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Santa

Margo Glantz






Santa y la carne

Santa es una novela popular mexicana. Desde su publicación en 1903 hasta 1939, año de la muerte de Gamboa, la obra había alcanzado el estratosférico tiraje -para México- de 65000 ejemplares. La exitosa venta, en supermercados, de la reciente edición de Santa, publicada por Aguilar, en lujosa encuadernación de piel roja para tiempos devaluados, ratifica la popularidad mencionada y nos hace pensar que Santa no sólo vivió de su profesión y murió por ella, sino que hizo la fortuna de Gamboa y hasta la de Agustín Lara (recuérdese «Santa», «Aventurera», «Mujer»). Es más, después del derrocamiento del porfiriato, su creador hubiera vivido en la miseria si su personaje no le hubiese seguido reportando ganancias como se las había producido a la casa de Elvira, por lo que puede decirse que Gamboa fue su gigolo como Zola lo fue de Nana, Alejandro Dumas de Marguerite Gautier y Prévost de Manon Lescaut. Gamboa lo confesaba abiertamente a pesar de su puritanismo moralista. Esta popularidad es tan ambigua como la caracterización de Santa, de quien dice su autor: «Santa no era mujer, no; era una...». Y con estos puntos suspensivos calla la palabra «nefanda», haciendo de la prostituta un ser equívoco; ni mujer ni palabra pronunciada, la puta como animal marginado, aunque público; femenino, aunque negado a la feminidad, terrestre apenas: un cuerpo solamente. Es más, Santa es una prostituta y la novela que protagoniza es una novela sobre la prostitución. La prostituta es un cuerpo y un cuerpo está hecho de carne. En el prostíbulo se vende carne «palpitante de pecado» o simplemente «carne de placer» y la novela hace de esa carne el objeto principal de su discurso. Gamboa lo organiza de tal modo que «sus palabras no ofendan los oídos de nadie» como Dickens que se preciaba de no escribir ninguna palabra malsonante en sus novelas. El discurso de Gamboa es casto, insisten sus contemporáneos, pero los temas de esos discursos son «nefandos». Santa intenta huir del prostíbulo, cuando en él penetra por primera vez para ir adonde «no se dijesen esas cosas» y «esas cosas» son «una que otra insolencia brutal, desganada, ronca que salía de una garganta femenina y hendía los aires impúdicamente». El dilema de Gamboa es el del narrador que debe organizar un discurso cuyo tema pertenece a la «literatura prohibida» y hacerlo público, legible y hasta audible para jóvenes castas; su pudor es el que oculta la obscenidad inherente al tema del discurso, porque pertenece a esa «historia de una indignación» con que Marcuse designa a lo obsceno, disyuntiva implícita en el mismo título de la novela que nos entrega el cuerpo de una «daifa» santa, y que obliga a su autor a fragmentar el discurso al tiempo que fragmenta el cuerpo. Animal de pecado, nuestra protagonista comercia con sus partes «pudendas», como se dice castamente en lenguaje religioso, pero esas partes pudendas permanecen intocadas por el lenguaje narrativo. Santa se desnuda, copula, en «bestiales acoplamientos con toda la metrópoli» pero su acción cotidiana es cubierta con escrúpulos, con silencios, con puntos suspensivos, alusiones y discursos edificantes. Resumo: un libro púdico que el público lee con afán impúdico; un libro que oculta en el cuerpo de su relato el cuerpo de Santa, o mejor dicho, lo escamotea y lo fragmenta; un libro hecho de vociferaciones y silencios; un libro que encubre la crítica contra el régimen que lo produce mediante reflexiones edificantes; un libro que en realidad y a su pesar nos ofrece la metáfora agigantada del porfiriato. Este libro múltiple es el que nos vende en ediciones sucesivas la carne de Santa.

