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Rubén Darío y Salvador Rueda: dos versiones del modernismo

Richard Andrew Cardwell





En 1908 Andrés González Blanco declaró en la conclusión a Los grandes maestros: Salvador Rueda y Rubén Darío (Madrid, 1908),

siempre quedará en pie, a pesar de todo, esta incontrovertible afirmación..., y es que, cronológicamente, Salvador Rueda ha precedido a Rubén Darío, aunque no haya llevado tan allá como éste su ansia de renovación.


(pp. 294-5)                


Esta interpretación partidista de un momento de la historia literaria moderna (y el libro entero, a pesar del título, es un panegírico a Rueda así como los estudios de sus muchos seguidores) ha viciado una investigación objetiva de la estética finisecular. También ha malogrado cualquier planteamiento apropiado para entender lo que sucedió en realidad dentro del movimiento literario que llamamos 'modernista' en el momento de la consolidación de la primera promoción allá por los años 1899 y 1900. La crítica literaria se ha interesado mucho más en la polémica de la primacía cronológica de Rueda antes que la aparición de Darío, y muy poco en lo que representaba el arte de los dos protagonistas. Así, en el año 1923, Díez-Canedo afirmó que «[a] Salvador Rueda hay que darle el puesto por él ganado. [...] Rueda ... con Darío y sin Darío, tiene su papel en el desenvolvimiento de la nueva poesía»1. Casi dos lustros más tarde Narciso Alonso Cortés, en vez de analizar lo que significó la obra de los dos, acumuló muchos datos en pro de la prioridad cronóloga de Rueda2. A su vez los partidarios de Darío hicieron hincapié en las pretensiones del nicaragüense. Para Max Henríquez Ureña, por ejemplo, Rueda careció de la necesaria «refinada sensibilidad». «Las innovaciones juveniles de Rueda no encontraron eco. Léxico pobre e ideología más pobre aún era el contenido de su poesía de entonces»3. Aún en el año 1976 el crítico encontrará testimonio de la continuación de la polémica Rueda-Darío y la cuestión de la primacía con muy poco análisis de ambos sentidos, tema que se investigará aquí, o los estilos de los dos poetas4. La única valorización crítica que trata de asesorar objetivamente las coincidencias y diferencias sobre una base estilística es el breve estudio de Rafael Ferreres5. En lo que sigue quisiera poner en tela de juicio el primer problema, el sentido ideológico de los dos, y lo que representaron sus «modernismos».

La breve luna de miel artística de Rueda y Darío, que empezó en 1892 y que terminó con el desacuerdo en la Revista Nueva sobre el valor artístico de los «Dezires, layes y canciones» de Darío y la réplica contundente de éste en La Nación en 1899, todo ello está bien documentado6. La polémica no nos interesa por lo que revela de las personalidades de los protagonistas y sus partidarios. Es un episodio poco edificante. Lo que sí nos interesa son las profundas divisiones que existieron dentro del grupo de escritores progresistas en el momento mismo de la aparición de un movimiento manifiestamente modernista. Es decir, que si entendemos el porqué del desacuerdo, que fue más bien ideológico que personal, quizás podremos ver más a las claras lo que sucedió en la lírica de los 1890 y lo que intentaron los dos escritores en la España de fin de siglo.

En mi estudio del aprendizaje modernista del joven Juan Ramón Jiménez7 propuse la idea de que no es posible hablar del modernismo como «movimiento íntegro» sino que, al contrario, existieron varias manifestaciones relacionadas entre sí. Cada una tenía sendas ideologías más o menos «modernistas» o «modernos», pero también existían discrepancias en cuanto a actitudes artísticas a aficiones estéticas. Es decir, se puede suponer una pluralidad de modernismos. Según Manuel Machado, por ejemplo, cuando, en 1907, describió su experiencia de estos años, la noción de escuela quizás habría sido inapropiado:

No de modernistas sino de modernos; hay aquí una porción de escritores que a mi entender no tiene otra cosa de común que el parecerse en nada los unos a los otros. El carácter, pues, de nuestra actualidad literaria es la anarquía, el individualismo absoluto.8


Para Baroja, en la lírica, hubo, a lo menos, dos escuelas existentes:

