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ArribaAbajoLa Tribuna

Novela original de Doña Emilia Pardo Bazán


Merece llamar la atención de los que crean sinceramente, y con su por qué, en la influencia de la literatura sobre la vida social, lo que está sucediendo en España con la novela.

El influjo de lo que ya se llama en Francia nueva literatura, y Paillerón apellidaba hace pocos días escuela de insurrectos, es evidente en nuestras letras; pero lo extraño es que esa insurrección aquí la representan un Pérez Galdós, liberal templado, y con él Emilia Pardo Bazán, y Pereda, laudatores temporis acti (como diría Pedro Sánchez cuando era crítico); en buenas palabras, un par de neos. ¡Y tan neos como son en literatura!, y Dios se lo pague.

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Mientras muchos queridos correligionarios míos, que de puro liberales y hombres a la moderna hablan en francés, hacen ascos a la tendencia literaria que empieza a predominar, críticos como Menéndez Pelayo -inquisidor platónico- declaran en discursos tan excelentes como el suyo del Arte en la Historia, que tienen por verdad estética lo que constituye el dogma principal de ese naturalismo tan calumniado; y novelistas como Pereda y Emilia Pardo, católicos, apostólicos, romanos (y no sé si carlistas) escriben libros por el arte que inventaron, o perfeccionaron al menos, los autores insurrectos, esos discípulos fieles de Balzac y de Flaubert.

Hace unos días que no hago más que tributar elogios, que creo muy justos, a escritores de la cáscara amarga (para mí es amarga la cáscara tradicionalista, o como se llame). ¿Qué es esto, señores liberales? Vengan ustedes a la brecha; déjense de dramitas con tesis de papel pintado en tres actos y en verso, y acudan al peligro. Y ustedes señores críticos y revisteros (sucedáneos de los críticos) no hablen tanto de espectáculos insustanciales y atiendan al grito de Campoamor: «¡A los cascos!, ¡a los cascos!, dejad la arboladura».

Miren ustedes, correligionarios míos, que Pereda en su Pedro Sánchez acaba de pintar de mano maestra, con vigorosa verdad, las ridiculeces de   —113→   nuestros revolucionarios del 54. Miren ustedes que Emilia Pardo, en La Tribuna, hace lo mismo -no con tanta maestría en lo cómico- respecto de los federales de nuestros días... ¡Y a todo esto, ustedes corrigiendo aberraciones sociales con cien páginas de redondillas! Quedan ustedes avisados. Y ahora no se diga que me he pasado al moro, porque además de haber hablado con entusiasmo de Pedro Sánchez elogio con calor La Tribuna, de la ilustre gallega.

Un crítico pedía hace meses al naturalismo español más novelas y menos teorías (algo como aquello de «más industriales y menos doctores»), y la señora Pardo Bazán, después de publicar teorías tan bien pensadas como las de su Cuestión palpitante, da a la estampa su novela La Tribuna naturalista por todos lados.

Si algún día prospera tanto el género en España, que se pueda decir: este es el Balzac español, este el Flaubert, este el Daudet, etc., a la señora Pardo le convendrá la comparación con los Goncourt. De todos los novelistas del naturalismo, son los Goncourt los que más pintan y los que más enamorados están del color. La señora Pardo Bazán es de todos los novelistas de España el que más pinta: en sus novelas se ve que está enamorada del color y que sabe echar sobre el lienzo haces de claridad como Claudio Lorena.

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Un viaje de novios llamó la atención, sobre todo, por algunas escenas donde la luz y los colores parecen robados al sol y a las cosas del mundo; pues en La Tribuna, con haber mucho bueno, todavía es lo mejor el color, y la fuerza y corrección con que se emplea.

No soy amigo de narrar argumentos de libros, que el lector debe conocer; por lo general, estos extractos que hacen algunos críticos, parecen los que leen en estrados los relatores.

La Tribuna no es más que una cigarrera que se hace federala, predica en la fábrica, se deja enamorar por un teniente insulso, y tiene un hijo de estos amores el mismo día en que se proclama la República. Sin embargo, no es eso en rigor La Tribuna, aunque eso sería si tratáramos de procesarla.

Lo principal en este libro no son las personas por dentro, sino su apariencia y las cosas que las rodean.

Conocemos de Amparo, la protagonista, el color, el talle, hasta el diámetro de los cabellos: los pañuelos que usa, cómo se los ata al cuello; sabemos cómo piensa; qué parece cuando le da el sol en la cara, y lo muy guapa que está disfrazada de grumete. Pero en lo fisiológico, o lo que sea, no llegamos a tales pormenores; el autor no da importancia a esto, tratándose de una niña, que es el producto espontáneo del aire libre y el aire liberal   —115→   que engendraron en una fábrica de tabacos una demagoga y un cuerpo bueno.

La Tribuna se enamora, y no mucho, de un caballero oficial que le dice que se casará con ella, y no se casa. Esta es toda la psicología de La Tribuna, amén de una escena de celos mezclados de orgullo, y de varios arranques patrióticos, que no se puede asegurar que sean cosa del alma, que serán a lo sumo del alma del cuerpo, quisicosa especial en que creen Enrique Ahrens y otros respetables filósofos.

Porque, no se piense que el autor se ha propuesto pintar la pasión tribunicia como puede ser en la mujer, arraigada, profunda, y haciendo cosas heroicas, no; Amparo es una muchacha vulgar, y nadie quiso otra cosa; y si a veces se acalora, y hasta se enternece con la causa de la federación, como cuando la ve representada en un anciano venerable, si a veces interesa mucho, todo ello cabe en las muchachas vulgares.

Un crítico (otro) ha dicho que Amparo, con su exaltación política, era poco verosímil. Yo he conocido muchas tribunas en los tiempos de la revolución, unas guapas y otras feas. No hay nada de inverosímil en el carácter de Amparo. No era el ánimo del autor pintar un ser excepcional, un caso teratológico, que también cabría en su sistema, cuanto menos un tipo abstracto, inverosímil. El   —116→   soplo de la vida está infundido en la heroína; es tal y como debe ser; buena para una hermosísima acuarela. Yo me figuro a La Tribuna destacándose con vivos colores sobre un fondo de marina... y oliendo a tabaco.

En los primeros capítulos parece que el autor quiere dibujar el perfil cómico de la revolución, según la entendió el pueblo en algunas provincias. Yo sentía esto, no por la revolución, que para eso fue, como la restauración, y como todo, para que el artista se sirviera de ella; lo sentía por la señora Pardo Bazán, que insistiendo en la sátira disimulada de la novela realista, se apartaba de su vocación, o por lo menos dejaba en huelga sus mejores facultades. Además, para pintar el lado cómico de una cosa tan compleja como la vida política de un pueblo en revolución, y sobre todo, lo cómico del lado flaco, hace falta frecuentar lugares y tratar a personas que es imposible que frecuente y trate una señora que no se parece a Jorge Sand más que en el talento, y que es condesa de la nobleza pontificia.

Con el gran instinto de artista que tiene la señora Pardo Bazán se aparta en seguida de un camino, donde ella, por circunstancias extrañas a la literatura, no podía acertar como el canon estético en que cree quiere que se acierte. Y así se la ve entrar en sus dominios en aquel capítulo en que se describe   —117→   el banquete político de los federales. Lo que se refiere al elemento técnico (que diría cierto crítico), a los manteles, copas, manjares, luces, camarero, etc., etc., recuerda el inolvidable almuerzo de Un viaje de novios -lo mejor de Emilia Pardo con otro capítulo de La Tribuna que citaré luego- y lo que es especial de un banquete político popular está perfectamente adivinado, pues no es posible que la autora haya visto cosas por el estilo. Yo sí las he visto, y pienso volver a verlas en cuanto caiga Cánovas, y aseguro que está muy bien pintado el banquete federal. Allí mismo, sin poder remediarlo, la escritora, que parecía querer burlarse un poco de los pactistas y otro poco de La Tribuna, pinta un rasgo que enternece, al pintar el abrazo de Amparo y el teatral sinalagmático de la luenga barba.

Pero donde las facultades de la notable artista, que lo es Emilia Pardo, se manifiestan en todo su vigor, es en los capítulos Tabaco Picado, El Carnaval de las cigarreras, y casi todos los que siguen, especialmente Ensayo sobre la literatura dramática revolucionaria y Lucina plebeya.

