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ArribaAbajoEl idilio de un enfermo

Novela, por Armando Palacio Valdés



- I -

No todos los literatos jóvenes siguen la trillada senda por donde han ido los muchos poetas malos que en España han sido y seguirán siendo, si Dios no lo remedia. Algunos, aunque pocos todavía, comprenden que la fama que se conquista en una velada de lírica barberil es poco duradera, y prefieren profesar el arte más difícil, menos bullanguero, pero más cierto de la novela, según hoy se cultiva. No hemos llegado en este camino tan allá como otros países latinos; no podemos ofrecer tantos nombres como Francia, que al lado de los maestros nos presenta discípulos tan notables como Maupassant, Huysmann y otros varios; ni hay entre nuestra juventud   —236→   bien orientada quien pueda por hoy competir con Capuana y el autor de Capelli biondi; ni siquiera con Portugal podemos igualarnos -si no vale contar a los maestros-, pues ninguno de nuestros novelistas principiantes llega a Eça de Queiros. Pero algo es algo, y tras Pérez Galdós y Pereda siguen ya algunos escritores de pocos años, mas de buen juicio y perfectamente enterados del asunto oportuno y de la forma adecuada de la literatura que merece llevar el epíteto de moderna, en el sentido de ser la más propia de nuestros días.

Sería una adulación más nociva que otra cosa añadir, para animar a los bien intencionados, que todos nuestros novelistas jóvenes aciertan. ¿Para qué mentir? ¿Se trata de tener muchos autores, o de tenerlos buenos?

Es indudable lo que ya indicaba hace poco el crítico de la Revista de España; las medianías (nombre con que aquí se conoce a muchas nulidades) amenazan invadir la novela realista, ni más ni menos que otros de su raza invadieron el poema descriptivo, y antes la prosa poética o la poesía prosaica de Campoamor. Es muy posible que antes de poco tengamos que quejarnos de que pululan demasiados Balzac y Flaubert de portal; y hasta puedo añadir que he notado algunos síntomas muy alarmantes.

Por ahora, sin embargo, no creo oportuno citar   —237→   nombres propios, y baste con dar la voz de alerta.

De todos modos, entre los que no son ranas y saben lo que hacen, conviene citar a José Ortega Munilla y Armando Palacio.

Y para que no se me quede nada adentro, rectifico diciendo que esos jóvenes son los dos únicos que hasta ahora han dado pruebas de ser novelistas verdaderos, sin que esto sea decir que los ensayos de otros sean en absoluto despreciables24.

Es claro que Emilia Pardo Bazán no va aquí citada, porque, sin ser hoy maestro, con su Viaje de novios, se ha colocado en una jerarquía especial, de que ahora no se trata.

Como mi artículo va destinado a una novela de Palacio Valdés, dejo a este para luego, y diré dos palabras de Ortega y Munilla, de cuyos buenos comienzos fui yo uno de los más vocingleros heraldos.

Y no me pesa. Insisto en creer que Ortega podría ser con el tiempo todo un novelista notable, si tomase más en serio la vocación. ¿Qué necesita para ello? Varias cosas: estudiar mucho más, imitar mucho menos y no escribir a destajo. ¿Quién le ha   —238→   metido a revistero de semana? (Ya sé quién, pero lo pregunto retóricamente); él no sirve para eso; su estilo, que se hace churrigueresco en esa «Agenda» hebdomadaria, había nacido para ser gala de nuestras letras, si lo limaban y contenían; pero Ortega en vez de aprovechar aquella delicadeza de sentido que tenía en la pluma, la consintió degenerar en enfermizo prurito, y ahora ya no cabe alabarle sinceramente como futuro artista de la palabra, cual yo lo hice en otro tiempo con mucho gusto y muy convencido.

Hoy ha pasado a la categoría de los lugares comunes el decir que Ortega «se está echando a perder» y hasta en el éxito de sus novelas se conoce este menosprecio de la opinión, injusto en gran parte, sobre todo, precipitado. Compárese la acogida que tuvo La Cigarra con la que mereció El fondo del tonel, de que no ha hablado nadie. Yo vería con mucho gusto al autor de Sor Lucila abandonar géneros que no son para él y volver al punto de partida, que era un amanecer de día claro. (Todo se pega, menos la hermosura).

Armando Palacio puede servirle de ejemplo. Cultivó primero la crítica y el género propiamente humorístico como pocos lo hacen ahora en España; adquirió crédito de censor sesudo y gracioso en el estilo, de gusto y conciencia; pues todo lo dejó a un lado, para dedicarse a la novela, y ahora apenas   —239→   escribe de crítica, a no ser para decirle de cuando en cuando a cualquier foliculario: ¡Hombre, no sea V. tonto!

No es tan flexible ni tan abundante la palabra de Palacio Valdés como era la de Munilla; pero, llevándole gran ventaja en las cualidades fundamentales, desde su primer novela se colocó por encima, pues Armando Palacio sabe hacer pensar, y Ortega solía tocar hermosas variaciones sobre asuntos ajenos. (Segundo consejo: imitar mucho menos...)

Dejo este peligroso camino de las comparaciones, por tratarse de dos jóvenes igualmente estimables, aunque el uno se esfuerce en malbaratar sus buenas condiciones de escritor, mientras el otro cuida con esmero de las suyas,




- II -

El idilio de un enfermo es la tercera novela de su autor, que tiene ahora treinta años. Para el novelista verdadero, treinta años es aún la primera juventud, y más para el novelista moderno. A la edad en que se pudo escribir Teresa Raquín, difícilmente se hubiera escrito La joie de vivre; Galdós no hubiera comprendido siquiera el asunto de La de Bringas, cuando hizo Trafalgar.

  —240→  

Palacio comenzó a ser novelista después de haber analizado muchas novelas ajenas con profundidad y seguro criterio. De aquí han nacido ventajas y desventajas. En él no hay ni uno solo de esos disparates que fácilmente se encuentran en las primeras obras de autores que después han sido eminentes. No se puede decir nunca al leer El señorito Octavio, Marta y María o El idilio; «¡Qué inocente!» ni «Aquí se le va la burra» (frase humilde que se emplea en los soliloquios críticos). Palacio es prudente, peca de prudente.

La gran preocupación de nuestro joven autor es el miedo a lo excesivo, así en la composición, como en la descripción, como en la narración; únicamente en el diálogo se le va la mano a veces y deja a los personajes decir trivialidades de pensamiento y de estilo, que podían excusarse.

Por temor a lo ridículo, a lo amanerado, a lo vulgar, a lo melodramático, contiene demasiado los ímpetus de espontánea inspiración, y sus últimas obras han perdido en este concepto con relación a la primera, aunque hayan ganado en habilidad y proporciones. El idilio de un enfermo sabe a poco, dicen muchos lectores; y es verdad. ¿Es que no hay asunto suficiente para una novela? No es eso; bastaba con los amores del enfermo y Rosa para una acción muy interesante, sin que dejaran de ser allí lo secundario, como lo son ahora también.

  —241→  

Pero el autor, creyendo acaso que la materia no merecía muchas páginas, precipita acción, interés, caracteres, y no nos da tiempo para conocer y amar a sus personajes. Es el Idilio una novela interesante, pero en cifra; los personajes vienen a ser iniciales, y su historia nos atrae menos por esto.

Rosa pudo haber sido poética figura tomada del natural con vigoroso y fresco pincel; pero cuando el lector empieza a estimarla, a seguir con cariño sus aventuras, acaba todo aquello.

No pecan los personajes del Idilio porque sean vulgares; el hombre vulgar tiene también su novela; pecan porque apenas los conocemos; se comprende en seguida que para el autor tienen mucho más interés los árboles seculares de aquellos bosques, las crestas de aquellas montañas, las yerbas de aquellos prados, las aguas de aquel río, que el anémico seductor y los aldeanos que le rodean.

