrían por indeseables a los de otras, y todos, a no ser tan pacientes como usted supone que es Fernandito, andarían a trancazos y a tiros por esas calles. Hay cierta calidad o prenda que es inmensamente inferior a la decencia y a la honra: la calidad o prenda de no ser cursi. Como esta calidad es somera y se muestra sensiblemente y entra por los ojos, parece que todo el mundo debe reconocer con claridad la cursilería o la no cursilería; pero, aun así, en la sociedad elegante o que presume de elegante suelen acusarse de cursis los unos a los otros, sin duda con ceguedad y pasión, de donde nacen discordias, enemistades y odios acérrimos. Apenas se concibe que, sin convertir a Madrid en campo de Agramante, sus tertulias se dividan en cursis y en no cursis. Conque calcule usted si podrían dividirse en honradas y deshonradas.

Persistiendo usted en este tema de hacer, en las relaciones sociales y fuera de los tribunales y del confesionario, a unos seres humanos jueces y censores de la conducta de otros, achaca al padre Fernández una acción impropia, a mi ver, de la prudencia, de la cortesía y de la finura que muestran en su trato los individuos de la Compañía de Jesús. ¿Por qué contestar con una carta insultante y feroz a mi petición de permiso para visitar la casa y santuario de Loyola? El padre Fernández no debía de estar enterado de mi mala vida, y, si lo estaba, como lo cortés no quita a lo valiente, y por lo mismo que yo no iba a confesarme con él, debió disimularlo, y no arrojarme al rostro mis pecados para no recibirme en su casa ni en el santuario que a justos y a pecadores debe abrir sus puertas. ¿No es contrario lo que hizo el padre Fernández a la humildad evangélica? ¿Por qué no quiso recibirme? Porque yo no era buena. ¿Y quién es bueno? El mismo Cristo, ¿no rechazó el título de Maestro bueno, afirmando que sólo es bueno Dios? ¿Acaso el padre Fernández se sobrepone a Cristo? ¿Su santidad es tal, que mi presencia le ofenda, sin acordarse de que nuestro Divino Redentor habló a la Samaritana antes que ella le hablase, y le pidió de beber, y aun le ofreció de aquella agua que apaga toda sed y que sabe a vida eterna? ¿Trató Cristo duramente a la mujer adúltera, convicta y confesa, para que dicho padre me tratase tan mal, sin que ningún fariseo le llamase a ser mi juez, ni a tirarme la primera piedra, ni a decirme siquiera: «Vete y no peques más»? ¿Desdeñó Cristo el bálsamo precioso de la hermana de Lázaro, o le dio con los pies, apartándola, cuando ella se derribó por tierra y los enjugó con sus hermosos cabellos? Desengáñese usted, padre; su compañero de usted, el padre Fernández, no escribió la carta que usted supone, o, si la escribió, se metió en camisón de once varas, con sobra de presunción y falta de caridad y de prudencia.

Algunos escrúpulos me han asaltado. Cristo, recapacito yo, como era Dios, lo podía y debía hacer todo divinamente y mostrar su infinita misericordia con los pecadores; pero quizá no sea lícito ni conveniente que sus ministros y siervos sean ahora tan benignos. A fin de resolver esta duda, he acudido a mi Año cristiano, y, a la verdad, su lectura me ha confirmado en mi primera idea. He hallado varios ejemplos que condenan el proceder del padre Fernández en vez de justificarle. Por liviana que yo haya sido, espero que no me creerá usted tan liviana como fue Santa María Egipcíaca. Y, sin embargo, no hubo padre que se opusiese a que entrase en el templo de Jerusalén, donde está el Santo Sepulcro. Dios fue quien sobrenaturalmente la detuvo a la puerta, a fin de convertirla por medio de este bondadoso milagro. Y Santa Pelagia, cuando era aún provocante cortesana y hembra de rompe y rasga, entró en la iglesia turbando la sagrada ceremonia, y allí se convirtió, oyendo las elocuentes palabras del obispo Nono, las que no hubiera oído si allí no hubiera entrado.