En el prólogo, Gamboa hace hablar a Santa que se define como un «cuerpo magullado y marchito por la concupiscencia bestial de toda una metrópoli viciosa»... y ese cuerpo es carne de una novela que se pretende «austera y casta», modelo de educandos. Y así es literalmente: en la plaza donde se encuentra la lujosa casa de Elvira descuellan varios establecimientos, en primer lugar la escuela y sus pupilos salen de ella justamente cuando Santa pisa el umbral del prostíbulo y, luego, La Giralda,

carnicería a la moda, de tres puertas, piso de piedra artificial, mostrador de hierro y mármol, con pilares muy delgados para que el aire lo ventile todo libremente; con grandes balanzas que deslumbran de puro limpias; con su percha metálica, en semicírculo, de cuyos garfios penden las reses descabezadas, inmensas, abiertas por en medio, luciendo el blanco sucio de sus costillas y el asqueroso rojo sanguinolento de carne fresca y recién muerta; con nubes de moscas inquietas, voraces, y uno o dos mastines callejeros, corpulentos, de pelo erizo y fuerte, echados sobre la acera, sin reñir, dormitando...



Santa se exhibe en el prostíbulo, es carne expuesta a la mirada y también «está abierta por en medio». El prostíbulo será moderno y limpio y las «pupilas» estarán habituadas a un aseo riguroso. La limpieza y el baño serán antídotos contra la enfermedad y así como la carne que se expende, colgada de sus garfios y ostentando un sello de sanidad del Ministerio de Salubridad Pública, Santa será llevada al registro «antes de ser bañada y alistada» para su primera exhibición, prólogo de la venta.

La carne de las reses, su sangre fresca de animal «recién muerto» se iguala a la virginidad perdida cuando el «cuerpo es bárbaramente destrozado». La pureza de la santa «violada», la carne mancillada se recrea con la imagen del degüello de la res que es llevada al matadero. Muerta la virginidad, fuera de sus límites sagrados, el matrimonio -del que años antes Cuéllar ha dicho que «es un ataúd abierto» al que las mujeres entran para salir sólo «el día en que se entrega el alma»-, el cuerpo es un objeto consumible que se vende en el burdel como en la carnicería y como Santa en el libro de Gamboa.

Las palabras de Gamboa eluden, callan, aluden, suspenden; pero también troquelan y marcan con «todas sus letras». Los puntos suspensivos que ocultan a la puta se cancelan cuando se determina la economía del poder que rige el porfiriato y se detienen en el prostíbulo al que viene a pecar toda la metrópoli. Al llegar Santa a la casa de Elvira:

la portera [del establecimiento] cautivada por aquella belleza, con su exterior candoroso y simple, fue aproximándose... condolida casi de verla allí, dentro del antro que a ella le daba de comer; antro que en cortísimo tiempo devoraría aquella hermosura y aquella carne joven que ignoraba seguramente todos los horrores que le esperaban...



Luego Santa es preparada para su primera noche por las «pupilas de la casa». Una maniobra decente, dictamina Gamboa, vigilada y aplaudida por Elvira que no apartaba la vista de su adquisición y que con mudos cabeceos afirmativos parecía aprobar las rápidas y fragmentarias desnudeces de Santa: un hombro, una ondulación del seno, un pedazo de muslo; todo mórbido, color de rosa, apenas sombreado por finísima pelusa oscura. «Cuando la bata se le deslizó y para recobrarla movióse violentamente, una de sus axilas puso al descubierto, por un segundo, una mancha de vello negro, negro...». Y en ese deslizarse fraudulento de la palabra que corre como la seda resbalosa sobre las carnes rosadas de la muchacha y detiene la «desnudez pecaminosa» en los puntos suspensivos con que un falso pudor le cierra la boca, toda la economía de poder se manifiesta metonímicamente. Santa es un objeto de consumo como lo es generalmente un tipo de mujer que antes Cuéllar ha designado también por su nombre directamente, como objeto de consumo y como valor de cambio, pero en Gamboa, el término se afina y el análisis se determina: la mujer objeto de consumo, valor de cambio, objeto decorativo de una economía urbana que se vuelve suntuaria dentro del porfiriato, es un objeto de consumo que se «devora», que alimenta a la metrópoli, dividida sabiamente en objetos devorables y en objetos que devoran. Veamos.


