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Revisitando la literatura chilena: «Sigue diciendo: cayeron / di más: volverán mañana»

Gilberto Triviños Araneda





1. «El otro es el huésped. No igual en derecho y diferente, sino extranjero, extraneus. Y debe ser exorcizado en su extrañeza. Pero a partir del momento en que es iniciado, según las reglas, su vida se vuelve más preciosa que la mía. En este universo simbólico nada está en posición de alteridad diferente. Ni los animales, ni los dioses, ni los muertos son otros. Los absorbe el mismo ciclo. Fuera de ahí, ni siquiera existimos» (Baudrillard).

2. El Decreto Supremo 176, dictado el 16 de octubre del año 2000, legitima fundamentalmente a través de cuatro enunciados la creación de la Comisión Asesora Presidencial para el Bicentenario de la República: 1. «(El) Bicentenario no sólo es un hito histórico sino la expresión concreta de nuestra vocación de nación libre, independiente, soberana y democrática». 2. «(El) Gobierno de Chile está empeñado en lograr que el país enfrente el Bicentenario de la República como una nación plena y justamente desarrollada e integrada». 3. «(Es) deber de todo chileno, especialmente de los jóvenes de este país, soñar, crear, imaginar, innovar y descubrir los nuevos espacios que el país ha comenzado a crear para todos». 4. «(Se) hace necesario formar equipos de trabajo multidisciplinarios y gente capaz de coordinarse y producir resultados, con una visión nacional compartida y con toda la energía puesta en lograrlo, de manera de recoger los sueños de todos, sin exclusiones, convertirlos en un solo proyecto país, y dejar una mejor nación a las nuevas generaciones». El Presidente Lagos define, por su parte, la gran meta de los chilenos en su discurso de constitución de la Comisión Bicentenario: «que Chile sea el 2010 un país grande de ciudadanos libres, como lo soñaron los Padres de la Patria [...]. El pasado 21 de mayo, hice una invitación a todos los chilenos y chilenas: trabajar juntos en el gran proyecto común de llegar al Bicentenario como un país desarrollado. Lograrlo depende de lo que hagamos en esta década. Es una tarea nacional, que incumbe al Estado, el sector privado y las múltiples comunidades en las que se desarrolla nuestra vida [...]. El reencuentro de Chile con sus valores y sus tradiciones republicanas y democráticas ha sido uno de los grandes logros de la última década del siglo XX. A ello se ha sumado un elemento nuevo, cuya importancia resulta difícil exagerar, una visión cada vez más difundida y compartida del progreso mediante la inclusión y el acuerdo, nunca más a través de las exclusiones o del antagonismo. Esta nueva visión recoge el aprendizaje extraído de la trágica destrucción de nuestra convivencia democrática; pero también se nutre de lo mejor de nuestro legado histórico y lo proyecta hacia el futuro que queremos» (Santiago, 16 de octubre de 2000). Si urdes utopías, dice Bioy Casares, recuerda que el sueño de uno es pesadilla de otro. Aquí reside la tragedia de Chile. Nuestros gobernantes, aun los que creen no estarlo, están prisioneros de la «falacia desarrollista» desde el momento mismo de la construcción del país como nación independiente y soberana. No reparan, por ello, en la contradicción profunda de su discurso. Desarrollo e integración. Progreso mediante la inclusión y el acuerdo, nunca más a través de las exclusiones o del antagonismo. Relato que no advierte la incompatibilidad de los principios de su fabulación. Utopía que oblitera la índole violenta, victimaria, del mito de la modernidad cuyo strip tease realiza Enrique Dussel en su lúcido libro El encubrimiento del indio: 1492: «la dominación (guerra, violencia) que se ejerce sobre el Otro es, en realidad emancipación, "utilidad", "bien" del bárbaro que se civiliza, que se desarrolla o "moderniza". En esto consiste el "mito de la Modernidad", en un victimar al inocente (al Otro) declarándolo causa culpable de su propia victimación, y atribuyéndose el sujeto moderno plena inocencia con respecto al acto victimario. Por último, el sufrimiento del conquistado (colonizado, subdesarrollado) será interpretado como el sacrificio o el costo necesario de la modernización. La misma lógica se cumple desde la conquista de América hasta la guerra del Golfo (donde las víctimas fueron los pueblos indígenas y del Irak)... La Modernidad, como mito, justificará siempre la violencia civilizadora -en el siglo XVI como razón para predicar el cristianismo, posteriormente para propagar la democracia, el mercado libre, etcétera» (1992:86, 98). Principio sacrificial de la modernidad, precisamente, cuya visión horrorizada desvanece en el texto fundacional mismo de Chile el espejismo heroico de la conquista, cuya renovación no cesa con el advenimiento de la República, cuya memoria impide a través de los siglos el esperado fruto de esta tierra:



Como los nuestros, hasta allí cristianos,
que, los términos lícitos pasando,
con crueles armas y actos inhumanos
iban la gran victoria deslustrando;
que ni al rendirse, puesta ya las manos,
la obediencia y servicio protestando,
bastaba a aquella gente desalmada
a reprimir la furia de la espada.

Así el entendimiento y pluma mía,
aunque usada al destrozo de la guerra,
huye del grande estrago que este día
hubo en la defensa de su tierra;
la sangre que en arroyos ya corría
por las abiertas grietas de la sierra,
las lástimas, las voces y gemidos
de los míseros bárbaros rendidos.