En esta época de mis comienzos literarios [1897-1900] creo que se podrían señalar varias tendencias literarias nuevas y seminuevas... En poesía debía haber distintas tendencias; pero creo que la mayoría de los poetas incipientes [Villaespesa, Jiménez, etc.] seguían a Rubén Darío. Aún quedaba Salvador Rueda, que pretendía luchar con la influencia francesa de Rubén y que debía tener algunos partidarios.9


Es posible que una investigación de las diferencias en las actitudes de los dos poetas, en las cuales se inició la polémica amarga de 1899-1900, nos revela algo de la verdadera naturaleza del movimiento en su momento culminante, algo que no se ha señalado suficientemente en las historias literarias actuales. A su vez, un análisis de estas distintas actitudes nos ayudará a entender más a fondo el perfil exacto y el desarrollo del modernismo en España.

El problema es difícil porque entre Rueda y Darío hay muchas semejanzas de tema, intención, estilo y métrica, como ha señalado Rafael Ferreres. Los dos poetas ensalzaban la Belleza y el Arte como valores supremos; cantaban la forma desnuda de la mujer y los placeres sexuales; usaban efectos verbales sonoros y un colorido rico y detonante (aunque Rueda no supo emplear los tonos delicados y tenues que pertenecían a la herencia becqueriana que pudo suavizar el mismo Rubén); introdujeron imágenes poéticas que iban a ser la piedra de toque del modernismo: cisnes, nenúfares, pavos reales, la Grecia antigua, etc. Cuando los dos reclamaron el haber logrado una revolución prosódica, Rueda en El ritmo (Madrid, 1894) y Darío en los prólogos a Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905), se arrogaron el honor de haber comenzado una etapa que en realidad habían llenado los experimentos métricos de Espronceda, Gómez de Avellaneda, Bécquer, Rosalía de Castro y otros.

Examinemos estas aparentes semejanzas. Primero la celebración de la Belleza. No se puede dudar de la sinceridad del «intenso amor a lo absoluto de la Belleza» que afirmó Darío en el prefacio de Cantos de vida y esperanza10. Este amor parece que empezó por la temprana fecha de 1882, como sugiere el poema «El libro» (La iniciación melódica [1880-1886]) (pp. 49-78). En éste relegó Darío al Cristo crucificado como redentor y eligió al Arte y a la Belleza armoniosa como intercesores. Concretó esta idea a las claras en «Yo soy aquel» (Cantos):


el arte puro como Cristo exclama:
Ego sum lux et veritas et vita.


(p. 864)                


Para Rueda, al contrario, la idea de Belleza nunca podría reemplazar a la idea de Dios o de Cristo. Para él siempre serán lo mismo como decía en «La canción del poeta»


¡Oh Dios!: tú que has sembrado mi carne de armonías,
a ti te las consagro, .........
mi cuerpo .........
   tu resplandor eterno le da belleza suma,
y llaman las estrofas perfectas a mi pluma.


(CAM, p. 48)                


Según el poeta malagueño, la Belleza y el Arte son los medios para hacer entender las creencias y dogmas religiosos. Para Darío, como he señalado en otro lugar11, el recurso deliberado al Arte como substituto de los valores absolutos perdidos no es nada más que una estratagema, un tipo de auto-engaño, que le serviría como fuente de consuelo ante sus convicciones, corrosivas a la fe. Otra vez «Yo soy aquel» nos revela su ideología: «Y si hubo áspera hiél en mi existencia, / melificó toda acritud el Arte.» Esta afirmación muestra claramente la relación entre la veneración del Arte y el escepticismo. Es una relación que se revela aún más a las claras en su Historia de mis libros de 1909:

¡Ay! Nada ha amargado más las horas de meditación de mi vida que la certeza tenebrosa del fin. ¡Y cuántas veces me he refugiado en algún paraíso artificial, poseído del horror fatídico de la muerte!


