Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[31]→  

ArribaAbajoActo II

 

Gabinete lujoso en casa de la Peri. Es de día.

 

Escena I

 

FEDERICO, LINA, después INFANTE.

 

FEDERICO.-  ¿Está?

LINA.-  Sí. ¿Quiere usted pasar al tocador?

FEDERICO.-  ¿Hay alguien?

LINA.-   Sí, un señorito. Ha llegado hace diez minutos. En la sala está  (Señalando a la izquierda.)  leyendo los periódicos. Siéntese un ratito. Leonor sabe que es usted, porque me dijo: «Corre a abrir, que debe de ser ése».

FEDERICO.-  Aquí todos somos eses... Dime:  (Llamando a la CRIADA, que se retira.)  ¿Y quién es... ése?

LINA.-   Don Manolito Infante.

FEDERICO.-  ¡Infante!

LINA.-  Sí... Le diré a usted. Anoche estuvieron aquí de broma, hasta las tantas, el D. Manolito, ese otro, que también es diputado...

FEDERICO.-   Sí, Villalonga... buen punto.

LINA.-  Aquel otro tan estirado, que todo se lo sabe...

FEDERICO.-  Malibrán.

LINA.-   Alias D. Cornelio, justo... y el marqués, el marqués de casa. Jugaron, cenaron y se divirtieron   —32→   como demonios. Leonor pidió tres billetes de caballero y cinco de señora para el baile de esta noche en el teatro Real. El Malibrán dijo que no había ya billetes de caballero, y que apostaba una merienda en Aranjuez a que no se conseguiría ninguno. Infante aceptó la apuesta, y dijo: «Mañana, antes de las once, están aquí los ocho billetes», y ha cumplido... ¡pobrecito! Entró un momento antes que usted.

FEDERICO.-   ¡Caramba!  (Receloso, mirando hacia la izquierda.)  Sentiré que me vea.

LINA.-  ¡Quia!... no le verá a usted...

INFANTE.-    (Asomándose a la puerta.)  ¡Federiquín... tú...!

FEDERICO.-  ¡Manolo... tú...!

INFANTE.-  Sí, hijo de mi alma, yo soy; yo, tu siempre fiel amigo. No me riñas por verme aquí. Te contaré...

FEDERICO.-  Ya me lo ha contado ésta...

INFANTE.-   Pero, dime, ¿y cómo...?

FEDERICO.-  No me riñas tú ahora, después que he sido yo tan indulgente...

INFANTE.-  Pues indulgencia recíproca. Oye. He tenido el gustazo de ganarle una apuesta a Malibrán... Tontería, puerilidad si quieres. Este condenado amor propio... Ahora explícame tú...

FEDERICO.-   No vengo a traer billetes ni a ganar apuestas. Tengo que decir cuatro palabras a Leonor.  (A CELESTINA.)  ¿Tardará en salir?

INFANTE.-  Pasa, hombre. Eres de confianza.

LINA.-   No hay nadie. El peluquero, la4 modista y dos prenderas.

FEDERICO.-  Plantón tenemos.

INFANTE.-   Pues yo no. Mira  (Dando los billetes a la CRIADA.)  dale los billetes, y que se prepare para la meriendita que hemos ganado.


  —33→  

Escena II

 

FEDERICO; INFANTE.

 

FEDERICO.-   Bueno, bueno, bueno...  (Mira su reloj con impaciencia.)  Las diez y media ya.

INFANTE.-  ¿Qué te pasa? Estás inquieto... ¡Cuéntame, por Dios! ¿Quieres que te recoja luego, y nos vamos a almorzar juntos?

FEDERICO.-  No, no cuentes conmigo. Hoy es para mí un día nefasto, con dificultades de tal magnitud, que no veo cómo saldré de ellas. Mi sistema, ante estos tremendos compromisos, consiste en la ausencia de toda previsión. En el momento crítico, discurro lo que debo hacer... y hecho. Obro por inspiración. En presencia del enemigo que me acosa, siento en mí algo del genio militar, y me descuelgo súbitamente con una combinación rápida y salvadora.

INFANTE.-  ¡Tremenda vida! ¡Pobre amigo! Anoche, al salir del Círculo para venir acá, me dijo el primo de Villalonga que la suerte, ¡bribona!, se había portado contigo infamemente.

FEDERICO.-    (Sombrío.)  ¡Sí... noche más negra! Debí prever el desastre, pues cuando nos amenaza un día de prueba, la noche que le precede es siempre una noche de perros.

INFANTE.-  Querido, a todo trance es preciso que pongas término a esa vida de angustias... No me digas que no puedes; no me digas... Ten presente cuánto te queremos todos tus amigos. ¿No te inspiro yo confianza?... ¡Hombre, por María Santísima! Pues qué, ¿yo no merezco?... ¡Tu amigo de la infancia... el que   —34→   fue tu camarada en la escuela, en el colegio, en la Universidad...!

FEDERICO.-  No hablemos de eso.

INFANTE.-  ¿Y si yo insistiera en hablar y en pedirte que me confíes tus dificultades y en ayudarte a vencerlas?

FEDERICO.-  Te lo agradecería; pero no quiero perder tu preciosa amistad.

INFANTE.-  ¡Perderla!

FEDERICO.-  Sí, perderla. Yo me entiendo. Los favores de cierta clase se pagan con el aborrecimiento. Querido Infantillo, cada cual es como Dios le ha hecho. Cuando un hombre padece ataques más o menos agudos de esa terrible enfermedad que se llama insolvencia, si quiere conservar los amigos, lo primero que tiene que hacer es no deberles nada. Yo no puedo evitar que se apodere de mí una aversión insana hacia toda persona decente que viene en mi auxilio cuando me estoy ahogando. En fin, punto final.

INFANTE.-   (Aparte.)  ¡Qué hombre éste! El orgullo le acabará.  (Alto.)  Pues quiera Dios que este día nefasto termine sin ninguna catástrofe. Para todo, para todo, ¿lo entiendes?, cuenta conmigo. Verás cómo sales bien.

