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Política y cultura en el reinado de Carlos IV

Antonio Mestre

Emilio La Parra López (coaut.)





No hay duda de que en la época de Carlos IV aparecen en España nuevas ideas e incluso se vislumbra una nueva realidad política, en gran parte debido al influjo de la Revolución Francesa. Pero no se parte de la nada. La nueva realidad española -quizá de manera especial en el campo del pensamiento- mantiene una corriente de continuidad de planteamientos anteriores, al tiempo que incorpora una serie de fracturas con el pasado inmediato. Por tanto, nuestra exposición partirá, siempre y en cada uno de los aspectos, del reinado de Carlos III, para especificar las continuidades y las rupturas producidas a lo largo del reinado de su sucesor.


Regalismo episcopalista

Plantear el problema del regalismo del siglo XVIII en estas circunstancias carece de sentido, especialmente después de los trabajos de conjunto o monográficos sobre figuras concretas (Macanaz, Mayans, Roda, Campomanes, Floridablanca o Azara). Pero, dado que es un factor esencial para entender múltiples aspectos de la cultura, la política y aun de la religiosidad de la centuria y, sobre todo, que constituye uno de los ejes básicos en los acontecimientos del reinado de Carlos IV, es menester aludir brevemente a los caracteres que nos permitan una mejor comprensión de los hechos.

Negar hoy la herencia regalista hispana, teórica (Melchor Cano, Covarrubias, Chumacera o Solórzano) y práctica (Fernando el Católico o Felipe II) carecería de sentido. Existe, y potente. Aunque también resulta innegable el influjo extranjero. Francés, por medio del galicanismo de Fleury o Bossuet. Alemán, a través de Febronio y el josefinismo. Italiano: Giannone, Muratori o Tanucci. Portugués, a través de Pereira y la práctica política de Pombal.

Ahora bien, junto a las corrientes teóricas, ya demostró Olaechea que el regalismo del XVIII tiene una gran dosis de política administrativa. En gran parte, la práctica regalista depende de las circunstancias, y las grandes decisiones constituyen un intento de resolver los problemas, muchas veces acuciantes. Este carácter práctico del regalismo dieciochesco tiene su explicación en el hecho de que la finalidad última del gobierno era controlar la iglesia española. De ahí la doble línea visible a lo largo del siglo: administrativo-económica, ya planteada por Macanaz en el Memorial de los 55 puntos, y el episcopalismo, no menos importante para conocer la evolución del regalismo español.

El Memorial del obispo Solís marcó un hito en la defensa de los derechos episcopales. La oposición a la prepotencia curial, que, a lo largo de la historia, ha ido cercenando la autoridad iure divino de los obispos, fue penetrando en la mentalidad de los prelados españoles. El descubrimiento de nuestros teólogos del XVI (Álava Esquivel o Vitoria), hábilmente utilizados por Mayans, el creciente influjo de Van Espen y el favor del gobierno, favorecieron el desarrollo del episcopalismo, visible hasta en obispos sumisos a Roma como Asensio Sales o Lorenzana.

Claro que no todos los episcopalismos eran idénticos. Una cosa es el episcopalismo antirregalista de Climent. Otra, la defensa de los derechos episcopales propiciada por Mayans, que desea que el obispo mantenga su autoridad, tanto frente a la Curia Romana como ante la prepotencia del monarca. Un punto une estas dos tendencias: la autoridad del prelado constituye el punto de partida de una reforma moral por medio de los concilios y con el control sobre los regulares. En contraste con estos planteamientos, la finalidad de los gobiernos borbónicos es menos religiosa. Se trata de propiciar una iglesia nacional, sumisa a las directrices del monarca. Y para conseguir semejante objetivo era necesario el control de los obispos. La elección y control de los prelados, acrecentados desde el concordato de 1753 con el nombramiento de otros cargos eclesiásticos y las exigencias de sumisión (caso del obispo de Cuenca, pastorales sobre jesuitas, solicitud de informe para la extinción de la Compañía...), constituyen testimonios del creciente control del poder político sobre el episcopado español. Claro que los obispos no siempre se manifiestan sumisos y el mismo Floridablanca prefería negociar con Roma a tener que convencer a todos los prelados españoles.

Los cambios producidos a partir de 1789 refuerzan el doble carácter administrativo-económico y episcopalista del regalismo español. La crisis económica exigió paralizar la salida de numerario al exterior y, por tanto, controlar los pagos de dispensas a la Santa Sede y otros derechos conservados por Roma sobre la Iglesia española. Al mismo tiempo, entre los gobernantes se generalizó la idea de que los bienes del clero constituían el filón donde hallar soluciones monetarias. Por otra parte, la Revolución Francesa modificó profundamente el sistema de relaciones internacionales, variando de manera considerable la situación de los intereses españoles en Italia, hecho que erigió a la monarquía española un esfuerzo para imponer su criterio frente a la dependencia romana. Esta circunstancia, junto a la debilidad de la Santa Sede durante la última etapa de Pío VI, favoreció la expansión del antirromanismo en España, sentimiento que si bien no siempre es identificable con el regalismo episcopalista, sí contribuye a apoyarlo.

En otro orden de cosas, las tendencias episcopalistas son reforzadas en esta época gracias a la difusión de las ideas del Sínodo de Pistoia y de la Iglesia constitucional francesa. Este influjo exterior se une a los planteamientos característicos de los ilustrados españoles y propicia que el regalismo episcopalista esté en el ambiente, como algo casi obvio, cuando se traía de afrontar las relaciones Iglesia-Estado o cuando se intenta planificar una política respecto al clero. En efecto, por motivos diversos, participan de esta manera de pensar personajes muy distintos: los que mantienen las ideas ilustradas que podríamos calificar «clásicas» (Jovellanos, Tavira, los hermanos Abad y Lasierra...); aquellos que apuntan, tomando pie en esas ideas, hacia concepciones políticas más avanzadas (a quienes se ha denominado «preliberales», como Urquijo, Yeregui, etc.); todos los que por un motivo u otro se muestren contrarios al gran poder adquirido en los países católicos por la curia de Roma y, lo que es más importante desde el punto de vista práctico, son regalistas episcopalistas casi todos los funcionarios españoles, entre otros motivos porque así se lo exigía la necesidad de mantenerse en sus funciones.

Bien por convencimiento más o menos fundado ideológicamente, bien por conveniencia práctica, casi todas las personas influyentes, de una forma u otra, en la vida española, partían del regalismo como premisa esencial. Para unos lo primordial consistía en afrontar la reforma de la Iglesia, cometido inevitable si se deseaba que la monarquía española mantuviese su vigor. La popularidad de este planteamiento quedó patente en 1809 al responder a la «consulta al país»: incluso los colectivos más reaccionarios, como cabildos catedralicios de pequeñas ciudades, apuntaron multitud de elementos que reformar en la «disciplina exterior» de la Iglesia española. Para otros, los menos, la vía regalista-episcopalista resultaba interesante para facilitar el cambio de mentalidad perseguido en España: la creación de una Iglesia nacional, libre de las ataduras externas y, sobre todo, mentales de carácter ultramontano, sería un paso esencial para implantar poco a poco una mentalidad laica o, al menos, para proceder a la desacralización de la sociedad. Tal es la línea de pensamiento que aflora, claramente, a lo largo de las sesiones de las Cortes de Cádiz entre los pensadores liberales y, fuera del parlamento, en la prensa de la tendencia mencionada, como el Semanario Patriótico, El Conciso, La Abeja Española, etcétera.

