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«que agita apenas la palabra». La poesía mexicana frente a la Revolución


Katharina Niemeyer



La Revolución Mexicana dio origen a toda una serie de corrientes literarias y artísticas, definidas, según la opinión común, justamente por la referencia a este hecho histórico y la voluntad de posicionarse frente a ello. Es así como surgieron la novela de la Revolución, la pintura de la Revolución, el cine de la Revolución, la poesía de la Revolución... ¿La poesía de la Revolución? En el artículo «La influencia de la Revolución en nuestra literatura», que un tal José Corral Rigán publicó en noviembre de 1924 en El Universal Ilustrado, al menos se insinúa la existencia de una poesía de la Revolución, declarando a Manuel Maples Arce su máximo -y hasta el momento único- representante. Como bien se sabe, este artículo configuró el inicio de la famosa polémica de 1925. En ella se redescubrió Los de abajo, de Mariano Azuela, se acuñó el término «novela de la Revolución» y, en el fondo nunca abiertamente revelado, se planteó todo un proyecto político cultural para el México posrevolucionario (Díaz Arciniega 1989), que se caracteriza no en último lugar por la alianza entre nacionalismo y homofobia. El tema de una 'verdadera' poesía de la Revolución no desapareció del debate, gracias entre otras a las intervenciones de Carlos Gutiérrez Cruz, autoproclamado poeta socialista y «viril [...] revolucionario [...]»1, y de José Gorostiza y Salvador Novo, ambos del «contrario bando» de los futuros Contemporáneos. Pero la discusión quedó relegada a segundo lugar. El término no llegó a consolidarse como «marbete» paralelo al de «novela de la Revolución», posiblemente porque, como arguye Rosa García Gutiérrez (2002: 30), «las únicas obras poéticas generadas en los veinte que lograron sobresalir [...] fueron los de los Contemporáneos, es decir, las que hasta los sesenta la cultura oficial del Estado mexicano no admitió como representativas de la Revolución».

Efectivamente, pasando revista a la literatura mexicana de los años veinte y treinta del siglo pasado, llama la atención que en la poesía culta apenas se tematiza este proceso histórico «cuya repercusión en la narrativa fue extremamente intensa» (Sáinz de Medrano 2008: 484, la cursiva es mía). Y por más que resulte arriesgado especular sobre lo que no se dio o no se hizo, vale la pena intentar aclarar las posibles razones, también para saber entender y ubicar mejor los pocos poemas que sí se escribieron, como no sólo Vrbe. Superpoema en 5 cantos (1924) del ya mencionado poeta estridentista Maples Arce, sino asimismo el menos conocido poema «Revolución» de los Poemas interdictos (1927) del mismo autor y, todavía más ignorados, los Poemas proletarios (1934) de Salvador Novo, en particular el poema «Del pasado remoto». Los textos presentan modalidades muy distintas de la apropiación poética del tema, modalidades que, cómo no, se diferencian no sólo debido a las posiciones poetológicas subyacentes, sino también porque responden a momentos distintos de la historia mexicana, en particular de la configuración de lo que puede llamarse el discurso de la Revolución, y las posibilidades que para tal respuesta ofrecía la poesía mexicana. En atención a este trasfondo, las reflexiones siguientes se proponen dilucidar el significado de los poemas mencionados, entendidos como ejemplos de una «poesía de la Revolución» que desde el principio resultó ser punto menos de imposible2.

La falta casi completa de una poesía de la Revolución -que en analogía al concepto de novela de la Revolución y en atención a la conocida distinción establecida por Bernardo Ortiz de Montellano (1930) no debe confundirse con una poesía (estéticamente) revolucionaria- ha de verse en relación, primero, con la historia de la literatura en México. Es así como demuestra, un tanto paradójicamente, la diferenciación y autonomización crecientes de los géneros literarios, que la literatura en toda Latinoamérica estaba experimentando desde hacía tiempo atrás, si bien con desfases nacionales a veces considerables. Este proceso promovió tanto el auge de la novela y su apreciación en tanto género literario a la altura de los otros, como por otra parte el autodinamismo del desarrollo de los géneros, que a partir del Modernismo se veían cada vez más independientes los unos de los otros. Sobre todo la poesía resultó beneficiada de este desarrollo. Para la mayoría de autores, lectores y críticos, la renovación modernista había empezado con la poesía, y no en último lugar porque ésta -también en respuesta a la posición supuestamente marginada que ocupaba en la sociedad burguesa- había rechazado seguir cumpliendo las exigencias de compromiso extraestético, sea éste de índole moral, didáctico, religioso o cívico-social.

