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Sergio, el gran mentiroso

Amalia del Cid





Una familia somocista, un abuelo músico y otro terrateniente. Un padre bromista y una madre severa. De esta mezcolanza viene Sergio Ramírez Mercado, quien en una semana cumplirá 70 años de vida y medio siglo de letras.

Afuera brisa. Se oye el rumor apagado de las gotas que se deshacen en el zinc. Sergio Ramírez Mercado aguza el oído y escucha. Le gusta la lluvia. Ver caer esas gotas que tal vez las mismas que hace más de sesenta años saltaban de los tejados en Masatepe y se arremolinaban para arrastrar barquitos de papel. Por entonces Sergio era solo un niño brincando en el lodo. Muchas lluvias después sobreviviría a una masacre, sería vicepresidente de Nicaragua y, lo más importante, se consagraría como escritor.

Por ahora solo brisa. El cielo de Managua está nublado y Sergio lo observa a través del cristal de la ventana. En una semana, el 5 de agosto, cumplirá 70 años de vida. Nada menos. «Y 50 como escritor», dice, hundido en un sofá de su «cápsula espacial». Es así como llama al estudio en que se aísla de 8:00 de la mañana a 1:00 de la tarde para dar vida a sus historias.

Las caza al vuelo en las conversaciones; las encuentra, muchas veces, en las páginas rojas de los diarios (como casi todas las que aparecen en Catalina y Catalina); las atrapa en la memoria, en los comedores, en los cafés. Y las archiva en la computadora. Una especie de congelador donde se incuban los cuentos y nacen las novelas. Todas son puras mentiras. Su oficio es ese -lo admite con una sonrisa-. Ser un mentiroso, tenderle trampas al lector y engañarlo.

«Todos tenemos un poco de mitómanos. Y los escritores un poco... O mucho. Frente a la pantalla de mi computadora miento a mi satisfacción. Donde no se debería mentir del todo es en la política, pero es donde más se miente. Ahí están los grandes mitómanos», bromea el escritor.

Pues bien, este mentiroso vino al mundo en 1942, en Masatepe, en aquel tiempo un pueblito agrícola de seis mil habitantes, junto a la laguna de Masaya. Su padre, don Pedro Ramírez, era un tendero bromista y su madre, doña Luisa Mercado, una maestra estricta y reservada. Ella, hija del terrateniente Teófilo Mercado, pertenecía a una familia rica. Mientras él... Además de ser pobre, de los hijos de Lisandro Ramírez fue el único que nació sin grandes dotes musicales.

También eran disparejos en religión, pues los Mercado eran protestantes y los Ramírez, católicos. Y en esa mezcolanza de economías, pareceres y doctrinas se crió Sergio. De su madre heredó su escaso gusto por las fiestas; de su padre, el sentido del humor. «Esa capacidad de reírse de uno mismo cuando hacés el ridículo», explica.

¿Qué le da risa de usted mismo?

Caer en el ridículo sin pensarlo. Situaciones extravagantes que uno no esperaba. Eso (reírse de uno mismo) te libra de la solemnidad, que es lo peor que te puede pasar.

¿Funciona un escritor solemne?

Creo que no... La gente solemne me da risa, los que se toman demasiado en serio (ríe).

Y sus pensamientos regresan a la abarrotería de don Pedro, la misma donde se reunían sus tíos, los Ramírez, para burlarse de sí mismos y de toda alma que pasara por la calle. Eran músicos. Excepto su padre, quien abandonó el contrabajo porque no le gustaba tocarlo y se dedicó a vender zapatos, telas y frijoles.

En esa tienda llena de chismes y personajes se afinó su oído de escritor. Su segunda escuela fueron las comidas en casa. Sentada la familia a la mesa, sus padres rumiaban las historias de siempre y Sergio terminó aprendiéndolas de memoria. Una de ellas fue la de la tía Ángela, quien burlada y embarazada por el novio cometió el terrible pecado -a los ojos del pueblo- de ser madre soltera. Un día esa tía cuarentona se convertiría en personaje central de Un baile de máscaras, la novela en que el escritor narra su propio nacimiento.


La ciudad y Sergio

León ha sido un elemento importante en la vida de Sergio Ramírez Mercado. Fue ahí donde conoció a su primera novia y esposa de toda la vida, Gertrudis Guerrero Mayorga. Y también ahí, a los 16 años, comprendió que el mundo era más que Masatepe y que los Somoza -al contrario de lo que pensaba su abuela paterna Petrona Gutiérrez- no eran mejores que Emiliano Chamorro.