(La Araucana, Canto XXVI, 1962:356)                


Revisitar la literatura chilena tiene gran importancia en el proyecto (utópico) de recoger los sueños de todos en el país cuya norma trágica es la negación del otro ligado «al destino de esta nación y con ella a las denominaciones con que nombramos las cosas, con que percibimos un cambio atmosférico o los infinitos laberintos del agua de un río» (Zurita, en Lienlaf 1989:15). Sorprende en este sentido que Ariel Peralta en Idea de Chile (1993) y Jorge Larraín en Identidad chilena (2001) no reparen en la importancia de la literatura en el estudio de la «visión global de la identidad chilena en la historia», de «la idea que de (Chile) se han ido forjando sus protagonistas a lo largo de cuatro y medio siglos». Los autores de estos libros valiosos en muchos aspectos privilegian de modo ostentoso el género ensayístico. Ninguna función parecen tener, en cambio, la novela, la poesía y el teatro en el fascinante proceso de reinvención de Chile. La omisión es grave porque contribuye a borrar en este «país inconcluso» (Peralta) la memoria de la negación que Baudrillard llama el crimen perfecto: «Se acabó el otro: la comunicación [...] Se acabó la alteridad: identidad y diferencia» (1997:150).

Las sociedades occidentales, dice Guillaume en Figuras de la alteridad, redujeron la realidad del otro por colonización o por asimilación cultural. El resultado de esta reducción de lo radicalmente heterogéneo e inconmensurable en el otro es un mundo en el que la verdadera rareza es la alteridad: «Desde la perspectiva de lo universal hemos desplazado hacia lo inhumano a las razas inferiores, para luego desplazar igualmente, tal como lo ha demostrado M. Foucault, a los locos, a los niños, a los ancianos, a los pobres... Todas las categorías, en el límite de este proceso, son excluidas y segregadas, normalizadas, en una sociedad en donde lo "normal" y lo universal se confunden finalmente bajo el signo de lo humano» (2000:14). Así es, pero esta gestión del prójimo no es perfecta, pues siempre queda un residuo. Aquello que ha sido embalsamado o normalizado puede despertar en cualquier momento. El retorno efectivo o la simple presencia de esta inquietante alteridad está en el origen, según el mismo Guillaume, de las singularidades, los accidentes, las catástrofes que hacen bifurcar la historia, que cambian un destino individual o colectivo (2000:16). Hay un lugar discursivo de los puntos de caos en Chile: el espacio literario. El lugar por antonomasia de la transgresión y de la muerte (Blanchot, Foucault) lo es tal vez porque en él irrumpe, de modo ostentoso, la alteridad radical destinada a la reducción y al olvido en el análisis, la memoria y la historia de Chile. Es la gente polimórfica de los espejos del relato de Borges en el que Baudrillard lee la bella alegoría de los pueblos privados de su fuerza y de su figura que plantean ahora al orden social, pero también al orden político, un problema irresoluble: «Romperán las barreras de cristal y de metal y esta vez no serán vencidas».

Las formas de la alteridad radical en el espacio literario chileno son múltiples. Me limitaré, en esta ocasión, a mostrar una de ellas, acaso la que testimonia de modo más hiperbólico el carácter sacrificial del mito de la modernidad en el país que hoy sueña dulcemente el «gran proyecto común de llegar al Bicentenario como un país desarrollado» (Ricardo Lagos). Me refiero a los pueblos de los espejos que resisten con obstinación la esclavitud de lo mismo y la semejanza. Hoy los llamamos infractores a la Ley de Seguridad Interior del Estado y ayer «bárbaros infernales» «hordas salvajes» o «fieras inhumanas». Esa gente ingobernable que, como cualquier alteridad radical, es el epicentro de un terror (Baudrillard): el que ella ejerce sobre el «mundo normal» con su misma existencia («Vivir con miedo en la "Zona Roja" de la Araucanía», «La nueva guerra de los mapuches», «La tragedia de Arauco indómito») y el que dicho mundo ha ejercido, ejerce y quiere ejercer sobre ella: «Estamos esperando que se pacifique la Araucanía» (La Segunda, N.º 20.965, Viernes 15 de marzo de 2002, pág. 14).

La figura realmente ingobernable, amenazante, explosiva en La Araucana, nuestra «epopeya nacional» escrita por Ercilla, «inventor de Chile», no es realmente Lautaro, el bárbaro valiente que muere defendiendo la libertad de su patria. Tampoco Caupolicán, el araucano cuyo martirio, no ya como bárbaro sino como cristiano, evoca la muerte del crucificado del Gólgota. Es otro personaje, no destacado habitualmente por los estudiosos del poema de Ercilla, tal vez porque la radicalidad del accidente o catástrofe que en él se concentra constituye una provocación tan extrema que es necesario olvidar los extensos episodios por él protagonizados en el «libro literario» que ha ejercido el «influjo literario y social» más profundo en «la ideología de un pueblo». En Chile «respiramos a Ercilla y no lo sabemos» (Solar Correa). Lo «respiramos», por ejemplo, en los nombres de las calles de nuestras ciudades, pero también borramos los puntos de caos de su poema que perturban la lectura épica del origen de la nación, entre ellos, el accidente cifrado en Galvarino, el bárbaro infernalmente pertinaz cuyo cuerpo martirizado testimonia con marcas imborrables la violencia sacrificial del origen de nuestro país. No es la guerra bella lo que está en el nacimiento de Chile. Es otra cosa: no la epopeya sino la tragedia. No el canto sino el llanto. No la vida sino la muerte. No la voz serena del otro devenido prójimo, sino la «atrevida voz» del otro inasimilable. Ese «bárbaro infernal» cuya obstinación desconcertante sólo puede sugerirse con analogías tomadas del mundo animal:



