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Rafael Azcona: atrapados por la vida

Juan Carlos Frugone



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Quiero expresar mi agradecimiento profundo a Cristina Olivares, Ignacio Darnaude Díaz, Fernando Lara y Manuela García de la Vega, quienes -de una u otra manera- me han ayudado para que este libro sea una realidad. También, por sus consejos, un agradecimiento para Luis Sanz y José Luis García Sánchez. Y ¿por qué no?, a Rafael Azcona, quien no concede nunca una entrevista, pero me concedió la riqueza irreproducible de muchas horas de su charla.

Juan Carlos Frugone

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Es absurdo preguntarle a un autor una explicación de su obra, ya que esta explicación bien puede ser lo que su obra buscaba. La invención de la fábula precede a la comprensión de su moraleja.


JORGE LUIS BORGES                






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ArribaAbajo¿Por qué Rafael Azcona?

Rafael Azcona no sabe nada de cine. Porque ¿quién que sepa de cine puede negar su aporte indudable a muchas de las obras maestras del cine español e italiano de los últimos treinta años? Él lo niega.

Todos sabemos que el cine es obra de un director, de la persona cuyo nombre figura a continuación de ese cartel que señala «un film de». Pero no deja de ser curioso que el común denominador de películas como El cochecito, El pisito, Plácido, El verdugo, Ana y los lobos, El jardín de las delicias, La prima Angélica, Break-up, La gran comilona, Tamaño natural, La escopeta nacional, El anacoreta, La corte de faraón y muchísimas más de la misma envergadura, sea el nombre y el apellido de Rafael Azcona.

Rafael Azcona, que antes de ser guionista, fue un humorista y un escritor por derecho propio. Hace más de 30 años, en la revista La Codorniz con personajes como el Repelente Niño Vicente y luego en libros como Los muertos no se tocan, nene o Los ilusos, un escritor que dejó una «marca de fábrica» que se iría transmitiendo y trasluciendo en obras de directores diversos, cada uno de ellos con su propia «marca de fábrica», pero recogiendo lo que se daba en común entre las diferentes personalidades.

Porque lo quiera Azcona o no, hay en todos esos títulos (y no intentamos negar que en unos con mayor felicidad que en otros), una poética común, una indagación parecida, una serie de personajes similares, que son la prolongación de Rafael de Cuando el toro se llama Felipe o de los deudos de Los muertos no se tocan, nene o de los poetas vencidos   —8→   por la vida de Los ilusos. Gente que sueña, gente que se mueve en un mundo hostil, gente que cumple con destinos que les ha impuesto su mera condición de seres humanos. Y muchas veces reaparece la concepción coral (en Berlanga), o la pareja imposible (en Ferreri) o la mujer como principio de la destrucción del hombre (Saura). Y un sentido del humor, ácido, casi perverso. Y una rigurosa construcción del caos. Y un dolor eterno, punzante, por la soledad del hombre que simplemente se resigna a dejarse atrapar por la vida.

Rafael Azcona es un «autor» escriba donde escriba. En las viñetas que él mismo dibujaba para su Repelente Niño Vicente, en las novelas o en esos guiones que otros «ponen en imágenes», pero que están nacidas desde un punto de vista en el que Azcona, se mezcle con quien se mezcle, se alíe con quien se alíe, parta de una idea suya o adapte una novela ajena, está presente desde un mundo propio y peculiar.

La figura del guionista no suele ser valorada. Mucho menos destacada. Pero como uno más de los interrogantes que nos planteamos en estas líneas, habría que agregar: entonces ¿por qué tanta gente sabe de la existencia de Rafael Azcona? ¿Por qué, aunque Rafael sea una persona super-privada que nunca concede entrevistas, ni va a los estrenos, ni se muestra en público, la gente le conoce y le admira? No son, obviamente, sólo sus dotes de profesional, un «obseso, un maníaco de la construcción» como declaró alguna vez Saura, ni un sentido del humor efectivísimo, lo que hacen que exista una admiración por Azcona. Es algo más, es el reconocimiento de un mundo, un «estilo», en el que todos podemos identificarnos un poco, en el que todos podemos reconocer a nuestros semejantes, en el que todos encontramos   —9→   un poco del desprecio y la piedad que nos inspira el mundo. Pero Rafael lo niega. No reconoce su aporte a las películas que le han hecho famoso y sólo se califica de escriba automático, al que le dan cuatro personajes y él les permite hablar y actuar. Según él, las películas que llevan su firma, son de los directores solamente. Es que Rafael, no sabe nada de cine.



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ArribaAbajoMi vidorra de escritor (Autobiografía pequeñita)

El editor -que es ese señor que de vez en cuando nos da a los literatos una peseta o, si bien se mira, dos- me ha ordenado que escriba mi autobiografía para colocarla delante de la novela que usted va a tener el gusto de leer... si no lo piensa mejor y se marcha por ahí a tomar gambas a la plancha, que es lo bueno.

-Al lector le interesa saber con quién se juega los capítulos -me ha razonado. Yo, respetuoso y obediente cual alumno de las Escuelas Pías, me he venido a casa decidido a contarle a usted cómo nací en Logroño el 24 de octubre de 1926 y cómo -aunque parezca mentira- no me he muerto todavía.

Lo malo ha empezado cuando he tomado asiento frente a la máquina...

-Rafael -me he dicho muy serio-: no seas memo. ¡Qué demonios vas a contar tú como individuo? Nunca has salvado a un náufrago, nunca has matado a una mosca, nunca has hecho nada brillante ni extraordinario... Tu vida es una vida ni fu ni fa, igual a la de tantos y tantos señores particulares que, ahí los tienes, no dicen ni esta existencia es mía: de niño te metiste los dedos en las narices, de adolescente aprendiste a bailar el pasodoble y de adulto te limitas a sufrir mucho -sobre todo en primavera- al ver las señoritas tan estupendas que, el que más y el que menos, lleva colgada de su respectivo brazo... No seas idiota, Rafaelito, que eso le ha pasado -con perdón- hasta al mismísimo lector.

Me he puesto muy triste, porque mi modestia -que era la que hablaba- tenía razón y yo, aunque soy pobre, soy sincero. Pero tengo que escribir mi autobiografía...

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En mi desesperación, he pensado escribir la vida de Napoleón Bonaparte -que esa sí que es una existencia de aúpa-; pero poniendo Rafael donde Napoleón y Azcona donde Bonaparte. Instantáneamente he comprendido que esto no es solución, sino una estupidez: usted, lector, no se chupa el dedo y en sus oídos sonará eso de Waterloo y eso de Santa Elena.

Mi mirada se ha ido al techo -que es donde se va siempre que no ve nada en el cerebro- y el ojo se me ha alegrado al ver una mosca... ¡en el díptero estaba el remedio! Usted no ha leído -que yo sepa- ninguna autobiografía de una mosca y la vida de una mosca es apasionante, estupenda y divertidísima; yo, impunemente, podría adjudicarme todas las peripecias y avatares de ese bicho sin que usted se llamara a engaño... ¡Menuda existencia! La mosca no da golpe en todo el día; puede irse cuando se le antoja a Vigo o a Málaga; está facultada para hacerle la vida imposible a ese señor de la barba que nos es tan antipático; es capaz de arrasar una nación con la misma eficacia de un Estado Mayor si se dedica a transportar epidemias; desconoce los problemas amorosos, pues todas las moscas femeninas son iguales y ninguna hace dengues ni se da importancia; en un rayo de sol puede veranear tan ricamente y en un grano de uva encuentra comida y bebida un rato largo; tiene, en una palabra, todas las ventajas propias de los humanos y se ensucia tranquilamente en todos los inconvenientes que a nosotros nos hacen polvo...

Y, sin embargo, yo no puedo hacer eso; mi orgullo bípedo emplumado -a veces, cuando me la presta algún amigo, escribo con una «Parker»- me ha dado una bofetada y, como si fuera una persona de respeto, me ha dicho apenas ha visto mis intenciones:

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-¡Imbécil! Eres un hombre, señor Azcona; un hombre hecho y derecho, aunque un poco cargado de espaldas... Si te da vergüenza hablar de tus narices, de tu pasodoble y de tus sufrimientos; si te ruborizas con sólo pensar que mides un metro setecientos treinta y tantos milímetros, que pesas sesenta y cuatro kilos y que no tienes el cabello ondulado; si te sonrojas ante la idea de confesar que ni eres héroe, ni eres benefactor ni eres un patricio... ¡Cállatelo, caramba! Pero tú no puedes hablar de ti como escritor... ¿Por qué no le explicas al lector lo que es la vidorra del literato? ¿Por qué no le relatas cómo hiciste llorar a aquel anciano grumete con tu poema Ola que va, ola que viene, hola, ¿qué tal?? ¿Por qué no le cuentas el sistema que seguiste para escribir tu novela Pirineo arriba, Pirineo abajo? ¡Por qué no aclaras que tú eres un hombre que ha apartado de su camino a la industria y al comercio, a la pedagogía y al estraperlo, a la agrimensura y a la zarandaja? ¿Por qué no dices cómo te has entregado a la tarea de escribir bonitas cuartillas con la pretensión de meterle a la gente la risa en el cuerpo?

Y yo, después de oír estas cosas, como al fin y al cabo soy un tipo que se deja llevar por todo el mundo, me he ido detrás de mi orgullo. Voy a contarle a usted mi vidorra de escritor; voy a enterarle de los motivos que han determinado el que ahora estén sus manos sosteniendo un libro y no una gamba a la plancha...

Yo, como mi pesadísimo colega el Dante, comencé escribiendo versos; es posible que, si mi Beatriz hubiese sido de tan excelente calidad como la de él, siguiera yo escribiendo cosas sobre el mar, sobre la primavera, y sobre todo eso... Pero mi Beatriz me salió rana: en lugar de morirse siguió viviendo... Por ahí debe andar, rumbo a señora gorda, sin darse   —13→   cuenta de que su manía respiratoria ha chafado mis mejores poemas...

Pero no divaguemos. Decía que comencé escribiendo versos, y es verdad... Tenía yo entonces la tierna edad de quince añitos y eso que llaman «primer amor» (y que debieran llamar «tontería inicial») me produjo una versorrea incontenible... Mi adolescencia debió ser una adolescencia asquerosa, aunque yo lo pasara tan estupendamente sufriendo con el hemistiquio. Los jóvenes deben de tratar de ahogarse en el río, de robar un besito a las chicas monas, de hacerse o no hacerse ingenieros agrónomos, de dejarse el bigote... Los jóvenes deben esforzarse en cualquier actividad decente, y no en rimar «pío» con «río» o cursilerías semejantes.

La contumaz y vergonzosa actitud que adoptó mi Beatriz al empeñarse en seguir viviendo, me confundió un poco; menos mal que no me hizo caso... Gracias a esto pude escribir poemas bastante tristes sobre las cosas más alegres, aunque no resultaran tan melancólicos como hubieran podido ser si ella se hubiera metido debajo de la tierra que para eso hay cementerios... Mi fama de poeta traspasó los límites que mi pudor había establecido, y un buen día vi en letra impresa unos gramos de versos de mi propiedad; durante casi cinco años, yo, convencido de que mis tareas literarias eran algo tan importante como la producción de bicarbonato sódico, versifiqué como un Garcilaso. Pero peor, naturalmente. Veía una araña tejiendo su telita y, ¡zas!:


«Triste araña que tejes tu telita...»

Veía un señor gordo tomándose un chocolate y, ¡zas!:


«Triste hombre que tomas chocolate...»

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Veía a un niño jugando al guá y, ¡zas!:


«Triste niño que al guá juegas alegre...»

Veía un árbol cargado de melocotones y, ¡zas!:


«Triste árbol que portas rica fruta...»

Y así, hasta mil.

Fue entonces cuando Logroño se me quedó pequeño: me di cuenta de que a pesar de haber escrito mil veces la palabra «triste», ni me ponían una corona de laurel ni nada. Y decidí trasladar mis consonantes a Madrid... Me apoyé en el refranero -que es una mina de sabiduría- y en lugar de escoger los refranes que no me convenían, seleccioné y me repetí los de mi medida... En vez de acordarme de que «el que mucho abarca poco aprieta», me dije que «nadie es profeta en su tierra»; antepuse al «más vale pájaro en mano que ciento volando», eso de que «el que no se arriesga no pasa la mar»; aplasté con el pie el «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer» y enarbolé el «ancha es Castilla».

Y llegué a Madrid la víspera de mi cumpleaños número veinticinco... Otoño de 1951.

Yo nunca había estado en un pueblo tan grande y, al principio, anduve un tanto despistado: no se le puede preguntar a un guardia dónde dan coronas de laurel. Poco tiempo duró mi desorientación: con una rapidez que a mí mismo me sorprendió, localicé el Café Varela, en el que, si no daban coronas de laurel, daban asiento y agua gratuitamente a todo sujeto capaz de subirse al tablado el viernes menos pensado para, desde la tarima, decir tranquilamente su «triste» a través de un altavoz.

Siempre recordaré emocionado a aquellos camareros...   —15→   El poeta se sentaba y ellos, sin preguntarle nada, le ponían su botella de agua fresca y su vaso. Yo creo que en aquel café consumí más agua que una central eléctrica, prácticamente, durante seis meses no tomé otra cosa. Bueno; un momento... En realidad, de vez en cuando alguien me invitaba a café con leche, y cada día tenía asegurados mis dos o tres pedazos de patata frita, hurtados con toda naturalidad del plato en que se las servían a Eduardo Alonso, aguerrido capitán de la tropa poética... Mi mano, como si fuera un pájaro, picoteaba en el platillo mientras mi otra mano escribía febrilmente sus «tristes» de rigor; mi boca, como si fuera otro pájaro, cantaba entre patata y patata sus más encendidos endecasílabos... Y así seis meses.

Aquel medio año me sirvió de pretexto para gozar de los encantos de eso que llaman «vida bohemia»; allí tuve ocasión de ver tantas cosas y tan «como la vida misma», que con sólo apuntarlas en un papel tendría hecho el más guapo de los guiones para películas neorrealistas. Allí, también, conocí a personas que me demostraron que el «homo sapiens» no es únicamente una cosa que tose, hace pipí y se llama don Manuel; allí conocí a personas que, además de escribir sus «tristes» de reglamento con mejor o peor fortuna, eran capaces de mejorar el récord de humanidad que tienen establecido esos sujetos a los que llamamos «humanitarios» y «humanísimos» sólo porque cuando ven a un anciano paralítico no le propinan un puntapié en salva sea la parte o en el mismísimo paladar.

Y fue allí, en el Café Varela, donde me di cuenta de que estaba haciendo el ridículo: una tarde descubrí que en la vida ya está todo perfectamente rimado... El almendro tiene su cielo azul y el bacalao tiene su tomate; las señoritas rubias tienen su tez blanquísima   —16→   y el domingo tiene sus niñeras y sus soldados; la luna tiene sus manchas y la barraca de feria tiene su monstruo.

Me «quité» de poeta para «meterme» a humorista: la vida, además de sus consonantes perfectas, tiene también sus ripios... -Lo mejor que uno puede hacer es tratar de eliminárselos -me dije. Y me puse a ello.

En julio de 1952, publiqué en La Codorniz mi primer original.

Desde aquella fecha hasta hoy, he seguido limando ripios a través de artículos, cuentos, chistes y etcéteras. Me encuentro estupendamente haciendo esas cosas: tirarle de la barba a la severidad, a la tristeza, a la melancolía y a la estupidez es una delicia. De verdad.

Y ahora, si usted ha llegado hasta aquí, simpatiquísimo lector, mi enhorabuena: si se hubiera ido usted a comer gambas a la plancha, lo mismo podía haberle dado un aire que haber recibido un tejazo en la cabeza.

No me negará que es preferible aguantar el rollo que acabo de colocarle. Y si me lo niega, con su pan se lo coma1.



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ArribaAbajoLa libertad de los caminos

Cuando se planteó la necesidad de escribir una nota biográfica para este libro, la utilización de la biografía publicada en Cuando el toro se llama Felipe se mostró como insuficiente al abarcar sólo hasta 1954. Es un buen ejemplo de lo que puede escribir Azcona sobre sí mismo, porque ahora no escribiría ni eso. Se niega. Es tan privado que ni siquiera quiere tener biografía. Los hechos le suceden a pesar de él.

En fin, que Azcona proponía una reducción de su biografía a aquella época que decía: «Hacia la mitad de los años cincuenta, Azcona, que colabora en La Codorniz, ha publicado algún librito». Como nos parecía demasiada síntesis para toda la vida del autor nos permitimos publicar, en forma desautorizada, la anterior autobiografía.

En 1958 se produce en la vida de Azcona un encuentro que de providencial no tiene nada, pero que resulta providencial para el cine. Marco Ferreri, tras un par de fracasos como productor y director en Italia viene a vivir a España vendiendo lentes para pantallas panorámicas; lee Los muertos no se tocan, nene y llama a La Codorniz para contactar a su autor y proponerle adaptarla al cine. Azcona se entusiasma con la idea y se pone a trabajar con Ferreri en el guión, que tiene problemas de censura y finalmente no es llevado a la pantalla.

Ferreri, que por entonces no quería ser director sino productor, no se da por vencido y le propone a Azcona una nueva colaboración, ahora con un guión original que sea más «amable y autorizable». Así escriben Un rincón para querernos, la historia de una luna de miel en Zaragoza durante las fiestas del   —18→   Pilar. Unos recién casados llegan a dicha ciudad y como está colmada de gente por las fiestas, no encuentran alojamiento. Pero son jóvenes y están enamorados y quieren concretar su matrimonio. Así, cada vez que su amor se manifiesta en vías y locales públicos, se ven perseguidos, hostigados, multados y escarnecidos. Por lo tanto, la película tenía poco de amable, y de autorizable, menos.

(La película se rodaría en 1965, dirigida por Ignacio F. Iquino, con «adaptación y diálogos» suyos y con la acción sucediendo en Pamplona durante unos San Fermines. Habitualmente, Azcona no cita esta película en su filmografía).

La aventura del cine -a pesar de sus inconvenientes- se repetiría y así Ferreri y Azcona son contratados por un italiano empeñado en hacer cine en medio del Atlántico -incluso ya había empezado a montar unos estudios- y pasan unos meses en las Islas Canarias, sin que del viaje surja nada positivo. Eso sí, Azcona recuerda que se patearon el Archipiélago de arriba a abajo y que se pusieron morados de papas arrugadas.

Pero al regresar a Madrid, ya está en venta en las librerías El pisito. Ferreri -que siempre se ha distinguido por su poca facilidad para darse por vencido- decide que esa será la película a hacer y así comienzan la cuarta aventura juntos. Siempre como productor, Ferreri decide proponerle la dirección del film a Luis García Berlanga, que por aquel entonces rodaba Los jueves, milagro en Alhama de Aragón. Naturalmente, las garantías del proyecto son mínimas y éste se diluye.

Para entonces, Azcona ya estaba bastante cansado, por no decir harto, de escribir en balde y le propone a Ferreri que si para ser productor hace falta pagar -cosa que aquel no estaba dispuesto a   —19→   hacer- ¿por qué no se pasaba a la dirección y así hasta quizás cobrase? Inspirada reflexión la de Azcona. Ferreri se decide y en 1958 el film se realiza.

Claro que las historias no son lineales, y así -yo diría otra vez que providencialmente- el destino de Azcona se ha mezclado con el de Luis García Berlanga. Este no pudo hacer El pisito, se negaría tiempo después a hacer El cochecito, pero llama a Azcona para escribir «Siente un pobre a su mesa», idea que tras muchos avatares (y títulos), se convertirá por fin en Plácido y el comienzo de una colaboración que aún dura.

Así, Azcona entra al cine de la mano de Ferreri y de Berlanga. (Había escrito un piloto para televisión en 1957, en colaboración con Berlanga y que dirigió Juan Estelrich). Berlanga se va estableciendo como realizador de importancia, Ferreri también, aunque después de tres films en España (los ya mencionados El pisito y El cochecito y Los chicos en el que no colabora Azcona), se instala en Italia, desde donde llamará muy frecuentemente a Azcona para escribir sus guiones con él. En unas declaraciones a Morando Morandini publicadas en la revista Cinema 60, decía: «Yo convencí a Azcona que se hiciera guionista. Azcona me persuadió a que me dedicara a la dirección. Azcona es un español, pero español del norte y yo soy un italiano del norte: me parece que tenemos muchos puntos en común. (...) Desde el principio nos pusimos de acuerdo. Debo decir que hoy, no podría trabajar sin su colaboración. Me es necesario, me integra, me reconforta. Me apoya en ciertas formas mías de ver las cosas, me frena y me corrige en otros momentos. Su colaboración siempre ha sido fundamental para el resultado final de mis películas».