El regalismo está en el ambiente español. Pero conviene hacer dos tipos de matizaciones. Si bien regalismo y episcopalismo van unidos casi siempre, en algunos casos se acentúa una u otra idea (y, en consecuencia, difieren los resultados) y en otros ocurre que existen regalistas que no aceptan los planteamientos episcopalistas, como sucede también al revés. La otra matización concierne al apoyo que recibe esta manera de entender las relaciones Iglesia-Estado: para el poder real surge un problema: ¿hasta donde puede apoyarse al episcopalismo sin que se ponga en peligro la soberanía del Estado?; para la sociedad la pregunta es otra: ¿se apoyan estas ideas por convencimiento o porque se considera la única manera de actuar?

1. El regalismo episcopalista, como notó Saugnieux, es un procedimiento para realizar reformas sin alterar el orden social y político del Antiguo Régimen, pues en cualquier caso siempre se mantiene el principio jerárquico: en lo temporal, el del monarca, en lo espiritual, el del obispo. Por eso resultó fácil su arraigo en la época. Ello no implica monolitismo en las actitudes, antes al contrario, existen múltiples matices, explicables, en ocasiones, en virtud de los intereses particulares de algunas personas.

Se mantuvo la línea regalista pura, heredera de los planteamientos de Macanaz-Campomanes, adoptada generalmente por los funcionarios reales, para quienes, obviamente, el interés se cifraba en fortalecer al monarca. No todos los sustentadores de esta línea son partidarios de las luces y, por supuesto, en ocasiones adoptan actitudes conservadoras. Un personaje ejemplificador de la misma podría ser Forner, debatido entre su perceptible tendencia ilustrada y la sumisión sin crítica a las órdenes del poder real.

Frente a los anteriores, casi nítidamente, se dibuja el pensamiento exclusivamente episcopalista, que considera peligrosa cualquier intervención del poder real en los asuntos eclesiásticos. Es el camino iniciado por Climent y proseguido durante Carlos IV de manera un tanto desfigurada y, que sepamos, sin un personaje clave que pueda patrocinar esta línea. Sin embargo, en las Cortes de Cádiz se manifiesta con fuerza. Hombres como el obispo Aguiriano, de Calahorra, defendieron allí ideas episcopalistas pero siempre rechazaron la intervención del poder temporal en la reforma de la iglesia.

Existen episcopalistas convencidos que, a su vez, consideran necesaria la política regalista, pero fijan ciertos límites al poder temporal, cuya intervención en las materias eclesiásticas matizan: debe servir únicamente para velar por el bien de la Iglesia y para facilitar las reformas, no para aumentar el dominio del monarca. Es la línea mayansiana, tan importante en la época de Carlos IV como en la de las Cortes de Cádiz: la Comisión Eclesiástica creada por estas últimas lo asume con toda claridad en su proyecto de un concilio nacional, proyecto que viene a ser el precipitado de los planteamientos de un sector lúcido de la última ilustración, encabezado, en cuanto a las ideas sobre la reforma de la Iglesia, por Joaquín L. Villanueva.

Ciertas actitudes pueden inducir a error, pues defienden algunos elementos regalistas y episcopalistas, aunque en realidad no podemos decir que eso constituya el núcleo de su pensamiento. Me refiero a casos como el de Llorente en los años 80 y 90: es ante todo un anticurialista (en este punto coincide con los demás), pero defiende a capa y espada los derechos de la Iglesia de Calahorra frente a los propósitos de la monarquía. Para él, por tanto, no hay lugar a la política regalista y, por lo demás, su pensamiento episcopalista en ese momento es relativo, puesto al servicio de un cuerpo eclesiástico (el cabildo catedralicio) cuyos intereses reales chocaron en la inmensa mayoría de las veces con los de los episcopalistas y con los de los propios obispos.

Podemos, por último, apuntar un sector más, intermedio entre la actitud regalista episcopalista predominante entre los ilustrados y el ultramontanismo característico de la sociedad española. Se trata de aquellos que reconocen la autoridad total del papa y, al mismo tiempo, intentan defender los derechos del monarca. Para estos sería lícito, por ejemplo, retener una bula papal si el rey considera que contraviene ciertas disposiciones del Concordato vigente o algún uso propio de España, pero tal retención no tendría carácter legislativo, sino sería mera medida de prudencia: su objetivo es, simplemente, el de hacer notar al papa que se produce la contravención señalada. Según éstos, es perfectamente lógico que en un momento dado no se promulgue una bula y, más tarde, se le dé curso legal total, como ocurrió con la Auctorem fidei. Es decir, para este sector el regalismo no implica antirromanismo ni defensa de la Iglesia nacional, sino la conservación de las leyes establecidas de común acuerdo entre España y la Santa Sede. Tal actitud tuvo mucha importancia en el reinado de Carlos IV y fue defendida por personajes de segunda fila dentro de la Ilustración (por ejemplo, Lázaro de Dou, Francisco X. Borrull), quienes jugaron un papel relevante como oposición al liberalismo en las Cortes de Cádiz. Es, a la vez, la vía adoptada por gobernantes como Godoy para justificar determinados actos: en ocasiones recurre al permiso papal para legitimar decisiones de gobierno (por ejemplo, impetrando las bulas para desamortizar bienes eclesiásticos) y en otras prescinde de tal autorización porque priman los intereses reales.

La diversidad de tendencias apuntadas, susceptible de cuantas matizaciones permita un mejor conocimiento del pensamiento de tantos personajes oscuros por falta de estudios biográficos, ha de conjugarse con la realidad política. Tanto Carlos III como su hijo gobernaron con una clara intención: cualquier acto debía tender a fortalecer la autoridad real. En consecuencia, una cosa es lo que dijeran los teóricos, o los consejeros del monarca, y otra lo que disponía la ley cuando se trataba de terciar entre intereses eclesiásticos e intereses reales. La Novísima Recopilación, por tanto, está plagada de disposiciones que demuestran que los obispos quedan como meros ejecutores de la política real. Es decir, para el monarca prima el regalismo sobre la defensa de la autoridad episcopal. Por ello la línea que se impone es la emanada del poder del Estado. Si ésta coincide con los planteamientos de los ilustrados, tanto mejor; de no ser así, son los últimos quienes quedan postergados. Como, por otra parte, no hay uniformidad entre los propios ilustrados y, a su vez, se opera un claro enfrentamiento entre regalismo episcopalista y ultramontanismo, la lucha es perenne. Evidentemente, fue el monarca quien sacó provecho de ello.

La divergencia efectiva monarca-ilustrados propició una situación claramente favorable a cualquier división ideológica en el país. Fácilmente puede explicarse, de esta manera, la decantación hacia los tres bandos políticos predominantes a partir de 1808, cuando la autoridad del monarca desaparece y no hay ya una línea que se imponga (línea que durante el Antiguo Régimen siempre fue la del rey). Aun partiendo de las mismas ideas, los regalistas episcopalistas se inclinan por el bando afrancesado o el liberal de acuerdo con sus intereses o situaciones particulares, mientras los ultramontanos mantuvieron sin dificultad su posición y no les resultó difícil, con Fernando VII, practicar una política de tinte regalista, aunque ahora en contra de los intereses de los reformistas. Les había preparado el camino esa vía intermedia, a la que hemos aludido más arriba, que no acababa de rechazar la política regalista pero que mantenía con todo su poder a la institución papal.

2. La división entre episcopalistas y partidarios de la supremacía del poder real deja al descubierto una de las cuestiones clave para entender el reformismo ilustrado: determinar el límite hasta donde el poder temporal podía apoyar al episcopalismo sin que pusiera en peligro la soberanía del Estado. Si por múltiples razones, sobre todo de carácter práctico, convenía contar con los episcopalistas, pues eran una fuerza a presentar frente al romanismo, resultaba perentorio saber hasta donde podía llegar tal apoyo.