Así que contumaz y porfiado,
la muerte con injurias procuraba,
y siempre más rabioso y obstinado
sobre el sangriento suelo se arrojaba;
donde en su misma sangre revolcado
acabar ya la vida deseaba,
mordiéndose con muestras impacientes
los desangrados troncos con los dientes.

Estando pertinaz de esta manera,
temblándonos la lástima el enojo,
vio un esclavo bajar por la ladera
cargado con un bárbaro despojo,
y como encarnizada bestia fiera
que ve la desmandada presa al ojo,
así como una furia arrebatada
le sale de través a la parada.

Y en él los pies y brazos anudados
sobre el húmedo suelo le tendía,
y con los duros troncos desangrados
en las narices y ojos le batía;
al fin, junto a nosotros a bocados,
sin poderse valer, se le comía,
si no fuera con tiempo socorrido,
quedando (aunque fue puesto) mal herido.

El bárbaro infernal con atrevida
voz, en pie puesto dijo: «Pues me queda
alguna fuerza y sangre retenida
con que ofender a los cristianos pueda,
quiero aceptar a mi pesar la vida
aunque por modo vil se me conceda
que yo espero sin manos desquitarme,
que no me faltarán para vengarme.

"Quedaos, quedaos malditos, que yo os digo,
que en mí tendréis con odio y sed rabiosa
torcedor y solícito enemigo,
cuando dañar no pueda en otra cosa;
muy presto entenderéis cómo os persigo
y que os fuera mi muerte provechosa".
Diciendo así otras cosas que no cuento,
partió de allí ligero como el viento.

No es bien que así dejemos en olvido
el nombre de este bárbaro obstinado,
que por ser animado y atrevido
el audaz Galvarino era llamado.
Mas por tanta aspereza he discurrido,
que la fuerza y la voz se me ha acabado
y así habré de parar, porque me siento
ya sin fuerza, sin voz y sin aliento».


(La Araucana 1962:306-307)                


La bestia rabiosa y obstinada no es el doble de Galvarino en el Nuevo Mundo. Lo es por ejemplo, Neptuno, el negro que muere maldiciendo, como el araucano, a sus torturadores: «manada de canallas salvajes... Vosotros, cristianos, habéis fracasado» (Price 1992:38). Las diferencias de lugar (Chile-Surinam) y de tiempo (siglo XVI-siglo XVIII) no impiden percibir la analogía profunda de estos dos sacrificios. Las víctimas que resisten en el momento mismo de su muerte la pulsión deshumanizante de sus verdugos proclaman la misma hipertrofia de muerte constitutiva del paradigma sacrificial del proyecto moderno («es necesario ofrecer sacrificios, de la víctima de la violencia, para el progreso humano»). Sobreabundancia que desvanece, en el caso específico de La Araucana, todo espejismo heroico. Sólo el olvido del «fiero estrago y gran matanza»sin «muertes bellas» permite convertir el poema trágico de Ercilla («Quisiera aquí despacio figurallos / y figurar las formas de los muertos») en escritura del nacimiento épico, sublime, de este país. La Araucana no es un poema de amor que rehúsa decir su nombre. Las historias de Galvarino y de Fresia, entre otras múltiples, imposibilitan esta lectura. La «epopeya nacional» (Samuel Lillo) de Chile narra historias de amor, pero es imposible transfigurar sin mistificar los sucesos bélicos que constituyen su materia dominante en una serie de enfrentamientos de «sumo ambiguos, casi amorosos» (Joselyn-Holt Letelier 2000:349). El historiador que así interpreta La Araucana borra sin pudor, en efecto, la verdad desnuda descubierta por Ercilla en el suelo mismo de la Araucanía. Esa verdad testimoniada sin velos de ninguna especie por los protagonistas de los puntos de caos de la narración: el amor no es el origen de Chile. Es otra cosa más perturbadora, algo más inquietante. John Gabriel Stedman logra vislumbrarlo con vergüenza en su horrorizado relato del «tema maldito» de la ejecución de Neptuno: «¡Ay de mí! Torturas. Potros. Látigos. Hambre. Horcas. Cadenas. Invaden mi mente; atemorizan mis ojos oscurecidos por lágrimas; provocan mi furia y arrancan un suspiro sentido en lo más hondo de mi ser; siento vergüenza y me estremezco con este tema maldito [...] Ahora, resulta increíble cómo puede la naturaleza humana -en nombre de Dios- sufrir tanta tortura con tanta fortaleza, si ello no es una mezcla de ira, desprecio, orgullo y esperanza de alcanzar un lugar mejor, o de, al menos, verse librados de esto, porque verdaderamente creo que no hay infierno para los africanos peor que éste» (Stedman, Price 1992:38-39). Mezcla de ira, desprecio, orgullo y esperanza. Esa otra cosa testimoniada precisamente por Galvarino, el «bárbaro infernal» que cifra en La Araucana el accidente de la alteridad radical en los fuegos de la historia y los juegos de la imaginación: «muertos podremos ser, mas no vencidos, / ni los ánimos libres oprimidos».