Por aquel entonces, aparte de descubrir el cine,   —20→   Azcona había descubierto Ibiza, isla en la que pasa gran parte de su tiempo. En Madrid vive con unas pocas pertenencias que le caben en uno de esos grandes baúles de mimbre que suelen usar en las compañías teatrales. Cada vez que decide partir hacia Ibiza, guarda sus cosas en dicho baúl (básicamente libros) y éste queda depositado en el sótano de la casa. Cuando regresa, sube el baúl al mismo apartamento que ocupaba antes o a otro que se halle libre.

La época de Ibiza la recuerda Azcona como una de las más placenteras de su vida. Gran observador del mundo que transcurre en su derredor («Si yo puedo ganarme la vida escribiendo, es por todas las tardes que pasé en El Comercial), Azcona se divierte con la pintoresca fauna de la isla e incluso ella le sirve de inspiración para su novela Los europeos.

Pero también es en Ibiza, en la terraza de un café, donde ve aparecer una tarde a un señor con sombrero de paja y una cámara al hombro que se acerca hacia él. Es Marco Ferreri que ha venido a buscarle para ir a Italia a escribir un guión (el que después sería L'Ape Regina). Allí se establece una suerte de pulso entre director y guionista. El primero no entiende muy bien qué ve el segundo en aquella isla y como pocos días después comienza a comprender, se apresura a meter a Rafael en un avión y llevárselo a Roma.

Así es que entre 1962 y 1967, Rafael trabaja casi exclusivamente para Italia, haciendo films allí y sólo El verdugo en España. En esa época viajará tres veces a Estados Unidos para escribir otros tantos guiones, uno de los cuales La moglie americana le hace vivir una curiosa aventura: el film, que dirigió Gian Luigi Polidoro, se rodó a lo ancho y largo de Norteamérica. Azcona escribía el film día a día durante la filmación, de acuerdo a las posibilidades   —21→   que él y Polidoro encontraban en los lugares adonde les llevaban los descuentos que una cadena de moteles le hacía a la producción.

Cuando Azcona quiere restar importancia a su labor de guionista dice con su mejor tono socarrón: «¡Bah!, yo soy una puta, trabajo con quien me paga». Si eso es cierto, es una puta que se da el lujo de elegir a sus clientes -como se ve, entre lo mejor- y que además tiene una fidelidad absolutísima a los mismos. Desde esta época, Azcona colaborará 17 veces con Marco Ferreri (entre largometrajes y sketches), 11 con Luis García Berlanga y, ya en menor medida, 5 con Carlos Saura y Pedro Masó y 4 con José María Forqué.

Su casamiento en 1964 lo hace afincar definitivamente en Madrid. En 1967 comienza la mencionada colaboración con Carlos Saura, cuyo primer fruto es Peppermint frappé.

Aquella es también la época en que se afirma incuestionablemente como el mejor guionista español y, entonces sí, admitamos, su biografía se funde directamente con su trabajo.

Desde fines de los 60, Azcona escribe un promedio de tres films por año y diversifica más su colaboración con los realizadores, aportando no sólo sus conocimientos e inspiraciones a sus habituales, sino cubriendo la amplia gama que va desde obras «de encargo» o incluso coyunturales, hasta el «descubrimiento» que él mismo colabora a hacer de nuevos nombres.

Los premios le son familiares. Ya El pisito en 1958 obtiene en el Festival de Locarno de aquel año una Mención especial del Jurado y el premio de la Fipresci (los críticos) y desde entonces se podría decir que las recompensas no cesan. Y si bien es cierto que esos reconocimientos han sido para las   —22→   películas, Azcona, personalmente, ha sido recompensado con el Premio Nacional de Cinematografía de 1981 en España y el prestigioso Premio Ennio Flaiano en Italia (que se concede al Mejor Guionista Extranjero) en 1983.



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ArribaAbajoAtrapados por la vida

Rafael Azcona humorista (por buscarle algún tipo de definición) nace de las cenizas del Rafael Azcona poeta, el «iluso» que llegó de Logroño a Madrid para escribir poemas de amor en el otoño de 1951. El poeta del cual jocosamente renegaría en la Autobiografía que publicamos en este libro, conoce en el Café Varela a Antonio Mingote aquel mismo año y éste le presenta a Álvaro de la Iglesia y comienza a publicar en La Codorniz. Así el joven que escribía lo de «Triste araña...», «Triste hombre...», «Triste niño...», «Triste árbol...», cambia la tristeza por el humor. Quizás fue para quitarse tanta tristeza de encima o, simplemente, un recurso para poder comer. Lo cierto es que años después diría en una entrevista: «Fue una época dura pero no dramática, porque yo era libre».

La Codorniz, en aquellos años y no sin muchas trabas, era un bastión de la libertad. También comienza a publicar en el diario Pueblo. Ya entonces, Azcona crea un personaje que perdurará en la memoria no sólo de los españoles, sino internacionalmente: el Repelente Niño Vicente, encarnación exasperante de todas las «virtudes» sociales y «cultas». Los chistes que escribía en base a tal personaje eran dibujados por él mismo y más tarde, serían incluso recopilados en un tomo.

A través del Niño Vicente, Azcona se burla de todo un poco, incluso de su Logroño natal, en uno que dice: «¡Cuánta razón tenía mi maestro al decir que los viajes enseñan una barbaridad! Yo creía que Logroño era una fábrica de pastillas de café con leche y ahora resulta que es ¡una ciudad con su señalización y todo!». También a través del repelente sujetito   —24→   surgen reflexiones metafísicas como la de «¡Cáspita!, nunca creí que describir circunferencias fuera un ejercicio tan apasionante» o ya algún corrosivo ataque a la familia y, de paso, al psicoanálisis, en «Competente psiquiatra, aquí le traigo a mi progenitor para que le explique usted que si me castiga injustificadamente, el día de mañana yo tendré algo parecido a un complejo de Edipo y estaré en situación de asesinarlo sin sentir remordimientos».

Aunque publicada después de otras novelas suyas, la primera que escribe Azcona es Cuando el toro se llama Felipe, un libro que posee el germen de muchas de sus posteriores características: el tratamiento «coral» de la obra, la caocidad que muy especialmente trataría en los guiones con Berlanga.

Cuando el toro se llama Felipe narra la historia de Rafael, hijo de don René, que no pudo ser torero y que decide de antemano el destino de su hijo, en la típica prolongación burguesa que ansía todo padre a través de su vástago. Don René ha predeterminado tanto el destino de Rafael, que casi se suicida o quiere matar a su mujer (doña Purificación) cuando ésta da a luz al niño en Logroño en vez de Sevilla. Pero en el primero de esos personajes «atrapados por la vida» que Azcona pinta a lo largo de toda su obra, Rafaé (como sería rebautizado el predestinado) tiene un intento de rebelión. No puede ser torero porque «le dan lástima esos animalitos». Sin embargo, en la vida de Rafaé hay un «accidente» que también se repetirá en la de muchos otros personajes azconianos: aparece una mujer, Lis, una extranjera, y Rafaé se enamora. Así, padre y mujer determinan un destino infeliz, uno por «tradición», la otra por capricho.

Y también asoma otro elemento fundamental en la obra posterior de su autor: la misoginia. No sólo la madre es totalmente imbécil (cada vez que Rafaé   —25→   está por torear, el marido la manda a llorar a su cuarto, «que eso es lo que hacen las madres de los toreros»), sino que Lis es un personaje absolutamente necio, ignorante y déspota. Para este tema en general, Azcona utiliza la siguiente descripción: «Las mujeres son encantadoras: uno -que es un infeliz como un sifón- está tan tranquilo sentado en el suelo... Pasa una señorita y uno sigue tan tranquilo. La señorita se detiene, se sienta a nuestro lado y nos dice que hace buen día. Y ya está el lío: rápidamente, la señorita se obceca en afirmar que uno está perdido por ella. ¡Da asco, demonios!».

Como si todo esto fuera poco, también hay un elemento global que define el estilo de Azcona: la tendencia a la meticulosa planificación de una obra. A pesar de ser un texto relativamente breve, Cuando el toro se llama Felipe demuestra un buen cuidado estructural: la historia se fragmenta en tres: la de Rafaé, la de su amigo Vicente (que es el relator de la novela y otra «víctima» de la vida) y la del mismo toro. Llegado el instante culminante de la corrida, estas tres historias convergen con naturalidad.

Y también hay, por último, el toque amargo y escéptico, no sólo el pobre Rafaé queda hecho una birria como torero y no entiende por qué Lis le abandona por el accidentalmente valiente Vicente, sino que detrás de toda la historia existe una tácita reflexión: ¿por qué la gente en vez de crecer sólo envejece y nunca cumple las promesas de la juventud? En especial, hay una crueldad del mundo: las «novias» se vuelven invariablemente gordas y feas. Es como que el tiempo distorsiona, una lupa grotesca que pone la edad sobre la gente. Ni aquí ni en ninguna de sus novelas Azcona parece sentir un respeto especial por la muerte (siempre es tocada de soslayo, un pretexto para otro comentario), pero sí su   —26→   terror «metafísico» parece ser siempre el de la edad, el envejecimiento, el deterioro.

Un brevísimo cuento de ese volumen, titulado Otoño y domingo por la tarde participa menos el humor que de la melancolía y aunque se resuelve como un chiste (un hombre que acodado a su ventana ve pasar el mundo con infinita tristeza llegando a la conclusión que todo se debe a estar enamorado y no tener dinero para sacar a pasear a su novia), posee la seria reflexión del poeta y la óptica geográfico-antropológica que definirá el universo de Azcona en el futuro. Es un brochazo de vida, un trozo de ciudad, que el autor alcanzaría a describir magistralmente en obras posteriores.

Azcona culpa al cine de no haberse desarrollado como escritor, pero -a la vez- deja correr un cierto desdén por aquella etapa de su obra en la que tampoco le dejaban libertad para crear. «Te obligaban a ser festivo», dice, «y eso no tiene nada que ver con el humor».

Pero quizás el ejercicio de esquivar a la censura, aprendido en las páginas de La Codorniz, le enseñó a ser sagaz también en su propia literatura, porque esa obligación de ser «festivo» no impedía que detrás de aquellas páginas apareciese toda la acidez, el sarcasmo y la conformación de una visión del mundo que irían perfilando al autor.

Su novela siguiente, Los muertos no se tocan, nene, ya tiene chispazos de genialidad e, indudablemente, significaría mucho en la vida de Azcona, dado que gracias a ella Marco Ferreri le llama un día a la redacción de La Codorniz para proponerle hacer juntos un guión adaptándola.

A partir de la agonía y muerte de don Fabián Bigaro Perlé, jefe de burocracia civil de segunda clase, miembro distinguido del Gran Casino, de la   —27→   Sociedad Protectora de Animales y del Círculo Pro-Educación de Niños Tontos, Rafael Azcona amplia y refina el universo propuesto en su obra anterior. El libro no sólo ofrece una buena galería de personajes centrales (los deudos directos de don Fabián), sino que esboza a fondo y con trazos muy decisivos a la multitud de personajes secundarios, enalteciéndolos tanto en sus personificaciones que resulta difícil distinguir a los verdaderos protagonistas y ya se afirma otra profunda vocación azconiana señalada en el libro anterior: la representación coral, que no niega su otro y futuro ejercicio estilístico en cine: el casi monólogo de Tamaño natural o El anacoreta. Es como que Azcona comienza por la «masa» (y en general en sus colaboraciones con Berlanga y con García Sánchez la continúa utilizando) pero que a lo largo de los años va depurando en los guiones, o historias que se lo permiten, la representación estilizada, única, seca, del peor drama que él plantea: el de la soledad.

Al fin y al cabo, la soledad de don Fabián, el agonizante de Los muertos no se tocan, nene es aplastante. No sólo por el «circo» que se arma en su derredor y que le ignora por completo, sino también en su esfuerzo vano por dejar una frase válida para la posteridad, logrando decir solamente: «¡Patatas!».

Uno de los elementos más apasionantes de este libro, es lo ya apuntado: el universo coral, la mordaz representación de una sociedad corrompida por la avaricia, la mezquindad, los prejuicios y la insolidaridad. Realmente de «festivo» tiene muy poco Los muertos no se tocan, nene y sí mucho de tétrico, de escalofriante. A don Fabián no se lo comen porque a nadie se le ocurre, pero fuera de eso, lo destrozan en mil pedazos. Su mejor protección es la misma muerte.

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En el lado brillante de la novela, encontramos a un Azcona que arma las situaciones más inverosímiles con una pasmosa facilidad (es sólo su segundo libro) y logra entremezclar personajes sin perder nunca su definición ni confundir. Así el mendigo Pedro Antonio, que se cuela al velatorio a comer algo; don Ildefonso, el viejo profesor del difunto que lanza insultos apabullantes, como «memo integral, tonto de triple refinación, meningítico asilable...», que bien podrían ser los que lanzase décadas después el Repelente Niño Vicente. Y finalmente, un personaje inolvidable y absolutamente azconiano, el Señor de Bilbao, un auténtico «atrapado por la vida», que, por ayudar al yerno de don Fabián, sacarlo de un bar en una juerga y llevarlo hasta la casa, termina siendo cabeza de duelo. El Señor de Bilbao es movido, llevado y traído por las circunstancias, cayendo sus protestas en la nada, siendo no «utilizado», pero si «mandado», «determinado» por las necesidades ajenas completamente ignorantes de las suyas propias.

El Azcona humorista también destaca en cantidad de momentos como la escena de la multitud en el velatorio o ante la puerta del baño a la mañana siguiente o la de la lectura de la esquela y tantas otras. Las frases en la salida para el entierro son realmente una antología de los lugares comunes en esas situaciones y a través de la familia «bien» y la familia descastada (la de Clara, la que se casó con el afilador Manolo) el retrato social es justo. Sospechamos que todo lo «justo» que permitía la época.

Por último, Azcona también se permite la disgresión -típica de él, diría yo- autopeyorativa cuando llega el momento -según sus palabras- en que todo autor aprovecha que sus personajes duermen para hacer «literatura» y, por ejemplo, describir un amanecer. Como es un «hombre de escasa imaginación» y,   —29→   también, ¿por qué no, tratándose de Azcona?, un autor contracorriente, he aquí su descripción de tal amanecer:

«Amanecía... El sol y su vago resplandor eran un huevo recién cascado: la yema, fofa y anaranjada, resbalaba pesadamente sobre la blandengue y azulenca clara, constituyendo un espectáculo francamente repulsivo...».

Y así inicia tres buenas páginas de libro que llevan a una irremediable conclusión: el autor tiene imaginación, un irreverente sentido del humor y ama el atardecer.

En 1957, Azcona edita en la colección «El Club de la Sonrisa» su libro siguiente: El pisito (Novela de amor e inquilinato). Con ella, sale del Logroño de Cuando el toro se llama Felipe, deja la claustrofobia del piso de Los muertos no se tocan, nene y entra en un Madrid que sabe describir magníficamente en su soledad y miseria de futura gran ciudad poblada de seres anónimos que arrastran sus existencias con dificultad y cuyo único lujo es algún atisbo de esperanza para unas ambiciones tan pequeñas como sus vidas.

Precisamente de las ambiciones de Rodolfo y Petrita, una pareja de novios «de domingo» que no pueden casarse porque no encuentran piso, es de lo que trata la novela. El alcance de esa ambición, en todo caso, es tener un lugar propio en el mundo, nada más. Pero un Madrid de post-guerra, pauperizado, que se desliza lentamente en tranvías o se hunde en metros, que se pasea por los bulevares y para la cual Vallecas es casi otra ciudad, no hace fácil la realización de este mínimo atisbo de autodignificación.

Inspirándose en una anécdota real, ocurrida en Barcelona, Azcona urde la sórdida trama: Rodolfo, que es un realquilado, se tendrá que casar con doña   —30→   Martina, la anciana dueña de un piso de renta antigua, llena de vendajes y llagas en una supurosa pierna, para, a la muerte de ella, poder heredar el piso y casarse con Petrita. Claro que primero, deberá vencer su resistencia a esa entrega, luego las resistencias de Petrita y finalmente, deberá poner a prueba su propia resistencia para la vida, dado que doña Martina es -quizás gracias a su mezquindad- una auténtica «superviviente» que no sólo no muere dentro de los plazos lógicos, sino que se va apoderando de la vida, el dinero y la lealtad de Rodolfo quien, por su parte, tampoco lo tiene fácil con una Petrita cada vez más vieja, fea y amargada, cada vez más ávida de una «posición». (Aunque, en el fondo, ella también sea víctima de otra situación: quiere huir del piso en que vive, bélicamente, con su hermana y su cuñado).

Azcona también dedica mucha atención al gran telón de fondo que le ofrece un Madrid gris, oprimente, que tiene como centro la Glorieta de Bilbao y esos alrededores en que junto a los nuevos edificios crecen también las nuevas chabolas. El retrato geográfico-social de Azcona en El pisito es rico, amplio, incluso arriesgado para la época. No tiene tiempo para sentir piedad por una ciudad que va aplastando a sus habitantes y que los asfixia serenamente con su indiferencia. El espectro de personajes es escalofriante. A excepción de Rodolfo (otro auténtico «atrapado por la vida»), doña Martina, Petrita, don Dimas -el otro inquilino de la vieja-, las beatas doña Candelas y doña Consolación, los compañeros de oficina del protagonista, son todos y cada uno, la representación sin piedad de diversas miserias humanas.

El pisito es una novela donde los personajes no avanzan por la vida, sino que se desgastan, se dejan   —31→   vencer, se pierden en la amargura, se pliegan en su impotencia. Quizás la mejor definición de este «estado de ánimo» de la novela sea el siguiente pasaje:

«Los altavoces derramaban sobre la pista una melodía de ritmo muy lento, una de esas músicas escritas para que todos aquellos que tienen entre las sienes aunque sólo sea una pizca de ingenuidad sin estrenar, crean, mecidos por las falaces notas, que el amor es una aventura maravillosa y eterna».

(Este párrafo entronca con un pasaje de un cuento muy posterior de Azcona, Pintadas, donde con más humor (o con el humor que permite una amargura más madura) propone crear el «Club de víctimas de Frank Sinatra» donde se refiere que un personaje «una noche, tomando copas, una canción de Sinatra lo descerebró hasta el punto de hacerle sentir la urgente necesidad de pedir la mano de la mujer que tenía más cerca: como da por seguro que hay la tira de gente en su mismo caso, o sea, con la vida destrozada por un matrimonio desgraciado e imputable al cantante, pretende asociarla para financiar la contratación de un buen abogado y llevar al culpable a los tribunales»).

Pero volviendo a El pisito, el pobre Rodolfo, recibiendo su propio dinero de manos de una casera convertida en esposa-madre (sustantivos que pasan a ser dos adjetivos terribles en el mundo azconiano) como doña Martina, escapándose a verse a escondidas con la envejecida y avinagrada Petrita, es una víctima circular del destino: debe quedarse viudo para poder casarse de inmediato con una mujer a la que ya no puede amar. El libro termina describiendo la «implacable amargura» de su protagonista y hasta la prolonga:

«Era que no le hacía ninguna ilusión volverse a casar; era que se precipitaba hacia aquella nueva   —32→   boda sin remedio, sabiendo que todo sería igual que en la primera. Todo, excepto la posibilidad de tener hijos. Y ¿acaso no estaba el cementerio lleno de ellos?». Hijos que, aparte de muertos, serán otras víctimas del mismo medio social.

Un año más tarde, Azcona publicaría la que quizás sea su novela más afectiva y la que, en última instancia, contiene más elementos autobiográficos: Los ilusos. Paco, un aspirante a poeta que llega a Madrid desde Pamplona, y sus amigos viven sueños y picaresca en pos de una gloria esquiva, quizás inexistente. Viven encerrados en un café -que recrea al café Varela en el que el mismo Azcona se refugiaba cuando llegó de Logroño para ser un poeta en Madrid-, dejando transcurrir sus vidas opacas que tratan de atrapar un mañana que siempre resulta ser igual al día anterior.

