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Perdonar

Fernando Lázaro Carreter





En el ámbito futbolístico se ha desarrollado hace poco con virulencia agresiva una metáfora que juzgo incurable. La oímos a diario (esta temporada, literalmente a diario): el equipo se estira, el delantero le gana la espalda (?) a la defensa, está solo ante el portero en uno contra uno, el gol se ruge ya por la multitud, pero el «crack» chuta y manda la pelota a hacer gambetas al banderín. Y en ese instante, indefectiblemente, el comentarista-filósofo que suele acompañar en las retransmisiones al narrador, emite su solvente excogitación: el Zaragoza (lo nombro porque lo quiero y porque es diestro en esa pifia) «está "perdonando" mucho». Luego, el exegeta asevera grave: «El equipo que "perdona" mucho acaba perdiendo». Y enseguida, sentenciará más hondo aún: «El fútbol es así».

Es probable que toda la comunidad hablante adopte pronto el verbo «perdonar» con ese musitado significado intransitivo: «En el fútbol, desperdiciar repetidamente un equipo las ocasiones de meter gol»; antes se decía simplemente «fallar». La nueva acepción, por el momento, sólo pertenece a la jerga balompédica, pero como el fútbol sale hasta por el tubo de dentífrico, el vocablo será muy pronto de conocimiento general. Y de este modo, un tropo inventado como graciosa creación personal por un ignoto artista de la crónica deportiva, ha cundido hasta rebosar por toda la extensión de las ondas y del papel.

Ello constituye buena prueba de que el desenfado de muchos de tales comentaristas puede convertir en triunfo el dislate. Porque «perdonar» significa en el habla común «alzar la pena, eximir o liberar de una obligación» a alguien. Y el arquero no tenía obligación de dejarse meter gol: no había que eximirlo; al contrario. Por otra parte, quien perdona lo hace adrede y cobra fama de misericordioso, pero las gradas embravecidas suelen llamar imbécil al futbolista o al equipo que, queriendo arrasar al contrario -¡todo menos perdonarlo!-, marra el tanto teniéndolo a huevo.

Evidentemente, el idioma del estadio y de sus aledaños periodísticos es el más desenfadado de todos, y en él se produce la mayor creatividad imaginable, en gran parte bastante estólida. Pero hay otro sector de parlantes que no le anda a la zaga: el de los pedagogos oficiales, a cuyo cargo corre algo tan delicado como es la reforma educativa. La están acometiendo a golpe de dicharachos, que han sido puestos en solfa muchas veces; piensan, sin embargo, que eso los engrandece por la ignorancia de sus críticos. Uno de estos disconformes me envía un B.O.E. con el Real decreto 732/1995, relativo a los derechos y deberes de los alumnos. Aunque no lo dice, supónese que afecta también a las alumnas: es raro que el B.O.E. utilice en esto un lenguaje tan políticamente incorrecto. Porque, en todo lo demás, es más que correcto: relamido. ¿Qué hacer con los estudiantes que dañan las instalaciones de su centro o roban material y cosas así? ¿Aplicarles sanciones? De ninguna manera: son «correcciones» lo que habrá que administrarles. Pero «correcciones», según el Diccionario, son las reprensiones: ¿habrá, pues, que llamar «malos» a quienes cometen falta, y en todo caso «bribones» si han hecho una barrabasada? No: el B.O.E. prevé otras «correcciones» además de las verbales, que serán graduadas en función de las circunstancias. Y éstas, según los pedagogos legisladores, son de dos tipos: «paliativas» y «acentuantes». ¡Así se habla, sí señor/a, con sal y gracejo políticamente hipercorrectos! Fuera aquello de «atenuantes» y «agravantes», que parecen términos carcelarios, incompatibles con la inocencia de las criaturas. Y adelante con la reforma educativa, aunque tantos pensemos que se funda en buena parte en una tremenda e irresponsable manipulación de la lengua española. De esta lengua que los reformadores evidentemente no aman, y bien que lo prueban al escribir y al planear.

No están solos. Hay muchos prevaricadores en todos los gremios. El de los necrólogos, sin alejarnos demasiado. Actúan en los «media» escribiendo dos palabras o doscientas sobre el prócer que muere, sobre su difunta esposa, sobre aquel o aquella ilustre o pudiente que fallece. Aquí tenemos a una dama que ha tenido la desgracia de perecer en diciembre. La evoca un gran periódico de la Corte: parece que había sido importante en la política y en las letras. Y explica el necrólogo: «Sus restos fueron inhumados el día 28 y, por su voluntad expresa, serán esparcidos en el mar». Me envía esta joyuela un anónimo lector -se la agradezco-, que comenta lacónico, «¿Pensará el autor que los restos fueron ahumados?». Tiene razón: inhumar es, simplemente, enterrar, porque «humus» era «tierra» en latín, y para esparcir un cadáver inhumado habría que exhumarlo previamente, trocearlo y hacerlo picadillo. Sólo así se le podría dispersar y aventar y desparramar sobre las olas. Si se tira al agua un muerto entero, es evidente que no se le dispersa: simplemente se le chapuza. ¿Ocurrirá que el informador piensa que inhumar equivale a incinerar? Es de temer, confirmando cómo una porción enorme de personas que viven del lenguaje lo guardan en la cholla hecho un popurrí. Este escribidor vio en «inhumar» (del latín «humus» «tierra») el «humo» (del latín «fumus»), por la humareda que soltamos cuando nos meten en el horno. «Se hizo humo», decían nuestros antepasados de alguien achicharrado por la Inquisición. Pero aquí no es el humo fugitivo lo que importa, sino el montoncito de ceniza, el polvo enamorado o no que queda tras arder. Eso es el que puede esparcirse.

Por fin, los publicistas: otro gremio de agresores. Uno de los principales bancos anuncia en folleto elegantísimo que ha entrado «en el segmento de banca al retail doméstico». Quedo perplejo ante ese «retail doméstico»; me voy derecho al Webster, y entre nieblas colijo que debe de ser que se dispone a trabajar al por menor, en las pequeñas cosas en que también operan los bancos, y vuelve a sumergirse mi mente en la fosca. Se enturbia aún más al continuar: las oficinas de éste ostentan en su fachada «el color amarillo en degradé», palabra la última que no sé en qué diccionario buscar porque, sí fuera francesa, llevaría acento en la primera sílaba.

Cronistas de fútbol, pedagogos, necrólogos, publicistas... nadie perdona a nuestro idioma desventurado.





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