Lo mejor de lo mejor es El Carnaval de las cigarreras. Hay allí observaciones, pensamientos, rasgos, que sólo puede producir una mujer que por milagro de naturaleza, sin dejar de ser mujer, ni en un ápice, sea tan hombre como Emilia Pardo. Pocas escritoras hay que no sean o afeminadas (como   —118→   es natural) o algo hombrunas. Emilia Pardo piensa como hombre y siente como mujer. Sólo así se puede describir aquella alegría de las cigarreras, aquella hermosura repentina de las feas; aquella gracia desinteresada de las mujeres que están solas. Ese, ese es el arte; ese es nuestro querido naturalismo, querido y calumniado; cuanto más calumniado más querido.

A pesar de tantos méritos, por lo que más me gusta La Tribuna es por las facultades que revela en su autora. Hay allí rasgos que parecen insignificantes, pero que son el signo que anuncia el talento de primer orden.

Pondré ejemplos tomados de cualquier página.

Cuando La Tribuna sale furiosa del teatro y se va a la calle Mayor dispuesta a romper los cristales a los de Labrado, se detiene ante aquella fila de edificios con galerías muy encristaladas. ¡Qué bien pintada está el alma de aquellas viviendas grandes, austeras en su egoísmo, cerradas a los extraños, tan penetradas de su importante papel!

El sexto sentido del novelista insurrecto se ve aquí, como se ve en la escena del palco entre Baltasar y la de García, escena muda para el lector y para La Tribuna, pero tan elocuente en sus gestos, tan bien copiada del natural.

Y en la escena del merendero, y en la del lugar agreste en que La Tribuna claudica, y en otros muchos   —119→   se comprende que si este libro no es tan interesante para todos como Un viaje de novios, está mucho más conforme con las ideas estéticas que cree y siente Emilia Pardo.

A la cual yo aconsejo, con la mayor sinceridad del mundo, que insista en escribir por el estilo de La Tribuna, novelas y más novelas, que serán cada vez mejores, cada vez más adecuadas a sus facultades nativas.

No llegará a ser entonces la mujer que escriba mejor en España, porque ya lo es; pero sí a rivalizar dignamente con las que hayan sido o sean más célebres literatas fuera del reino.



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ArribaAbajoMarta y María

Novela por Armando Palacio Valdés


...Ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere.


(Cervantes.- Prólogo del Quijote).                


Armando Palacio es muy joven, y ya ha escrito cuatro o cinco libros, muy celebrados, de crítica literaria, dos novelas y multitud de cuentos y artículos de costumbres. Y sin embargo, no escribe mucho, no se apresura, no tiene esa febril facilidad que tantos peligros ofrece para las facultades que no sean de hierro. Desde que con gran elegancia y exactitud ha comparado una ilustre escritora a Zola con el buey, y para alabarle por cierto, ya no se puede nadie ofender si se le   —122→   hace objeto de este símil bucólico; pues bien, Armando Palacio es un escritor que también


Con paso tardo va trazando un surco,

es uno de esos constantes y fuertes trabajadores del arte que ahora cultivan la novela con no menos, seriedad que pudieran emplear en graves negocios del Estado. Es de los que toman el trabajo literario con la constans et perpetua voluntas que querían los romanos para el derecho, y escribiendo un poco todos o casi todos los días ha llegado a reunir un buen número de libros a la edad en que otros talentos todavía no conocen su vocación definitiva. El señorito Octavio, la primera novela de Palacio, fue muy bien recibida por el público y por la crítica; pero en mi humilde opinión, no tan bien como merecía, sobre todo por parte de los críticos, alguno de los cuales vio en ella reminiscencias que no había, imitaciones soñadas.

Entonces decía el autor que su novela no tenía pensamiento trascendental, y en el prólogo de Marta y María declara que su nueva obra se propone algo y que pretende ser realista.

Ardua sería la cuestión, si quisiéramos tratarla despacio; yo prescindo de ella y, me limito a decir brevemente lo que me parece ver en el libro.

Se trata de la religión, pero en una de sus relaciones sociales, no en sí misma, en sus fundamentos   —123→   y dogmas: se da por supuesto que la religión verdadera es la de la sociedad en que vivimos, y en este punto, el autor lleva su imparcialidad al extremo de hablar por cuenta propia como el más ferviente católico.

Ni con las palabras, ni de manera alguna ostensible ataca Palacio el misticismo de su protagonista: no hace más que narrar hechos, describir sentimientos; pero no saca consecuencias. María Elorza, muchacha hermosa, discreta, de gran imaginación, comienza a cultivar su espíritu con libros de pura fantasía, con novelas románticas; además tiene un novio, un teniente de artillería. Poco a poco, por motivos que el autor indica, no con gran detenimiento, la niña convierte al Corazón de Jesús todas sus aspiraciones espirituales, deja las novelas por los libros místicos y las historias de santos, y al cabo deja su novio por el esposo místico, se mete en un convento y allí queda, sin que el autor nos diga si les fue bien o mal allá dentro. Marta, hermana menor de María, mujer hacendosa, nacida para el amor del hogar, está enamorada del artillero, y allá, en el último capítulo, después de un sueño del militar -maravilla de arte- se resuelve que se casarán el vencido rival de Jesús y la que debió ser su cuñada. Y no hay nada más.

Pero con esto sólo ha sabido Armando Palacio tejer una narración interesante, probar dotes de   —124→   observador y eminentes cualidades de artista. Verdad es que el libro ganaría mucho con ser más corto, porque los primeros capítulos, aunque todos discretos y muchos graciosos, no tienen la vigorosa savia de los últimos, y el interés tarda en despertarse. Este libro no tendría pero, por lo que respecta a los primores de proporción y armonía, si fuese algo más pequeño; si los primeros capítulos fuesen más ligeros y más importantes para la acción, resultaría una de esas narraciones que Salvator Farina escribe ahora con tan graciosa naturalidad, sencillas, sin más atractivo que el encanto de un estilo trasparente que expresa rasgos de espiritualismo sincero, noble y apasionado; atractivo que basta para crear una reputación de novelista.

En Marta y María, a pesar de la aparente imparcialidad del autor, es fácil ver que todas sus simpatías están con Marta, la figura mejor dibujada, con mucho, entre todas las de la novela. Marta es un capullo de perfecta casada, es ese devenir de mujer de su casa, que se puede llamar la Virgen madre, sin paradoja ni milagro, porque es la Virgen que está preparando en su corazón a la madre futura. Los delicados matices que el artista necesita para pintar este carácter, hermoso a pesar de ser vulgar, ha sabido Palacio emplearlos con gran habilidad, como puede verse en el capítulo del baile, en que sólo por movimientos, gestos y hasta silencios de   —125→   Marta, se adivina ya quien es y lo que vale. Después esta figura, que sigue ocupando el ánimo del lector, a pesar de que el autor parece que la olvida mucho tiempo, se presenta con mayor relieve cada vez y llega a ser lo principal y lo mejor del libro. En la excursión a la isla, en las pesquisas para encontrar el canario, en el capítulo en que la madre de Marta y María muere, y en el último, sobre todo, Marta se eleva y se eleva hasta oscurecerlo todo.

María, la mística, queda en segundo término, a pesar de ser lo que podría llamarse el protagonista oficial del libro. Pero acaso la victoria del autor consiste en eso mismo, en lo que juzgando de ligero puede parecer un defecto de composición. Armando Palacio no ha querido escribir un tratado de moral o de sociología contra el ascetismo, ni siquiera atacar de frente esa pedagogía que fabrica vocaciones que después parecen voces de lo alto a juicio del que se paga de apariencias; pero no cabe duda que al escribir obedecía a la impresión que le produjo en la realidad algún monjío en circunstancias parecidas a las que él supone en su libro. Dado el propósito de reflejar esta impresión por modo artístico, ¿cual tiene que ser el objeto del novelista? Procurar que los datos de la realidad se reflejen perfectamente en su obra, con todo su valor patético, su relieve y colorido, para que la impresión   —126→   que él sintió ante la realidad puedan sentirla los lectores ante el arte. De esta manera es como puede el escritor realista, sin dejar de serlo, sin dejar la indispensable imparcialidad, trabajar por sus ideas, ser lo que se llama con palabra poco exacta, trascendental.

