Revisitando la literatura chilena: «Sigue diciendo: cayeron / di más: volverán mañana»
Gilberto Triviños Araneda
1. «El otro es el huésped. No igual en derecho
y diferente, sino extranjero, extraneus. Y debe ser exorcizado en su
extrañeza. Pero a partir del momento en que es iniciado,
según las reglas, su vida se vuelve más preciosa que
la mía. En este universo simbólico nada está
en posición de alteridad diferente. Ni los animales, ni los
dioses, ni los muertos son otros. Los absorbe el mismo ciclo. Fuera
de ahí, ni siquiera existimos»
(Baudrillard).
2. El Decreto
Supremo 176, dictado el 16 de octubre del año 2000, legitima
fundamentalmente a través de cuatro enunciados la
creación de la Comisión Asesora Presidencial para el
Bicentenario de la República: 1. «(El) Bicentenario no sólo es un hito
histórico sino la expresión concreta de nuestra
vocación de nación libre, independiente, soberana y
democrática»
. 2. «(El)
Gobierno de Chile está empeñado en lograr que el
país enfrente el Bicentenario de la República como
una nación plena y justamente desarrollada e
integrada»
. 3. «(Es) deber de
todo chileno, especialmente de los jóvenes de este
país, soñar, crear, imaginar, innovar y descubrir los
nuevos espacios que el país ha comenzado a crear para
todos».
4. «(Se) hace necesario
formar equipos de trabajo multidisciplinarios y gente capaz de
coordinarse y producir resultados, con una visión nacional
compartida y con toda la energía puesta en lograrlo, de
manera de recoger los sueños de todos, sin exclusiones,
convertirlos en un solo proyecto país, y dejar una mejor
nación a las nuevas generaciones»
. El Presidente
Lagos define, por su parte, la gran meta de los chilenos en su
discurso de constitución de la Comisión Bicentenario:
«que Chile sea el 2010 un país
grande de ciudadanos libres, como lo soñaron los Padres de
la Patria [...]. El pasado 21 de mayo, hice una invitación a
todos los chilenos y chilenas: trabajar juntos en el gran proyecto
común de llegar al Bicentenario como un país
desarrollado. Lograrlo depende de lo que hagamos en esta
década. Es una tarea nacional, que incumbe al Estado, el
sector privado y las múltiples comunidades en las que se
desarrolla nuestra vida [...]. El reencuentro de Chile con sus
valores y sus tradiciones republicanas y democráticas ha
sido uno de los grandes logros de la última década
del siglo XX. A ello se ha sumado un elemento nuevo, cuya
importancia resulta difícil exagerar, una visión cada
vez más difundida y compartida del progreso mediante la
inclusión y el acuerdo, nunca más a través de
las exclusiones o del antagonismo. Esta nueva visión recoge
el aprendizaje extraído de la trágica
destrucción de nuestra convivencia democrática; pero
también se nutre de lo mejor de nuestro legado
histórico y lo proyecta hacia el futuro que
queremos»
(Santiago, 16 de octubre de 2000). Si urdes
utopías, dice Bioy Casares, recuerda que el sueño de
uno es pesadilla de otro. Aquí reside la tragedia de Chile.
Nuestros gobernantes, aun los que creen no estarlo, están
prisioneros de la «falacia desarrollista» desde el
momento mismo de la construcción del país como
nación independiente y soberana. No reparan, por ello, en la
contradicción profunda de su discurso. Desarrollo e
integración. Progreso mediante la inclusión y el
acuerdo, nunca más a través de las exclusiones o del
antagonismo. Relato que no advierte la incompatibilidad de los
principios de su fabulación. Utopía que oblitera la
índole violenta, victimaria, del mito de la modernidad cuyo
strip tease
realiza Enrique Dussel en su lúcido libro El
encubrimiento del indio: 1492: «la
dominación (guerra, violencia) que se ejerce sobre el Otro
es, en realidad emancipación, "utilidad", "bien" del
bárbaro que se civiliza, que se desarrolla o "moderniza". En
esto consiste el "mito de la Modernidad", en un victimar al
inocente (al Otro) declarándolo causa culpable de su propia
victimación, y atribuyéndose el sujeto moderno plena
inocencia con respecto al acto victimario. Por último, el
sufrimiento del conquistado (colonizado, subdesarrollado)
será interpretado como el sacrificio o el costo necesario de
la modernización. La misma lógica se cumple desde la
conquista de América hasta la guerra del Golfo (donde las
víctimas fueron los pueblos indígenas y del
Irak)... La Modernidad, como mito, justificará siempre la
violencia civilizadora -en el siglo XVI como razón para
predicar el cristianismo, posteriormente para propagar la