No quiere Palacio penetrar en sus personajes, hacérnoslos ver por dentro, como si temiera que fuesen de madera, y por esto sabe a poco la novela. La seducción de una aldeana basta para interesar al lector ¡ya lo creo!, pero es necesario que primero le interese al novelista; aquí viene bien lo de si vis me flere.

Si se ha dicho con razón que no hay grande hombre para su ayuda de cámara (tal vez porque los ayudas de cámara no saben apreciar a los grandes   —242→   hombres) también se puede decir que no hay hombre insignificante para un observador. Aquel Juan García, de quien Bretón hizo una comedia, era un hombre vulgar, y sin embargo, la comedia interesa, porque el poeta estudió la vulgaridad de Juan García artísticamente.

Flaubert, que aborrecía a los burgueses, y decía a Jorge Sand -cuando escribía «La educación sentimental» primero, y después «Bouvard et Pecuchet»- que deseaba verse libre de aquellos tipos ordinarios, para no volver a escribir novelas de la burguesía prosaica; Flaubert, sin embargo, produjo obras inmortales al pintar esas vulgaridades que detestaba.

Si el protagonista del Idilio de un enfermo es un hombre común, si la acción lo es también, nada de esto constituye defecto; el defecto está en que el autor no quiso detenerse a estudiar y pintar despacio aquel caso vulgar, aquel hombre vulgar. No falta asunto, repito, falta novela.

Nada más legítimo que escribir un libro entero con materia muy pequeña, pero es a condición de examinar bien esa materia, de exponerla en todo su contenido: el animal microscópico es digno de estudio, pero no a simple vista.

Y es lástima que Palacio no haya querido aprovechar para obra más importante el escenario en que la presenta, la composición feliz del cuadro,   —243→   y muchos de los elementos que en él aprovecha. El cura, el seminarista, el molinero, el tío indiano, Rosa, merecían ser más conocidos, mejor estudiados; no se prestaba su plasticidad a ser tratada con difumino, ni en ligera silueta; necesitaban y merecían el buril.

Todo esto es censura y elogio a un tiempo, pues se da a entender que el asunto y los medios para tratarlo escogidos, no eran ingratos ni eran inútiles, y no hubo más sino que el autor pasó de largo por donde debió haberse detenido. El que diga que falta novela en otro concepto que el explicado, se equivoca, a mi juicio.

¿Quiero yo decir que para hacer interesantes a los personajes de una obra de imaginación es preciso penetrar mucho y detenidamente en su alma, meterse en muchas psicologías, como dicen con desprecio algunos críticos?

No: no es eso preciso, atinque suele ser conveniente. Cabe legítimamente dentro del arte (sea lo que quiera en la pura filosofía), que el autor no crea en eso que llaman con desdén los positivistas del Ateneo psicología vulgar (la psicología de Pascal, de Malebranche, de Balmes, de Sthendal y tutti quanti); cabe legítimamente que el autor no vea en el hombre más que el animal, que lo estudie como parte de la fauna del país en que coloca la acción; pero entonces es conveniente, para que la   —244→   obra interese, estudiar por dentro la vida de aquel animal, escudriñar su fisiología. De otro modo: es legítimo en el arte, si así lo quieren las ideas del autor, estudiar al hombre como un animal, como una planta aunque sea, pero nunca como un mueble. En El Idilio de un enfermo, sin llegar a tal extremo, Palacio deja intencionadamente en segundo término a todos aquellos pobres aldeanos, que se ve que le interesan a él mismo poco, y se extasía y hasta eleva su estilo ante los árboles, las fuentes, las nubes, la yerba fina y espesa, la niebla del río, los efectos de luz y sombra en laderas y hondonadas.

Hasta las costumbres, ideas, sentimientos colectivos de los aldeanos y rasgos cómicos individuales, entran allí como parte del paisaje. Esta especie de panteísmo natural es inveterada tendencia en Palacio, y prueba por sí sola que se trata de un escritor original, que tiene ideas propias, que ve el mundo a su manera y sabe retratarlo como lo ve.

El que en El Idilio de un enfermo no quiera leer entre líneas, o no sepa, tendrá motivos para decir que aquello es poco.

A un crítico se le ocurrió decir que sobraban el primer capítulo y el último, en que el enfermo aparece respectivamente en la consulta del médico famoso de Madrid y desaparece otra vez en la corte, envuelto por la corriente mefítica de sus vicios y   —245→   costumbres, abandonados por una temporada, la del Idilio. Yo no sé cómo a ese crítico puede agradarle la novela de Palacio, porque da a entender claramente que no la ha comprendido. El Idilio de un enfermo es uno de esos libros que tienen la nota secreta, la que no suena y está en la idea del público constantemente.

La poesía de la salud, expresada con medios realistas, eso es la novela; y el que de más importancia a la suerte de Rosa (y por cierto que ningún crítico preguntó si había tenido sucesión), no sabe lo que el autor ha querido decir y ha dicho efectivamente.

Cuando, después de la consulta, el protagonista sale a la calle y goza de la dicha de vivir, bebiéndola en todos los ruidos, en todos los colores, en los reflejos del sol, en cuanto es forma de algo que palpita existiendo, asoma ya la intención del libro, y con arte magistral. Vuelve a eclipsarse este interés superior, hasta que reaparece con más fuerza, en el momento en que el pobre anémico divisa los vericuetos donde está asentada la aldea que le dan por medicina. La llegada a la rectoral, el recibimiento del tío cura, el despertar en el campo, el paseo por el bosque (esto sobre todo), los preliminares de ha misa del pueblo, la misa, la romería primera, el viaje de descubrimiento que emprende el sobrino del cura entre avellanos y sebes, a lo   —246→   largo del riachuelo, hasta dar con el molino, los primeros escarceos amorosos, y otras descripciones y escenas análogas, son obra de pluma muy experta, y señalan una vocación seria de novelista. Algo así me decía un ilustre maestro hace días, en una carta que consagraba a hablar del libro de Palacio: «El día que el autor acierte con asunto universalmente simpático, se pondrá, por derecho de conquista, en primera línea».

Más debe halagar este vaticinio hecho en secreto, donde no cabe la adulación, al autor del Idilio, que los elogios desmesurados de estereotipia tributados por quien da pruebas claras de no comprender el verdadero mérito de su libro.

No: Palacio no es hoy uno de nuestros primeros novelistas; ni es halagarle decirle que ya ha hecho cosas tan buenas como las podrá hacer cuando sepa más de su arte: lo que se debe decir, porque es justo y es prudente, es que Palacio va a la cabeza de los jóvenes que siguen en la novela las huellas gloriosas de maestros como Galdós y Pereda.

En el estilo mejora de día en día, y eso que siempre fue el suyo correcto en general, elegante, animado y original. En el diálogo acierta las más veces, pero suele pecar de prolijo, y esto porque convierte en escenario el texto y deja que los interlocutores se digan todo lo que es probable que en tal caso se dijeran. Los diálogos, para que sigan siendo   —247→   naturales, sin ser pesados e insignificantes, han de ser interrumpidos por el autor cuando conviene; ha de dialogarse oportune; como se puede observar que hacen Zola, Daudet, y hasta Galdós, en sus últimas novelas (no en otras que pecaban del defecto que censuro). También se puede añadir que Rosa no siempre habla como una aldeana, y no me refiero a los conceptos, sino a las frases.

El lenguaje, correcto y puro en general, sobre todo en las escenas de la naturaleza, en que siempre y en todo se eleva el autor a la altura de los escritores ejemplares, es algunas veces, pocas, desigual, descuidado, como puede observarse en el capítulo primero, que es gramaticalmente el peor.