En México, cabe recordar, existía una larga tradición de poesía patriótica, como vertiente particular del subgénero de la llamada poesía civil o cívica, que durante todo el s. XIX y principios del s. XX se cultivaba en todo el ámbito hispánico -y que por lo menos al principio hubiera configurado el género idóneo para tratar el tema de la Revolución. En los últimos decenios de la centuria, aparte de las obras ejemplares del pasado -de Andrés Bello, Esteban Echeverría y José María Heredia, para sólo nombrar a algunos, ejerció también cierto valor modélico la poesía del español Gaspar Núñez de Arce, muy apreciado, entre otros, por el mismo Rubén Darío. La poesía patriótica mexicana de aquel tiempo, representada por ejemplo por Juan de Dios Peza, casi por definición prefería temas del pasado y/o de los héroes históricos, desde los príncipes aztecas hasta Miguel Hidalgo, los niños héroes y Benito Juárez3, evitando la referencia a la actualidad típica para la poesía civil en otras latitudes. Con el auge del Modernismo esta poesía patriótica, imprescindible para la celebración de todo tipo de fiesta cívica durante el Porfiriato (Plasencia de la Parra 1995, Moya Gutiérrez 2001) perdió importancia literaria. Se redujo a un género de poesía de ocasión, pero que en cuanto tal hasta los poetas más emblemáticos del movimiento -como Amado Nervo4- no dejaron de escribir. En cambio, cuando el Modernismo hispanoamericano entró en su segunda fase, representada por los Cantos de vida y esperanza (1905) de Rubén Darío, y se volvió a cultivar la «poesía civil» antes desdeñada, en el sentido de una poesía de temática política actual, comprometida con las «grandes» cuestiones nacionales y/o latinoamericanas -piénsese sólo en «A Roosevelt»-, los modernistas mexicanos no siguieron este camino sino muy tarde y en muy contadas ocasiones. Con Los senderos ocultos (1911) de Enrique González Martínez, el Modernismo mexicano apostó, como orientación dominante, por el viraje hacia lo íntimo y metafísico, en combinación con una escritura depurada. Y ésta se avenía poco con la grandilocuencia obligatoria tanto para la poesía civil de cuño dariano como para la poesía patriótica al uso hasta entonces. Rafael López, poeta modernista menor, fue de los muy pocos que mostraron cierta inclinación por la poesía civil de tema actual. En 1906 publicó una «Oda a Juárez», todavía de factura patriótica-histórica convencional, pero en 1912 presentó con «La bestia de oro» un texto cercano a poesía civil en el sentido propio del término. El poema tematiza el creciente dominio norteamericano sobre México, sin embargo evita cuidadosamente cualquier alusión a la actualidad del problema, ofreciendo más bien un pastiche del poema modélico de Darío.

Indudablemente, la situación particular de los intelectuales bajo el Porfiriato -la abstinencia política les garantizaba paz y un margen bastante amplio de libertad para la rebelión literaria (Kurz 2003, 2005)- explica bastante bien el desarrollo esbozado. Y no puede sorprender, por tanto, que después de la caída del régimen los modernistas tampoco cambiaron de actitud, aunque varios de ellos vivieron hasta el final de la contienda bélica y hubieran podido escribir poemas sobre el futuro del México posrevolucionario en la línea del Canto a la Argentina (1910) de Darío, o las Odas seculares (1910) del argentino Leopoldo Lugones. Pero, ¿para cuál ocasión y en representación de quién(es) escribir poemas sobre cuáles hechos actuales y visiones del futuro en el México trastornado por la «bola», en el que las alianzas podían cambiarse de la noche a la mañana? La novela, como demuestran los ejemplos de Andrés Pérez, maderista (1911), Los caciques (1914) y Las moscas (1918), de Mariano Azuela, podía presentar estos oportunismos y confusiones con sus mezquindades y sinsentidos como un tema característico de la actualidad; la poesía civil, en cambio, necesitaba por sus mismas normas genéricas (tradicionales) una temática reconocidamente digna y la representatividad ideológica. Mas durante la contienda y en los años inmediatamente posteriores apenas existía consenso sobre cómo definir estos aspectos en cuanto a la historia nacional actual.

El enorme éxito de «La suave patria» (1921) de Ramón López Velarde se aclara sobre este trasfondo. El poema no sólo permitía pasar por alto su tono irónico -tan patente desde sus primeros versos y de manera constante en las rimas-, sino combina de manera genial la buscada sencillez de la escritura modernista tardía con ciertos tópicos de la poesía patriótica, ante todo la referencia al pasado azteca, resemantizado en la larga apóstrofe a Cuauhtémoc.

Comienza el poema con una declaración metapoética del yo lírico, quien explica su conversión hacia la poesía civil como mandato de la hora:



Yo que sólo canté de la exquisita
partitura del íntimo decoro,
alzo hoy la voz a la mitad del foro
a la manera del tenor que imita
la gutural modulación del bajo
para cortar a la epopeya un gajo.

Navegaré por las olas civiles
con remos que no pesan, porque van
como los brazos del correo chuan
que remaba la Mancha con fusiles.