democracia, el mercado libre, etcétera»
(1992:86,
98). Principio sacrificial de la modernidad, precisamente, cuya
visión horrorizada desvanece en el texto fundacional mismo
de Chile el espejismo heroico de la conquista, cuya
renovación no cesa con el advenimiento de la
República, cuya memoria impide a través de los siglos
el esperado fruto de esta tierra:
(La Araucana, Canto XXVI, 1962:356) |
Revisitar la
literatura chilena tiene gran importancia en el proyecto
(utópico) de recoger los sueños de todos en el
país cuya norma trágica es la
negación del otro ligado «al destino de esta nación y con ella a
las denominaciones con que nombramos las cosas, con que percibimos
un cambio atmosférico o los infinitos laberintos del agua de
un río»
(Zurita, en Lienlaf 1989:15). Sorprende en
este sentido que Ariel Peralta en Idea de Chile (1993) y
Jorge Larraín en Identidad chilena (2001) no
reparen en la importancia de la literatura en el estudio de la
«visión global de la identidad
chilena en la historia»
, de «la
idea que de (Chile) se han ido forjando sus protagonistas a lo
largo de cuatro y medio siglos»
. Los autores de estos
libros valiosos en muchos aspectos privilegian de modo ostentoso el
género ensayístico. Ninguna función parecen
tener, en cambio, la novela, la poesía y el teatro en el
fascinante proceso de reinvención de Chile. La
omisión es grave porque contribuye a borrar en este «país inconcluso»
(Peralta) la
memoria de la negación que Baudrillard llama el crimen
perfecto: «Se acabó el otro: la
comunicación [...] Se acabó la alteridad: identidad y
diferencia»
(1997:150).
Las sociedades
occidentales, dice Guillaume en Figuras de la alteridad,
redujeron la realidad del otro por colonización o por
asimilación cultural. El resultado de esta reducción
de lo radicalmente heterogéneo e inconmensurable en el otro
es un mundo en el que la verdadera rareza es la alteridad: «Desde la perspectiva de lo universal hemos
desplazado hacia lo inhumano a las razas inferiores, para luego
desplazar igualmente, tal como lo ha demostrado M. Foucault, a los
locos, a los niños, a los ancianos, a los pobres... Todas
las categorías, en el límite de este proceso, son
excluidas y segregadas, normalizadas, en una sociedad en donde lo
"normal" y lo universal se confunden finalmente bajo el signo de lo
humano»
(2000:14). Así es, pero esta
gestión del prójimo no es perfecta, pues siempre
queda un residuo. Aquello que ha sido embalsamado o normalizado
puede despertar en cualquier momento. El retorno efectivo o la
simple presencia de esta inquietante alteridad está en el
origen, según el mismo Guillaume, de las singularidades, los
accidentes, las catástrofes que hacen bifurcar la historia,
que cambian un destino individual o colectivo (2000:16). Hay un
lugar discursivo de los puntos de caos en Chile: el
espacio literario. El lugar por antonomasia de la
transgresión y de la muerte (Blanchot, Foucault) lo es tal
vez porque en él irrumpe, de modo ostentoso, la alteridad
radical destinada a la reducción y al olvido en el
análisis, la memoria y la historia de Chile. Es la gente
polimórfica de los espejos del relato de Borges en el que
Baudrillard lee la bella alegoría de los pueblos privados de
su fuerza y de su figura que plantean ahora al orden social, pero
también al orden político, un problema irresoluble:
«Romperán las barreras de cristal
y de metal y esta vez no serán vencidas»
.
Las formas de la
alteridad radical en el espacio literario chileno son
múltiples. Me limitaré, en esta ocasión, a
mostrar una de ellas, acaso la que testimonia de modo más
hiperbólico el carácter sacrificial del mito de la
modernidad en el país que hoy sueña dulcemente el
«gran proyecto común de llegar al
Bicentenario como un país desarrollado»
(Ricardo
Lagos). Me refiero a los pueblos de los espejos que resisten con
obstinación la esclavitud de lo mismo y la semejanza. Hoy
los llamamos infractores a la Ley de Seguridad Interior del Estado
y ayer «bárbaros
infernales»
«hordas
salvajes»
o «fieras
inhumanas»
. Esa gente ingobernable que, como cualquier
alteridad radical, es el epicentro de un terror (Baudrillard): el
que ella ejerce sobre el «mundo
normal»
con su misma existencia («Vivir con miedo
en la "Zona Roja" de la Araucanía», «La nueva
guerra de los mapuches», «La tragedia de Arauco
indómito») y el que dicho mundo ha ejercido, ejerce y
quiere ejercer sobre ella: «Estamos
esperando que se pacifique la Araucanía»
(La
Segunda, N.º 20.965,
Viernes 15 de marzo de 2002, pág. 14).
