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Poesía, encantamiento y alucinación: el testamento literario de Miguel Ángel Asturias

Selena Millares

No me deis la sabiduría, sino el hechizo.

Miguel Ángel Asturias, Leyendas de Guatemala.



La singular aventura narrativa constituida por ese texto inclasificable que Miguel Ángel Asturias titulara Tres de cuatro soles fue calificada por Marcel Bataillon como «testamento literario del escritor, historia personal e historia del mundo, 'ars poetica' y cosmogonía»1. En efecto, su carácter alcanza los valores de un legado, y sin embargo, la atención prestada por la crítica al enigma que cifran sus páginas ha sido escasa, tal vez por su azarosa trayectoria textual -fue publicada primero en francés en 1971-, o tal vez por el carácter póstumo de la primera edición en español, de 1977. La naturaleza surrealizante y la honda vocación poética del texto celan su arcano y hacen difícil su abordaje desde los parámetros del orden racional. No obstante, el recorrido detallado por sus páginas ofrenda muchas claves que confirman su esencia: es crisol donde se vuelcan las inquietudes existenciales y literarias de su autor, y la ondulación hipnótica de su río de palabras, de latido sanguíneo, encubre un arduo proceso de elaboración, como lo demuestra la multiplicación de manuscritos que lo preceden2. Las condiciones en que se gesta el texto explican su peculiar elaboración, distante del resto de la producción de Asturias, pues nace de un encargo que, además, nos explica ciertas confluencias con el mexicano Octavio Paz, que también dedicó muchas páginas a reflexiones especulares sobre el hecho literario; tanto Tres de cuatro soles como El mono gramático son obras escritas en 1970 para la colección Les Sentiers de la Création, dirigida por Albert Skira y Gaétan Picon, y ambos escritores se ciñen a la metáfora de ese título para volcar en ella la experiencia de un recorrido imaginario por el enigma de la palabra y de su génesis. En el caso de Paz, el sabor mítico del título -alusivo a un protagonista del Ramayana- cobija un viaje de conocimiento que se sitúa, en el camino de Gaita, poblado ruinoso de Rajastán, en una experiencia, que él mismo transcribe: «A cada vuelta el texto se desdoblaba en otro, a un tiempo su traducción y su transposición: una espiral de repeticiones y de reiteraciones que se han resuelto en una negación de la escritura como camino. Ahora me doy cuenta de que mi texto no iba a ninguna parte, salvo al encuentro de sí mismo»3. Eros, cosmos y escritura son para Paz, como para Asturias, también una unidad: «Hanuman: mono/grama del lenguaje, de su dinamismo y de su incesante producción de invenciones fonéticas y semánticas. Ideograma del poeta, señor/servidor de la metamorfosis universal: simio imitador, artista de las repeticiones, es el animal aristotélico que copia del natural pero asimismo es la semilla semántica, la semilla bomba enterrada en el subsuelo verbal»4. Sin embargo, también hay distancias claras entre ambas formulaciones: Paz interpreta un paseo por el amor y la muerte, a la busca del instante eterno que engañe el abismo de la temporalidad; su existencialismo contrasta con Asturias, con su cántico a la vida y a sus dones, su afirmación de la buena muerte, sabia y fecunda, o de la necesidad de la violencia -el sol es «sátrapa despótico y arbitrario»- para engendrar el movimiento perpetuo.

Esa experiencia visionaria ya la había practicado mucho antes el escritor mexicano en su Piedra del Sol (1957), y lo mismo sucede con Miguel Ángel Asturias, que ya recurría a esas estrategias en el París de los años veinte, cuando preparaba sus Leyendas de Guatemala, y en ellas ha de insistir en toda la red de su escritura5. Se revelan ahí las inquietudes que en aquellos momentos nutrían sus debates con Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier, cuyos itinerarios hilvana una constante obsesiva: la revelación y consolidación de una identidad para las letras de Hispanoamérica. A la lumbre del fragor vanguardista6, se suceden las meditaciones en torno a esta polémica, y la eclosión del surrealismo ha de convocar al fin una respuesta: la sobrerrealidad natural americana, de una magia sin trucos de chistera: «surrealismo al aire libre», como lo nombrará Jorge Enrique Adoum7. Mucho después, Gabriel García Márquez reincidirá en lo mismo para hablar de su territorio americano como «centro de gravedad de lo increíble»8, con lo que continúa un debate no por controvertido menos fecundo. Y la controversia parte de un dilema original: hallar una identidad puede no ser más que inventarla, y una vez más esa invención de la utopía americana podría ser una máscara que, al tiempo que encubre las propias miserias, construye un producto de consumo para el mercado cultural europeo.