(I, pp. 210-11)                


Esta combinación Arte/criticismo forma parte de la herencia que recibieron Darío y otros modernistas -Villaespesa, el joven Juan Ramón, Manuel Machado-, de la poesía de la Restauración, especialmente de poetas como Manuel Reina, Ricardo Gil y Francisco A. de Icaza12. Este punto de vista pesimista que compartió Darío con los poetas de la primera promoción modernista, especialmente Villaespesa y Jiménez, se arraiga en el romanticismo español. Espronceda fue, antes que Bécquel, el poeta más leído en la última década del siglo diecinueve. En Los raros (1896) encontramos, como se ve también en la poesía de Reina, otra veta romántica que se manifiesta en su pensamiento: el poeta soñador, el poète rêveur de Hugo combinado con el poète maudit de Baudelaire y Verlaine. Y las aspiraciones del poeta visionario y profeta siempre se relacionan con el desaliento espiritual e idealista. Edgardo Poe iba a ser, para todos, uno de esos «lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz». El racionalismo y el escepticismo se combinaron con «la especulación filosófica [que] nubló en él la fe, que debiera poseer como todo poeta verdadero» (II, pp. 267-9). El Arte le confiere significación y consuelo y viene a ser el último asilo en un mundo que carece de otros principios absolutos consoladores. «Su necesidad de análisis» le ocasiona la pérdida de la fe. No obstante, el arte no ofrece una panacea fácil para el mal metafísico. La lucha artística por el mundo del Ideal y la Belleza, para firmar en términos de una lengua racional lo que de por sí será inexpresable, ha de ser por fuerza una intención que fracasará. Con esta desesperanza causada por la imposibilidad de alcanzar la forma y el valor absoluto de la Belleza van combinados, por supuesto, los temas románticos gemelos del poeta como víctima de una visión nihilista y el poeta como víctima de la envidia pública y el oprobio. La búsqueda del Ideal, aún en términos de una fuga de la nada, corre muchos peligros. El comentario de Manuel Machado de «que ser feliz y artista no lo permite Dios» no hace más que reafirmar el pensamiento de Darío y Reina. Empezó Darío en 1880 con un tono esproncediano en el que contrasta «el amor de un poeta / [que] nació bello, seductor, / y dada vida y calor / a su fantasía inquieta», y luego, «acabó la ilusión» / [...] / y la musa del dolor se posó en su corazón» («Desengaño, p. 27). Los mismos contrastes idealismo/desengaño, infinito/muerte, imaginación/enigma, se encuentran poema tras poema en La iniciación melódica donde, también, apareció «Desengaños». En Del chorro de la fuente (1886-1916) dice, en «Pasa y olvida», que «Y soñar es un mal. Pasa y olvida, / pues si te empeñas en soñar, te empeñas / en aventar la llama de tu vida» (p. 1434), contraste que en Los raros describió en estos términos:

Nació Poe con la adorada llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su martirio.


(II, p. 267)                


Pero la relación entre «ardiente fantasía» (imaginación) y «desencanto» (angustia metafísica), entre una curiosidad que no cabe en sí para comprender lo que se encuentra más allá de la inquisitiva mente humana de un lado y «la verdad amarga» del otro, viene del poeta quien, en muchos aspectos, puede denominarse el padre de la primera promoción modernista: José de Espronceda13. «A una estrella» (Azul...) de Darío y «Mis Demonios» (Ninfeas) de Juan Ramón expresan claramente el tema que ya había desarrollado Espronceda en «A Jarifa, en una orgía» y en el «Canto a Teresa» de El diablo mundo. En el poema en prosa de Darío aún encontramos la imagen esproncediana de flores marchitas, símbolo de las ilusiones perdidas. Aunque el decorado es típicamente decadente y finisecular, encontramos aquí al poeta que es atraído con el señuelo de los ojos enigmáticos de la mujer ideal, símbolo del Ideal mismo, los enigmas arcanos metafísicos, y la Belleza misteriosa. Se le prometen la Gloria y la Belleza Ideal, como al mismo Espronceda. Pero el jardín del amor, la esfera de la inspiración poética y la satisfacción estética donde la Musa de la Belleza le dará el beso del conocimiento y le revelará los «insondables arcanos» de la vida, como los llamaba Espronceda, se convierte en un jardin des supplices de la decadencia francesa. La paz y el contento espirituales son destruidos por la mirada de la Gioconda-Esfinge. La búsqueda del Ideal sirve para demostrar que la adquisición del saber será fatal como lo había sido para casi todos los protagonistas románticos desde Manfredo e incluso del mismo Félix de Montemar14.