Paco y sus amigos se enamoran y se desenamoran (o quizás sólo se dan cuenta que no estaban enamorados), luchan por un lugar en la inmortalidad con tanto ahínco como por poder beberse dos cafés en una sola tarde. Son personajes del Olimpo y son hombres del Madrid de los cincuenta (no demasiado alejados de los contemporáneos que pasan por el café de La colmena de Cela, pero mucho más entrañables), que ocupan el mismo espacio geográfico que Rodolfo y Petrita, quizás más lúcidos por momentos frente a sí mismos pero no frente a la realidad. Caminando por la Gran Vía, por Fuencarral o la Glorieta de Bilbao, Fermín, el más amigo de Paco, recapacita y los define:

«Somos unos ilusos (...) No queremos aceptar la vida como es y nos obstinamos en embellecerla a través de un sueño estúpido. ¿Por qué estamos en el café, en ese limbo que es el café? Porque el café cae fuera del mundo. Allí nos masturbamos nuestra   —33→   capacidad de ilusión, soñando con una vida brillante, triunfal en todos los sentidos, limpia de torpezas y de inconvenientes hasta las piedras, desde nuestras alegrías hasta nuestros dolores; una vida falsa, en suma. (...) Un día u otro tendremos que despertar, reconocer y admitir que somos unos imbéciles; volver con las orejas gachas a la única vida verdadera que existe: esa que nos rodea en la calle, esa que tiene sus inconvenientes, pero también sus ventajas aunque sean pequeñitas (...) Porque te empeñas en creer que hay otra existencia mejor es por lo que encuentras esta detestable».

Pero mucha nostalgia, quizás hasta bastante autoinculpación, no impiden que la mirada de Azcona traduzca ese mundo con todos sus rasgos esperpénticos, una filosa acidez, un sentido del humor que será todo lo «festivo» que le impusieran, pero que supera la imposición en base a inteligencia y verdad. Porque a esta altura -y ya para el resto de su obra- Azcona refleja personajes cuya clave básica de conexión con el lector, o espectador, es la verdad que encierran por caricaturescos que parezcan. Lo que hace Azcona es atrapar momentos cotidianos e incorporarlos a una estructura ordenadísima (que él disfraza en muchos momentos de caos) cuyo resultado final parece el de una lente deformadora, pero que no lo es.

Azcona (y ya veremos como luego aplica esta técnica en sus guiones) se limita a dirigir la mirada. El mundo es un espectáculo y Azcona un buen espectador, que sabe detectar lo que le hace gracia o le da ternura o le permite una observación universalizante. El mundo de Los ilusos es el mundo de todos nosotros, donde todos andamos por el mismo suelo resbaladizo, que nos hace asumir el esfuerzo de cuatro pasos para sólo adelantar uno. Al fin y al cabo,   —34→   Paco prefiere quedarse en Madrid haciendo de chico de los mandados en un hotel (de «conservador» como le dice el que lo contrata) antes que regresar a Pamplona y reconocer su fracaso. Concluye que las ciudades son todas iguales y aunque en algún momento piensa que las ilusiones ya han muerto, se da cuenta de que las «lleva arrastrando por el suelo», o -como ya había reflexionado anteriormente en el libro-, «ahora sabía que todo se reducía a un sueño, si era hermoso, y a una realidad, si resultaba desagradable». Otra lección que en la obra de Azcona se repite cíclicamente.

Su libro siguiente (de 1960) está compuesto por tres relatos cuyos títulos individuales resultan en el título del libro en sí: Pobre, paralitico y muerto. El primero es la historia de un timo, o de un timador al que la realidad tima. Venancio es un mendigo que vende participaciones en la lotería y que un día -para Navidad- el número sale premiado. Lo que permite descubrir, una vez pasada la euforia inicial, que Venancio vendía más participaciones de las debidas. Claro que, con una lógica tan cínica como irrefutable, cuando al final, la policía le dice que para qué se molestaba entonces en siquiera comprar los décimos reales, Venancio responde «Es que siempre hay desconfiados, ¿sabe?».

El pretexto del cuento parece ser la reflexión final, pero el cuento, a su vez, es un pretexto que usa Azcona para pintar esa patética galería de mendigos pícaros, de pueblerinos mezquinos, de codicia insaciable por parte de todos.

Paralítico pasará a la posteridad, obviamente, como El cochecito, ya que es el cuento que da pie a la segunda película que Ferreri filma con guión de Azcona. Aunque en el film los elementos están en alguna medida más desarrollados y cuentan con la   —35→   «mirada extranjera y, por consiguiente, enriquecedora» (según Azcona) de Marco Ferreri, toda la base de él se encuentra en un relato breve pero riquísimo en sugerencias. Azcona ya es un espléndido retratista de la sociedad y de la ciudad. Una ciudad cuyos habitantes describe despiadadamente:

«Era uno de los últimos domingos de marzo, y las calles habían recibido, además de a las personas que las llenan habitualmente, a esas extrañas gentes que abandonan sus misteriosos hogares cuando el tiempo es bueno y el día festivo. Don Anselmo, indefenso, luchaba por atravesar aquella muralla de niños tontos, hidrópicas patronas de casas de huéspedes, de ancianos centenarios, de retrasados mentales, de mujeres en el último y más patético mes de su embarazo» (descripción ésta cuyo antecedente se encuentra en el citado cuento Otoño y domingo por la tarde).

Pero Paralítico no es la historia de una ciudad y sus habitantes (como podría serlo en mayor medida El pisito) sino la tragedia de una edad y de la soledad. Don Anselmo, el anciano protagonista es una total víctima del medio. Porque, al fin y al cabo, es la víctima de una doble tragedia: ni es joven para su familia ni paralítico para sus amigos.

Todo comienza porque el mejor amigo de don Anselmo, don Lucas, está paralítico y sus hijos le compran un cochecito. Así, el segundo se va alejando del primero y éste, para sentirse integrado, quiere tener su cochecito, para lo cual, debe convencer a su familia que se lo compre. Pero don Anselmo se enfrenta con la incomprensión de su hijo y la avaricia de su nuera. Así, lo que comienza como la tragicomedia de un anciano con un capricho, termina siendo la condena a un medio que segrega (en este caso, por edad). Y don Anselmo, primero por «integrarse» y   —36→   luego por búsqueda de «status» comienza una loca carrera con el absurdo.

Este es un ejemplo perfecto de la mirada observadora y universalizadora de Azcona. Según él, el cuento se le ocurrió un día que vio pasar por la Castellana, saliendo del Bernabeu, a un grupo de paralíticos en sus sillas. De este episodio, que puede obtener mayor o menor repercusión en cualquier paseante, Azcona saca una fábula moralizadora espeluznante pero real. La felicidad de un ser humano sólo en la integración con algún medio, es decir, el ser humano como animal social.

Hay una tendencia a ver en los temas de Azcona una preocupación por los deficientes, por los que padecen alguna tara o son -por razones físicas o morales- grotescos. Yo creo que a Azcona no le interesan por las razones satíricas o de «humor negro» que se le suponen, sino porque son los mejores ejemplos de soledad, de aislamiento.

En Azcona se va dando progresivamente, ya a partir de los 60 en sus guiones cinematográficos, una idea del hombre como ser aislado voluntaria o involuntariamente. Veánse si no, la génesis del film de Ferreri Dillinger é morto, y El anacoreta o Tamaño natural. El hombre es un ser «extraño» por excelencia para los demás hombres, un ser-isla, un ser deforme en la medida en que todos los que no nos son iguales (y nadie lo es de nadie) son unos «anormales», unos «monstruos» o, para usar un anglicismo que está de moda, unos «alienígenas».

Muerto es el tercer cuento de este libro y también es una historia «negra», no porque la misión de los personajes centrales sea entregar un cadáver, sino porque ante el «respeto» que pueda causar la muerte o un muerto, está el hartazgo natural que   —37→   ocasiona cualquier situación que parece no tener salida.

En este caso, el médico, el taxista y el joven fraile que deben hacer enterrar al viejo sacerdote y cuyo cadáver nadie quiere recibir. Es, en realidad, un cuento sobre la falta de solidaridad, sobre la angustia de una situación circular, sobre la falta de caridad. Incluso el médico, que parece el más «blando» de los personajes, cuando al final han entregado un cadáver ya super rígido en posición de sentado y le preguntan cómo se puede hacer para enderezarlo, «con indiferencia, con una indiferencia profesional que no había tenido durante horas, y que volvía a formar parte de su personalidad apenas había dado fin a su gestión de hombre bueno y humanísimo, dijo: «Sí, tendrán que darle unos martillazos en las articulaciones».

Las aventuras y desventuras de dos amigos que van a Ibiza en unas vacaciones, obsesionado uno de ellos por el sexo y las fáciles oportunidades que encontrará en las extranjeras, son el punto de arranque de Los europeos, de 1960, hasta ahora la última novela escrita por Rafael Azcona.

El libro posee dos tercios de costumbrismo y un tercio final bastante feroz. Al principio, la descripción de la fauna ibicenca, sus babilónicos turistas, la obsesión sexual de los veraneantes españoles (en especial), conforman un cuadro ameno, divertido, mucho menos dramático y denso que el Azcona que describe Madrid en El pisito o Los ilusos, pero exactamente logrado en su nivel de transmisión de un paisaje y el mundo que lo puebla. Los protagonistas, Antonio y Miguel, aparecen como dos personajes perfectamente definidos, el primero en su egoísmo, el ser un vividor inescrupuloso y -en muchos momentos- hasta un tanto execrable. Miguel, por contraste, si bien sigue la vida disipada de Antonio, lo hace con   —38→   renuencias, de mala gana, yendo a la isla a gozar de la playa, el sol y el mar casi cuadriculadamente. Antonio sólo quiere ligar, Miguel -detrás de las aventuras-, quiere encontrar amor.

Pero en una vuelta de tuerca magistral, cuando Miguel por fin conoce a Odette, una turista francesa bastante diferente al resto de la fauna, y parece haberse enamorado, ésta queda embarazada. Entonces es Miguel quien saca a relucir todo su egoísmo, su sordidez. La quiere... pero no tanto. Sus «vente a Madrid» desaparecen y a pesar de algunos titubeos, la lleva a Barcelona a abortar. Será Antonio quien, sin cambiar un ápice en sus comportamientos, se muestre más sensato y «honesto». Al fin y al cabo, él nunca pretendía «amar» a ninguna de las mujeres que se llevó a la cama. Y aparece otro elemento que sería típico de Azcona, pero que éste, por alguna razón, deja escapar. En algún momento, todo parecería indicar que en Odette hay algún secreto manejo para «atrapar» a Miguel. Pero no es así, en la personalidad de la muchacha sólo hay una sumisión que no es ninguna trampa, sólo sumisión. Al fin y al cabo Odette es un personaje muy azconiano, pero sin el humor deformante. Azcona considera que la mujer sólo quiere tener hijos y que el sexo en sí es un medio, no un fin. Odette se atiene a esta regla.

En cambio Miguel, tras haber logrado que aborte y que coja el tren para París, rompe la dirección de Odette en pedazos y todo parece insinuar que volverá a Ibiza, en pos de nuevas aventuras. En este caso, Azcona vuelca su crueldad hacia el mundo de los hombres, sólo interesados en aventuras pasajeras, en relaciones perecederas (en el cuento Pintadas, cita una frase de Groucho Marx que dice: «El amor eterno es ese al que no hay manera de quitarse de encima»).

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Este es un libro no «festivo» de Azcona, donde el humor casi no aparece, excepto en la descripción de los perros de Ibiza, que comen mejor de lo que les arrojan los turistas que de lo que comerían con un solo amo permanente y que desprecian al perro que sí lo tiene. En otro párrafo, Antonio alecciona a Miguel sobre cómo descubrir si una mujer es española o extranjera:

«Tú, para saber si una tía es extranjera, fíjate en estas cosas: si grita, si va rodeada de niños, si lleva la falda hasta las corvas, si tiene gesto de estar oliendo algo desagradable, si se cierra el escote cuando la miras, es española».

El resto es descripción realista y, si bien el libro no es autobiográfico, si resulta testimonial de una época en que Azcona pasaba mucho de su tiempo en Ibiza. La novela recoge infinidad de observaciones y lo que podría ser costumbrismo puro, es un riesgo que Azcona se quita de encima en base a la verdad de los personajes. Sobre todo, Los europeos demuestra el talento de Azcona para atinar, con mucha brevedad, en la descripción de un tipo o en la riqueza de los personajes. Cuando uno ya se ha decidido a detestar a Antonio por sus características, lo rescata frente al episodio de Miguel, Odette y el aborto y, no conforme con eso, vuelve a recalcar (en el momento en que Antonio pide dinero para ayudar a Miguel, pero sin por eso dejar de sacar su ventaja propia) que Antonio no ha cambiado. Es simplemente un ser humano en toda su complejidad. Otro tanto pasa con Miguel, el «idealista» del principio, que no es otra cosa que un pusilánime, un egoísta disfrazado. Pero también «humano».

Un detalle curioso de Los europeos -extra novelístico- es que fue editado por Fernando Baeza en Francia. Eludiendo los problemas que podría tener   —40→   el libro en España a causa del feroz realismo en la descripción del aborto en Barcelona (y el hecho que este no tenga ningún tipo de castigo), la novela fue impresa en París por la Librairie des éditions espagnoles. Parece que en España tuvo poca circulación aunque incluso se llegaran a publicar críticas sobre ella.

Desde entonces, Azcona no ha escrito novelas. Tiene publicados varios cuentos, como Vida en familia (aterrante historia de un callejón sin salida matrimonial, la mujer sumisa atrapando al hombre hasta dejarlo sin opciones), Evitad esas orillas... (que se convertiría en el guión de El anacoreta), Pintadas (idea de Azcona para un film en el que se sabe la historia de una pareja a través de las pintadas que deja en las paredes de una casa), Cassette (otra historia de «encierro», esta vez un adolescente, su abuelo y su tío espiándose y chantajeándose mutuamente). Los cuentos de Azcona han ido evolucionando en la medida en que Azcona mismo ha evolucionado en la definición de su propio mundo y ellos también son ejemplos de síntesis, de descubrimiento en pocas líneas de todo un mundo que se puede ampliar «ad infinitum». El mejor ejemplo de ello se encuentra en Evitad esas orillas..., que contiene perfectamente los elementos luego desarrollados en el guión del film.

Pero no hay duda que este grupo de «libritos» como él los define -y que se niega a reeditar- configuran de por sí una obra como para, a partir de ella, reconocer en sus futuras mezclas con el mundo personal de sus realizadores de cine, a un creador con obsesiones, personajes, situaciones, que responden a una óptica muy definida que se afina e impone en los trabajos futuros.

A través de estos «libritos», Azcona nos paseó por   —41→   un Madrid que en el recuerdo queda gris y otoñal, melancólico, poblado de seres «ilusos» que se dejan arrastrar por sus vidas hacia pozos de frustraciones e irresoluciones. Nos mostró que la gente no crece, sino que envejece y que la muerte sólo es una prolongación de la soledad de la vida. Insistió en que el hombre no es solidario ni compasivo, sino que es avaro, mezquino y cruel. Que la sociedad está compuesta por millones de voces que se superponen porque nunca se escuchan las unas a las otras y que, en última instancia, «no existe la incomunicación, lo que pasa es que no tenemos nada que decirnos».

Pero Azcona también nos lo ha dicho con humor, mucho menos «festivo» de lo que él mismo cree y ha definido con certeza, en frases incisivas, seres y estados de ánimo, grupos y estados sociales, que se convierten en testimonio de una época. En el fresco de Azcona, queda inscripto el Madrid de los 50 y el de las décadas sucesivas, cronista irreverente y dolorido de un mundo cada vez menos dispuesto a reconocer al «otro», a encerrarse en sí mismo.

A los críticos les gusta descubrir las «tradiciones» culturales de las que Azcona pueda ser heredero. No se suele hablar de Azcona sin citar a Quevedo, Goya, Solana, Arniches o Valle-Inclán. Yo pienso que Azcona es heredero de todos ellos en la medida en que todo español es heredero de una tradición cultural o que quizás, esa tradición cultural nace, muy simplemente, a partir de la forma de ser de los españoles. Al fin y al cabo, la máxima tentación sería establecer paralelos entre los universos de Buñuel y de Azcona -sin contactos creativos a pesar de que no hubiese sido imposible que los hubiera- y creo que la ecuación más simple es, precisamente, descubrir a dos españoles que, cada uno por su camino, comparten una «mirada» sobre la realidad que les circunda.

  —42→  

El mismo Azcona descubre todo este tipo de literatura, de concepción vital, de raíz cultural, en ejemplos tan primitivos como el Arcipreste de Hita.

Pero Azcona también es un creador y hay un retrato social y un mundo que nacen a partir de él mismo. Es un humor emparentable con muchos otros humores, pero también es un humor único en la medida en que ya, a esta altura, todos atinamos a reconocer una situación «azconiana» o un personaje «azconiano». Es decir, su óptica es lo bastante fuerte como para que, al adjetivar, sea él principio de la referencia. El Azcona-novelista cede paso al Azcona-guionista, pero queda esencialmente y para siempre, el Azcona-escritor que ofrecerá, como ya se señaló en el prólogo de este libro, muchos de los mejores momentos del cine de las últimas tres décadas.

  —51→  

«El cine es una cosa a prohibir en una sociedad bien organizada, porque aparte de que te deja idiota, te devuelve a la realidad hecho una piltrafa.»


RAFAEL AZCONA, Los ilusos                




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ArribaAbajoLas películas emblemáticas

«No cabe duda que la aparición de Rafael Azcona en el cine ha tenido una gran repercusión. Cuando menos se le deben los guiones de tres de las películas más importantes que aquí se hayan realizado: El pisito y El cochecito de Ferreri y Plácido de Berlanga. Y junto a estos títulos concretos, la posibilidad -sobre todo en el primero de ellos- de abrir un camino». Así definían la llegada al cine español de Rafael Azcona, Santiago San Miguel y Víctor Erice en un artículo publicado en el nº 4 de la revista Nuestro Cine, de abril de 1961.

A partir de ahí los autores, adscritos a la corriente en favor del realismo sin paliativos que defendía la revista, reconocían los méritos de Azcona pero le reprochaban el alejarse de él para irse por los derroteros de una fabulación esperpéntica que le alejaba de la línea abiertamente crítica.

Más comprensivo se muestra Fernando Lara en su artículo sobre Azcona publicado en Dirigido por nº 13, de mayo de 1974. «Parecía descartarse entonces la viabilidad de otro realismo, esperpéntico en segunda instancia, que mediante un doble juego mostrara que tales «enfermos» o «anormales» no lo eran tanto, que quizás la insanidad radicaba en esa sociedad que los albergaba, definidora al fin y a la postre de lo que era «anormal» o «enfermizo» mediante unos criterios que nacían de sus opciones ideológicas, morales, estéticas y, en definitiva, políticas. Azcona nunca ha sido un realista en primer grado lo que le ha concedido oportunidad de profundizar -vía el humor, la parábola o el absurdo- en unas situaciones colectivas que, seguramente, de otra forma sólo   —54→   habrían mostrado su fachada más superficial e incluso engañosa».

Quizás la perspectiva de algo más de una década permite a Fernando Lara ver con objetividad lo que en 1961 podía ser la urgencia de la discusión ideológica, la necesaria radicalización de posturas para lograr que el cine español cambiara un rumbo que hasta ese momento -con muy contadas excepciones- era complaciente, acartonado y discursivo-moralizante, cuando no -y en su inmensa mayoría- meramente escapista.

Lo cierto es que nadie es profeta en su tierra y Ferreri tuvo que venir a España no sólo para encontrarse el mismo como realizador (como ya se dijo, a instancias de Azcona), sino para rescatar para el cine a un novelista-humorista al que no se le había pasado por la cabeza escribir para este medio.

El pisito cae por sorpresa en el panorama del cine español de finales de los 50. Fiel a su adaptación al autor original, pero con esa «mirada extranjera» que Azcona apunta como «mérito» de Ferreri y que creo no es otra cosa que el aporte normal y lógico que cualquier mirada «extranjera» (es decir, extraña a la mirada primera) puede aportar sobre una obra. Lo que hace El pisito película es ahondar el universo azconiano, darle rostro a los personajes y dotarlo geográficamente de un Madrid que se exaspera en el arrastre neorrealista que Ferreri aporta desde su mirada italiana (no olvidemos que el director ha trabajado con Zavattini).

Hay, obviamente, en el film defectos de «primerizos», en la construcción del guión y en cierto amateurismo o desorden por parte de Ferreri. Un amateurismo o desorden o cutrez que sirven bien a la historia, a las posibilidades de ésta. Yo creo que El pisito como película estilizada formalmente no funcionaría tan   —55→   bien, porque su orden y su «estética» nacen de otros valores que no son los tradicionales.

La estética de El pisito está en la frescura que nace de la convicción profunda, del humor que no se busca sino que surge espontáneamente a partir de una observación socarrona, aguda, quizás compasiva. Nunca, ni en este momento ni en el resto de su obra, Azcona ofrece una mirada peyorativa o despectiva (quizás sólo hacia los homosexuales de Hay que deshacer la casa). Siempre el universo del autor se puebla de «monstruos» tiernos, de esperpentos dignos de compasión, de «anómalos» que son víctimas, casi nunca victimarios.