(López Velarde 1990: 260)                


Las pocas alusiones a la historia actual aparecen envueltas en el encomio -a menudo demasiado hiperbólico como para no volverse irremediablemente ambiguo- de la cotidianidad intrahistórica, de la naturaleza, la provincia y las señas de identidad mexicanas, desde el Palacio Nacional hasta el rompope. De este modo, el poema realiza y a la vez descubre en su transcurso el 'suavizamiento' de la experiencia de violencia y miseria por medio de la evocación de recuerdos e imágenes familiares, entre materiales y costumbrista-idílicas. Éstos se sobreponen a la visión del «territorio mutilado» y se sustraen, a la vez, a la instrumentalización por cualquiera de las facciones de la guerra civil recientemente superada. Con ello quedan también subvertidas las convenciones de la poesía civil, que el propio López Velarde (1990: 457) ya en 1916 había criticado duramente: «El asunto civil ya hiede. Ya hedía en los puntos de la pluma beatífica de aquellos señores que compusieron odas para Don Agustín de Iturbide». No obstante, la sustitución de la temática 'alta' y del pathos retórico correspondiente por la «épica sordina», que desemboca en el consejo a la patria de seguir fiel a su «espejo diario», resulta otra vez ambiguo. Bien puede entenderse este consejo como conjuro de la intrahistoria en cuanto 'remedio' -¿o hasta estrategia de evasión?- contra la vivencia histórica, presente, sin embargo, como el subtexto intrínseco traumático sobre cuyo folio la «suave patria» se revela como memoria en proceso de construcción, como proyección del deseo más que como correspondencia a una realidad extraliteraria.

Con razón se ha visto en el poema de López Velarde «un último ejemplo de la poesía civil cultivada en el entorno del Modernismo» (Meyer-Minnemann 1995: 224). No obstante, la tradición de la poesía civil de resonancias modernistas, con orientación hacia el presente y/o el futuro, no dejó de cultivarse entre los autores más jóvenes, como demuestra el ejemplo de Carlos Pellicer, quien a principios de los años 20 fue militante en la Federación de Estudiantes y colaborador íntimo de José Vansconcelos. Desde sus comienzos escribió poesía civil o «heroica» (Reverte 1987), que correlaciona lo histórico con una proyección panamericana, así al enaltecer a Bolívar, figura de constante presencia en su obra. Su libro Piedra de sacrificios. Poema iberoamericano (1924), dedicado a Vasconcelos y marcado profundamente por el nacionalismo/americanismo mesiánico de éste, actualiza el modelo de Darío y de Rafael López. Combina la exaltación de la naturaleza a través de imágenes marcadamente visuales con temas históricos tópicos de la poesía patriótica mexicana, que sirven de anclaje para la visión entusiasta del futuro latinoamericano basado, precisamente, en las culturas precolombinas. Salvo a través de las condenas del imperialismo de los EE. UU., la historia mexicana reciente no aparece5.

Así pues, a principios de los años 20 la Revolución configuraba un tema en cierto sentido intratable para la poesía culta. Ni las tradiciones poéticas existentes, ni el contexto sociopolítico propiciaron su apropiación literaria, por lo demás tampoco en la novela, pues no hay que olvidar que hasta 1925 casi nadie sabía de la obra de Mariano Azuela ni de los otros pocos textos narrativos ficcionales o semificcionales sobre los sucesos revolucionarios aparecidos hasta entonces. Al principio, tampoco los estridentistas, que a finales de 1921 se lanzaron a la aventura de revolucionar la escena literaria mexicana, se interesaron por la materia. Ello se debe, a todas luces, a la coincidencia entre la falta de una tradición mexicana -contra la cual hubieran podido rebelarse, arrebatándole el tema- y las orientaciones específicas de su programa de «vanguardia actualista». Éstas abarcan, entre otras, la insistencia en la actualidad inmediata así como la reivindicación de un arte cosmopolita. Implican, así pues, que tanto la vuelta hacia el pasado, por reciente que sea, como la referencia a lo nacional o local se proscriben del programa, salvo si y cuando se trata de 'descubrir' su modernidad a la (supuesta) altura de la hora del mundo (occidental). De ahí que tanto en los primeros manifiestos como en los poemarios y demás obras del grupo escasean las alusiones a la realidad mexicana extraliteraria. Y si aparecen, como el famoso «Muera el cura Hidalgo» en Actual no. 1, el primer manifiesto estridentista, redactado por Maples Arce y publicado a finales de 1921, o la dedicatoria del poemario Esquina (1923) de Germán List Arzubide -«A ella / que está siempre a XV minutos del Zócalo»-, ya persiguen el épater le bourgeois, ya funcionan como índices para ubicar o, mejor dicho, proyectar, la visión de la modernidad en el contexto nacional. Recién más tarde, a finales de 1922, Maples Arce empezó a intentar establecer una conexión más intrínseca entre la propia obra y la Revolución. Es así como reconoce el «estímulo» que las inquietudes sociopolíticas post-revolucionarias significaron para los «deseos iconoclastas» del Estridentismo, que implícitamente proclama ser el único arte equivalente a la «revolución social de México»:

Los pocos intelectuales que fueron a la revolución estaban podridos. La tiranía intelectual siguió subsistiendo y la revolución perdió toda su significación y todo su interés [...] En Rusia, los poetas y pintores del suprematismo afirmaron dolorosamente la inquietud del movimiento bolchevique. Lo mismo hizo el grupo de noviembre en Alemania. Pero los intelectuales mexicanos permanecieron impasibles6.