La nación chilena, dice Jaime Concha, se construye en el siglo XIX por oposición a cuatro adversarios internos y exteriores: los vencidos de Lircay, el bandidaje rural, el indio araucano y la confederación Perú-boliviana. Uno de estos adversarios, con todo, es probablemente el factor estructural más determinante en esta conformación de la nacionalidad. Es el pueblo mapuche, «parte de un nosotros incluyente y un gran excluido de la nación: inclusión imaginaria y marginación real. Chile se hace y se construye como nación a partir del mapuche y contra el mapuche. Esto es muy claro para Bello, quien ve en La araucana (1569-1578-1589) de Ercilla una especie de Eneida fundadora del país, al paso que celebra el sometimiento del araucano de su tiempo, ligando, muy significativamente, esta guerra interior de exterminio con el triunfo de las armas chilenas en el Perú» (1997:34-35). También Tomás Guevara en el libro Psicología del pueblo araucano, publicado en 1908, cuando la pacificación de la Araucanía, «feliz conquista» chilena del siglo XIX, parece haberse consumado ya para siempre. La advertencia de esta obra redactada con «intención científica» señala que ella no es una labor de propaganda contra el pueblo araucano («sería eso pueril y sin ningún fin práctico») ni un idilio para ensalzar las cualidades de «nuestros indígenas». El psicólogo que no hace propaganda contra el pueblo inferior que debe ser civilizado por el pueblo superior confiesa sin pudor las razones que impiden el reconocimiento de la «raza araucana»: la exaltación de las hordas salvajes ya pacificadas puede tener «el inconveniente de perturbar el criterio público y dificultar, por consiguiente, el plan de asimilación de los 70 u 80 mil indígenas que aún sobreviven» (1908). No sólo eso. El plan de Guevara, el Gran Educador que llama «trabajo científico» a la empresa de reducción de la realidad del otro por asimilación cultural, reproduce a principios del siglo XX el mismo error trágico que impide en Chile el «esperado fruto»: la ignorancia del poder de la idea, del poder de los hechos. El olvido de los puntos de caos: «Reminiscencias de su histórica afición a la guerra fueron las formaciones y simulacros que continuaron teniendo después de la ocupación definitiva; pero al presente esa afición guerrera ha desaparecido por completo. La energía militar de la raza es hoy una tradición y nada más, pues los mapuches no han dado el mejor contingente para guerra extranjera ni para el servicio de conscriptos» (1908:148-149). La literatura de la época tiene, en este sentido, importancia fundamental en la historia de la dialéctica del ocultamiento y revelación del Gran juego en el país transfigurado por la «ley universal» de las «conquistas del progreso y de la unificación nacional» (Lara 1889, 1, Introducción, p. 14). Es Quilapán, penúltimo relato de Sub-Sole, publicado por Baldomero Lillo en 1907. El sobreviviente de la «hermosa conquista» de la Araucanía no se lamenta ni pide piedad. No maldice ni insulta. Lucha y muere en silencio, pero su gesto postrero de morir, pareciendo asirse de la tierra en una desesperada toma de posesión, dice a los chilenos lo ya revelado por el «bárbaro infernal» de La Araucana: «muertos podremos ser, mas no vencidos». Lillo revela así el «gran secreto» de los «salvajes» que resisten el «soplo misterioso del progreso moderno». Es el secreto cifrado en la misma mezcla que asombra a los narradores de La Araucana y Narrative of a Five Years Expedition against the Revolted Negroes of Surinam. Quilapán es el doble de Galvarino y Neptuno. Su «mirada desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor», así lo testimonia. Paz y justicia en la Araucanía, dice el discurso historiográfico chileno que celebra el triunfo de la ley universal del progreso en la Araucanía. Terror y muerte, refuta Baldomero Lillo en Quilapán. No hay silencios en la Crónica de la Araucanía, proclama la «opinión ilustrada» chilena. Mentira, responden las voces reprimidas del pueblo privado (ilusoriamente) de su fuerza y de su figura. Asimilación, pide Guevara. Resistencia, replica Quilapán, cuya inquietante figura cifra en la literatura de la primera década del siglo XX, como Galvarino en el siglo XVI, la «fatalidad indestructible de la alteridad» que la nación chilena persiste en reducir y olvidar en el análisis, la memoria y la historia: «Cambíele de título (Araucanía) o suspéndala. No somos un país de indios». Se empeñan en borrar las escrituras que nos dieron nacimiento, dice Neruda en Para nacer he nacido. Hemos ido apagando entre todos, en efecto, los diamantes del español Alonso de Ercilla, pero también los de los chilenos Alberto Blest Gana y Baldomero Lillo, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Patricio Manns... Esos diamantes que iluminan el secreto de Galvarino en La Araucana, de Peuquilén en Mariluán, de Quilapán en Sub-Sole, de Lautaro en Canto general y Pasión y epopeya de «Halcón Ligero», de la brava-gente-araucana en Poema de Chile, de José Segundo Leiva y Lautaro Leiva Allipén en Memorial de la noche...