Cuerpo humano y cuerpo animal

El pudor con que Gamboa destaza el cuerpo de Santa para venderlo en el prostíbulo por donde desfila toda la ciudad concupiscente, acaba por convertirse en la esencia del libro y definir una mecánica del poder. Sólo cortándola en pedazos la carne de las reses puede ser vendida, aunque antes se la exhiba en grandes garfios que se ostentan por su belleza y sanidad. Cuando la carne se corta, el cuerpo se fragmenta y el de Santa deja de ser un cuerpo humano desde el momento mismo en que Gamboa la ha reducido a una negación, a un epíteto sugerido por puntos suspensivos, a una frase que elude la «palabra nefanda» o a una fragmentación de descripción que destaza el discurso. Santa no es mujer, es un cuerpo destazado.

Si entrar al burdel significa convertirse en carne que se expende para la venta, y si la contigüidad de la carnicería con el burdel no deja dudas respecto a la funcionalidad de ambos establecimientos, es harto visible que el cuerpo de Santa se identifica con el de las reses. Tanto Santa como sus compañeras de ergástulo son vistas como animales y su cuerpo se degrada perdiendo la humanidad. Antes de ser destazada, la res es un cuerpo vivo y entero; perder la virginidad mutila un cuerpo, e inicia la fragmentación y permite la venta. Santa es vista y apreciada por Elvira justamente cuando la joven acaba de ser abandonada por su seductor. Pero ¿durante «su inocencia», mientras es aún virgen, cómo ve Gamboa a Santa? La vida en Chimalistac, el paraíso donde deambulan los pobres de espíritu, es simple, pura, cándida. Es sobre todo bucólica, pastoril, y en esas pasturas pastan los bueyes.

Como le sobra contento y tranquilidad y salud, se levanta cantando, muy de mañana y limpia la jaula de sus pájaros; en persona saca del pozo un cántaro de agua fresquísima, y con ella y un jabón se lava la cara, el cuello, los brazos y las manos; agua y jabón la acarician, resbálanle lentamente, acaban de alegrarla. Y su sangre joven corretea por sus venas, le tiñe las mejillas, se le acumula en los labios color granada... Ya está enjugada y bien dispuesta; ya dio de almorzar a palomas y a gallinas, que la rodean y la siguen con mansedumbre de vasallos voluntarios... ya el chico de don Samuel el de la tienda llegó en pos del penco de Esteban y Fabián, para que paste con las terneras y vacas de su amo, mohínas ellas, recién ordeñadas, los recentales hambreados, inquietos, mugiendo, iracundos; vacas y recentales en despaciosa procesión, asomando los testuces por encima de las bardas de flores, trepando a las magueyeras, hasta colándose de rondón en el siempre abierto y apacible cementerio, cuyas tumbas cuajadas de yerbas ofrécenles sabroso desayuno.



En el campo, en las aldeas que produce árboles «anteriores al Arca», en ese paraíso de limpieza donde la pastora es bañada por Gamboa que se convierte en agua para recorrer su cuerpo aún intacto, alegre, sonrosado, aparecen los animales «rodeándola con mansedumbre de vasallos voluntarios». Esos animales domésticos participan por igual, de una servidumbre que comparten con el zagal («las terneras y vacas de su amo») y una libertad que les permite pastar en lugares abiertos, aun en el cementerio que también se convierte en símbolo de vida. Hacia Tizapán hay una hacienda «perdida en la soledad, y por los alrededores de la finca, partidas de vacas, hatos de carneros y de ovejas sin persona que se cuide de ellos, paciendo tranquilos dentro de esa paz primitiva».