FEDERICO.-  Saldremos... sí. Hay fe en la Providencia. ¡Qué día, chico, qué día! ¡Mentira parece que tantos y tan diferentes males quepan dentro del término breve de unas cuantas horas! Porque a las dificultades de cierto género, pasajeras, sí, y de poca importancia, debo añadir hoy... Vamos, ¿te lo cuento?

INFANTE.-  Hombre, sí. Venga.

FEDERICO.-  Pues... Ya sabes dónde vivo... Algunas noches, a la hora en que nos recogemos los madrugadores, es decir, los que nos acostamos de madrugada, me has dado convoy hasta la puerta de mi casa. ¿Recuerdas   —35→   que frente por frente a mi puerta hay un letrero que dice: Santana. Géneros del Reino y extranjeros?

INFANTE.-  Sí; una tienda de ultramarinos. ¿Y qué?...

FEDERICO.-  Espérate. Más arriba del letrero, hay dos ventanas. Allí tiene su escritorio ese animal.

INFANTE.-   ¿Qué animal?

FEDERICO.-  El tendero. Déjame seguir; el cual es tío de un sobrino... y éste, el sobrino... hortera de unos veinte años, guapín, sentimental, con el romanticismo dulzón de una libra de pasas convertida en persona, tiene el atrevimiento de hacerle guiños a mi hermana.

INFANTE.-  ¡Ah!, ya...

FEDERICO.-  Y no es eso lo peor... lo terrible, querido Manolo, es que Clotilde se deja querer de semejante aborto... Ayer lo descubrí, y me volé. ¡Escena terrible en mi casa! Tengo que hacer un escarmiento en esas mujeronas que me sirven...

INFANTE.-  Cuestión delicada es ésa... Considera que tu hermana no vive en la esfera social que le corresponde. Está en la edad crítica del amor. No ve a nadie... ha visto a ese chico...

FEDERICO.-   (Irritándose.)  Cállate. ¡Mi hermana dejándose impresionar por un tipo semejante! Quita; déjame. Tú conoces mis ideas; soy un botarate, un vicioso; pero hay en mi alma un fondo de dignidad que nada puede destruir. Llámalo soberbia si te parece mejor.

INFANTE.-  Pues lo llamo, sí.

FEDERICO.-   No tolero que un vendedor de aceitunas ponga los ojos en Clotilde, y me resigno menos a que ella guste de semejante zascandil... Anoche... aún me dura el coraje, la excitación que el caso me produjo... al   —36→   retirarme a casa, sorprendí al tipo ése, que furtivamente abría la puerta de la calle para salir...

INFANTE.-  ¿De modo que se colaba...? ¿Y tú...  (Señal de agresión.)  le...?

FEDERICO.-   Le agarré del pescuezo... Cree que si el sereno no me le quita de las manos, allí acaban sus atrevimientos y la mengua de mi nombre y de mi casa.

INFANTE.-  Serénate... considera... Se comprende que no te agrade la elección de tu hermana. Pero fíjate en las circunstancias. ¿Acaso la has puesto tú en condiciones de elegir?

FEDERICO.-   ¡Malditas circunstancias! Sólo sirven de tapadera infame para cubrir los ultrajes al honor. Que mis ideas son anticuadas en este particular, lo sé, lo sé; pero... ¡qué remedio! Aunque me llames extravagante, te diré que no me cabe en la cabeza la igualdad. No soy de esta época, lo confieso; no encajo, no ajusto bien en ella. Ya conoces mi repugnancia a admitir ciertas ideas muy en boga. Eso que en lenguaje político se llama pueblo, yo lo detesto, ¡qué quieres que te diga!, y no creo que con la gente de baja extracción, vayan las sociedades a nada grande, hermoso, ni bueno. Soy aristócrata hasta la médula; lo heredé de mi madre... Créelo; eso de la democracia me ataca los nervios. Gracias que no es verdad, ni hay tal democracia, pues si la hubiera, ¡Dios nos asista!

INFANTE.-   ¿Que no la hay? Tu hermanita te sacará de dudas.

FEDERICO.-  Prefiero verla muerta.

INFANTE.-  Piénsalo bien. Esas cosas se dicen pronto; pero luego la señora realidad nos pone los puntos sobre las íes... Cálmate. Te afanas sin motivo. Examinadas   —37→   con serenidad, tus desdichas no son tan fieras como las pintas.

FEDERICO.-  Es que aún hay más, Manolo.

INFANTE.-  ¿Más?

FEDERICO.-  Te aseguro que... Hoy, poco antes de salir de casa, recibí una carta de mi padre, anunciándome que llega mañana a Madrid.

INFANTE.-  Tu padre... ¿y qué?

FEDERICO.-  Pareces tonto... Mi padre. Y sigue la mala. ¿A qué vendrá?

INFANTE.-  Pues, hombre, vendrá... a verte.

FEDERICO.-  Es mi padre, y no puedo decir contra él ninguna palabra ofensiva... Pero harto sabes que nunca viene a Madrid sino para negocios y combinaciones que a mí me desagradan, me lastiman...

INFANTE.-  Sí, ya... sé... Por ahí suelen llamarle el cometa... ¿Pero a ti qué te importa?

FEDERICO.-  ¡Que qué me importa! Confiésame, querido Infante, que soy el hombre más digno de lástima que hay bajo el sol.  (Entra LEONOR presurosa por la derecha, abrochándose la bata.) 



Escena III

 

Los mismos; LEONOR.

 

LEONOR.-  ¡Hola, micos!  (A FEDERICO.)  Dispensa el plantón.  (A INFANTE.)  Y usted, niño simpático, sepa que se le quiere. ¡Viva la gente de arranque! Los billetes aquí, y el diplomático más corrido que una mona.

INFANTE.-  No me lo agradezcas a mí, sino a él, a su fatuidad.

LEONOR.-    (Despidiéndole.)  Con que... mil gracias, y...

INFANTE.-   Ya, ya sé que estorbo...

LEONOR.-  Usted no estorba nunca: no, no; pero... cuanto más   —38→   pronto se largue, mejor... Confianza se llama esta figura...

INFANTE.-   Abur, abur.

LEONOR.-   Y mil gracias otra vez.  (Empujándola hacia la puerta.) 

INFANTE.-  Ya, ya me voy. ¡Infeliz amigo!