Cabe recordar que desde sus mismos comienzos, la ideología oficial de la Revolución efectivamente se caracterizaba por una notoria vaguedad, debida no sólo a la falta de intelectuales, constatada como rasgo característico también por Tannenbaum (1966: 115-116), sino también a su orientación particular hacia las circunstancias dadas. En palabras de Alan Knight (1997):

The result was a Revolution which followed a pragmatic course and did not adhere to any strict blueprint. [...] This ideological particularism was both a strength and a weakness. It served as a deterrent to dogmatism, but also enabled a host of competing interests to claim the mantle of the Revolution.


En este contexto, la polémica de 1925 evidencia tanto las necesidades como las posibilidades de que el arte y la literatura concretaran los vacíos del discurso oficial, sobre todo en cuanto a la configuración de la «memoria cultural» de la Revolución y sus símbolos, lugares y ritos correspondientes7. Por cierto, entre 1920 y 1924 el oficialismo se apropió de los «héroes» de la Revolución Francisco I. Madero y Emiliano Zapata, como parte de su estrategia legitimadora (Meyer 1995), y la política cultural de José Vasconcelos, emprendida desde octubre de 1921, apuntaba hacia un nuevo proyecto de nación y programaba una profunda reorientación de la cultura y la educación como consecuencia de la Revolución. Pero de esta referencia a la Revolución como la gran crisis de la historia nacional, a la consolidación de un sentido histórico determinado y un imaginario propios de ella todavía distaba mucho. Recién a finales de 1923 Diego Rivera empezó a tematizar la contienda en los murales de la Escuela Nacional Preparatoria, de modo que Vrbe, superpoema bolchevique en 5 cantos, publicado en junio de 1924 con cinco grabados de Jean Charlot, sí pudo entenderse como uno de los primeros intentos de dar «un sentido estético a la revolución mexicana», al decir de Arqueles Vela (en Bolaño 1976: 55), como la actualización -more estridentista- del subgénero de la poesía civil que ahora debía convertirse en poesía de la Revolución.

El largo poema de Maples Arce, entretanto ya varias veces estudiado8, no enfoca la Revolución en cuanto tal, sino sus consecuencias sociopolíticas actuales. Presentándose como «poema / brutal / y multánime / a la nueva ciudad» (Canto I, en Schneider 1985: 191), entreteje la modernidad urbanística-técnica, la movilización de las masas obreras, la historia amorosa del yo lírico -y la amenaza del progreso social por la contrarrevolución 'burguesa', en este caso la rebelión dirigida por el general Adolfo de la Huerta (1923/1924)9. Desde el Canto I, el yo lírico hace uso de fórmulas patéticas dedicadas a celebrar la nueva ciudad con sus trenes, cables, fábricas y su «ola romántica de las multitudes», pero también a avisar «el viento de Rusia, / de las grandes tragedias» y marcar su propia posición como la versión actualizada y secularizada del poeta vates, comprometido con el destino futuro de la urbe, pero ajeno a la propaganda ideológica. A las marcas iniciales de una ciudad de «carácter sintético y futurista» (Meyer-Minnemann 1991: 107; Rovira 1995) se sobrepone así la imagen de la Ciudad de México que va a anegarse en «oleadas de sangre y nubarrones de odio. // Desolación» (Canto V), o sea, de una ciudad sometida otra vez a los avatares crueles de la historia, como ya la antigua Tenochtitlan10. En esta línea, la cita casi literal -y nada irónica- al final del Canto V de una de las coplas más famosas de Jorge Manrique -«Las calles / sonoras y desiertas, / son ríos de sombra / que van a dar al mar»- subraya no sólo la amenaza de la muerte que pesa sobre la ciudad (Escalante 2002: 61), sino también la imagen del tiempo como un fluir continuo frente a lo perecedero de los empeños humanos. No obstante su ostentación de una temática y una escritura marcadamente vanguardistas, Vrbe se re-inscribe así en tradiciones poéticas seculares, presentes desde el principio del texto, como medio para reforzar el pathos de la expresión poética en adecuación a la altura trágica del asunto.

Estas breves observaciones ya hacen entrever que Vrbe puede entenderse como poema de la Revolución sólo en un sentido muy general del término. Y cabe suponer que en ello sigue en cierta manera el camino abierto por «La suave patria», buscando un nuevo equilibrio entre la temática y el gesto de la poesía civil, orientada hacia la actualidad, por un lado, y la poeticidad, por el otro. No obstante las diferencias en tantos otros aspectos, es así como también el poema de Maples Arce reduce al mínimo las referencias denotativas a la realidad extraliteraria y evita la proclama ideológica, centrándose en la construcción de imágenes altamente plásticas y emotivas. Aunque Vrbe está dedicado a «los obreros de México» y deja traslucir una fuerte simpatía por las masas y el obregonismo, no se pone al servicio de la revolución social, sino insiste en su posición autónoma, que en cuanto avanzada estética resulta análoga a la Revolución. Con el poema de López Velarde el de Maples Arce comparte además parentescos estructurales -los dos son poemas largos, repartidos en secciones de las cuales la primera sirve de proemio metapoético-, así como ciertos núcleos semánticos y estilísticos, entre ellos el tema del tiempo y la copresencia de modernidad y tradición. Y si se acepta para Vrbe la evocación, por cierto muy vaga, de Tenochtitlan, entonces los dos poemas coinciden también en la actualización -resemantización- del pasado azteca, componente obligatorio de la poesía patriótica anterior.