Para que vean los maliciosos que mi cariño a este joven novelista no me ciega (prueba de ello que van tantas agrias como dulces), hasta le reprenderé porque en algunos detalles olvida informarse de la verdad exacta en la fuente propia del asunto. Así en Marta y María hay un Consejo de guerra presidido por quien no podía presidirlo, y en el Idilio se habla de las Estrofas del Joven enfermo, de Andrés Chenier, y esa poesía... no tiene estrofas.

Pero dejando estas menudencias, termino diciendo con toda sinceridad que veo en Armando Palacio un eslabón seguro de nuestras buenas tradiciones literarias; que el que lee sus libros con   —248→   atención y alguna costumbre de juzgar en estas materias, le distingue pronto entre los muchos jóvenes aprovechados que escriben en prosa o verso, con gran aplauso de los círculos respectivos. Como novelista, tiene un camino seguro: la naturaleza; pero también un peligro: el quietismo literario.

¿Qué es esto? Largo sería de explicar ahora; pero algo va indicado, y eso bastará para que el autor del Idilio lo comprenda todo.





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ArribaAbajoCrónica literaria

Poesías por Carlos Fernández y Shaw. (Librería de Gutenberg, Príncipe, 14).- El ideísmo, por Campoamor.- Metafísica a la ligera, por Valera


Mucho tiempo hace que yo no hablo de tomos de poesías. Cada vez recibo menos y me doy la enhorabuena. Hace pocos años los ensayos, arpegios, preludios, cantos, ayes del alma, rayos, sombras (que con todos estos y muchos más apellidos salen a luz los versos) llovían sobre mi mesa. Ahora pasan meses y meses y no llega ni una mala carta. ¿Será que se publican menos renglones desiguales? ¿Será que el silencio con que doy mi parecer sobre tanta poesía, retrae a los poetas de enviarme sus obras?

Las poesías del Sr. Fernández Shaw merecen que se las considere como excepción y se hable de ellas y su autor con leal franqueza.

Es la primera vez que doy mi opinión por escrito   —250→   acerca de los méritos artísticos de este poeta andaluz, tan joven y tan alabado por la mayor parte de los periódicos.

Al frente de sus poesías aparece su retrato. Es un oportuno aviso para que el lector sepa a qué atenerse. Se ve en seguida que se trata de un niño. En sus labios gruesos se nos antoja ver todavía la humedad de la leche con que se nutrió en su primera infancia; no aquella leche de las escuelas de que hablan los críticos al juzgar a Quintana, sino la de una madre, una nodriza o un biberón, pero en fin, leche sin metáfora. Por si no bastara el retrato, el autor nos dice en la primera página del libro: «Diecisiete años llevo en el mundo y cerca de cinco emborronando cuartillas». Es decir, que el señor Shaw desde los doce años escribe versos. Yo conozco a muchos que los han escrito antes; pero la gracia no está en escribirlos sino en publicarlos y atreverse a someterlos al fallo de la opinión. De todas suertes, aunque el señor Shaw cometiese un crimen de lesa literatura, no sería a él a quien podría exigírsele responsabilidad criminal.

Como es absurdo tratar a un niño con la severidad que suelen merecer los hombres, anuncio, desde ahora, que cuanto haya aquí de censura se dirige a las personas que tengan que responder civilmente de los actos del poeta gaditano.

Lo primero que se nota en los versos de Shaw   —251→   es mucha facilidad para construir estrofas numerosas, que halagan el oído y se deslizan suavemente sucediéndose en vertiginosa corriente. Hay abundancia de palabras nobles sino siempre exactas, el instinto del bien decir, aspiraciones al colorido clásico de la tierra del poeta, todo lo que anuncia al que nació para cultivar aquella literatura de la que se puede decir:


¡Cuán gárrula y sonante por las cañas!

Lo malo es que esa poesía no es buena; ni siquiera es poesía; es música. Por eso en los versos de Shaw, ni con la mejor intención se puede ver nada que anuncie al ingenio poderoso, original, que llegará a decir algo por su cuenta, algo que haga pensar o sentir. Si las poesías de este niño le levantan un poco sobre el nivel de los que a sus años escriben odas a los tiranos y a los montes altos otras grandezas así, es sólo en cuanto a la forma del lenguaje poético; pero su pensamiento todavía duerme -acaso por buena suerte- el dulce sueño de la inocencia; todas las ideas son vulgares, más vulgares cuanto más rimbombante es la frase, y en lo patético como en lo que pretende ser filosófico, se ve no más que la repetición de lo que se ha leído en los autores sin entender lo que significa,   —252→   por lo menos entendiéndolo como puede un niño entender las amarguras de los viejos cuando dan lecciones de experiencia.

Otros, a la edad del señor Shaw, escribieron ya versos de sustancia, sincera impresión de lo que sentían; pero estos no cantaban a Nerón ni al Himalaya, ni pretendían pintar grandes cuadros de la naturaleza acumulando luces, truenos, brisas, nieblas, rayos y toda esa insoportable tramoya de los poetas nihilistas de nuestra hermosa Andalucía y otras provincias. Si el señor Shaw no es un poeta adocenado, no lo debe ciertamente a lo que dice, sino a la delicadeza que suele haber en lo más exterior de la forma, en el elemento más material de la poesía y a la abundancia y facilidad, que pudieran servirle mucho si estuviera de Dios que llegase a ser un buen poeta.

Estoy diciendo todo esto con pena, porque temo que los imprudentes elogios de ciertos amigos funestos, hayan despertado en el niño de quien hablo una precocidad lamentable: la precocidad del orgullo. Si el señor Shaw es de los que sólo admiten incienso, no lea este artículo. Recuerde, si está engreído (ojalá no) que cierto joven a quien aplaudió el público en el teatro, con lamentable imprudencia, llegó a caer tan bajo, que a estas horas él mismo debe estar persuadido de que no sirve para poeta. Nada le cuesta a un gacetillero imprudente descubrir   —253→   un genio cada semana. Lo malo es que esos portentos hebdomadarios se lo creen.

Al señor Shaw le han aplaudido mucho en el Ateneo, donde en materia de poesías hay un optimismo que de puro exagerado parece ya finísima ironía. Pero me apresuro a decir que no lo es. El Ateneo en masa no es irónico y puede asegurarse que no lo será nunca; cuando aplaude, aplaude de buena fe. Yo no he querido llevar hasta ahora mi jarro de agua en tributo de consideración y aprecio ante el joven poeta. Dejé hacer, dejé pasar. Tiempo había.

Y en efecto, ahora es la ocasión. Su tomo de poesías me autoriza para decirle lo siguiente:

Puede asegurarse que no es un genio.

Puede llegar a ser un poeta muy estimable.

Para ello necesita:

Escribir menos por ahora y leer y estudiar mucho.

Llegar a la edad en que le sea fácil comprender que la poesía ya no se ha de escribir imitando a poetas que hacían odas invocando el auxilio de la musa, y sintiendo arrebatos de la loca fantasía.

Debe huir de las malas compañías.

Son malas compañías:

Los poetas descriptivos, que parecen jardinillos del sistema Frœbel.

Los poetas sevillanos, hablando mal, es decir, los   —254→   que piensan que en teniendo un poco de ceceo ya se puede echar la lengua a vuelo y soltar endecasílabos huecos.

Otrosí, son malas compañías ciertos poetas buenos que alaban a todas las medianías, porque no hacen sombra y desprecian a los que valen tanto como ellos, porque lo valen.

Si el señor Shaw atiende a estos bien intencionados consejos, Dios se lo premie.

Y si los cree nacidos de mala voluntad y antipatía, Dios se lo demande.

* * *

La Metafísica es poesía, ha dicho, así, francamente, Ribot, y el ilustre Campoamor parece que ha querido darle la razón escribiendo, después de una Poética metafísica, una Metafísica poética.