Escena IV

 

LEONOR; FEDERICO.

 

LEONOR.-  Hay que echarte memoriales para verte. ¿Cómo estás? ¿A ver esa carátula? ¿Palidez tenemos, y ojos tristes?... ¡Ay, ay! ¡Pobrecito de mi alma!  (Se sienta en un sofá.) 

FEDERICO.-   ¿Y tú, qué tal?

LEONOR.-  Ya lo ves: vendiendo vidas. ¿Recibiste mi papel?

FEDERICO.-   Claro que lo he recibido, pues aquí estoy.

LEONOR.-  Pues te llamé... Verás... Supe ayer por Torquemada lo que te pasa, y la que te tiene armada para hoy ese pillo. Me entraron ganas de echar un capote por ti, como tú lo has echado por mí, cuando me he visto en la cuna de la fiera.

FEDERICO.-  Conozco tu buen corazón y tus desplantes de generosidad. Puesto que entre los dos hay confianza, hablemos. Nunca siento ante ti el embarazo que estas materias me producen ante otras personas con quienes tengo amistad.

LEONOR.-  Es que yo soy tu amiga... de la entraña, y los demás lo son de aquí.  (Tocando la punta de la lengua.)  Estoy contenta: esta mañana te eché las cartas, y en ellas vi que saldrías bien del soponcio.

FEDERICO.-  ¡Qué célebre!  (Riendo.)  ¿Y qué te dijo el naipe?

LEONOR.-   Primero salió disgusto grande... ya sabes, el siete de espadas, en un corto camino, cuervo y pensamiento   —39→   de un hombre moreno. La cosa era bien clara.

FEDERICO.-  Clarísima; ya lo creo.

FEDERICO.-  Clarísima; ya lo creo.

LEONOR.-   No lo tomes a broma. Pues encendidas las velitas y dichas las santas oraciones, eché lo que ha de venir; y ¿qué creerás que salió? Pues recelo por la mañana, el caballo de bastos, que eres tú...

FEDERICO.-  Yo soy...

LEONOR.-  Salió después la mujer de buen color... que soy yo... y, por fin, el tres de oros... ¿Sabes tú lo que significa el tres de oros?

FEDERICO.-   Debe de significar una cosa muy buena... Pero vamos al grano, Leonorilla, que no hay tiempo que perder. ¿Tienes...?

LEONOR.-   ¿Vil metal?, eso que el marqués llama el nervio de las naciones? No, hijo mío; estoy como el Gobierno. No tengo una peseta.

FEDERICO.-  Entonces... ¿a qué me has llamado? Yo creí que nadabas en la abundancia.

LEONOR.-   No, mico, yo no nado... en nada. Pero tampoco me ahogo en poca agua.

FEDERICO.-  Explícate.

LEONOR.-  En fin, muy poco tengo disponible; pero... dinero hay.

FEDERICO.-  ¿Dónde?

LEONOR.-   Qué sé yo... por ahí... en cualquier parte. Y habiéndolo, lo traeremos acá. Para no cansarte, haré lo que el Gobierno, piznorar. ¿No se dice así? Tengo alhajas, y buenas. Mira, tonto, la sota de espadas junto al tres de oros quiere decir que la mujercita de buen color se atufa, trinca sus joyas, y se va con ellas a Peñíscola. ¿Te parece bien?

FEDERICO.-  Paréceme atroz, y lo acepto por la terrible ley de   —40→   la necesidad, con pena, pero sin rubor. Pásmate, como se pasmaría el mundo si lo supiese. ¡Qué extrañas relaciones éstas! No somos amantes, lo fuimos. Somos amigos tan solo; pero esta amistad nuestra es un fenómeno psicológico que... ¿Sabes lo que es psicológico?

LEONOR.-  Pis... pis...  (Sin poder pronunciarlo.) 

FEDERICO.-  Quiere decir del alma, un fenómeno...

LEONOR.-  Mira.  (Con ademán de pegarle.)  Haz el favor de no llamarme a mí fenómeno... ni tampoco a nuestra amistad.

FEDERICO.-  Quiero decir que esto nadie lo entiende más que nosotros. Por nada del mundo acepto yo, de un amigo de mi clase, ciertos favores. ¿Por qué los acepto de ti, sin que mi decoro se sienta herido? No puedo explicármelo. ¿Qué significa esta fraternidad que entre nosotros existe? ¿Se funda quizás en nuestra degradación? Yo envilecido, tú también; nos entendemos en secreto. Tal vez si tus auxilios se hicieran públicos, yo los rechazaría con horror... Y yo me pregunto: esta amistad nuestra, ¿no es de la mejor ley? ¿No habrá en ella, escarbando mucho, algo a que pueda darse el nombre de virtud? No... ¡qué desvarío!... no puede ser.

LEONOR.-  No te devanes los sesos por encontrar el nombre de estas cosas... Son cosas, bien claro está... ¡cosas de la vida! ¡Cosas!

FEDERICO.-  Eso... cosas. ¡Qué confusión! ¿Seremos tú y yo tan malos como parecemos?

LEONOR.-  ¿Quieres callarte?

FEDERICO.-  No es por alabarme; pero conviene recordar que yo también supe ayudarte en trances críticos de tu vida.

  —41→  

LEONOR.-  Justo, como yo a ti ahora. En fin, bueno debe de ser esto, porque yo, aunque corra mis temporales, siempre tiro hacia ti, como la cabra al monte. Cuando pasan muchos días sin verte, estoy intranquila; y si oigo decir que caes enfermo, me pongo de mal temple. Me enamoro de éste, del otro y del de más allá; poco me importa engañar cien veces al que más me entusiasma, y encajarle un sin fin de mentiras. Pues no teniendo amores contigo, como no los tengo, primero me corto la lengua que decirte una falsedad.

FEDERICO.-    (Aparte.)  Sí, sí; en cuestión de amores, ella rueda por su lado, yo por el mío, y venimos a juntarnos en este punto inexplicable de nuestra confianza, que es para mi alma un gran consuelo.

LEONOR.-    (Que le ha observado cariñosamente, tratando de penetrar el objeto de su meditación.)  ¿En qué piensas, monín?