En la España de Carlos IV se avanzó, a veces con cierta espectacularidad, en la política episcopalista (el caso más sobresaliente fue el decreto de Urquijo sobre dispensas matrimoniales), mas no existió un programa episcopalista sistemático, pues en la mayoría de los casos no se pasó de la fase del proyecto. Tal sucedió, por ejemplo, con los planes sobre reforma de la inquisición de Manuel Abad y Lasierra, en 1793, o los de Jovellanos-Tavira, proyectos que dejaban en manos de los obispos la censura de las causas de fe. No hubo necesidad, por tanto, de llegar a un enfrentamiento claro entre ministros (o rey) e ilustrados episcopalistas. En Toscana, por el contrario, sí se ensayó una política global de signo episcopalista con las reformas de Ricci, y quedó demostrado que incluso un soberano como Leopoldo, inclinado hacia el regalismo episcopalista, dio marcha atrás en la reforma cuando se percató de la peligrosidad del intento. Puede que en España hubiera pasado algo similar, de haber cuajado los planes ilustrados. Es decir, lo que en realidad cuadraba con los intereses monárquicos era una política de signo josefinista, pero no cabía dentro de la monarquía del Antiguo Régimen un programa completo de reforma en la línea episcopalista. Esto era labor de otro tipo de régimen político: las Cortes de Cádiz demostraron la viabilidad del intento y, a pesar de todas las dificultades, pudieron llevarlo a cabo durante algunos pocos años.

Naturalmente, debemos intentar explicarnos por qué cuando en Cádiz pudo cristalizar una política del signo aludido no cuajó y cayó fácilmente ante el primer embate del reaccionarismo apoyado en Fernando VII. Hallamos una explicación en la apuntada desunión de los sectores o tendencias reformistas. Influyó también un hecho particularmente importante en España: en 1808, cuando fue posible aplicar la nueva política, el sector de los reformistas se fraccionó de manera claramente antagónica entre afrancesados y liberales, por lo que la unión de ambos, tras la expulsión de Napoleón, constituía un problema político de primer orden, en especial porque se acababa de librar una guerra civil, hecho que no debe soslayarse en consideraciones como las presentes. Pero cabe, asimismo, otra explicación. Como hemos apuntado, los planteamientos del regalismo episcopalista cuadran con una sociedad típica del Antiguo Régimen, mas no se acoplan fácilmente a la mentalidad de la burguesía. La debilidad de esta clase social en España explica que en Cádiz haya que recurrir a la política regalista episcopalista al afrontar la reforma de la Iglesia, única aceptada por el heterogéneo sector partidario de la reforma. Pero, cuando se fue afirmando la nueva época burguesa, esta política quedaba obsoleta y resultaba difícilmente aceptable para la mentalidad burguesa, más interesada por la laicización de la sociedad que por la concesión a los obispos de amplios poderes sobre las conciencias de los ciudadanos. Lo que al liberalismo burgués interesa es convertir al clero, incluyendo a los obispos, en funcionarios del nuevo estado. Esta era una enseñanza aprendida, precisamente, por los partidarios del episcopalismo, de la Iglesia Constitucional francesa. Pero a ello se opuso el ultramontanismo básico de España, dominante con Fernando VII. Entre los reformadores quedaba claro, tras lo sucedido con el experimento de Ricci en Toscana, su escasa viabilidad dentro de una monarquía de cuño ilustrado. También para los más decididos partidarios del liberalismo, influidos por la Revolución Francesa, era evidente la inviabilidad del mantenimiento en la Iglesia del principio del orden jerárquico al que conducía la política regalista episcopalista. A principios del siglo XIX no cabía pensar en ello. Así se explica que en Cádiz y en el Trienio no cuajara lo que pretendían los últimos ilustrados como Muñoz Torrero, Villanueva, Serra, Bernabéu, Ruiz Padrón, etcétera.




La compleja religiosidad hispana del XVIII

Ha sido éste un tema muy tardíamente incorporado a las preocupaciones de los historiadores españoles. El contraste, y muchas veces oposición, entre la forma religiosa de los ilustrados y la religiosidad popular confundió a Menéndez Pelayo, que quiso ver en los ilustrados españoles, enciclopedistas y volterianos vergonzantes o declarados. Hoy los numerosos estudios han venido a demostrar que nuestros ilustrados, en su mayoría, son sinceramente religiosos y muy interesados en difundir entre la masa popular una piedad racional. Era la vieja herencia erasmiana. En esta línea, la serie de estudios monográficos (Macanaz, Mayans, Jovellanos, Cañuelo, Azara, Llorente...) han permitido a Egido escribir: «El panorama de la Ilustración católica española sorprende por la existencia de grupos, nutridos y selectos, de laicos comprometidos en la "reforma" de la religiosidad en todas sus vertientes. Habría que esperar dos siglos, o volver, como lo hicieron los ilustrados, los ojos al XVI para encontrar un espectáculo similar al de las élites seglares del XVIII».

Hoy parecen bastante claros los orígenes de la religiosidad de nuestros ilustrados. Existe el influjo francés del gran siglo. Posiblemente se ha exagerado su alcance, pero resulta evidente el de C. Fleury o el de Bossuet. Menos atención ha merecido el influjo italiano, aunque cada vez van conociéndose mejor las manifestaciones. La dificultad es evidente, porque en muchos casos se trata del influjo oral por medio de la enseñanza de clérigos en Roma o la larga residencia de personajes que con el tiempo desempeñaron importantes misiones culturales o religiosas; Pérez Bayer o Rubín de Celis, por ejemplo. Un estudio de clérigos y seglares que residieron en Roma podría clarificar muchos aspectos de la cultura religiosa española del XVIII. El influjo directo de los autores y de sus obras significativas es más conocido: las traducciones bíblicas del arzobispo Martini, la frecuente lectura de Muratori (De Ingeniorum moderatione o De superstitione vitanda). Aunque, a decir verdad, debió ser mayor la trascendencia de los libros traducidos al castellano: Della regolata devozione dei cristiani, Della carità cristiana o la Filosofia morale. Bien es cierto que traductor y editores procuraron, en el caso concreto de Della regolata devozione, suprimir los pasajes más comprometidos: los textos de la Biblia traducidos o la teoría favorable a la disminución de los días de fiesta.

Ni que decir tiene que entre nosotros tuvieron amplia repercusión las polémicas religiosas tan vivas en Italia: rigorismo y probabilismo, la usura, jansenismo... Se trata de un aspecto poco estudiado pero que tendrá una importancia enorme, porque prepara el camino a la recepción de dos grandes focos de reformismo: el Seminario de Padua, bajo jurisdicción de Austria, con todo el influjo de José II, y el movimiento toscano, que alcanzará su máxima eclosión en el Sínodo de Pistoia. Son aspectos que todavía no han tenido entre nosotros la atención que merecen.

Aunque, sin duda, el gran descubrimiento ha sido la importancia de los humanistas españoles del XVI: fray Luis de Granada, fray Luis de León, Juan Luis Vives... El influjo fue creciente a lo largo del siglo y cristalizó en la serie de ediciones de sus obras durante el reinado de Carlos III. Bastaría, como ejemplo, el caso de fray Luis de León que, después de más de un siglo de no haber sido publicado, vio inundado el mercado en repetidas ediciones: la obra poética, De los nombres de Cristo..., que prepararon la edición de las Obras completas del padre Merino, ya a principios del XIX, Desde Mayans, pasando por Blasco, por indicar el grupo valenciano, pero sin olvidar la actividad de los agustinos (Diego González o Merino), la figura de fray Luis se convierte en el símbolo de renovación espiritual (biblismo, interiorización, rigorismo). Vendría a constituir, en el fondo, un evidente eco de la herencia erasmiana.

