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Prólogo de Guillermo Saavedra a la antología de Luisa Valenzuela «El placer rebelde»

Guillermo Saavedra





El Deseo humano debe dirigirse sobre otro Deseo. Para que haya Deseo humano es indispensable que haya ante todo una pluralidad de Deseos (animales). Dicho de otro modo, para que la Autoconciencia pueda nacer del Sentimiento de sí, para que la realidad humana pueda constituirse en el interior de la realidad animal, es menester que esa realidad sea esencialmente múltiple. El hombre no puede, en consecuencia, aparecer sobre la tierra sino en el seno de un rebaño. Por eso la humanidad sólo puede ser social. Mas para que el rebaño devenga una sociedad, la sola multiplicidad de Deseos no basta; es necesario aún que los Deseos de cada uno de los miembros del rebaño conduzcan -o puedan conducir- a los Deseos de los otros miembros.


Alexandre Kojève, La dialéctica del amo y el esclavo en Hegel.                


Desde hace por lo menos un cuarto de siglo, la obra literaria iniciada por Luisa Valenzuela no cesa de producir lecturas críticas, traducciones y elogios en el exterior, mientras en la Argentina goza de la oblicua indiferencia que suele dedicarse a los profetas nativos.

Tal falta de ubicuidad no sería tan inexplicable si esa obra trabajara materiales ajenos a la realidad política, social o literaria de los argentinos. Pero lo curioso es que los libros de Valenzuela se empeñan, desde hace casi cuatro décadas, en proponer versiones diferentes, personales y muchas veces revulsivas de los conflictos, sueños y pesadillas de los habitantes de estas latitudes. Y lo hacen fuertemente inscriptos en una tradición cultural que es indudablemente argentina.

Escrita a la luz de sus intuiciones personales, la obra de Valenzuela ilumina, acaso sin quererlo, la crónica de los años más terribles de la Argentina: la escalada de violencia de la primera mitad de la década de 1970, el breve y feroz apogeo de José López Rega, la inconmensurable iniquidad de la dictadura más sangrienta de su historia, y las diversas inflexiones de un proceso democrático hasta hoy frustrado, primero por el fantasma de un nuevo golpe militar y, desde siempre, por la falta de interés o la incapacidad de sus clases dirigentes para garantizar tanto una distribución equitativa de la riqueza como las libertades individuales y el derecho a la diferencia.

En esa banquina peligrosa de una posible crónica de la realidad argentina -que esta obra narrativa configura al mismo tiempo que la transita-, se verifica bastante más que un seguimiento testimonial. En ese territorio liminar en que las ficciones de Valenzuela construyen sus sentidos, hay un trabajo verdaderamente literario de reinterpretación de los hechos históricos y de sus protagonistas. Esa reformulación tiene cabida, ante todo, porque la agenda explícita o implícita de los cuentos, las novelas y los ensayos de Luisa Valenzuela, además de la terca y dolorosa materia de industria nacional, pone en juego de modo relevante la irrupción de la sexualidad como catalizador elemental de los mecanismos del deseo.

Esa puesta en escena suele privilegiar los enfrentamientos de género entre una masculinidad dominante y una feminidad lo bastante lúcida y fuerte como para intentar sobreponerse al sometimiento. Pero no se trata, conviene aclarar, de una mera reivindicación de los derechos de la mujer. Se busca, más bien, en esta obra, una aproximación crítica a las relaciones entre los sexos. No sólo para aclararlas o denunciar sus iniquidades y desencuentros históricos o el carácter eminentemente cultural de las identidades sexuales sino también, y sobre todo, porque ellas son una medida ejemplar de todas las formas de dominación y una clave central de los modos en que se organiza lo social y se edifican los sueños individuales y colectivos.

En la variada narrativa de Valenzuela se registra, pues, una reubicación de los elementos en juego en las relaciones humanas contemporáneas; una descripción erotizada, por así decirlo, del campo donde se libran las batallas íntimas, las guerras privadas y los enfrentamientos públicos. Esas confrontaciones suelen ser cruentas pero, según parece insinuarlo esta obra, inevitables. Y comprometen la búsqueda de una instancia superadora ya que, como dice Alexandre Kojève en la cita tomada de sus célebres clases sobre Hegel, «para que el rebaño devenga una sociedad, la sola multiplicidad de Deseos no basta; es necesario aún que los Deseos de cada uno de los miembros del rebaño conduzcan a los Deseos de los otros miembros».