Sin atender a estos peligros, aquellos tres jóvenes latinoamericanos se entregaron, desde esos años fértiles hasta los últimos tiempos, a construir una casa propia, con un mestizaje que confundía idiomas y religiones, en un barroquismo que celebraba la «cita de las magias»9. En el caso de Miguel Ángel Asturias, esa inquietud se hace totalizadora, e inunda su quehacer tanto creador como ensayístico, para volcarse también en sus declaraciones de viva voz. En ellas nos habla de la materialidad de la palabra y de sus poderes sagrados, que «retratan la realidad cotidiana de los sentidos, pero al mismo tiempo comunican una realidad onírica, fabulosa e imaginaria que es vista con tanto detalle como la otra»10. Conjuga así los hallazgos de las nuevas estéticas con los modos ancestrales indígenas, y a partir de la escritura automática logra «el apareamiento o la yuxtaposición de palabras que, como dicen los indios, nunca se han encontrado antes. Porque así es como el indio define la poesía. Dice que la poesía es donde las palabras se encuentran por primera vez»11. Igualmente, en esa simbiosis halla otro carácter definitorio, un lirismo12 que ya nombraba Contreras en un texto programático de 1917, ampliado en 1927 como «Proemio» a su novela El Pueblo Maravilloso. Invocaba allí el telurismo, el mestizaje y la maravilla como fundamentos de un necesario mundonovismo, que habría de implicar un salto cualitativo en la evolución del arte americano, antes imbuido de una mimesis bovarista que lo ahogaba. Considera también la necesidad de alejarse de servidumbres realistas para leer el misterio humano y así inaugurar la «Novela Integral y Lírica»13. Esa vocación se hace axial en la trayectoria de Asturias, y a pesar del saludo entusiasta de Alfonso Reyes a sus versos -«llega un verdadero poeta»14-, es quizá en su narrativa donde se vuelca de un modo más impactante todo un aliento lírico que fluye de la enseñanza de los ancestros. Así lo manifiesta en 1967, en su discurso para la recepción del Nobel, donde recuerda las gradaciones, poéticas que en los textos indígenas buscaban «provocar ciertos estados de conciencia que se tomaban por magia»15. Las reflexiones que allí se hacen parecen preludiar su materialización en Tres de cuatro soles:

«... novelas con pulmones poéticos, con pulmones verdes, con pulmones vegetales. Pienso que lo que más atrae a los lectores no americanos, es lo que nuestra novela ha logrado por los caminos de un lenguaje colorido, sin caer en lo pintoresco, onomatopéyico por adherido a la música del paisaje y algunas veces a los sonidos de las lenguas indígenas, resabios ancestrales de esas lenguas que afloran inconscientemente en la prosa empleada en ella. Y también por la importancia de la palabra, entidad absoluta, símbolo. Nuestra prosa se aparta del ordenamiento de la sintaxis castellana, porque la palabra tiene en la nuestra un valor en sí, tal como lo tenía en las lenguas indígenas. Palabra, concepto, sonido, transposición fascinante y rica. Nadie entendería nuestra literatura, nuestra poesía, si quita a la palabra su poder de encantamiento»16.

El afán por revelar la diferencia americana a partir de la puesta en práctica de esas afirmaciones ha jugado en alguna ocasión en su contra, muy especialmente en los dos textos que con más lealtad traducen la singularidad de la expresión y el pensamiento amerindios. El primero, Hombres de maíz, calificado por Fernando Alegría como poema sinfónico en prosa, en una definición que se ha hecho célebre, es sin embargo para la mayoría lo que Gerald Martín anota como «una especie de fracaso genial»17. Su oscuridad, entendida como un modo de virtuosismo o extravagancia18, ha llevado a una incomprensión que también parece alcanzar a Tres de cuatro soles, y que explica el silencio en torno suyo. Además, el que este segundo texto constituya la única obra de encargo que escribiera Asturias no puede hablar en su favor; el propio autor se ocupó de caricaturizar en un ensayo de 1957 -«Se fabrican novelas»19- ese modo de escribir, para distinguir una frontera clara entre «hacer novelas» y sacarlas desde dentro, desde las raíces. De hecho, la explosión de su fantasía barroca podría, en cierto sentido, parangonarse con la más ambiciosa empresa gongorina y también la más críptica, esas Soledades que iban a ser cuatro y se quedaran en dos, con la segunda incompleta. El impulso tan brutal que engendra su liturgia poética no puede mantenerse a lo largo de todo el peregrinaje de su protagonista, lo cual no habrá de disminuir su valor, objetado durante siglos. También vertebrado como un viaje, ahora onírico, Tres de cuatro soles reescribe la antigua leyenda azteca de los cinco soles para reducirlos a tres, pero es el primero -como en la obra mencionada de Góngora- el que emerge con más fuerza, en una celebración de los sentidos que después ve atemperado su impulso inicial.

