Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Sobre la acogida del relato fantástico en la España romántica

Leonardo Romero Tobar





Entonces, dijo Stein, escribid una novela fantástica.

De ningún modo, dijo Rafael; eso es bueno para vosotros los alemanes; no para nosotros. Una novela fantástica española sería una afectación insoportable.


(Fernán Caballero, La Gaviota, tomo II, cap. IV)                


El diálogo metanovelesco en el que se ensarta esta cita se publicó en 1849 y no hace sino resumir una desconfianza contra la imaginación que «se abandona a toda la irregularidad de sus caprichos y a todas las combinaciones de escenas las más raras y las más burlescas» (Walter Scott dixit)1. Tal estado de opinión -extendido entre públicos cultivados de finales del XVIII y principios del XIX- tenía singular aplicación a determinadas producciones plásticas -grabados de Collot y Goya, ornamentación de arabescos- y a los textos literarios en los que se vulneraba de modo flagrante el principio aristotélico de la verosimilitud y el imperativo neoclásico que exigía una subordinación de la obra de arte a los datos proporcionados por la percepción de la vida cotidiana2. De manera que la contienda de opiniones que rodeó la difusión de la literatura fantástica «moderna» en España es un capítulo en la historia de la crítica literaria que está aún por escribir y para el que ofrezco aquí algunas referencias textuales que pueden tener algún interés.

1. Una de las vías más expeditas para la difusión de la moderna literatura fantástica fue la abierta por las publicaciones periódicas que estimularon, sin mayor esfuerzo del medio, la escritura original o la traducción de relatos breves3, en muchos de los cuales quedaban aniquilados los presupuestos teóricos de la poética neoclásica. No en vano la denominación de «cuento fantástico» -adaptación del «conte fantastique» de Charles Nodier y del «Fantasiestücke» de E. T. A. Hoffmann - comienza a menudear, según mis noticias, en las publicaciones románticas hispanas a partir de 18334. Con todo, faltan por recoger testimonios suficientes que nos actualicen el modo de recepción que los lectores aplicaron a los relatos breves publicados durante los años románticos, e, incluso, carecemos aún de un repertorio fiable de los aparecidos durante la primera mitad del siglo, tanto de los originales como de los traducidos, por lo que, aunque sea hipótesis atractiva, resulta apresurado afirmar una primacía absoluta de los cuentos fantásticos en el ámbito del romanticismo español5.

La hipertrofia, por otra parte, con que ha sido recibida la tesis teórica de Todorov sobre la literatura fantástica ha oscurecido una amplísima cosecha de leyendas y cuentos románticos en los que prevalece la dimensión maravillosa sustentada en las viejas creencias mágicas, en las mitologías del imaginario colectivo o en el fondo inextinguible de la tradición folclórica. Charles Nodier, como ha recordado recientemente Javier Gómez-Montero en un trabajo imprescindible6, enraizó la elaboración de sus relatos fantásticos en la riquísima tradición literaria que procede de la Antigüedad, de la «magnifique imagination» de la Edad Media y de los grandes autores europeos del Renacimiento.

2. La tipificación fijada por Nodier había ido confluyendo, a lo largo del siglo XVIII, en varias tendencias de carácter poético-cultural que crearon el clima para la eclosión del relato fantástico del romanticismo, y todo ello, con independencia de la vida de larga duración mantenida por los géneros literarios de consumo popular, como el teatro de magia y de santos o los pliegos sueltos de prodigios hagiográficos e historias de aparecidos. La discusión sobre el maravilloso pagano y el maravilloso cristiano, el descubrimiento de la materia folclórica y la apertura a los horizontes literarios de los pueblos del Oriente fueron otras tantas contribuciones de la Ilustración que es preciso estudiar a la hora de explicar diversos fenómenos literarios de finales del XVIII y los primeros años del XIX.