FEDERICO.-  En algo que a mí me pasa.

LEONOR.-   ¿Amores? ¡Ah!, pizpireto, no me lo niegues. Como no tenemos lío, puedes contarme tus penitas. Dime, ¿a qué señora engañas ahora, pillo? Porque señora ha de ser, y de las buenas.

FEDERICO.-  Pues... algo hay. Pero la confianza contigo tiene su excepción, y lo que es el nombre no esperes que te lo diga.

LEONOR.-   Bueno: guárdatelo. No le vaya a dar el aire. ¿La quieres mucho?

FEDERICO.-   Te diré... Me gusta. Es mujer hermosa, apasionada, muy superior a lo que yo merezco... Pero...

LEONOR.-  Pero... el perito ese quiere decir que no te entusiasma.

FEDERICO.-  Despierta en mí ilusión de amor. Pero no sé qué barrera, qué zanja infranqueable me separa de esa   —42→   mujer. Quizás sería mi felicidad si entre ella y yo pudiera existir esta confianza, esta sinceridad, este abandono mutuo de los secretos más penosos de la vida. Mi alma se divide... la parte que tengo aquí me vendría bien allá... para completar lo otro.

LEONOR.-  ¿Y piensas llevártela, canallita? Pero no nos descuidemos, hijo mío.  (Llamando a la CRIADA.)  Lina.  (Entra ésta.)  Tráeme mis colgajos...  (Dándole unas llaves.)  Todas, todas.  (A FEDERICO.)  Aquí escogeremos...  (Vase la CRIADA.) 

FEDERICO.-  Ya ves que te hablo de mis... cosas, como tú dices. Cuéntame las tuyas.

LEONOR.-  ¡Ay!, ¡las mías!, son tan públicas, que en rigor, más que contarlas, debiera... desmentirlas, para figurarme que no son verdad.



Escena V

 

Los mismos; LINA.

 

LINA.-   (Trayendo varios estuches de joyas en un pañuelo.)  Esto es lo que había en el armario de luna... ¿Sabes?, ahí está.

LEONOR.-    (Alarmada.)  ¿Quién?

LINA.-  ¡El marqués!

LEONOR.-   (Envolviendo las alhajas en el pañuelo, y dándolas a FEDERICO para que las oculte.)  ¡Maldita sea su estampa!  (A LINA.)  Por nada del mundo le dejes entrar aquí.  (Dirígese a la puerta amenazando con el bastón de FEDERICO.)  Mira: le metes en mi cuarto, le dices que no estoy; que espere allí.  (Vase LINA.)  No es por nada... No le temo ni me importa. Pero es una de nuestras primeras chinches... No quiero que se entere...

  —43→  

FEDERICO.-  No, por Dios...

LEONOR.-  Ya, ya entra.  (Escuchando en la puerta del fondo, cerrada.)  En todo quiere meterse, y si viera esto, la matraca sería tremenda.  (Volviendo al sofá.)  No temas... Lina le entretiene.

LINA.-   (Entrando por la derecha.)  ¡Ya está allá!

LEONOR.-  ¿Qué cara trae?

LINA.-   La de siempre, la fea.  (Suena la campanilla.) 

LEONOR.-  ¡Ay!, ¡ay! Apuesto que es Ojirris. ¡Ahora que quiero estar sola...!

LINA.-  ¿Le abro?

LEONOR.-   ¿Será Ojirris?

LINA.-  Sí: le conozco en la manera de llamar.   (Vuelve a sonar la campanilla.) 

LEONOR.-  Corre, dile que se vaya y vuelva... No, no; dile que estoy en casa de mi prima, y le espero allá.  (Sale LINA por el fondo. LEONOR cierra la puerta y escucha.)  Ya, ya va bien despachado... ¡pobrecito!

FEDERICO.-  Dime... ¿Pero quién es... Ojirris?

LEONOR.-   Perico, hombre, Perico el gaditano. Le llamo así porque bizca un poco del derecho.

FEDERICO.-  Ya...

LEONOR.-  Esto sí que es raro... Ya ves. El marqués loco por mí, y yo loca por ese mequetrefe. Es tonto, perdido, feo; y sin embargo, estoy loca por él. Lo que no quita que un día sí y otro también tengamos bronca. Ayer le tiré una bota a la cabeza, y le hice sangre en la frente. Después no tenía yo consuelo. Anoche, monos; pero luego tocamos a reconciliación.

LINA.-   Se va refunfuñando. Allá te espera.  (Vase.) 

FEDERICO.-  ¡Qué misterio en los afectos humanos! ¡Y hay quien pretende reducirlos a reglas y encasillarlos como las muestras de una industria!

  —44→  

LEONOR.-  Sí que es raro lo que a una le pasa. Mírame chiflada por ese gitano y sin maldita confianza en él. No le fiaría valor de una peseta, ni nada tocante a las cosas de formalidad.  (Desenvolviendo el lío de las alhajas.)  Niño, que es tarde.  (Examinando algunas joyas.)  ¡Mira qué collar! Me lo dio Pepito Trastamara.

FEDERICO.-    (Abriendo un estuche.)  ¡Ah!, los tornillos que yo te di.

LEONOR.-  Sí, hace cuatro años. Eso es lo que más falta me hace a mí, tornillos... ¿Y este aderezo? Me lo dio Aguado cuando volvió de la Habana... En fin,  (Escogiendo varios estuches.)  me parece que habrá bastante con esto. El solitario, el aderezo, los tornillos, la mariposa de brillantes que fue de la marquesa de Tellería... Con esto...

FEDERICO.-  ¿Crees que basta? No sabes la cantidad.

LEONOR.-   Sí que la sé, tontín. Por una casualidad tuve noticias de este apurillo tuyo. Fui a ver a Torquemada para pagarle mil reales que le debía mi Ojirris, y me dijo aquel esperpento que ya no te da más prórrogas, y que si no recoges hoy el pagaré de trece mil pesetas, te echa al juez... Ahora a la calle, Leonor.  (Dirígese a la puerta de la derecha y llama en voz baja.)  Lina, tráeme el mantón, un pañuelo, zapatos.  (Volviendo junto a FEDERICO.)  Dime: si yo no te hubiera llamado hoy, ¿habrías venido tú a contarme tu compromiso, y a pedirme que echara el resto por sacarte?