La historia de la perturbadora irrupción de la alteridad étnica en el espacio literario chileno quedaría incompleta si ella silenciara a su vez a la cifra tal vez más persistente, aunque no la más inquietante, de la indestructibilidad del otro étnico en el país que no termina con la cursilería de blanquearse a toda costa (Neruda). Es Lautaro, el héroe del mito cuyas variantes narrativas (Ercilla, Alegría, Manns), poéticas (Neruda) y teatrales (Subercaseaux, Aguirre) dicen una y otra vez lo indecible en el relato chileno celebrador del «poder incontrastable» del progreso en la Araucanía (Lara, Barros Arana, Amunátegui, Villalobos). La Escena IV del Quinto Acto de la tragedia Pasión y epopeya de «Halcón Ligero» (Lautaro), publicada en 1957 con una significativa dedicatoria («A Pablo Neruda, mi poeta y amigo, que en su Canto General encendió el corazón de Chile con la tea de un nombre: Lautaro»), se destaca en este aspecto con singular intensidad en la historia de las ficcionalizaciones del Gran luego en Chile. Las palabras de Lautaro, el héroe que testimonia la resistencia obstinada, no son sólo recuerdos de un pasado anacrónico, mítico, legendario. Son, por el contrario, recuerdos ardientes del presente y del futuro:

LAUTARO.-  [...] Yo quise, quiero hacer de mi pueblo el amo de esta tierra. Valdivia también pretendió crear un reino grande y libre. Pero, en su modo de ver, tenía que acabar primero con los nuestros. Sabes cómo aquello le costó la vida, y le seguirá costando a quienes lo intenten. Yo le conocí, Chillicán, y sabía del Chile grande que habríamos podido obtener con su concurso. ¡Pero era obstinado, el godo, y orgulloso! ¡Para él, indio y plebeyo eran una misma cosa! Mucho tiempo pasará antes de que se advierta que somos también un pueblo, con su propia dignidad y grandeza, con sus señores y sus plebeyos. Que somos un pueblo capaz de dar la paternidad a una nación varonil. ¡Tenemos las manos limpias, Chillicán! Porque, es verdad, ni antes ni después, nadie se ocupó en defender verdaderamente a Chile, como no sea el pueblo araucano.


(Subercaseaux 1957:161-162)                


El análisis detenido de los textos que plasman literariamente las formas del Gran Juego en Chile evidencia los mecanismos de intensificación, pero también de atenuación, de los puntos de caos cifrados en el llamado mito de la resistencia mapuche. Es interesante descubrir, por ejemplo, que La Araucana elabora este mito de modo «más audaz, más provocador» que Mariluán de Blest Gana, Pasión y epopeya de «Halcón Ligero» (Lautaro) de Benjamín Subercaseaux, El mestizo Alejo de Víctor Domingo Silva o Lautaro de Fernando Alegría: «El delirio heroico de Alejo nace de una pasión individual, egoísta, que nunca abandona del todo. Alejo no se sumerge en el sí mismo colectivo mapuche, imagina uno diferente. Como en el caso de Mariluán, el sí mismo colectivo del protagonista no coincide con la identidad colectiva mapuche. El Mariluán y Alejo literarios son sujetos que trasponen sólo externamente las aguas (turbias) que los reflejan difuminadamente. Continúan embriagados en su narcisismo que, aunque colectivo, no deja de serlo. Ercilla es más audaz, más provocador, va más lejos, su experiencia de la guerra de Arauco y la escritura sobre ella generan un remezón en la identidad idéntica así misma y la contagian de la pasión y el espíritu del otro» (Troncoso 2003). Ercilla parece ir, en efecto, más lejos. No, sin embargo, en la ficcionalización de Lautaro, el héroe portador de valores idénticos a los valores «cristianos» (amor a la patria, amor a la libertad), lo que equivale ahorrar las marcas de su alteridad, sino en otros lugares del texto que plasman en su forma más pura la heterogeneidad irreductible del «bárbaro». Ni elipsis, ni asimilación, ni reducción del otro al prójimo, sino tan sólo revelación, que las analogías zoológicas no logran atenuar, del terror que la otredad irreductible, inasimilable, produce y a la vez se despliega sobre ella:



Fueron estos presos escogidos
doce, los más dispuestos y valientes,
que en las nobles insignias y vestidos
mostraban ser personas preeminentes:
éstos fueron allí constituidos
para amenaza y miedo de las gentes,
quedando por ejemplo y escarmiento
colgados de los árboles al viento.

Yo, a la sazón, al señalar llegando
de la cruda sentencia condolido,
salvar quise uno de ellos, alegando
haberse a nuestro ejército venido;
mas él luego los brazos levantando,
que debajo del peto había escondido,
mostró en alto la falta de las manos
por los cortados troncos aún no sanos.

Era, pues, Galvarino este que cuento,
de quien el canto atrás os dio noticia,
que porque fuese ejemplo y escarmiento
le cortaron las manos por justicia;
el cual, con el usado atrevimiento,
mostrando la encubierta inimicia,
sin respeto ni miedo de la muerte,
habló mirando a todos de esta suerte:

«¡Oh gente fementidas, detestables,
indignas de la gloria de este día!
Hartad vuestras gargantas insaciables
en esta aborrecida sangre mía,
que aunque los fieros hados variables
trastornen la araucana monarquía,
muertos podremos ser, mas no vencidos,
ni los ánimos libres oprimidos...».