La musa modernista es la encarnación de la Belleza. Es voluptuosa, sensual pero a la vez fascinante, enigmática, la esfinge de la decadencia francesa y alemana, la mujer fatal de los románticos. Como fusión del Amor, la Belleza, el Saber y la Muerte, como sugirió Darío en «El coloquio de los centauros» (Prosas profanas), ella combina todo el placer y todo el misterio que busca el poeta; así «El Ideal» de Azul... Es exactamente la misma criatura que atrae y, por fin, destruye al poeta, que evocó Bécquer en «Los ojos verdes» y descrita por Reina como «la impasible musa / de pupilas de esmeralda, / la esfinge que del gran poeta / el corazón desgarra» («La musa de Bécquer», El jardín de los poetas [1899]) y evocada por Villaespesa al año próximo como

Musa bizantina, pálida y taciturna, [a quien] le agrada pasear su nostalgia por las solemnes avenidas solitarias, bajo los negros cipreses inmóviles.15


(p. 15)                


Es una musa que combina la Belleza con un sentido del dolor placentero y de lo moribundo, la verdadera esencia de la mentalidad decadentista de fin de siglo16. Cuando se combina «la faz bizantina» con el atractivo de una sexualidad pronunciada, que iba a ser lo que llamó Pedro Salinas17 el panerotismo, tenemos la «somnámbula con alma de Eloísa», la Gioconda, la Diana y la Dea de Darío. En una serie de poemas de Prosas profanas -«'Ite, missa est'», «Para una cubana», «La Dea»-, hallamos la combinación verdaderamente modernista y decadente de la devoción religiosa, misticismo, sexualidad, sueño y belleza siempre matizada con el dolor espiritual y la interrogación de la esfinge. Es la Belleza que, memorablemente, fue descrita por Mario Praz como «la agonía romántica»18.

En conclusión, la ideología rubendariana empezó con lo que él llamó «el hierro candente de la duda» («Creer», p. 122) en 1882. En 1885, en la «Introducción» de Epístolas y poemas, nos cuenta la pérdida de «mi fe de niño» y el reconocimiento de la presente «gangrena moral» y el «cáncer del escepticismo». En la misma introducción sugiere que el poeta y el Arte pueden ofrecer un alivio al dolor y construir un baluarte frente a los valores perdidos. Todo lo demás, el ensalzar la Belleza, el panerotismo, la mezcla de voluptuosidad e incredulidad son síntomas y reacción frente al descubrimiento del dolor metafísico.

Cuando leemos a Rueda es de suponer, como han supuesto todos y uno de los historiadores del modernismo, que expresa una actitud filosófica y estética semejante. Es verdad que en «El lago ideal» (Camafeos [1897]) encontramos una asociación típicamente modernista: «Belleza» y «armonía» alternadas con «llagas», «penas» y «dolores». Pero ¿es este «dolor» el «dolor metafísico» de Darío, o de Reina, Jiménez o Villaespesa? El poema «Arcanos» de la segunda colección, Noventa estrofas (1883), parece confirmar tal suposición:


Al penetrar de la razón humana
en el camino tétrico y sombrío,
hirióme el dardo de la duda insana.


¿Es esta «la duda» de la cual habló Reina en «A una poeta» y «Al autor de 'La musa abandonada'» (La vida inquieta [1894]) o la que expresó Darío en los poemas ya mencionados? Parece que sí porque en «Arcanos» decía Rueda con ecos de Reina:



Vi convertir en páramo infecundo
las santas leyes, con la sangre escritas
de Aquel que vino a redimir el mundo.

Religiones al cálculo prescritas,
libres salir de la razón turbada
a las puras regiones infinitas.

Vi al docto de virtud cansada
asegurar, en su mortal desmayo,
que el cielo es aire y que el amor es nada.


