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Prólogo a «Paisajes parisienses» de Manuel Ugarte

Miguel de Unamuno





Cuando acabé de leer el manuscrito de esta obra fuime a contemplar campo abierto al cielo y por la luz de este bañado, paisaje libre, la llanura castellana, austera y grave, amarilla en este tiempo por el rastrojo del recién segado trigo. Era que me sentía mareado y oprimido; habíanme dejado los Paisajes parisienses de Manuel Ugarte cierto dejo de tristeza, de confinamiento, de aire espeso de cerrado recinto. Quería respirar a plenos pulmones.

El título de esa obra es ya de suyo paradójico: Paisajes parisienses. Un recinto cerrado, en que las edificaciones humanas nos velan el horizonte de tierra viva, una ciudad parece excluir todo paisaje. Mas, en resolución, ¿es que hay barrera o linde entre la naturaleza y el arte, entre lo que hace el hombre y lo que al hombre le hace? A los que me dicen que van en busca de naturaleza huyendo de la sociedad, suelo decirles que también la naturaleza es sociedad, tanto como es la sociedad naturaleza. Ciudad, portentosa ciudad, no de siete, como Tebas, sino de infinitas puertas, de henchidas viviendas, de enhiestas torres berroqueñas, de vastas catedrales en que sostienen bóveda de follaje columnas vivas, ciudad es lo que llamamos naturaleza, y a su vez selvática selva, selva de savia rebosante es cada ciudad. Puede, pues, hablarse de paisajes parisienses.

El único reparo que a la congruencia entre el título y el contenido de esta obra pondría es que se habla en ella mucho más del paisanaje que del paisaje parisiense, no la descripción de lugares, como del título podría esperarse, sino el relato de hechos y dichos de los que los habitan es lo que la constituye. Mas aún así y todo, ¿no se refleja acaso en el paisanaje el paisaje? Como en su retina, vive en el alma del hombre el paisaje que le rodea. Y aún es mejor presentárnoslo así.

Porque hay dos maneras de traducir artísticamente el paisaje en literatura. Es la una describirlo objetiva y minuciosamente, a la manera de Zola o de Pereda, con sus pelos y señales todas, y es la otra, manera más virgiliana, dar cuenta de la emoción que ante él sentimos. Estoy más por la segunda. «Era un prado que daba ganas de revolcarse en él», o como dice Guerra Junqueiro:


Pastos tão mimosos que quizera á gente
Transformar-se em ave para os não calcar.



El paisaje solo en el hombre, por el hombre y para el hombre existe en arte. No censuro, pues, el que titulándose Paisajes la obra de Ugarte apenas figuren estos más que como decoración o fondo de las animadas figuras.

Los paisajes de este libro son grises, otoñales, desfallecientes, de amarillas hojas arrastradas por el viento implacable al pudridero, paisajes de un solo rincón de bosque ciudadano, vistos a una sola hora, a una sola luz, de una sola manera. Porque estos Paisajes, lo he de declarar, y sin reproche, son monótonos, monocromos; la misma nota en ellos siempre, cascada nota que suena a hueco. Una nota triste, de arrastrada melancolía, una nota que parece surgir del cementerio del viejo romanticismo melenudo y tísico. Sus alegrías parecen fingidas y forzadas, sus risas suenan a falso.

Una vez más la bohemia, las grisetas, los estudiantes, los pintores, las aventuras amorosas fáciles; Mürger de nuevo. Confieso que es un mundo al que no han logrado llevarme la atención, ni que logra convencerme. Por esto mismo he leído con calma el libro de Ugarte, con empeño por dejarme penetrar de su espíritu, a ver si consigo de una vez gustar el encanto que para otros tiene tal mundo, el espectáculo de esos pobres mozos «estragados por la bebida y la lectura, que cultivan la úlcera de la vida bohemia, con la esperanza de arrancarle el extraño pus de una nueva modalidad». Tampoco esta vez me ha conmovido la bohemia. No sé si adrede o a su despecho, pero lo cierto es que me resulta haber escrito Ugarte un libro de edificación moral, un sermón contra la vida de bohemia.