La figura
realmente ingobernable, amenazante, explosiva en La
Araucana, nuestra «epopeya nacional» escrita por
Ercilla, «inventor de Chile», no es realmente Lautaro,
el bárbaro valiente que muere defendiendo la libertad de su
patria. Tampoco Caupolicán, el araucano cuyo martirio, no ya
como bárbaro sino como cristiano, evoca la muerte del
crucificado del Gólgota. Es otro personaje, no destacado
habitualmente por los estudiosos del poema de Ercilla, tal vez
porque la radicalidad del accidente o
catástrofe que en él se concentra constituye
una provocación tan extrema que es necesario olvidar los
extensos episodios por él protagonizados en el «libro literario»
que ha ejercido el
«influjo literario y social»
más profundo en «la
ideología de un pueblo»
. En Chile «respiramos a Ercilla y no lo sabemos»
(Solar Correa). Lo «respiramos»
, por ejemplo, en los
nombres de las calles de nuestras ciudades, pero también
borramos los puntos de caos de su poema que perturban la
lectura épica del origen de la nación, entre ellos,
el accidente cifrado en Galvarino, el bárbaro
infernalmente pertinaz cuyo cuerpo martirizado testimonia
con marcas imborrables la violencia sacrificial del origen de
nuestro país. No es la guerra bella lo que
está en el nacimiento de Chile. Es otra cosa: no la
epopeya sino la tragedia. No el canto sino el llanto. No la vida
sino la muerte. No la voz serena del otro devenido prójimo,
sino la «atrevida voz»
del otro
inasimilable. Ese «bárbaro
infernal»
cuya obstinación desconcertante
sólo puede sugerirse con analogías tomadas del mundo
animal:
|
(La Araucana 1962:306-307) |
La bestia rabiosa
y obstinada no es el doble de Galvarino en el Nuevo Mundo. Lo es
por ejemplo, Neptuno, el negro que muere maldiciendo, como el
araucano, a sus torturadores: «manada de
canallas salvajes... Vosotros, cristianos, habéis
fracasado»
(Price 1992:38). Las diferencias de lugar
(Chile-Surinam) y de tiempo (siglo XVI-siglo XVIII) no impiden
percibir la analogía profunda de estos dos sacrificios. Las
víctimas que resisten en el momento mismo de su muerte la
pulsión deshumanizante de sus verdugos proclaman la misma
hipertrofia de muerte constitutiva del paradigma sacrificial del
proyecto moderno («es necesario ofrecer
sacrificios, de la víctima de la violencia, para el progreso
humano»)
. Sobreabundancia que desvanece, en el caso
específico de La Araucana, todo espejismo heroico.
Sólo el olvido del «fiero estrago
y gran matanza»
sin «muertes
bellas»
permite convertir el poema trágico de
Ercilla («Quisiera aquí despacio
figurallos / y figurar las formas de los muertos»)
en
escritura del nacimiento épico, sublime, de este
país. La Araucana no es un poema de amor que
rehúsa decir su nombre. Las historias de Galvarino y de
Fresia, entre otras múltiples, imposibilitan esta lectura.
La «epopeya nacional»
(Samuel
Lillo) de Chile narra historias de amor, pero es imposible
transfigurar sin mistificar los sucesos bélicos que
constituyen su materia dominante en una serie de enfrentamientos de
«sumo ambiguos, casi
amorosos»
(Joselyn-Holt Letelier 2000:349). El
historiador que así interpreta La Araucana borra
sin pudor, en efecto, la verdad desnuda descubierta por
Ercilla en el suelo mismo de la Araucanía. Esa
verdad testimoniada sin velos de ninguna especie por los
protagonistas de los puntos de caos de la narración: el amor
no es el origen de Chile. Es otra cosa más
perturbadora, algo más inquietante. John Gabriel
Stedman logra vislumbrarlo con vergüenza en su horrorizado
relato del «tema maldito» de la ejecución de
Neptuno: «¡Ay de mí!
Torturas. Potros. Látigos. Hambre. Horcas. Cadenas. Invaden
mi mente; atemorizan mis ojos oscurecidos por lágrimas;
provocan mi furia y arrancan un suspiro sentido en lo más
hondo de mi ser; siento vergüenza y me estremezco con este
tema maldito [...] Ahora, resulta increíble cómo
puede la naturaleza humana -en nombre de Dios- sufrir tanta tortura
con tanta fortaleza, si ello no es una mezcla de ira, desprecio,
orgullo y esperanza de alcanzar un lugar mejor, o de, al menos,
verse librados de esto, porque verdaderamente creo que no hay
infierno para los africanos peor que éste»
(Stedman, Price 1992:38-39). Mezcla de ira, desprecio, orgullo y
esperanza. Esa otra cosa testimoniada precisamente por
Galvarino, el «bárbaro
infernal»
que cifra en La Araucana el accidente
de la alteridad radical en los fuegos de la historia y los juegos
de la imaginación: «muertos
podremos ser, mas no vencidos, / ni los ánimos libres
oprimidos»
.