[...]
De tal manera el bárbaro esforzado
la muerte en alta voz solicitada,
de la infelice vida ya cansado,
que largo espacio a su pesar duraba;
y en el gentil propósito obstinado,
diciéndonos injurias procuraba
un fin honroso de una honrosa espada
y rematar la mísera jornada.

Yo que estaba a par de él considerando
el propósito firme y osadía
me opuse contra algunos procurando
dar la vida a quien ya la aborrecía;
pero, al fin, los ministros porfiando
que a la salud de todos convenía,
forzado me aparté y él fue llevado
a ser con los caciques justiciado.


(1962, Canto XXVI:359-360)                


Mito, ficción, decimos nosotros, los chilenos: «Ercilla ha creado un mito -el mito araucano- fecundo en consecuencias, no siempre benéficas para la cultura y adelanto nacionales» (Solar Correa). «(Ercilla) recoge el núcleo del mito mapuche, el de la resistencia» (Jocelyn-Holt Letelier). Poder de la idea, testimonio de la historia, poder de los hechos, replican los «bárbaros» inasimilables de La Araucana. «Nosotros, los indios», decimos que los mapuche se han apropiado del mito ercillesco, pero tal vez somos nosotros, los chilenos, quienes nos hemos apoderado del mito (¿oral?), porque «La Araucana está bien, huele bien (mientras) los araucanos están mal, huelen mal. Huelen a raza vencida» (Neruda 1978:272). Lo que importa, en uno y otro caso, es, sin embargo, la diferencia radical entre la apropiación chilena y la apropiación mapuche del mito. Así, por ejemplo, en el caso de la figura de Lautaro. ¿Dónde está el héroe libertario, cuál es su morada? Las versiones españolas son inequívocas. El «bárbaro valiente» está en el infierno: «los ojos tuerce y, con rabiosa pena, / la alma del mortal cuerpo desatada / bajó furiosa a la infernal morada» (Ercilla, XIV, 1968:201). Las fabulaciones chilenas son más generosas. Mantienen a «nuestro padre» en este mundo, pero lo expulsan del presente. Lautaro existe únicamente en el pasado, en el «origen épico» del país. Representa entonces, sólo entonces, la bella fuerza incitante del amor a la patria. En el presente, dice el Gran Psicólogo de inicios del siglo XX, la resistencia araucana ha desaparecido por completo: «la energía militar de la raza es hoy una tradición y nada más» (Guevara 1908:148). La memoria mapuche del héroe introduce una versión del mito inconcebible, inaceptable en el Reino de Chile, regido por la pulsión etnófaga, pero también en la República de Chile, hoy empeñada en promover al otro negociable, al otro de la diferencia, forma de exterminio más sutil (Baudrillard) que la «pacificación definitiva» del siglo XIX. Lautaro, dice Lienlaf, pero también Chihuailaf y Kvyeh, no está en el infierno ni en el pasado. Camina, por el contrario, sobre esta tierra, cerca de la vertiente y del corazón del poeta, llamando a su gente en este momento, en nuestro presente, para luchar con el espíritu y el canto:




El espíritu de Lautaro


Anda cerca de la vertiente
bebiendo el agua fresca
y grita en las montañas
llamando a sus guerreros.

El espíritu de Lautaro
camina cerca de mi corazón
mirando
escuchando
llamándome todas las mañanas.

Lautaro viene a buscarme
a buscar a su gente
para luchar con el espíritu
y el canto.

Tu espíritu Lautaro
anda de pie sobre esta tierra.


(Lierilaf 1990:41)                


Actualmente hay en Chile dos literaturas, dice provocadoramente Elicura Chihuaiaf en Todos los cantos. Ti Kom VL: «la indígena -mapuche, rapanui, aymara, entre otras -y la chilena» (1996:8). El final de este viaje de revisita de la literatura chilena es pues, sólo un comienzo. El inicio de otro viaje. El descubrimiento del diálogo fascinante entre esas literaturas. El hallazgo de «unos cuantos referentes comunes», producto de los «paisajes compartidos y la distante convivencia». Neruda, sobre todo, propone Chihuailaf: «En medio de la confusión y del espejo obnubilado -pretendidamente europeo- de los chilenos, Neruda vislumbró nuestro Azul, el de nuestra vida, el color que nos habita, el color del mundo de donde venimos y hacia donde vamos. "Elástico y azul fue nuestro padre" dice con orgullo y sobre todo con afecto en su poema a nuestro Lautaro. Tan cercana siento la emoción, la ternura, en sus poemas en los que habla con su padre y su mamadre. Escucho también allí el pensamiento de mis mayores; veo reflejada también allí la ternura de mi gente, de mis abuelos y de mis padres. Creo, por eso, que la obra de Pablo Neruda es una de las posibilidades para el diálogo entre los mapuche y los chilenos; para empezar a encontrarnos -poco a poco- en nuestras diferencias» (1556:1-12). Galvarino, Lautaro y Quilapán, propongo yo, pero también Chihuailaf, Lienlaf y Kvyeh. Esos guerreros y poetas que nos recuerdan a través del tiempo la «regla del mundo» que nosotros, los chilenos, nos obstinamos trágicamente en olvidar:

A la luz de todo cuanto se ha hecho por exterminarlo, se aclara la indestructibilidad del Otro, y por tanto la fatalidad indestructible de la Alteridad.