Sería cuento de nunca acabar si siguiese yo haciendo observaciones y reparos sobre cada uno de los lances de la novela de usted. Quiero acabar, y no sé cómo. Hasta lo ya escrito me parece que sobra: lo leo nuevamente, me descontenta y estoy a punto de rasgarlo. Mi genio me induce más al aplauso que a la censura. Y lo que es a usted por su claro talento, por su fácil y brillante estilo, por su buena intención y por el entusiasmo con que me hablan de la persona de usted algunas amigas mías, quisiera yo encomiarle sin reserva.

A veces me animo y disculpo mi severo juicio sobre algunas cosas, entendiendo que la severidad cae, no sobre el libro de usted, sino sobre la malicia del público y sobre sus torcidas interpretaciones.

Si Pequeñeces, me digo, fuera la obra de un literato lego, todos acaso nos hubiéramos divertido leyéndola; pero nadie o casi nadie hubiera hablado ni escrito sobre lo tendencioso e intencionado, como se dice ahora, de la tal novela, a lo más que la censura hubiera llegado, hubiera sido a condenar algunos pormenores; verbigracia: se hubiera dicho que una señorita recién salida del colegio y un caballerete podrán acaso, en la soledad y a furto de sus padres, hacer cualquier niñería, pues son de carne y hueso como cada hijo de vecino, plebeyo o noble, rico o descamisado; pero, en pleno salón, en presencia de muchas personas, fumar el mismo cigarro, chupando en él alternativamente, lo que es yo no lo vi jamás. Sólo he oído contar, quién sabe si por chiste, que eso se hace en presidio cuando los presidiarios no tienen más que un cigarro y quieren fumar todos.

Pero, en fin, repito que, prescindiendo de estas menudencias o pequeñeces que en Pequeñeces pudieran tildarse, nadie se hubiera calentado la cabeza tratando de descubrir las tendencias y los fines, si no hubiera pertenecido el autor a una asociación poderosa e influyente, donde supone el vulgo que nadie publica obras sin consentimiento superior y donde no cree que se hace cosa alguna sin propósitos maquiavélicos de puro profundos y solapados. El vulgo, sobre todo el liberalesco, arma acerca de los jesuitas un caramillo semejante al que arma usted acerca de los masones. Y a propósito de los masones. Permítame usted que dude yo de que fuesen ellos los que asesinaron al malogrado Jacobito. ¿Qué planes ni qué misterios tenebrosos había de haber descubierto aquel desventurado, después de romper los siete u ocho sellos, cuando no le valió el poder revelarlos ni un terroncejo de mala muerte, ni dinero tampoco, ya que yo le mantenía, según usted da a entender, como la Maestra y la Temeraria mantuvieron a Gorito? Yo doy, pues, idéntica importancia a los planes ocultos en los papeles de los sellos y a los que los zahoríes de intenciones creen descubrir en la novela de usted. Todos son desatinados: los malos, se entiende.

Dicen unos: ya que en esta novela se procura poner en ridículo a los más ilustres alfonsinos y burlarse de los esfuerzos y de la propaganda que hacían para la Restauración, los jesuitas deben inclinarse al carlismo, a fin de que se devuelvan los bienes al clero, que fue inicuo despojo, y a fin de que se quite la libertad religiosa; pero yo respondo que los jesuitas son discretos y que saben de sobra que ni la libertad religiosa puede ya desaparecer, ni la desamortización deshacerse, en el siglo XIX, aunque suba al trono de España, no don Carlos VI, VII u VIII, que no sé en cuál estamos ya, sino el propio Felipe II resucitado. Así, pues, si algún jesuita es carlista, será por gusto, y sobre gustos no hay que disputar. Derecho tiene cada cual a hacer lo que quiera.

Otros van más allá. «Estamos -exclaman- a fines de siglo. El mundo se agita tratando de resolver terribles problemas sociales. ¿No querrán los padres presentar en la novelita datos para la resolución de los problemas? La aristocracia que nos pintan no es una casta aislada, no es algo de cerrado, si vale expresarse de esta, suerte, sino que, salvo aquellos pocos, cada día menos desde que no hay vinculaciones, que heredaron la posición y la riqueza, es la reunión de cuantos las han adquirido en la industria, en el comercio, en la política o cultivando algún arte, oficio o ramo del saber».