Si un dístico de L' Art Poétique de Boileau7 había suscitado una extensa polémica relativa a la materia cristiana y la legitimación de su empleo en las tramas literarias, los escritores románticos, volviendo sobre el debate, le imprimieron un sesgo emocional que se habría de revelar como harto productivo en la literatura contrarrevolucionaria del primer tercio del siglo XIX. Chateaubriand, como es sabido, fue el autor que con mayor énfasis sentó los nuevos fundamentos para le recuperación poética del maravilloso cristiano8 y desde su impronta ideológica y afectiva pueden explicarse los estímulos iniciales de relatos fantásticos españoles impregnados en la imaginería cristiana: «El lago de Carucedo» (1840) de Enrique Gil y Carrasco o las leyendas poéticas de José Zorrilla a vía de ejemplo. Ahora bien, en una aplicación estricta de la tesis de Todorov, el poeta de Valladolid debería ser barrido del panteón de la literatura fantástica moderna debido a su absoluta dependencia de lo maravilloso sobrenatural9, aunque el imaginario de una cultura tradicional de terrores y esperanzas permee la trama y la estructura de sus poemas narrativos de mayor éxito popular10.

Por ello es imprescindible volver a considerar los fundamentos teóricos que los cultivadores románticos del género dieron a su trabajo literario y valorar en qué medida ajustaban su práctica narrativa con sus declaraciones. Para el cumplimiento de este programa, sirva de inicial punto de partida el planteamiento estrictamente poético con que Charles Nodier justificaba la recuperación literaria del maravilloso cristiano -más allá de la «précieuse naïveté dont les âges primitifs tiraient leurs plus pures jouissances»- en la aquiescencia con que el poeta y el lector aceptan los supuestos de las creencias religiosas11. Esta explicación se sitúa, en plena actividad romántica, en el que durante más de un siglo había sido el debate poetológico sobre la admisibilidad de los elementos maravillosos en la creación literaria. Con un elusivo esguince, pocos años más tarde, Flaubert situaría la justificación del maravilloso cristiano en la simple contemplación de un bello objeto, asociado nemónicamente con la trama fantástica de su relato: «Et voilà l'histoire de saint Julien l'Hospitalier, telle à peu près qu'on la trouve sur un vitrail d'église dans mon pays».

3. La transmisión popular de relatos orales constituye la vía más frecuentada para la circulación de la materia maravillosa y folclórica, cuya incorporación a la escritura literaria conforma una zona aún muy oscura en la actividad literaria del siglo XIX12. Los escritores eran muy conscientes de la validez del vehículo oral como garantía de fidelidad a una fuente remota, tal como advertimos en la reiteración de la fórmula retórica «como me lo contaron te lo cuento» o en la relativa abundancia de cuentos narrados por un personaje que garantiza su pertenencia al área insobornable de la cultura popular (viejos, pastores, campesinos...). La elaboración literaria de arquetipos narrativos acreditados en el folclore internacional13 o en la tradición literaria moderna (Mme d'Aulnoy, Perrault, Giulio Cesare della Croce) y la reedición en pliegos sueltos de venerables historias procedentes de la Edad Media (Vida de San Amaro, El judío errante, El caballero Clamades, el Conde Partinoples, Roberto el Diablo...) son algunas de las huellas visibles que deja la materia folclórica en la escritura narrativa de los años románticos.

El editor Cabrerizo, cuando imprimió en 1830 una traducción de los cuentos de Perrault con el título de Barba Azul o la llave encantada, establecía una curiosa correspondencia entre relatos folclóricos e imaginación infantil:

¡Miren qué fruslería! Dirá tal vez algún crítico remolón: ¡venírsenos ahora con cuentos de niños! [...] ¡Ojalá que no saliésemos nunca del país de los encantos! Sólo allí fuimos verdaderamente felices; y el hombre de buen corazón nunca deja de oír con tierno interés los sencillos cantares que le arrullaban en la cuna, y los cuentos prodigiosos con que le entretenía su madre. No neguemos pues a los niños de ahora los dulces placeres que en aquella edad dichosa disfrutamos, que harto presurosa correrá la razón a desvanecer tan gratas ilusiones14.