Y es así como comienza esta fábula cosmogónica20, configurada como viaje de anábasis, que parte de la intersección entre los hilos de la historia y los del mito. Desde el principio, y al igual que en la primera novela de Asturias, El señor Presidente, la palabra se hace música y ensalmo, conjuro mágico, motor de un encantamiento que lleva al escritor a habitar al fin un idioma heredado hasta hacerlo propio. La palabra es entonces la realidad que nombra, y en su seísmo de la sintaxis dibuja aquel otro terremoto21 -del 25 de diciembre de 1917- que tan honda señal dejara en la memoria de Asturias, quien ahora se transporta al pasado, y desde la mirada del niño que fue, contempla, con un silencio absorto, la rebelión de los utensilios y los muebles del hogar, como en una proyección de cine mudo. Los modos de un barroco visionario se imponen, como signo, desde el principio, con el derroche del color y de una imaginación que vivifica los objetos y los arrastra al embrujo de la danza. Es la mirada desde el envés del espejo, y los humanos, reificados, dejan paso a esa otredad con su magia natural. En torno a la mesa, los adultos son sólo sombras inmóviles, figuras congeladas, mientras los brazos de la araña de cristal se pelean, y también los cubiertos y los líquidos. El abigarramiento de las imágenes expande su fuerza centrífuga, sin las limitaciones de la lógica o la sintaxis. La ausencia de sonidos habla de muerte, pero de una muerte fecunda y purificadora que trae consigo la resurrección. La paradoja de ese cataclismo sin sonido se enlaza con el movimiento universal y estático -aquel momento eterno que consagraba Paz en su Piedra del Sol22-, y todo queda desrealizado en un ritmo encantatorio al compás de la palabra23. Los ojos del niño son los del sueño, y también los del juego y la irreverencia; su presencia resulta familiar en la escritura de Asturias, que ofrece esa mirada infantil en muchos de sus poemas -«Niño en el viento», «Romance del bienroido niño de las cinco ganas», «Soneto de la pompa de jabón», «Rayito de estrella» (fantomima)- y también en una obra comenzada en su juventud pero publicada en 1961, El Alhajadito, que también participa de la animización de los objetos y las visiones mágicas de la cotidianeidad, y donde hay antepasados que desaparecen misteriosamente en la frontera de la realidad, y también difuntos que desde el fondo de una laguna salen a bañarse en las noches de plenilunio. Ahora, el magma genésico del terremoto invita a un nuevo renacer, posible desde el cataclismo casero que instala un puente entre vivos y muertos.

La prisión del Logos es burlada desde todos los frentes, en tanto que el tiempo mítico adviene con su instante eterno. El juego disuelve la gravedad de la tragedia, y la vigilia se ve inundada de ensoñaciones o pesadillas. La irreverencia hace de la altanería de los poderes fácticos una vaga ilusión o la memoria de una precariedad inútil, y cae todo un sistema de valores caduco para permitir el retorno a un paraíso posible, a un renacer24. Cae así la armazón de la estructura patriarcal, y también el artificio de un mundo corrompido; en un carnaval alucinante, la alquimia de la palabra subvierte todas las convenciones, y la soberbia humana se derrumba como un castillo de naipes, mientras los muebles circunspectos y silentes de la sala de visitas interpretan su parodia25. Es el designio de las fuerzas cósmicas y telúricas el que se encarga de entonar su memento morí, en ese barroco visionario que escribe con «vértebras, reflejos, glifos, huesos de idiomas abandonados» (p. 9). Un singular cromatismo insiste en la desrealización, con leopardos azules de dientes rojos y garras amarillas, o lagartos de huesos de esmeraldas y cielos violetas. El tono onírico y surrealizante se acerca al imaginario de los ancestros y veda una lectura racional, para pedir el abandono en la hipnosis de la palabra, que fluye como las aguas, rítmica, musical y hechicera, poderosa y poblada de enigmas. No hay un argumento que permita traducir ese río de imágenes. El sueño se hace vía de conocimiento, y el motivo clásico del viaje inmóvil del vidente halla en el rumor de la sangre un canal para su devenir; así, somos testigos de la travesía órfica del escritor desde la mirada del niño que guarda en su recuerdo. Se trata de un viaje -de naturaleza doble- a las propias raíces: las de la infancia, con su aroma de castaños, y las de su pueblo, «entre aullidos de historia, constelaciones, rosas, estambres, lluvias de miniatura, la anuencia y la renuencia, el zafarrancho, la cáscara del llanto y la posibilidad de su regreso, de reembarcarse... Estuvo ausente toda una navegación de lunas y de astros... volvía en Si y no volvía en NO... Si volvía en sí, volvía también en no, afirmación y negación de mi SINO» (p. 10)26.