La nación
chilena, dice Jaime Concha, se construye en el siglo XIX por
oposición a cuatro adversarios internos y exteriores: los
vencidos de Lircay, el bandidaje rural, el indio araucano y la
confederación Perú-boliviana. Uno de estos
adversarios, con todo, es probablemente el factor estructural
más determinante en esta conformación de la
nacionalidad. Es el pueblo mapuche, «parte de un nosotros incluyente y un
gran excluido de la nación: inclusión imaginaria y
marginación real. Chile se hace y se construye como
nación a partir del mapuche y contra el mapuche. Esto es muy
claro para Bello, quien ve en La araucana (1569-1578-1589)
de Ercilla una especie de Eneida fundadora del país, al paso
que celebra el sometimiento del araucano de su tiempo, ligando, muy
significativamente, esta guerra interior de exterminio con el
triunfo de las armas chilenas en el Perú»
(1997:34-35). También Tomás Guevara en el libro
Psicología del pueblo araucano, publicado en 1908,
cuando la pacificación de la Araucanía, «feliz conquista»
chilena del siglo
XIX, parece haberse consumado ya para siempre. La advertencia de
esta obra redactada con «intención
científica»
señala que ella no es una labor
de propaganda contra el pueblo araucano («sería eso pueril y sin ningún fin
práctico»)
ni un idilio para ensalzar las
cualidades de «nuestros
indígenas»
. El psicólogo que no hace
propaganda contra el pueblo inferior que debe ser
civilizado por el pueblo superior confiesa sin pudor las
razones que impiden el reconocimiento de la «raza araucana»
: la exaltación
de las hordas salvajes ya pacificadas puede tener «el inconveniente de perturbar el criterio
público y dificultar, por consiguiente, el plan de
asimilación de los 70 u 80 mil indígenas que
aún sobreviven»
(1908). No sólo eso. El
plan de Guevara, el Gran Educador que llama «trabajo científico»
a la
empresa de reducción de la realidad del otro por
asimilación cultural, reproduce a principios del siglo XX el
mismo error trágico que impide en Chile el «esperado fruto»
: la ignorancia del
poder de la idea, del poder de los hechos. El olvido de los puntos
de caos: «Reminiscencias de su
histórica afición a la guerra fueron las formaciones
y simulacros que continuaron teniendo después de la
ocupación definitiva; pero al presente esa afición
guerrera ha desaparecido por completo. La energía militar de
la raza es hoy una tradición y nada más, pues los
mapuches no han dado el mejor contingente para guerra extranjera ni
para el servicio de conscriptos»
(1908:148-149). La
literatura de la época tiene, en este sentido, importancia
fundamental en la historia de la dialéctica del ocultamiento
y revelación del Gran juego en el país transfigurado
por la «ley universal»
de las
«conquistas del progreso y de la
unificación nacional»
(Lara 1889, 1,
Introducción, p. 14). Es
Quilapán, penúltimo relato de
Sub-Sole, publicado por Baldomero Lillo en 1907. El
sobreviviente de la «hermosa
conquista»
de la Araucanía no se lamenta ni pide
piedad. No maldice ni insulta. Lucha y muere en silencio, pero su
gesto postrero de morir, pareciendo asirse de la tierra en una
desesperada toma de posesión, dice a los chilenos lo ya
revelado por el «bárbaro
infernal»
de La Araucana: «muertos podremos ser, mas no
vencidos»
. Lillo revela así el «gran secreto»
de los «salvajes»
que resisten el «soplo misterioso del progreso
moderno»
. Es el secreto cifrado en la misma
mezcla que asombra a los narradores de La
Araucana y Narrative of a Five Years Expedition against the Revolted
Negroes of Surinam. Quilapán es el doble de Galvarino
y Neptuno. Su «mirada desafiante, torva,
cargada de odio, de desprecio, de rencor»
, así lo
testimonia. Paz y justicia en la Araucanía, dice el discurso
historiográfico chileno que celebra el triunfo de la ley
universal del progreso en la Araucanía. Terror y muerte,
refuta Baldomero Lillo en Quilapán. No hay
silencios en la Crónica de la Araucanía,
proclama la «opinión
ilustrada»
chilena. Mentira, responden las voces
reprimidas del pueblo privado (ilusoriamente) de su fuerza y de su
figura. Asimilación, pide Guevara. Resistencia, replica
Quilapán, cuya inquietante figura cifra en la literatura de
la primera década del siglo XX, como Galvarino en el siglo
XVI, la «fatalidad indestructible de la
alteridad»
que la nación chilena persiste en
reducir y olvidar en el análisis, la memoria y la historia:
«Cambíele de título
(Araucanía) o suspéndala. No somos un
país de indios»
. Se empeñan en borrar las
escrituras que nos dieron nacimiento, dice Neruda en Para nacer
he nacido. Hemos ido apagando entre todos, en efecto, los
diamantes del español Alonso de Ercilla, pero también
los de los chilenos Alberto Blest Gana y Baldomero Lillo, Pablo
Neruda, Gabriela Mistral, Patricio Manns... Esos diamantes que
iluminan el secreto de Galvarino en La Araucana, de
Peuquilén en Mariluán, de Quilapán en
Sub-Sole, de Lautaro en Canto general y
Pasión y epopeya de «Halcón
Ligero», de la brava-gente-araucana en Poema de
Chile, de José Segundo Leiva y Lautaro Leiva
Allipén en Memorial de la noche...