A diferencia del tratamiento que experimentan los relatos modernos, muchas veces traducidos o adaptados al español sin indicación de su procedencia, los autores de textos con fondo folclórico, aunque desconozcan el origen remoto del texto que reelaboran suelen dejar señales de la fuente popular de la que el cuento procede. En «El tiesto de la albahaca», cuento publicado en el Semanario Pintoresco Español de 1837, se reelabora el relato de Decamerón jornada cuarta, narración 5; el anónimo autor lo subtitula «Caso verdadero» y añade al final una cancioncilla popular que da como motivo germinal del relato. En «¡Qué día! o Las siete mujeres. Cuento fantástico» el narrador indica que los dichos suelen ser el final de los cuentos de encantadoras, y en «La roca de Urley» (también del Semanario Pintoresco Español, 1852, p. 89) que abrevia leyendas europeas relativas a las huellas geológicas producidas por seres sobrenaturales, se explica que «tales fantasías pertenecen a la ciencia de hacernos volver a las nobles sorpresas que hemos perdido». De manera que, el folclore, además de cumplir otras funciones sociales, valía también para la recuperación de la venerable idea del maravilloso poético.

4. Cuando en 1858 Bécquer escribe la tradición india «El caudillo de las manos rojas» el orientalismo español no era ni muy rico en información ni muy extenso en aficionados15. Incluso la misma denominación de «orientalismo» pecaba de vaguedad semántica, puesto que tanto englobaba las culturas de la Andalucía arábiga como la de los pueblos del Oriente próximo y de la India. En el sentido que tiene el orientalismo referido a los estudios sobre el mundo hindú, las primeras huellas localizables en España son las que ofrecen los redactores de la revista barcelonesa El Europeo (1823-1824) donde Aribau diserta sobre la Sociedad oriental de Calcuta y el alsaciano Cook traduce fragmentos de «El anillo de Sakuntala»16, todo ello sobre las ideas de Jones y Schlegel y desde la fascinación moderna que llevó a los europeos de principios del XIX a contemplar los textos sánscritos como un descubrimiento equivalente al de la literatura griega por los humanistas de fines de la Edad Media. Mejores noticias se tenían de la literatura persa gracias a las traducciones que, posiblemente a través del inglés, se publicaron en el No Me Olvides de Ackerman y, singularmente, por la colección de Poesías Asiáticas del conde de Noroña, impresas en París en 1833 o las Orientales (1829) de Victor Hugo.

De todas formas, los cuentos orientales que editan las prensas españolas de los años veinte y treinta son simples juegos parabólicos sobre la innombrable realidad política del país -caso del cuento de Gallardo «El delito del dátil»17- o se limitan a prolongar el novelesco panorama de la Granada nazarita y sus guerras civiles (p. ej., Luis González Bravo, «Abdhul-Adhel o el Mantés», El Artista, 1835; Mariano Roca de Togores, «La peña de los enamorados», Semanario Pintoresco Español, 1836). El Abencerraje de Chateaubriand y el universo imaginario recreado por Washington Irving marcaron un modelo de relatos en los que contendían la pasión amorosa fuera de ley y las constricciones inmisericordes de la religión, la raza y la familia. La menos trágica función simbólico-moral que otros textos tomados de las literaturas árabe o persa aportaban no llegó a sobreponerse a este modelo oriental dominante, que fue el más eficaz por su presencia la tradición hispana y la probada aceptación de sus tramas melodramáticas.

5. Pero si desde los Orígenes del P. Andrés se debatía ampliamente en español acerca de la fuerza imaginativa contenida en los textos literarios orientales -página imprescindible de este debate es el comentario de Blanco White al cuento de don Illán-, lo que fue un aporte sin antecedentes de ninguna clase fue la difusión en España de los relatos de origen germánico; textos extensos de Campe, Kotzebue, Zschokke, Goethe y, singularmente, relatos fantásticos breves y baladas poéticas. Las orillas del Rhin, los bosques alemanes y la genuina tradición folclórica germánica descubrían nuevos espacios para la fantasía poética a los que no fueron insensibles los jóvenes románticos españoles. Es el mundo que Eugenio de Ochoa en un cuento original suyo, impreso en 1835, describe en estos términos:

el país de las aventuras misteriosas, la patria de las sílfides y ondinas, el suelo predilecto de los encantadores y las magas, es la Alemania; ¡La triste, nebulosa Alemania! Sus bosques, tan antiguos como el mundo, tan negros como el infierno, son asilo de infinitos duendes y fantasmas; las orillas de sus anchos lagos, cubiertos de una cenicienta y espesa neblina, están erizadas de fuertes castillos feudales, teatros todos de las más prodigiosas aventuras18.