Desde esa multiplicidad de corrientes debemos observar los caracteres de la religiosidad de nuestros ilustrados. Un acusado biblismo que pugnaría no sólo por la lectura de la Sagrada Escritura, sino por el estudio científico basado en las lenguas originales y, más importante todavía, como fuente de espiritualidad. En consecuencia, resultará visible su cristocentrismo frente a las pluriformes y variadas devociones a los santos de la religiosidad barroca o popular. En este sentido, carecemos de un estudio como el de Daniele Menozzi (Letture politice della figura di Gesù nella cultura italiana del Settecento) sobre las diferentes formas de interpretar la figura de Cristo desde múltiples opciones políticas. Religiosidad interiorizada y anticeremonial con evidentes matices individualistas. Dadas las circunstancias de dialéctica doctrinal, serán partidarios del rigorismo moral y, en consecuencia, acérrimos enemigos del probabilismo. Todo ello, dentro de un marco racionalista que les enfrentará a la religiosidad sentimental, exterior y ceremonial, cuyos representantes más caracterizados verán en los regulares.

Más tardío ha sido el interés por el estudio de las formas religiosas populares desde una metodología científica. Sólo las aportaciones de Vovelle han suscitado la serie de trabajos, aparecida últimamente, que permiten aproximarnos a las formas concretas de religiosidad popular. Ajena a cambios culturales, no admite la menor autonomía en cualquier manifestación cultural al margen ele los esquemas clericales tradicionalmente admitidos: cofradías, procesiones, hábitos religiosos en la sepultura, peregrinaciones, oposiciones a entierros fuera de lugar sagrado... Se trata de un mundo impenetrable a las formas religiosas fomentadas por los ilustrados.

Estas formas religiosas se mantenían al margen de las razones de los ilustrados, pero no las combatían. La repulsa activa vino por parte de los antiilustrados, cuya actividad ha sido últimamente estudiada (Herrero, F. López, Egido). Uno de los aspectos más interesantes resulta, sin duela, el conocimiento de los mecanismos de influjo en la sociedad: libros, revistas, sermones... El ataque, basado ideológicamente en los presupuestos franceses, se dirigía contra una ilustración teórica, que nada tenía que ver con la realidad española, como en repetidas ocasiones manifestó El Censor. Pero la difusión de la imagen de los ilustrados como ateos o deístas, enemigos de la religión, y más tarde también del trono, contribuyó a confundir la mente de muchos españoles. Menos claro resulta el proceso concreto, pese al libro de Herrero. Se han estudiado las implicaciones políticas de los sermones (Martínez Albiach), pero el campo es tan amplio y extenso (actividad de los párrocos, órdenes religiosas, cofradías...) y tan inasible que resulta muy difícil el conocimiento del proceso de formación.

Una cosa aparece clara: el equilibrio, más o menos tenso, existente a lo largo del reinado de Carlos III (sin olvidar el extrañamiento de los jesuitas) se rompe ante las nuevas circunstancias. Por un lado, será visible la radicalización de los ilustrados en la defensa de sus formas religiosas, alentados por los sucesos exteriores. Por otro, también se agudizarán las manifestaciones de los antiilustrados en su defensa de la religiosidad tradicional. Basta recordar la actividad de fray Diego de Cádiz.

Antes de analizar ese contraste, conviene aludir al papel de las revistas como el género que permite la expresión del contraste entre las dos formas religiosas. Desde Nipho a El Censor, pasando por el Pensador, su conocimiento ha contribuido a clarificar las diferencias en las formas externas de religiosidad, no serán las únicas revistas. Pero quizás resulte más interesante constatar que también las revistas expresarán una mayor crispación durante el reinado de Carlos IV.

Durante el reinado de Carlos IV quedó patente que los jansenistas, partidarios del regalismo episcopalista, intentaron llevar a la práctica un modelo religioso que implicaba dos exigencias básicas en el orden social (además del meramente teológico): el rigorismo moral y la reforma de la pastoral. El triunfo de una moral rigorista era incompatible con la vida de la mayor parte de la clerecía y de los españoles, dados a la vía probabilista predicada por casi todos los religiosos (y no sólo los jesuitas): cabía pecar, pero se contaba siempre con la posibilidad de salvarse mediante los actos de piedad y la contrición sacramental. Así pues, los jansenistas tenían frente a sí no sólo a la organización eclesial tradicional, sino también a la masa de creyentes. Además, los jansenistas chocaban por sus ideas morales con la naciente burguesía, para la cual era tan inaceptable el rigorismo moral como para el pueblo. Mucho tiene que ver con esto el ambiente de irreligiosidad que se comienza a respirar en la España de Carlos IV: los que Muriel y Alcalá Galiano denominan los «libertinos» de la época, esto es, personas con cierto espíritu burgués, rechazan tanto la religiosidad tradicional, irracional y supersticiosa, como la de los jansenistas, a ésta a causa de su rigor moral.

El ideal pastoral jansenista, basado en la recuperación del párroco como centro de la vida religiosa y en cierta medida de la vida social de los pueblos (España era, no lo olvidemos, un país eminentemente rural), resultaba peligroso especialmente para el clero regular, que de tal forma veía peligrar su hegemonía en este punto, y para el poder monárquico, que debía desconfiar de la posibilidad de que se cumpliera, al pie de la letra, el proyecto pastoral jansenista. Los párrocos fuertes podían resultar peligrosos para los funcionarios reales y para ejercer un control sin competencias en la vida social española. La monarquía no podía hacer fácil dejación de las funciones de caridad-beneficencia, enseñanza, dirección de las conciencias... y otros cometidos asignados a los párrocos por el programa pastoral de los jansenistas de la época.

Si unimos a las dificultades apuntadas los problemas que conllevaba la implantación de una religiosidad interior, reconoceremos las dificultades para el triunfo del ideal jansenista, tanto en la España del Antiguo Régimen como en la sociedad burguesa posterior. El esfuerzo de los jansenistas por difundir «la sana doctrina», como gustan decir, es enorme, pero se halla con todo tipo de trabas, como lo prueban los problemas continuos con la Inquisición y con las autoridades, tanto religiosas como políticas, de los componentes del círculo de la condesa de Montijo (por citar uno de los grupos más significativos del jansenismo finisecular). En este punto es decisivo el impulso del exterior, especialmente de Francia (primero mediante Clément, el posteriormente obispo constitucional de Versailles; más tarde a causa de la correspondencia con Grégoire) y de Italia, de donde se adopta el pensamiento de Muratori y, en los últimos años, la doctrina de Pistoia y, en concreto, los planteamientos de Tamburini, un teólogo enormemente popular en la España de Carlos IV.