Aquí se notan ecos tanto de Espronceda como del gran cantor de la duda de mitad de siglo quien escribió el prólogo a Noventa estrofas: Núñez de Arce. Pero el tono íntegro del poema, con su selección deliberada y sugestiva de adjetivos -«santas», «prescritas», «turbada», «cansada», «mortal»- que indican el sentido opuesto al que parecen describir, la mención del sacrificio divino para la redención del hombre, la deliberada construcción de equilibrios todo nos sugiere el amaneramiento, siendo, pues, un poema escrito en la moda de la época19. Estos versos también sugieren la ambigüedad de algunos escritores de esta época, los años ochenta -Zea, Balart, Núñez de Arce-, que cultivaban la costumbre equívoca de criticar amargamente la obra divina mientras, al mismo tiempo, la aceptaban. Es una tendencia que no quiso enfrentarse con las consecuencias de su propio pensamiento. Hablando de Balart, Emilio Bohadilla señaló exactamente este dualismo: «Escritor contradictorio, tan pronto se declara creyente a machamartillo, como se entrega a una duda retórica, digna de un seminarista»20. Cuando Rueda describe el proceso de disolución metafísica lo describe desde el punto de vista de un hombre que teme tal proceso por lo que supone de amenaza para la sociedad y el individuo, y no desde el punto de vista del hombre para quien se han desmoronado toda fe y valor absoluto. Así habla de la duda como fenómeno temporal, fenómeno nocivo, y poco aconsejable, «la duda insana». Este adjetivo, como el que revela su íntima convicción -«santa»-, se emplea irónicamente; si inconscientemente o con plena conciencia no lo sabemos. Esta actitud no tiene nada que ver con la duda paralizante e insensible de Reina («los pavorosos funerales / de lo bello, lo grande, lo elevado / de todos los sublimes ideales»)21, ni de Darío («la sombra dentro de uno mismo; / duda que infunde temor; / en el pecho, el torcedor, / y en la cabeza, el abismo. / ¡Cáncer del escepticismo!»)22. Rueda no volvió a escribir un poema como «Arcanos» o como «El lago ideal». El poema «Desaliento» (Camafeos) es una meditación a lo Campoamor sobre el tiempo y el decaimiento. En efecto, en 1893, en su reseña de Nieve de Julián del Casal, otro decadentista y angustiado como Reina o Darío, hizo Rueda un contraste significativo y una crítica de sus coetáneos:

Casal es un alma triste, hastiado, que lleva el contagio del siglo; no siente el calor benéfico del espíritu humano.23


En este comentario quiere decir que él mismo no sufre la angustia metafísica, «el contagio del siglo», y que sí siente parte de la comunión católica que puede proporcionarle la paz espiritual, «el calor benéfico del espíritu humano».

El himno a la Belleza forma parte de su confianza en un mundo bien configurado. Rueda cree en la vida y en un cosmos creado y ordenado armoniosamente y benévolamente por Dios, la expresión misma de este «calor benéfico», lo que echó en falta en la obra de Casal. En El ritmo (1894), difusas e incomprensibles como son sus ideas acerca de la prosodia y el acento poético, él se define específicamente en cuanto al papel del poeta. El poeta es, como el de Darío, un visionario. Pero no debe huir de la vida hacia mundos de la imaginación (el Ideal) sino, al contrario, debe sumergirse en la realidad. Aunque contiene rasgos del idealismo de Hugo y su idea del poeta como vox populi, como transmisor de las vibraciones secretas del universo, carece el idealismo del malagueño de la angustia de los otros modernistas y no sufre cualquier rasgo de pena o martirio. En El ritmo afirma que «un poeta es un organismo maravilloso, fenomenal, que siente en música, piensa en música, expresa en música». Se revela aquí una filosofía más bien platónica de armonías y la música de las esferas hechas poesía por medio del poeta que actúa como antena. El poeta se estimula por «una chispa divina», siente un especial ritmo, «el canto dentro», el cual, como lo expresa, tiene el poder para «evolucionar su espíritu». Ahora bien, todo esto parece contener el mismo idealismo que «Espíritu» (La iniciación melódica, p. 126) y «¡Torres de Dios! ¡Poetas!» (Cantos, p. 880), poemas en los cuales ensalza Darío «¡La vida del espíritu [que] es eterna!» El poeta es un «pararrayo celeste!» Pero donde Darío pinta al poeta como el único baluarte espiritual en un mundo de materialismo, de odio, dominado por la bestia, frente al mal, Rueda concibe al poeta rodeado por un mundo melódico y rítmico, un mundo ordenado por una voluntad divina. Donde Darío recela y crea un mundo de Arte y Belleza ideada por su fantasía, Rueda canta al orden, la lógica de los números, las escalas musicales, como arpa de Dios. Mientras el vate de Darío tiene un papel activo, como manifestación del yo analítico e idealista, el de Rueda es un instrumento pasivo.




La canción del poeta


Ya escrita y contrastada por ritmos de belleza,
viene desde el Misterio su real naturaleza
ungida por la gracia del Único Poder;
    y nácenle los versos en rítmicas escalas
lo mismo que les nacen las plumas a las alas,
por un milagro músico brotado de su ser.