Así lo es Armando Palacio en Marta y María. Por eso, si Marta llega a ser el personaje más interesante, a pesar de que la perspectiva artística había escogido para protagonista a María, no hay en esto falta de habilidad, sino el resultado que el autor quería, el reflejo exacto de la realidad produciendo impresiones análogas. Y adviértase que hasta tal punto es así, que del mismo modo que en parecidos casos al que imita el autor, otros pudieran recoger impresiones muy distintas, según el temperamento, las ideas, los sentimientos; así en la novela de Palacio pueden ver cosas muy diferentes de las que yo voy diciendo, hombres que sean partidarios de las ideas de María Elorza. Así ha podido un crítico muy ortodoxo encontrar inocente y muy respetuosa la novela de Palacio, que acaso otros considerarán como poderosa apología del racionalismo.

Lo que prueba esto es que el autor ha sabido ceñirse a la obligación del novelista, sin acudir, infructuosamente, al terreno vedado al arte.

Difícil era, sobre todo para quien nunca fue místico,   —127→   ni siquiera seminarista, describir con propiedad la vida y pensamientos de una joven arrancada por la influencia del clero a las abstracciones del romanticismo, en provecho de las idealidades generalmente llamadas religiosas. A un escritor de los que profesan el idealismo, ningún trabajo le costaba suponer situaciones, ideas, impresiones, sentimientos y hasta discursos; pero a quien pretende imitar la verdad se le ofrecían no pequeños inconvenientes. No digo que todos los haya vencido Armando Palacio, pero sí que, huyendo los más graves, se ha abstenido de profundizar mucho; ha dejado aparte cierta psicología intrincada, y ha preferido estudiar lo más exterior, lo formal casi, casi: diría la parte política y literaria del misticismo de su novicia. Para esto tenía datos que ha sabido utilizar con gran acierto; la lectura de autores devotos, de vidas de santos, y la observación inmediata de lo que pasa en nuestras provincias ante nuestros ojos todos los días, fueron elementos suficientes para el estudio que el novelista se había propuesto.

Había un momento, sin embargo, en que no bastaban estos datos, en que era preciso una poderosa intuición, gran sentimiento y fuerza de expresión, momento dificilísimo, expuesto a una solemne caída, y por fortuna Armando Palacio, al llegar a tal apuro, hizo un soberano esfuerzo y salió triunfante de la empresa: me refiero a la escena indispensable   —128→   de la visión en que Jesús necesitaba todo el prestigio de su presencia real para vencer a un rival que tantas raíces tenía en el corazón de la amada. La aparición de Jesús a la primogénita de Elorza es una página digna del mejor novelista de España; en ella Palacio siente, a lo menos como artista, toda la grandeza de la situación, y en aquel momento María es sublime. En casi todos los demás su devoción affairée, que dirían los franceses, es poco simpática; se parece a ese bigotismo puramente francés, como su nombre, que hasta en España va suplantando a la clásica beatería de raza. Claro que esto no es censura para el autor; al contrario, prueba que sabe lo que hace.

De los demás personajes de la obra poco hay que decir, pues todos son secundarios, incluso Ricardo, el novio de María, y por fin esposo de Marta. D. Mariano Elorza, el padre de las niñas, es una de esas figuras de segundo término que muchas veces prueban especiales aptitudes del artista, que allí no se muestran apenas porque no es su lugar propio, por no deslucir la unidad del cuadro. En general, tipos y situaciones cómicas que aparecen en Marta y María nos recuerdan al escritor satírico y al humorista sui generis que hay en Armando Palacio; pero la prudencia del novelista serio, el depurado, gusto del artista amante de la armonía y las proporciones, impiden que los alardes del ingenio cómico   —129→   abunden tanto como tal vez desee el lector al ver asomar algunos muy graciosos.

Abunda Marta y María en descripciones de la naturaleza y de costumbres muy correctas y de fuerte color, pero en este respecto era difícil que el autor hiciese olvidar las excelencias de su Señorito Octavio.

El lenguaje es, en general, castizo, sin ser arcaico, correcto, puro; mas siendo mi propósito decir lo que siento, advertiré que hay algunos descuidos de sintaxis, más que en nada en la construcción: a veces hay anfibologías de las verdaderas, es decir, de las que no crea la malicia o la torpeza del lector, sino el desaliño de la cláusula.

Algunos giros y algunas conjunciones usa Palacio en Marta y María, que tal vez tomó de antiguos escritores, pero que me parecen de mal gusto.

En el estilo es donde se ve más claramente lo mucho que el autor ha adelantado en el arte de novelista. ¡Cuánta prudencia, sencillez y experiencia demuestran aquella naturalidad, aquella concisión casi constante! ¡Qué bien se infiltra la frase en el pensamiento! ¡Cómo se olvida en las escenas culminantes al retórico para no pensar más que en los sucesos que narra, en lo que describe y en lo que hace decir a los personajes! En este punto Armando Palacio ha llegado esta vez donde pocos.

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Mucho más tenía que decir; pero confieso que la obligación de no poder dar rienda suelta a la alabanza, por causas que al lector no importan, me molesta no poco y estoy deseando poder terminar este artículo.



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ArribaAbajoObras de Revilla

Hace poco más de diez años comenzaron los aficionados a las letras a notar que, entre los pocos críticos que entonces procuraban dirigir la opinión en materia artística, se distinguía por la novedad del criterio, la firmeza del juicio y la sinceridad de la expresión, aquel señor Revilla, que hasta allí había figurado como orador de Ateneo, profesor y amante de la filosofía racionalista. Después que enmudeció Balart nadie pudo ya disputar a Revilla el primer puesto en la crítica de literatura contemporánea, y con el favor del público fue creciendo su afición a este linaje de estudios, y lo que en él comenzó siendo accidental ocupación, se trocó pronto en vocación definitiva. A medida que iba siendo Revilla más literato iba siendo menos filósofo, sobre todo, menos sistemático, hasta   —132→   el punto de renegar en breve de sus primeras doctrinas y quedarse en una situación expectante, cercana al escepticismo, que acaso era la más propia de su espíritu, la más natural en él, y, por consiguiente, aquella en que más podía lucirse. Por este tiempo fue cuando pronunció en el Ateneo sus mejores discursos, verdadera maravilla de elocuencia académica, que a correr impresos, como debieran, elevarían a mucho mayor altura la gloria de Revilla y serían orgullo de la oratoria española.

Orador crítico como Revilla yo no le he conocido, y he tenido la buena suerte de alcanzar tiempos de florecimiento en este género. El Sr. Cánovas del Castillo, que nunca oyó hablar a Revilla en el Ateneo, asegura que, como orador no era tan notable como algunos pretenden, que en este respecto todavía le faltaba mucho que trabajar y experimentar. Esto dice en buenas palabras el Sr. Cánovas, sin saber lo que dice por esta vez, por lo cual debe perdonársele tan notable ligereza. Tiene razón González Serrano, que conocía a Revilla mucho mejor que el Sr. Cánovas; el autor de los Bocetos era un notable crítico, pero era el primer orador del Ateneo en su género de polemista crítico. Cuando más sabia, cuando mejor pensaba, cuando más veía en el fondo de su conciencia Revilla, era al hablar a las secciones del Ateneo, inspirado en párrafos clarísimos, de sencillez ideal, correctos, como nunca   —133→   podrán serlo los párrafos del Sr. Cánovas, que es mejor orador que crítico, y mejor hombre de mundo que orador.

Esto no quita que al Sr. Cánovas se le deba agradecer el celo que dicen demostró en la publicación de las obras de Revilla. Dios se lo pague. Lástima grande que además de poner ese celo de su parte, se haya creído en la obligación de poner un prólogo al libro. Mejor hubiera salido sin más prólogo que la biografía escrita por González Serrano, amigo del autor, y más capaz de comprenderle que el señor Cánovas. Valga la verdad, el prólogo de este señor, además de estar muy mal escrito y lleno de digresiones del todo impertinentes, lleva un sello de vulgaridad afectada, que no debía de estar en la intención del ex-presidente del Consejo14, pero que en su trabajo se ve fácilmente. Huelga allí todo lo que el Sr. Cánovas habla de sí mismo, de su bondad y sus ocupaciones, y sobran aquellos conatos de probar la religiosidad momentánea de Revilla, como sobran otras muchas cosas en que hay hipocresía, orgullo o ignorancia o falta de sentimiento.

