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ArribaAbajoLas cosas como fueron. Memorias

Francisco Nieva



(Madrid: Espasa Calpe, 2002)

Hace pocos meses que aparecía en nuestras librerías el libro de memorias de Francisco Nieva. Con el título de Las cosas como fueron, su autor viene marcando ya la intencionalidad de contar las anécdotas de su vida y de su oficio sin tapujos, creando así, desde el principio, la imagen de un personaje que se sabe con éxito y reconocimiento. No en vano alude a su condición de Académico de la Lengua al final de la obra. Se trata, pues, de una obra sumamente esperada que supone no sólo su recorrido vital, sino también el del teatro español de la última mitad de siglo XX.

El extenso volumen está dividido en tres partes. La primera de ellas -«Funeral y pasacalle» (mismo título de una comedia que nunca terminó)- condensa en cierta manera su forma de ver la vida, su cosmovisión humana y artística. Es el relato de los orígenes tanto familiares (la madre obsesiva, la admiración por el padre, la protección desmesurada hacia el hermano menor, su «aquiescente interlocutor»...) como artísticos. A pesar de los negros episodios de sus recuerdos de la guerra, estamos ante un Nieva joven y optimista que anhela ser pintor   —686→   (de ahí el carácter pictórico y plástico que luego tendrán sus composiciones). Sorprende la narración clara y consciente de su homofilia, de su bisexualidad después, siendo uno de los puntos centrales de estas memorias de juventud el recuerdo del gran amor de su vida: el joven y malogrado Francesco.

El segundo libro, titulado «Fragor y juventud», a su vez está dividido en tres partes; las dos primeras dedicadas a su estancia y recuerdos en dos ciudades míticas para el autor: París y Venecia. En París, rememora sus años en el Colegio de España, de gran efervescencia creadora e inquietud artística. Pero, sobre todo, es allí donde conoce a su mujer, a la que desposará por conveniencia, por hacerse un hueco en la sociedad del momento. Tanto la súbita muerte de Francesco como el aborto que le impone a su mujer suponen una quiebra en su trayectoria; a partir de entonces se convertirá en «el otro: escritor, autor de comedias, director teatral, dibujante, cartelista, escenógrafo, novelista...» (p. 223). Aquí nace el personaje y el mito de escritor maldito.

Los años de Venecia -de escándalos, orgías y amores adúlteros- van a ser el definitivo impulso de lo que estaba por desarrollar en el creador. Precisamente, a partir de la separación definitiva de su mujer, junto al consecuente «suicidio social» que le supuso, empezará a materializar «todo aquello que ya llevaba dentro, amordazado y sin expresar» (p. 297). Es el momento de la escritura de su Pelo de tormenta, de la toma de conciencia de un Nieva que trata de conjugar su amor por la pintura con la necesidad de la dramaturgia, el sueño anhelado -y más tarde conseguido- de realizar montajes operísticos. Es precisamente en esta tercera parte -«La resurrección de las llamas»- donde sus sueños se elevan a categorías de realidad, entrando a formar parte de la intelectualidad bohemia de la época: amistad con Aleixandre, Bousoño, Brines, Claudio Rodríguez...

El tercer y último libro de estas memorias destaca por ser el más importante desde el punto de vista escénico, convirtiéndose en un valioso material de primera mano para los estudiosos. Se trata de la memoria de sus montajes, no sólo como «diario de abordo», sino a la manera de un testamento que recoge lo autobiográfico que germina en todas sus obras. Podríamos elevarlo casi a categoría de poética, al estar ensalzada por doquier su composición de la escena contra la verosimilitud ilusionista, en un deseo constante de que su público no pierda el sentido de que está asistiendo a un sueño, a la materilización de un poema escénico. El amor por el auto sacramental en Coronada y el toro, el montaje de Los baños de Argel junto a Adolfo Marsillach, las   —687→   confesiones de La señora Tártara -su obra más autobiográfica-, Francesco como figura obsesiva, héroe juvenil en Teatro de Farsa y Calamidad, la madre como el símbolo de la ceremonia obsesiva, destructora y violenta... todo ello conforma el testimonio más emocional que Nieva nos viene a ofrecer en este capítulo final.

Asistimos en todas las peripecias a la consideración de cómo lo autobiográfico está engarzado con la creación ya que, tal y como él reconoce: «casi todo lo que se escribe se ha tenido que vivir de un modo u otro. Surge siempre de una experiencia de vida» (p. 512). Pero al final del libro se plantea el autor si su trayectoria no ha sido más que una función con numerosos «golpes de teatro», una ilusión, los testimonios de sus restos. Viaje por la memoria de un creador que creó y sintió de la manera en que está narrado, este libro conjuga lo vivido con lo soñado y lo temido, pues no en balde el relato es salpicado por un halo mágico y extrasensorial (lo sonambúlico y fantasmal que rodeó su escritura de La carroza del plomo candente, por ejemplo). El mismo halo que le hace «metamorfosearse» al final de las memorias, en las que se siente claro continuador de su padre: «mi padre soy yo», concluye (p. 642). En definitiva, una obra-documento (teniendo en cuenta que el género autobiográfico siempre esconde las dobleces y pliegues de la voz narrativa, furtiva y silenciosa en muchas ocasiones) para conocer al gran autor de teatro que se esconde -y aquí se nos desnuda excepcionalmente- bajo el nombre de Paco Nieva.

Olga Elwes Aguilar

Universidad Complutense de Madrid