Los sectores ilustrados fueron depurando poco a poco su pensamiento y a finales de la centuria llegaron a formular con toda claridad el ideal religioso que venían persiguiendo. Puede ser paradigmático de la nueva situación el pensamiento formulado por el padre Santander en sus Cartas familiares: la razón y la revelación deben ir unidas, «si las separas, te perdiste; si las sigues y obedeces unidad serás feliz temporal y eternamente» (Carta XCI, 12-8-1797, págs. 258-259). Queda así expresada una vez más la oposición entre la religiosidad ilustrada y la popular, ésta basada en la fuerza del irracionalismo, adquiriera o no tintes supersticiosos. Pero, al mismo tiempo, el padre Santander manifiesta el problema interior que se plantea a los ilustrados, deseosos de compaginar razón y revelación: ¿qué ocurre, por ejemplo, con las obras de los filósofos franceses? ¿Hay que darlas por buenas cuando aplican criterios plenamente racionalistas a la explicación de la religión o deben rechazarse? Se produjo una situación realmente compleja a la hora de intentar explicar esto. El padre Santander liquidaba fácilmente la cuestión, aludiendo precisamente a uno de esos filósofos difundidos en España, Volney. Para el futuro obispo afrancesado la obra de Volney era rechazable, pero no porque hubiera aplicado la razón, sino porque la había usado mal (Ibid. 258).

Como se ve, el asunto entrañaba muchos peligros y, en cualquier caso, a los sustentadores de la religiosidad ilustrada les resultaba complicado a finales de siglo hacer frente al cariz que iban tomando las cosas sobre todo fuera de España. En definitiva, se veían obligados a realizar constantes equilibrios dialécticos que, lógicamente, no podían convencer a los partidarios de la religiosidad tradicional. A un Diego José de Cádiz, por ejemplo, o a cualquier predicador de misiones por los pueblos de España les resultaba muy sencillo desmontar estos argumentos de manera demagógica en sus sermones ante el pueblo enardecido de devoción irracional. Pero tampoco era sencillo convencer plenamente a quienes desde postulados ilustrados iban más allá, es decir, a algunos que se decantaron por el racionalismo a ultranza (es el caso de ciertos deístas, presentes en la España de Carlos IV) y a los «libertinos» que, poco a poco, fueron abandonando los planteamientos piadosos y profundamente religiosos de los ilustrados más característicos.

El sector de los más dados a la moda del siglo, constituido especialmente por jóvenes lectores de los filósofos franceses entusiasmados, además, por los acontecimientos políticos del país vecino, no está cuantificado y conocemos mal todo lo referente a él. Existen muchos indicios para pensar que en España existió un nutrido grupo de este tipo de personas, no necesariamente ilustradas todas, sino muchas atraídas por las cosas de Francia sólo por la moda que se difunde con facilidad aquí. Estas personas no podían aceptar la vía religiosa patrocinada por los ilustrados jansenistas, como Tavira. Cualquier pastoral de este obispo, a quien conocemos bien gracias a los estudios de Saugnieux, era tan rechazable por la población aludida como por los partidarios de la religiosidad tradicional. Ciertamente existió relajamiento religioso en la época de Carlos IV y de manera más acusada que en la de su antecesor, como apunta Muriel. Esto cabría explicarlo tanto por la inadecuación del mensaje jansenista con el pensamiento de un sector de la juventud, como por el ambiente patrocinado desde el poder. A Godoy se le responsabiliza de este ambiente, dado su tipo de vida en la Corte. También el clero, por sus propios actos, contribuyó a ello. En cualquier caso, es evidente que el espíritu de crítica severa a la religión fue ganando adeptos, aunque no llegó aún en España a delinearse un sector irreligioso decidido y, en todo caso, los ilustrados más influyentes se mantuvieron con toda claridad dentro del más estricto espíritu religioso y aun de la ortodoxia dogmática más palpable.

Si por un lado, como acabamos de apuntar, se producen líneas de fuga respecto a la vivencia religiosa, por otro se constata que las disputas teológicas arreciaron en estos años, con lo cual el problema religioso se acentuó. El tradicional enfrentamiento entre escuelas se va acusando cada vez más a medida que entran en liza consideraciones prácticas (el dominio sobre la enseñanza superior y, en general, sobre todo tipo de escuelas -el fracaso de los planes escolares de Yeregui en Cadalso, Madrid, es ilustrativo-, el control de la sociedad por parte de una u otra orden religiosa, la relación política de los defensores de una u otra escuela, etc.). Además, es en tiempos de Carlos IV cuando queda patente la ruptura entre los partidarios de los jesuitas y sus contrarios. Es decir, tras su expulsión, los jesuitas intentaron recuperar el terreno, lo que les llevó a una serie de actuaciones constantes para lograrlo y ello enconó su disputa con los jansenistas. El panorama religioso, por tanto, era de un belicismo acusadísimo (recordemos la polémica en 1798-99 a propósito de la obra de Bonola, La liga de la teología moderna... y la respuesta de Fernández de Rojas, El páxaro en la liga). Tal vez ello facilitó que el pueblo continuara firme en sus prácticas de devoción y que la reforma de la religiosidad resultara imposible.

El pueblo vivía la fe como hecho natural, como circunstancia en que se está sin saber bien por qué. La enseñanza religiosa no estuvo acorde en absoluto con los nuevos tiempos, y todo seguía basándose, como siempre, en la vida de los santos y en la idea del Dios temible y justiciero (frente al Dios caritativo que se esforzaron en predicar los ilustrados de la línea erasmista). De esta manera, las devociones venían a ser remedios imaginarios, muchas veces, a los males de cada día, como detectó R. Andioc en las representaciones teatrales, y ello, naturalmente, inclinaba al pueblo a no abandonar prácticas supersticiosas. Los viajeros extranjeros llegados a España en los últimos años de la centuria, como Fischer, constatan esta situación, pero también es consciente de ello un Godoy, quien atribuye el hecho al dominio que los frailes ejercen sobre las conciencias del pueblo, dominio contra el cual, apostillaba el ministro, nada valían las leyes, apostilla que equivale casi a reconocer la imposibilidad de una reforma de la religiosidad popular. Así, los ilustrados de finales del siglo arreciaron sus críticas a la religiosidad popular, pero no pasaron los hechos de ahí. Disponemos de magníficos repertorios de estas críticas, desde la carta de Estanislao de Lugo a Clément (12-IV-1788) hasta las Cartas de España de Blanco White. Los ilustrados detectaron perfectamente el problema y diagnosticaron los males, pero no fueron más allá. En parte, porque no demostraron gran interés en ello, pues la diferenciación con el pueblo fue una característica fundamental de la ilustración; en parte, por temor a las posibles consecuencias funestas que pudiera acarrear una ofensiva decidida contra el sentimiento religioso popular. Se pensó (Jovellanos puede ser paradigmático en este punto) que a medida que progresaran las luces ocurriera que, poco a poco, abandonaran los españoles las prácticas supersticiosas y la devoción externa vana, pero casi todo el mundo temió enfrentarse de lleno a la situación de hecho. Bourgoing, embajador francés en Madrid y, como tal, buen observador de la realidad española, planteó el problema perfectamente en uno de sus despachos diplomáticos, fechado el 17-XI-1791: «si se ataca de frente el fanatismo religioso, el pueblo se mostrará más proclive que nunca al despotismo, con el cual hará causa común a la defensiva, y será más difícil que nunca implantar en España la filosofía y la libertad». Parece que en definitiva esta fue la postura de nuestros ilustrados y por eso cifraron la acción en una hipotética evolución pacífica, sin arremeter de frente contra la realidad de la religiosidad popular. No puede extrañar, por tanto, que cuando se aborde el asunto en los tiempos de las Cortes de Cádiz se señalen los mismos problemas que anteriormente: no se había avanzado un ápice, mientras que los grupos ilustrados habían evolucionado hacia los planteamientos patrocinados por Pistola, la Iglesia constitucional francesa y, en suma, las líneas más avanzadas de reforma del catolicismo. Esta disparidad enorme es esencial para entender reacciones populares durante la guerra de la independencia y posteriormente, en los tiempos de Fernando VII.




