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Semblanza de Manuel Neila. Prólogo de Gabriel Insausti a «Palabras en curso»

Gabriel Insausti

Manuel Neila ha reservado el himno para la poesía, reunida en el magnífico El camino original (Renacimiento, 2014). Sus diarios y anotaciones de viaje, como las que se reúnen en un Clima de riesgo (Renacimiento, 2015), siempre intenso y punzante, prefieren remontar más bien el camino de la crítica, mientras que sus aforismos insisten en la mordacidad, el análisis y, sobre todo, la constatación de una perplejidad sincera; la de alguien que, como Hannah Arendt, busca antes que nada comprender. Su Palabras en curso ofrece una nueva edición de sus pensamientos, que elude el término «aforismo» por medio de la paronomasia: si antes se trataba de «breverdades», esta vez nos propone un puñado de «sintiencias» y de «pareceres», como reza el subtítulo de este libro, en los que el autor tiende una mano a quien quiera pensar en serio sin renunciar a la expresión feliz.

A estas alturas nadie desconoce que Manuel Neila es una de las máximas autoridades sobre el aforismo en el ámbito hispánico. Ha dedicado al género varias antologías, una ingente labor editorial en la preciosa colección A la mínima y una entrega constante, sin prisa pero sin pausa, de sus propios libros. En ellos, mediante unos pocos «metaforismos» que reflexionan sobre el oficio y el género, ha dejado constancia de los criterios que guían su pluma. Uno es el propósito unamuniano de «sentir el pensamiento» y «pensar el sentimiento», pero esta vez en una poesía liberada de las restricciones del metro, e incluso del discurso, como es la del aforismo. Otro es la exigencia de concisión, dado que el aforismo constituye, a su juicio, el modo más natural y más directo de expresar el pensamiento y supone «todo lo contrario de andarse por las ramas». Un tercero es el imperativo de la perspicuitas clásica. «Cuando tropiezo con un escritor oscuro», decía en El juego del hombre, «no puedo menos de pensar en el viejo precepto horaciano: scribendi sapere est principium et fons». Por fin, un último criterio advierte que «el aforismo limita al norte con el proverbio grave y al sur con la coña marinera». Ni lo sentencioso y marmóreo ni lo puramente lúdico y banal: una respuesta personal desde el lenguaje, con un hallazgo verbal de partida, pero siempre con el atisbo de un sentido moral al fondo, ése sería el terreno que habita Neila las más de las veces.

He dicho «personal» y debo precisar: sí, pero en constante diálogo con toda la tradición aforística e incluso con toda la tradición literaria y filosófica de Occidente. Esa claridad de la que hablábamos es en manos de Neila, como quería Ortega, la cortesía del filósofo: en su esfuerzo por alumbrarla y al mismo tiempo eludir lo obvio, nuestro autor ofrece abundantes muestras de un largo diálogo con lo mejor del acervo europeo. De ahí que por las páginas de Neila desfilen, con un aire de familiaridad y cercanía, Shakespeare, Heráclito, Joubert, Novalis, Bergamín, Lichtenberg, Chamfort, Lec, Canetti… No hay en el autor propósito de adanismo alguno. Tampoco exactamente un ejercicio de pedrería, un regodeo en lo puramente libresco, no. Se trata, en ese diálogo, de hacerse cargo de una historia y saberse parte de ella, en los antípodas de la actitud presuntuosa de quien piensa que el mundo tiene su edad.

¿Qué encuentra el lector en estos pensamientos diseminados a lo largo de Palabras en curso? Una tentativa en apariencia paradójica, me parece: Neila insiste en una forma que, en cuanto amiga de la discontinuidad y el fragmentarismo, se lleva bien con una posmodernidad que ha renunciado a lo sistémico y prefiere refugiarse en lo mínimo y reversible; en la estética de la parquedad, en el retrato de ese escritor que mejoraba con cada libro que no escribía los que no podía dejar de escribir reconocemos su propia imagen en el espejo. Bajo esa diseminación, sin embargo, se adivina en la escritura de Neila cierta insumisión ante los extremos y las grandilocuencias gratuitas -cuando no los auténticos ridículos- de la época que nos ha tocado en suerte: los artistas de vanguardia que pintan pasos de cebra en el desierto, los pensadores que se encaminan a toda prisa hacia ninguna parte, la desproporción entre progreso material y progreso espiritual… Sin concesiones a ninguna instancia, salvo esa perplejidad que constituye su irrenunciable punto de partida, Neila cree como Juan Ramón Jiménez -y como Baudelaire- que el verdadero progreso sería la conciencia. Y no teme quedarse solo a la hora de invocarla.

El resultado es, en muchos momentos, un tono elegíaco que sirve de contrapunto al himno que preside la poesía de Neila: una actitud escéptica ante la modernidad que recoge los ecos de Adorno y Horkheimer, pero también cierta voluntad de restaurarla en la línea de Habermas; una denuncia de la debilidad inane en la que chapotea el homo ludens en nuestra cultura del bibelot y de la superchería; una insatisfacción ante una vida reducida a mera facticidad, que ha renunciado al sentido y al valor, y una consiguiente nostalgia de un absoluto que funde una jerarquía de las cosas; al mismo tiempo, una percepción de que se han agotado las herramientas -filosofía griega, teología cristiana, racionalismo ilustrado- con las que en otro tiempo se acometió tal empresa; y, por último, un justificado temor ante el callejón sin salida al que nos aboca el fin de un humanismo desbaratado por Heidegger, abolido con Foucault y cuyo definitivo certificado de defunción parece haber firmado Sloterdijk. Quizá porque la tarea destructiva ya está más que consumada, en el dilema entre rescatar ese humanismo de sus cenizas y buscar un nuevo paradigma, Neila apenas sugiere un puñado de posibilidades. Una de las que se enuncian con más discreción, pero acaso con más tino, tal vez sea la que reza: «el amor es el antídoto más eficaz contra las ideologías». Y buena falta hace.