Otro de los méritos del futuro cine que escribe Azcona y que ya está dado desde El pisito es el escapar a esa forma gratuita y despiadada de la caridad que es el ternurismo a ultranza (en su cuento Vida de familia, el protagonista reflexiona: «Estoy al borde del precipicio que supone la ternura»).

Después de un traspié con Los chicos (según parece por culpa de la censura y de condiciones de comercialización), Ferreri regresa a Azcona y a otra obra clave: El cochecito, que adapta el cuento «Paralítico».

Juan Cobos comentó en Films and Filming de noviembre de 1960: «El mayor mérito de El cochecito consiste en ser un film español al cien por cien, impregnado de todos los detalles más auténticos que se puedan descubrir en el idealismo español... Lo que podría parecer un desfile de monstruos, en realidad no lo es: existen miles de familias de clase media similares a la del abogado de Madrid... Ferreri y Azcona no han inventado nada respecto al pintoresco telón de fondo, simplemente han escrito una historia en la cual, en uno u otro momento, han incluido detalles que han visto en la vida real».

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Lo cierto es que El cochecito reafirma y confirma los méritos de El pisito. Su parábola es desoladora, su crítica implacable. La esencia de la obra vuelve a ser muy fiel al cuento original de Azcona, pero otra vez la visión es más fuerte que la lectura. La película amplía la relación de don Anselmo con los paralíticos y se lanza (cosa que lo aleja del neorrealismo) a vuelos tales como la carrera de los paralíticos o la creación del personaje grotesco (que después destacaría más en el cine de Berlanga) del aristócrata espástico y la despiadada actitud de la familia para con él.

Dice Marco Ferreri: «No quiero hacer de cronista, Sadoul y los otros se equivocan cuando hablan de neorrealismo. El neorrealismo es el engaño de mis películas. El aspecto puede ser neorrealista, pero no la substancia. En El cochecito, por ejemplo, hay invenciones y anotaciones que Azcona no hubiera puesto. Hemos discutido un poco sobre ciertos puntos. Él decía que en la realidad española no existen. Y él es español. Luego descubrimos que algunos puntos análogos ya existen en Valle-Inclán. Valle-Inclán los había visto muchos años antes y yo los volví a encontrar, yo que soy un extranjero. A veces, ser extranjero es importante. ¿Cómo decirlo? Se tiene una distancia mayor, ojos nuevos, una sensibilidad distinta y más aguda. Cuando se tienen bajo los ojos ciertas cosas desde siempre, uno se habitúa. Ya no sabe verlas». (Declaraciones de Marco Ferreri a Morando Morandini en Cinema 60).

Lo cierto es que ahí está nuevamente la mirada «extranjera» de Ferreri (y por lo visto, no contentaba tanto a Azcona en aquella época como ahora) y ese realismo («neo» o no), que seguía dando aires de renovación al cine español. Tampoco hay que olvidar el aporte magistral de José Isbert como don Anselmo,   —57→   creador del conmovedor patetismo del personaje, que da al final una emoción distinta que si dicho patetismo lo hubiesen puesto Ferreri o Azcona. La mirada de Ferreri sigue siendo feroz pero no inhumana y, tal como Azcona, se divierte con ciertas abyecciones sociales, pero no las mira desde un pináculo. Siempre nos ahorra la incomodidad de hacernos sentir superiores a esas criaturas.

En otra posible lectura, El cochecito es una demostración de las prisiones del ser humano. La prisión de quererse integrar a un grupo determinado (la necesidad del «rótulo» y de ahí, quizás casi es mejor el título del cuento, «Paralítico», que el del film), la prisión que don Anselmo se infringe a sí mismo para integrarse: el confinamiento a la silla de ruedas, y finalmente la prisión que se sospecha tendrá cuando vienen los guardias a detenerle por el intento ¿o logro?) de asesinato de toda su familia. Y la última y patética preocupación del protagonista: «Oiga, dígame... ¿A la cárcel... a la cárcel se puede llevar... el cochecito?».

A partir de este film, la colaboración entre Ferreri y Azcona se mantendrá vigente durante muchos años (con algunas excepciones hasta la actualidad) pero tras El cochecito, Ferreri se va a trabajar a Italia y a hacer La italiana y el amor, un film encuesta sobre la situación de la mujer de ese país frente al amor. En él colabora Azcona (así como, al parecer, en El secreto de los hombres azules), pero aquí se rompe esta etapa «española» de su trabajo conjunto y con L'ape reina comenzará una etapa «italiana», no menos rica pero si diferenciada de los dos primeros films.

En cambio, para la continuidad de Azcona en el panorama español, aparece en escena Luis García Berlanga, un viejo conocido, con el cual ya ha   —58→   colaborado en el guión de un «piloto» de televisión que dirige Juan Estelrich (Se vende un tranvía, 1957) y cuyo destino se confunde varias veces con el de Azcona (e incluso Ferreri) hasta que la obra común comienza con otro título fundamental del cine de aquellos años: Plácido.

En Temas de Cine nº 14, Luis García Berlanga escribe un artículo titulado «Plácido y yo» donde relata su encuentro con Azcona:

«Mi contacto con Rafael Azcona es muy anterior a El pisito. Recuerdo que fue cuando me contrataron Llovet, Mizrah y Kelber. Este último me dijo que había leído una novela que le interesaba y de la que creía que se podía sacar una buena película. La novela se llamaba El pisito. Yo no la había leído y cuando lo hice -me la dio Kelber-, dije inmediatamente que sí, que me gustaba mucho y que desde luego estaba dispuesto a hacer esa película. Entonces buscamos a Azcona, hablé con él y me explicó que la película la iba a hacer Ferreri. Me puse a leer todo lo que tuviese Azcona y encontré Los muertos no se tocan, nene que presenté en sustitución de El pisito sin que gustase a los productores. No la admitieron porque toda la novela sucede en un velorio. A continuación, Azcona me dio un cuento que acababa de publicar en Arriba titulado «El paralítico». En aquel momento, lo que luego habría de llegar a ser El cochecito no me gustó, me pareció que quedaba corto, que no había manera de extender aquello a una película. Fue un error de cronometraje. Luego, repasándolo me gustó la idea y traté de dirigir la película, ya era tarde, ya la tenía Ferreri. De manera que he llegado tarde a estas dos películas que tanto me gustan: El cochecito y El pisito.

»Todavía hubo una última oportunidad cuando se dijo que Ferreri no haría El cochecito. Yo creí que   —59→   no le interesaba ya y pedí hacer la película. Cuando supe que se trataba de dificultades de otra índole, de que parecía ser que no querían que Ferreri hiciese cine en España y que se estaban haciendo presiones, retiré mi candidatura rápidamente.

»Con Azcona he hecho otras cosas, entre ellas, varios argumentos para televisión; uno de los cuales, Se vende un tranvía, dirigió como mediometraje Juan Estelrich, mi ayudante en Plácido, con supervisión mía. También hemos hecho unos guiones, sobre todo ese fundamental para mí que es Los aficionados, que antes se llamó Tierra de nadie, un título que se ha prestado a confusiones entre los pocos amigos que se interesan en mi trabajo, ya que yo había escrito precedentemente un argumento con ese título, que era la historia de un pequeño grupo de personas muy mías que se quedaban en un pequeño pueblo situado en tierra de nadie en medio de la guerra. De este argumento, a mí me siguen gustando algunos detalles como es el de la demarcación de frontera, los niños de la escuela quedan en un país y las niñas en otro; a un señor le queda en su casa el grifo de agua fría en un país y el del agua caliente en otro. Este título de Tierra de nadie no me gustaba en absoluto para nuestro guión sobre la guerra española; pero el argumento impresionó mucho a Jesús Sáiz, quien se empeñó en conservar ese título que yo había puesto provisional mientras buscaba otro más apropiado, que luego encontré: Los aficionados».

Respecto a Plácido, Berlanga recuerda que tuvo la idea primitiva mucho tiempo antes y que al ser rechazada por varios productores, un día, finalmente, se la contó a Azcona. En dos tardes en el Café Comercial llegaron a un acuerdo con la sinopsis que posteriormente, tampoco tendría mucho que ver con   —60→   el guión que se rodó, pero que ya daba una idea de lo que en definitiva sería la película, que pasó por llamarse «Siente un pobre a su mesa» y luego «Los bienaventurados», título éste que se prohibió. «De Plácido, antes de la versión definitiva con Azcona, hice un trabajo con Colina y Font. Azcona tuvo que marchar a Roma por razones de trabajo y Colina, Font y yo trabajamos sobre todo lo que Azcona y yo teníamos hecho. El método de trabajo era aquí diverso que con Rafael. Con éste nos pasamos la tarde en el Café Comercial hablando, él toma sus notas y al día siguiente, con una precisión estupenda, trae todo ordenado en forma de guión. Pero hubo demoras de producción y esas demoras dieron tiempo a que Azcona volviese de Roma e hiciera una revisión total del guión».

Más adelante, en el mismo artículo, Berlanga continúa: «Es evidente que en el film se nota la fuerte personalidad de Azcona, aunque hayamos partido de una idea mía. No puede hablarse de total absorción de lo que un escritor tan importante ha aportado. Pero la huella de Rafael está no precisamente en lo que la gente va a señalar de inmediato, o sea, el muerto y otros aspectos del llamado humor negro. La presencia de Rafael está más en un sentido riguroso de la historia y en un aumento de este agnosticismo que antes señalaba».

Hay quienes quieren ver en el episodio del cadáver, influencias del cuento «Muerto» de Azcona. No creo que tenga nada que ver, en tanto en aquél el muerto es el centro de la acción y aquí nada más que un «bulto» trasladado. Lo que sí cabe destacar de esto, es que Berlanga reflexiona que, por primera vez, la muerte entra en su obra.

Plácido no sólo tiene importancia por lo que representa en las carreras de Berlanga y Azcona, ni   —61→   por el lugar que ocupa dentro de la cinematografía española, sino, simplemente, porque hoy en día puede considerarse (vista objetivamente y a distancia) como un pequeño clásico del cine.

Si en 1961 Plácido aprobaba el examen de ser una de las dos grandes películas del año (la otra era Viridiana), en1987 Plácido aprueba el examen de ser una de las grandes películas sobre un mundo pauperizado de solidaridad hasta extremos escalofriantes.

Alrededor de la excusa de las desventuras del protagonista para lograr pagar una letra que se vence esa Nochebuena, Berlanga y Azcona urden una trama donde van saliendo, capa tras capa, las miserias humanas, la incomunicación, el egoísmo, la crueldad, el desamor. Acción y diálogos son vertiginosos y establecen ya ese cine «coral» que será una de las características (con alguna excepción) del cine de Berlanga y Azcona. La proeza del director está en manejar una treintena de personajes sin que ninguno se le desdibuje, donde las acciones secundarias cobran tanto protagonismo como las principales, donde la amargura de fondo no desdibuja la sonrisa, ni -a veces- las carcajadas, que nunca lleva a reírse de los personajes, sino de las cosas miserables que el espectador puede descubrir en sí mismo o en el medio que le rodea.

Pero ya se sabe que Azcona maneja perfectamente lo coral desde que escribió Los muertos no se tocan, nene y a Berlanga se le había detectado, en Bienvenido, Mr. Marshall. Hay una buena comunicación entre ambos creadores y quizás una evolución paralela frente al fenómeno social que están viviendo: la transformación de la sociedad española que va superando la post-guerra para entrar a los «dorados sesenta».

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En el ya citado artículo de Fernando Lara sobre Azcona, aquel señala: «Yo sí creo, entonces, en la profunda y enormemente positiva influencia de Azcona sobre Berlanga, pero no a partir de considerar a éste como objeto pasivo de tal influjo sino como verdadera comunicación osmiótica de los artistas sensibles y conscientes que si deciden realizar un trabajo común no es por capricho o casualidad, sino porque sus mundos expresivos conectan y se complementan».

En «Plácido» son los pobres y los ricos los que se separan y se complementan. La sátira (o como quiera llamársela) nace de las diferencias (esa mal entendida caridad, que en el fondo es un gran desprecio; esa cruzada de «siente un pobre a su mesa» que ya de por sí implica una objetivización del pobre como curiosidad de feria -«¿A usted qué le ha tocado, un viejo del asilo o un pobre de la calle?-; la «rifa»de los pobres) y la tragedia nace de las similitudes: cada uno va a lo suyo, todos se separan cuando el otro más lo necesita, todos están desesperados y dispuestos a vender su alma al diablo por lograr lo que quieren: los pobres, comer; los ricos hacer brillar su status.

Aquí se hallan muchas de las claves del Azcona guionista. Los personajes de Plácido no le son del todo ajenos. Pero si los de El pisito o El cochecito se referían a seres de una ciudad, en Plácido ellos se refieren a los de un país. Es un salto hacia adelante y hacia arriba. Hay más valoración de la palabra en este guión que en los precedentes y, según el propio Berlanga en sus declaraciones a Hernández Les y Manuel Hidalgo en Conversaciones con Berlanga. El último austro-húngaro, «ya no hacemos esfuerzos por encontrar el gag visual. Nos divierten más las cosas que se dicen que las cosas que se hacen».

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Efectivamente, cualquier emoción que provoque Plácido, desde la risa hasta el escalofrío, proviene de las cosas que se dicen, de las situaciones que se plantean no como gag, sino como acción-compañía del diálogo. Azcona explica (y es rigurosamente cierto y confirmable leyendo cualquier guión suyo de estos de tipo «coral»), que él nunca da ninguna indicación de planos o movimientos de cámara, pero sí centra la atención de la escena a través del diálogo, «focalizando» la acción en la medida que da relevancia a ciertos sectores del mismo, aunque lo admirable es que no deja de escribir lo que dicen los demás personajes simultáneamente, así sean cien.

Plácido puede verse como una crítica a la caridad o a la falta de ella (curioso año el de 1961, que provoca también en Buñuel y su Viridiana otra reflexión sobre la caridad y un film con mendigos como «coro»). Yo pienso que Plácido es la presentación ácida sobre las relaciones entre los «diferentes», entre dos mundos que se unen -excusa: «la caridad»- pero que no se juntan, que se encuentran pero que se traspasan sin enterarse uno de la existencia del otro. En todo caso, Plácido y su microcosmos social, con sus pobres y sus ricos como dos entidades separadas, tienen la misma actitud que las parejas que plantea Azcona en sus novelas: se usan pero no pueden convivir, coinciden, se ven, se dicen cosas, pero no se miran ni se hablan. Lo que tiene de más apabullante Plácido es que, esos dos «cuerpos» separados, a su vez se desintegran en sí mismos porque tampoco hay comunicación entre cada uno de sus miembros. La sociedad se desintegra porque el hombre se desintegra. Como dice Diego Galán en su «Carta abierta a Berlanga», en este film «No hay didactismos ni mensajes moralizantes, sólo exposición   —64→   desesperanzada de una realidad fácilmente reconocible».

Pero vistos y establecidos ya estos tres films emblemáticos en la carrera de Azcona, cabría señalar que El pisito y El cochecito son obras auténticamente suyas a las que Ferreri agrega esa mirada saludablemente «extranjera», aunque su verdadera colaboración con éste comenzará en Italia y con L'ape regina, donde las inquietudes de Azcona frente a la pareja y la relación hombre-mujer, encuentran un cauce natural. En Plácido, Azcona establece su base «española», deja sentada la pauta -o hace que Berlanga se la retome- para el estudio o representación esperpéntica de una sociedad en crisis, donde sus componentes hablan a gritos pero nunca se oyen, donde cuantos más revueltos menos juntos están, donde corren en la vorágine de desconocerse porque son demasiado iguales como para ser los mismos.



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ArribaAbajoLa mirada extranjera (Azcona y Ferreri)

Como señalamos, la colaboración entre Rafael Azcona y Marco Ferreri cobra especial relevancia a partir de la etapa «italiana» de ambos. El Ferreri «español» de El pisito y El cochecito, por especial que fuera su mirada «extranjera» sobre el mundo de aquí, debía mucho más a Azcona que a sí mismo. El Ferreri «italiano» que se establece a partir de L'ape reina y que elabora una temática definida, es mucho más especial y universal. Esto no quiere decir que Azcona desaparezca, sino que abre una nueva vertiente en su carrera.

L'ape regina, en 1963, es el tercer film en el que ambos autores trabajan en Italia, pero el primero que auténticamente los define. Antes habían trabajado en un episodio -al parecer no muy logrado- de Le italiane e l'amore y en un guión, Mafioso, que debió haber dirigido Ferreri pero que finalmente hizo Alberto Lattuada.

No deja de ser curioso y significativo el episodio que lleva a Ferreri a desertar de la dirección de Mafioso. Parece que Ferreri debía hacer el film con Nino Manfredi, pero éste se negó porque no le gustaba el personaje, no quería hacer de «malo». Los productores consiguen entonces a Alberto Sordi, pero es Ferreri quien -aun no siendo nadie y por consiguiente sin fuerza como para enfrentarse a ellos- decide no hacer la película y recomienda a Alberto Lattuada para que la dirija. Según Azcona, la película terminó tal como dijo Ferreri, siendo «un film de Alberto Sordi», mucho menos fuerte y ácida de lo que intentaba el guión original escrito por él mismo y Ferreri.

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Efectivamente, lo que queda en la película más que la ácida historia de otro «atrapado por la vida», que por devolver un favor a una capomafia se ve involucrado en un ingenioso pero indigno crimen, es un film «costumbrista», etiqueta que viene bien a los temas de Azcona-Ferreri en versión descafeinada. De todas formas hay momentos del film en que se reconoce el humor de Azcona, sobre todo en ideas sueltas o gags como el siciliano que regresa a su aldea tras años de ausencia y se larga a los brazos de una enlutada mujer diciendo: «¡Madre!» y la otra le contesta: «No, yo soy la tía Carmela», o que le lleva de regalo un par de guantes al padre manco. Está también la fuerte ironía del protagonista que debe cometer un crimen para lograr la «paz» familiar o la frase final del jefe, cuando el ya asesino Sordi, le devuelve el bolígrafo y éste le dice: «Si todos fuesen como usted, se viviría mejor, se lo digo yo». De todas formas, evidentemente el film es duro pero no ácido y Lattuada no logra el humor que le habría dado el Ferreri de aquella época ni la causticidad que se nota en la intención de la obra.

Pero L'ape reina establece ya una de las líneas por las cuales trabajarán en los años sucesivos Ferreri y Azcona: la relación hombre-mujer a través de una óptica misógina en la cual el primero es siempre víctima de la segunda.

La historia de L'ape regina es la de un hombre maduro que decide abandonar su soltería y casarse con una mujer mucho más joven que él. El resultado será una relación en la cual el hombre es literalmente aniquilado por una fría esfinge que encierra en sí misma tanto los secretos de la fascinación como los de la destrucción.

La Abeja Reina del título encierra a su macho en la colmena, que no es otra cosa que la familia, lisa y   —67→   llanamente. Una vez que procrea (tiene una hija, es decir, otra abeja como ella), el zángano de la historia, morirá, inservible ya tras haber cumplido con los ritos de la procreación. En el film existe subyacentemente la decadencia del hombre, no sólo la del macho, sino la del ser humano. Al fin y al cabo, el hombre se entrega al matrimonio por miedo a la soledad, por sumisión al deseo, por cumplimiento de normas fijas, de reglas morales que son las que van urdiendo una lenta pero segura destrucción. Lo sobrevive la mujer, la matriarca, hermosa y hierática.

Dentro de la «normalidad» de la familia que presenta el film, está la colección de «anormales» que son el regocijo y la firma de la mirada de Ferreri y Azcona: la sirvienta enana, la escena campestre en que se despluman las gallinas, las insólitas reacciones del idiota de la familia, la obsesiva presencia de los sacerdotes. Además, este film también es significativo en la carrera italiana de Azcona porque señala el comienzo de los trabajos de Ugo Tognazzi como intérprete de sus guiones (trabajo que se repetirá en diez oportunidades más, incluso una de ellas con Tognazzi como director). L'ape reina muestra a un Ferreri aún errático en la dirección, pero apuntando con seguridad hacia un blanco bien definido. Una hermosísima Marina Vlady obtuvo, gracias a este film, el Premio de Interpretación en el Festival de Cannes de 1964.

Ese mismo año, Azcona y Ferreri vuelven a indagar en la relación pareja, pero abriendo más su óptica hacia el retrato de las miserias humanas en La donna scimmia, otra vez con Ugo Tognazzi de protagonista, como un hombre que se hace rico llevando de feria en feria a su mujer velluda -la mujer mono del título- como un fenómeno más. Gracias a la complicidad de una excelente Annie   —68→   Girardot, esta mujer mono llega a ser atractiva, hasta seductora (recordar la increíble secuencia del strip-tease), lo cual es un magnífico logro del film, que deja al espectador en una postura ambivalente frente a las dos monstruosidades: la física de la mujer o la moral del hombre.