Si hubiese que acuñar en una sola divisa los movimientos de la escritura de Luisa Valenzuela, cabría afirmar que ésta se sitúa recurrentemente en el eléctrico cruce entre el deseo y el poder: el deseo como fatalidad, el poder como voluntad. Y ofrece una visión poética de los acontecimientos que se producen en esa encrucijada, de los intercambios y tensiones que van urdiendo la trama de la accidentada vida en común y los atajos y subterfugios que los individuos se procuran para resarcirse de lo que se les escamotea o no han logrado ganarse.

Lo que se postula en esta obra es, antes que un sistema de oposiciones binarias del tipo «hombre-mujer» o «política-deseo», un continuo, una circulación permanente entre el poder del deseo y los deseos del poder, a través de eróticas del poder y políticas del deseo que se implican constantemente de modo recíproco. El poder está en todas partes; la sexualidad, también, viene a decir Valenzuela, en la senda ya insoslayable abierta por Michel Foucault.

En la imaginería de las ficciones de Valenzuela, poder y deseo dirimen sus conflictos en un universo material, palpablemente corpóreo: la escritura de Valenzuela es, ante todo, consciente de su carácter físico, no sólo de su propia y evidente materialidad sino también de su origen en el trabajo muscular y sensual de una carne inquieta que busca el placer de la liberación en su ejercicio; la escritura de Valenzuela también sabe, y no se cansa de decirlo, que deseo y poder se inscriben una y otra vez en esa misma carne que sufre y goza. El cuerpo es origen de la escritura y teatro del poder y del deseo; el lugar donde se imprimen las marcas de la cultura, el Estado, los intercambios económicos, y donde esas marcas se reorganizan para volverse escritura.

A Valenzuela le interesan particularmente las instancias sexuales y políticas del relato porque ambas, cargadas de una teatralidad hecha de máscaras, seducción y simulacro, son zonas de alta concentración de sentidos y, a la vez, testimonio visible, si así puede decirse, de los agujeros negros de la razón.

Ese escenario se ha ido configurando en la obra de esta escritora de manera gradual pero constante: desde la parábola de reminiscencias neorrealistas trazada por Clara, la provinciana de origen humilde, en Hay que sonreír (1966), hasta la peripecia al filo de la posmodernidad experimentada por la protagonista de clase media de La travesía (2002), las ficciones de Valenzuela se piensan en la tensa intersección de la sexualidad y el poder, y logran arrojar nueva luz sobre ambos conceptos. En las dos novelas, aparece la figura de la prostitución femenina (también presente en otros textos fundamentales de la autora como, por ejemplo, la novela Como en la guerra). En Hay que sonreír, es un recurso de supervivencia, pero también una metáfora de la propia Argentina; en La travesía, es algo que se ve desde afuera con cierta frívola curiosidad, pero también la puerta para acceder a la comprensión del universo masculino, y un modo de disputarle su hegemonía.

La construcción de este espacio donde los hechos públicos y privados se vacían de los sentidos consagrados por el lugar común para cargarse de otros nuevos se logra, en las ficciones de Valenzuela, a través de un trabajo múltiple sobre las facultades del lenguaje. Como se dijo recién, la obra de Valenzuela revela una clara percepción de la presencia del cuerpo en las operaciones vinculadas al deseo, el poder y la escritura. Consecuentes con esa percepción, sus ficciones se construyen realizando precisas tareas de distorsión sobre las convenciones del relato tradicional, en lo que hace a su estructura, los lugares de su enunciación, la lógica que lo sustenta y las palabras que lo denotan.

Si el poder trabaja sobre la conciencia y el deseo intenta dirigirla hacia su objeto; y si ambas cosas se realizan en cuerpos presentes y pacientes, esa conciencia, al proyectarse en la escritura, debe dar cuenta, parece decir Valenzuela, de los conflictos entre las leyes impuestas por un orden establecido y los deseos ocultos que intentan transgredirlas.