La Metafísica de Campoamor viene a decir, en resumen, que son tontos los que no piensan como él. A primera vista parece esto una atrevida novedad; pero mirándolo bien se ve que desde Aristóteles acá, y aun antes de Aristóteles25, en las filosofías religiosas de los Vedantas indios, todas las Metafísicas han venido a decir lo mismo, más o menos disimuladamente, casi siempre con menos gracia.

Lo más gracioso de la Metafísica de Campoamor consistiría en la seriedad con que él habla de ella,   —255→   sino fuera más gracioso todavía que las bromas de Campoamor a veces son muy serias, en efecto.

Yo no creo, como algunos muy talentudos autores, que la intuición del poeta sea superior, en valor real, a las reflexiones del filósofo; pero tampoco creo, como algunos amigos míos krausistas, que el talento casi sobra en filosofía. Es evidente, hay chispazos de ingenio que son una revelación. Es más filósofo un gran poeta que un filósofo mediano, en esto no cabe duda. Por eso el Ideísmo de Campoamor vale más, aun como libro de filosofía -que es como vale menos- que la mayor parte de los libros que suelen escribir los más de los filósofos al uso. Es verdad que los estudios deben ser sistemáticos, pero a fuerza de sistema no se hace un ingenio, y a fuerza de ingenio se puede hacer un sistema, con verdades y errores como todos los conocidos.

Lo que es el Ideísmo, principalmente, un alarde de original y portentosa fantasía, aplicado a materias en que no suele haber muy brillantes lucubraciones de esta admirable y consoladora facultad del alma.

A muchas aves de corral de la moderna filosofía positivista, que tal vez no es filosofía ni moderna, les ha parecido una profanación, hasta un sacrilegio, el libro de Campoamor. Si en vez de tener aquí positivistas traducidos del francés de prisa y   —256→   corriendo, tuviéramos pensadores grandes, originales, aunque fuesen más positivos que la ley de aguas, se hubiera hecho justicia al Ideísmo, admirando el ingenio del autor y mirando con atención las veras que van entre sus burlas.

De las huestes del positivismo de farmacia ha salido un Zoilo, que escribe, en cierto periódico, críticas de cuanto Dios crió, y este joven dice que Campoamor debe dedicarse a sus zapatos y dejar la filosofía.

De otra opinión es don Juan Valera, autoridad para mí de mucho más peso que la del señor Chichón, como se apellida el crítico de quien trato. En efecto, un paralelo entre el señor Valera y el señor Chichón, nos demostraría que hoy por hoy es mucho más atendible la opinión del señor Valera.

Este sabio sin pedanterías es además de crítico sin rival y novelista insigne, todo un pensador. Pero en vez de ponerse una toga para meditar, o afeitarse la cabeza, va pensando por las calles, que es lo mismo que hacía Descartes cuando descubrió su sistema.

¡Campoamor y Valera! Dos nombres que sonarán a muchos como otros dos cualesquiera de los que suenan a notabilidad en esta España, empobrecida por la moneda falsa que toma; dos nombres que sonarán a muchos como estos otros, por ejemplo:   —257→   Cánovas, Alarcón, ilustres sin duda, pero... por méritos tan diferentes... Campoamor y Valera son de los pocos españoles que han llegado a comprender muchas cosas que los hombres de su talla comprenden rara vez en este país de los oradores continuos y de la escuela sevillana en poesía. Ya sé que no me explico bastante; pero no faltará quien me entienda...

Valera ha leído el Ideísmo y ¡es claro!, se ha entusiasmado; y como el entusiasmo es comunicativo, no ha podido menos de coger la pluma y escribir algo con motivo del libro de Campoamor; ese libro, que ya estaba condenado por los innúmeros hombres serios que hablaban hace pocos años de las contradicciones de Moreno Nieto, creyéndose superiores al ilustre santo-sabio, porque ellos no se contradecían ni piensan contradecirse en su vida.

Valera cree que el libro titulado el Ideísmo es excelente, y a pesar de que está escrito por un aficionado, merece seria atención en sus burlas y en sus veras. Y de esto ha surgido la más graciosa, discreta, simpática y fecunda controversia de cuantas ha habido en España hace mucho tiempo entre hombres listos de veras y pensadores a su modo.

Metafísica a la ligera titula el autor de «Pepita Jiménez» la serie de cartas que está escribiendo a Campoamor y ven la luz en el Día. Pronto formará un tomo aparte esta original y muy graciosa   —258→   excursión del señor Valera a la metafísica, y para entonces dejo el hablar de ella con todo el detenimiento que merece.

Pero ya, desde luego, se puede elogiar lo maravilloso de la forma, la sencillez del estilo, la profundidad y a veces originalidad del pensamiento. Las cartas 2.ª y 7.ª son hasta ahora las mejores, en mi humilde opinión, y prueban que debajo de un frac bien cortado puede haber todo un pensador.

Los filósofos de Real orden que enseñan en muchas de nuestras universidades Metafísica, y han jurado ser de por vida tomistas, o escoceses (de estos hay) o kantianos, o semi-hegelianos y entienden de esta manera la división del trabajo, estos filósofos de tablero de damas juzgarán como una profanación la Metafísica a la ligera, que por lo pronto tiene un mérito insigne que rara vez tienen otras Metafísicas; a saber, que como el nombre indica, no es una Metafísica pesada.

¿Qué pensará el señor Fabié, por ejemplo, de la filosofía de Valera?



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ArribaAbajoA Menéndez Pelayo

Con motivo de la publicación de sus poesías.- Epístola joco-seria, en estilo familiar y verso libre e independiente



    Sucede, por recóndito motivo,
Quizá patente a la futura ciencia,
Que después de lecturas agradables,
Donde el verso feliz se ve enlazado,
Como en telas briscadas hilos de oro,
Al pensamiento, cuyo aroma exhala,
El constante lector en su cerebro
Repite, sin querer, el sonsonete
Del cadencioso ritmo, y habla sólo
En verso pobre que le da jaqueca.
-Después de deleitarme en el encanto
Del libro que me mandas, vaso lleno
De la miel del Himeto consabida,
Quiero escribir en prosa la alabanza
Digna de ti; pero, rebelde, el curso
—260→
Tuerce mi numen (por la vez primera
Lo llamo así), para escribir en verso,
De puro libre, casi demagogo.
¡Versos! ¡Y de Clarín! Prohibido tiene
Mi pobre ingenio el trato de las Musas;
Crítico soy, lo dicen los diarios;
El subsidio industrial también me toma
Por crítico no más. En hora buena.
Renuncio a la sagrada pöesía:
Conste que escribo en prosa hasta los versos.
-Y ahora hablemos de ti. ¡Feliz mil veces
Tú que sabes vivir a un tiempo mismo
En Las Cuatro Naciones y en Atenas!
¡Poder de la abstracción! Yo quiero en vano
Olvidar que el tendero de la esquina
Fue miliciano nacional, y sabe
Que los dioses se van, o ya se fueron.
Ayer topé con él; le di tu libro.
¡No puedes ni soñar qué cara puso!
«¿Versos de Marcelino? ¿Ese Menéndez
Oscurantista, memorión insigne,
Butifarra de griego y latinajos?...
¡Buenos versos serán! La pöesía,
Señor hidalgo26, prosiguió, la quiero
Espontánea, brotando de repente
Como Minerva... En fin, lo que asegura
El crítico del Eco de las masas,
Hombre que, sin estudios, sabe tanto
—261→
Como pueden saber cien Marcelinos.
Y lo que dice el crítico, la ciencia
Flores de estufa da, no las que brotan
En primavera en los incultos prados.
¿De qué sirve saber, si no se sabe
Sentir de veras, y cantar a Riego,
Y al vapor, y al telégrafo, y el santo
Derecho de votar en los comicios?
Dadme el poeta que, entusiasta, siga
De lo futuro la invisible senda.
¡Qué me importa el latín ni lo pretérito!
Los muertos ideales»... y seguía
Diciendo desatinos que le enseña
El crítico del Eco de las musas.
Feliz tú, que en la tienda retirado,
¡No vienes a luchar en las pedreas
De las callejas con la prensa libre!
¡Triste suerte la mía, porque adoro
El arte, como tú, puro, exquisito...
¡Pero soy liberal, como el tendero!
Yo ni el talento, ni el saber, tan raro
En mozos de tu edad, ni la galana
Forma del noble estilo, ni la gloria,
Nimbo ya de tu nombre celebrado,
Envidio, porque tengo la fortuna
De saber admirar en frente ajena
Lauros que nunca ceñirán la mía;
Y sé, por bendición del alto cielo,
—262→
En el silencio de mi hogar, el llanto
Deleitoso sentir, cuando lo mueve
La sublime ternura que me causa
El contemplar bellezas que crearon
Los hijos de mi patria y de mi tiempo.
Yo lloro con Galdós, mas no de pena,
Con lágrimas que el arte sólo arranca;
Lloro de admiración; lloro contigo
Cuando leo los versos en que dices,
Sin querer descubrirlos, los secretos
De tus entrañas, que, con ser un sabio,
No se libraron de común cadena.
Otra gloria mayor ni más ventura
No quiero merecer: amar el arte,
Y amarle más, si es obra de los míos.
-Y tú eres de los míos, porque, entiende,
Que no sólo del aula fuertes lazos
Nos juntan a los dos; porque yo, heleno,
Aunque indigno, también nací en Arcadia,
Amé la Grecia como tú, mis ímpetus
Volaron hacia allá; crucé las islas,
Posando en todas de las alas de oro
De mi soñar el vuelo infatigable...
Mas tuve que volver, que me llamaron
A la prosa del mundo grandes voces...
Y aquí me tienes, explicando en cátedra
Las Armonías... de Bastiat. ¡Siquiera
Fuesen las de Pitágoras sublime,
—263→
Que escuchaba los himnos de los astros!
¿Qué más? Hasta el amor me salió en prosa.
¿Tú amaste a Aglaya, a Lidia y a Epicaris?
¡Pues bien! ¡Mi novia se llamaba Pepa!
Eso te envidio: tu vivir sereno
En la región que Admeto dominaba,
Apolo desterrado, que en el mundo
Tienes los pies, con el disfraz sencillo
De mísero pastor; mas con la mente
Tocas el cielo eterno, donde habitan
Venus y el dios que esparce los perfumes
Al otorgar, doblando la cabeza.