Política cultural

Frente a la idea tradicional de que los ilustrados formaban un ejército sin fisuras y decidido a procurar el establecimiento de una cultura racionalista, los estudios recientes han demostrado la existencia de divisiones internas y fracturas importantes en las decisiones políticas. El libro de Furió Diaz, Filosofia politica nel Settecento francese (1962), marcó una línea básica en el estudio de la colaboración-discrepancia entre ilustrados y poder. Encontró gran eco en la historiografía italiana, pero bastante menos en la interpretación del movimiento ilustrado español. Sólo últimamente historiadores como Egido, Mestre, Stiffoni... han dedicado su esfuerzo a clarificar la política cultural de los gobiernos borbónicos.

Una línea clara, coherente y sin fisuras, no existe. La política cultural del reinado de Felipe V resulta confusa y, en muchos casos, contradictoria, como contradictorias son las interpretaciones. Mientras García Morales señala las decisiones del primer Borbón español como claro inicio del movimiento renovador, François López insiste en que la política cultural del monarca fue un obstáculo para la penetración de las luces. Lo que sí parece visible es la confusión.

Por supuesto, el gobierno no apoyó la actividad de los «novatores», ni en el campo de las ciencias, ni en el de las humanidades (crítica histórica). Al menos no tuvo una actitud decidida. Basta recordar la caída de Macanaz, o el rechazo de Manuel Martí para el cargo de bibliotecario real. Parece que los únicos focos permitidos fueron los controlados directamente por el gobierno central: real biblioteca, real academia de la lengua. Y esto dentro de una gran moderación y con el mayor control político. Basta un cambio en la cúpula del poder (llegada de Isabel Farnesio) para que el equipo renovador caiga y con ello se frustren las esperanzas renovadoras.

En este caso, la persona clave resulta el confesor del rey, y, en consecuencia, los jesuitas franceses sentaron las bases de la política cultural del gobierno, tanto desde el control de la conciencia del monarca, como desde la dirección de la real biblioteca. Apertura muy tímida, pues necesitaban del apoyo de los colegios mayores para desarrollar una política cultural que, por necesidad, tenía que ser moderada.

Ese periodo de confusión en la cultura era paralelo a los vaivenes políticos posteriores a la Guerra de Sucesión. Buena prueba es la «crisis ferrérica», centrada en la historia crítica, en la que intervienen los grupos integristas, pero también los renovadores: Luis de Salazar, Ferraras, Mecolaeia, Berganza... Sólo la aparición de Feijoo, con sus planteamientos de política cultural (moderada apertura a las corrientes europeas templada por el centralismo político) contribuyó a la actividad de Patiño. Feijoo estableció una línea de cooperación intelectuales-políticos. Influiría evidentemente en la apertura del poder a la nueva actitud cultural, pero también tuvo que ceder en sus exigencias de rigor crítico al aplicarlo a las tradiciones nacionales.

La colaboración entre el poder y los intelectuales constituirá uno de los ejes de la política cultural de la Ilustración. Pero no siempre los políticos apoyarán los programas más innovadores o más adecuados para el progreso científico o la reforma universitaria. Muchas veces serán los intereses de grupo o la flexibilidad del hombre de letras a las insinuaciones del poder. Aunque es menester confesar la creciente conciencia del propio valor del intelectual, desde Mayans, por ejemplo, a Jovellanos o Cañuelo.

Desde la perspectiva de los intereses de grupo se comprende con facilidad el control de los grandes proyectos culturales por los jesuitas y colegiales. Especialmente clarificador resulta, en este sentido, la política de los gobiernos de Fernando VI. En una primera etapa, bajo el equipo de Carvajal-Ensenada y Rávago, el encargo hecho a Burriel de dirigir la comisión de archivos se convierte en un gran proyecto de reforma cultural. Burriel aceptó la metodología mayansiana, pero la descomposición del equipo gubernamental hundió las posibilidades de una política cultural renovadora, dirigida por jesuitas y colegiales.

El cambio ministerial, con la presencia de Ricardo Wall, constituirá el inicio de un viraje en la relación de los grupos socioculturales con el poder. Durante los últimos años del reinado de Fernando VI y los primeros de Carlos III, resulta visible una pugna entre jesuitas-colegiales, por un lado, y los manteístas, por el otro, por controlar la política cultural del gobierno. Los primeros envites de los manteístas no consiguieron colocar a sus partidarios en los cargos decisivos, pero paralizaron la actividad de los jesuitas y colegiales. Ese es el caso de Burriel, que vio obstaculizada su empresa investigadora. Sólo con la muerte del marqués del Campo de Villar y el nombramiento de Manuel de Roda para la Secretaría de Gracia y Justicia se vio con claridad que la política cultural estaría controlada y dirigida por los manteístas.

Era la hora de Pérez Bayer quien, después de colaborar con jesuitas y colegiales, dio un viraje político hacia los manteístas de innegable trascendencia. Amigo y protegido de Wall, confidente de Roda y con el afecto de Carlos III, Bayer accedió a los cargos clave para orientar la política cultural del gobierno: preceptor de los Infantes reales y bibliotecario real. Desde esa perspectiva es menester enfocar las grandes líneas reformistas:

-Expulsión de los jesuitas y reforma de los colegios mayores, en primer lugar. A nadie puede escapársele la unidad de acción frente a los dos grupos que habían dirigido la cultura en los gobiernos anteriores. Y la correspondencia cruzada entre los ilustrados demuestra su convicción de que la única posibilidad de una reforma cultural consistía en el acceso al poder de los manteístas, porque los jesuitas y colegiales sólo apoyaban a los suyos, en detrimento de los beneméritos. Otra cosa es que los manteístas cayeran en el defecto, hasta el extremo de expulsar a los padres de la Compañía y acabar con los colegios mayores. No deja de constituir un símbolo que el Colegio Imperial, dirigido por los jesuitas, se convirtiera en los Reales Estudios de San Isidro, modelo de las nuevas líneas docentes y uno de los focos de las polémicas posteriores.

-Pero también la reforma de la Universidad, que tiene íntima conexión con la expulsión de los jesuitas y la reforma de los colegios mayores que habían controlado la institución. Los proyectos de reforma universitaria fueron más ambiciosos que eficaces. El proceso, desde un plan de reforma general (desde la enseñanza de la Gramática a las Facultades y aplicada a toda España), que parece fue encargado a Mayans, hasta la aplicación gradual y limitada a cada universidad, demuestra los límites del proyecto. Al final, da la impresión de que la única preocupación del gobierno, expulsados los jesuitas y suprimidos los colegios, era el establecimiento de unos textos regalistas que defendieran la máxima autoridad del monarca. Porque en los aspectos científicos cada Universidad trazó sus líneas docentes. Aunque, en el afán de acabar con las ideas defendidas por los jesuitas, el gobierno propició la introducción de textos en que se contenían ideas rigoristas y, en muchos casos, próximas al llamado «jansenismo», que constituirá el fermento de las polémicas del reinado de Carlos IV.