La historia de la
perturbadora irrupción de la alteridad étnica en el
espacio literario chileno quedaría incompleta si ella
silenciara a su vez a la cifra tal vez más persistente,
aunque no la más inquietante, de la indestructibilidad del
otro étnico en el país que no termina con la
cursilería de blanquearse a toda costa (Neruda). Es
Lautaro, el héroe del mito cuyas variantes narrativas
(Ercilla, Alegría, Manns), poéticas (Neruda) y
teatrales (Subercaseaux, Aguirre) dicen una y otra vez lo indecible
en el relato chileno celebrador del «poder incontrastable»
del progreso en
la Araucanía (Lara, Barros Arana, Amunátegui,
Villalobos). La Escena IV del Quinto Acto de la tragedia
Pasión y epopeya de «Halcón
Ligero» (Lautaro), publicada en 1957 con una
significativa dedicatoria («A Pablo
Neruda, mi poeta y amigo, que en su Canto General
encendió el corazón de Chile con la tea de un nombre:
Lautaro»)
, se destaca en este aspecto con singular
intensidad en la historia de las ficcionalizaciones del Gran luego
en Chile. Las palabras de Lautaro, el héroe que testimonia
la resistencia obstinada, no son sólo recuerdos de un pasado
anacrónico, mítico, legendario. Son, por el
contrario, recuerdos ardientes del presente y del futuro:
LAUTARO.- [...] Yo quise, quiero hacer de mi pueblo el amo de esta tierra. Valdivia también pretendió crear un reino grande y libre. Pero, en su modo de ver, tenía que acabar primero con los nuestros. Sabes cómo aquello le costó la vida, y le seguirá costando a quienes lo intenten. Yo le conocí, Chillicán, y sabía del Chile grande que habríamos podido obtener con su concurso. ¡Pero era obstinado, el godo, y orgulloso! ¡Para él, indio y plebeyo eran una misma cosa! Mucho tiempo pasará antes de que se advierta que somos también un pueblo, con su propia dignidad y grandeza, con sus señores y sus plebeyos. Que somos un pueblo capaz de dar la paternidad a una nación varonil. ¡Tenemos las manos limpias, Chillicán! Porque, es verdad, ni antes ni después, nadie se ocupó en defender verdaderamente a Chile, como no sea el pueblo araucano. |
(Subercaseaux 1957:161-162) |
El análisis
detenido de los textos que plasman literariamente las formas del
Gran Juego en Chile evidencia los mecanismos de
intensificación, pero también de atenuación,
de los puntos de caos cifrados en el llamado mito de la
resistencia mapuche. Es interesante descubrir, por ejemplo, que
La Araucana elabora este mito de modo «más audaz, más
provocador»
que Mariluán de Blest Gana,
Pasión y epopeya de «Halcón
Ligero» (Lautaro) de Benjamín Subercaseaux,
El mestizo Alejo de Víctor Domingo Silva o
Lautaro de Fernando Alegría: «El delirio heroico de Alejo nace de una
pasión individual, egoísta, que nunca abandona del
todo. Alejo no se sumerge en el sí mismo colectivo mapuche,
imagina uno diferente. Como en el caso de Mariluán, el
sí mismo colectivo del protagonista no coincide con la
identidad colectiva mapuche. El Mariluán y Alejo literarios
son sujetos que trasponen sólo externamente las aguas
(turbias) que los reflejan difuminadamente. Continúan
embriagados en su narcisismo que, aunque colectivo, no deja de
serlo. Ercilla es más audaz, más provocador, va
más lejos, su experiencia de la guerra de Arauco y la
escritura sobre ella generan un remezón en la identidad
idéntica así misma y la contagian de la pasión
y el espíritu del otro»
(Troncoso 2003). Ercilla
parece ir, en efecto, más lejos. No, sin embargo, en la
ficcionalización de Lautaro, el héroe portador de
valores idénticos a los valores «cristianos»
(amor a la patria, amor a
la libertad), lo que equivale ahorrar las marcas de su alteridad,
sino en otros lugares del texto que plasman en su forma más
pura la heterogeneidad irreductible del «bárbaro»
. Ni elipsis, ni
asimilación, ni reducción del otro al prójimo,
sino tan sólo revelación, que las analogías
zoológicas no logran atenuar, del terror que la otredad
irreductible, inasimilable, produce y a la vez se despliega sobre
ella:
|
(1962, Canto XXVI:359-360) |
Mito,
ficción, decimos nosotros, los chilenos: «Ercilla ha creado un mito -el mito araucano-
fecundo en consecuencias, no siempre benéficas para la
cultura y adelanto nacionales»
(Solar Correa). «(Ercilla) recoge el núcleo del mito
mapuche, el de la resistencia»
(Jocelyn-Holt Letelier).