  —[264]→     —265→  

ArribaAbajoDon Ermeguncio o la vocación

Del natural


Cuándo y por qué se empezó a hablar de don Ermeguncio en los periódicos? Nadie lo sabe; yo solo puedo asegurar que yo siempre oí llamarle literato distinguido.

La vez primera que su nombre significativo sonó en mis oídos -por lo demás era ya famoso- fue con motivo de unas oposiciones a una cátedra de psicología, lógica y ética. Sí; yo lo vi en la Gaceta; estaba el último en la lista de jueces. D. Ermeguncio de la Trascendencia, autor de obras; Don Ermeguncio era, pues, ya por aquel entonces autor de obras.

Eran los tiempos en que mandaban los krausistas. Por aquella época todo se dividía en parte general, especial y orgánica. D. Ermeguncio había escrito   —266→   una Memoria sobre el arte de extirpar los caracoles en las huertas; y una Sociedad de Antropología general le dio un accesit por su trabajo, que se dividía, no faltaba más, en parte general, especial y orgánica. Ignoro por qué una sociedad de Antropología perseguía los caracoles; pero consigno un hecho.

Otra vez le adjudicaron a Trascendencia una rosa natural, que le tuvieron que mandar a Madrid desde Alicante. La había ganado en un certamen escribiendo una oda en verso libre A la influencia de las bibliotecas populares en el adelanto general de la cultura. Por supuesto, la oda iba también dividida en parte general, especial y orgánica.

Por estas dos producciones principalmente llamaba la Gaceta autor de obras a D. Ermeguncio de la Trascendencia.

Primero faltaba el sol que D. Ermeguncio dejase de asistir a la clase de todos los catedráticos que habían sido o estaban a punto de ser ministros. Él ya era doctor; ¡pero amaba tanto la ciencia!

Desde que fue juez de oposiciones, Trascendencia se creyó en sazón para considerarse, sin prejuicio ni sobrestima, un hombre importante, de la clase de los sabios, subclase de los filósofos.

Pero vino Pavía y el sistema filosófico de D. Ermeguncio se disolvió como el Congreso. Aquella crisis de la política coincidió con una crisis económica de Trascendencia.

  —267→  

Los sucesos le cogieron sin un cuarto. Comprendió que no había modo de sacarle jugo a la filosofía con la nueva situación. En la Universidad ya no se hablaba del concepto de nada, en los periódicos todo se volvía personalidades, politiquilla vil y rastrera. «Apliquemos -se dijo-, la filosofía a la vida real, a la actividad de los intereses temporales, en una palabra, hagamos filosofía de la historia». Y por recomendaciones de un ex-ministro entro en una redacción en calidad de redactor de fondos filosófico-políticos y revistero de libros y teatros. Sus artículos se titulaban La política esencial, El formalismo político, Más principios y menos personas, etc., etc. Pero nadie los leía, ni el corrector de pruebas, que dejaba pasar todos los perjuicios de los cajistas en vez de los prejuicios de D. Ermeguncio. Una vez hablaba el redactor de la infinita bondad de Dios, y los cajistas pusieron la infinita bondad de Díaz, produciendo una especie de antropomorfismo que estaba Trascendencia muy lejos de profesar. Estas erratas le desesperaban, pero su pena era ociosa, porque nadie leía sus artículos. «Casi me remuerde la conciencia -se decía- de cobrar trabajo tan inútil; porque no está el país para esta política fundamental». Ignoraba el mísero Trascendencia que en aquella redacción no se cobraba. Al redactor que pedía el sueldo se le echaba a la calle por insubordinado. «¡Cómo! -exclamaba el   —268→   director-, ¿usted piensa que aquí nadamos en oro? ¿Que vivimos de subvenciones? No, señor, aquí se juega trigo limpio». Ni limpio ni sucio, porque no había trigo. D. Ermeguncio tuvo que convencerse de que en España el periodista suele ser tan filósofo como el primero en lo de no cobrar. «¡Y para esto -gritaba comiéndose los codos-, para esto abandoné yo mis trabajos especulativos y mis visiones poéticas!». Y suspiraba pensando en sus estudios de antropología y en su oda a la influencia.

Así pasó mucho tiempo, esperando la edad de la armonía, como él llamaba al primer pronunciamiento que le trajese a los suyos, y fumando pitillos prestados. Sí, prestados, porque Trascendencia con el hambre sentía una ansia de chupar que estaba muy por encima de su presupuesto, y tuvo que arrojarse a naufragar en una inmensa deuda flotante de tabaco rizado. Era un préstamo de consumo que le hacían gustosos sus admiradores, a los que prometía pagar con creces cuando él fuera a Filipinas a arrancar la enseñanza pública de las garras de los frailes y a arreglar la cuestión del tabaco. D. Ermeguncio asistía al café de París después de comer (los demás), y asistía allí porque economizaba medio real... a sus amigos. En cambio, en papel les gastaba el oro y el moro. Pero ¡qué importaba, si sabía tanto y era amigote de D. Pedro y de D. Juan, unos personajes que le tuteaban!

  —269→  

Uno de sus estanqueros, como él los llamaba en broma, le ofreció cierta noche una canonjía: una correspondencia pagada para un periódico de provincias. El periódico se llamaba El Faro de Alfaro. A pesar de la cacofonía del título y de lo cursi de la redacción, Trascendencia aceptó los doce duros mensuales y la carta diaria sobre política, ciencias, artes, agricultura, y especialmente todo lo relativo a los intereses del país, tal como insultar a los diputados de la provincia por su morosidad, etc., etc. Además había que hablar mucho del Ateneo, de los estrenos y decir chistes, terminando siempre con le mot de la fin, como los periódicos de París.