No puede sorprender, por tanto, que Vrbe logró cierta acogida positiva también fuera de los círculos vanguardistas (Schneider 1970: 100-101), muy a diferencia de lo que sucedió con Sangre roja. Versos libertarios (1924) de Carlos Gutiérrez Cruz. Esta obra apareció muy poco después de Vrbe y se presenta como obra de un poeta comprometido, en contenidos y expresión, con las reivindicaciones revolucionarias: «Tal es la sangre roja que corre en las arterias / de mis canciones bárbaras de tanta rebeldía, / sangre impetuosa y bravía / que se derrama para reivindicar miserias» (Gutiérrez Cruz, en Schneider). Echando mano de una retórica supuestamente proletaria, una mezcla curiosa de fórmulas de la literatura agitadora anticapitalista, de las tradiciones del corrido mexicano y, algunas veces, de ciertas reminiscencias estridentistas -las «canciones bárbaras» recuerdan desde lejos el «poema brutal y unánime» de Vrbe-, los poemas propagan el agrarismo, cuyo discurso el oficialismo justamente acababa de 'expropiar' al movimiento zapatista (Mayer 1995: 370-371). El poema «El sol», conocido por haber servido de texto para el corrido del mismo nombre de Carlos Chávez (1934)11 está puesto en boca del mismo campesino que lamenta su situación:


Sol redondo y colorado
como una rueda de cobre,
de diario me estás mirando
y diario me miras pobre.


(Gutiérrez Cruz, en Schneider)                


En el poema «El treinta treinta», otra vez habla un yo que forma parte del campesinado y que llama a cambiar su situación mísera por vía revolucionaria: «nomás nos queda un camino / agarrar el treinta treinta», mensaje que en otros textos adquiere matices políticos más ortodoxos por las referencias a Lenin y / o al comunismo. También Plebe (Poemas de rebeldía), que el estridentista Germán List Arzubide publicó en 1925, o sea, poco después de la querella por la literatura revolucionaria, se plantea como ejemplo para la poesía de la Revolución tal como la concebían los autodeclarados representantes de la cultura «revolucionaria», pues como poesía orientada hacia el realismo social, hacia el didactismo útil para la colectividad -más concretamente, la sociedad política emergente- y hacia la cancelación de los cambios vanguardistas (Díaz Arciniega 1989: 96-99). Pero tampoco obtuvo resonancia. Dejando de lado la cuestión de la calidad estética, comúnmente negada a los dos poemarios12, una parte de las razones para este hecho radica indudablemente en la política cultural oficial de los años en cuestión. Ella fomentaba el Muralismo y la novela de la Revolución, pero no se preocupaba por la poesía, dejando un marco de libertad para las actividades y publicaciones de los Contemporáneos. En la polémica de 1924/1925 el llamado «grupo sin grupo» ya empezó a ser el blanco de los ataques de quienes se consideraban representantes de la cultura nacional «revolucionaria», de modo que ya en esta ocasión no dejó de afirmar en público el derecho a una poesía distinta. Es así como uno de los muy pocos comentarios sobre el libro de Gutiérrez Cruz proceden, justamente, de la pluma de Salvador Novo, quien despiadadamente se burla del «poetota potatoe» y le avisa de que se necesita otras calidades para ser reconocido como buen poeta por «el pueblo», que sabe mucho mejor cuándo y cómo hacer las cosas a los que exhortan los poemas - y que entiende más de poesía que el supuesto poeta socialista13. Y José Gorostiza rechaza rotundamente el «regreso al realismo tosco y a la burguesía intelectual; al realismo que reproduce innecesariamente los dolores primarios, la miseria, la enfermedad y la muerte; y al sentimiento de conmiseración orgullosa que gusta de propagar la burguesía»14.

La disolución del Estridentismo en 1927, debida en parte al agotamiento de sus posiciones estéticas, en parte a la privación del apoyo institucional por la caída del General Heriberto Jara15, hizo otro tanto para impedir que cundiera una tradición de poesía revolucionaria de la Revolución. El poema «Revolución» de Maples Arce, incluido en sus Poemas interdictos (1927), representa en rigor el único -y último- intento de seguir la línea de Vrbe y de apropiarse del tema en su aspecto histórico desde la perspectiva y la escritura vanguardistas. Después de las primeras estrofas, bastante cercanas todavía a la grandilocuencia futurista con la que Vrbe exalta la modernidad técnica y social, que aquí aparece vinculada ya al momento de la partida hacia el frente, los temas y el lenguaje se vuelven más cotidianos, íntimos y ambiguos -y también más nacionales. A partir del apóstrofe a la «tierna geografía / de nuestro México» (en Schneider 1985: 309), los versos evocan no sólo la contienda bélica con su carga de muerte, angustia, sinsentido y pérdida irrecuperable, sino también cierto eco de poemas como «El retorno maléfico» de López Velarde:



Noche adentro
los soldados
se arrancaron
del pecho
las canciones populares.
[...]
Trenes militares
que van hacia los cuatro puntos cardinales,

al bautizo de sangre
donde todo es confusión,
y los hombres borrachos
juegan a los naipes
y a los sacrificios humanos;
trenes sonoros y marciales
donde hicimos cantando la Revolución.
[...]
Allá lejos,
mujeres preñadas
se han quedado rogando
por nosotros
a los Cristos de Piedra.


(en Schneider 1985: 310)                


Recién hacia finales de la década, con la formación del Grupo Agorista (1929-1930) y del Bloque de Obreros Intelectuales con su revista Crisol (1929-1938), se empezó a dar relieve a una poesía de la Revolución o «revolucionaria» en este mismo sentido político-social. Se entiende como poesía en consonancia, por un lado, con el ideario político del recién fundado Partido Nacional Revolucionario (1929), que a su vez justificaba sus reivindicaciones de poder por su (presunta) condición de heredero y guardia de la Revolución. Y por el otro lado pretende seguir la teoría del arte comprometido de la Tercera Internacional Comunista o Comintern, entonces ya completamente estalinizada. Frente a la novela de la Revolución, que seguía construyendo la memoria de la Revolución a través de la narración de los sucesos históricos, sus condiciones y sus consecuencias, esta poesía por lo general no retoma el tema en cuanto tal, sino se dedica a tratar «los problemas peculiares de las mayorías trabajadoras» y a «hermanar la producción artística con la acción social»16, en la línea de Sangre roja y Plebe, a veces también con cierta referencia a Vrbe. Un ejemplo significativo del rumbo extremo que podía tomar esta poesía social o «impura», como también se autodenominaba en oposición a la poesía pura defendida por la vanguardia estética17, ofrece el largo poema Revolución (1934) de Miguel Bustos Cerecedo. El autor militó desde su fundación a finales de 1932 en el Grupo Noviembre y más tarde en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR, 1933-1938), ambos de orientación internacionalista y, en todo caso, pro-soviética. Ésta se refleja también claramente en el poema, que sólo se refiere veladamente a México -otra vez la apelación a los campesinos mexicanos- para criticar el incumplimiento de los objetivos revolucionarios. Es así también, como en el prólogo Lorenzo Torrent Rozas destaca que frente a Maples Arce, quien «nos habla de una Revolución que se hizo; Bustos Cerecedo [habla] de una Revolución que no se ha hecho, que se hará» (en Bustos Cerecedo 1934: 9). Valgan de ejemplo, también para el estilo pretendidamente proletario, los versos siguientes:


revolución -la humanidad misma que no elude
       las catástrofes que asuelan los
rumbos infinitos-, tú nos has equilibrado la
       conciencia en esta hora de las
desigualdades. mañana pasearemos contigo del
       brazo por las plazuelas rojas.


(Bustos Cerecedo 1934: 40)                


Como bien se sabe, en los años 30 se hizo realmente abrumadora la influencia del discurso cultural nacionalista, que seguía muy de cerca la orientación creciente del PNR hacia el socialismo, lo que dio lugar a la integración de escritores y artistas de la izquierda comunista, que poco antes todavía habían sido marginados y hasta perseguidos18. El discurso cultural nacionalista, cada vez más de izquierda, acudía a la retórica de la Revolución como mito fundador no sólo para legitimar la propia producción y su carácter y valor nacionales, sino también para fomentar la alianza con el poder, necesitado a su vez de las contribuciones sobre todo artísticas para el buscado consenso ideológico. A un primer apogeo llegó la presión en la polémica de 193219, que enfrentó a los vanguardistas, que entretanto se habían perfilado como los autores/intelectuales jóvenes más brillantes -pues los Contemporáneos, cuya presentación en la Antología de la poesía mexicana moderna (1928) de Jorge Cuesta había provocado gran resonancia- y los nacionalistas de izquierda, que estaban ganando terreno en todos los ámbitos políticos y culturales. Arreciando argumentos ya conocidos de la querella de 1925, otra vez se trataba de imponer criterios nacionalistas. Estos se correlacionaron ahora con la orientación socialista more mexicano que iba a concretarse en el cardenismo, y con todo ello se intentaba descalificar a los intelectuales autónomos (Miller 1999: 55) que no claudicaron ante las reivindicaciones de la autoridad externa que las instituciones se arrogaban con respecto al campo literario y artístico. Jorge Cuesta, principal atacado, aprovechó la ocasión forzada para exponer su visión del intelectual crítico, de una cultura mexicana no nacionalista -condenó el nacionalismo como idea europea y, por tanto, sentimiento antipatriótico- y, last but not least, de la poesía moderna, pero no logró impedir la condena de su revista Examen ni la despedida de varios Contemporáneos de sus puestos en la Secretaría de Educación Pública.