«Esa paz primitiva», esa libertad feliz no dura mucho y perros de pastor bravíos se abalanzan enfurecidos al que se aproxima a las bestias. La libertad pacífica es vigilada y el paraíso peligra porque junto acecha el infierno, representado por una naturaleza salvaje, indómita, la del Pedregal de San Ángel:

Inexplorado todavía en más de lo que se supone su mitad, volcánico todo, inmenso, salpicado de grupos de arbustos, de monolitos colosales, de piedras en declive, tan lisas que ni las cabras se detienen en ellas... Posee arroyos clarísimos [...] [que] [...] se despeñan en oquedades y abras que la yerba disimula criminalmente; cavernas y grutas profundas, negras, llenas de zarzas, de misterio, de plantas de hojas disformes.



Y en esta vecindad conviven, pero maniqueamente separados por el narrador, Paraíso e Infierno. Santa suele aventurarse en el pedregal lugar donde será «bárbaramente violada» por seducciones «arteras» y lugar en el que su sensualidad empieza a desplegarse ocultamente. Este ocultamiento que se identifica con un paisaje que oculta «misterios» y «alberga» traiciones traza un límite que coincide en el cuerpo de Santa con la menstruación, vivida como «algo malo», como «algo que no se cuenta y que se oculta», pero también coincide con un nuevo ceremonial que pone a Santa en exhibición. El escamoteo clásico que determina este discurso novelesco es también cuando el de su época: se esconde, se emboza lo que se quiere destacar y cuando se fragmenta se sugiere y se hace más apetecible comprar un placer que está tan deliciosamente preservado, tan púdicamente velado, y que Gamboa acentúa con maestría al darle a su protagonista el nombre de Santa, nombre que le fue muy reprochado por alguno de sus críticos, pero ¿cuál placer mayor existe que pecar con una carne especiada con el epíteto de santa?: «Principió entonces para su madre y sus hermanos un periodo de cuidado excesivo para la reina de la casa, principiaron los viajes a México, la capital, para que ella la conociese y ellos la obsequiaran con el producto de risibles y muy calladas economías». Esta «reina de la casa» que será expulsada de ella «para convertirse en reina del burdel» sólo porque se deja exhibir desnuda y bañarse con champagne mostrando así con claridad la contigüidad absoluta de paraísos e infiernos, puede lucirse y vivir en «paz primitiva» gracias «a la esclavitud mansa de bestias humanas que practican la honradez, a fin de huir de las malas tentaciones» de sus hermanos Fabián y Esteban quienes «sueñan en alta voz un mismo sueño: conquistar a la fábrica que, adormeciéndolos a modo de gigantesco vampiro, les chupa la libertad y la salud».

Las formas de esclavitud se superponen: don Samuel posee a la vez al zagal y a los terrenos: al paisaje pastoril de Chimalistac se enfrenta el paisaje salvaje del Pedregal y queda a un paso del tranvía de la metrópoli concupiscente que amenaza el universo pastoril, y, la fábrica producto de una sociedad que se industrializa bajo el orden y el progreso de una época positivista respaldada por la paz del porfiriato, priva de su libertad a esas «bestias mansas» como los vampiros que chupan la sangre de las vacas.