¿Se puede concebir que la aristocracia madrileña (suponiendo que se le deba aplicar este nombre de aristocracia) sea más que el conjunto de comerciantes, banqueros, propietarios, abogados, altos funcionarios, artistas, sabios, literatos, políticos etc., que entre sus conciudadanos sobresalen y se hacen más ricas y notables por habilidad, actividad y ventura? ¿No se recluta esta gente en todas las provincias y en todos los escalones del orden social? Pues si esta gente es una podredumbre, el orden social, por cuya virtud esta podredumbre sube como la nata, la flor o la espuma es, a no dudarlo, lo que debe estar podrido. A esto respondo yo que no hay premeditación, ni en usted ni en ningún otro padre, sobre asunto tan trascendente; que todo es pura retórica; que usted no se mete en condenar este orden social que parece el equilibrio entre el progreso y la conservaduría, lo tradicional y lo nuevo, la autoridad y la libertad; que por odio a la evolución no amenaza usted con revolución, y que, al ver lo corrompido de nuestra época, no sueña usted, apocalípticamente, como Donoso, que las muchedumbres van a derramarse por esas calles pidiendo resueltamente a Barrabás o a Jesús, y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas y todos los lujosos muebles y lindos chirimbolos de los salones, smoking rooms y boudoirs.

A mí no me cabe duda en que hay mucha retórica y mucha moda en el pesimismo de usted. Y más me convenzo de ello cuando recuerdo que he visto bastante mundo, he viajado y visitado grandes capitales y no he hallado círculo alguno donde sea la gente más morigerada y más temerosa de Dios que entre nosotros.

Y no hay que decir que la corrupción es novísima o va en aumento. Antes parece que nunca fue menor que hoy, en ningún país ni en ninguna civilización, desde que Adán y Eva pecaron. Sobre esto consulté yo a su amigo de usted, don Recaredo, que tanta historia sabe, y me dijo que, en efecto, España era un primor de moralidad cuando reinaba su tocayo, el hermano de San Hermenegildo; pero que después vinieron los hijos de Witiza, don Opas, el conde don Julián, don Rodrigo y la Cava, y lo echaron a perder todo, hasta ahora. La misma tesis sostiene mi ingenioso amigo Miguel de los Santos Álvarez, si bien afirma, y yo lo creo, que algo se va mejorando.

En suma: por más vueltas que le doy, no descubro en la novela esas trascendentales y reconditeces que otros descubren, ni por parte de usted, ni muchísimo menos por parte de nadie de la Compañía.

Trataré de enumerar aquí, en resumen, las causas de los defectos de la novela: lo que impide, a mi ver, que sea un dechado de amenidad, dulce, culta, cristiana y consoladora. Ya hablé de la moda del pensamiento y del naturalismo, de que se deja usted llevar más de lo justo.

Y ya hablé también de la manía de involucrar con la novela los sermones, sin calcular bien lo que cabe en la novela y no en el sermón, y lo que cabe en el sermón y no en la novela.

Hay, además, pequeñeces, ya que usted pone de moda la palabra, que ni en sermones ni en novela me agradan: que el buen gusto rechaza del arte por más que hayan sucedido y sucedan, y que sólo caben en libros severamente didácticos, como Casos raros de vicios y virtudes.

Me valdré de un ejemplo. Pone el padre Claret, en La llave de oro, dieciocho maneras diferentes que tienen las mujeres de cometer cierto pecado, y explica las dieciocho maneras, pero con seca brevedad, y en latín, que, macarrónico y todo, no entendemos los más. Su libro, por otra parte, no es recreativo ni para pasto de jovencitas, sino para clérigos machuchos y curados de espanto que han de sentarse en el tribunal de la penitencia. Censurar al padre Claret sería tan injusto como si censurásemos a un autor de Derecho penal porque enumera y describe todos los delitos. Lo que sí sería censurable es que un novelista naturalista escribiese dieciocho novelas, una para cada manera, describiéndolas todas con detención y sin perdonar requisito ni tilde. Digo esto para suplicar a usted que huya como de la peste de ese naturalismo que se deleita en pintar lo peor, aunque sea para hacerlo más odioso. Yo me declaro humildemente gran pecadora; pero aseguro a usted, con toda sinceridad, que por las novelas naturalistas han llegado a mi conocimiento horrendos pecados que ni siquiera sospechaba yo que existiesen, y aun pongo en duda que la naturaleza humana sea capaz de cometerlos sin el auxilio preternatural y sin la colaboración solícita del mismísimo demonio.