Poder de la idea, poder de los hechos.

La alteridad resiste a todo: a la conquista, al racismo, al exterminio, al virus de la diferencia, al psicodrama de la alienación. De una parte, el Otro siempre está muerto; de la otra, es indestructible.

Así es el Gran Juego.


(Baudrillard 1993:156)                


Poder de la idea, poder de los hechos, dice Baudrillard en La transparencia del mal. Poder también de la literatura, replican los escritores chilenos cuyas obras iluminan con su luz de luciérnaga la misma fatalidad poetizada por los poetas mapuche. Un texto de Poema de Chile de Gabriela Mistral, machi sabia y generosa (Figueroa et alii 2000:83), tiene, en este aspecto, un interés inmensamente sugestivo y significativo en la historia de los «referentes comunes» de nuestras dos literaturas. Es «Araucanos», poema así leído por Jaime Quezada en el prólogo del libro que su autora concibe como oficio de creación de patria: «Ella que se vivió sus años en la Araucanía -esa maravillosa zona de la rebeldía, como la llama- deja su solidaridad con la brava-gente en su poema Araucanos: ellos eran dueños de bosques y montañas... / hasta el llegar de unos dueños / de rifles y caballadas... / Pero son la Vieja Patria, / el primer vagido nuestro / y nuestra primera palabra» (Quezada 1992:451). El prologuista no advierte, empero, que la mayor fuerza transgresiva, inadmisible entre los chilenos alegorizados en Quilapán por don Cosme, está en los versos inmediatamente siguientes a los transcritos. Son los versos que inscriben bellamente al Poema de Chile dentro de la fascinante historia, aquí sólo sugerida, de las revelaciones literarias del Gran Juego en el país de la mujer que va loca y cantando a la mar de su muerte: «Son un largo coro antiguo / que no más ríe y canta. Nómbrala tú, di conmigo: / brava-gente-araucana. / Sigue diciendo: cayeron. / Di más: volverán mañana» (1992:598). Acaso nuestra madre estuvo en el encuentro de los hombres de diversos idiomas y religiones que toman en 1291 la extraña resolución de ser razonables. Las cosas ocurrieron en todo caso de otra manera que la narrada en el último texto de Los conjurados de Borges. Los conspiradores fueron hombres, pero también mujeres. Gabriela Mistral habló entonces sobre los araucanos, Borges sobre la revuelta de los pueblos de los espejos, Baudrillard sobre el exotismo radical. Se conservan palabras de su tartamudeo:

Sigue diciendo: cayeron. / Di más: volverán mañana (y) diferirán poco a poco de nosotros, nos imitarán cada vez menos. Romperán las barreras de cristal y de metal y esta vez no serán vencidos. ¿Que ocurrirá con esa victoria? Nadie lo sabe. ¿Una nueva existencia de dos pueblos igualmente soberanos, absolutamente extraños pero absolutamente cómplices el uno del otro? Nada que ver en todo caso con la sujeción y la fatalidad negativa actuales.


El oficio mistraliano de creación de la patria tiene aún otro punctum escandaloso dentro del corpus literario que revela la «regla fundamental» del Gran Juego en Chile. La mujer que en «Los araucanos» habla al niño indio atacameño sobre la «brava-gente-araucana» es un fantasma. El héroe que llama a su gente a resistir en Se ha despertado el ave de mi corazón es, por su parte, un espíritu (pülli). El vértigo del encuentro de estas dos figuras es materia de otro artículo. Me interesa, sin embargo, destacar por ahora lo que ellas parecen decirnos sobre la llamada gran tarea de recoger los sueños de todos, sin exclusiones, para llegar a ser una nación plena y justamente desarrollada e integrada. Recojo de nuevo al barquito que unos sueltan y otros roban para tartamudear sobre el arte de aprender a vivir en Chile. ¿Eso que se aprende solamente del otro y por obra de la muerte?:

El aprender a vivir, si es que queda por hacer, es algo que no puede suceder sino entre vida y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre dos, entre todos los «dos» que se quiera, como entre vida y muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma. Entonces, habría que saber de espíritus. Incluso y sobre todo si eso, lo espectral, no es. Incluso y sobre todo si eso, lo espectral, no es. Incluso y sobre todo si eso, que no es ni sustancia ni existencia, no está nunca presente como tal [...] Aprender a vivir con los fantasmas (es aprender) a vivir de otra manera. Y mejor. No mejor: más justamente. Pero con ellos. No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace al ser-con en general más enigmático que nunca. Y ese ser con los espectros sería también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones. Si me dispongo a hablar extensamente de fantasmas, de herencias y de generaciones, de generaciones de fantasmas, es decir, de ciertos otros que no están presentes, ni presentemente vivos, ni entre nosotros ni en nosotros ni fuera de nosotros, es en nombre de la justicia. De la justicia ahí donde la justicia aún no está, aún no ahí, ahí donde ya no está, entendamos ahí donde ya no está presente y ahí donde nunca será, como tampoco lo será la ley, reductible al derecho. Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él, desde el momento en que ninguna ética, ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable, ni justa, si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son ya o por esos otros que no están todavía ahí, presentemente vivos, tanto si han muerto ya, como si todavía no han nacido. Ninguna justicia -no digamos ya ninguna ley, y esta vez tampoco hablamos aquí del derecho- parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo, en aquello que desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han nacido o de los que han muerto ya, víctimas o no de guerras, de violencias políticas, o de otras violencias, de exterminaciones nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo; de las opresiones del imperialismo capitalista o de cualquier forma de totalitarismo. Sin esta no contemporaneidad a sí del presente vivo, sin aquello que secretamente lo desajusta, sin esa responsabilidad ni ese respeto por la justicia para aquellos que no están ahí, aquellos que no están ya o no están todavía presentes y vivos, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta «¿dónde?», «¿dónde mañana?» (whither?).