El lenguaje de Valenzuela tiende a ser al mismo tiempo, como la luz de Einstein, partícula y onda, materia y energía, sexo y poder. Y por medio de esa capacidad anfibológica de reverberar entre la terca materialidad de los sentidos dados y la intensidad lumínica de nuevos sentidos reveladores, la escritura de Valenzuela se hace solidaria con su propósito de exponer radicalmente las fisuras de la razón, la mala conciencia de la ideología, la arbitrariedad de la ley, la barbarie que anida, como decía Walter Benjamin, en todo documento de cultura.

Las formas que adopta esa actitud ante lo real y los modos de representación que ofrece el lenguaje son, como se dijo, múltiples y en todos los niveles de la narración. Puede afectar, alternativa o simultáneamente, al plano semántico, la estructura, la trama, la construcción de los personajes, la sintaxis, la lógica y las certezas establecidas, o el léxico.

Con esa actitud, la escritura de Valenzuela se acerca en muchos casos al juego, pero entendido éste no como un pasatiempo o un escapismo sino con la misma seriedad y análoga sensación de vértigo con que saben encararlo los niños. El resultado es muchas veces cómico, irónico, o grotesco, pero siempre revelador.

Los usos lúdicos del lenguaje no constituyen, en esta obra, malabarismos en el circo de las representaciones, ni son ruidos de latas desparramadas en el desván de la escritura. Tantos en los planos amplios que apelan a la ironía con que se despliega la historia en novelas como Hay que sonreír, Realidad nacional desde la cama, Novela negra con argentinos o La travesía, como en los planos cortos y veloces, cargados de la potencia disruptiva de la poesía, que conforman El gato eficaz o los relatos epigramáticos de Libro que no muerde, los gestos de la escritura surgen como una necesidad de los materiales y, al mismo tiempo, le imprimen a éstos una consistencia que no habrían podido alcanzar sin ese lenguaje.

Tan alejada de la ingenuidad como del afán programático, la obra de Valenzuela es hija de su siglo y está atenta a los avatares del pensamiento del nuevo milenio. En tal sentido, no se ocultarán a quien recorra estas páginas las huellas de un aparato teórico que ha determinado los modos de pensar en los últimos ciento veinte años: de Nietzsche a Foucault, pasando por Bataille; de Freud a Judith Butler, con una importante escala en Lacan; de Jarry a Cortázar, pasando por Silvina Ocampo y Clarice Lispector, sin olvidar la llave de los sueños que el surrealismo postuló para abrir los cerrojos de la razón. Tales referencias alimentan esta obra, al igual que otras tradiciones de la literatura y el pensamiento, pero no la constriñen. Por el contrario, son el punto de partida de una libertad creadora que se abre a nuevos sentidos y, en consecuencia, a nuevas lecturas que la están esperando.

Del mismo modo en que esta obra no puede ser reducida a las tradiciones culturales en las que abreva, tampoco puede serlo a un repertorio de síntomas de la vida contemporánea o de rastros del pasado inmediato de la Argentina y el mundo. Los valiosos análisis que se han hecho de la considerable narrativa de Luisa Valenzuela desde la perspectiva de los estudios culturales o de género corren el riesgo, a veces, de expatriarla de su estatuto poético y creador. Con toda modestia, esta antología intenta devolver al conjunto de las ficciones de esta escritora su inalienable condición literaria, interpretable y discutible pero resistente a los intentos de convertirla en prueba jurídica o en caso clínico. Una vez más, con Sartre: Paul Valéry era un pequeño burgués, pero no todo pequeño burgués es un Valéry.