Mas después de todo, tratándose como se trata de un joven muy joven, ¿qué importa lo que Ugarte nos diga, la letra de su libro, el resultado de su esfuerzo? Lo interesante es el alma que en él ha vertido, es la música de su obra, es el intento de su esfuerzo. Es para mí la suya una voz más, una voz más de esta juventud inorientada mejor aún que desorientada, occidentada más bien. Uno más que viene por su «jornal de gloria», gloria que es «eco de un paso» -son suyas ambas expresiones- para desvanecerse luego, primero en muerte, en olvido al cabo, al correr de días, meses, años o siglos. Uno más a la pelea por la sombra de la inmortalidad, ya que perdimos la fe en su bulto, por la perdurabilidad del nombre, del flatus vocis, ya que no creemos en la sustancialidad del alma; uno más inficionado del erostratismo que a todos nos corroe, del mal del siglo; uno más que aspira a que se cierna su nombre sobre el despojo de su vida; uno más que nos ofrece su «provisión de ensueños para combatir la vida»; a cambio del jornal de gloria para combatir el espectro de la muerte. ¿Quién rehúsa ser padrino de la criatura de un compañero así de ilusiones y vanidades?

Lo que estas páginas te ofrecen, lector, son cuadros de miseria en que el trato sexual forma el acorde de fondo. No el amor, no tampoco la sensualidad, ni menos la pasión, porque todo aparece aquí fríamente pragmático, como en un cronicón medieval, con tenue colorido en las frases. Son unas relaciones sexuales que parecen regidas por un código, no por consuetudinario menos rígido ni menos frío que otro código cualquiera. Hay cosas atroces como las razones por las que María que «amaba de verdad a Berladún» se entregó con repugnancia al primer desconocido «para poder ir al día siguiente con la frente alta, en la seguridad de que ya era mujer». Pocos códigos más atrozmente rígidos, más de esclavos, que el código consuetudinario que semejante cosa decretase.

Me complazco en creer que tal artículo no existe, que lo hecho por María obedeció a otros móviles más humanos, al hambre acaso, o que no amaba de verdad a Berladún aún cuando ella misma creyese otra cosa. Su ocurrencia me sabe algo a literatura pour épater le bourgeois.

Las figuras que por aquí desfilan, gesticulando al recitar su recitado, parecen sombras chinescas, sin carne ni sangre, ni nervios, ni músculos, sin apetitos apenas, sombras que en el tablado repiten las contorsiones y muecas que les enseñaron, atentas a una liturgia estrictamente formulada. Una opacidad y languidez enormes las envuelven. Si es así ese París debe de ser bien triste, a pesar de sus carcajadas, sus risas y sus besos, carcajadas, risas y besos que parecen responder a acotaciones del papel de la comedia, carcajadas, risas y besos de teatro. El tal París debe de amodorrar al alma con sus dibujos de Steinlen y sus estrofas de Rictus; parece una ciudad de almas cansadas, de donde huyera la espontaneidad para siempre.

Todo esto, la opacidad, la languidez, la monotonía, la sombra-chinesquería, todo esto deja una impresión honda, la impresión que me llevó luego de leído este libro, a respirar aire libre a plenos pulmones, a restregar mis retinas con la visión reconfortante de la austera y grave llanura castellana.