(Derrida 1995:12-13)                


Revisitar la literatura chilena es, pues, descubrir que es preciso contar con los fantasmas, que ninguna ética, ninguna política, ninguna conmemoración son posibles, ni pensables, ni justas sin los fantasmas. La mujer-fantasma de Poema de Chile, entre ellos, que, como Antígona, sólo sabe amar:

«Yo, chiquito, soy mujer; / un absurdo que ama y ama / algo que alaba y no mata, / tampoco hace cosas grandes / de ésas que llaman hazañas» («Perdiz»). La trascordada que pide al grave y dulce Bío-Bío revelar al indio el secreto de durar quedándose y yéndose. La poseedora del secreto del Gran Juego que recuerda a los chilenos su «torpe olvido» y «gran silencio». La fantasma porfiada que enseña al indio chiquito lo que debe pedir: «Pide tierra para ti, cóbrala». La loca conocedora de que «los hombres no quieren, no, / ver que marchan con fantasmas, / aunque así van por las rutas / y viven en sus moradas» («Perdiz»). La madre-perdiz, en fin, que promete al niño regresar sólo si le cuentan que aún camina:


Yo sólo vendré si acaso
me cuentan que aún caminas
porque como no me dejan
colarme por las «masías»,
sólo volverás a verme
si con un grito me obligas.
¡Yo estaré a tu lado como
la perdiz que en casa crían
y, aunque ni me oigas ni veas,
oye que bajo a la cita.


(Mistral 1992:547)                


Los fantasmas que así perturban el espacio de la literatura chilena parecen saber el secreto de la dignidad en el país que hoy se vanagloria de haber ingresado en el llamado club de los grandes: «La pobreza debe hacernos sobrios, sin sugerirnos jamás la entrega a los países poderosos, que corrompen con la generosidad insinuante. El gesto de Caupolicán, implacable sobre el leño que le abre las entrañas, está tatuado en nuestras entrañas» (Mistral, «Chile», 1978:16). Han descifrado, asimismo, el mayor secreto del Gran Juego en Chile: la indestructibilidad doble del otro que llamamos indio. Irreductible fuera de nosotros (el pueblo que resiste su exterminio con el canto y el espíritu), pero también dentro de nosotros (el otro tatuado en nuestras entrañas): «El mestizo [...] no puede hablar del indio destacándolo hacia fuera como quien tira el lazo. El indio no está fuera nuestro: lo comimos y lo llevamos dentro. Y no hay nada más ingenuo, no hay nada más trivial y no hay cosa más pasmosa que oír al mestizo hablar del indio como si hablara de un extraño». La figura fascinante de la mujer-espectro posee así un plus de escándalo en la historia chilena de las plasmaciones poéticas de la «regla del mundo». Poema de Chile testimonia, en este aspecto, la forma más bellamente provocadora de la relación con la alteridad étnica en Chile: la transfiguración del «indio pata rajada», secularmente exterminado o asimilado, en huésped precioso de la propia escritura de Mistral y de su propio cuerpo con «entrañas, rostro y expresión conturbados e irregulares». Ni reducción, ni gestión, ni elipsis, ni conversión del indio en prójimo, parece decirnos la fantasma loca que enseña al niño empolvado de arena la tierra de los araucanos que «ni vemos ni mentamos / [...] aunque nuestras caras suelen, / sin palabras, declararlos». Tan sólo compaña entre dos. Estética, ética, política y metafísica a la vez en la existencia cómplice de pueblos igualmente soberanos que exige desmontar en el país sin indios («¡No, señor, no tenemos nada de indios!») los cimientos de la ira (Bengoa), que impone el «hermoso deber» de aprender a relacionarnos de otro modo con nuestro cuerpo (Mistral) y nuestro origen (Montecino). Ese encuentro con el huésped que nos libera de repetirnos hasta el infinito. Esa relación justa entre dos, «entre todos los dos que se quiera», que puede desatar el nudo trágico del grito en el país donde «la mucha sangre derramada ha sido / (si mi juicio y parecer no yerra) / la que de todo en todo ha destruido / el esperado fruto de esta tierra» (La Araucana, XXXII, 1968:419):


Acaso si con un grito me obligas...
Anda cerca de la vertiente
bebiendo el agua fresca
y grita en las montañas.


3. «Hay que hablar del fantasma, incluso al fantasma y con él. No se puede no deber, no se debe no poder contar con ellos, que son más de uno: el más de uno» (Derrida).






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