Esta edición

No he querido explicar con esta antología la obra de Luisa Valenzuela sino, apenas, acercarla a sus muchos lectores potenciales, acompañándola con admirada cautela. Organicé este volumen tratando de situarme en el interior mismo de la obra de la escritora, y no a partir de ideas que pudieran resultarle demasiado ajenas. Por eso, y no por una particular manifestación del síndrome palabrístico de Guillermo Cabrera Infante, me he permitido nombrar esta antología y cada una de las secciones que la integran a partir de reformulaciones de los títulos de algunos de los textos de la propia autora: «La palabra rebelde», uno de los ensayos en los que Valenzuela expone con mayor claridad y lucidez algunas de sus posiciones; Realidad nacional desde la cama, novela que ya desde su título prefigura una síntesis entre política y sexualidad, sociedad y sueños individuales; La travesía, donde la idea del viaje se insinúa como un pacto autobiográfico pero también como parábola de la errancia de cualquier mortal en el mundo de las pasiones; Aquí pasan cosas raras, cuyo deíctico, el adverbio de lugar, señala tanto las sorpresas que pueden encontrarse hacia el interior del libro como los inquietantes episodios de la realidad argentina y mundial.

Con ese punto de partida, pues, he planteado esta antología como un escenario del placer rebelde, el que es motorizado por el deseo del esclavo que aspira a liberarse a sí mismo y, por su acción, también a su propio amo.

Dentro de tan vasto espacio, he considerado tres ejes para organizar la diversa y audaz materia narrativa en que la búsqueda de esa libertad se manifiesta: «Realidad nacional desde la página» contiene textos en los cuales la historia argentina reciente y algunos de sus protagonistas ocupan un lugar preeminente; «Travesías de un cuerpo» incluye momentos de la obra de Valenzuela en los que la sexualidad, los enfrentamientos de género y el erotismo aparecen como motores evidentes de la narración; «Cosas raras de lo real» propone una selección de las instancias radicales de experimentación, transgresión y juego en el plano de la estructura, el formato y el lenguaje narrativos, que pueden encontrarse en la obra de la escritora.

Desde luego, sería una irónica forma de la injusticia pretender que este orden funcione como una rígida taxonomía capaz de sojuzgar la libertad de una obra que coloca la fuerza sísmica del deseo en el centro de su funcionamiento. Sobre todo cuando, como queda dicho, cada uno de estos ejes (política, sexo y experimentación creativa) opera en relación con los otros, requiere de la existencia de ellos para tener lugar. De modo que el lector no debería ignorar, en cada caso, que la inclusión de ciertos textos en una sección del libro sólo supone un predominio relativo de un aspecto presente en esos textos, nunca la ausencia de los otros rasgos definidos. De igual modo, y aunque parezca obvio mencionarlo, cabe aclarar que las características elegidas para organizar los textos de esta antología distan de agotar la obra de Valenzuela; pero he preferido dejar en segundo plano otros aspectos importantes por razones expositivas y, en algunos casos, por tratarse de cuestiones ya muy trabajadas por la crítica.

He contado, para mi tarea, con toda la libertad y también con toda la colaboración de la autora. Ha sido de común acuerdo con ella que he decidido incluir aquí no sólo una cantidad y variedad considerables de sus magníficos cuentos sino también fragmentos sustanciales de todas y cada una de sus novelas. Ambos hemos sido conscientes de la violencia relativa que implica mutilar textos que fueron pensados y cumplidos como totalidades integradas, pero estimamos que era necesario proponer la lectura de algunos fragmentos en correlación con los cuentos, apostando a la aparición de nuevas resonancias creadas por la contigüidad y el contraste entre unos y otros.

No intenté conservar el orden que los textos tienen en los libros de los cuales provienen ni tampoco la sucesión cronológica de su publicación por separado. He optado por la creación de nuevas secuencias, guiándome por una intuición eminentemente musical: la búsqueda de contrastes de ritmo, de temas, de intensidades y duraciones o, en otros casos, la creación de repeticiones, variaciones y disonancias. Lo he hecho con la esperanza de que tales procedimientos pongan de manifiesto, siquiera intermitentemente, el hilo de Ariadna capaz de estimular al lector a encontrar su propio sendero en el laberinto de estas pasiones hechas literatura.

Quiero agradecer, por último, la generosidad y la confianza del editor Alejandro Katz. Y la valiosa ayuda de María Luz Fuster. Desde luego, ni ellos ni la autora son responsables de las limitaciones o errores de este trabajo, pero sin duda éstos hubiesen sido más flagrantes sin esos aportes.



Guillermo Saavedra







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