No sé a qué criterio habrá obedecido el prescindir en la colección de todos los artículos cortos de   —134→   Revilla y de cuantos tenían por asunto las obras dramáticas, novelas, poesías líricas, etc., etc., que suelen ser elemento diario de la crítica. Precisamente en trabajos de esta índole, que no están coleccionados15, es donde puede verse lo mejor de Revilla como crítico. Valen mucho más que sus largas disquisiciones de literatura crítica, trabajos de segundo orden, a que él de fijo daba poca importancia.

En cambio con muy buen acuerdo se ha incluido en el tomo publicado por el Ateneo la serie de Bocetos literarios en que Revilla, con elocuencia, imparcialidad y acertado juicio casi siempre, trata de los principales autores españoles de nuestros días. Revilla fue el primero que reconoció en Galdós al mejor novelista contemporáneo.

También merecen muy detenido estudio los artículos que consagra Revilla a la misión de la crítica y a la naturaleza del Arte. Era realista, como todos sabemos, y tanto, que si algunas veces fue injusto, y yo creo que lo fue mucho con Echegaray, no consistió en que espíritu tan escogido dejara de ver las grandes bellezas del autor insigne de El Gran Galeoto, sino en el horror con que Revilla miraba todo renacimiento romántico.

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De todas suertes, este libro (pálido reflejo del excepcional ingenio de Revilla) que publica el Ateneo para recuerdo del crítico y alivio material de su viuda; merece y debe ser adquirido por todos los que se precien de amar las letras españolas.

Si toda la prensa no nos ayuda a los que hemos emprendido la tarea grata de hacer propaganda de este tomo, podrá creerse que todavía la envidia y el rencor quieren vengarse en las obras póstumas del crítico de los agravios que la justicia le obligó a inferir cuando vivía.



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ArribaAbajoLa Poética de Campoamor

Si las cosas de la literatura llamasen en España de veras la atención del público, estos días no se hablaría más que de la Poética del autor de las Doloras. Por desgracia, aquí tiene más importancia un discurso de un diputado aglutinante, y hasta lo que calla un prohombre que no sabe hablar, que todos los libros literarios propiamente que puedan escribir los mejores poetas del mundo.

A no ser así, gran polémica habría ya a estas horas con motivo de la Poética del gran humorista.

La estética y la retórica de Campoamor, tomadas al pie de la letra, ofrecen grandes peligros a los incautos y a los hombres demasiado serios. Al lado de profundas verdades, sincera y noble revelación del genio, Campoamor escribe pequeñas paradojas   —138→   no para que se crea aquello, ni siquiera por que él lo crea, sino por gracioso alarde de ingenio.

Bien hace el insigne humorista en advertir que no escribe para los muchachos. ¡Buenas cosas aprenderían los chicos! Aún a muchos grandes puede indigestárseles la Poética de Campoamor. Figúrese el lector qué idea tendría de lo que es el naturalismo artístico el que tomase al pie de la letra este parrafito:

«El arte es idealista cuando las imágenes se aplican a ideas; realista cuando se aplican a cosas; y naturalista cuando las imágenes se aplican a cosas que repugnan a los sentidos».

El Sr. Campoamor es muy bromista, y por eso dice estas cosas, que no repugnan a los sentidos, pero que no tienen de verdad casi, casi, nada. Pero ¡si Campoamor no ha leído libros del naturalismo, de lo que lleva hoy este nombre! Voy a probarlo. Y advierto que yo tampoco hablo ahora con mucha formalidad. Campoamor dice que no sabe francés; que hasta para entender a Víctor Hugo, ha tenido que recurrir a D. Nemesio Fernández Cuesta (tiene gracia), y que no puede apreciar el valor de una poesía francesa en el original. Pues el naturalismo tiene escritas en francés todas sus obras de crítica y la mayor parte de sus novelas. De las traducciones no hay que hablar, porque son muy malas; no tienen nada que ver con el original.

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Luego Campoamor... si no sabe francés, no sabe lo que es naturalismo. Dejemos esto, porque en tales materias es imposible hacerle decir al gran poeta cosa que tenga dos cuartos de formalidad. El que no conozca a Campoamor, puede creer que se duerme cuando está más despierto. Muchas veces hace afirmaciones en su conversación, que sería casi ofenderle el creer que tal como las dice las piensa; las dice para que se saque la gracia de la forma en que se expresa; para lucir la paradoja original, la antítesis ingeniosa; porque él, que desprecia las figuras y sólo admite las metáforas, pasa la vida entre hipérboles, antítesis y conceptos de mil clases, todos muy vistosos y de mucha gracia. Un día me dijo que no le gustaba Sarah Bernhard... porque no se le entendía una palabra: ¡siempre el maldito francés! Todas estas boutades en labios de uno de los hombres más listos de España, son de mucho efecto. La poética está llena de afirmaciones así, que hay que tomar a beneficio de inventario y a veces al revés del todo. En todo se nota su especial humorismo; hasta en las citas que hace. Lo mismo invoca la autoridad de un gran crítico, que la de cualquier gacetillero que escribe largo y hondo; para él todo lo grande es pequeño y todo lo pequeño grande, y por esto se explica que se irrite, o haga que se irrita, contra ciertos críticos que le han acusado de plagiario.

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Qué críticos serán los tales, que según el poeta confiesa, suelen concluir las polémicas pidiéndole dinero; lo cual es convertir las cañas en lanzas, el palo en sable, según la jerga de ahora. Y he tocado incidentalmente uno de los mayores defectos de la Poética de Campoamor. Consagra la mayor parte de su libro a responder a esos que llama críticos, y que son, por lo visto, pordioseros. ¿Qué tiene que ver la literatura con esos señores que piden dinero y destinos? Campoamor debiera curarse del defecto de hacer caso de cualquiera. ¿Qué literato de nota, qué crítico serio le ha tratado jamás de plagiario, para que tanto se enfade y tanto insista en materia ya pesada, y la verdad sea dicha, un poco peligrosa por los abusos a que se presta la teoría comunista que Campoamor predica? Campoamor no es plagiario, claro que no; ha tenido el capricho de poner en verso pensamientos, y a veces frases ajenas: de Víctor Hugo, Michelet y otros muchos; pero ya ha dicho que no lo volverá hacer: corriente; esto se ha concluido. Valera decía bien; fue un capricho pueril ese, que cualquier persona de gusto perdona al poeta más original de España, de todo corazón. Los necios o infames detractores sólo merecen... eso, el dinero que piden, para taparles la boca. Lo que no tiene perdón es que Campoamor vuelva una y otra vez sobre tal asunto. Además, hay peligros en las teorías de Valera, M. Pelayo y   —141→   Campoamor: que este último trae a colación. Todo eso de que el que roba y mata no es ladrón en el arte será muy bonito; pero yo he aconsejado siempre y vuelvo a aconsejar a los literatos que hagan ellos en punto a propiedad literaria, lo que hacen muchos soñadores socialistas y comunistas que son personas decentes: predican quizá la abolición de la propiedad... pero no roban.

Por si acaso, cuando se ocurre un pensamiento o una frase que se recuerda que es de otro, lo mejor es dejárselo; obrar bien es lo que importa. Mozo anda por ahí que copia a Víctor Hugo y está muy tranquilo porque cree que de camino le ha matado. Por otra parte, tampoco está averiguado que sea verdad lo de que los pensamientos no valen cosa, y que el chiste está en mejorar la expresión. Flaubert decía: «el pensamiento, la idea... para los burgueses; para mí la frase, el estilo»16. Pero aunque lo dijera Flaubert, esto no es más que un paganismo literario que supone afectación, cierto desprecio de las cosas más serias. Señores, las ideas no son grano de anís, cuando son buenas ideas. Así, el que copia un personaje de una novela, todo lo que hay en su carácter, en sus sentimientos y acciones, que no consiste en palabras, es un ladrón ni más ni menos que los Juanillones; por Dios   —142→   vivo, no metamos los tiquismiquis de la psicología enrevesada en estas materias de la honradez, y buenos seamos que Dios nos ve, como decía mi abuela.