Al final del reinado de Carlos III parece como si la polémica entre jansenistas y antijansenistas llenara todo lo relativo a la política cultural. Este enfrentamiento distorsionador continuó con el comienzo del reinado de Carlos IV, pero al poco tiempo quedó sustancialmente modificado por los acontecimientos exteriores a España, que introdujeron un elemento distinto de enorme importancia, en especial por dos motivos:

a. Gracias al intento de «cordón sanitario» de Floridablanca pareció como si todo se redujera a la cerrazón de España respecto al extranjero. La polémica anterior queda, por tanto, un poco relegada -aunque sigue con todo su vigor-, y ahora ocupa el primer lugar de la preocupación general la conveniencia o no de seguir el camino de la filosofía.

b. Aparece, además, un elemento que, a nuestro juicio, tiene mayor importancia: a partir de enero de 1793, cuando es guillotinado Luis XVI, la integridad física del rey se convierte en obsesión para los gobernantes españoles. Ello supone una modificación sustancial en la política cultura a seguir: si anteriormente el fortalecimiento de la autoridad del monarca era preocupación importante, mas no la única, ahora ésta es cuestión prioritaria y se acentúa en todas sus formas. Baste, por ejemplo, considerar las reformas universitarias emprendidas o, incluso, las actuaciones respecto a la Inquisición. Aunque la alianza con esta última resulta decisiva en esta coyuntura, el gobierno fue consciente de la competencia que pudiera sufrir el poder del monarca desde este lado y no dudó en atemperar el ámbito de actuación del Santo Oficio.

En consecuencia, lo importante a lo largo de todo el reinado de Carlos IV no parece sea calibrar si Godoy, o cualquier otro gobernante, fue o no partidario de las luces o si favorecieron el progreso científico, ni tampoco estriba el asunto en comparar cuantitativamente las realizaciones de este reinado y el anterior. Lo fundamental consiste, como apuntó Muriel, en que los gobiernos más que ocuparse del adelantamiento de las ciencias se preocuparon por los sucesos de fuera, como que de ellos dependía su suerte. Es evidente que Carlos IV y sus ministros pusieron sus ojos en Francia, pues se habían percatado de que las alteraciones políticas en aquel país tenían un reflejo esencial en el nuestro.

La intervención en la enseñanza universitaria se dirigió siempre en el sentido apuntado. La famosa Real Orden de 31-8-1794 por la que se suprimían las enseñanzas de derecho público estuvo motivada por los acontecimientos franceses. Lo mismo sucedió con la disposición de 1802 sobre unificación de los estudios de leyes, cuya clara intención, según M. Peset, fue «controlar ideológicamente los estudios por temor a la revolución», hecho corroborado por la ampliación de la enseñanza del derecho real, que se convirtió en eje de la Facultad de Leyes. Y la reforma, más amplia, de 1807 se inscribe en el mismo marco. En definitiva, aunque casi nada se avanzó en cuanto a la renovación científica de las enseñanzas universitarias, e incluso pudiera afirmarse que la Universidad como institución estaba en ruinas en la época, quedó palmaria la intención de convertirla en firme puntal del trono.

Carecemos de los suficientes estudios monográficos y, de manera especial, de un análisis cuantitativo de las realizaciones en todos los campos culturales en la época de Carlos IV. Ello impide precisar el auténtico cariz de la política cultural practicada. Ahora bien, por lo que actualmente sabemos, parece que en general, el impulso a los estudios de carácter histórico-literario, experimentó un retroceso respeto a la época anterior, sin que hallemos ahora un programa coherente de actuación es este campo. Sin embargo, en el ámbito de las ciencias experimentales la época de Carlos IV fue más activa que la de su antecesor. A pesar de las dificultades de la época, se mantuvo la práctica de enviar españoles al extranjero para conocer las nuevas ciencias y se continuó impulsando la creación en el territorio español de centros de investigación, algunos bien planificados, como el Depósito Hidrográfico o el Observatorio Astronómico de Madrid. La brillantez alcanzada por proyecto, como los de Malaspina, o el de Balmis, o el desarrollo de la enseñanza de la clínica en la Real Escuela de Medicina Práctica de Madrid (creada en 1795) son ejemplos de que la época de Carlos IV no desmerece respecto a la anterior. Por otra parte, el acceso de los españoles a los libros científicos extranjeros resultó fácil, pues los decretos de control de entrada de libros extranjeros a raíz de la Revolución Francesa no afectaba a este tipo de publicaciones, que se consideraban «indiferentes» por no tratar sobre religión o política.

Cabe admitir, por tanto, que durante el reinado de Carlos IV se mantuvo la política ilustrada de impulso de las ciencias útiles y aun se avanzó más que en las décadas anteriores. Ahora bien, ahora como anteriormente se continuó sin un auténtico programa de política científica. Aunque muchos españoles adquirieron una excelente formación en el extranjero y el reconocimiento de la comunidad científica internacional, como es el caso de Cavanilles, no fueron aprovechados por el Estado español, el cual no les proporciona los medios adecuados para desarrollar aquí sus saberes. Los científicos, por su parte, no supieron, o no pudieron por falta de medios, contactar adecuadamente con la sociedad y, especialmente, no fueron capaces de conectar con las necesidades, en singular las económicas, del país, por lo cual podemos hablar en general de un claro fracaso de la política científica y, por extensión, de la política cultural.




Apertura a corrientes ilustradas europeas

La ilustración, vista desde la perspectiva tradicional, aparecía unida la deísmo y, en muchos casos, al ateísmo. Sin embargo, ya en 1910, el historiador alemán Sebastián Merlde habló de una «Ilustración eclesiástica» en la Alemania católica. Historiadores posteriores (Mario Góngora, Plongeron, Mario Rosa...) han venido a concretar sus caracteres: reforma de la predicación, actitud más participativa de los seglares en la liturgia, historia crítica aplicada a la vida de los santos, mayor interés por el conocimiento de la Sagrada Escritura... Son caracteres que hemos visto al hablar de las formas religiosas de nuestros ilustrados.

Se trata de una línea de pensamiento cuyo origen habría que buscar en el galicanismo. Galicanismo eclesiástico por la necesidad de aceptación de las bases para que los decretos eclesiásticos obtuvieran validez y obligatoriedad. Galicanismo intelectual cuya mejor expresión sería la apertura a las nuevas corrientes culturales que Mabillon defendió con calor en el Tratado sobre los estudios monásticos, que, traducido al español, fue aceptado por los españoles más innovadores. A ello habría que añadir la exigencia de la metodología crítica aplicada a los estudios históricos, que no todos quisieron aplicar en todas sus consecuencias. Feijoo o Flórez, por ejemplo.

En esta línea habría que incluir a Muratori en su vertiente de crítica histórica (Mayans o Capmany) pero también en sus obras reformistas. Equilibrio entre razón y fe. Para superar el excesivo racionalismo, De ingeniorum moderatione. Para superar la superstición, De superstitione vitanda. Y siempre el equilibrio, dominado por la razón, en las devociones cristianas, dentro de una ética (Filosofía moral) y con proyección hacia un reformismo social (caridad cristiana y pública felicidad). Este campo es suficientemente conocido entre nosotros. Los recientes estudios han venido clarificando la actitud de nuestros ilustrados: Macanaz, Feijoo, Mayans, Campomanes, Cañuelo, Jovellanos o León de Arroyal, por citar unos nombres. Católicos sinceros, buscan fidelidad a la revelación y a los dogmas, pero desde una perspectiva más racional y de acuerdo con las líneas de pensamiento moderno.

Pero existe otra línea de ilustración católica: la de aquellos hombres de letras que intentaron cohonestar revelación con jusnaturalismo. Será una línea europea, defendida tanto por católicos como por protestantes. Y este campo está menos estudiado. El ya antiguo libro de Rodríguez Aranda necesita de reestructuración y un planteamiento más ambicioso. Resulta innegable el creciente influjo de Locke, que poco a poco desplazó a Descartes. Sin embargo desconocemos la receptividad de los intelectuales ante la obra de Pufendorf. Existen atisbos, basados en gran parte en el interés que suscita el jurista alemán Heinecio, especialmente en sus Prelectiones a Pufendorf.