La esclavitud deshumaniza, bestializando, pero la bestialización se corporifica en la mansedumbre de los bueyes, en su necesidad de huir de «las malas tentaciones», en su sujeción a una estructura patriarcal que bendice, «defiende y da fuerzas» para continuar «su lucha diaria de desheredados». La libertad de vagar por el campo, sueltos, se deriva de esa condición de «vasallos voluntarios». Si las bestias salen del redil, los perros bravos las contienen, si el paraíso se conserva idílicamente representado en el campo siempre verde, el paisaje del Pedregal anuncia la caída: dentro de «la casita pobre» pero «aseadísima», de Santa hay signos peligrosos que indican el destino de quienes rompen su voluntaria sujeción: «empotrados en el muro, unas astas de toro sirviendo de perchas a las cabezadas, freno y montura del único caballo que la finca posee». Del libre vasallaje se pasa a la dehesa; la inocencia de Santa le exige desconocer el lenguaje de su cuerpo; conocerlo es ceder a «esas tentaciones nocivas» que demuestran a los lectores porfirianos «los gérmenes de una muy vieja lascivia» que pervierten a Santa y le permiten pecar «sin disgusto». Cuando Santa asustada del lenguaje obsceno y de la catadura de Elvira «la española cubierta de alhajas y sin ápice de educación», pretende irse del prostíbulo se la convence haciéndole saber que una ya no se pertenece, que es de la policía, que está registrada, es decir que lleva un troquel como las reses que pastaban libremente con su marca de hierro en la piel y se le reitera: «No es el pelo de la dehesa lo que luces, hija mía, es una cabellera y hay que trasquilarte». ¿Qué es la dehesa? La dehesa es una tierra destinada para pasto de los ganados pertenecientes al abasto de un pueblo. Las reses vivas, domeñadas, pastan libremente, como pastan las ovejas de la novela pastoril; sus límites los marca la bravura de los mastines que más tarde aparecen echados a la puerta de La Giralda, la carnicería contigua al burdel donde se expenden las reses abiertas en canal. Cuando Santa viola el esquema patriarcal perdiendo su «inocencia» y deja hablar al cuerpo se vuelve una res que hay que desbravar en el prostíbulo, donde dará rienda suelta y vociferante a ese cuerpo, convertido en «carne de placer». De una libertad aparente, pasa a ser propiedad de la ciudad, sus límites son el ergástulo, término con que Gamboa denuncia el burdel y ergástulo es la cárcel de esclavos. Los insultos de Elvira se le «enroscan en el cuerpo a manera de látigo» y las amenazas demuestran que su cuerpo «registrado y numerado» no se diferencia de los coches de alquiler. Al pertenecer a la policía, Santa es un instrumento público del poder y esa inmensa nación que vive pastorilmente en un campo de vasallos mansos como bueyes, adquiere su mejor definición en la metáfora bíblica de Oseas que preside el discurso que Santa protagoniza. Al ser la prostituta casada con el profeta, Santa simboliza a la metrópoli prostituida de la sociedad positivista, pero ese símbolo detenido en el del sexo que se descubre soezmente mientras intenta embozarse en los ojos vacíos de Hipólito, el ciego que redime a Santa, acusa, acentuado, el carácter agresivo y peligroso que toda sociedad que se pretende moralista le confiere al sexo como instrumento de poder.






La atracción apasionada: Santa oye el Grito

Fourier, uno de los filósofos más curiosos del siglo pasado, creía en la prostitución como fuerza de choque, además, la concebía como una costumbre sana. El adulterio era para él la novela obligada de la pareja, pero el amor sentimental sólo podía darse en el prostíbulo. El autor de La atracción apasionada poco tiene que ver con el autor de Santa, la novela más popular que México haya producido hasta Pedro Páramo, y Gamboa, su autor, niega explícitamente las tesis de Fourier, y con todo, ha puesto a circular la historia más sentimental de nuestra literatura: Santa organiza un triángulo, muy diferente al que se traza dentro y fuera del matrimonio: aquí se trata de un triángulo apasionado pero sentimental, el que dibujan un torero andaluz, un pianista ciego y una prostituta especiada por su nombre.

Para Fourier la pareja es sosa, vana, efímera, se agota en el número más breve de la unión, el dos. El matrimonio es la prostitución legal, ordenada (de dos), en cambio Fourier propone la pareja celadónica, formada por dos seres puros, angelicales, con respecto al otro, pero promiscuos con respecto a los demás, porque es la privación de lo necesario sensual lo que degrada al amor espiritual. Santa se prostituye con todos los parroquianos del burdel pero se conserva pura para los que la aman, primero (y siempre) para Hipólito, que nunca podrá mirarla ni tocarla, y, luego, para el Jarameño, el torero, de alguna manera su igual, porque público. Hipólito es el eje de la castidad, Santa y el Jarameño lo son de la sensualidad y el triángulo se forma justamente en vísperas de las fiestas patrias, fiestas celebradas para conmemorar la victoria de los mexicanos contra los españoles, los gachupines. El prostíbulo se pone de fiesta y descansa, y los parroquianos pagan en moneda contante y sonante la posibilidad de hacer descansar a las pupilas del burdel, situado junto a la escuela donde las niñitas aprontan sus banderas para desfilar cerca del Zócalo. Las pupilas de la casa grande se aprontan también y se enlazan a los ardientes caballeros que las llevarán al apartado de un restorán de lujo y allí descorcharán champagne y comerán mariscos en honor de la patria. El pueblo, afuera, come enchiladas y bebe pulque.