Poder de la idea, testimonio de la historia, poder de los hechos,
replican los «bárbaros»
inasimilables de La Araucana. «Nosotros, los indios»
, decimos que
los mapuche se han apropiado del mito ercillesco, pero tal vez
somos nosotros, los chilenos, quienes nos hemos apoderado del mito
(¿oral?), porque «La
Araucana está bien, huele bien (mientras) los araucanos
están mal, huelen mal. Huelen a raza vencida»
(Neruda 1978:272). Lo que importa, en uno y otro caso, es, sin
embargo, la diferencia radical entre la apropiación chilena
y la apropiación mapuche del mito. Así, por ejemplo,
en el caso de la figura de Lautaro. ¿Dónde
está el héroe libertario, cuál es su morada?
Las versiones españolas son inequívocas. El «bárbaro valiente»
está
en el infierno: «los ojos tuerce y, con
rabiosa pena, / la alma del mortal cuerpo desatada / bajó
furiosa a la infernal morada»
(Ercilla, XIV, 1968:201).
Las fabulaciones chilenas son más generosas. Mantienen a
«nuestro padre»
en este mundo,
pero lo expulsan del presente. Lautaro existe únicamente en
el pasado, en el «origen
épico»
del país. Representa entonces,
sólo entonces, la bella fuerza incitante del amor a la
patria. En el presente, dice el Gran Psicólogo de inicios
del siglo XX, la resistencia araucana ha desaparecido por completo:
«la energía militar de la raza es
hoy una tradición y nada más»
(Guevara
1908:148). La memoria mapuche del héroe introduce una
versión del mito inconcebible, inaceptable en el Reino de
Chile, regido por la pulsión etnófaga, pero
también en la República de Chile, hoy empeñada
en promover al otro negociable, al otro de la diferencia, forma de
exterminio más sutil (Baudrillard) que la «pacificación definitiva»
del
siglo XIX. Lautaro, dice Lienlaf, pero también Chihuailaf y
Kvyeh, no está en el infierno ni en el pasado. Camina, por
el contrario, sobre esta tierra, cerca de la vertiente y
del corazón del poeta, llamando a su gente en este
momento, en nuestro presente, para luchar con el
espíritu y el canto:
|
(Lierilaf 1990:41) |
Actualmente hay en
Chile dos literaturas, dice provocadoramente Elicura Chihuaiaf en
Todos los cantos. Ti Kom VL: «la indígena -mapuche, rapanui, aymara,
entre otras -y la chilena»
(1996:8). El final de este
viaje de revisita de la literatura chilena es pues,
sólo un comienzo. El inicio de otro viaje. El descubrimiento
del diálogo fascinante entre esas literaturas. El hallazgo
de «unos cuantos referentes
comunes»
, producto de los «paisajes compartidos y la distante
convivencia»
. Neruda, sobre todo, propone Chihuailaf:
«En medio de la confusión y del
espejo obnubilado -pretendidamente europeo- de los chilenos, Neruda
vislumbró nuestro Azul, el de nuestra vida, el color que nos
habita, el color del mundo de donde venimos y hacia donde vamos.
"Elástico y azul fue nuestro padre" dice con orgullo y sobre
todo con afecto en su poema a nuestro Lautaro. Tan cercana siento
la emoción, la ternura, en sus poemas en los que habla con
su padre y su mamadre. Escucho también allí el
pensamiento de mis mayores; veo reflejada también
allí la ternura de mi gente, de mis abuelos y de mis padres.