Fueron estas experiencias y otras parecidas las que Salvador Novo sin duda tenía todavía muy presentes al lanzar en 1934, o sea, en vísperas de la presidencia de Lázaro Cárdenas, la edición privada de sus Poemas proletarios, que pertenecen a los poemas menos conocidos y estudiados del autor20. Si llega a tal, se las menciona como otro ejemplo para su veta satírica, pasando por alto que se trata de «textos magistrales» (Monsiváis, 2009: 7), de gran envergadura tanto poética como crítica. El libro consta de cinco poemas, el primero sin título, los siguientes se presentan como viñetas de distintos tipos masculinos, sobre todo militares: «Cruz, el gañán», «Gaspar, el cadete», «Roberto, el subteniente» y «Bernardo, el soldado». El poema inicial, de 222 versos libres repartidos en 20 estrofas de desigual extensión, desmantela la retórica del discurso oficialista sobre la Revolución -y su inadecuación para con la realidad, cínicamente aceptado por quienes lo sustentan, entre ellos estridentistas, agoristas y muralistas, sobre todo Diego Rivera21. A ello se opone, a modo de marco que abre y cierra la composición, el paso inexorable del tiempo, fuerza demoledora desde las épocas prehistóricas:



Del pasado remoto
sobre las grandes pirámides de Teotihuacán,
sobre los teocalis y los volcanes,
sobre los huesos y las cruces de los conquistadores áureos
crece el tiempo en silencio.

Hojas de hierba
en el polvo, en las tumbas frías;
Whitman amaba su perfume inocente y salvaje
[...]

Nuestros héroes
han sido vestidos como marionetas
y machacados en las hojas de los libros
para veneración y recuerdo de la niñez estudiosa,
y el Padre Hidalgo,
Morelos y la Corregidora de Querétaro,
[...]

Revolución, Revolución
siguen los héroes vestidos de marionetas,
vestidos con palabras signaléticas,
[...]

La literatura de la revolución,
la poesía revolucionaria
alrededor de tres o cuatro anécdotas de Villa
y el florecimiento de los maussers,
las rúbricas del lazo, la soldadera,
las cartucheras y las mazorcas,
la hoz y el Sol, hermano pintor proletario,
los corridos y las canciones del campesino
y el overol azul del cielo,
la sirena estrangulada de la fábrica
y el ritmo nuevo de los martillos
de los hermanos obreros
y los parches verdes de los ejidos
de que los hermanos campesinos
han echado al espantapájaros del cura.

Los folletos de propaganda revolucionaria,
el Gobierno al servicio del proletariado,
los intelectuales proletarios al servicio del Gobierno
los radios al servicio de los intelectuales proletarios
al servicio del Gobierno de la Revolución
para repetir incesantemente sus postulados
hasta que se graben en las mentes de los proletarios
-de los proletarios que tengan radio y los escuchen.

Crece el tiempo en silencio,
hojas de hierba, polvo de las tumbas
que agita apenas la palabra.


(Novo 2004: 121-124)                


Lo largo de la cita se justifica porque sólo así se percibe en toda su perfección la estrategia de Novo, que consiste en un tipo de montaje de fragmentos típicos del discurso de la Revolución en sus distintas vertientes, desde la pintura y la poesía -muy posiblemente los versos en torno a la «sirena estrangulada de la fábrica» remiten a Vrbe- hasta las fórmulas oficiales, un montaje de voces ajenas, abrumadoras en su omnipresencia y su repetitividad retórica machacona. En las estrofas finales del poema, también el discurso desde fuera, «del hijo pródigo yanqui» que ya aconseja la industrialización al ejemplo de los Estados Unidos, ya exalta al México rural donde «los indios, a la puerta de sus chozas / están más confortables, descalzos / que Anatole France en zapatillas» (Novo 2004: 127), se somete al mismo procedimiento. A todo este discurso ajeno, el yo lírico sólo de vez en cuando puede agregar una breve glosa, aparentemente nada más que una explicación adicional a tono con las frases citadas, y un momento de evocación del silencio. En cuanto tal, el procedimiento no es nada nuevo en Novo, ya lo ha ensayado en sus primeros textos de prosa ficcional -El joven (1928)- y lo va a seguir, de manera mucho más sofisticada y reveladora de procesos subconscientes en Never ever (1935), pero es en «Del pasado remoto» donde adquiere una fuerza crítica inmediata. Ella se debe al hecho de que precisamente a través de la acumulación de las frases y fórmulas tópicas del discurso revolucionario, acumulación que sólo sigue la amplificatio característica de éste, se revela el vació semántico de la «palabra signalética» Revolución, reducido en el discurso correspondiente a un tipo de epitheton ornans que, sin embargo, garantiza el poder de quienes se lo adjudican. Los pocos comentarios del yo lírico revelan que todo este 'chorro de palabras' -e imágenes- ni siquiera llega a sus destinatarios: el campesino no tiene radio, y si viene a la ciudad no contempla «los muros de las oficinas», sino busca vender cosas en el mercado y, si le quedan fuerzas, «encenderle una vela a la virgen / porque en su atraso y su ignorancia / no sabe que ya no hay Dios, ni santos» (Novo 2004: 126).