En medio de esta pesadilla acompasada y opaca incidentes de una amarguísima realidad viva, no teatral, como el de la niña de los anteojos en Una aventura y, sobre todo, en Graveloche, aquel pobre hombre que «corría perseguido por otros, como una bestia, cruzando entre los carruajes y atropellando a los transeúntes, mientras los que venían detrás de él gritaban: ¡a él! ¡a él!... ¡es el ladrón! El fugitivo se abría paso entre la multitud, con los ojos fuera de las órbitas, latigueado por el miedo. Y el grupo de perseguidores acrecía, se multiplicaba, se convertía en ejército, clamoreando su insulto, sin saber siquiera si había robado. Bastó que alguien lanzara la acusación terrible, para que todos hicieran coro, felices de hincar la garra en la víctima. Nadie se preguntaba las circunstancias del robo. Nadie trataba de asegurarse de que el robo existía»... Aquí se pone de manifiesto uno de los más bajos instintos humanos, el instinto policíaco, tan bajo como el instinto judicial. Y ¡aquel pueblecito de tísicos de Los caídos! Hay, por otra parte, un Sevilla en París que será, en efecto, Sevilla en París, puesto que no es Sevilla en Sevilla; una Sevilla de teatro traducida al francés, una Sevilla tan genuina y castiza como aquella sevillana que en 1889 encontré en la Exposición, una sevillana de ancha carota rubia, con su mantilla de madroños, y que hablaba el castellano con un horrible graseo de las erres y un acentuadísimo acento francés.

Mas lo que sobre todo me llama la atención en este nuevo peregrino de la literatura, en este mozo que viene por su «jornal de gloria» es la inventiva para la frase; es su característica. Aquí leeréis: masticar besos; espolear carcajadas; cascabelear una alegría delirante, o bien risas; borbotear risas; caracolear frases dudosas; trompear canciones; mariposear la tentación de un beso; la lengua alegre de un estudiante que campanea: ¡presente!; bailar alegrías con los labios; bufonear amores; relampaguear el placer, chisporroteando besos; hilar palabras en una conversación incesante y sorda; deshojar margaritas de porvenir; hincharse los labios para el beso... ¡y que sé yo cuántas más! Lo de «una carcajada hueca galopó bajo la noche» es pura y exclusivamente francés. Algo de forzado a las veces en tales frases, hay que reconocerlo, como en la de aquel reló que «afectaba cierto sadismo»; y «desangraba lentamente los minutos». Y expresiones vivamente gráficas como cuando Mauricio «daba manotadas sobre sus convicciones para no perder pie»; mientras la embriaguez «era un anteojo que ponía los objetos a su alcance y le permitía masticarlos hasta arrancarles la savia».

En la metáfora propende, y es propensión reveladora de mucho, a apoyar lo concreto y real en lo abstracto e ideal, lo definido en lo indeterminado, como si el mundo de la abstracción nos fuese más inmediato que el mundo de la realidad concreta objetiva. Así nos habla de «una franja de cielo oscuro, invariable, como una pincelada de dolor sobre una vida» de «un tragaluz que se abre sobre un patio como una ambición sobre un imposible» de que «el poeta levantó los ojos como dos reproches» o de que «las panteras se paseaban como instintos en una cárcel de voluntad». Porque si decís que los instintos se revuelven en la cárcel de la voluntad como panteras en sus jaulas, el proceso psíquico de la metáfora es el directo y corriente. Esta manera inversa es reveladora de mucho, lo repito; puede servir de señal típica con que conocer a un escritor. Es el síntoma más característico de la peculiar manera que de ver los paisajes parisienses tiene Ugarte: él nos explica aquel tono de triste teatralidad de que hablaba.

El lenguaje... esto exigiría todo un tratado en que me explayase sobre las faltas y sobras de este lenguaje que hasta cuando es correcto parece traducido del francés. Un lenguaje desarticulado, cortante y frío como un cuchillo, desmigajado, algo que rompe con la tradicional y castiza urdimbre del viejo castellano; un lenguaje de ceñido traje moderno, con hombreras de algodón en rama, con angulosidades de sastrería inglesa, con muy poco de los amplios pliegues de capa castellana, de capa en que embozarse dejándola flotar al viento, sin rotundos períodos que mueren como ola en playa. No lo censuro; todo lo contrario.