Ahora bien, dos factores contribuyen a oscurecer la realidad de esa penetración. Por un lado, la prohibición inquisitorial de todos estos autores: Grocio, Pufendorf y sus comentaristas, Heinecio, Burlamaqui... Por otro, la autoridad de los reyes por derecho divino. Cualquier intento de insistir en el derecho natural como origen del poder político entrañaba un peligro. El regalismo del monarca, por audaz que fuera, quedaba limitado por el derecho divino, a cuyo origen atribuía sus prerrogativas. De la misma forma, el derecho natural y de gentes constituiría siempre un peligro para el rey por derecho divino.

Con estos dos obstáculos resultaba difícil la penetración del jusnaturalismo. Y, por supuesto, de Rousseau. En esa línea hay que encuadrar el estudio del derecho natural y de gentes introducido en los Reales Estudios de San Isidro por un texto del valenciano Joaquín Marín. No es menester decir bajo qué restricciones y cortapisas y cómo, ante los primeros envites revolucionarios, fue suprimido. Estamos ante un punto esencial que los planteamientos políticos de la Revolución Francesa pondrá en crisis.

De 1790 a 1795 se produjo un movimiento evidente de repliegues, motivado por la extrañeza de los acontecimientos franceses y por la guerra contra la Convención, pero a partir de la firma de la paz de Basilea, en julio de 1795, cambiaron las cosas:

-Por una parte, se hace especialmente patente la influencia de planteamientos ideológicos renovadores, sobre todo en el campo del pensamiento religioso, de los cuales los fundamentales son el Sínodo de Pistoia (cuyas conclusiones conectaron con la corriente de reforma emprendida en España desde la segunda mitad del siglo) y la Iglesia constitucional francesa, a través sobre todo del obispo Grégoire, muy conocido en estos años en España.

-Por otro lado, el intento de muchos por combatir las ideas de los filósofos conduce a un acercamiento al pensamiento inglés (especialmente patente en personajes como Jovellanos, o en ciudades como Barcelona) y a divulgar las ideas que se pretenden combatir.

La incidencia de la reforma pistoiense ha sido analizada, recientemente, por Barcala y Mestre, por lo que no es cuestión de incidir en ello aquí. Baste recordar que en las cortes de Cádiz los diputados liberales plantean reformas totalmente identifícables con las ideas de Pistoia, lo que prueba que habían calado en el pensamiento español. Otro tanto sucede con los principios de la iglesia constitucional francesa, plenamente asumidos por el grupo mejor preparado e influyente de la ilustración española en la época de Carlos IV: el que se estructura en torno a la condesa de Montijo. La correspondencia mantenida por Grégoire (desgraciadamente desaparecida) con Estanislao de Lugo y con Yeregui, dos hombres clave de este grupo, así como con otros componentes del mismo, confirman que los ilustrados españoles estaban conectados con la línea del pensamiento jansenista francés que había ensayado la reforma práctica más sobresaliente de la Iglesia en el momento. Los planes de Jovellanos-Tavira para reformar la Inquisición, al igual que los anteriormente presentados por Manuel Abad y Lasierra y los que intentó elaborar Urquijo en 1799, son indicios de que esa influencia exterior -en concreto la de Grégoire- no quedó en mera comunicación de ideas sino que, en el propósito de los ilustrados españoles, indujo a acciones prácticas. Que estas realizaciones no llegaron a cuajar es otra cuestión, que no invalida el hecho de la intercomunicación de ideas y proyectos.

La publicación en estos años de obras apologéticas ha inducido a algunos estudiosos a atribuir al reinado de Carlos IV un cariz contrario a la apertura a Europa. Sin negar la importante actividad desplegada por doquier para evitar el contagio de las ideas nuevas, es indudable que a medida que se efectúan estudios detenidos de muchas obras apologéticas nos hallamos con ciertas sorpresas. Un caso interesante es el del Evangelio en triunfo de Olavide (1797-1798), libro que gozó de enorme éxito (entre 1797 y 1803 se publicaron ocho ediciones en España). Muy recientemente, G. Dufour ha demostrado cómo las últimas cartas del Evangelio... contienen un amplio programa de reformas donde se asumen muchas ideas de la Revolución Francesa. El propósito de Olavide es, según Dufour, defender al cristianismo, pero al mismo tiempo implantar en España un amplio conjunto de reformas (en especial de carácter social), ya experimentado en la Francia revolucionaria, para evitar, de esa manera, la revolución política en la monarquía española. Se trata, por tanto, de una apología del altar y del trono no realizada de espaldas a las ideas europeas (como hicieran tantos, especialmente frailes, en la época), sino asumiendo las que interesan. De la misma forma actúa Joaquín L. Villanueva en sus Cartas en respuesta a la de Grégoire a Arce solicitando la abolición de la Inquisición: Villanueva defiende al Santo Oficio, pero admite en toda su argumentación el derecho del poder temporal a intervenir en asuntos externos de la organización eclesiástica, esto es, defiende el procedimiento político empleado por las Asambleas francesas para reformar la iglesia. Una lectura detallada de muchas obras, aparentemente orientadas en contra de las nuevas ideas a juzgar por sus títulos, conducirá sin duda a descubrimientos interesantes en el sentido apuntado. Por ejemplo, un libro desconocido hasta ahora, la traducción efectuada por el presbítero alicantino Antonio Bernabéu de un escrito del obispo constitucional Le Coz, aparecida en castellano en 1806 con el título: Apología filosófico-dogmática de la revelación, se inscribe en la línea apuntada.

No hay duda de que a partir de 1795 la apertura de los españoles a las ideas europeas va en aumento, e incluso se produce una cierta popularización de los autores europeos más avanzados. Muriel consignó cómo hasta en los pueblos se vendían a bajo precio las obras de Voltaire y Rousseau. El cura Posse, en sus memorias, confirma que aun en una recóndita aldea puede leer libros de los filósofos franceses, que le entusiasman. Y si nos acercamos a las listas de libros introducidos por las fronteras, en especial las que ofrecen los funcionarios reales encargados de este menester en virtud de las órdenes de 1797 y siguientes, vemos cómo llegan de forma masiva casi todos los autores europeos (y no solo los franceses). En este sentido se produce una interesante circunstancia: buena parte de los libros introducidos llegan desde Italia, en traducción al italiano, y sus destinatarios son clérigos, la mayoría de ellos jesuitas secularizados o reintegrados a España tras el permiso de residencia concedido por Carlos IV.

Las ideas de los filósofos son, por consiguiente, ampliamente difundidas en España. Más aún lo son en estos años los descubrimientos realizados en el ámbito de las ciencias experimentales. La comunicación con Francia en este campo es amplia, dándose un mutuo conocimiento entre los científicos españoles y franceses. Sirva de ejemplo el caso de Cavanilles, cuyas obras son seguidas en Francia minuciosamente a medida que van apareciendo, al tiempo que en España una real cédula de 21-XI-1799 permitía la importación y circulación de los libros «indiferentes», esto es, los que no trataban de religión y política; según la Real Cédula, los que trataran de «historia, artes, máquinas, matemáticas, astronomía, navegación, comercio, geografía, materia militar, medicina, cirugía, física, etc.». Como se comprueba, un amplio panorama que, como pronto observará el Inquisidor General Arce, permitió la introducción de todo tipo de ideas peligrosas. En 1808, cuando los españoles pudieron expresarse con cierta libertad, una vez desaparecidos los mecanismos de control del Antiguo Régimen, se demostrará cómo las ideas europeas habían cuajado en amplios círculos.







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