Muy de otro modo entendía Trascendencia la misión del corresponsal concienzudo; pero hubo de transigir, y olvidando que llevaba dentro de sí al autor de la oda a la influencia, y al juez de oposiciones, se puso a escribir su primera carta al director de El faro de Alfaro.

La primera dificultad con que tropezó fue que no sabía dónde estaba Alfaro, ni si era puerto de mar, ignorancia muy común en filósofos y literatos españoles. Su amigo, que era de allí, y por eso lo sabía, le enteró de todo, y le dijo además que a quien había que dar de firme era al alcalde; porque llamarle bruto desde el pueblo no tenía gracia, pero diciéndolo desde Madrid era cosa de que él mismo   —270→   lo creyese. En fin, D. Ermeguncio empezó: -Sr. Director...

¿Pero qué le iba él a hablar a un director que pedía noticias frescas de todo; de la Bolsa, del Congreso, y así discurriendo, hasta noticias frescas del pescado fresco? Trascendencia no sabía nada de nada. Le faltaba ropa decente para entrar donde se pescan las noticias; no conocía a nadie, y si preguntaba algo, le engañaban de fijo. «Pero, ¿qué le importará a esta gente saber los chismes de Madrid? ¿No les basta con los de su pueblo? ¡Cuánto mejor les estaría que yo les hablase de los adelantos de la psicología, que ahora resulta ser puro monismo (de esto hace años) y que les diese mi opinión acerca de la religión de los animales, opinión que acabo de adquirir en la Revista positiva!». Pero no había remedio, había que someterse a las exigencias de la preocupación vulgar, y Trascendencia inventó un sistema: copiar el Diario de Avisos para la sección de intereses materiales, y La Correspondencia para la de intereses morales; pero lo que copiaba de La Correspondencia lo ponía en cuarentena, y con tan plausible motivo dejaba a la juguetona musa de los chistes hacer de las suyas. ¡Qué tal serían los chistes de Trascendencia que ni a él mismo le hacían bendita la gracia! En cuanto a le mot de la fin lo copiaba de Charivari y del Fígaro alternativamente.

  —271→  

Otra gravísima dificultad para D. Ermeguncio era que no sabía empezar nunca a hablar de lo que debía. Que se habían descubierto unas carpetas falsas; pues empezaba así la carta al Faro de Alfaro:

«Señor director: el hombre es un compuesto de alma y cuerpo; de aquí que esté íntimamente ligado con la naturaleza y tenga necesidades económicas; la esfera propia de la actividad económica en el Estado en lo que se llama Hacienda publica...» y por ahí adelante; cuando llegaba a hablar de las carpetas, ya no cabía la carta en el periódico.

Llegó la hora de cobrar. Giró y la letra volvió protestada. El Faro de Alfaro había muerto. Los suscritores no querían un periódico que no sabía más noticias de Madrid, sino que todo lo real es racional y viceversa, según Hegel.

Trascendencia volvió los ojos al teatro. Era preciso regenerar la decadente dramática y hacerse unos pantalones, porque los puestos se le caían a pedazos. Al fin en el teatro se cobra.

Escribió un drama que se titulaba... Prejuicios contra prejuicios.

El empresario del Español preguntó a D. Ermeguncio:

-¿Qué significa esto? Querrá usted decir: «Perjuicios contra perjuicios», y aun así no se entiende muy bien.

  —272→  

-¡Dale! ¡Lo de siempre! No, señor, prejuicios contra prejuicios quiero decir.

-Bueno, pues dígalo usted; pero no será en mi teatro donde se estrenen esos prejuicios que usted dice, y que yo tengo por perjuicios para mí.

-Le cambiaré el título a la obra.

Y volvió con ella al teatro: ahora se llamaba «Antítesis de la vida».

-Déjela usted ahí -dijo el empresario.

Y allí se pudrieron las antítesis. D. Ermeguncio de la Trascendencia, que hasta entonces había creído que el mal es accidental en la vida y debido sólo a nuestra finitud, comenzó a darse a todos los diablos del infierno, aunque no los llamaba por su nombre, porque él no creía en la demonología ni en la angelología. De lo que él estaba seguro era de que había nacido con la suerte más perra del mundo.

Indudablemente yo no soy de mi siglo. Feliz el señor Núñez de Arce que es de su siglo, como dice en sus versos; yo no, yo no debía haber nacido hasta que llegara la edad de la armonía. Uno de esos poetas que persiguen el ideal, y de camino el turno pacífico, consiguen al cabo el turno, aunque el ideal sea inasequible. Pero yo no consigo nada.

Ermeguncio hizo el último esfuerzo.

-Voy a escribir -se dijo- una obra inmortal   —273→   de filosofía; se la llevo a un editor, y si me la paga como, y si no, que él se las arregle con el fallo inapelable de la historia.

Y dicho y hecho. Comenzó a llenar pliegos y más pliegos de filosofía, y cuando tuvo escritas dos mil páginas de investigaciones ascendentes y otras dos mil de las descendentes, se presentó a un editor que a la sazón publicaba El latente pensante, traducido al chino.

El editor era muy bruto. Esto no tiene nada de particular.

Siempre había tenido un criterio muy raro para las obras del ingenio humano en siendo escritas. Él había sido maestro de escuela, y nadie le sacaba de sus trece, el mejor escritor es el que mejor escribe. Esto pensaba Sánchez el editor, aunque no se atrevía a decirlo, porque la opinión general era muy distinta.

Don Ermeguncio le presentó sus resmas de filosofía ascendente y descendente, y ya temía que Sánchez se las tirase a la cabeza, cuando notó que el concienzudo editor abría los ojos y la boca, tan asombrado como podía estarlo un partidario de Torío, que ya no esperaba ver una gallarda letra bastardilla en lo que le quedaba de vida.

Sánchez dejó sobre la mesa la filosofía de ida y vuelta con el respeto con que el sacerdote deja el copón en el sagrario, y abriendo los brazos, cerrolos   —274→   después que tuvo entre ellos, y le apretó a su gusto, al autor insigne, al escritor de los escritores, al escritor de mejor letra que había conocido.

-¡Esto es escribir, esto es escribir, y lo demás son cuentos! -exclamó Sánchez-; esto es Torío puro, Torío sin mezcla. Usted conserva la buena tradición; usted es mi hombre. Esto no se imprimirá como cualquier libro con letra de molde; esto se conservará en litografía; esto debe pasar a la inmortalidad como monumento caligráfico. Y usted, joven ilustre, flor y nata de los pendolistas, el mejor escritor del mundo, usted tendrá casa y mesa, y dinero para el bolsillo, y el oro y el moro, porque yo le tomo a usted a mi servicio; usted será mi secretario, mejor dicho mi escribiente...

Trascendencia dudó entre matar a aquel hombre, incapaz de comprender su sistema, o aceptar la plaza que le ofrecía.

Y siendo filósofo de veras por la primera vez de su vida, dijo:

-Seré su escribiente de usted.

-Pero júreme Vd. conservar estos perfiles, estos rasgos, esta santa y pura tradición de Torío.

Lo juro. Y Ermeguncio vivió feliz, cobró a toca teja, y no volvió a pasar hambres ni filosofías. Al fin había seguido la vocación.

Había nacido para escribiente.



  —275→  

ArribaAbajoLiteratura de oficio

¡Estamos frescos! Ya no falta más que a Cánovas se le antoje emular las glorias de Alonso Martínez y hacerse cómico -trágico ya lo es- y tomar por su cuenta el Teatro Español.