No va usted tan lejos nunca; pero noto en usted desmedida afición a pintar lo feo y lo grotesco, lo cual, combinado con la chispa y la exageración andaluzas, influye de cuando en cuando en que usted tizne con chafarrinones hasta los retratos más bellos y los convierta en algo como figurón inverosímil.

No en Pequeñeces, sino en la novelita titulada La Gorriona, da usted el ejemplo más lastimoso de esto. Tan noble y tan simpático ser moral como el de aquella ilustre dama de provincia, limosnera, piadosa, dulce y sufrida hasta aguantar las insolentes socarronerías del zafio capellán de las monjas no parando los sablazos de los parientes pobres y tratando de hacer honestamente amena la vida de los parientes y amigos bien acomodados, es lástima que se desluzca y afee con la estupidez de llamar Mateo al aborto en aguardiente, y de sufrir que el Virgilio doméstico componga versos en su elogio, como si el aborto hubiera sido otro Marcelo.

No hablo de la moralidad de La Gorriona, que sale inmoral a fuerza de querer ser moral. Los feroces señoritos que aplican tan infame apodo a la noble dama, casi quedarían justificados si la justificación no tuviese la validez de un castillo de naipes que un soplo desbarata. ¿Qué necesidad tiene para pecar una señorita de treinta y cinco años de que su tía dé o no bailes? Para pecar, si tenía gana, lo mismo que del baile pudo escaparse, y más en sazón, del jubileo. Más cómodo le hubiera sido aparentar que se iba a la iglesia tempranito e irse en casa del amante, que irse desde una fiesta, aunque fuese de máscara. Con la lógica de usted, pudiéramos inferir que las que duermen hasta tarde y van a bailes y teatros están menos expuestas a fáciles tropiezos que las devotas y madrugadoras. No es esto decir que las señoritas de más de treinta y cinco años,, sin dueña ni aya que las custodie y vigile, lo cual sería ridículo, no usen honestísimamente de su libertad, ora trasnochen en las tertulias, ora madruguen para frecuentar las iglesias. En ambos casos conozco yo señoritas mayores de edad que son modelos de virtud; mas no conozco ninguna tan tonta que necesite, si quiere perderse o seguir en la perdición, de que dé un baile de Piñata su tía.

Vamos ahora a la causa principal de todo lo que yo censuro en la novela. La causa principal, en mi sentir, es el recelo que creo notar en usted (y en otros moralistas cristianos de nuestros días) de ser acusados de indulgentes. Tiene usted miedo de que los impíos le zahieran diciendo que toma usted muy a la letra aquellas palabras del Evangelio: «Si pecare siete veces al día y siete veces pidiere perdón, perdónale las siete veces». Las pullas necias de que en la religión católica hay bula para todo, de que quien peca y reza la empata, y sobre aquello de que es blando y ligero el yugo de Cristo, han picado y soliviantado a usted más de lo que conviene. No parece sino que los jesuitas, acusados en otras edades de lenidad, de complacencia con todos y particularmente con los ricos, y de moral acomodaticia y facilitona, propenden ahora a sincerarse, poniéndose de un brinco en el extremo opuesto.

Hay dos autores franceses que son admirados como dos prodigios, y que yo detesto con todo mi corazón optimista, benigno y caritativo, y usted perdone que me elogie. Son dichos autores Juan Jacobo Rousseau y Blas Pascal. Al último no le puedo sufrir, aunque no es cínico como el primero. Le hallo atrabiliario, misántropo, sombrío y fanático, a par que escéptico; todo al revés de como yo soy. Las Provinciales me producen el efecto contrario del que el autor pretende. Se me va la voluntad en pos del padre Escobar, y me entran ganas de aprender latín, sólo para leer su Teología moral en ocho tomos en folio. Ignoro si, desde un punto de vista severamente ortodoxo, pueden calificarse de laxas sus opiniones y sentencias; pero veo claro que no fue prevaricador, ni adulador de los vicios, ni corruptor de la moral aquel excelente hombre y sabio teólogo, sino que su alma estaba inflamada de amor de Dios y del prójimo, y poseía la generosa y beatífica virtud de la esperanza, y aquella confianza hermosísima y consoladora en la inexhausta bondad del Cielo que templa y contiene la justicia.