FEDERICO.-    (Después de vacilar.)  Creo que sí.

LEONOR.-   ¡Viva la confianza!  (Entra LINA con la ropa.)  ¿Qué dice ese cataplasma?

LINA.-  Está muy ocupado.

LEONOR.-  ¿Qué hace?

LINA.-   Morderse las uñas.

  —45→  

LEONOR.-  ¿Le dijiste que mi tía Encarnación está enferma?

LINA.-  Que se ha muerto.

LEONOR.-   Mejor.

LINA.-   Y que estás allá. El muy escamón dijo: «Pues oigo voces en el gabinete», le contesté que están aquí la Antonia y Malibrán. Como no puede ver a Malibrán, no se lo ocurrirá meterse aquí.

LEONOR.-  Muy bien. ¡Pero qué talento tiene esta chica, y qué diplomática es! Bueno. Me vestiré en la sala.  (Vanse por la izquierda.) 

FEDERICO.-  ¡Qué criatura, qué arranques! Lo mismo absorbe una fortuna, que la regalaría si la tuviera. Ha arruinado a siete, que yo sepa, y a mí me comió lo que heredé de mi madre... ¡Pero qué gracioso desorden!

LEONOR.-   Ya estoy.  (Coge las alhajas que antes apartó.)  Al instante vuelvo: no te muevas de aquí. Voy a casa de Valentín, el portal de enfrente: me dará en seguida la cantidad redonda, porque es hombre muy cristiano, muy fino y me considera.  (A LINA.)  Tú vuelve allá, y entretenle con las bolas que se te ocurran. Después vuelves aquí, y recoges esto.  (Las alhajas sobrantes.)  ¡Aire!  (Sale rápidamente por el fondo. LINA por la derecha.) 



Escena VI

 

FEDERICO; LINA.

 

FEDERICO.-   (Paseándose por la escena.)  Quiera Dios que salgamos bien. Esa Leonor... ¡pobrecilla! Sí, malo es esto, muy malo, pero no había otra solución. Y a todas éstas busco y revuelvo en mí, y mi orgullo no parece.   —46→   ¿En dónde se ha metido ese loco? Andará huido por los rincones y escondrijos del alma. Veo en mí dos hombres: el Federico Viera, que todo el mundo conoce, y este otro; éste.  (Señalándose.)  ¿Cuál es el verdadero?  (Parándose ante un espejo.)  ¿El que veo, o el que no veo? Me trastorna esta duda.  (Tratando de ordenar sus ideas.)  ¿En qué consiste que, cuando me agobia un pesar, lo primero que se me ocurre es venir a contárselo a... ésta? ¿Acaso le tengo amor? No, porque sus amantes no me infunden celos. Amistad, sí; pero ¿qué amistad es ésta? ¿Por qué me inspira esta mujer una confianza que no siento por ninguna otra?  (Herido por un recuerdo.)  ¡Ah!, ya no me acordaba. A las cuatro, entrevista con Augusta. ¿Por qué, al recordarlo, brota en mi alma una chispa... ¿de qué diré?, de disgusto, de pena...? No puedo dudar que me interesa; y no obstante, algo daría yo porque se cansase de mí, y me propusiese el rompimiento. La amé y la seduje obedeciendo a estímulos obscuros de la imaginación y de los sentidos, y por ella ultrajé a ese hombre incomparable, a quien debo amistad, cariño, atenciones mil... ¿No es esto más villano que recibir auxilios de la Peri? Y sin embargo, el mundo no lo ve así. Por lo que aquí ha pasado hoy, algunos quizás dejarían de saludarme; por lo otro, me envidiarían.  (Agitadísimo.)  Lo indudable es que con unas y otras cosas, con el oprobio de mi hermana, con esta nueva aparición de mi padre, la vida se me está haciendo insoportable, pesadísima,  (Se sienta fatigado.)  y no puedo, no puedo ya cargar con ella.  (Entra LINA, que viene a recoger las alhajas.)  ¡Ah!, se me ocurre una idea. Oye, Lina, me vas a decir   —47→   una cosa... pero sin engañarme... La verdad pura.

LINA.-  ¿A ver? No le diré mentira, ni verdad que no deba decirse.

FEDERICO.-   Está bien. Malibrán suele venir aquí algunas noches...

LINA.-   Y algunas tardes.

FEDERICO.-   ¿Le has oído hablar de mí, recientemente, o de algo que conmigo se relacione?

LINA.-    (Recordando.)  Sí.

FEDERICO.-  ¿Anoche quizás?

LINA.-   Sí... pero no sé si debo...

FEDERICO.-  Cuéntamelo; lo que tú no me digas, me lo dirá Leonor.

LINA.-  Pues dijo que es usted un perdido.

FEDERICO.-   ¿Y nada más?

LINA.-   Y jugador.

FEDERICO.-  Pecata minuta... A ver, haz memoria. Al hablar de mí, ¿nombró a alguna otra persona?

LINA.-   Don Federico, déjese de preguntas; yo no sé... Si se fueran a contar las cosas que aquí se oyen...  (Suena la campanilla.)  Es Leonor.  (Sale.) 



Escena VII

 

FEDERICO; LEONOR.

 

FEDERICO.-  No me queda duda. Ya principia el rumor insidioso, traicionero, precursor de la difamación y del escándalo...

LEONOR.-    (Entrando presurosa.)  Hecho todo. Venga un abrazo... en premio de mi... Iba a decir virtud... Pero no... son ¡cosas!

FEDERICO.-   (Abrazándola.)  Eso es... cosas.

LEONOR.-  Aquí tienes...  (Dándole billetes de Banco envueltos en   —48→   el pañuelo de las alhajas.)  Vete corriendo a casa de Torquemada y refrégale los cuartos en la geta, para que vea ese puerco que aquí hay honor, limpieza de sangre, circunstancias y hombría de bien.

FEDERICO.-   (Sin decidirse a tomar el dinero.)  Parece mentira que...

LEONOR.-  ¿Remilgos ahora, mico?