El 23 de julio de 1959, el mismo año que empezó a estudiar derecho en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua, Sergio se topó con la realidad. Esa tarde la Guardia Nacional disparó a los estudiantes que participaban en una protesta pacífica contra la represión de la Guardia somocista y en solidaridad con los caídos en la masacre de El Chaparral, ocurrida el 22 de junio de ese mismo año.

Cuando empezaron a sonar los fusiles, el muchacho echó a correr por la acera izquierda. Otros tuvieron la mala suerte de tratar de escapar por la derecha. «Ahí fue que hubo muertos, porque en la esquina había una ametralladora», recuerda. En esta masacre cuatro estudiantes murieron y unos cien fueron heridos por balas.

A León también le debe su novela más conocida, Castigo Divino, esa que Carlos Fuentes presentó en 1988 como la gran novela de Centroamérica. En esta ciudad colonial el escritor escuchó por primera vez: «Oli, Oli ¿qué me has dado?», la frase que la agonizante Martha Jerez dirigió a su amado asesino, Oliverio Castañeda, y que los leoneses usaban para bromear en los comedores.

En derecho penal estudió brevemente el juicio de Castañeda; pero tuvieron que pasar más de veinte años para que se sentara a escribir la novela.




En el poder

Hubo una década en la que dejó tirada su carrera literaria. Vino de Alemania, país al que viajó en 1973 con una beca de escritor, para incorporarse a la lucha contra Anastasio Somoza Debayle. A pesar de que su familia, por el lado paterno y el materno, era liberal zelayista y respaldaba a los Somoza. Incluso, don Pedro fue alcalde del pueblo y doña Luisa directora del Instituto Anastasio Somoza.

Pero Sergio tenía ideas muy distintas. Y los de la revolución fueron tiempos de fusiles, consignas e ideologías; no de cuentos y novelas. Sin embargo, por insistencia de doña Tulita (su esposa) usó las madrugadas para tejer la historia del alegre envenenador Oliverio Castañeda, recuerda Juanita Bermúdez, quien fue asistente del escritor mientras estuvo en el poder, primero como miembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional y después como vicepresidente de Nicaragua.

En el tiempo que ejerció funciones en el Gobierno conoció a Carlos Fuentes, autor de La región más transparente, con quien trabó una amistad que duraría hasta la muerte de Fuentes. También se hizo amigo personal de Gabriel García Márquez, «Gabo», el «Nobel» enamorado de los versos de Rubén Darío.

En los años ochenta, Sergio trabajaba 14 horas diarias y se tomaba 12 tazas de café al día. Solo respiraba con tranquilidad por las tardes, cuando salía a correr. Trotaba a campo traviesa, seis o siete kilómetros. Es el único deporte en el que ha sido bueno.

De niño era terriblemente malo en los juegos. Lo estafaban tirando las cuepas (unos comalitos de cera de abeja que chocaban entre sí), le daban vuelta con las tabas (cajitas rellenas de arena, el lado ganador era «cara» y el perdedor, «culo») y le expropiaban los chonetes y los botones que eran el gran tesoro apostado.

Su defensor fue Zen Moncada, el niño que peleaba cada vez que alguien se quería pasar de listo con su amigo. Murió a los 12 años de alguna enfermedad. Fue la primera vez que Sergio vio la muerte.

Ya después le tocaría recibir los golpes más duros de su vida: ver partir a su papá, en 1981, y a su mamá, en 1994. «Se murió muy temprano (doña Luisa). Me imagino lo feliz que estaría mi madre de ver que estoy haciendo lo que ella siempre me dijo que era lo mío», lamenta.

Otra mala jugada de la muerte fue la partida prematura de sus hermanos Luisa y Rogelio, quienes se fueron de este mundo antes de cumplir los 45 años.

Hace unos días el escritor volvió a ver, junto al suyo, el rostro flaco de Zen, que lo saluda tímidamente desde una vieja foto. «Siempre usaba pantalón y camisa de dril», recuerda.




¿Premio Nobel?

Hace cuatro años, cuando Ernesto Cardenal afirmó que Sergio Ramírez Mercado tenía bastantes probabilidades de ganar el Premio Nobel de Literatura, el escritor dijo: «Es ridículo pensar eso».