La relación de la pareja es muy cruda y los toques irónicos o grotescos congelan la risa en más de una oportunidad, como en la secuencia en que Tognazzi lleva a su mujer al zoológico para que ésta aprenda a comportarse como un gorila, aquella en que Girardot obliga a su marido a cumplir con sus deberes conyugales o el terrible final en que tras ella morir en el parto del monstruoso fruto del matrimonio, Tognazzi insiste en pasear de feria en feria el cadáver embalsamado de su mujer y su pequeño hijo. Ferreri hasta insiste en la «cotidianeidad» de la situación al punto de hacer una escena de boda en la que se escucha de fondo «Blanca y radiante iba la novia...» y la novia-mono, va blanca y radiante, envuelta en tules.

En el episodio «Il Professore» de Controsesso, el director y el guionista exhibirán la vida cotidiana de un profesor (otra vez Tognazzi), que está preso de sus inhibiciones y deseos no resueltos. Pero será en otro film de ese mismo año, L'uomo dei cinque palloni (también conocido Break-up) donde Ferreri y Azcona iniciarán la profundización de otra de sus líneas temáticas más destacadas: el hombre tratando de encontrar o enfrentar sus propios límites.

El film nace como un largometraje, pero el productor Carlo Ponti, que teme destruir la imagen del actor central (Marcello Mastroianni), prefiere dejarlo en un corto dentro del film que concibe tras el éxito de Ieri, oggi e domani, otro film «ómnibus» que se llama Oggi, domani, dopodomani. Igualmente   —69→   contento con el resultado de la película, Ponti le pide a Ferreri que vuelva a hacer una versión más larga, haciéndole rodar, incluso, una secuencia en colores. La Metro lo distribuirá mundialmente con el título Break-up aprovechando, a su vez, la cacofonía de este nombre con el del éxito mundial que ha obtenido el Blow-up de Antonioni.

Es la historia de un hombre obsesionado por conocer la capacidad de aire que tienen unos globos. Así, a través de esta obsesión simbólica, el poderoso industrial, lleno de pequeñas manías, detallista al máximo, empieza a ser esclavo de ese interrogante que, en última instancia, no es más que el interrogante de la vida: ¿cuál es el límite del hombre? Los cinco globos del título original pasar a ser más importantes que su trabajo, que su amante y lo llevan a la demencia y al suicidio. Es hallar la proposición que le puede sacar adelante o hundir para siempre.

Detrás de los globos se podría descubrir una nítida simbología sexual. Esa manía por la extensión, el esfuerzo por saber hasta dónde, queda revelado en varios estadios del relato como una búsqueda de la autoafirmación viril. Pero también el personaje podría demostrar otra cosa: que el hombre no se puede dar el lujo de llegar a los extremos sin exponer su cordura, ese pequeño equilibrio sin preguntas que evita la desesperación de la falta de respuestas. El hombre es (con o sin símbolos fálicos) una criatura tremendamente expuesta a la devastación, una devastación que surge, desde dentro, con los interrogantes y, desde fuera, con esa especie de canibalismo cotidiano que la sociedad ejerce sobre él.

La definición del film está en la respuesta que el industrial da a un grupo de amigos que se burlan de su manía: si se detiene un poco más aquí del límite,   —70→   se considerará un fracasado. Y averiguar cuál es el límite, llegar hasta él, confrontarlo, lo destruirá.

Esta preocupación metafísica de Azcona y Ferreri, se convertirá en otra de sus constantes, una constante que tendrá su punto máximo en La grande bouffe. En esta etapa italiana, Azcona tiende a dejar el «realismo» de sus primeras obras y a acentuar el lado parabólico de sus guiones. La relación hombre-mujer no es abandonada (en Break-up sigue vigente la misoginia, la mujer devoradora del hombre, la mujer-objeto que con su pasividad doblega al hombre), pero las relaciones individuales tienden cada vez más a ser un comentario social y en el centro de ese comentario social está siempre la alta burguesía.

Tras la incursión nuevamente en un film en episodios, Marcia nuziale y una reflexión sobre la relación hombre-mujer, pero a la inversa, en L'harem (donde es la mujer la que tiene el harén de hombres quienes se unirán finalmente para destruirla), Azcona y Ferreri ofrecen L'udienza, cristalización en paráfrasis de un viejo proyecto: llevar al cine El castillo, de Kafka.

La propuesta de L'udienza es muy simple: un ataque frontal y feroz a todas las formas de poder. A un poder que necesita nutrirse en las masas, pero que aniquila despiadadamente al individuo. El elemento símbolo que la película utiliza para ello es la Iglesia y todo el aparato represivo que se mueve en torno al Papa, éste ya como cúspide de ese poder que llega así a la abstracción. Un policía, una prostituta y un príncipe en cuyo jardín se adiestran tropas fascistas son los nexos -y también las barreras- entre el Hombre Común y su aspiración a entablar un contacto directo con La Fuente y El Vértice, que también pueden representar una forma de paternalismo, un ansia simbiótica.

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En L'udienza hay una historia lineal: Amadeo, un hombre de unos treinta años, oficial en excedencia, quiere hablar directamente con el Papa. Su osadía es también una ofensa. Se le persigue, se le encierra, se le enreda. Como el Amadeo de Ionesco, vive en un mundo que quiere quitárselo de encima, porque él también crece en su tozudez y propuesta básica. Llega a Roma para hablar con el Papa y el tiempo pasa, la meta no se logra y el individuo se destruye.

El tratamiento es complejo y director y guionista poseen a esta altura un universo riquísimo que urden barrocamente alrededor de una simpleza narrativa aparente. Multitud de episodios y personajes, de instancias y reflexiones, se van sumando a una situación básica que se repite al infinito (repetición que incluso está sugerida al final de la obra, con el esquema que vuelve a comenzar). Ferreri y Azcona se cubren las espaldas o rinden homenaje, haciendo que los mismos personajes reconozcan que se hallan en una situación kafkiana. Pero también está la constante que ambos han esbozado en L'uomo dei cinque palloni: es el hombre enfrentado a una situación límite, el hombre «derrotado pero no vencido» como acotó alguna vez Hemingway, que se renace a sí mismo, que se hace cíclico en el absurdo y en la esperanza y en la falta de ella.

Quizás todo esto haya llevado ineludiblemente a lo que puede considerarse como la culminación de esta etapa: La grande bouffe, apocalipsis de la carne, encuentro final del hombre con sus límites.

Esta vez, no es el aire que puede entrar en un balón, ni la paciencia sometida a prueba, sino el hombre desafiando a su propia carne. Sexo y comida son devorados, engullidos, hasta la aniquilación. Promiscuidad y grosería mientras el mundo se va   —72→   desintegrando y la muerte entra gozosamente en la vida de unos burgueses que parecen rendir su máximo homenaje al placer. Toda apetencia de la carne será saciada en un rito desbordado y desinhibido. La pantalla se llena de imágenes, ruidos y alusiones de toda especie, mientras los personajes se van convirtiendo en símbolos de una sociedad que sólo aspira a la saciedad.

Los personajes de Azcona-Ferreri nos hablan de un hombre que se está derrumbando en un medio que permanentemente le crea una serie de compulsiones que es tan peligroso respetar como traspasar. El film logra extraer, de las situaciones más insospechadas, las reacciones más increíbles. Así la congoja y la emoción ante la muerte de Tognazzi, mientras come y goza sexualmente, satisfecho por una mujer que derrama lágrimas de piedad o el final de Piccoli mezclando una patética melodía con los más absurdos sonidos de su cuerpo y literalmente hundido en un charco de inmundicia.

Pero a estos cuatro burgueses satisfechos con sus vidas, sólo ansiosos en su afán introyectorio, se les opone también -¿o quizás sería más adecuado decir que se les complementa?- una figura opulenta, buena, sanamente sensual, que de inmediato se erigirá en el símbolo de una indestructible Madre Tierra, fuente de calor, de ternura y manso refugio final para la muerte. Su sexo cobija a Tognazzi, su seno cobija a Noiret. Como en Break-up, aquí también los protagonistas saben que quedarse del lado de aquí del límite implica el fracaso.

Los elementos de toda una obra -siempre creciente, siempre evolucionante- se mezclan en La grande bouffe para ofrecer una visión definitiva de un mundo y si el gesto es exasperado, la conclusión no lo es. Apocalíptica sí, exasperada o exasperante no. Al   —73→   contrario, el apocalipsis de Azcona y Ferreri parece contener un cierto regocijo en el que el hombre explota sus límites para poder rebasarlos, los conoce y se libera por la muerte. En tanto, siempre quedará ahí la Madre, con sus senos generosos, su sonrisa complaciente, su comprensión que arrastra a la entrega pero que no intenta rescatar.

La película siguiente no podía ser «tranquila». Es Non toccare la donna bianca y ella bordea los caminos del delirio en una reconstrucción tan caprichosa como alucinante de la batalla de Little Big Horn a la que el pozo de la demolición de Les Halles en París brinda un marco surrealista.

Es la destrucción de un mito histórico, pero también es una apertura hacia otras fabulaciones: la integración racial, el mundo perdido de los héroes, las preocupaciones cotidianas de los «grandes» que están haciendo la historia y son conscientes de ello. Non toccare la donna bianca es una de las obras más originales de Azcona y Ferreri y quizá una de las menos comprendidas en su momento, pero su vuelo de lirismo, su arrollante originalidad, hace honor a sus autores.

De todas formas, el paso posterior al conocimiento de los «límites» de La grande bouffe llega con L'ultima donna, otro retrato de pareja, donde el hombre se queda encerrado de sus «límites» para adentro.

Un hombre joven, separado, desempeña el papel de padre y madre para su pequeño hijo. Pero la asistente social que lo cuida en el jardín de infancia, hace una impetuosa irrupción en la vida de ambos y, meticulosamente, va cercenando todos los atributos del protagonista. Le quita el amor de su hijo (agresión fundamental) y lo va desmasculinizando en la medida en que se entienda una sociedad con roles masculinos   —74→   y roles femeninos. Finalmente, el macho castrado totalmente por la hembra, cumplirá un sangriento ritual que derivará de lo psicológico a lo físico con una deliberada automutilación.

Esta línea argumental comprehende y abarca las diversas constantes temáticas de sus autores: la misoginia en el papel de verdugo que hace asumir a la mujer que arrasa con todos los valores establecidos del hombre; el hombre, que autodestruyéndose de esa manera, hace una ofrenda-venganza y su holocausto también anula a la mujer (sin el pene no existe el hombre, pero la mujer deja de serlo por falta de referencia); la sociedad industrial, analizada y criticada lateralmente en el tipo de vida que debe llevar la pareja y, finalmente, el estadio límite (una vez más) que implica la muerte física como una manera de alcanzar los extremos.

A su manera, L'ultima donna también es apocalíptica, porque si los cuatro amigos de La grande bouffe, simbolizaban el fin de un medio burgués, L'ultima donna está hablando del fin de la pareja en la medida en que la mujer oprime y el hombre (siempre el más lúcido en los films de estos autores) sólo halla la liberación a través de la castración, del gesto digno de tragedia griega de entregar su pene mutilado a las manos de la mujer, en venganza última de decir: «Si esto es lo que quieres de mí, aquí lo tienes, pero yo no soy más yo».

La colaboración siguiente en que aparecen los nombres de Azcona y de Ferreri es en Ciao maschio, donde Azcona (si bien es cierto que se aclara que es «una colaboración de Rafael Azcona» en el guión) es más difícil de hallar. El film está precedido por una pintada que hay encima de la cama del protagonista: Why? (¿Por qué?). Y otra vez nos hallamos en un mundo fantasmagórico (que va predominando cada   —75→   vez más en la imaginería de un Ferreri que quiere abstractizar sus películas) donde el hombre queda reducido a sus esencias: el enorme mono «muerto» en las playas desiertas de Nueva York, el hombre solo rodeado por mujeres que lo violan, el hijo-mono que adopta el protagonista, los seres patéticos que pueblan la despoblada ciudad (la anciana que desea ser amada; el anciano que desea amar y se suicida; el megalómano). ¿Es el destino del hombre la soledad, la supervivencia a través de otra especie -las ratas que devoran al mono pequeño-? Ciao maschio es un film lleno de preguntas y con muy pocas respuestas. Es un gesto desesperado, pero nos da la impresión de ser un gesto en el vacío.

Desde entonces, hace ya diez años, Azcona y Ferreri han recorrido caminos diferentes. Mientras estos diez años han sido muy fructíferos para Azcona, que ha iniciado colaboraciones nuevas y algunas muy prometedoras, Ferreri ha indagado mundos desesperados, ha encontrado el neón y va deshumanizando sus acciones y personajes. Eso sí, se ha convertido en un maestro de la deselaboración de lo que acaba de construir, de dar simultaneidad a lo que tradicionalmente no va junto.

Ferreri sin Azcona, es otro Ferreri. En más en diez años sin colaborar (acaban de terminar el rodaje de un nuevo film aún desconocido: ¡Ah!, blancos ser buenos), ha recogido el «espíritu» de Azcona en un film como I love you, que pareciera ser una reelaboración de Tamaño natural.

Incluso años antes, en un lapso de colaboración entre ambos, (entre L'harem y L'udienza), Ferreri dirige un film que todo el mundo cree que es de Azcona: Dillinger é morto, un descarnado antecedente de El anacoreta y Tamaño natural, algo así   —76→   como la propuesta de un film-monólogo, donde el hombre en soledad llega a la destrucción.

En realidad, la historia de Dillinger é morto surge de Azcona, de una especie de chiste que éste hace cuando le preguntan por qué no quiere dirigir y él confiesa que «sólo le atrae una idea: la de un hombre que llega a su casa, su mujer y sus hijos están durmiendo, descubre un revólver y decide matar a su mujer». Azcona decía que si tuviera tiempo, a través de muchos fines de semana, con una cámara y José Luis López Vázquez en su apartamento, haría un film con este tema. Se lo cuenta a Ferreri y tiempo después, éste, deslumbrado por la idea, invita a Azcona a ir a Roma a hacerlo. Pero el escritor se halla ocupado en otros proyectos y le «regala» la idea. Al cabo de un par de años surge Dillinger é morto (que tiene guión de Ferreri y Sergio Bazzini) y aunque la participación de Azcona no va más allá de ese primer boceto de idea, el film aparece como absolutamente azconiano. En realidad, la arquitectura y la «idea» del film son de Azcona, éste lamenta que sólo el final no sea suyo y con una generosidad que lo caracteriza (Azcona jamás habla de cuáles han sido sus ideas para un film, o qué gags se le ocurrieron, en cambio siempre se apresura a decir que buenas son las ideas de los otros y que qué pena que tal gag o situación no se le hubieran ocurrido a él). Lo cierto es que después de un tiempo, Ferreri y él venden un guión a un productor y Ferreri, sin comentar nada, le deja todo el dinero a Azcona.

Pintoresquismo del episodio aparte, creo que todo habla bien a claras de la profunda simbiosis de un guionista y un director que han sabido desarrollar una auténtica «obra» juntos, en la cual sería difícil definir los límites creativos de uno y de otro, pero que llevados por preocupaciones comunes (la misoginia,   —77→   los límites del hombre, la pareja, la alienación social) han sabido describir un universo rico, complejo, y en permanente desarrollo. Incluso hay otras películas de Ferreri como La cagna -otro retrato límite de una pareja- que también se podría pensar que está escrito por Azcona. La auténtica comunión que se da entre ambos ha ofrecido no pocas obras relevantes del cine actual. Y que la perspectiva histórica que las subraya, no nos haga olvidar tampoco que una por una, a su tiempo, se fueron presentando como obras excelentes que sólo han sido superadas por las siguientes de ellos mismos.

Gran admirador del cine italiano, Azcona supo incorporarse a un estilo y una forma de hacer que, sin embargo, no le llevaron a perder sus características ni sus personajes propios, óptica, forma de mirar la vida que ya venía prefigurada en su obra literaria. Su humor no fue «traducido», simplemente, adquirió otras palabras, pero siguió expresando lo mismo y sus ojos, en todo caso, se apartaron en estos films de la sociedad española, pero para detectar un mundo que también la abarcaba. Fue él quien enriqueció con su mirada «extranjera» un nuevo mundo.



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ArribaAbajoEl humor nacional (Azcona y Berlanga)

Después de tan brillante comienzo de la colaboración en Plácido, Berlanga y Azcona trabajan en un episodio de Las cuatro verdades y en 1963 ofrecerían lo que es uno de sus más brillantes y logrados trabajos conjuntos: El verdugo.

Aquí, simplemente, cabe remitirse a la prueba del tiempo: a casi 25 años de realizada, la película sigue tan vigente como en su momento. La historia es la de José Luis, un empleado de pompas fúnebres que un día, tras retirar -con mucho disgusto- el cadáver de un ejecutado, acompaña al anciano verdugo a su casa y resulta que se enamora de la hija. Se casan, pero para mantener un piso de renta baja, el joven se ve obligado a «heredar» la profesión de su suegro.

A partir de ese momento, comienza el brusco y feroz descenso al infierno del protagonista. No sólo se ve forzado hasta el fin en aceptar su trabajo, sino que -además- le llega el día de ejercitarlo. José Luis tendrá que ser arrastrado literalmente hasta el lugar de la ejecución, en tanto el condenado avanza con dignidad.

La película se desarrolla en dos niveles: el primero es una obvia y atroz condena a la pena de muerte. El segundo, y el más típico de Azcona y Berlanga, es el apunte del medio social y el estilizar, depurar la situación hasta que se convierta en una reflexión sobre el ser humano en general.

José Luis es otro más de los «atrapados por la vida». La pobreza, su condición de «hombre casado» y padre, no le dejan alternativas, tiene que aceptar el trabajo de verdugo aunque eso le cueste sangre, o lo que es peor, no sólo se enfrente a sus convicciones   —79→   sino a sus entrañas. A su lado, están dos figuras también típicas: la mujer castradora y el suegro resignado, casi cínico a fuerza de resignado. Ambos le convencerán, le envolverán, le obligarán a llegar al garrote vil. Al final de la película poco importará de qué lado esté, es igualmente una víctima de la sociedad, un «castigado» por las circunstancias.

Las circunstancias en sí, tampoco son nada ajenas al mundo de Azcona si pensamos que, al fin y al cabo, José Luis tiene que aceptar un trabajo que le da náuseas por conseguir, -él como Rodolfo-, un «pisito». Y esa mujer que toma el sol en Mallorca, mientras el marido suda pensando en qué momento le llamarán a hacer su primera ejecución, también es identificablemente azconiana, en su regocijo en ser esposa y madre, no importa el precio que pague el marido. Finalmente, don Amadeo, su suegro, casualidad o no que esté interpretado por José Isbert, es como una prolongación del don Anselmo de El cochecito, un ser aislado por la vejez, que pasa de todo y que ha adquirido la perfecta amoralidad que da la vida contemplada desde el final. Don Anselmo está dispuesto a matar a su familia por conseguir su cochecito, don Amadeo deja que «maten» a José Luis con tal de seguir gozando de su «paz» familiar.

Lo magistral del film está en la enorme dimensión trágica y humana de los personajes, que sobrepasan su circunstancia inmediata para ser representaciones ejemplares del ser humano. Aunque alguien haya querido ver en Berlanga -y Azcona- la intención de defender al verdugo (en su momento el crítico francés Jean Louis Comolli dijo: «Bajo la pretensión de criticar sutilmente a Franco, Berlanga hace una irónica apología del verdugo. Pero es una apología»), yo creo que no hay ninguna defensa ni del verdugo ni de la pena de muerte, lo que hay es una   —80→   tremenda piedad por el hombre sometido por las circunstancias y una reflexión aterradora (en todo caso lo que ya se va perfilando como el tremendo escepticismo de los autores) de que José Luis podemos ser todos si la vida nos arrincona.

En El verdugo no faltan los toques de humor (la recogida de la iglesia después de la boda de los ricos para dejarla desnuda en la boda de los pobres) pero si a uno se lo apura mucho, hay también bastante de película de suspense (¿tendrá José Luis que ejecutar o no?) y mucho de angustioso terror (las secuencias en las cuevas de Mallorca cuando lo llaman a José Luis por los altavoces para que finalmente vaya a ejecutar al reo). De todas formas, El verdugo nos plantea un razonamiento final y radical: el hombre, en tanto ser social, no es un ser libre.

La película siguiente de Azcona/Berlanga es una de las menos logradas y una de las que mejor ilustran la distancia entre papel y celuloide, es decir, entre guión y película.