FEDERICO.-  No...  (Con efusión.)  Eres... no sé.  (LEONOR le introduce los billetes en el bolsillo.) 

LEONOR.-  Vete... ya vas espirando.

FEDERICO.-   Dos palabras. Tengo que preguntarte... Malibrán...

LEONOR.-  ¡Ah!, sí... yo también quería decirte...

FEDERICO.-  Sé por Lina que anoche habló de mí. Quizás se permitió calumniar a alguna persona. ¿Recuerdas tú lo que dijo?

LEONOR.-  Nada, pamplinas...

FEDERICO.-  Cuéntamelas.

LEONOR.-  Eso es... entretente aquí, y olvídate de lo principal.

FEDERICO.-   (Confuso.)  ¿De qué?

LEONOR.-  Del judío ese, que a estas horas estará pensando que no le pagas, y...

FEDERICO.-  ¡Ah!, no sé cómo tengo la cabeza... Es tarde.

LEONOR.-   Y si te descuidas...

FEDERICO.-   Adiós, adiós.  (Sale presuroso.) 

LEONOR.-  ¡Pobre mico! Es el perdis más caballero que hay bajo el sol.


  —49→  

Escena VIII

 

Mutación.

 
 

Gabinete amueblado con dudosa elegancia. Ventanas al fondo y a la izquierda. Puerta a la derecha, por la cual se verifican todas las entradas y salidas. Chimenea, entredós, pupitre. Un sofá y butacas. Es de día.

 

AUGUSTA.-  Yo creí encontrarle aquí  (Mirando su reloj.)  Las cuatro y veinticinco. ¡Qué calor!  (Se quita el abrigo y sombrero.)  Hoy estaba más obligado que nunca a la puntualidad... ¡Por qué tardará tanto este hombre, el primer desocupado de Madrid!... ¡Pobrecillo!, ¡sabe Dios qué líos, qué trapisondas!... De fijo que los amores de su hermana le llevan al disparadero. ¡Qué carácter!  (Vuelve a mirar el reloj.)  Cinco minutos más...  (Con febril impaciencia.)  No sirvo, no sirvo para esperar... ¡Si habrá llegado su padre, el cometa!... No, no; decía la carta que del 26 al 28... ¿Qué día es hoy?  (Meditando.)  Si no puedo pensar nada.  (Levántase.)  ¡Ah!... un coche.  (Se acerca al balcón.)  No, no es; pasa... ¡Qué silencio ahora!... Otro coche... Como no sea éste, me entrará la desesperación... Sí, sí es... se acerca. ¡Ay!, no sé qué tiene el coche en que viene él, que hace más ruido que los demás... Gracias a Dios, ya estoy contenta... Ya sube... Esa Felipa, cómo tarda en abrir!



Escena IX

 

AUGUSTA; FEDERICO.

 

FEDERICO.-  Perdóname, vida mía, si he tardado un poco.

AUGUSTA.-  ¿Qué te pasa; qué ocupaciones...? ¿Ha llegado tu papá?

  —50→  

FEDERICO.-  No, mañana.

AUGUSTA.-  Ya sé lo de Clotildita. Me lo ha contado Manolo.

FEDERICO.-    (Con disgusto.)  No hablemos de eso.

AUGUSTA.-  ¡Qué susto he pasado! Creí que no venías.

FEDERICO.-   Por Dios.  (Cariñoso.)  ¿Cómo podías suponer...?

AUGUSTA.-   Quita allá, embustero, farsante. A fe que estoy contenta de ti.

FEDERICO.-   Esta mañana, cuando recibí tu carta, dije: «Paces tenemos».

AUGUSTA.-  Perdón habrá, si sales bien del juicio oral a que voy a someterte. Vamos a ver, procesado, conteste usted. ¿En dónde ha estado usted hoy?

FEDERICO.-    (Aparte, con recelo.)  Si le habrá dicho Manolo...

AUGUSTA.-  ¿Qué asunto, qué negocio le trae a usted estos días tan sobresaltado?

FEDERICO.-    (Aparte.)  No, Manolo es discreto.  (Alto.)  Pues nada, hija; asuntos, cosas mías que no pueden interesarte.

AUGUSTA.-  ¡Que no me interesan! ¡Vaya unas herejías que echas por esa boca! Si el amor tuviera su Inquisición, serías tú condenado a la hoguera por las atrocidades que dices contra el dogma. No, no debí escribirte hoy: ha sido una debilidad... Anoche no dormí pensando en tus traiciones.

FEDERICO.-  Pero sepamos qué traiciones son ésas... No las conozco.

AUGUSTA.-  Hazte el tontito. Esa mujer indigna... ¿Qué se te ha perdido a ti en su casa?

FEDERICO.-  Vamos a ver... ¿quién te ha dicho...? ¿Acaso Manolo...?

AUGUSTA.-  Manolo, por ser ministerial de todo, lo es hasta de ti, y siempre que te nombra te pone en las nubes.

FEDERICO.-   Entonces, Malibrán, que ahora se dedica a desacreditarme.

  —51→  

AUGUSTA.-   Quien me lo dijo añadió que ese trasto tiene gran influencia sobre ti.

FEDERICO.-   ¡Qué disparate!

AUGUSTA.-  Nada es disparate. El disparate no existe. Los hechos podrán ser o no ser; pero no es la mejor manera de negarlos el decir que son absurdos. Convénceme, pues, de otra manera.

FEDERICO.-  ¿Cómo?

AUGUSTA.-  Queriéndome mucho, como yo me merezco, y probándomelo. Si me quieres a mí, no podrás querer a otra.

FEDERICO.-   Pues eso, vida mía, más demostrado está que la redondez de la tierra, más que la atracción de los cuerpos, más que...

AUGUSTA.-   (Riendo.)  Basta... de matemáticas. Y ahora continúa el interrogatorio del procesado.

FEDERICO.-   Basta de curia, digo yo: la detesto. ¡No te atormentes, querida mía! Si yo te quiero a ti sola, a ti; si por más que rebusque tu suspicacia, no verás en parte alguna... nada que pueda...

AUGUSTA.-   Sigue... ¿Por qué se te traba la lengua? Porque sólo la verdad la pone expedita y corriente; y tú me engañas...