Él es novelista (contando por los dedos), poeta lírico, crítico de teatros, de libros, historiador, orador continuo, Presidente del Consejo de Ministros, presidente de las calamidades de Murcia, presidente de la Academia de la Historia, presidente del Ateneo y bizco del derecho. En todo se mete.

Quisiera yo ver a Cánovas a pie, a ver si hacía tanto ruido.

Quiero decir, sin todas esas presidencias.

No concibo cosa más asquerosa que las alabanzas   —276→   que estos días tributan algunos periódicos conservadores al monstruo.

Uno de ellos dice que el año pasado, al oír el discurso del presidente del Ateneo, el entusiasmo de sus amigos era locura...

Señores, comprendo volverse loco por una mujer, por el premio gordo y hasta motu proprio, ¡pero por Cánovas!

Vamos a ver, señores, que se me cite, un pensamiento solo, una sola frase de Cánovas que sean nuevos.

A esto me dirá alguno de esos tonti-locos que le admiran.

-Amigo mío: nada hay nuevo debajo del sol.

Y replicaré yo:

-Pero qué, ¿D. Antonio está debajo del sol?

Pues a oírles a ustedes, nadie lo diría.

Sólo conozco dos cosas originales de Cánovas: la Constitución interna, y una charada que muchas veces se repite en las tertulias cursis:


Con la prima y segunda
       de mi tercera
       te doy el todo.

A un baroncito, empleado, le oí asegurar que esta charada, cuya solución es puntapié, la había discurrido Cánovas.

Y añadía el baroncito:

  —277→  

-¡Es mucho hombre!27

Pues bien; fuera parte -como dice un clásico- ese puntapié y la Constitución interna, que es una serie de puntapiés, ¿qué ha inventado D. Antonio?

¡Pobre fama de Cánovas literato, si los tiempos no fueran eminentemente cursis, por lo que a las letras se refiere!

¿Si creerá él que es castizo escribir imitando los términos más o menos jándalos de su tío Estébanez Calderón? El Solitario era amanerado en el escribir (con perdón de Menéndez Pelayo), pero tenía alguna gracia, y sabía mucho diccionario.

Pero su sobrino no tiene gracia, como no sea en el mirar, y escribe como habla, a tropezones y diciendo con cien palabras lo que podía ir en diez.

¿Cuándo Cánovas ha hecho trabajo alguno, de conciencia, que revele en él un artista? ¿Cuándo ha expuesto una idea propia que nos anunciara un filósofo?

Pero, amigo, es un literato de oficio.

Tiene uniforme de Presidente del Consejo de Ministros.

Y lo peor es que no sólo se empeña en pasar él por artista, sino que también quiere imponernos otras notabilidades, que no es lícito juzgar siquiera.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

  —278→  

Debo advertir que nada de esto es política.

Todo es literatura... en papel sellado.

Y además, por ahora la política de todo buen español debe concretarse a convertirse en foie gras, para que se lo coman Cánovas y otras modernas glorias de la tribuna.

* * *

-¿Conque Castelar propone a Martos?

-Sí; pero Castelar propone y los neos disponen.

El candidato serio es el P. Mir.

¡Si siquiera fuese Mir... tos! Pero no, le basta con medio apellido para triunfar.

No niego al P. Mir sus méritos, ni los de Nuestro Señor Jesucristo; pero la verdad... ¿a que no entraba si no fuera Padre?

Además, para ser académico sin dificultad, hace falta no ser envidiado.

Martos ofende a Cánovas porque habla mejor que él, y ofende a Catalina que ni siquiera habla.

Y el P. Mir no ofende a Cánovas ni aun en lo de su paternidad, porque precisamente Cánovas viene a ser una cosa así como el P. Eterno.

(A lo cual dirá La Época: Eso es... pero un poco más enérgico.) -En resumen: Cánovas es lo que decía Moreno Nieto: un semisabio.

  —279→  

Los señores militares me dispensarán; pero a ellos también les toca algo de la literatura de oficio.

Un militar, como hombre, puede ser todo lo literato que pueda; pero esa frasecilla de «ora la pluma, ora la espada... y ora pro nobis», no me hace gracia.

Dejen en paz a Ercilla y a Calderón, y a Garcilaso... No es eso.

Es que aquí, en cuanto un capitán escribe algo, ya se grita: ¡Qué gracia! ¿Quién lo diría? ¡Escribe... y es capitán! Y la gente no se para a ver si está bien o mal lo escrito, sino que es de un capitán.

Esto de que los militares alaben en masa a sus literatos, me parece mal, como aquello de que los periodistas su incomoden en masa, porque se ridiculice28 a los periodistas... ridículos.

Los militares pueden ser buenos literatos; pues ya se ve, ¿qué tiene eso que ver? Pero, por lo mismo, no debían ustedes admirarse, ni reunirse para admirarse, mucho menos.

La fama del literato debe nacer y criarse ella solita, sin aperitivos ni aditamentos (palabra fea) de bordaduras y cimeras.

Defender a todos los periodistas, cuando los hay que dicen «de que» y «haiga», es cosa mala.

Y alabar a todo militar que escribe, es cosa peor.

  —280→  

Pero lo pésimo es llevar al Sr. Velarde al círculo de «no sé qué militar» y dejarle leer un romance en prestigio de la clase, y lleno de espíritu de cuerpo.

¡Sr. Velarde, ahí estamos!

¡Y yo que le hacía a usted en Filipinas!

Leí en La Correspondencia que un Sr. Velarde iba de interventor de pagos, o cosa así, y a Manila, y dije: será él. Sí, me lo daba el corazón; aquellos poemas, como los dramas de Retes, tenían que parar en Hacienda, que es siempre la que paga el pato y los versos malos.

¡Y ahora resulta que usted está en la Metrópoli, entreteniendo a los militares con coplas!

¡Como quien dice, brindándoles con las delicias de Capua!

¡Oh; usted hará carrera!, usted irá lejos, como dice el Sr. Ladevese, que también llama banal a lo vulgar.

Al decir que usted irá lejos, no me refiero a Filipinas; cometo un barbarismo.

Puede usted ir o quedarse; ahora, si buenamente quiere usted irse...



  —281→  

ArribaAbajoDe profundis

La Unión quiere meterle miedo a El Siglo Futuro, y escribe del infierno con todos sus diablos y altos hornos.

¡Hombre, el infierno! me dije yo al leer el artículo: ¡venga de ahí! Estos recuerdos de la infancia, consuelan. La imaginación, ya amortiguada, renace y cobra nuevo vigor con estas hermosas perspectivas del tiempo pasado. ¡Oh, qué feliz era yo cuando creía en el infierno!... Era cuando jugaba al trompo.

¡El infierno, el infierno! ¡Cuánto me alegro de volver a verle, quiero decir, de volver a acordarme de él! Indudablemente, cuanto más poético es el catolicismo que esta fría reserva a que el sentido común le condena a uno en punto a las cosas de tejas arriba y del suelo abajo! ¿Por qué no había   —282→   de haber infierno? Dice bien La Unión: «la mayor parte de los hombres son egoístas, y el loco por la pena es cuerdo». El egoísmo es la ley del mundo, puede decirse, y por lo pronto es la ley de la Iglesia. Ihering atribuye al egoísmo del pueblo romano la grandeza de su derecho y de sus conquistas; y es que, en rigor, ser egoísta no es más que satisfacer los instintos naturales. Fuera de tres o cuatro docenas de ministros que lo son por sacrificarse al país, casi todos somos egoístas.

Pues si todos somos egoístas, nada como el infierno, o sea el dogma terrible, que dice La Unión, para poner las peras a cuarto a la pícara humanidad.

De esta lógica mestiza se saca en consecuencia, viniendo de una en otra, como hacen los escolásticos, que para justificar la existencia del infierno, un dogma, es necesario que el egoísmo impere; y también se saca que el día en que la humanidad mejorase y no fuesen los egoístas los más, sino unos pocos, tal vez ninguno, el infierno no tendría razón de ser, y habría que cerrarlo, o dedicar el local a otra cosa.