Partiendo de una excelente idea -y muy típica de ellos- director y guionista pergeñaron la historia de una mujer enamorada de un marido ligón. La suegra (personaje que adquiere en esta obra sus dimensiones más tópicas), aconseja un plan de acción: fingir una grave enfermedad para atraer la atención del hombre. Así el hombre es «La víctima» (primer título que iba a tener el film) y las mujeres «Las pirañas» (segundo título propuesto), pero -finalmente- fue La boutique es decir, ni una cosa ni la otra.

Berlanga declara que tanto Azcona como él trabajaron en perfecta armonía y que se hallaban contentos con su guión, cuando el productor Cesáreo González les informó que el film se rodaría en Argentina. Allí Berlanga no sólo tuvo que enfrentarse con misérrimas posibilidades de producción, sino que   —81→   debió (debieron él y Azcona) adaptar el libro a la personalidad de los actores argentinos que exigía la co-producción. Esta vez, la «mirada extranjera» no resultó beneficiosa.

Argentina lo que más respetó de todo fue dejarle uno de los títulos originales, «Las pirañas». El resto de su aporte fue negativo. Sin embargo, La boutique, en una lectura que sepa ver más allá de la imagen, vuelve a ser tema y variaciones de la misoginia de Azcona y Berlanga y del profundo pesimismo frente a la pareja. Madre e hija (suegra y esposa) no sólo tienden una trampa horrible al hombre, proponiendo el chantaje de la proximidad de una muerte que nunca llega, sino que le exasperan hasta tal punto que logran provocar en él unas ansias de venganza que no son precisamente ennoblecedoras. Claro que las mujeres «sobreviven» a todo y finalmente será el hombre quien perezca en la otra vuelta de la tuerca de la trampa que ellas provocaron tender. Mientras lloran la muerte de uno, ya están dispuestas a atacar a su próxima víctima.

Tampoco salió muy redonda Vivan los novios, la obra con que el mismo productor, Luis G. Berlanga rodó dos años más tarde. Diluida en la primera parte hacia un pintoresquismo prescindible e indudablemente retomado por Azcona de su novela Los europeos (aunque la acción transcurra en Sitges y no en Ibiza), la película cobra cuerpo pasado ya un buen tercio de su transcurrir.

El protagonista llega a Sitges con su anciana madre para casarse con Dolores, la dueña de una tienda de souvenirs, que ha conocido el verano anterior. La noche previa a la boda, decide recorrer la ciudad e intentar alguna última aventura, conociendo a una chica irlandesa con la que no tienen ninguna comunicación a partir del idioma en sí. Cuando   —82→   regresa a la casa, frustrado, sin aventuras, queriendo acostarse con su novia y siendo rechazado, descubre que su madre ha muerto. A partir de ahí, Vivan los novios pasa de ser una comedia semicostumbrista a ofrecer otro salvaje comentario sobre la relación hombre-mujer. Una vez más el protagonista, Leonardo, es un «atrapado por la vida». No le dejan llorar ni enterrar a su madre (una vieja feroz y pintarrajeada que le ha tenido sometido). Pero en él no hay ansias de libertad, simplemente, «pasa de mano». Será ahora Dolores (y su hermano) quienes le conduzcan y determinen. Primero la boda que el funeral, primero la apariencia social -o el tenerlo bien atrapado, que es lo mismo- que cualquier reacción individual o «humana».

Así, meterán a la madre en la bañera y la conservarán con hielo hasta después de la boda. Leonardo quiere rebelarse, pero da lo mismo, nadie le oye. Y una vez lograda la boda, el deshacerse del cadáver de la madre porque se podría descubrir que murió mucho antes y eso causaría problemas con el forense. Pero el cadáver (al fin y al cabo es el cadáver de una mujer, de una madre), reaparece (feroz chiste el que aparezca con un arponazo que le clava el submarinista que la descubre). Entre tanto, camino de la boda, en el velorio de la madre y luego en el entierro, Leonardo se cruzará otras tantas veces con la irlandesa motivo de su fantasía de amor. Pero nunca la alcanzará y esto valga como mejor dicho que nunca en la secuencia final, en que la muchacha aparece volando en una cometa y Leonardo corre tras ella, inalcanzable, en el cielo...

Finalmente, simbología espléndida en su sentido y en el logro cinematográfico de Berlanga, el cortejo fúnebre seguirá su camino convertido en una gigantesca araña.

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La película está plagada de esas observaciones que sus autores gustan hacer: el cura que cita siempre versículos cuyos números no recuerda, el gag espeluznante de la tarta de nata que vuela por el aire para ir a dar al rostro de la muerta, el cuñado que le trae la dentadura de la finada. Pero lo que no funciona en Vivan los novios es la ambivalencia de Leonardo huérfano inconsolable -amante frustrado-esposo víctima. En tanto el personaje de Dolores (Loli) se define a la perfección en su negativa a tener sexo la noche previa a la boda y en su insistencia a tenerlo ya casada aunque su suegra esté por enterrar, el de Leonardo es demasiado patético para tomarlo en broma y está demasiado ocupado en cierta frivolidad (porque el film tampoco nos convence de que sea Amor, así con mayúscula) de ligue como para tomarlo en serio. Incluso hay más de un momento en que crea ambivalencia, como en la secuencia del velorio, en que mientras todo el pintoresquismo hippy se ve como forzado, la situación del cuñado amnésico haciendo de traductor es auténticamente conmovedora (y es conmovedor el siempre excelente Manuel Alexandre).

Berlanga les decía a Hidalgo y Hernández Les en el trabajo citado: «A Rafael Azcona y a mí nos gusta miserabilizar las situaciones, romperlas y distanciarlas en el momento en que van a alcanzar su punto álgido». Sin embargo, esto que está tan logrado en Plácido o El verdugo, no funciona igual en Vivan los novios. Las miserabiliza, las «rompe», pero no las distancia o, mejor dicho, crea lejanías pero no distancias.

Quizás sea Tamaño natural (o Life size o Grandeur nature) un proyecto que cuaje más el universo de Azcona que el de Berlanga. Si bien a este le interesa el erotismo y, por consiguiente, el mundo   —84→   que puede implicar el de las muñecas hinchables o algún tipo de dirección de la libido, es Azcona quien parece preocupado por lograr casi el film-monólogo. (Aparte de haber propuesto ya las muñecas hinchables como co-protagonistas en el último episodio de Marcia nuziale de Ferreri). Ya lo hemos visto en aquella idea que le regaló a Ferreri para Dillinger é morto (en última instancia, dicho en broma o no, el film que a él le hubiese gustado dirigir) y lo veríamos otra vez en El anacoreta.

No es que se trate estrictamente de «monólogos», pero las acciones tienden a ser claustrofóbicas y por personajes que haya en derredor, sólo hay uno vigente en el centro del relato y dominante en la acción de la película.

Tamaño natural es la historia de Michel, un dentista casado que un día recibe un paquete que había encargado: una espléndida muñeca hinchable. A partir de ese momento, toda su existencia se dirige hacia la muñeca, los «caprichos» de la muñeca, los placeres de la muñeca, las necesidades de la muñeca. La propuesta implica que en tanto la pareja sea silenciosa y sin voluntad propia, la felicidad es posible. Sin embargo, hay otro alcance: la pareja ni aun así puede subsistir y la muñeca terminará destrozando al hombre (o la mujer al hombre).

Alrededor de Michel también hay un mundo de mujeres de carne y hueso, la suya propia que no entiende la situación, pero que se siente humillada cuando no puede reemplazar a la muñeca y la madre, ¡oh! eterna Madre, que se sentirá feliz con la elección de su hijo. Con la muñeca se comunica mejor que con su nuera.

Pero quizás haya otra instancia: la de Michel que proyecta en su muñeca de «tamaño natural» sus propias ansiedades de hombre de tamaño natural   —85→   (Michel no es ni un mediocre ni un héroe -Azcona odia los héroes-). Y una sociedad que, al fin y al cabo, no es tan diferente de Michel y también proyecta sus deseos en la muñeca. Desde el portero hasta luego todo el corro de emigrantes españoles que -en una disgresión demasiado disgregada en el film- primero tomarán a esa muñeca como «virgen» y luego la violarán.

La película es un festín de imaginación e inventiva, de tema y variaciones en la relación de Michel con su muñeca. Y también, es una reflexión seca, última, de la destrucción del hombre por la mujer (o por su objeto de deseo). Michel, devorado por los celos, creerá destruir la muñeca arrojándola al Sena y suicidándose él. Pero ella flota. Sobrevive. Para que desde un puente anónimo, otro Michel comience a desearla a lo lejos y recomience, tozudamente, la historia de un hombre y una mujer.

Las tres películas siguientes, que en realidad podrían ser una sola película, cambian el derrotero seguido por Berlanga y Azcona hasta el momento y vuelven a un cine coral, insinuado en Plácido y ahora cristalizado en La escopeta nacional, Patrimonio nacional y Nacional III.

No estuvo en la intención de Azcona y Berlanga el hacer segundas o terceras partes, pero el éxito de La escopeta nacional hizo que retomaran personajes de aquella en Patrimonio nacional y que éstos aún perdurasen en Nacional III. Es como una suerte de saga más que de los personajes centrales, del país en sí. La escopeta... sucede durante el franquismo; Patrimonio... es, cuando muerto Franco, unos aristócratas caducos creen que el Rey devolverá el esplendor de la corte y Nacional III habla -ya casi en términos coyunturales- de esos aristócratas tratando de salvar sus posesiones y queriendo hacer   —86→   evasión de divisas. Todo termina, la tercera película y el ciclo en sí, con la llegada del gobierno socialista.

Aquí Azcona y Berlanga apelan más al esperpento, a la acumulación y, también ¿por qué no?, a la diversión ajena y la propia. Sobre todo en La escopeta nacional, cuando hacen la presentación de ese industrial catalán que va a la cacería en la finca de un marqués, tratando de conseguir recomendaciones para establecer un negocio de porteros automáticos. La cacería en la finca es un microcosmos del mundo del poder en aquel momento: ministros, aristócratas, industriales, «influyentes», sacerdotes. En fin, todos los que eran. Y son. El film discurre como el seguimiento de ese industrial que se ve maltratado, manoseado, menoscabado, para nada. El poder se alimenta en sí mismo y los de fuera no están bien vistos. En tanto desde dentro, la corrupción, el fin de una raza y de una especie, se hacen patentes a través de los absurdos, las ilogicidades, las locas persecuciones en pos de la nada. Una clase viciosa y onanista (como el hijo del marqués) que se autosatisface en cantidades de gestos vacíos.

Los personajes centrales de La escopeta nacional, el marqués, su hijo, su nuera y el criado vuelven a las andadas, tan grotescas como divertidas, tan divertidas como patéticas en Patrimonio nacional Berlanga ha dicho: «Mi película es la crónica del fin de una raza, la raza aristocrática, que se ha convertido en una raza marginada, en vías de extinción. Junto a la dimensión esperpéntica, humorística, hay, como siempre, una mirada comprensiva, ternura antes que agresividad».

Esa mirada la retoma, quizás con menos ganas e inspiración por parte de Azcona y suya propia, en Nacional III, donde todo se va reduciendo del apocalipsis de una clase, de la corrupción del poder, a   —87→   una picaresca de un mundo que ha muerto o que agoniza lentamente mientras sus fantasmas, los cocos de su clase, se van corporizando. Es un humor «festivo» más que corrosivo, un humor que sirve más para divertirse con los gags de Azcona o para admirar los planos-secuencia de Berlanga, que para sacar conclusiones que irían más allá de la película en sí o de sus intenciones.

La vaquilla es la concreción de un viejo proyecto, de uno de esas docenas de proyectos que por razones de censura o producción, Azcona y Berlanga han ido guardando en cajones desde los años 50. En esta oportunidad se trataba de La fiesta nacional.

En uno de los frentes de la guerra civil, se hallan republicanos y nacionales. Ya nadie lucha, hace dos años que dura la contienda y esto se parece más a una larga siesta que a un frente de batalla. Sin embargo, cuando los nacionales anuncian que festejarán la Virgen de Agosto y que habrá gran comilona y festejos taurinos, cinco de los republicanos deciden secuestrar al animal. El resumen será que en la contienda, la vaquilla morirá en tierra de nadie y no habrá beneficiados con su muerte. El odio sólo ha traído pérdidas.

Nuevamente, Azcona y Berlanga van al cuadro coral, al toque esperpéntico, a esa técnica que saben utilizar como nadie de controlar el caos, crearlo para después atomizarlo, y, sobre todo, dejar que en la muchedumbre, se puedan distinguir cada una de las voces que se alzan. Esto se debe, en gran parte, a la pericia de Azcona de llevar adelante construcciones muy rígidas del guión. Él dice: «No puedes quitar arbitrariamente algo que esté escrito en la página 14, porque podrás comprobar luego que se corresponde o explica algo que sucede en la página 95» y es así. Y aunque Azcona diga que los guiones sólo existen   —88→   porque «los productores son unos vagos, y te llaman y te dicen: 'Tengo una idea formidable. Mira, una mañana un tipo se levanta y no sabe dónde está ni quién es' y ahí te dejan esperando el resto de la historia», el Azcona de los guiones de Berlanga, en especial, es una auténtica ejemplificación de rigor, de esa claridad de concepción que es la que permite que films como La escopeta nacional, sus subsiguientes y La vaquilla puedan ser «seguidos» por el espectador sin que éste se confunda en un mar de personajes.

Última colaboración de Azcona y Berlanga hasta el momento es Moros y cristianos, film aún no terminado mientras se escriben estas líneas, pero cuyo guión habla otra vez de una sociedad en revolución, donde las viejas tradiciones son sacudidas por las nuevas técnicas aunque, en el fondo, la picaresca sea la misma.

Los Planchadell son una familia turronera de Jijona. Don Fernando es convencido por sus hijos de venir a Madrid a participar en una Feria Alimentaria en busca de «imagen». Pero «imagen» verdadera es la que les propone Cuqui, la hija que quiere ser diputada y que tiene un asesor específico. Una vez más están los personajes esperpénticos (el obseso sexual superdotado, la clase para aprender a bailar sevillanas, la vieja diva de ópera, los moros y cristianos que hacen el anuncio de los turrones «Planchadell y Calabuig», el desfile por toda una sociedad consumista (la Feria, la televisión) y el logro que sera una pérdida: los Planchadell han mejorado la imagen de la marca, pero no se dan cuenta que en el camino se han perdido a sí mismos.

El «modernismo», la «tecnología», hacen avanzar la sociedad pero condenan al individuo. Esta es la conclusión, hasta el momento, de dos hombres que,   —89→   conjuntamente, han brindado al cine español de los últimos 30 años obras que, insistimos, ya con la distancia histórica suficiente, pueden considerarse «clásicos» del cine nacional. Escepticismo, misoginia, insolidaridad, son algunos de los adjetivos que se desprenden de sus films. También se han desprendido otros como «feroz», «sarcástico», «apabullante». Berlanga y Azcona están pintando un vasto fresco de una sociedad agonizante y lo hacen con trazos decisivos, fuertes, firmes. Las historias del individuo se terminan, pero siempre serán retomadas por el ser social. Es que, como decía el villancico del final de Plácido, «en este mundo ya no hay caridad». Pero algunas miradas aún la tienen... como las de Azcona y Berlanga.



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ArribaAbajoSin la dimensión del tiempo (Azcona y Saura)

La primera colaboración entre Rafael Azcona y Carlos Saura se produce en 1967 y el resultado de la misma es Peppermint frappé. Pareciera ser que es un guión en el cual interviene poco Azcona, dado que es llamado por Saura cuando él y Angelino Fons ya lo tenían terminado y buscaban alguien que lo puliese.

En sus declaraciones a Enrique Brasó en el libro Carlos Saura, el director dice: «(...) Lo cierto es que ni Angelino ni yo éramos capaces de cortar nada, no teníamos sentido crítico para cortarlo. Y fue cuando se recurrió a Rafael Azcona, a quien yo conocía pero con quien nunca había trabajado. Azcona se limitó a reordenar el material, discutir un poco la estructura del guión, cortó lo que nosotros no sabíamos cortar, pero él nunca escribió ni una línea».

De todas formas habría que reconocer que ciertos elementos de ese guión ya escrito podían interesarle a Azcona. Sobre todo la obsesión de Julián, el protagonista, por esa imagen femenina deseable e inalcanzable. Aquel «oscuro objeto de deseo» que descubre en su cuñada Elena y que quiere reproducir en su enfermera Ana. Pero un motivo que hermana a Saura y Azcona es también el de la mujer indestructible. Cuando Julián mata con el peppermint frappé envenenado a su hermano y a su cuñada y reaparece Ana metamorfoseada en Elena, es la mujer eterna imponiendo su imperdurabilidad en la fantasía/realidad del hombre. Y de eso, a esta altura, Azcona ya sabe mucho.

Lo que en cambio ocurre en la filmografía de Carlos Saura es que adquiere una riqueza estructural   —91→   que hasta entonces no tenía («Azcona se limitó a reordenar el material, discutir un poco la estructura del guión») y Pepermint frappé debe mucho en su parte logros a una estructura precisa, a un ordenamiento del material que de otra forma le quitaría dimensión, gracia y sutileza. Como reconoce Brasó en el libro ya citado, es el film de Saura en que los distintos planos entre realidad e irrealidad, los distintos puntos de una cronología no fija y la fragmentación de la historia «se realiza de forma más ensamblada, más unitaria y, sobre todo, más perfecta».

Es decir, que el aporte primero de Azcona a la filmografía (hasta entonces breve) de Saura, es importante y notorio a partir incluso, del mismo reconocimiento del director.

«La madriguera ofrece un notable interés y una importancia determinante en el cine de Saura -con la influencia, a mi modo de ver decisiva, de Rafael Azcona-...», así determina Brasó (el más brillante y agudo ensayista sobre Saura) esta etapa de la colaboración entre guionista y realizador. Por su parte, Saura en el mencionado libro manifiesta que tras haber trabajado en el guión básicamente solo y algo con ayuda de Geraldine Chaplin, quien aportó vivencias y experiencias al tema, «con todo ese material un poco híbrido, porque yo era incapaz de terminar de darle forma, llamamos a Rafael Azcona. Recuerdo que fue el verano del 68. Trabajamos muy rápido y conjuntamente también con Geraldine. Discutíamos las partes y abocetábamos como debían ser los personajes para pasar, en un estudio más completo, a escribir realmente el guión. En realidad, La madriguera es un trabajo perfecto de colaboración entre tres personas».

En esta segunda colaboración, también la pareja, la mujer superviviente del hombre, la mujer motor, es   —92→   fundamental. Este matrimonio burgués que se pone a «jugar» y que en los juegos pierde sus personalidades para recuperarlas y volver a perderlas hasta que la realidad se confunde con lo lúdico, es un matrimonio que representa a la perfección las obsesiones de Saura, las de Azcona y también, las de Geraldine Chaplin, una de las actrices que más aspecto ofrece de «jugar» cuando está interpretando. El film es rico, complejo, obsesivo y exasperante e indudablemente, una vez más, las «estructuraciones» de Azcona funcionan a la perfección, dejándose traslucir en el profundo pesimismo frente a la pareja y en la destrucción final, respuesta que parece dar siempre a estas situaciones claustrofóbicas en las que tanto le gusta ahondar.

«Nací hombre por error, debía haber sido golondrina o pez...». Como contradiciendo el famoso poema de Beaudelaire, o quizás parafraseando su hermosísima metáfora, Antonio, el protagonista de El jardín de las delicias -tercera colaboración entre Azcona y Saura- reflexiona al final sobre su amarga existencia diciendo: «He sido niño, una mata, un pájaro y un mudo pez que surge del mar».

Esas etapas, todas esas etapas, las recorre en los tres planos de experiencia que plantean los autores del film: la realidad, la imaginación y los terribles psicodramas a que lo somete su familia con un fin mezquino: que recuerde el número de una cuenta bancaria.

Es que Antonio ha sufrido un accidente que le ha hecho perder la memoria, el habla y la movilidad. Lejos de despertar la compasión de quienes le rodean (el padre, la mujer, los hijos, los socios) éstos lo acosan con recortes, con fórmulas que puedan hacerle recuperar la memoria y así sacar los millones de pesetas que ha depositado en un banco suizo.