¿Sigue opinando que es una idea ridícula?

(Sonríe, alza la vista y por un segundo la clava en el cielo raso). No hay que ponerse a hablar de ninguna clase de premio. Es bueno si a uno se los dan; pero no vivo en función de los premios, no tengo el calendario de los premios.

Hay quienes piensan, como doña Juanita Bermúdez, que Sergio no ha recibido en Nicaragua el reconocimiento que se le da en el extranjero, donde goza de gran prestigio. No obstante él dice estar satisfecho, puesto que en Nicaragua aún no está muy desarrollado el hábito de la lectura. Sobre todo por el alto precio de los libros.

Al menos cada día el público va distinguiendo entre el político y el escritor. Recién pasados los ochenta la primera figura pesaba más que la segunda, señala Betty de Solís, quien ha sido su mano derecha desde hace 28 años y describe a su jefe como «un hombre muy serio, que tiene cosas cómicas pero solo en ambiente festivo», donde incluso se permite la libertad de citar los apodos de sus amigos.

En un rato las patitas del reloj marcarán las 2:00 de la tarde. Hace rato se fue la mañana, pero como Sergio es hombre de rutina no alterará su rol vespertino. Almorzará, se tomará una bebida gaseosa, descansará un rato y volverá a la «cápsula espacial», ahora para contestar correos y leer los periódicos del mundo. Espera no recibir visitas inesperadas. No le gustan.

Cuando no anda viajando por el mundo (ha estado en los cinco continentes) dictando conferencias, impartiendo talleres o presentando libros, se la pasa tranquilo en su casa, ubicada en la colonia capitalina Los Robles, junto con su esposa Tulita, con quien tiene tres hijos y ocho nietos.

Los fines de semana visitan Masatepe. O van a la playa, porque a Sergio le encanta. Y estando ahí tal vez piensa en Margarita, está linda la mar. Y en el beduino de Un baile de máscaras... O en Irineo de la Oscurana oyendo cantar a los gallos de la Conchinchina.

O quizá piense en otra historia, leída acaso esa mañana en el diario. Ah, eso sí, tiene que ser una triste, porque «en la literatura no sirven las historias felices».




«No es mi oficio estar hablando contra Daniel»

¿Le molesta que mezclen al escritor con la política?

Yo sé que es difícil, pero a mí no... No... No me gusta. Pero a veces es inevitable.

¿Es cierto que decidió dejar de opinar acerca de Daniel Ortega?

No he tomado esa decisión, depende de si lo que yo tengo que decir vale la pena en determinado momento. Pero yo no soy el líder de la oposición en Nicaragua, a pesar de que hay gente en el Gobierno que me ve como el enemigo número uno del Gobierno (sonríe). Yo no soy enemigo de nadie, no soy el líder de la oposición, no estoy en el parlamento. Soy un escritor que quiere dedicarse a escribir, pero que no puede dejar de opinar. Pero no es mi oficio estar hablando todos los días contra Daniel Ortega. Eso que lo hagan otros, este país tiene sus líderes políticos. O no sé si los tiene.

¿Le duele la situación actual de Nicaragua?

Me duele mucho. Veo que hemos retrocedido y que los espacios democráticos se están cerrando, que cada vez hay más control político social del Gobierno, que cada vez los partidos se someten a los dictados del Gobierno, que la oposición es falsa. Me llena de angustia, pero ahí me quedo, porque yo no puedo hacer nada. Lo que tenía que hacer lo hice en su momento, dejé mi carrera literaria porque yo sabía que podía aportar. Hoy no tengo nada que aportar. No estoy en una edad de cambiar las cosas en Nicaragua, eso tienen que hacerlo los jóvenes... Desgraciadamente este es un país en manos de viejos.

Franco y reservado. Cándido y sagaz. Directo y calculador. Libérrimo y disciplinado. Devoto de su mujer, sus hijos, sus amigos. Intransigente con sus enemigos. Elocuente en el foro. Discreto en la intimidad. Firme en sus creencias éticas. Flexible en su acción política. Religioso en su dedicación literaria.

Un hombre de complejidad extrema, disfrazada por la tranquila bonhomía externa y revelada por el ánimo creativo en constante ebullición. En rigor, la vida de Ramírez posee dos grandes laderas: la política y la literaria. No se entiende la primera sin la segunda, aunque esta, la vocación literaria, acabe por imponerse a aquella, la actuación pública.







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