Pentagrama es la carne sonora del poeta
que viene de cadencias innúmeras repleta
sin que un acento omita la siembra musical;
   la interna melodía le da belleza suma,
y llaman las estrofas perfectas a su pluma.

¡Oh Dios!: tú que has sembrado mi carne de armonías,
a ti las consagro, pues tuyas son, no mías;
mi cuerpo es un pentagrama de vida musical:
   tu resplandor eterno le da belleza suma
y llaman las estrofas perfectas a mi pluma.


(CAM, pp. 47-8)                


Rueda se adelanta más allá de las tímidas aserciones de «El Libro» de Darío y aún del «Coloquio de los centauros» donde Darío postula un secreto numen, donde muestra que «las cosas tienen un ser vital». Este punto de vista, ya examinado por Gullón24, no resulta tan arraigado como el de Rueda porque se rompe el «coloquio» de Darío precisamente en el momento en que se introdujo el problema de la Muerte. Para Rueda, que por su fe no teme a la muerte, la extinción mortal es un tipo de fusión y renacimento donde el espíritu evoluciona, vuelve a nacer y, por fin, recrea la forma inicial. Es una versión, pasada por la doctrina cristiana, de la teoría de Pitágoras25. En «Escalas interiores» y muchos otros poemas, Rueda canta a una filosofía que, por los años finiseculares de entonces, era ya un anacronismo. En efecto celebra la visión cósmica de los siglos diecisiete y dieciocho con su Gran Cadena del Ser y su Principio de Plenitud. Rueda, en contraste con su época, ve «que la Naturaleza viva, [...] procede en sus manifestaciones, por escalas, por teclados que se enlazan unos a otros constituyendo yuxtaposiciones y 'vertabraciones' del mismo asunto, enlazándolos a Dios»26. Así, «Escalas interiores»:



Dicen que en la vida
hay miles de almas
que mudan de sitios
y recorren del hombre a la planta
[...]

...en la madre tierra
de círculo en círculo los átomos pasan,
y recorren los órdenes todos
   que en ella se enlazan.


(PC, p. 206)                


Para Rueda, el mundo entero, desde el objeto más humilde hasta al más sublime es una manifestación del Poder Divino. Pero esta divinidad se expresa en la de los múltiples eslabones de la Gran Cadena, cada uno imbuido de divinidad según su rango, pero, no obstante, una parte de la gran totalidad, la estructura de Dios mismo.




Modo de ver a Dios (Uni-verso)


Uno y diverso: Dios y lo creado:
por millones de escalas suspendidas,
bajan del sumo Bien ríos de vidas,
que saltan de su seno desbordado.

Y ese fiat infinito, combinado
en diferentes formas y medidas,
nutre en miles de esferas encendidas
desde el hombre al objeto inanimado.

Dios vive en todo, pero está en la frente,
más que en la piedra; y más intensamente
que en pájaro feliz, vibra en el verso.

Es Dios en la unidad de cuanto expresa,
el pasador que todo lo atraviesa,
y redondo abanico el Universo.


(PC, p. 343)                


Parece que Rueda, que se crió en circunstancias muy humildes y no recibió una educación escolar como sus coetáneos, se instruyó en una filosofía, la que por los años ochenta y noventa, ya había sido descartada hacía más de un siglo. Quizás por intervención del «muy culto sacerdote señor Robles», discípulo de Balmes y quien, según la «Nota del autor» a Cantando por ambos mundos (p. xiv), le enseñó cuando era casi un niño, o quizás más tarde cuando empezaron sus relaciones con personas más cultas en las editoriales malagueñas o madrileñas, Rueda leyó y se imbuyó completamente en la filosofía de un «filósofo cristiano». Parece que un poema, dado que apareció varias veces en colecciones y en novelas, significó algo importante para el poeta y representó su punto de vista metafísico.




Concertante


Dejó la tesis inmortal escrita
un insigne filósofo cristiano,
de que en cada sutil átomo humano
hay un alma que siente y que palpita.

Si una en cada molécula se agita
como el vivo destello en el gusano,
alumbra al cuerpo deleznable y vano
una escala de luces infinita.

Pues las almas, reflejo de su esencia,
que Dios puso en mi ser como tesoro
y estrellas que iluminen mi conciencia,

su voz uniendo en exaltado coro,
cantan himno de amor a tu presencia,
y dicen todas a la vez: «¡Te adoro!»