Creo, por eso, que la obra de Pablo Neruda es una de las
posibilidades para el diálogo entre los mapuche y los
chilenos; para empezar a encontrarnos -poco a poco- en nuestras
diferencias»
(1556:1-12). Galvarino, Lautaro y
Quilapán, propongo yo, pero también Chihuailaf,
Lienlaf y Kvyeh. Esos guerreros y poetas que nos recuerdan a
través del tiempo la «regla del
mundo»
que nosotros, los chilenos, nos obstinamos
trágicamente en olvidar:
A la luz de todo cuanto se ha hecho por exterminarlo, se aclara la indestructibilidad del Otro, y por tanto la fatalidad indestructible de la Alteridad. Poder de la idea, poder de los hechos. La alteridad resiste a todo: a la conquista, al racismo, al exterminio, al virus de la diferencia, al psicodrama de la alienación. De una parte, el Otro siempre está muerto; de la otra, es indestructible. Así es el Gran Juego. |
(Baudrillard 1993:156) |
Poder de la idea,
poder de los hechos, dice Baudrillard en La transparencia del
mal. Poder también de la literatura, replican los
escritores chilenos cuyas obras iluminan con su luz de
luciérnaga la misma fatalidad poetizada por los poetas
mapuche. Un texto de Poema de Chile de Gabriela Mistral,
machi sabia y generosa (Figueroa et alii 2000:83), tiene, en este aspecto, un
interés inmensamente sugestivo y significativo en la
historia de los «referentes
comunes»
de nuestras dos literaturas. Es
«Araucanos», poema así leído por Jaime
Quezada en el prólogo del libro que su autora concibe como
oficio de creación de patria: «Ella que se vivió sus años en la
Araucanía -esa maravillosa zona de la
rebeldía, como la llama- deja su solidaridad con la
brava-gente en su poema Araucanos: ellos eran dueños de
bosques y montañas... / hasta el llegar de unos
dueños / de rifles y caballadas... / Pero son la Vieja
Patria, / el primer vagido nuestro / y nuestra primera
palabra»
(Quezada 1992:451). El prologuista no
advierte, empero, que la mayor fuerza transgresiva, inadmisible
entre los chilenos alegorizados en Quilapán por don
Cosme, está en los versos inmediatamente siguientes a los
transcritos. Son los versos que inscriben bellamente al Poema
de Chile dentro de la fascinante historia, aquí
sólo sugerida, de las revelaciones literarias del Gran Juego
en el país de la mujer que va loca y cantando a la mar de su
muerte: «Son un largo coro antiguo / que
no más ríe y canta. Nómbrala tú, di
conmigo: / brava-gente-araucana. / Sigue diciendo: cayeron. / Di
más: volverán mañana»
(1992:598).
Acaso nuestra madre estuvo en el encuentro de los hombres
de diversos idiomas y religiones que toman en 1291 la
extraña resolución de ser razonables. Las cosas
ocurrieron en todo caso de otra manera que la narrada en el
último texto de Los conjurados de Borges. Los
conspiradores fueron hombres, pero también mujeres. Gabriela
Mistral habló entonces sobre los araucanos, Borges sobre la
revuelta de los pueblos de los espejos, Baudrillard sobre el
exotismo radical. Se conservan palabras de su tartamudeo:
Sigue diciendo: cayeron. / Di más: volverán mañana (y) diferirán poco a poco de nosotros, nos imitarán cada vez menos. Romperán las barreras de cristal y de metal y esta vez no serán vencidos. ¿Que ocurrirá con esa victoria? Nadie lo sabe. ¿Una nueva existencia de dos pueblos igualmente soberanos, absolutamente extraños pero absolutamente cómplices el uno del otro? Nada que ver en todo caso con la sujeción y la fatalidad negativa actuales. |
El oficio
mistraliano de creación de la patria tiene aún otro
punctum
escandaloso dentro del corpus literario que revela la «regla fundamental»
del Gran Juego en
Chile. La mujer que en «Los araucanos» habla al
niño indio atacameño sobre la «brava-gente-araucana»
es un fantasma.
El héroe que llama a su gente a resistir en Se ha
despertado el ave de mi corazón es, por su parte, un
espíritu (pülli). El vértigo del
encuentro de estas dos figuras es materia de otro artículo.