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Las «delicias» de este jardín pueden ser el retorno a la infancia, el reencuentro con la amante, los recuerdos de esos tiempos pasados, siempre «mejores». Sin embargo, para el contemplativo Antonio, delicias y pesadillas se entremezclan sin cesar. Prácticamente a cada uno de los estímulos que le propone la familia (en especial su padre) éste responde con un semidelirio. La madre muerta reaparece encarnada por una actriz, se le recuerda un feroz castigo de cuando tuvo cinco años, la primera comunión interrumpida por la irrupción de los republicanos en la iglesia, momentos de la guerra civil. Nada se le ahorra. Todo lo que pueda ser emocionalmente exasperante se le incentiva, se lo compulsa. Pareciera que la paz ha desaparecido para siempre y que ahora tuviera que sufrir la tortura de no ser más quien fue, de haber abandonado los roles asumidos y tener la imposibilidad de encontrar otros nuevos. Cuando en algún momento Antonio vuelve a tener el tono despótico y enérgico de su personalidad previa al accidente, todos parecen regocijarse. Es mejor un «tirano» con dinero que un ser pasivo sin fortuna.

En Antonio podría encontrarse la representación del español (o la misma España) que tras un «accidente» (la guerra civil) necesita reencontrarse consigo mismo. Una figura paternal le atosiga con el pasado sin dejarle mirar hacia el futuro; los jóvenes (el hijo) no le perdonan lo que fue; la mujer (la madre) se regocija de su estado actual con tal de tenerlo para sí.

Como se puede ver, todos los elementos azconianos están aquí, confundidos con los elementos saurianos (pasado, memoria, interacción realidad/fantasía). Pero ahora hay un mayor despliegue de grotesco, la pareja se torna grupo familiar y hay una mayor propensión al tono «coral» que Saura y Azcona reelaborarían en Ana y los lobos y La   —94→   prima Angélica, pero que Saura no volvería a retomar cuando con posterioridad trabaja solo.

El jardín de las delicias (cuya única similitud con el cuadro del Bosco es el nombre), es una obra donde se cristaliza la colaboración entre ambos autores y donde también se nota a las claras la fuerza de Saura-director que no deja traspasar a la pantalla el feroz humor que se nota en muchas de las propuestas del film, los ya reconocibles grotescos y esperpentos azconianos.

En 1972, Ana y los lobos es otra vuelta de tuerca al mundo que ambos autores han venido elaborando desde cinco años antes. Una vez más el juego (o la representación) como elemento básico de la acción tanto exterior como interior. La institutriz que llega a una casa y se encuentra con una familia que representa a la sociedad y una madre que es La Madre (y que Saura -ya en solitario- retomaría años más tarde en Mamá cumple 100 años).

Ana y los lobos no sólo es una reelaboración de los elementos ya manejados por Azcona y Saura en obras anteriores como La madriguera y El jardín de las delicias, sino que los complejiza aún más. Y el tiempo, que ya había entrado a formar una parte muy importante de El jardín... en Ana y los lobos es vital: la acción se adelanta a través de visiones de uno de los personajes y esa acción luego se cumplirá (aunque no exactamente de la forma visionada), pero dando a la película un tiempo en el que todo es «presente».

Los personajes, aparte de su contenido simbólico, también responden con precisión al mundo de Azcona: represión sería una palabra básica para los tres hermanos. Cada uno a su manera, tiene un puñado de sueños o deseos insatisfechos. Ana   —95→   (la mujer Ana) viene a ser un factor desencadenante y también de angustia dado que, progresivamente, entra en el o los juegos para confundir, para tentar, pero esta vez, en lugar de ser los hombres las víctimas, será la mujer. Ana se va (en un primer final), pero el film posee otros finales en que cada uno de los tres hermanos libera por fin sus instintos: Fernando (la religión) le cortará el pelo (la castrará); José (lo militar) la hará vestir con sus uniformes y Juan la violará.

Ana y los lobos existe así en el doble juego de simbolización de una sociedad castradora, represora y en el de exploración de esos universos saurianos donde el tiempo se interacciona hasta convertirse en un único vértice. Un «aleph», en el que la humanidad, la historia, se contienen a sí mismos para destruirse, para renacer, para inventar que son una realidad que en el fondo es una fantasía que surge de alguien real y así «ad infinitum», en cajas chinas borgianas.

En la década de los 70, comienzan a correr nuevos aires en el cine español. La revisión, la inevitable revisión de la guerra civil comienza a hacerse patente. Sobre todo en dos films: El espíritu de la colmena de Víctor Erice y La prima Angélica de Carlos Saura, ambos producidos -no casualmente- por Elías Querejeta. Una buena coartada para no hablar frontalmente de situaciones tabú, es adoptar la óptica de los vencidos. Dirigir la «mirada» es una manera de dirigir la mente.

Así Azcona y Saura, que avanzaban a pasos gigantescos en su pintura de la sociedad de esos momentos, no deben haber podido evitar la mirada frontal a la guerra civil. Esa mirada frontal, enriquecida con el juego temporal que también venían ejercitando con perfecto dominio desde sus dos   —96→   films anteriores, alcanza un total nivel de lucidez, de complejidad y ferocidad en La prima Angélica.

¿A qué altura de su vida el hombre puede permitirse recordar? ¿Cuál es el momento para el recuerdo y cuál para el olvido? O, puesto de otra manera, ¿cómo acordarse que uno debe olvidar cuando el recuerdo es una especie de lastre visceral que no nos permite marchar libres hacia el futuro?

En esa zona de penumbra, está Luis. Regresa con los restos de su madre (muerta veinte años antes) a la ciudad donde pasó el último tramo de su infancia, donde vio el primer albor de su adolescencia. Luis llegó a pasar un mes en casa de su abuela, con sus tías y con su prima Angélica. Y también llegó la guerra civil, tiempo que él compartió con una familia de nacionales mientras escuchaba pullas contra su padre republicano. Allí Luis también conoció las pautas de la religión, el horror al castigo eterno, el misticismo de los mártires.

Y Luis, que crecía junto a Angélica, conoció también el amor: una primera ilusión, una primera derrota.

Pero ahora Luis es mayor y recuerda. Su memoria no es tan clara en los detalles como en las sensaciones y simultáneamente, con un presente que le demuestra el alcance de aquella derrota, reaparece el pasado que habría que superar. Angélica está casada y no es feliz. Su madre ha muerto. Su padre sigue sin ser aceptado en el hogar ancestral y reaccionario. Él está solo y ni siquiera parece darse mucha cuenta. Solamente en la imaginación de Luis (de un Luis que es el mayor recordando al pequeño) se encuentran los «gritos y susurros» de una angustia que lejos de abandonarle, es la que le ha co-formado.

Otra vez presente y pasado se funden en un guión   —97→   de Azcona y Saura y los laberintos del tiempo y la memoria nos enfrentan a una necesidad no intelectual, como podrían ser en los films de Resnais, sino afectiva. Una revisión mucho más importante, desde el punto de vista psicoanalítico o, al menos, más positiva. Mientras algunos personajes insisten en la necesidad de olvidar, Azcona y Saura cuestionan (con mucha más lucidez) si ese olvido (o esa memoria) son necesarios. ¿Adónde conduce el angustiado retorno de Luis? Quizás a superar por fin un pasado que lo ha detenido durante muchos años, quizás sólo a revivir el dolor de todo lo que no fue, desde el amor por Angélica hasta una vida que se resume en el esfuerzo por alertar a un pueblo que parece haberse dormido (el marido de Angélica hablando loas de los periódicos y la televisión «que nos dan todo masticado» o preguntando «¿Quién es Antonio Machado?» o que tiene ese brazo escayolado que lo fuerza a hacer permanentemente el saludo fascista). Luis ha recorrido su propio calvario, pero el entender errores y horrores no le devuelve su vida perdida. Quizás, como castigo a haberse dejado perder la vida, acepta la paliza final que le propina Anselmo.

Otro paso adelante en la representación de la complejidad temporal y de simbiosis de personajes en este film, es el hecho que el mismo actor (López Vázquez) represente a Luis de pequeño y de mayor (recurso que ya había utilizado Ingmar Bergman en Fresas salvajes), pero también que la madre de Angélica niña sera la Angélica actual y que el marido de ésta sea su padre en la niñez. Toda esta interrelación rostros-espacio-tiempo, no sólo desentimentaliza lo que puedan ser las subjetivaciones de la memoria de Luis, sino que crea un flujo entre el pasado y el futuro que puede hacer que Angélica (la misma niña en el pasado y en el presente) se   —98→   recupere y quizás pueda vivir lo que la generación de Luis y «la prima Angélica» no pudieron.

La posibilidad de representar instancias muy dramáticas y desentimentalizarlas, se halla presente en todo Azcona, incluso en sus primeros libros, y eso le agrega un mayor patetismo al film, un film que no hubiese podido ser mejor ni más representativo de la colaboración entre Saura y Azcona si ambos hubiesen decidido elegirlo como lo que fue: su último trabajo conjunto. A través de cinco películas, Saura y Azcona brindaron una visión compleja, dura, del mundo, la sociedad, la pareja y el enfrentamiento con una historia que -en esos momentos- adquiría dimensiones especialmente dramáticas para el hombre y el cine español. Quizás porque consciente o inconscientemente sabían que se acercaba el fin de un periodo, había que apurar el trago de enfrentarlo, mirarlo y agotarlo antes que se convirtiese en un lastre insuperable.

Con un humor a veces tétrico (que insisto me parece patrimonio de Azcona. No sólo ya no se repetirá en Saura, sino que Azcona lo había exhibido desde antes y lo seguiría exhibiendo después), con esos apuntes devastadores sobre el grotesco del ser social, con una compleja indagación en el tiempo y la memoria (que Azcona no vuelve a utilizar y que, en cambio, Saura sigue explorando fundamentalmente en Cría cuervos y en Elisa, vida mía, ambos autores componen un fresco apasionante, inteligente pero con una inteligencia que no deja de ser sanamente visceral. Y si apocalípticos son muchos de los films que Azcona escribe para Ferreri, no menos apocalípticos (una apocalipsis implosiva, diría) son los films que Azcona escribe para Saura. Estallidos que nacen desde lo más profundo del ser humano reprimido y que, al no tener un margen de explosión   —99→   por culpa de un medio que lo limita y apresa, se vuelve contra sí mismo aceptando el suicidio, la muerte, o -simplemente- los latigazos y las patadas de los represores.



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ArribaAbajo La soledad violada (El anacoreta)

El anacoreta es un hecho aislado en la filmografía de Rafael Azcona precisamente porque es lo que más se acerca a lo que podría ser un film «ideal» del escritor. Y no sólo es muy suyo porque parta de un cuento escrito por él («Evitad esas orillas...»), sino porque debe ser una de las películas con mayor sustento literario (entendiendo al guión como literatura) que se hayan hecho en el cine.

El anacoreta cuenta la historia de Fernando, un hombre que hace once años que vive encerrado en el baño de su casa. La vida se la administran, desde fuera, su mujer y el amante de esta. La hija hace tiempo que ha dejado el hogar pero, de todas formas mantiene algún tipo de diálogo con su padre.

Fernando, encerrado en ese espacio interior del piso, que a la vez es su espacio «exterior», recorta noticias de periódicos y se comunica con el mundo (sin realmente creer que lo logra) enviando mensajes que cuidadosamente mete en tubos vacíos de aspirinas y arroja por el W. C.

Pero las corrientes marinas hacen las veces de destino y uno de los mensajes es recogido por una hermosa mujer, que vive con un hombre riquísimo. La mujer, enterada así de la existencia de Fernando, quiere conocerle y se propone -caprichosamente- sacarlo de su encierro. Fernando se niega y ella se empeña más.

La soledad violada de Fernando empieza -a mostrar también sus puntos débiles. Sobre todo, un intersticio: el amor. Fernando se enamora de la mujer y esa será su perdición.

El anacoreta nos trae a un Rafael Azcona   —101→   llevando aún más a las últimas consecuencias su película-monólogo cuyos antecedentes hemos visto en Dillinger é morto y en Tamaño natural. No importa que haya una serie de personajes, el que en realidad importa es sólo uno: Fernando, el anacoreta que, como el de La tentación de San Antonio de Flaubert, viene a ser visitado por la Reina de Saba para hacerlo sucumbir ante el mundo. Y este San Antonio cae. La caprichosa reina triunfa.

La película nos habla de muchas cosas. Hay un interesante juego de espacios. Como se dijo, el espacio interior de la casa (el baño) es el espacio exterior de Fernando, su mundo. Pero, a la vez, ese espacio exterior, vuelve a ser interior dado que posee y encierra todo lo que Fernando desea o cree desear. Y luego hay otro espacio más, el armario, que es el espacio de la tristeza, donde Fernando se refugia cuando quiere aislarse más aún, como cuando se entera que Arabel no volverá.

La soledad, aún siendo absoluta, también es relativa. El protagonista se aísla del mundo, pero lo hace para gozar de una relativa soledad, dado que por su baño pasan la familia y los amigos, ahí hay encuentros de rutina, lúdicos y hasta eróticos. Pero la soledad real, drástica y final, llega a partir de que existen Arabel y el amor. Es decir, la soledad se materializa a partir de no querer estar solo. En Azcona, esa soledad fundamental del ser humano es también un derecho adquirido -si las cosas son así, asumámoslas así- y al ser en el caso de Fernando una elección, la presencia de Arabel, que le quiere arrebatar de esa soledad es una auténtica violación. De donde, también, la tentación que le ofrece Arabel es una falta de respeto.

Y el amor no ayuda. Hunde. El amor determina otra necesidad urgente: la de formar pareja y, como   —102→   dice Fernando, la pareja «no funciona... y sin embargo, no hay manera de encontrar otra fórmula».

El universo que se mueve en torno a Fernando, o a la tragedia de Fernando, es todo lo deleznable, como para justificar su encierro. Un mundo de pequeño-burgueses fácilmente corrompibles, con su precio fijo, incluso hasta el más rico de todos, Boswell, el amante de Arabel. En una de sus más cáusticas escenas, cuando Boswell pide a Fernando que se ponga un precio para salir del encierro y cumplir con el capricho -o propuesta- de Arabel, éste, ante la pretensión del hombre de «no poder vivir sin ella», le pide todo. Toda su fortuna. Por supuesto Boswell no está dispuesto a tanto. El amor tiene sus límites, sobre todo si los límites están en el dinero a dar, no a pedir.

También hay otro aspecto fundamental de El anacoreta y son los contextos. Todos los personajes funcionan de acuerdo al marco en que son situados. La mujer de Fernando es «su mujer» dentro del cuarto de baño, pero la amante del administrador fuera de él. La hija es independiente sólo fuera de la casa, por eso no quiere regresar. Arabel es una diosa, la Reina de Saba, excepto cuando tiene que ponerse a cocinar y entra a la rutina doméstica (Arabel descubre el mensaje de Fernando mientras da de comer caviar iraní a los peces de Capri, pero es incapaz de abrir una lata de potaje). Y el mismo Fernando, un ser llevado casi a la abstracción de un ideal, queda ridiculizado cuando se quita su chandal y se viste de paisano para salir a la calle. Otra vez, las referencias, las relatividades se imponen.

La propuesta última es el suicidio. La escapatoria, la verdad final. Pero el mundo sigue inmutable. El film, por razones de producción, de comercialización, no tiene el mismo final del guión. Es una pena,   —103→   porque este final, que según declaraciones del director Juan Estelrich, es idea suya, proponía la visión desde lo alto, «como si fueran escarabajos» de la gente que por omisión más que por acción, ha empujado a Fernando al vacío. La única que tenía una reacción humana era Clarita, la chacha. Obviamente, este final daba una visión más contundente de la obra en su totalidad.

El anacoreta, con guión firmado por Estelrich y Azcona, es -en realidad- un resumen de la poética de Azcona. La existencia del hombre-isla, la mujer como elemento de distracción y destrucción, la sociedad caníbal que desestima todo lo que pueda haber de individual, de único, en el hombre. Las citas literarias, la música de Bach, hablan de una cultura que está ahí, auxiliando pero no determinando, que es el fondo, pero no la esencia del ser humano.

Pero básicamente, como se dijo al principio, parece ir estilizando la propuesta de Azcona de encontrar en una unidad de espacio, de acción y de personaje, la concentración de todas sus preocupaciones y obsesiones. El director Juan Estelrich Io comprendió bien y lo ofreció sin interferencias. El grotesco desfile en torno a un individuo de una sociedad envilecida. No hay salida. Aun dentro de sí mismo, el hombre es acosado por los demás, incluso en la trampa infinita y despiadada del amor.



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ArribaLos caminos de la libertad (Azcona y los demás)

Rafael Azcona ha trabajado con 29 directores, ha firmado un total de 66 films. De ellos la mitad con sólo tres directores. Esto le ha permitido, obviamente, ser uno de los guionistas que más personalmente ha podido desarrollar su discurso al mezclarlo, lo menos posible, con el discurso de otros realizadores, cada uno aportando -o no- su mundo personal, sus propias obsesiones.

Azcona tuvo la suerte -o, desde otra perspectiva, fue lo suficientemente hábil- como para que su destino de escritor le llevase casi siempre por buenos caminos y a tener alianzas con creadores de la talla de Ferreri, Berlanga y Saura, para nombrar sólo a aquellos con los que más ha trabajado y en quienes su creatividad ha encontrado una comunión y un reflejo más perfecto.

Su permanente insistencia en que las películas son de los directores, tiene un punto de verdad. El director es quien da el toque final y -sobre todo- otorga imágenes a lo escrito en un guión. Azcona dice que él nunca imagina una música ni una posición de cámara, si bien es cierto, como ya se ha señalado, que el desplazar el centro de un diálogo es llevar la mirada (la cámara) hacia ese fragmento de acción. Pero Azcona -y ya veremos como eso se manifiesta en las películas nacidas de sus guiones- escribe siempre pensando en los actores («Puedo escribir pensando en Shelley Winters, pero no pensando en Grace Kelly») y, claro, en un escenario ideal para la acción. («Todo el mundo ha estado en un piso, en un ático, en una farmacia, la cuestión es imaginárselo   —105→   para construir mejor el guión»). Es minucioso, corrige hasta siete veces una página si es necesario, pero insiste en que la construcción es fundamental y eso, en sus guiones, se nota.

Volviendo al tema actores, cabría también escribir un largo y detallado análisis de la relación Azcona-actores. Si es cierto que él no interviene en la preparación de un film y que una vez terminado de escribir el guión lo entrega y no tiene más relación con él, es curioso ver hasta qué punto Azcona influye en la creación de los personajes y su «fisonomía», digamos, como para haber provocado una especie de «elenco estable» en sus películas. Desde un protagonista como José Luis López Vázquez (que ha intervenido en 20 películas con guión de Azcona, siempre el anti-héroe perfecto) hasta infinidad de los secundarios, los nombres se repiten una y otra vez. Y no sólo en el cine español, sino también en el italiano, donde -como ya señalamos- Ugo Tognazzi trabaja once veces creando personajes azconianos y también es frecuente la colaboración (elegida o no) de Michel Piccoli o Marcello Mastroianni. Hacer dicha lista en detalle sería agotador, pero son todos rostros, voces, que han enriquecido el universo azconiano con creaciones, en gran parte de las veces, inolvidables.

Otro de los aspectos que Azcona señala, es que siempre ha sido llamado por los directores y no por los productores y que, de ser así, antes de aceptar ha querido saber quién iba a ser el director. Esa, también es una forma de dirigir la mirada.

Sólo siete años después de comenzar su trabajo para el cine, cuando ya ha escrito ocho guiones con Ferreri (cuento sólo los realizados, no los proyectos y uno de esos guiones con Ferreri, además, se ha   —106→   convertido en un film de Alberto Lattuada, Mafioso) y tres con Berlanga, Azcona trabaja con Ennio Flaiano, en base a una idea de Rodolfo Sonego, en Una moglie americana, que dirigirá Gian Luigi Polidoro en Estados Unidos y que es un guión que se elabora en base a esa picaresca de los productores (ya narrada aquí en los apuntes biográficos) de llevarlos de motel en motel adonde conseguían precios más baratos.

Con todo, en las peripecias de este italiano (Ugo Tognazzi) que llega a Estados Unidos y Nueva York es llevado a Miami y luego a Texas y Nueva Orleans, hay una coherencia de mirada: el confort de la vida americana se ve analizado, satirizado y, por supuesto, desmenuzado. Es la historia de un sueño que no se cumple, de una aventura que no se vive. Es la confrontación entre cine, televisión, literatura y realidad. Y el protagonista, puede que al final no se dé por vencido, pero deberá volver al punto de partida a pesar de todas sus luchas por no hacerlo.