No hay para qué proponerse un orden lógico al tratar de la Poética de Campoamor, porque él tampoco pretendió en su librito rigor didáctico, ni sigue la materia por pasos contados, sino saltando de un asunto a otro, como le viene en antojo, dejando muchos, repitiendo bastantes. -Hablo yo también de lo primero que encuentro, siguiendo al autor en este desaliño, que en él tiene gracia y en mí disculpa por lo dicho.

También hay en la Poética desgraciadas alusiones políticas, por ejemplo esta: «El palo es el sexto sentido de los ciegos y de los partidos democráticos». Aserción tan injusta como esta otra: «Si Tirso, Lope y Calderón diesen hoy sus obras al teatro, tendrían que dejar de escribir o serían silbados inmisericordiosamente, sin más razón que la de estar investidos del carácter autoritario de sacerdotes católicos». Esto es toda una calumnia levantada a la cultura del público moderno. ¿Si creerá Campoamor que a él le aplaudimos porque es liberal-conservador? Muchos le aclamamos gran poeta... a pesar de eso. Si Tirso resucitara, fraile y todo, sería probablemente, dado su teatro, el jefe de la escuela literaria a que tengo la honra de pertenecer;   —143→   ya sabe Campoamor: la escuela que él llamaría de las cosas que repugnan a los sentidos, a la cual pertenece también Los buenos y los sabios, quiera el autor o no quiera.

Divide Campoamor la critica en analítica, sintética y satírica.

Llama crítica satírica a lo que escriben los miserables que Picón califica de sabandijas y que son sapos asquerosos. ¿Qué tiene que ver la sátira con eso? Crítica satírica es la de Boileau, que de sí mismo decía:


    Censeur un peu fâcheux, mais souvent necessaire
plus enclin à blàmer que savant a bien faire;

crítica satírica es la de Die Xenie, la de Voltaire, la de Richter, la de Heine, la de Larra; es acaso la más eficaz de las críticas, y de fijo la más amena; la más difícil y la que hace del crítico un carácter literario de los positivos, no de los negativos, no de los eunucos, como decía quien los temió bastante. La crítica satírica es la única de que hacen caso los autores y el público de un país culto, que ya no se pague de lecciones altisonantes. ¿Qué tienen que ver con esa crítica las insolencias y los insultos de los miserables que acaban por vender su silencio? Si Campoamor y otros como él tuviesen el pellejo algo más duro y no hiciesen caso de cuanto les dicen esos mentecatos o villanos que ofenden con la   —144→   impunidad de su pequeñez, nos ahorraríamos estas lamentaciones y tanto hablar de la envidia de los críticos y de sus malas pasadas. Y francamente, a veces, los que por adaptación, o lo que sea, en los periódicos tenemos el encargo de hablar de libros y comedias, a pesar de la tranquilidad de nuestra conciencia y de la seguridad de nuestra buena intención, a veces digo, dudamos si irá con nosotros algo de eso de la castración intelectual, y lo otro de la baba simbólica, y el veneno y demás atributos de la crítica, según los autores.

Figúrese mi querido amigo y paisano Campoamor, si yo estaré seguro de que él no me cuenta a mí entre esos críticos satíricos que llama Picón sabandijas; yo, que sé lo que D. Ramón me aprecia, y que además nunca le he pedido dinero, y sí su amistad, que no se puede apreciar en oro; pues bien, me he puesto colorado al leer aquello de lo miserable que es la crítica analítica, que se para a considerar si los consonantes de Campoamor son fáciles y los versos asonantados. Precisamente ese defecto se lo he señalado yo al querido poeta, rogándole encarecidamente que se corrigiera de él, en lo posible, para que nadie tuviese nada que murmurar. ¿Soy yo sabandija y cominero porque no me gustan los consonantes en aba? Como comprenderá el Sr Campoamor, esto es una broma. Ya sé que eso no va conmigo. No; pero, la verdad,   —145→   así al pronto... confieso que me puse un poco colorado, como dejo dicho.

Por lo demás, repito que lo que llama Campoamor crítica analítica tiene su razón de ser, y a veces es la única que conviene. No cuando se trata de obras como las suyas, que además de la analítica necesitan crítica más amplia (pero no por eso más importante). Voy a poner un ejemplo al gran poeta, y acaso le haga fuerza. Un autor de poemas me manda uno que comienza:


    Haiga paz, dijo Júpiter Tonante,
y mirad que aquí todos semos dioses.

¿No bastan ese haiga y ese semos para juzgar el poema y sus trascendencias? Otro ejemplo, este histórico: recibo una novela para que la critique; abro el libro y leo: «En el cielo brillaban las estrellas y algunos luceros». ¿No está juzgado el autor? ¿No puedo decir yo a ese novelista, analíticamente, que es un disparate sintético creer que los luceros no son estrellas? Pues ese novelista y otros ciento, todos como él, también hablan los excesos, y de la crítica al por menor ¡desgraciados! ¿Si querrán que se les mida por leguas? -Basta el nonius, Sr. Campoamor, basta el nonius para esa gente. -Y V. ¿por qué ha de temer la crítica analítica? Pues, que ella, lo mismo que descubre los   —146→   defectos menudos (que a veces son como montañas), ¿no descubre también bellezas en los detalles? ¡Cuántas perlas de sus Doloras de V. habrá ido a coger el crítico buzo, a ese mar hondo de las intenciones, donde manda V. que le lean entre líneas!

Para estudiar todos los primores de composición, las maravillas de verdad poética que hay en Los buenos y los sabios, no basta dividir el mundo en ontológico, cosmológico, y psicológico; es necesario saber analizar, es necesario ver los versos por dentro. ¡Pero que hablo de Los buenos y los sabios! Sí, Campoamor, sí, el que los hizo, no les ha sabido sacar toda la Poética que tienen. Después de todo, más vale así tal vez. Cuando ustedes los grandes artistas no saben todo lo que han hecho de grande y bello, es cuando lo han hecho más bello y más grande. Galdós no se da cuenta del perfume de inefable encanto que hay en su Amigo Manso, según él un pasatiempo; Campoamor no ve el profundo, hermosísimo naturalismo de su Juan Soldado... Lo repito, acaso más vale así.

Por este camino se explica que yo, defensor casi incondicional de la poesía de Campoamor, le esté poniendo tantos reparos a su Poética.

Pero ya basta. Tomaré aliento y en pocas palabras hablaré de lo que apruebo y alabo.

* * *

  —147→  

Llano, franco y sencillo, Campoamor no se envuelve en su orgullo como un dios en una nube para ocultarse a los mortales, departe con todos, baja a la calle a reñir batallas con la crítica menuda, y va sembrando, entre paradojas graciosas, verdades de mucha luz. La Poética recuerda, aunque no es de tanta importancia, la introducción a la Estética que Richter escribió con el mismo título. Lo recuerdo, porque ahora también se trata de un poeta que escribe una Poética para defender su manera de entender el arte y de ser artista; en ambos libros predomina el humorismo llevado con gran habilidad al terreno doctrinal, sin lastimar gran cosa a la verdad misma. Sería absurdo tomar por evidente todo lo que dice Richter, por ejemplo, del romanticismo y del clasicismo; hay allí muchas verdades a peu-pres, pero en medio de todo, ¡cuánta enseñanza! Los trabajos de Estética de Schiller, tan serios, tan profundos, han envejecido más, y hasta muchas teorías de Goethe, están más gastadas que algunos arranques de humor profético de Juan Pablo. Pues en la Poética de Campoamor, que obedece a una metafísica estética puramente abstracta, derivación lejana de inocentes filosofías a lo Cousín, por obra y gracia del gran ingenio del poeta, hay rasgos de profundísima intención; reglas seguras que sólo dicta el genio; esa singular enseñanza que da de vez en cuando al crítico que anda   —148→   el poeta que vuela. Y precisamente, lo mejor de la Poética de Campoamor, está en lo que él llamaría lo analítico; en ese elemento que tantas calumnias e injustísimos insultos ha valido desde Longino a Revilla a todos los preceptistas, pasando por Horacio, por Boileau y por nuestro pobre Hermosilla, a quien hoy se desprecia... porque ha muerto.