El valor inmenso del sacrificio del Cordero inmaculado, la eficacia de la Redención, ¿no debió inducir al padre Escobar a la clemencia con los pecadores? ¿Han de valer tan poco los carismas, que, a pesar de ellos, vaya al infierno tanta gente que, sobre las penas que hay allí, tenga la de estar muy apretada? Yo no debo entrar en estas delicadísimas cuestiones, al menos sin haber leído antes los citados ocho tomos en folio, ni imitar a Pascal, que no los leyó tampoco, y sí sólo un compendio en que exponía Escobar las doctrinas de otros casuistas y probabilistas. Lo único que yo digo es que usted, contra su condición natural, que debe de ser muy afable, aparece, en sus escritos, tétrico y adusto, a causa del recelo ya expresado. Y la ocasión me parece poco oportuna para mostrarse así. Hoy la high life madrileña y todo lo demás de España y casi todo lo demás de Europa piden y requieren más consolación y aliento que amenazas y terrores.

En nada apenas somos más depravados que en lo antiguo. Caco vivió en los tiempos mitológicos; Villamelones hubo siempre, y muy ilustres, desde Marco Aurelio, y desde antes, desde el marido de la mujer de Putifar; lo que es de señoras regocijadas..., eso a montones, desde las hijas de Lot y desde Rahab, que tuvo tan clara descendencia; y chulos mantenidos, jamás los hubo menos que en la edad presente.

En una cosa somos en el día acaso peores que nunca. Así lo imagino yo, y mi alma se llena de tristeza, y duda del progreso y desconfía de la civilización y del porvenir del linaje humano. La melancolía tenaz que invade los corazones, la falta de fe, la desesperación de la vida, son hoy muy acerbas. Crece el número de los suicidas, y, al oír las quejas y blasfemias de muchos que no lo son, dan tentaciones de decirles, a despecho de la caridad, no ya: «Vete con el perdón y no peques más»: sino: «Más te valiera no haber nacido: mátate tú también, si no eres cobarde».

Ahora bien: contra esta enfermedad horrible que aqueja a la presente generación, la cual cree que la vida no merece ser vivida, ¿es buen remedio pintar la vida más fea y más indigna aún? ¿Está bien que se haga figurar a Dios en libros de pasatiempo, escrutar sus designios inescrutables y presentarle terriblemente justiciero, y no misericordioso, dando la condenación eterna, sin que acuda un instante de contrición para salvar al desdichado Juan Velarde, por ejemplo, en cuyo pecado entró la menos posible cantidad de libre albedrío? Las preocupaciones sociales, los compromisos y hasta las más nobles pasiones, aunque extraviadas, le impulsaron al desafío, sin rencor contra su rival, y con más deseo de salir del paso que de herir o dar muerte a persona alguna. Y, sin embargo, a Velarde le pone usted resueltamente en el infierno, mientras que el tunante borrachón de Diógenes se va al Cielo, gracias a la Villasis y a Monina.

El afán de denigrarlo todo lleva a usted a denigrar hasta a los angelicales niños, educandos o educados por los jesuitas. Sus entretenimientos son como los de Calígula o no sé qué otro déspota romano, que se divertía en cazar y atormentar moscas El modo de atormentarlas es nauseabundo, sobre ser cruel. ¿Por qué no les dice el padre prefecto: «Hijitos míos, no seáis sucios y no hagáis eso»? Los niños ya descubren y declaran la tontería paterna; ya pronostican, si bien con lágrimas, que sus padres han de ir a parar entre los réprobos. Paquito tiene tanta soberbia y engreimiento, que, en vista de que su pobre papá, cuya tontería no desconoce, no celebra sus premios, se llena de rabia y desprecio y tira el dinero que su papá le ha dado. Y, por último, otro colegial jesuítico inventa y urde la más horrible trama para que se maten dos compañeros. Se diría que usted trata de retraer a la gente de enviar a los niños a que se eduquen en los Colegios de la Compañía, Y todo ello, lo repetiré mil veces, depende del afán de sermonear, que echa a perder las prendas del novelista.

