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Libro de los Cantares



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Prólogo de la tercera edición



                                         (29)   Este es el viejo bosque aún hechizado:
los tilos aromáticos florecen;
para endulzar mi corazón hastiado
los rayos de la luna resplandecen.
 
   Penetró en él con indecisa planta;
oigo voz melodiosa en las alturas:
es el oculto ruiseñor que canta
amores y amorosas desventuras.
 
   Canta con melancólica alegría
tristes goces, pesares halagüeños;
y es tan dulce su voz, que al alma mía
vuelve otra vez los olvidados sueños.
 
   Sin detener el pie, sigo adelante;
y surge entre los árboles obscuros
un alcázar tan alto y arrogante
que al cielo tocan los audaces muros.
 
   Cerradas todas las ventanas miro,
y silencio tan hondo en él se advierte,
que parece ese lúgubre retiro,
la mansión misteriosa de la Muerte.
 
   A la puerta, una esfinge: forma horrible
y bella al par; amable y pavorosa:
el cuerpo y garras de león temible,
el busto y seno, de mujer hermosa.
 
   El ansioso deseo centellea
en sus inquietos ojos penetrantes;
sus rojos labios, que el deleite arquea,
sonríen satisfechos y triunfantes.
 
   Y entona el ruiseñor tan dulce trino
que ya el impulso resistir no puedo;
y al besar aquel rostro peregrino,
en la traidora red prendido quedo.
 
   La Esfinge sepulcral se agita y mueve;
respira el duro mármol y solloza;
cual vampiro voraz, mis besos bebe,
y absorbiendo mi sangre, triunfa y goza.
 
   Sedienta apura mi vital aliento,
y me abraza después de tal manera,
que en mis entrañas destrozadas siento
las implacables garras de la fiera.
 
   ¡Dolor que embriaga! ¡Dicha que sofoca!
¡Sin límites las penas y los goces!
¡Néctar del cielo en su incitante boca!
¡En su garra cruel ansias feroces!
 
   Y canta el ruiseñor: «¡Hermosa Esfinge!
¡Oh soberano Amor! ¿Qué ley tirana
toda ventura que nos das restringe
y con mortal tribulación la hermana?»
 
   Ese problema, que mi dicha trunca,
resuelve, Amor, causante de mis daños:
yo no he podido resolverlo nunca,
y estoy pensando en él millares de años.

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