Dice Campoamor que el conocer analíticamente lo que es un buen verso es el colmo de la sabiduría; y es verdad que importa mucho. Se lee un verso a quien tiene alma de crítico y juzga; se lee a quien puede serlo de ocasión, y espera otros cuarenta para juzgar y decir si aquello es objetivo o subjetivo, trascendental o no trascendental. Campoamor, como se ve, se contradice; pero prueba que ve mucho.

Es verdad, ilustre poeta, hoy ya leen muchos entre líneas; y ¡ay del poeta y del prosista que no dice más que lo que parece que dice! Ese jugo sinovial de que Campoamor habla, es lo que entiende y siente el que ama la literatura por ella misma, y a ver esas cosas ocultas o no verlas, se debe las diferencias de censuras entre los que son críticos y los que pasan por tales sin serlo. En el gusto hay un elemento inefable que se tiene o no se tiene, y no hay más.

Otra de las cuestiones que preocupan al autor de la Poética mucho, es la del lenguaje poético, que   —149→   según él, no debe ser especial. En esto le doy en absoluto la razón. El verso debe hablar como la prosa, las pocas veces que se le conceda la palabra; pero con una condición, que también Campoamor impone: que la prosa hable noblemente.

Sin embargo, ciertos giros hay y hasta ciertas palabras, que en verso suenan peor que en prosa, sin que se pueda fijar el motivo. Las palabras que sólo expresan abstractas relaciones gramaticales, son como huecos, que en el lenguaje lleno de figuras hacen sombra: nadie es capaz de representarse en la imaginación un no obstante, y yo desafío a Campoamor, que usa tantos cómos y cuándos, y gerundios a porrillo, a que se atreva a escribir en una poesía esto: en el ínterin, como no se refiera al Ínterin de Carlos V. Es absurdo proscribir el pero del verso, como quería Hermosilla, pero... es bueno que no se prodigue.

Cuanto dice el poeta contra los versos rimbombantes y los Píndaros con vejigas, está muy en su punto; y es pura broma cuanto escribe contra Víctor Hugo, que es el mejor poeta del siglo, pese a todas las paradojas del mundo.

Aparte las referencias metafísicas, que repito me parecen abstractas17, confusas, la Poética de Campoamor lleva una gran ventaja a la mayor parte de libros didácticos de literatura que hoy se escriben, porque la Poética es obra de quien conoce y   —150→   ama de veras el oficio; en ella se revela una gran lectura oportunísima, la más adecuada al asunto: y por desgracia en las retóricas filosóficas al uso no se ve más que vanidades de filosofastros sin gusto ni conocimiento experimental de la materia literaria; discusiones de psicología recreativa, erudición de guardarropía, y en fin, la obra de estiradísimos catedráticos a quienes


harto más valido hubiérales
estudiar forenses fórmulas,

los cuales se dedican a las letras desde el punto de vista, no de las flores, como Campoamor dijo, sino de las oposiciones a cátedras.

El libro de Campoamor, desordenado y todo, basado, o mejor, con pretensiones de estar basado en filosofías que está averiguado que son buenos deseos y nada más, es a pesar de esto más útil que otros muchos que tratan igual asunto con apariencias de sistemáticos y metódicos. Y sobre todo, es más sencillo, más ameno, de más calor y más vida, y en él se habla de las cosas del Parnaso, no como podría hablar Sancho de las siete cabrillas, sino como quien ha estado por aquellos vericuetos y allí vive.

En estudio más ordenado y largo que preparo con el título Campoamor, hay un capítulo en que   —151→   mucho más extensa y metódicamente hablo de la Poética Campoamorina, que bien merece tales disquisiciones. Vaya esto en descargo de mi conciencia por el desaliño del artículo presente, del cual, gloria a Dios, ya he visto el cabo.



  —[152]→     —153→  

ArribaAbajoCamachología18

Si en el ministerio hubiera literatos, ya le habrían sacado del apuro al ministro de Hacienda, que no encuentra sobre quién echar la contribución.

Cualquiera que conozca nuestra anarquía de las letras, sabe que en España aún hay riqueza imponible que hasta ahora han respetado los hacendistas, porque no la han visto.

Yo tengo el honor de presentar a la consideración de Camacho, si es que Camacho es capaz de tener consideración, algunas ideas luminosas que le suministrarán mucho dinero, no mío, porque yo no tengo de eso, sino del prójimo.

Con el campo que yo abro a los ingresos del Tesoro   —154→   se logran dos bienes: pingües rendimientos para el fisco, y una notable mejora en la literatura.

Comencemos por los principios filosóficos de mi plan rentístico.

La contribución es cosa que duele, es un castigo. Dígalo si no el Sr. Maltrana, que anda bebiendo los vientos por no pagar la contribución, y va a hacerse casi célebre y casi orador a fuerza de repetir que no le da la gana pagar.

Pues si la contribución es un castigo, debe pesar sobre los delincuentes.

En la literatura se cometen diariamente una porción de crímenes y faltas graves y menos graves, que quedan impunes, porque Apolo no tiene Guardia civil, y es un dios que reina y no gobierna. Dé el Estado fuerza coercitiva a la literatura, y todo se arreglará. Hay mucho escritor malo; no es cosa de mandarlos más allá de las islas Filipinas, no por ellos, sino por las islas, que se iban a perder; tampoco se les ha de llevar a la cárcel; ¿cómo castigarlos? Con la contribución.

Mi amigo Eusebio Blasco ha calculado que hay unos trece millones de españoles que escriben versos; si a estos se añaden los que no los escriben porque no saben escribir, pero los sueltan en forma de brindis, tenemos unos catorce millones; entre estos habrá media docena de sujetos que hagan   —155→   versos buenos de veras... Pues todos los demás son los contribuyentes de que trato.

Comencemos por el género, o, mejor, por la partida lírica.

Poetas del género Grilo. Pagarán cien pesetas por cada pie cuadrado de versos en que no digan nada entre dos platos.

Este se puede llamar impuesto sobre el viento, por lo ventosos que son tales poetas.

Poetas del género Velarde. Aquí hay que cargar la mano. Caldos y cereales: cada vez que hable Velarde, o quien haga sus veces, de los sarmientos y de los pámpanos, y del mosto -máxime si va con Agosto- pagará un dineral, con arreglo al arancel que estableceremos. Se le prohíbe hablar de las mieses, y de si conviene o no conviene que llueva para que salga el grano... ¿grano dijiste?... Venga la medida para áridos; a peseta por grano, señor poeta, y vamos andando. ¿Que ondea la mies imitando al mar? Pues cien pesetas por cada kilo de mies, y un 25 por 100 por razón de trasporte marítimo.


«Ya la oveja en el aprisco...».

Ganado lanar, cinco pesetas por cabeza. Pague usted, y sonsoniche.


    «El gallo ya cacarea
En el corral de la aldea...».

  —156→  

¡Yo le daré a usted el quiquiriquí! Cinco duros por cada ave de corral, y diez si es cabeza de familia, esto es, si es gallo.

Poetas del genero averiado, contribución sobre los ripios.


    Permíteme, aunque te asombre,
Y aunque tu pecho taladre,
Que ahora te hable como padre,
Después de hablar como hombre.

Permítame usted a mí que le ponga un sello móvil -un perro grande- al asombro, y otro perro móvil al taladro.

Poetas becquerianos.




Rima


    Ayer te vi pasar, ibas muy lejos,
       Yo sólo vi tu sombra;
No necesito más; eso me basta
       Y ya creo en la hostia.

Por sacrílego pagará usted mil pesetas de multa en papel sellado.

Esto, y mucho más, en cuanto a los poetas públicos.

Pero ahora vamos a la ocultación de riqueza de los poetas inéditos.

Es necesario hacer un catastro literario. Es preciso un amillaramiento de los manuscritos.

Se crea un cuerpo de liquidadores... no se   —157→   alarme el Sr. Rico... de liquidadores literatos.

Se crea otro cuerpo de carabineros críticos. Llega un autor de un drama que no se puede representar, según el poeta, porque el público no está preparado: el carabinero, el crítico, se deja querer, deja que el autor se lo lea, pero ayudado por la fuerza pública, a lo mejor de la lectura... ¡zas!, lo decomisa, lo lleva al liquidador, hace que lo pasen por el registro de hipotecas y que cobren por la inscripción y demás derechos esos caudales que suelen costar estas cosas.