¡Buena está la teología de La Unión! El día en que los pecadores tengan el dolor de contrición en vez del dolor de atrición, y eso es el desideratum, ¡adiós, infierno!

La Unión dice, además, que no se puede esperar   —283→   que encuentren su utilidad en practicar la moral en los grandes conflictos de la vida los hombres reales y verdaderos del pueblo bajo, y medio, y alto. Vamos, todos los hombres reales y verdaderos.

¡Bonita idea tiene La Unión de sus semejantes! ¿Conque el infierno se explica porque el mundo es un presidio suelto? ¿Conque cuando se cruza un interés no hay moral que valga?

¡Acabará La Unión de expresar el programa de los mestizos!

Su filosofía es una mezcla de Leviatán y P. Astete, de Locke y Catecismo. Su política es esta: el mundo está perdido, el infierno es la gran sanción de las leyes, y el Estado debe ser una sucursal del infierno. Y esto casi siempre sucede; en eso acierta.

Para dar autoridad a su tesis, La Unión no cita con muertos; nos dice que ahí está el Sr. D. Fermín Lasala, que en sus ratos de ocio de ministro cesante se dedica a filósofo.

La verdad es que el Sr. Lasala no es muy conocido como pensador en el extranjero.

Yo que La Unión, en vez de poner por testigo a D. Fermín, recurriría al P. Coll, de los menores observantes de San Francisco, el cual P. Coll ha escrito un libro acerca del purgatorio y las benditas ánimas. El P. Coll, que tanto sabe del purgatorio, debe saber algo del infierno.

Y si no, que pregunten al Sr. Lastres, que está   —284→   muy enterado en todas esas cuestiones de cárceles y presidios.

En fin, que La Unión aconseja que se hagan trabajos de reparación en el infierno, que amenaza ruina; porque con el infierno, y sólo con él, se puede contener la furia de la revolución que amenaza, etc.

Quiere el infierno para los rojos; porque, dice él, todo ese populacho que no tiene qué comer, es capaz de echarse a la calle a buscarse la vida; y ¿a dónde iríamos a parar? Es preciso enseñarles los dientes; es preciso que sepan lo que les espera después de esta vida, en que ya no tienen qué comer. Es preciso que sepan que todavía está el rabo por desollar, y que aún les falta padecer en el otro mundo las de Caín, y que eso de morirse de hambre, de frío y de cansancio son tortas y pan pintado en comparación de las penas eternas.

La caridad, en todo esto, salta a la vista.

¿Por qué toma con tanto afán el periódico mestizo la restauración del infierno?

Todo eso, en rigor, no es más que una manera ingeniosa de pedir el Gobierno para Cánovas.



  —285→  

ArribaAbajoUn sabio más

A la manera que una hormiga29 cayendo de una torre tiene grandes probabilidades de no hacerse daño, por lo liviano de su peso, del propio modo ciertas instituciones sociales que ya no sirven para nada, ni jamás sirvieron para mucho bueno, viven y viven, sin que nadie tome empeño en matarlas, por lo mismo que no significan nada, y no hacen más daño que el que a la larga produce siempre lo inútil.

Hay hasta grandes religiones que son anacronismos en el siglo, y sin embargo siguen viviendo como en los tiempos en que la conciencia de los pueblos les pertenecía de veras.

Esta clase de existencia solamente se consigue consintiendo en ser una cosa insignificante, de movimientos mecánicos, sin propia fuerza.

  —286→  

La vida social necesita toda la savia para sus nuevas formas y a las instituciones caducas las deja sobrevivir, a condición de contentarse con estar embalsamadas.

El arte de conservar esta clase de vejeces es herencia del Egipto.

Hay en todas las naciones una especie de Museo arqueológico de gabinete o historia natural-sociológica, en que académicos, leyes, religiones, etc. etcétera, están disecados, para que el mundo tenga una idea aproximada de cómo eran cuando efectivamente vivían.

El Sr. D. Fermín Lasala, ex-ministro de Fomento, acaba de entrar en una de esas doctas corporaciones, embutidas de salvado como los muñecos baratos.

La Academia de Ciencias inorales y políticas ha nacido muerta, es un extracto de ciencia oficial, una de las válvulas por donde respira la vanidad de nuestros políticos, cansados de oírse llamar ignorantes.

D. Florencio Bahamonde, tan enfático como su apellido que parece un flato, Toreno, Cos-Gayón y otros Montesquieu por el estilo, son los académicos, más característicos de esta institución. Algunos hay de verdadero mérito; pero esos están allí, o porque la vanidad pueril suele ser un defecto de los hombres de más valer, o porque han aceptado el cargo   —287→   por no desairar a sus compañeros, a la manera que Posada Herrera, Pedregal y otros asisten al Centro Asturiano por complacer a ciertos paisanos, tan oscuros como amigos de exhibirse.

¿Qué ha hecho hasta hoy la Academia de Ciencias morales y políticas?

Proponer premios en certámenes cuyas cuestiones indican, por el modo de formularlas, que la ciencia es ajena por completo a esta especie de rifas académicas.

Y premiar a veces libros copiados literalmente de otros libros copiados a su vez, y de camino detestables.

Y si se me apura, pondré ejemplos, lamentables ejemplos.

En este santuario del saber es donde acaba de entrar el Sr. Lasala, en compañía de Cos-Gayón, aquel ministro que hace poco se reía en el Congreso de sus propios disparates.

Ambos han hablado de la revolución, y baste decir que a La Unión no le parece del todo mal lo que de la revolución han dicho.

Dice La Unión que Lasala llevó la historia al fundamento metafísico.

Efectivamente, ha dicho el Sr. Lasala todos los lugares comunes del repertorio de Ciencias morales y políticas.

En cuanto a fuentes de estudio, el Sr. Lasala   —288→   todavía anda a vueltas con Schelling (sin entenderlo) y con Vera.

Y todo eso leído el día anterior.

¡Hay tantas cosas que hacer para llegar a ministro, antes que estudiar de veras el derecho político!

Todos estos discursos me recuerdan a mí dos inmortales oraciones de dos célebres prohombres, que también son, o mucho me engaño, académicos morales y políticos.

Alonso Martínez y Pepe Barzanallana.

El primero hablaba del positivismo y del krausismo... y un estudiante de filosofía le derrotó y aniquiló en la Revista Europea.

Alonso Martínez demostró que no sabía una palabra de krausismo ni de positivismo.

El discurso de Barzanallana trataba -¡es natural!- de los impuestos, hablaba del de consumos, y ensalzó sus ventajas, que eran: primera, con el impuesto de consumos se acrisola la honradez de los empleados en casillas...

Y ¡qué diablo!, si nos diéramos a repasar los discursos académicos del amo, de Cánovas del Castillo, ¡sabe Dios los sapos y culebras que encontraríamos! Recuerdo uno de los últimos que leyó en la inauguración de las cátedras del Ateneo... Allí venía a declararse semi-kantiano; pero no se lo tomó Dios en cuenta, porque no lo hizo con mala   —289→   intención. ¡Oh qué filósofo podríamos estudiar en el Sr. Cánovas si lo tratáramos con calma!

El Sr. Lasala es de la clase; es un sabio de los de real orden; sabio con uniforme.

Entre, en buen hora, en el templo de la ciencia. Los tontos ya tienen uno más a quien creer bajo su palabra.

Para distinguir a estos sabios morales y políticos cuando van de paisano, hay una señal infalible.

No es una mancha de color de café con leche como esas que suelen dar a conocer a los galguitos extraviados.

La señal de estos sabios consiste en que nunca se les ve donde se discute.

Por eso el P. Sánchez, que no es un sabio, vale más que todos ellos juntos. Y abur, hasta la recepción de Martínez Campos.