¿Quién fue este «filósofo cristiano»? Todo el tenor de la ideología mediana indica una procedencia del siglo diecisiete o principios del dieciocho. El citar a «Concertante» en La gitana (Madrid, 1892) y la referencia a «las conocidas mónadas del filólogo» (p. 158) nos da el indicio necesario. No es de sorprender, por lo tanto, que, en la misma novela, se refiera Rueda a «la teoría de Leibnitz, según el cual (sic) cada átomo nuestro tiene voluntad, inteligencia, alma» (p. 144). Claro que la filosofía de Rueda no tiene el rigor lógico de la de Leibnitz; resulta, más bien, una versión populista de la misma. Rueda se suma a la explicación tradicional del filósofo alemán ya que es improbable que hubiera leído las notas filosóficas que publicó Jagodinski en París en 1913 ni las ediciones de Coutourat de 1901 y 1903. Además, «Concertante» apareció por primera vez en La gitana que se publicó en 1892. Los trabajos de Coutourat y Jagodinski ofrecieron al público una parte de la filosofía leibnitziana con matices metafísicos muy distintas, como ha señalado Bertrand Russell27, de la del Leibnitz popular y de la doctrina de que éste es el mejor de todos los mundos posibles. Las características esenciales de la filosofía del alemán son la plenitud, la continuidad y la gradación lineal. La cadena consiste en la totalidad de mónadas, que se distribuyen en una secuencia jerárquica desde Dios a la forma más humilde del universo, cada uno disimilar pero, al mismo tiempo, diferente de las formas contiguas por una diferencia mínima. Hemos visto que Rueda interpretó este sistema en «Escalas interiores» y «Modo de ver a Dios». La creencia de «la razón suficiente» leibnitziana, que no es nada más que la aserción de causas últimas, y que toda cosa tiene un fundamento lógico, la contó Rueda en forma simplista en «Debajo de tierra».


Un removerse de vida
se siente bajo la tierra;
son los gérmenes activos
de generaciones nuevas.
El gran seno, el gran ovario
de la común Madre Eterna,
remueva los arquetipos
de su incesante belleza.
[...]
Ella combina y enlaza
las perdurables cadenas,
que van del pez hasta el pájaro,
y del árbol hasta la bestia.
Procede por armonía
en su vasta enciclopedia,
y el compás fija en la forma
Cada flor con su misterio,
su virtud o su belleza,
legisladas armonías
guarda en las leyes que enseña.
La moral está en sus hojas
como está en el alma nuestra.
Y por el sentir se rigen,
y la lógica y la ciencia.
Sólo la Tierra fecunda
tiene las causas eternas,
al origen y el principio.
Y es alfa a su tiempo y omega.
Y cuando el hombre combina
con su clara inteligencia,
como lección lo recibe
del gran Dios-Naturaleza.


Hemos visto, aunque de forma ingenua tal como en «Concertante», la idea de que cada partícula (mónada) manifiesta una armonía (amor) pre-establecida respecto a todas las demás en el universo, es decir, que el mundo es la representación y la prueba de una providencia y un propósito divino y benéfico. Dios, siendo el Amor y el Bien, tuvo que crear el mejor de los mundos posibles. Véase, por ejemplo a «En el fondo del silencio».



Una risa de Dios mueve la vida
como un motor inmenso, y, milagrosas,
mientras rueda esta máquina encendida,
embriagadas de amor cantan las cosas.

Cantan en un trabajo que no apena,
porque el placer sus herramientas mueve,
y la bondad que lo infinito llena
a todo da su movimiento leve.


(PC, p. 436)                


Rueda manifestó, en el siglo veinte, quizás el último florecimiento del panteísmo cristiano del siglo diecisiete. Pero, como parte de la herencia romántica, Rueda lo usó como explicación y razón de ser del poeta. El poeta es sensible al ritmo divino y lo canta porque es, necesariamente, una parte de él.



A número y ritmo, como el verso,
está la vida universal sujeta,
y del arpa triunfal del universo
una chispa que salta es el poeta.

Oíd el paso isócrono del mundo,
del corazón con el gigante oído;
al ir por los espacios errabundo
va a una cadencia original ceñido.


(PC, p. 437)                


El universo y el poeta cantan al unísono. Nos encontramos muy lejos del punto de vista del poeta modernista maldito.