La escena trágica final es espeluznante. La energía gráfica del estilo merece aplauso; pero se resisten a aplaudir los sentimientos morales y religiosos, profundamente lastimados por la aberración de la trascendente moraleja. No quiero discutir hasta qué punto es verdad humana, y no es monstruoso, que un niño de noble y generoso carácter, que llega a dar su vida para salvar la de su enemigo, se ciegue de tal suerte antes, por el ansia de la venganza, aunque sea la injuria atroz, que después de tener a su contrario humillado, abofeteado, vencido y postrado en el suelo, cuan largo era, y todo ello sin lucha, porque la víctima no había resistido, sino que se había disculpado siga el vencedor sin batalla «vomitando contra el padre, la madre y el niño mismo horrendos insultos, dándole puñadas, pateándole todo el cuerpo, mesándole los cabellos y sacudiéndole la cabeza contra las rocas». Este niño es un energúmeno, y apenas se concibe que se transforme en ángel, en vaso de elección, en mártir y héroe devotísimo de caridad profunda medio minuto después. Pero, en fin, yo no quiero discutir sobre esto. ¿Quién pone límites a la bondad divina? Sobre lo que tampoco discuto, porque es indiscutible, es sobre la abominación impensada, por soltar mal a cuento una frase de sermón, de afirmar que Dios lo dispone así para que se cumpla su tremenda justicia.

Para mí es evidente que Dios no está inactivo, allá en remotísimo Cielo mientras deja obrar las causas segundas. No: Dios está en todo lugar; lo llena y penetra todo; en él somos, nos movemos y vivimos; su omnipotencia es perpetua; incesante su acción. Sólo así se comprende a Dios, y además omniscio, providente y todopoderoso. Lo que no se explica, lo que está más allá de los términos hasta donde llega en su vuelo audaz la razón humana, es cómo, a pesar de lo dicho, hay tanto mal moral y físico sobre la Tierra. Ni metafísicos ni teólogos aciertan a dar de esto explicación satisfactoria. En el plan armónico de la totalidad de los seres y de los sucesos, en el concierto universal de todo lo creado, que no cabe por su grandeza en nuestra mente, es donde brillan sin sombra ni eclipse la bondad y la justicia de Dios, que en su infinitud se unimisman. Yo lo expresaré mal; pero estoy segura de que lo concibo bien, y lo siento así en lo más sano de mi alma, hacia aquella raíz, abismo y centro de ella, donde, si penetran el amor y la fe, acaso no penetra jamás en esta vida transitoria, el raciocinio de los mortales, y donde se afirma que llevamos, aunque pecadores, el reino de Dios que está dentro de nosotros.

Partiendo de tan alta especulación repugna imaginar que Dios se propone hacer un bonito castigo en el niño Sabadell, porque su padre tuvo conmigo amoríos pecaminosos, y se vale para ello de la envidia del colegial al que escribe el papelito y que se le clava por detrás de la mosca, destripándola, con todas las demás ferocidades que en la novela se refieren.

No quiero ir más allá en este prolijo examen. Perdóneme usted si en algo le he ofendido. A no creer que usted vale y puede mucho como escritor, no hubiera yo atacado con tanto detenimiento sus errores, o lo que por tales tengo. Persuadida estoy de que si usted refrena su inclinación a la amarga sátira, si hace más apacibles y dulces sus burlas, si procura representarnos en sus obras, más que lo grotesco, impuro y deforme, lo bello, lo puro y lo limpio, y, sobre todo, si desecha la manifiesta aprensión de que le acusen de complaciente y mundano, a no ser tan adusto como el más inaguantable secuaz de Jansenio o de Calvino, usted será uno de los primeros novelistas españoles contemporáneos. Y no es menguada alabanza, ya que, desde hace algunos años, el cultivo en España de la novela da sazonados frutos, cuyo exquisito sabor nos convence, y más nos convencerá cuando nos acabemos de emancipar de la tutela de los franceses, de que no se agotó la fertilidad de la tierra donde nacieron el Amadís, La Celestina, el Lazarillo y el Quijote.