Con Polidoro, Azcona trabaja en dos oportunidades más: en 1973 hacen Permette signora che ami vostra figlia? y en 1974 Fischia il sesso. En la primera, el primer actor y director de una compañía teatral de gira (otra vez Tognazzi) decidiendo que su repertorio tiene que hablar de temas «modernos», resuelve poner en escena una obra (la que da título a la película) en donde representa los amores de Benito Mussolini y Clara Petacci. No se puede decir que tenga mucho éxito su ensalzamiento del fascismo, pero el actor va quedando cada vez más preso del personaje, hasta llegarse a imbuir del mismo de tal forma, que comienza a tiranizar a la compañía y logra que los actores se quieran vengar logrando que le hagan un simulacro de fusilamiento. Pero mientras la primera actriz apela a la realidad para que no lo   —107→   hagan, el actor asume su ejecución. Todo queda en una broma que ya en los delirios del protagonista, tendrá un fin trágico. El hombre es víctima -nuevamente- de su megalomanía.

En 1965 Ignacio F. Iquino lleva a la pantalla aquel proyecto no realizado con Ferreri de Un rincón para querernos y en 196 Paolo Spinola hace, en Italia, L'state, la curiosa historia de un triángulo amoroso entre una mujer, su amante y su hija, que se transformará en querida del hombre. La película, a medida que avanza, va afinando puntería en su retrato de la sociedad-contexto de sus protagonistas y luego en la paulatina destrucción de esos tres seres a los cuales sus sentimientos van atrapando en redes de desilusión y soledad.

Aquel mismo año, Ugo Tognazzi, que ya ha intervenido en cinco guiones de Azcona, dirige Il fischio al naso, la tragicomedia de un hombre que tiene un silbido en las vías respiratorias, buena excusa para que su familia se quiera deshacer de él (otra vez el alejamiento del «diferente», hasta que el hombre es destruido por la desesperación y muere.

Azcona tiene un episodio muy desafortunado con la censura en Tuset Street, de 1968 (no es que los anteriores encuentros con ella hayan sido «felices», pero en esta oportunidad, «destruyen por completo mi guión», y Azcona reniega de la película). Es una pena, porque hubiese sido interesante conocer el tratamiento que Azcona había dado a esta crónica de las calles de Barcelona y del mundo del espectáculo, a la vez de ver qué había inventado para Sara Montiel, entonces en pleno auge de su carrera. De todas formas, el film ni siquiera fue terminado por Jorge Grau, quien había comenzado el proyecto y hecho las reescrituras del caso para conformar a la censura.

Un interesante aporte ofrece Azcona en 1969   —108→   cuando trabaja junto a tres directores jóvenes (Claudio Guerin, José Luis Egea y Víctor Erice) coescribiendo los guiones de los tres episodios que componen Los desafíos. Los tres episodios están unidos por un mismo actor americano (Dean Selmier) quien interpreta a tres personajes diferentes, pero todos ellos de su misma nacionalidad. Son tres historias de enfrentamientos culturales, tres historias de parejas que no funcionan, tres historias de violencia contenida y luego desatada. Y en el episodio de Erice, la propuesta no es muy diferente a la que años después encontraremos en Ciao maschio: la especie humana desaparece, sólo sobrevive el mono.

Es una época de trabajo de Azcona en la cual, si bien es cierto que se halla en muy buen momento de sus creaciones con Ferreri (L'udienza), Berlanga (Vivan los novios) y Saura (El jardín de las delicias), abre sus miras hacia las propuestas de directores jóvenes (los citados Guerin, Egea y Erice, a los que suma a Antonio Eceiza con Las secretas intenciones) y donde se abre a las posibilidades de un cine más comercial con José María Forqué (con quien hace cuatro films: El monumento, El ojo del huracán, La cera virgen, Tarots) y hasta algún «spaghetti western» como Si puo fare amico de Mauricio Lucidi.

Señalando un poco esta época (que abarca unos tres años), Fernando Lara acota en su ya mencionado artículo de Dirigido por: «La destrucción se halla también presente en los guiones (...) y podemos considerarla como el elemento clave de la visión del mundo mantenida por Azcona. Se trata de una destrucción digamos conceptual, a la que se llega tras el planteamiento, incendio y estallido de una realidad de violencia soterrada, oculta por esas   —109→   represiones que tanto gusta el escritor dejar bien a la luz, ya sea por la vía de la ridiculización -como en los textos de El monumento y La cera virgen, puestos en imágenes sin demasiada fortuna por Forqué-, ya por la objetivación consciente y madura de las raíces. (...) Cualquiera de las secuencias centrales de estos films mostraría el típico mundo azconiano (...) Situaciones típicas que la concepción de los tres sketchs de Los desafíos o la comida junto a la piscina de Las secretas intenciones -con una reunión de buenos burgueses que, plena de tensiones internas, acaba en batalla campal- manifestarían asimismo en su peculiaridad».

En 1974, Azcona colabora por primera vez con Pedro Olea en Pim, pam, pum... ¡Fuego!, una de las mejores películas de su realizador y un admirable fresco del Madrid de la post-guerra. Fernando Méndez-Leite en su libro Concha Velasco señala que el film «es un excelente guión en el que colaboró Rafael Azcona, cuya mano se adivina en la magnífica estructura y en la solidez de los personajes centrales».

Efectivamente, como después declara Concha Velasco en dicho libro: «Es la primera película importante sobre la postguerra, si exceptuamos Canciones para después de una guerra, que no era argumental». Pero además nos trae otra vez al Azcona magnífico documentalista de Madrid de El pisito y El cochecito y nos da personajes de carne y hueso en los desesperados seres que pueblan el relato. Paca, la corista que protege al maquis Luis y don Julio, el rico hombre que se mueve en el mundo del estraperlo y cuya sordidez moral no sólo se traduce en el mundo en que se mueve, sino también en su pasión por Paca, a la que mata no sin antes haberle infringido la   —110→   tortura y el castigo de haber entregado a Luis a la policía y hacerle saber que el muchacho ha muerto.

La segunda -y hasta el momento última- colaboración de Azcona con Pedro Olea se producirá en 1978 con Un hombre llamado Flor de Otoño, trágica historia de un abogado anarquista, que de noche es travestí. Este hecho, real, ayuda a Azcona y Olea a pintar un buen fresco de Barcelona de principios de siglo, su mundo político y su submundo sexual. Ambas anarquías, la del abogado desde un punto de vista ideológico y la de Flor de Otoño, desde un punto de vista sexual, sirven como comentario para un mundo dicotomizado y patético. En el film no se ahorran emociones, aunque estas sean discretas y estén bien jugadas, en especial por José Sacristán en el personaje central.

La adúltera de Roberto Bodegas y El poder del deseo de Juan Antonio Bardem (adaptando una novela de Manuel Pedrollo llamada Joe Brut), son otros de los films de estos años donde hombre-mujer y sexo juegan papeles importantes. Mi hija Hildegart (también adaptada de una novela, Aurora de sangre, de Eduardo Guzmán), dirigida por Fernando Fernán Gómez, precede a Un hombre llamado Flor de Otoño pero las hermana en su tratamiento de un hecho histórico real y en los trasfondos anarquistas de sus protagonistas.

Mi hija Hildegart es la alucinante historia de una mujer que educa a su hija con el sólo propósito de vengarse -a través de ella- de las humillaciones que considera que los hombres infringen a las mujeres. Es un feminismo ciego, a ultranza. Pero Aurora, la protagonista, no sabe que una hija, por bien formada y desformada que esté, no es como esa muñeca de infancia que le ha inspirado la idea y aunque Hildegart sea casi genial, a los diecisiete años   —111→   se reciba de abogado y abrace con fervor la causa de su madre, también tiene ideas propias. Por consiguiente, Aurora la mata, sufre un juicio en el que de ninguna manera quiere ser absuelta por disturbios mentales y finalmente, a comienzos de la guerra civil, es liberada por un grupo de republicanos junto con todas las compañeras de prisión y en la actualidad no se sabe si vive o no o cómo pasó el resto de sus días.

Este es un guión difícilmente reconocible de Azcona donde, si bien es cierto que hay elementos básicos que pueden atraerle, como la relación madre-hija, la destrucción de una en manos de la otra y, en última instancia, la consistencia (Aurora) que puede llegar a la tozudez y la inconsistencia (Hildegart) que no es otra cosa que la reafirmación de la propia personalidad, se enfrentan en una buena y drástica dialéctica, el tratamiento corre por unas vías rutinarias que no son las que se esperan en un autor de su nivel.

En 1979, Azcona inicia otra de sus colaboraciones relativamente largas, ahora con Pedro Masó y La miel, que se prolongará en cuatro películas más. Obviamente son películas de corte comercial donde sólo de cuando en cuando asoma o dejan asomar el mundo personal de Azcona. La miel ejemplifica bien el tipo de trabajo con Masó: una madre soltera, Inés, educa malamente a su hijo Paquito. Le envía a un colegio de curas donde un laico, don Agustín, es uno de los profesores del niño. Agustín es uno de los tantos personajes frustrados de la larga galería azconiana. No ha podido ser sacerdote y vive con una hermana beata y codiciosa que le esclaviza. Pero un inesperado episodio lleva a Agustín hasta Inés y éste se enamora perdidamente de ella.

Ahí Azcona se sirve bien de la oportunidad para remarcar las servidumbres del hombre enamorado   —112→   (Agustín pasa de ser el celador de Paquito a prácticamente convertirse en chacha). Las derivaciones de la comedia tienden a resolverse por el lado ternurista y resulta curioso ver cómo pugnan dentro del film dos tendencias: la ácida, llena de observaciones agudas y sarcásticas, la pesimista, la grotesca (la hermana de Agustín) y por otro lado la que propugna por disimular todo eso en busca de un final feliz, de un niño reformado, de una prostituta «buena». Abundan los chistes efectivos (la hermana de Agustín, cuando va a visitar a Inés, comentando sobre la televisión politizada del momento -1979-, dice: «Franco salía en Nochevieja, decía lo que tenía que decir y hasta el año siguiente»), pero no es suficiente, el film se pierde o confunde entre las dos tendencias señaladas.

La colaboración con Masó se prolonga en La familia bien, gracias, continuación de dos grandes éxitos del director (entonces sólo productor) que habían sido La gran familia y La familia y uno más, un film absolutamente indistinguible. Luego vendrían dos comedias que me atrevería a llamar coyunturales como El divorcio que viene -donde ya en su título está enunciada la preocupación base- y 127 millones libres de impuestos, en la que una respetable familia de industriales pretende el secuestro del padre y la abuela para así procurarse un dinero que no pase por Hacienda. La gracia básica es la familia (institución que quedaba bien demostrado a lo largo de toda su obra, Azcona detesta) como propulsora de una intriga deshonesta y, por supuesto, nos faltan los mil y un apuntes azconianos en los gags y los personajes. La relación con Masó termina en 1981 con Puente aéreo, una comedia erótica sobre viajes en avión, azafatas y prostitución.

En 1983 y 1984 Azcona regresa brevemente a la   —113→   televisión primero co-escribiendo con Jorge Semprún y Eduardo Chamorro, los guiones de Los desastres de la guerra, para Mario Camus y al año siguiente, trabajando con Tullio Kezich y Mauricio Scaparro un espectáculo muy peculiar dirigido por este último sobre Don Quijote de Miguel de Cervantes.

En 1985 comienza otra relación profesional de Azcona que me atrevo a predecir larga. Es con José Luis García Sánchez, otro realizador cuyo universo encaja a la perfección con el del escritor y cuyos films anteriores (en especial Las truchas o El love feroz) tenían apriorísticamente puntos de contacto con el mundo de Azcona.

La primera colaboración es en base a la zarzuela de Perrin y Palacios La corte de Faraón. Ante la idea del productor Luis Sanz de llevar al cine la famosa y divertida zarzuela, muchos años prohibida en los escenarios españoles, Azcona y García Sánchez tienen una limitación muy grande: la brevedad de la misma, que no da para la duración de un largometraje. Entonces, respetando la zarzuela en su integridad, guionista y director pergeñan una solución magistral: ver qué puede suceder alrededor de una representación de dicha zarzuela en la inmediata postguerra.

Así, utilizando algún paralelo entre la acción musical y la real, crean todo un universo pleno de la picaresca típica de los films de Azcona y, como se dijo, insinuada también en los previos de García Sánchez. La excusa para la representación es en beneficio para un convento. Por supuesto, van todos a la cárcel (en otra excelente estructuración de tiempos, donde el film es armado en base a «raccontos») y es en la cárcel donde se van desvelando motivaciones, acciones y, sobre todo, la verdadera catadura de los típicos personajes de la época: el censor, el comisario, los religiosos y los que tienen el   —114→   poder. Irreverente, veloz, caótica al punto de poder hermanarse con muchos Berlangas, La corte de Faraón es tan divertida como corrosiva, tan ácida como regocijante.

En su amargo final, La corte de Faraón nos indica que no hay escapatoria para los libres de mente. El poder siempre los hará sucumbir y mientras el cortejo de hipócritas sale al amanecer mezclando misas y adulterios, los jóvenes artistas quedarán en la cárcel, amordazados para siempre.

Con Hay que deshacer la casa, basada en la obra teatral homónima de Sebastián Junyent, Azcona y García Sánchez trataron, en alguna medida de repetir la fórmula de La corte de Faraón, es decir, partir de una estructura (otra vez propuesta por Luis Sanz) y, en alguna medida, romperla. Ahora es la confrontación de dos hermanas que deber repartirse la herencia de los padres. Alrededor de esto, los autores-guionistas inventan otra historia y se lanzan volados al esperpento.

Pero quizás, donde en La corte de Faraón -esperpéntica en sí, aunque quizás involuntariamente- los paralelos funcionaban, en Hay que deshacer la casa los dos mundos se contraponían de mala manera, es decir uno afeaba al otro. El melodrama tradicional, clásico de las dos hermanas, chocaba con la pareja de homosexuales inventada por Azcona y García Sánchez, un travestí y un cura que ha colgado los hábitos. La Semana Santa, el ex pretendiente, el chulo, quedan todos sueltos, atropellados. Por primera vez -como se dijo al principio de este libro- Azcona ofrece miradas peyorativas sobre sus personajes «diferentes» y nos hace ver hasta qué punto aquella sequedad del resto de su obra encerraba también cierta ternura hacia sus personajes, más   —115→   ternura -bien disimulada, nada blanda- cuanto más «monstruoso» el personaje.

En cambio, en estos momentos se ultiman los preparativos de comienzo del rodaje de Pasodoble, la nueva colaboración Azcona y García Sánchez y otra vez -en base al guión- se puede decir que los autores han atinado con la fórmula exacta de sus mundos caóticos, sarcásticos. En base a una vieja idea llamada «El Museo» proponen ahora la invasión de un museo por un grupo de personajes estrafalarios, una familia que de una chabola, pasa a vivir entre objetos que son «bienes culturales». Azcona y García Sánchez parecerían preguntarse cuáles son los «bienes» y cuáles las «culturas». Plagado de personajes fácilmente identificables en sus obras, de gags divertidísimos (la monja que ha sido violada en África y cuando uno le dice apiadado «Comprendo que sufrimiento, hermana, con lo que se dice de los negros...» y ella responde: «No, qué va, si fueron unos de televisión española, o así decían»), situaciones delirantes, Pasodoble arrasa con la cultura, con las convenciones y es una comedia demoledora con un final tan ácido como La corte de Faraón: pareciera que ningún movimiento libertario pudiese terminar sin la intervención de las fuerzas del orden, sin la intervención de La Ley, como feroz elemento de represión.

El año de las luces, de Fernando Trueba; El pecador impecable de Augusto Martínez-Torres y El bosque animado de José Luis Cuerda, son hasta el momento, los últimos films estrenados que tienen guión de Rafael Azcona.

En el primero de ellos, la postguerra vuelve a servir de marco de fondo para la historia del despertar sexual de un adolescente. Es otra narración donde el amor de dos jóvenes se ve frustrado por las circunstancias   —116→   (el único tipo de amor que puede sobrevivir, el frustrado, porque no recorre todo el camino hasta la desilusión) y donde un cuadro lleno de ternura no impide los comentarios irónicos hacia el medio, con profesoras reprimidas, con sexualidades a punto de explotar, con un mundo -el de la preguerra- que va desapareciendo con más dulzura que en otros guiones, pero tan implacablemente. Los personajes están perfilados con rasgos precisos y en especial uno, el viejo anarquista interpretado espléndidamente por Manuel Alexandre, se hace en peculiar entrañable. Pero todo esto sin ternurismos fáciles -y buen cuidado han tenido Trueba y Azcona de no caer en él sobre todo en lo referente al mundo de los niños y al romance central-.

En un par de declaraciones Trueba ha dicho respecto a su colaboración con Azcona: «Ha sido un placer y un lujo. A veces pienso que si él me aceptara como co-guionista, dejaría de dirigir para formar equipo con él. Me lo pasaría mejor que rodando», y en Diario 16 leemos: «Azcona siempre me empujó a realizar El año de las luces. Y yo quería escribirlo con él porque es un hombre muy pegado a la tierra, a las cosas que se ven y se tocan. De ahí nace su humor. El mío sale de la convención, de la fantasía. Es otro tono, por eso quería colaborar con él. Es decir que el entendimiento ha sido maravilloso».

El pecador impecable, de Augusto Martínez-Torres es una adaptación de la novela homónima de Manuel Hidalgo. El seco y personal humor del autor original no concuerda demasiado bien con el humor más sanguíneo, extrovertido y sarcástico de Azcona, con lo cual el film recorre algo así como dos vertientes bastante diferenciadas. De todos modos, donde Azcona mejor conecta es en la miserabilidad del personaje central y de algún otro secundario (el   —117→   personaje de Chus Lampreave comentando: «Ahora, desde que los museos son gratis, ya nadie viene a misa») y en ese cuadro de un Madrid provinciano en que las tentaciones corren por lo subterráneo y las hipocresías vuelan por lo alto.

El bosque animado adapta la novela homónima de Wenceslao Fernández Flórez y no es difícil descubrir en este trabajo los puntos de contacto entre el autor original y el guionista. Un mundo mágico que Azcona ha trasladado al cine con todo su encanto y con una fluidez narrativa realmente ejemplar.

Como en todo Azcona hay muchos protagonistas pero ningún héroe, desde ese bandido «feroz» al que todos reconocen y nadie teme y que quiere cumplir con la mitología de su especie, hasta el enamorado cojo que en una noche de tormenta realizará sus deseos pero que volverá a quedarse con las manos vacías. Desde el ánima en pena que no consigue que nadie le arranque del purgatorio, hasta la niña que, incapaz de entregarse a una propuesta de la vida, muere porque su destino está en una tierra y en un bosque.

Tampoco es difícil descubrir a Azcona en multitud de comentarios de los personajes, sórdidos -aunque entrañables-, cuando, por ejemplo, el bandido descubre un duro en el bosque y gracias a ello reconoce la existencia de Dios (también cuando lo vuelve a perder, la niega) o la mujer que confiesa tener más miedo al hambre que al demonio. Ni que decir, que Azcona está presente con todo su ácido humor en comentarios como el de la mujer que anda por el bosque con un cesto vacío en la cabeza «porque es más acompañado» o el cura, que cuando se va de viaje le dice al sacristán «saca el confesionario a ventilar, que apesta».

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Si el libro de Fernández Flórez es un pequeño clásico, el guión de Rafael Azcona puede convertirse -a su vez- en otro clásico de cómo adaptar una novela a la pantalla, siendo fiel al original y también a sí mismo.

Azcona, a lo largo de 30 años ha sabido erigir en la pantalla un monumento al hombre actual, un ser por el cual dice que se interesa sólo antropológicamente, pero en el cual ha descubierto ese mínimo común denominador que somos todos nosotros, en nuestras grandezas y en nuestras pequeñeces, en la falta de lógica del orden y en la lógica profunda del caos. Porque el hombre (que no es un héroe) vive dentro de un medio que lo devora y a la vez es él quien genera ese medio. Azcona lo ha sabido explicar o ver o transmitir siempre implacablemente, siempre con una mirada de estilete en la que, sin embargo, también siempre ha encontrado un espacio para la ternura, pero la ternura auténtica, la que no se disuelve en una lágrima, sino que se configura en el gran gesto de darle al ser humano lo que mejor recupera su dignidad: la verdad.

Y es que todos los personajes y todas las situaciones de Azcona -escriba con quien escriba, lo dirija quien lo dirija- nacen de una profundísima verdad que, si nos hace reír o nos aterra, es porque se trata de esa verdad a la cual difícilmente nos asomamos porque nos puede paralizar. De la mano de Azcona nos podemos asomar porque está la barandilla del talento y la mordacidad y ellos nos protegen del vértigo del espejo. Él mismo lo ha dicho: «Yo trabajo por asociación. Me dicen la edad que tiene un   —119→   personaje, si ha estudiado o no y entonces me siento a escribir y dice «Coño», pero no porque yo se lo haga decir, sino porque lo dice él. Yo no pienso. Si pienso, me da vértigo».





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