«Crece el tiempo en silencio: / hojas de hierba, polvo de las tumbas» -frente a la presunta univocidad del discurso revolucionario o, mejor dicho, su doblez evidente, pues donde dice «Revolución» quiere decir poder autocrático, esta estrofa de tres versos, tres veces repetida casi idénticamente en distintos momentos del poema, resulta de una densidad semántica y una plasticidad particulares. A primera vista remite al vanitas vanitatum, con la tópica correspondiente de la hoja de hierba y del polvo (de las tumbas), línea subrayada también por la imagen inicial de monumentos y hombres de la historia de México por los que ha pasado el tiempo. Pero la mención de Walt Whitman -aducido también al comienzo de Vrbe- agrega otras connotaciones, teniendo en cuenta la resemantización de los leaves of grass en el poemario del mismo nombre (1855-1892), en particular el poema de la sección 6, «A child said, What is the grass?», en el que la hierba se identifica, finalmente, con la continuidad sempiterna de la existencia toda, sin diferencia de color, sexo o edad: «All goes onward and outward -nothing collapses; / And to die is different from what any one supposed, and luckier» (Whitman 2005: 133)22. Frente al discurso de la Revolución, con su insistencia en el cambio histórico y sus promesas de progreso, se alega, por ende, no sólo su vanidad, sino también la persistencia -otra vez intrahistórica, en consonancia con el «silencio»- de aquello que este discurso autoconsagratorio dice estar cambiando: la vida, el curso de la historia. El yo lírico no enjuicia este hecho, solamente lo constata, insinuando, sin embargo, una decepción sincera frente al incumplimiento de las reivindicaciones revolucionarias originales, pues las breves descripciones de la vida de los campesinos no presentan sino miserias. El último verso «que agita apenas la palabra», de doble lectura sintáctico-semántica23, subraya la plurivocidad, dejando fuera de duda, sin embargo, la connotación negativa de «la palabra» (el discurso revolucionario) como ineficaz e insensible -y de todos modos insignificante para el crecimiento del tiempo, la historia auténtica.

Los cuatro poemas siguientes, «sketches de vidas convencionales o desvencijadas» a lo Spoon River (1915) de Edgar Lee Masters (Monsiváis 2009: 7), ejemplifican, en cierto sentido, lo que intencionadamente queda excluido en y por el discurso de los autodeclarados intelectuales proletarios. Evitando toda la retórica al uso, se limitan a registrar, a menudo en un tipo de discurso indirecto libre, la perspectiva de los personajes sobre sus circunstancias laborales y vitales inmediatas, circunstancias objetivamente injustas y a todas luces inmunes a los cambios revolucionarios pregonados. Los personajes ni siquiera se los plantean:


El sábado le darán su raya
porque gana setenta y cinco centavos diarios.
Todas las mañanas, desde que se acuerda,
y los domingos, le queda más tiempo
para tomar tragos de alcohol teñido
y hablar, hablar, en voz muy baja, para sí mismo.


(«Cruz, el gañán», Novo 2004: 129)                


En su conjunto, Poemas proletarios se presentan como el toque de gracia a toda poesía de la Revolución que pretenda hablar en nombre de otros. Haciendo desenmascararse la pura retoricidad formulística del discurso revolucionario y sus funciones meramente autolegitimadoras, cuestiona la misma condición de posibilidad de una poesía/literatura que se apoya en éste, aceptando de antemano la instrumentalización de la estética por una «causa» ajena a ella lo mismo que a aquellos en cuyo nombre se exige esta orientación «proletaria». Desde la perspectiva de Novo es una doble falacia y una doble traición, facilitada, eso sí, por la tradición de una poesía civil y patriótica que salvo muy contadas excepciones -López Velarde- nunca se había preguntado por sus propias premisas. Con razón, Domínguez Michael (2004: 12-13) ha destacado que el libro «es bastante excepcional entre la literatura de los años treinta, donde difícilmente un poeta estaba en condiciones de criticar el obrerismo revolucionario en boga sin recurrir la ideología». De manera ideal, los Poemas proletarios resultan ser, de este modo, el correlato poético de las críticas que Gorostiza y Cuesta, en 1925 y 1932, respectivamente, alegaron contra todo tipo de una literatura que confunda crítica (social) con retórica y que sacrifique, por ingenuidad, inercia o cálculo, la indagación autocrítica del sujeto en aras de un supuesto nosotros, autoritario y autorizante, llámese proletariado, nación o revolucionarios viriles. No deja de ser una paradoja que un poemario que comprueba la imposibilidad estética y ética de la poesía de la Revolución tal como se practicaba en aquel entonces, resulta ser justamente por ello el único poema de la Revolución a la altura de las posibilidades históricas de la poesía mexicana de la época: agita la palabra.






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