Personas hay que, sabiendo mi afición a escribir (aunque inédito todo hasta hoy), y advirtiendo mi enojo, quisieron excitarme a las represalias y a que escribiese yo contra los jesuitas. Mal me conocen esas personas. Aunque yo no fuera creyente, aunque fuera yo racionalista, no dejaría de venerar en la Compañía una de las mayores glorias de mi patria; tanto a causa de su maravilloso fundador, que en la balanza en que se pesan los destinos del mundo pesa más que Lutero; que, sin armas, dejó al morir fundado un imperio más dilatado que el de Alejandro y más duradero que el de César, y que, lisiado, como Israel en su combate nocturno con el ángel, resurgió poderoso adalid del principio que hacía una la civilización europea, por el fraile sajón rota y dividida; cuanto a causa también del crecido número de sus preclaros hijos españoles, los cuales han evangelizado las más apartadas naciones, han resplandecido por su ciencia en los Concilios, han salvado la libertad humana del fatalismo de los reformadores, han enseñado y deleitado en sus escritos elocuentes, y han hecho florecer las letras divinas y humanas, ensalzando e ilustrando más el nombre de España cuando España fue con ellos madre ingratísima y los lanzó ásperamente de su seno.

Ya ve usted si soy entusiasta de los jesuitas. Sólo me atrevo a sospechar que en el día, y no sé por qué, pierden ustedes el tino de cuando en cuando. Perderle sería si los superiores prohibiesen a usted seguir escribiendo novelas para probar, como probará, que, sin mover este alboroto de ahora, logra usted elevar las almas a las regiones serenas de lo ideal por virtud de una representación artística del mundo, conforme siempre con la verdad, aunque menos triste y más bella.

Me resta decir que me he desahogado y que se disipó mi enojo. Me es usted muy simpático, y quiero bien a varias personas que le quieren a usted bien y le ponen por las nubes.

Sólo una cosa de cuantas ha dicho usted contra mí me duele y me punza aún, por más que estoy arrepentida y convertida. ¿Qué hemos de hacer? Así somos las mujeres.

En las últimas páginas de Pequeñeces me presenta usted ya tan ajada y marchita, que parezco un esperpento. Yo no me conformo. Yo no he dado a Dios lo que ya no quiere el diablo. Todavía, aunque me esté mal el jactarme de ello, me celebran y admiran no pocos sujetos que gustan más del majestuoso crepúsculo de la tarde que de la risueña aurora; que prefieren a las uvas que ofrece la viña en el esquilmo principal, el racimo muy dorado por el sol que se halla en el rebusco; y que entienden que hay más jugo y almíbar en el fruto que da la higuera en otoño, que en el que da a principios del verano. En suma: me consideran guapa aún, elegante, pulcra y tersa como la Magdalena de Correggio, copiada en linda miniatura sobre porcelana de Sajonia. Yo, a pesar de todo y de lo perseguida que estoy, no me deslizo; persevero en la conversión, firme como una roca, y no volveré a las andadas, Dios mediante.

No he de negar que me quedan ciertos resabios o vestigios de la vida pasada, de los cuales no logro desprenderme. ¿Pero son pecado o no lo son? Aquí del probabilismo. Cuido demasiado del aseo de mi cuerpo, lavándole y puliéndole. Je me vautre dans la propreté, como diría el austero Luis Veuillot. De aquí que mi mísera carne, que ha de ser pasto de gusanos, siga aún sin las pecas de que usted la adorna, y cual masa resistente y elástica


de frescas rosas y apretada leche,

si no recuerdo mal un bonito verso del obispo Valbuena.

De lo que me he corregido por completo es de fumar puros de la Habana. Para no reincidir en la tentación de fumar en pipa, he roto los chibuquis y narguilés que me regaló Jacobito. El whisky ni le pruebo. Me he dejado de la bebida blanca, nacional y extranjera Si en algo me excedo aún, es en fumar papiros rusos, alternando con pajitas de Guatemala, y esto por amor a la tradición, porque sé que hace ya más de cien años las fumaba, allá en su lugar mi chacha Victoria.

Tal soy ahora, para servir a Dios y a usted.

La enfermedad de Fernandito es una filfa. Tiene estómago de buitre y devora. Es como el enfermo de Rute, que se comía los pollos piando. Su salud es de hierro, y más vale así, porque no tengo que cuidarle ni tendré que enterrarle y llorarle.

Ya, padre, lo sabe usted todo. Adiós, y créame su agradecida admiradora y devota amiga, q.b.s.m.,

F. Currita Albornoz.

Madrid, 1891.





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