FEDERICO.-  No por Dios. Podré tener... Yo te juro que no sé lo que es amor fuera de aquí. Lo demás, ¿qué te importa?

AUGUSTA.-  ¿Pues no ha de importarme? El amor, si es de ley, ha de completarse con la compañía y el apoyo recíproco, con la confianza absoluta, sin ningún secreto que la limite, y con la comunidad de penas y goces... Una queja tengo de ti, y es que nunca has querido confiarme secretos penosos que te amargan la vida. ¿Dices que me quieres? Pruébamelo. ¿Cómo?   —52→   Clavando en mi corazón parte de las espinas que desgarran el tuyo. ¡Ay!, algunas de esas espinitas... verás qué pronto me las sacudo yo.

FEDERICO.-    (Aparte.)  Corazón inmenso, no merezco poseerte.

AUGUSTA.-  Si me quieres de verdad, confíate a mí. Temes parecer indelicado, innoble. ¡Qué tontería!  (Con veleidad graciosa.)  Oye lo que se me ocurre. Gasta con todos ese orgullo, y suprímelo para mí. Tu delicadeza es mi enemiga, mi rival, y tengo celos de ella. Le clavaría las uñas... Para que lo sepas todo: tu vida angustiosa, tu pobreza, sí, empleemos la palabra terrible, han sido un incentivo más del amor que te tengo.  (Sonriendo.)  Si fueras capitalista, yo no te habría querido. Si fueras un hombre metódico, que llevara sus cuentas por partida doble, créelo, me serías antipático.

FEDERICO.-   (Estrechándole las manos.)  ¡Monísima! Tienes toda la gracia de Dios.

AUGUSTA.-  Yo soy así. Estoy cansada de la regularidad. Me ilusiona el desorden.

FEDERICO.-  ¡Ah!, ya te cogí; contradicción; si eres como dices, ¿a qué ese empeño de poner orden en mí?

AUGUSTA.-  Pues si hay contradicción, mejor. No retiro nada de lo dicho. Dame tu confianza. Destruye esta muralla que hay entre nosotros.

FEDERICO.-  ¿Y si yo te dijera que derribando esta muralla perdería tu estimación?... Yo no merezco el interés que te tomas por mí. Lo que de mí ignoras te seduce porque es misterio, porque es drama o novela para ti...

AUGUSTA.-    (Con arranque.)  ¡Pues fuera misterio... fuera lo novelesco y dramático! ¡Abajo el disparate que tanto me gusta! ¡Abajo el desequilibrio! ¿Que me contradigo?   —53→   Bueno. ¿Que desmiento mi carácter? Mejor. ¿Que destruyo ese encanto, esa poesía, llamémosla así, de tu pobreza disimulada? Mejor. Este amor mío primero y último hace una revolución en mi naturaleza. ¿Qué significa esto? Es el paso del período soñador al período práctico, del noviazgo al matrimonio; la gran crisis de amor; el tránsito de la época legendaria a la época clásica. ¿Qué tal?

FEDERICO.-    (Admirado.)  Divino.

AUGUSTA.-   Esto se llama erudición. Tontín, ¿no me comprendes?

FEDERICO.-  Sí, sí.

AUGUSTA.-  ¿Lo quieres más claro? Es preciso que nos volvamos muy prosaicos, muy caseros.

FEDERICO.-  Te desvanece tu propia bondad. ¿Cómo puede ser eso de volvernos tú y yo muy caseros?

AUGUSTA.-  Pues siendo.

FEDERICO.-  ¿Con bienes comunes?...

AUGUSTA.-  Sí, sí.

FEDERICO.-  ¿Necesitaré traerte a la realidad? Olvidas...

AUGUSTA.-  ¡Ah!, ya... tienes razón.  (Con desaliento.)  Para lo que te proponía, necesito libertad, y no la tengo. Iba yo por los espacios imaginarios, como las brujas que cabalgan en una escoba.

FEDERICO.-  Vuelve a la realidad.

AUGUSTA.-  Vuelvo... y en ella te digo que... con arte todo es posible. Óyeme: te contaré una cosa interesante. Esta mañana me dijo Tomás: «Tengo un proyectillo para modificar la vida de ese pobre Federico, y librarle de la plaga de sus acreedores».

FEDERICO.-    (Agitado.)  No me hables de eso. ¡No sabes el daño que me causas!...

AUGUSTA.-  Considera que no es él quien te favorece, sino yo.

  —54→  

FEDERICO.-  No puedo considerar tal cosa: Querida mía, si me amas, impide los favores de ese hombre a quien yo debería reverenciar, de un hombre cuya noble confianza pago con el mayor, con el más villano de los ultrajes.

AUGUSTA.-   (Con gravedad, después de una pausa.)  Habíamos convenido en no hablar de eso... Quien le ultraja... no eres tú. Al acusarte, parece que me acusas a mí.

FEDERICO.-  ¡Yo... a ti!, ¡jamás! Pero desde el momento en que me hablas de generosidades tuyas o de tu marido, la cuestión moral se me impone, y veo, planteado un dilema terrible.

AUGUSTA.-  ¿Es eso verdadera virtud o simplemente falta de valor? Bueno: déjame a mí el pecado entero, y coge para ti todos los escrúpulos.  (Se levanta airada.) 

FEDERICO.-  Sosiégate... espera...

AUGUSTA.-  Lo diré todo de una vez. Reconozco, como nadie, el mérito de mi marido. Sólo yo, que vivo a su lado, sé bien toda la extensión de su bondad. Me inspira un cariño acendrado y puro, admiración, veneración, no sé qué... Yo reverencio a Tomás... le rezaría... pero te amo a ti.

FEDERICO.-    (Aparte.)  Su valor es tan grande como su pasión. ¡Qué mujer!

AUGUSTA.-    (Impaciente por no recibir respuesta.)  ¿Será preciso que te lo repita? Él es un santo, y yo te quiero a ti. Aquí tienes las dos verdades capitales. ¿Crees que trato de buscar entre ellas una componenda hipócrita? No. Dejo los hechos como están. Tú eres cobarde y huyes. Yo soy valiente, y me paso la vida delante de estas dos verdades, mirándolas cara a cara.