Me interesa, sin embargo, destacar por ahora lo que ellas parecen
decirnos sobre la llamada gran tarea de recoger los sueños
de todos, sin exclusiones, para llegar a ser una nación
plena y justamente desarrollada e integrada. Recojo de nuevo al
barquito que unos sueltan y otros roban para tartamudear sobre el
arte de aprender a vivir en Chile. ¿Eso que se
aprende solamente del otro y por obra de la muerte?:
El aprender a vivir, si es que queda por hacer, es algo que no puede suceder sino entre vida y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre dos, entre todos los «dos» que se quiera, como entre vida y muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma. Entonces, habría que saber de espíritus. Incluso y sobre todo si eso, lo espectral, no es. Incluso y sobre todo si eso, lo espectral, no es. Incluso y sobre todo si eso, que no es ni sustancia ni existencia, no está nunca presente como tal [...] Aprender a vivir con los fantasmas (es aprender) a vivir de otra manera. Y mejor. No mejor: más justamente. Pero con ellos. No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace al ser-con en general más enigmático que nunca. Y ese ser con los espectros sería también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones. Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencias y de generaciones, de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia. De la justicia ahí donde la justicia aún no está, aún no ahí, ahí donde ya no está, entendamos ahí donde ya no está presente y ahí donde nunca será, como tampoco lo será la ley, reductible al derecho. Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido. Ninguna justicia -no digamos ya ninguna ley, y esta vez tampoco hablamos aquí del derecho- parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas, o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo. Sin esta no contemporaneidad a sí del presente vivo, sin aquello que secretamente lo desajusta, sin esa responsabilidad ni ese respeto por la justicia para aquellos que no están ahí, aquellos que no están ya o no están todavía presentes y vivos, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta «¿dónde?», «¿dónde mañana?» (whither?). |
(Derrida 1995:12-13) |
Revisitar la literatura chilena es, pues, descubrir que es preciso contar con los fantasmas, que ninguna ética, ninguna política, ninguna conmemoración son posibles, ni pensables, ni justas sin los fantasmas. La mujer-fantasma de Poema de Chile, entre ellos, que, como Antígona, sólo sabe amar:
«Yo, chiquito, soy mujer; / un absurdo que ama y
ama / algo que alaba y no mata, / tampoco hace cosas grandes / de
ésas que llaman hazañas»
(«Perdiz»). La trascordada que pide al grave y dulce
Bío-Bío revelar al indio el secreto de durar
quedándose y yéndose. La poseedora del secreto del
Gran Juego que recuerda a los chilenos su «torpe olvido»
y «gran silencio»
. La fantasma porfiada
que enseña al indio chiquito lo que debe pedir: «Pide tierra para ti, cóbrala»
.
La loca conocedora de que «los hombres
no quieren, no, / ver que marchan con fantasmas, / aunque
así van por las rutas / y viven en sus moradas»
(«Perdiz»). La madre-perdiz, en fin, que promete al
niño regresar sólo si le cuentan que
aún camina:
|
(Mistral 1992:547) |
Los fantasmas que
así perturban el espacio de la literatura chilena parecen
saber el secreto de la dignidad en el país que hoy se
vanagloria de haber ingresado en el llamado club de los grandes:
«La pobreza debe hacernos sobrios, sin
sugerirnos jamás la entrega a los países poderosos,
que corrompen con la generosidad insinuante. El gesto de
Caupolicán, implacable sobre el leño que le abre las
entrañas, está tatuado en nuestras
entrañas»
(Mistral, «Chile», 1978:16).
Han descifrado, asimismo, el mayor secreto del Gran Juego en Chile:
la indestructibilidad doble del otro que llamamos indio.
Irreductible fuera de nosotros (el pueblo que resiste su
exterminio con el canto y el espíritu), pero también
dentro de nosotros (el otro tatuado en nuestras
entrañas): «El mestizo [...] no
puede hablar del indio destacándolo hacia fuera como quien
tira el lazo. El indio no está fuera nuestro: lo comimos y
lo llevamos dentro. Y no hay nada más ingenuo, no hay nada
más trivial y no hay cosa más pasmosa que oír
al mestizo hablar del indio como si hablara de un
extraño»
. La figura fascinante de la
mujer-espectro posee así un plus de escándalo en la historia
chilena de las plasmaciones poéticas de la «regla del mundo»
. Poema de
Chile testimonia, en este aspecto, la forma más
bellamente provocadora de la relación con la alteridad
étnica en Chile: la transfiguración del «indio pata rajada»
, secularmente
exterminado o asimilado, en huésped precioso de la
propia escritura de Mistral y de su propio cuerpo con «entrañas, rostro y expresión
conturbados e irregulares»
. Ni reducción, ni
gestión, ni elipsis, ni conversión del indio en
prójimo, parece decirnos la fantasma loca que enseña
al niño empolvado de arena la tierra de los araucanos que
«ni vemos ni mentamos / [...] aunque
nuestras caras suelen, / sin palabras, declararlos»
. Tan
sólo compaña entre dos. Estética,
ética, política y metafísica a la vez en la
existencia cómplice de pueblos igualmente soberanos
que exige desmontar en el país sin indios («¡No, señor, no tenemos nada de
indios!»)
los cimientos de la ira (Bengoa), que impone el
«hermoso deber»
de aprender a
relacionarnos de otro modo con nuestro cuerpo (Mistral) y nuestro
origen (Montecino). Ese encuentro con el huésped
que nos libera de repetirnos hasta el infinito. Esa relación
justa entre dos, «entre todos los dos que se
quiera»
, que puede desatar el nudo trágico del
grito en el país donde «la mucha
sangre derramada ha sido / (si mi juicio y parecer no yerra) / la
que de todo en todo ha destruido / el esperado fruto de esta
tierra»
(La Araucana, XXXII, 1968:419):
|
3. «Hay que hablar del fantasma, incluso
al fantasma y con él. No se puede no
deber, no se debe no poder contar con ellos, que son más de
uno: el más de uno»
(Derrida).
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