«Ayer leyó el abuelo materno del Sr. X., en petit comité, a varios íntimos, unas poesías tituladas Hierba buena».

¡Bueno, bueno! Al registro con la hierba buena y el petit comité a la cárcel por encubridores.

«Ha sido nombrado de la comisión de... en la sociedad de escritores y escribanos...». Mil pesetas en sellos móviles...

«...el Sr. Fernández...».

Dos mil pesetas...

«y González».

Cuatro mil pesetas de recargo.

«El sábado próximo dará una velada en el Ateneo el eminente coplero...».

Sr. Camacho, a ese pídale V. un ojo de la cara.

En fin, por mí no queda. Si queréis, ya sabéis cómo se salva la Hacienda, y el arte de camino.



  —[158]→     —159→  

ArribaAbajoEl genio

Historia natural


Gracias a, Dios, yo he nacido en una edad floreciente, y llevaré al otro mundo mucho que contar en materia de celebridades.

Pocos días me despierto sin que el periódico que leo al desayunarme me anuncie la aparición de una estrella de rabo en el cielo sereno de las ideas.

¡Feliz yo que me codeo con tantos genios y hasta suelo tomar café con ellos, y pagárselo si a mano viene, que suele venir, porque los genios son gorrones de suyo!

Hace siglos, y mucho menos que siglos ¡ya lo creo!, no había genios en España; pero gracias a un galicismo, introdujimos esta planta en el cultivo de las letras; y, lo que tiene, ahora abunda más que la ruda.

  —160→  

Lo principal era introducir el vocablo; una vez el vocablo en casa, los genios fueron apareciendo, y ya se dan en toda clase de terreno. Los hay de todas clases y colores; de espiga, de cebolleta, dobles y sencillos. Lo mismo sucedió con la camelia; ahora ya la camelia ha dejado de ser una flor de lujo, y no hay americanete medio enriquecido que no tenga en su jardín cientos de camelias de las más hermosas variedades.

Y ¿qué es el genio? ¡Vaya V. a saber!

Yo conozco varios con su nombre y apellido; pero si me matan, no me atrevo a definir la especie. Genio es Pedro Sánchez, y Antonio Gómez, y D. Juan Fernández, y D. Venancio González, y D. Modesto Fernández y González, que viene a ser dos genios: uno en cuanto González y otro en cuanto Fernández. Pero ¿en qué consiste el genial del genio?, es lo que yo no sé.

He consultado muchos autores, y no lo sabe nadie.

Todo son frases, cierto, nada.

Últimamente los periódicos de Madrid, donde, como es sabido, escriben diariamente muchos genios, han hablado por largo del asunto.

Según yo puedo colegir de lo leído en los más acreditados periodistas que he consultado, parece ser que el genio se conoce en que se le tiene mucha envidia, y la crítica, y la autoridad a veces,   —161→   le persiguen. Pero va el genio... ¿y qué hace? Se venga escribiendo obras admirables, que dejan bizca a la crítica.

También se saca en consecuencia de lo leído, que el genio es algo excepcional, en quien no manda más que Dios y las moscas; que no se sujeta al yugo de la retórica ¡puf!, ¡la retórica!, ni paga contribución, ni el impuesto de sangre; en fin, nada.

En cuanto un gacetillero le llame a V. genio, ya puede V. echarse a dormir.

Los que suelen estar quejosos son los padres de familia.

Un crítico me contaba a mí, que como se le hubiera escapado una vez la palabreja por vía de elogio al tratar del primer drama que había escrito un muchacho, a los pocos meses se presentó el padre del genio a rogar al escritor que retirase la palabra; y le dijo con malos modos, que otra vez se mirase más para poner motes. Al muchacho no se le podía sufrir en casa. No había Dios que le hiciese ir a cátedra. Él no quería más carrera que volar por el éter, y movía los hombros con aire despectivo y como si en efecto moviese las alas y se remontase al quinto cielo. Tenía una novia, la boda era inminente, cosa de los padres; y el chico, so pretexto -y so zángano- de que la chica era vulgar, una burguesa, la dejó, y estaba empeñado   —162→   en enredarse con una tía suya casada. Para el genio, el matrimonio no es un sacramento ni cosa seria: es una convención vulgar, buena para las almas viles. Cuando le servían el chocolate en la cama, se lo tiraba a las barbas al criado, diciendo: -¡Dios mío, darle chocolate claro al autor de El Contubernio honrado!- Si el chocolate se lo servía la doncella, era ya otra cosa: en vez de tirarle el chocolate... en fin, era un condenado; y en efecto, tenía un genio que no se le podía sufrir. Y todo ¿para qué?

Pocos años después, el genio hacía oposición a una plaza de escribiente temporero, y le daban calabazas porque escribía contubernio con v y honrado con dos rr.

Desde El Contubernio honrado hasta las calabazas que le dio el ayuntamiento, el genio había bajado por esta calle de la amargura: Venganza contra venganza, -drama por el que se le recordó lo del sueño de Homero-. La orgía y el convento, -drama silbado-. El oro y la honradez, -comedia moral, silbada-. La época del celo, -juguete cómico pateado-. El viaje a la Polinesia, -mapa-mundi en cinco cuadros-. El autor fue perseguido por causas políticas; había logrado que se alterase el orden público en el teatro; pedía una restitución in integrum, por aquello de causa data, causa non secuta.

  —163→  

¡Pobre genio! Yo he visto en su casa un álbum, como el que suelen tener los ventrílocuos y los prestidigitadores. En él estaban pegados con obleas los recortes de periódicos en que se le llamaba genio, y se le aconsejaba que se atreviese a todo.



  —[164]→     —165→  

ArribaAbajoEl poeta-búho

Historia natural


-Señorito, un caballero quiere hablar a usted.

-¿Qué trazas tiene?

-Parece un empleado de La Funeraria.

-¡Ah! Ya sé quién es: es D. Tristán de las Catacumbas. Que pase.

Y entró D. Tristán de las Catacumbas, a quien conozco de haberle pagado varios cafés sin leche. Es alto, escuálido, cejijunto, lleva la barba partida como Nuestro Señor Jesucristo, tiene el pelo negro, los ojos negros, el traje negro y las uñas negras. Lo único que no tiene negro son las botas, que tiran a rojas.

Me dio un apretón de manos, fúnebre como él solo; el apretón de manos del Convidado de Piedra. Hay hombres que aprietan la mano como una   —166→   puerta que se cierra de golpe y nos coge los dedos. Es su manera de probar cariño.

D. Tristán habla poco, pero lee mucho. Es un poeta inédito, de viva voz; si se le pregunta cuántas ediciones ha hecho de sus poesías, contesta con una sonrisa de muerto desengañado: «¡Ninguna! Yo no imprimo mis versos: no hago más que leerlos a las almas escogidas». Para él son almas escogidas todas las que le quieren oír. Calculando el número de veces que ha leído sus versos, dice D. Tristán, usando de un tropo especial, que consiste en tomar el oyente por el lector que compra un libro, que sus Ecos de la tumba han alcanzado una tirada de nueve mil ejemplares. Quiere decir que los ha leído nueve mil veces a nueve mil mártires de la condescendencia.

-Pues Sr. Clarín, sabrá V. como he escrito otro libro de poesías y vengo a leérselo a V.

-¿Entero?

-Y verdadero; sí, señor. Pero tiene cuatro partes; leeremos una cada día, y en cuatro sesiones despachamos. Quiero saber su opinión de V., porque aunque a mí la crítica epitelúrica me importa un bledo, porque yo tengo el pensamiento puesto en lo alto (y señalaba al techo), como esta vez acaso me anime a dar mi obra a la estampa, si se muere un tío mío, a quien ya he dedicado un canto fúnebre...

  —167→  

-¡Ah!, pues cuente V. con ello.

-¿Con qué?

-Conque se morirá su tío de V.