Finalmente, la voz del poeta trasciende los límites de lo real y del sonido, y después del cataclismo que derruye su casa se deja llevar por las venas del tiempo. Las visiones se multiplican, proteicas: el universo se transmuta en útero gigante, boca y vientre a un tiempo, donde la humedad -agua, saliva- convoca la vida. La imaginería insiste en los mismos motivos: la mandíbula solar extiende su lengua de fuego dulce para ahuyentar la noche y sus estrellas fugaces -colas de pez o cabezas de oro-, hasta hacer brillar los dientes del lagarto -«maíz de luna»-, o del coyote -«ceniza con frío»-. Es así como la llegada del primer sol hace espejos de los ríos y de los lagos, y nace el idioma material, que se habla con los dedos y los ojos, porque la voz es peligrosa: el primer sol devoró a los que hablaban. Se apuesta así por el imperio de la imagen, en la misma estela que propusiera Lezama Lima27, con su banquete de los sentidos que burla el Logos, afín a la defensa que aquí hace Asturias de los sentidos como vía única de conocimiento, porque «saber es sabor» (p. 10)28. De la misma manera, mirar es crear: el poeta es, más que nunca, vidente que transita el universo, el idioma, el tiempo29. Y el conocimiento adquirido le permite instaurar una poética donde lunas, espejos, aguas o versos insisten en ese juego de reflejos que es la obra de arte:

«Idioma de reflejos mi lengua, mi lenguaje. Idioma de copiar lo visible con mi espejo de piedra blanca. Y lo invisible con mi espejo de piedra negra [...] Un ave en mi espejo es un ave, al copiarla estoy diciendo ave. Un reptil, un camaleón, una ardilla. Copiarlos es nombrarlos. Mientras me sea posible imaginar, hacer imagen todo lo que el mundo posee y copiar con mi espejo negro lo que veo en mis sueños, hablaré con imágenes. ¿Cuál entonces mi creación? Ninguna. Nada agrego al universo si me valgo del espejo de doble faz. Copiar no es crear. Vibro dormido. Soy copia-reflejos, no creador de mundos»30.

Reitera Asturias la concepción maya del artista, cuya humildad equipara la utilidad de su labor a la de los carpinteros y orfebres31. Se trata de un oficio más, sin pretensiones de originalidad ni endiosamientos, tentaciones ambas que pueden desencadenar la furia y castigo de los dioses, tal y como se nos cuenta en las colecciones asturianas de leyendas. Es el caso de la «Leyenda de las tablillas que cantan», que ya nos mostraba la alianza secreta de la poesía con la música, y también con las aguas como espacio de la irrealidad. En ella los anónimos Mascadores de Luna -en imágenes afines a las de Tres de cuatro soles- componen himnos para alimentar a los dioses, homenajes de maíz, sangre y amor, que suponen siempre un robo ritual, porque «no hay, no existe, obra propia ni O-ri-gi-nal... todas las obras de arte son ajenas, pertenecen al que nos las da prestadas desde el interior de nosotros mismos; por mucho que digamos que son nuestras, pertenecen a los ocultos ecos»32. Y es así como la palabra se hace acto y provoca «aguaceros de joyería huracanada» para certificar su materialidad, al igual que en el texto de 1971 «el primer sol repartía diademas cubiertas de pedrerías de palabras entre las auroras boreales, los cometas, las estrellas fugaces» (p. 16). La red intertextual confirma esas certezas, que también son tangibles en la «Leyenda de la máscara de cristal», donde un artista sucumbe a la tentación de agregar criaturas de artificio a la creación y paga su pecado de soberbia con la vida. Mucho antes, en Leyendas de Guatemala, ya anunciaba Asturias esa inquietud que se hace constante en todo su itinerario: una autoexégesis que quiere trascender lo individual para construir una poética de la americanidad. El relato titulado «Cuculcán. Serpiente envuelta en plumas» ya hablaba de la ruptura de fronteras entre verdad y mentira, entre sueño y vigilia, y de la fantasía como única verdad posible, porque todo es «engaño, producto de un juego de espejos, de un juego de palabras»33. De ahí la negación de la racionalidad, para anteponerle la magia como vía de conocimiento, en una alegoría del movimiento del cosmos y de la poesía que se constituye, en última instancia, en un canto a la imaginación. Igualmente, en «Los brujos de la tormenta primaveral» se insiste en esa fantasmagoría poética, que recuerda el idioma del silencio y los minerales al evocar la sucesión de las eras en una cosmogonía alucinante. Y cabe recordar, en esta misma estela pero ya en otro terreno, la significación del poemario Clarivigilia primaveral, que una vez más insiste en el nacimiento del universo y de la palabra, esta vez con el eje argumental de la creación de los artistas por los dioses. Un idioma material, lacustre, tatuado de burbujas y de oscuridad, revela la fe panteísta que lo sustenta:

«Con los dedos de ceiba

se peinaba la memoria algodonosa,

de la que caían dialectos

con ruido de lluvias carpinteras

y todos los sonidos

de las palabras terrestres...

Las palabras,

operarias de la luz...»34.


Este itinerario desemboca en Tres de cuatro soles, crisol que acoge las inquietudes de Asturias para sintetizarlas en una escritura que quiere ser a un tiempo americana y universal: de ahí la ausencia de referentes explícitos que delaten el mundo maya, a pesar de su omnipresencia en el texto35. El devenir de la palabra, envuelto en la magia barroca, se hace celebración de la escritura y liturgia de la vida, en tanto el viaje continúa, en medio del espectáculo delirante de las imágenes desencadenadas, mientras el artista no es más que su traductor o gran lengua:

«Imágenes, imágenes, imágenes. Noche de pedernal azul. Imágenes, imágenes mares de ámbar navegados por ocres y cobres [...] Estrellas de sal, esqueletos de peces, obsidianas tatuadas de evidencias, pedernales de punta, baños de alumbre [...]. Saliva de espejo todo. Ficción, apariencia, ilusión de los sentidos. El sol en llamas para no morir ese día ni nunca, pone en juego los espejos mágicos del combo horizonte de la tarde [...] Han pasado milenios. El primer sol, el sol en llamas, pone fin a sus edades y en su lugar va en el carro del tiempo el sol del viento. Ruedas de calendarios. Piedras redondas. Ruedas de calendarios. Piedras redondas. Ruedas de calendarios. Piedras redondas. Piedras redondas. Piedras redondas...».

(pp. 23-24)



Concluye así el primero de los tres soles, también el más ambicioso, y los otros dos reiteran su estructura, que de nuevo parte de la memoria de los mencionados acontecimientos de 1917 para trascender la historia y acercarse al plano mítico. En el segundo sol la caída de las máscaras se repite, para desvelar el artificio vano de la vida urbana, y la podredumbre de las instituciones, que se derrumban para dejar paso a lo eterno: ropajes, retratos y muebles se disuelven frente al rugido de las fuerzas naturales. Comienza entonces un descenso a un infierno que no responde a los cánones del cristiano, sino del maya; sus distintos ámbitos no son lugares de castigo, sino salas donde los desaparecidos abandonan su cuerpo, se descarnan. Le sucede una escalada por el cielo, donde el Saltimbanqui siembra a un niño descuartizado para fecundar el futuro, en visiones oníricas y escalofriantes. De la cabeza sembrada del niño nace un arbusto que da miles de cabezas -episodio que no puede dejar de evocar, una vez más, al Popol Vuh- y una de ellas habrá de ser la del nuevo sol: «mientras ascendía al horizonte, masticador y escupidor de fuego, el sol-huracán, el sol de la segunda edad cósmica, se hundía para siempre en un mar de vidriada piedralumbre» (p. 47). Ese tercer sol emerge con una poderosa fuerza seminal para fecundar el universo36, hasta que su ciclo se cierra con el anuncio del cuarto y último, el del movimiento, para afirmar al fin la vida eterna, enhebrada de muertes fecundas, con la génesis de un nuevo sol, creador de belleza, que evoca a Quetzalcóatl, el Lluvioso, cuyo retorno es respuesta a los anhelos de todo un pueblo. Poesía y religión se confabulan así en un nuevo himno de esperanza que quiere habitar tanto el vacío de una era sin fe como el de esa identidad que se ansía conquistar con la escritura, y que Asturias hace cristalizar en una poética lunar, con un rostro luminoso y otro enigmático, el que alumbra a los hombres en su noche y el que alimenta sus sueños; en ambos casos, siempre al servicio de un ferviente humanismo.

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