Esta tarea revolucionaria en nuestra lengua, con sus excesos y todo -¿qué revolución no los trae consigo?- hará su obra. La prefiero a la labor de marquetería, cepilleo y barnizado de los que aspirando a castizos por castigar el estilo castigan al lector, como decía Clarín. Lo he dicho muchas veces, hay que hacer el español, la lengua hispanoamericana, sobre el castellano, su núcleo germinal, aunque sea menester para conseguirlo retorcer y desarticular al castellano; hay que ensancharlo si ha de llenar los vastos dominios del pueblo que habla español. Me parece ridículo el monopolio que los castellanos de Castilla y países asimilados quieren ejercer sobre la lengua literaria, como si fuese un feudo de heredad. Ni aún la anarquía lingüística debe asustarnos; cada cual procurará que le entiendan, por la cuenta que le tiene. Roto el respeto a la autoridad de una gramática autoritaria y casuística a la vez, cada cual verterá sus ideas a la buena de Dios, según la gramática natural, en el lenguaje que más a boca la venga, y todas las divergencias que de aquí surjan entrarán en lucha, serán eliminadas o seleccionadas éstas o las otras, se adaptarán al organismo total del idioma a la vez que lo modifiquen aquellas, e irá así haciéndose la lengua por dinámica vital y no por mecánica literaria, por evolución orgánica, con sus obligadas revoluciones y crisis, y no por fabricación mecánica. Guando empiece en España a conocerse científicamente la lingüística y no en abstracto y muerto, sino en concreto y vivo, es decir aplicada a nuestro propio idioma, cuando se generalicen los conocimientos respecto a la vida y desarrollo de este y de cómo lo hablan los que no lo escriben y cómo lo escriben los que apenas lo hablan, entonces se sabrá para qué puede servir el artefacto ese de la gramática y para qué no sirve, y que es tan útil para hablar y escribir el castellano con corrección como la clasificación de las plantas de Lineo lo es para aprender a cultivar la remolacha, el cáñamo o el olivo.

Cuenta que no defiendo los galicismos que algún purista podrá contar en este libro; ni los defiendo, ni por ahora los censuro. Me limito a hacer observar que formas hoy corrientes fueron galicismo o italianismo o latinismo en algún tiempo, y que prefiero una lengua espontánea y viva, aún a despecho de tales defectos, a una parla de gabinete, con términos pescados a caña en algún viejo escritor y giros que huelen a aceite. El criterio en cuestiones estas de estilo, corrección de lenguaje y buen gusto (!!) ha sido siempre para mí el más claro signo de espíritu progresista o retrógrado. Tendré siempre a un Hermosilla por un reaccionario redomado aunque se nos aparezca más liberal que Riego y renegando de todo Dios y todo roque. Vuelvo a repetirlo, una de las más fecundas tareas que a los escritores en lengua castellana se nos abren es la de forjar un idioma digno de los varios y dilatados países en que se ha de hablar y capaz de traducir las diversas impresiones e ideas de tan diversas naciones. Y el viejo castellano, acompasado y enfático, lengua de oradores más que de escritores -pues en España los más de estos últimos son oradores por escrito- el viejo castellano que por su índole misma oscilaba entre el gongorismo y el conceptismo, dos fases de la misma dolencia, por opuestas que a primera vista parezcan, el viejo castellano necesita refundición. Necesita para europeizarse a la moderna más ligereza y más precisión a la vez, algo de desarticulación, puesto que hoy tiende a la anquilosis, hacerlo más desgranado, de una sintaxis menos involutiva, de una notación más rápida. La influencia de la lectura de autores franceses va contribuyendo a ello, aún en los que menos se lo creen.

He aquí por qué me parece la presente obra una obra de alguna eficacia en el respecto lingüístico. Revolucionar la lengua es la más honda revolución que puede hacerse; sin ella a revolución en las ideas no es más que aparente. No caben, en punto a lenguaje, vinos nuevos en viejos odres.



Salamanca, julio de 1901.





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