FEDERICO.-  Tu tesón me abruma.

  —55→  

AUGUSTA.-   (Despechada.)  Pero qué, ¿no tienes nada que contestarme?

FEDERICO.-   Ten calma... escúchame. Si he nombrado a tu marido, tú tienes la culpa. Ni de él ni de ti admito favores de cierta clase; y si insistes en ello...

AUGUSTA.-  ¿Qué? Dílo.

FEDERICO.-   Lo comprendes sin que yo lo diga.

AUGUSTA.-  Sí lo comprendo  (Con aflicción.)  tú no me quieres, no me has querido nunca.

FEDERICO.-  Por Dios, vida mía... ven acá.  (Tratando de abrazarla.)  Ten juicio... considera...

AUGUSTA.-  Me perteneces, y quiero que participes de los bienes materiales que yo poseo. ¿Cómo he de soportar que vivas sujeto a mil humillaciones? No, no. Te someterás. Yo lo quiero, yo... lo haré.

FEDERICO.-    (Exaltándose.)  Pues si persistes en tu loca idea, he de hablarte con claridad, como no lo he hecho nunca. Tiempo ha que me siento minado por una pena sorda y punzante... Cree que cuando entro en tu casa, y estrecho la mano de aquel hombre tan superior a mí, de tan elevado espíritu, de corazón grande y puro... no sé... no sé... Me creo el más abyecto de los hombres, y para adormecer mi conciencia, para acallarla por instantes tan sólo, necesito embriagarme, necesito un anestésico, vicios degradantes y obscuros, de esos en que la ansiedad ahoga el pensamiento Y acaba por matarlo... No puedo, no puedo más. Eres muy bella, discreta, graciosa, por mil razones interesante, y digna de ser amada... Pero ¿por qué no eres mujer de otro hombre...? Perdóname si te ofendí. No es mi ánimo ofenderte. Deseo tu felicidad. Pero quiero convencerte de que yo no puedo dártela... Augusta: tú no   —56→   me conoces. Soy un perdido, un miserable. Huye, apártete de mí, si no quieres que te lleve a la perdición, al escándalo vergonzoso, peor que la muerte.

AUGUSTA.-  ¡Huir de ti!  (Llorando.)  No puedo.

FEDERICO.-  Me revelo a ti con absoluta ingenuidad. Soy ya bastante indigno, y no quiero serlo más.

AUGUSTA.-  ¡Farsa, comedia! Te rebajas, te humillas para conseguir de mí la separación que deseas.

FEDERICO.-  ¡Ay, no me conoces! ¡Qué sabes tú! Por algo te oculto las miserias de mi vida. Si conocieras ciertos oprobios que hay en mí, quizás no tendría yo que hacerte ningún argumento para que me dejaras.

AUGUSTA.-  ¡Dejarte! Nunca.  (Con brío.)  Porque si fueras un presidiario te querría lo mismo.

FEDERICO.-  ¡Corazón monstruoso, nada puedo contra ti! ¡Dispuesto estoy a seguirte, a dejarme arrastrar de tu locura, hasta donde quieras, hasta la condenación eterna... pero no me des nada... no quiero nada!

AUGUSTA.-   ¡Hipocresía!... Si lo has de tomar al fin, ¿a qué tanto...?

FEDERICO.-  ¡Que lo he de tomar!

AUGUSTA.-    (Con terquedad.)  Sí.

FEDERICO.-   (Dominando un movimiento de ira.)  Veo que los dos estamos dañados profundamente. Yo no puedo salvarme ya; tú sí. Estás a tiempo. Vuelve... allá, vuelve, y olvídame.

AUGUSTA.-    (Altanera.)  Basta. Esto no puede ser. Tu moral de última hora es ridícula, poco delicada, inconveniente. Tienes razón...  (Con ira.)  Eres un... No debo decirlo... Tú sentirás la injuria, y me agradecerás que la calle.

FEDERICO.-  Sin oírla, sé que la merezco.

AUGUSTA.-  Y como no está bien que yo trate con hombres indignos...   —57→   me marcho... sí...  (Nerviosa y trémula, se pone el abrigo.)  No aguanto más... Esto se acabó...

FEDERICO.-   (Aparte.)  Se acaba... Mejor.

AUGUSTA.-   (Aparte.)  ¿Pero será capaz de dejarme marchar?

FEDERICO.-    (Aparte, sentado y calmoso.)  No se irá, no.

AUGUSTA.-    (Furiosa, queriendo aparentar, desdén.)  Bien, bien... pero no me marcharé sin decirte que te desprecio, que nunca te he querido... que...

FEDERICO.-  Y yo te digo que te querré siempre  (Con frialdad afectuosa.) , que serás para mí la mujer más digna de respeto...

AUGUSTA.-    (Aparte.)  ¡De respeto! Si me abofeteara, si me escupiera, no me ofendería como ahora me ofende.

FEDERICO.-  Adiós.

AUGUSTA.-   (Va hacia la puerta, y echando de menos su manguito, vuelve a cogerlo. -Aparte.)  ¿Pero me dejará marchar de veras?  (Alto.)  Adiós...  (Va hacia la puerta.) 

FEDERICO.-  Augusta.

AUGUSTA.-    (Retrocediendo vivamente.)  ¿Qué, hijo mío?... ¡Ah!, se me olvidaba también el pañuelo...  (Lo coge.) 

FEDERICO.-    (Cariñoso, pero frío, sin moverse del asiento.)  No te vayas enojada conmigo... no creas...

AUGUSTA.-  ¿Enojada...?, no.  (Aparte.)  Me retiene, quiere retenerme... Pues ahora, golpe maestro... Me marcho resueltamente.

FEDERICO.-   (Aparte.)  No quiere irse.  (Alto.)  Ven acá.  (Dando un paso hacia ella.) 

AUGUSTA.-   (Aparte.)  Aquí es la mía.  (Alto.)  Déjame. Adiós...  (Sale resueltamente.) 

FEDERICO.-  No se va... volverá desde la puerta...  (Dirígese al fondo, y escucha.)  Pues sí... se va... baja la escalera... La conozco. Volverá mañana.



 
 
FIN DEL ACTO SEGUNDO