-Eso creo; pues decía que si el tío me deja, agradecido, unos cuartos, imprimo el libro; y en tal caso espero que V. me tratará como merezco. Yo no pido más que justicia. Lo que quiero es que usted se penetre de esta poesía y no hable sin enterarse. Lo mejor para esto es que yo mismo lea mis versos y le haga fijarse en sus trascendentales pensamientos.

-¿Sabe V...? Me espera el barbero... Tengo una barba de tres días...

-¡Ah! ¿Usted se afeita? -exclamó el de las Catacumbas con acento de compasión... Que espere el barbero... Oiga V. la primera parte siquiera. El libro se titula El Réquiem eterno. Primera parte: «Idilio del subsuelo».

-Le advierto a V. que el subsuelo es del dominio del Estado...

-El subsuelo es aquí el del cementerio. La segunda parte, que leeremos otro día, se titula «Fuegos fatuos»; la tercera «Responsos de mi lira» y la cuarta «Rimas de luto». Le advierto a V. que yo prescindo de la forma.

-Hace V. bien; yo que V., prescindiría de todo, hasta de la madre que me parió...

-Prescindo de la forma y me voy al fondo.

  —168→  

-Sí; ya sé; al fondo de la tumba. Es V. el topo de la poesía...

-¡Bonita frase! Ahora oiga V... Primera parte: «Idilio del subsuelo».




I


    Llegaron los gusanos
A devorar su corazón de cieno;
En su sangre cebáronse inhumanos,
Y los mató el veneno.

-¿Que tal?

-Que les está bien empleado. ¿Quién les manda ser inhumanos a esos gusanillos?

-Esto de llamar inhumanos a los seres irracionales, no es cosa mía; lo he visto en un poeta que lee en el Ateneo.

-No, si yo no me quejo. Ya ve V.: a mí, ¿qué me importa? Yo no soy gusano.

-Continuemos.




II


La llevaban a enterrar...

-Como a la Constitución.


    -La llevaban a enterrar
En un ataúd muy ancho,
En el que llevan a todos
—169→
Los difuntos de aquel barrio.
El cadáver se movía
Con los tumbos que iba dando.
    Yo les hallé en el camino.
-Detened, les dije, el paso.
No va completo el vehículo,
Aún hay sitio para ambos;
Llevadme también a mí
Que yo la carrera pago;
Poco hay desde aquí a la muerte,
El viaje no será caro...

-¿Y le enterraron a V.?

-No, señor; todo eso es un decir.




III


Exhumaron su cadáver,
Lleváronlo al panteón...

-¿Esos habrán sido los progresistas?...

-¡Silencio!


    En el campo santo humilde
Sólo la tumba quedó,
Y en el hueco de la tumba
Enterré mi corazón.

Oiga V. ahora el IV. Y me leyó todos los números   —170→   romanos posibles; cuando terminó la primera parte, olía a difunto.

-¿Qué opina V.? Así, en conjunto...

-Opino que debe V. esperar, para publicar su Réquiem eterno, alguna ocasión solemne... por ejemplo, sería de mucha actualidad en el día del juicio...

-Eso es muy tarde...

-Bueno, pues cuando se inaugure la Necrópolis...

-Señorito, el barbero espera en la antesala.

-Dígale V. que se vaya, que hoy ya me ha hecho la barba este caballero...



  —171→  

ArribaAbajo¡Paso!

Es terrible la vida del literato en Madrid.

Entre el paseo de Recoletos y la calle del Arenal, entre el Ateneo y la Cervecería Inglesa, está toda la literatura madrileña; en cada esquina un novelista, o un crítico, o un orador, o un poeta lírico, o un autor dramático.

Tanta literatura ahoga.

Entra V. en un café, ¡qué atmósfera! Todo aquel humo ha salido de la cabeza de los cien ingenios que apuran alrededor de las mesas el único germen de inspiración que disfrutan, ¡el café!

Allí esta Fulanito, a quien V. ha dado un palo, -es la frase delicada que se usa; es el tropo insustituible-, le está mirando a V. con unos ojos que se lo comen. ¿Ve V. cómo muerde el cigarro? Pues   —172→   eso es un simulacro. Esos mordiscos son para usted. Se caería V. muerto a su lado y no le tendería una mano siquiera. Todo se le vuelve discurrir por qué le tendrá V. odio, mala voluntad. -¿Será envidia? ¿Será venganza?

Todo se le ocurre menos pensar la verdad; que se le maltrata porque escribe muy malas comedias.

Cada paso es un tropiezo, un literato un enemigo. Todos nos conocemos y todos nos despellejamos; pero es por detrás. Sólo V. que dice lo que siente en los periódicos es el procaz, el desvergonzado, el cruel, el mal amigo. ¿Quién no sabe que en cuanto sale del café, los compañeros le pulverizan, le arrojan toda la baba de la envidia o de lo que sea?

Pero eso no se publica, y estos desinteresados Genios de la Carrera de San Jerónimo, lo que quieren es que el público no se entere de que son unos malos copleros.

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Fernández Mengano ha hecho un drama; un crítico, su amigo, va y dice en el periódico de su jurisdicción, que Fernández Mengano es muy listo, pero no sabe escribir dramas, como no supieron, -que se sepa-, Confucio, Buda, Moisés, Zoroastro   —173→   y otras eminencias no menos talentudas que Fernández Mengano. Pero no, señor; él no pasa por eso. ¿Para qué sirve la amistad? Para decirle a uno que es digno émulo de Esquilo. Fernández encuentra, o mejor, busca a su íntimo amigo y colega el crítico, y le pide cuentas de su conducta. ¿Cómo se entiende? ¿Conque yo no soy un gran dramaturgo? ¿Conque no tengo genio? ¿Conque el argumento es ridículo? Reniego de tu amistad, pues tal has dicho. ¡Cría cuervos!, ¡cría cuervos!... y Fernández se va convencido de que se le ha hecho una traición porque no se le ha colocado por encima de Echegaray; que después de todo, no ha quemado tanto incienso como él en las aras de la crítica.

Así entienden los Menganos de nuestra literatura la amistad, la crítica y sus respectivos deberes.

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Los autores dramáticos de menor cuantía se han juntado en gremio. Toman un palco, o se lo regalan, y van y aplauden necesariamente, como van a la mar los ríos, como cae la piedra; aplauden todo lo que se representa. Do ut des, facio ut facias. Traducción libre: hoy por ti, mañana por mí.

  —174→  

El crítico les lleva la contraria, y ellos le llaman envidioso.

Efectivamente. Días atrás, el Sr. Bremón (Fernández) decía en La Ilustración Española: «¿Qué envidiarán ciertas gentes en el triunfo alcanzado en un teatrillo humilde por un pobre poeta novel?». Pues por eso, Sr. Bremón, ¿qué se ha de envidiar en los triunfos encargados de esos teatrillos, donde no se sabe qué despreciar más, si la falta de arte del cómico o la ineptitud del poeta?

Por lo mismo que no hay nada que envidiar, no se envidia nada.

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¿Le parece a V. que esto de decirle al lucero del alba las del barquero, lo hace uno por su gusto?

¡Vaya un gusto! Ir por la calle y pasar a la otra acera diciendo: -Huyamos; allí viene Pérez el silbado, que está resentido porque yo, fiel cronista, he dicho lo de la silba-. ¡Y después pasar a la otra acera otra vez, porque enfrente se ve a Sánchez, que le niega a uno el saludo porque no se ha hablado de sus poesías líricas, de sus Ecos del Abroñigal, colección de poesías descriptivas!

Un poeta a quien se le ha pegado es peor que un   —175→   inglés; se huye de él y está en todas partes. Sobre todo, en las oficinas, en las comisiones, en los consejos, donde quiera que se despache o no se despache algún expediente o cosa así que le puede importar a V.

¡Oh, bien se vengan de los críticos, bien!

El crítico que dice la verdad no medra, como es natural. Y el poeta llega de redondilla en redondilla a jefe de negociado, a director, a diputado, a Ministro. ¡Y entonces es la suya!

La historia está llena de ejemplos de estas venganzas que quedan en la sombra.

Pero en fin, ¡que se venguen!, pero que dejen el paso libre, que no se les encuentre en la calle, en el paseo, en el café, con esa cara de Banquo, con esa sonrisa sardónica que parece decir:

-¡Eh, eh!, ¿con que no soy un genio? ¡Tú me las pagarás!