En «Silibarios errantes» se halla una serie de ¿por qués? repetidos que nos recuerdan a Espronceda y a Núñez de Arce. Pero sus conclusiones son muy distintas del pesimismo romántico y no encuentran en Rueda una reacción negativa.


Para amar tus signos, quisiera leerlos;
para amar tus tonos, quisiera entenderlos.


(PC, p. 388)                


Pero esta búsqueda del conocimiento, el análisis y «la razón fría» romántica, no conduce a «la verdad amarga» esproncediana:


pues en todo has puesto tu sabiduría,
y nada hay sin lógica, sin bien ni armonía.


Su propósito es el celebrar en verso la metafísica leibnitziana de la armonía y la lógica, el dar testimonio de un universo bien hecho28. El proselitismo de Rueda se ve claramente en estos versos:


Quien oiga la música de Dios, que le aprenda;
quien sepa sus leyes, estrofas concibe;
quien beba sus llamas, en fuego se enciende;
quien sienta sus ritmos, que cante y que escriba.


(AP, p. 461)                


Para Rueda, y en esto se explica claramente su antipatía por los que iban a ser los representantes del modernismo decadente y pesimista, el hombre que no reconoce que todas las partes de la creación son un poema en sí, es el que «sin acentos canta / llenos alma y ojos de / mortal ceguera; / ese no es el hijo de la Madre Santa, / ¡ese es el engendro de la vil ramera», (AP, p. 462). Y cuando el «hombre natural», que es Rueda, se opone al «hombre químico», que es Darío29, y cuando Rueda aconseja a Julio Pellicer en 1900 que evitara un «trabajo de erudición o de despacho, ... sustancias químico cerebrales»30, es decir, el arte intelectual, decadente y parisiense, vemos cuan distante se encontraba el poeta malagueño de las pautas y corrientes artístico-ideológicas de su época y del desarrollo del modernismo en particular. Por el año 1900 no quiso aparecer en el mismo certamen artístico que ocupaba toda la promoción del modernismo. Los sentimientos ortodoxos y anacrónicos que expresó Rueda manifestaron un conservadurismo basado en el punto de vista de que las instituciones sociales son perfectas, ya que se basan, últimamente, en la voluntad divina, una voluntad que ha creado el mejor mundo posible. Estas afirmaciones nunca podían aceptarse por aquéllos que no tenían confianza o no sentían simpatía por explicaciones metafísicas y religiosas tradicionales. Es por esta razón, una vez conocido el abismo ideológico infranqueable que existía entre Rueda y los verdaderos modernistas que, en 1905, se vio el autor de Camafeos como coadjutor del anatema contra el modernismo lanzado por Emilio Ferrari31. En 1907 Valentín Gómez le hizo eco cuando denunció el «viento helado de tristezas y de disgusto del vivir por las capas todas de la atmósfera social ... tristeza universal». Aquí se ve un compromiso total en contra de lo que, para mí, se representa la manifestación auténtica del modernismo en España: la que expresó la herencia genuina del desasosiego espiritual romántico; la que había reaccionado contra la visión escéptica -«la verdad amarga» esproncediana- primariamente por medio de la mentira vital del Arte y la Belleza. Las poesías de Rueda no manifiestan ninguna veta del criticismo romántico tan diseminado en la conciencia intelectual finisecular en España. Si bien representa Rueda una parte de las pautas ideológicas decimonónicas, ha de ser la parte del conservadurismo tradicional de un Pereda y el costumbrismo casticista que representaba el montañés32.

Ya vemos que no es lícito ni importante buscar una prioridad artística en cuanto a la aparición del modernismo en España porque Darío y Rueda representaron unos «modernismos» completamente diferentes. No representaron una ideología común porque fueron representantes de dos intenciones poéticas bien distintas. La una, la de Darío, formó parte de un idealismo que se puede vincular con la cosmovisión romántica, la cosmovisión moderna. La otra, la de Rueda, representó un experimento tardío para reformar las tradiciones conservadoras españolas que florecieron mucho antes que la crisis espiritual y la cuenca divisoria ideológica del Romanticismo. Es decir, representa no la modernidad -modernismo- sino el pasado casticista. Es un error yuxtaponer los dos nombres como si fueran representantes de un mismo movimiento artístico.





 
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