Como es de esperar, el triángulo se produce un día crepuscular, nebuloso, propio para llorar y hacer un tango. Y ese día, ya lo reiteré, se celebra la independencia del país y se descubre la noción de Patria. Y la Patria se asocia con el pueblo. También con el público que asiste a una corrida de toros. El pueblo está abajo, acre, furibundo, oleaginoso. Los parroquianos de la casa de Elvira miran al toro desde la barrera. Santa, casi la única prostituta mexicana, quiere unirse al pueblo, pero las demás cortesanas, en su mayoría españolas, temen el contacto. También los «rotos», y el Grito se prepara en lugares cerrados, tras de celosías, tras los apartados, desde los carruajes acojinados en púrpura aterciopelada sobre los que se recuestan con indolencia -imagen repetida- «las hijas del pecado».

Fourier se obstina, revuelve, violenta, no reconoce ni el amor carnal ni el amor espiritual, sino una mezcla compuesta (como la dinamita): la prostitución santa. Gamboa no admite nada, todo lo disfraza con adjetivos que rechazan lo prostibulario, y «lo vulgar», «lo inconfesable», «lo repugnante», pavimentan las descripciones que aíslan la conducta de los «rotos» del ruido huracanado del pueblo, ruido oceánico, turbulento, monstruoso. Santa se aísla, angelical como su lascivia, y, superlativa (como su nombre), cae en un trance espiritual.

Los clientes ostentan la conducta blasée, descangallada, de quienes visten frac y unifican en el comercio cualquier patria, transnacionales avant la lettre. Las mujeres, anónimas, casi analfabetas, sacadas de su doble contexto (la patria grande y la casa-lenocinio) se aburren y en su indolencia dejan traslucir, como asegura Gamboa, que una vez la lujuria apaciguada no existe entre los sexos más que odio.

Las nociones de Patria se confunden con el himno nacional, con la carne (la del pecado) y con el champagne, o se convierten, a lo sumo, en una abstracción. Para el torero la patria es el cortijo, o mejor, Andalucía, reducida a un balcón con claveles, geranios, rejas y unos «ojazos negros». Los amantes se aíslan y se vuelven puros, porque son bellos, sentimentales, angélicos, más angélicos mientras mejor se prostituyen a la masa, Santa entregando sus carnes «macizas» a los hombres que la «magullan» en el prostíbulo, y el Jarameño librando sus «músculos de acero» a las «embestidas bestiales de los toros». El pueblo, «la plebe», se arremolina; arriba, en el Palacio Nacional, en el Zócalo, el presidente espera que suenen las «augustas campanas de la Patria» y su sonido ritma con precisión aguda la distancia que media entre un Grito y la concreción de una fiesta que inaugura una nacionalidad.

Santa la ignora y prendida al triángulo se sostiene en él con gran tristeza, reduciendo su patria a la casa de Elvira donde se ejerce la profesión «horrenda» y donde se le puede aplicar el estigma de la palabra nefanda: es fourierina pero no lo sabe y su Creador lo niega. Gamboa parece salirse con la suya, una pudibunda profesión de virtud, un aviso contra el crimen, una denuncia de lo sacrílego, pero sin quererlo ingresa en el falansterio, edificio creado por la imaginación de Fourier para santificar lo prostituido y transgredir la pareja dentro del vicio.





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