Carla Perugini19 ha recordado la traducción de dos baladas de Goethe en el artículo de Salas y Quiroga «El mango de escoba. La bayadera» (No Me Olvides, 1837); singular interés tiene el que Jóse María Quadrado publique, casi simultáneamente en El Panorama (1-IV-1840) y en La Palma (1840-41), su versión de «Un Sueño» de Richter20; el tema de la ausencia de Dios que enuncia un Cristo terrible, aparecido a los difuntos, conduce al escritor balear a afirmar que el cuento original «está tan lejos de la jurisdicción de las comunes reglas literarias, como lo está de la del entendimiento y razón el sueño que toma por objeto»21.

Mariano Baquero Goyanes, para el relato corto, y Juan María Diez Taboada, para la lírica, han insistido en el prestigio literario que experimentó el término Ballade en el léxico técnico de la literatura romántica española, hasta el punto que en el terreno poético ha llegado a verse, muy apresuradamente, una equivalencia entre la balada germana y el romance hispano; debe recordarse, con todo, que en las revistas de los años treinta se publicaron varios relatos en prosa bajo la determinación genérica de «baladas». Un texto modélico del género -Leonora de Bürger- fue traducido y adaptado en varias ocasiones -Escobar ha documentado cinco distintas-, posiblemente a partir de la versión francesa que también había dado Mme de Staël (en el cap. XIII de su panorama)22. La contraposición entre este texto y los relatos de Hoffmann que establecía El Correo Literario y Mercantil de 28-11-1831 constituye, curiosamente, uno de los primeros testimonios del conocimiento español del gran autor de cuentos fantásticos:

Aconsejamos a sus apasionados [de Hoffmann] y sobre todo a las lectoras sentimentales, que no dejen de recorrer el siguiente artículo: Leonor. Historia fantástica de Bürger. Bürger fue en este género de literatura el rival del famoso Hoffmann, del que se ha dado ya una prueba en el canto del Sastrecillo, inserto en uno de los números de este periódico. La célebre madama Staël hace un elogio de su talento [...]23.



Hoffmann fue, sin duda, uno de los cultivadores del moderno relato fantástico que mayor incidencia tuvo en la literatura romántica española. Las traducciones de sus cuentos y las frecuentes alusiones que sobre él encontramos en la prensa de la época son testimonios elocuentes de su notable influencia; quedan pendientes de discusión su huella en las creaciones fantásticas de románticos españoles como Espronceda («La pata de palo»), Ros de Olano, Miguel de los Santos Álvarez, o en la formación realista del argentino Echeverría...24, y, desde luego, los prejuicios nacionalistas y los recelos estéticos con los que fue acogido su trabajo.

José Zorrilla, en una extensa nota prologal que antepuso a su leyenda «La Pasionaria»25 (Cantos del trovador, 1840) resume sintomáticamente la raíz misoneísta del rechazo hispano a los relatos fantásticos del autor alemán, aunque él mismo, años más tarde, no dudó en equipararlo con Goya como modelos ambos del estilo grotesco moderno26. El argumento sobre la disparatada imaginación de Hoffmann venía rodando desde la traducción del famoso ensayo de Walter Scott y las razones geográficas y culturales eran cosecha del propio Zorrilla que, como escritor de relatos fantásticos, aceptó sin titubeos la vigencia absoluta del maravilloso cristiano, mientras que expresó siempre sus reticencias respecto a la configuración de los universos fantásticos construidos con otros elementos de mayor complejidad. Esta posición poética, además de los componentes nacionalistas que con tanta virulencia se dieron en muchas manifestaciones del romanticismo español, pueden servir para explicar el camino tortuoso que, tanto en la teoría como en la práctica, encontraron los relatos fantásticos en la España de la primera mitad del siglo XIX.

6. El resonante escrito de Walter Scott «On the Supernatural in Fictitious Composition; and particularly on the works of Ernest Theodore Hoffmann»27, cuya traducción al francés provocó un notable debate28, tuvo también su eco español del que han dado noticia Franz Schneider y Manfred Tietz. La peculiar concepción que el novelista escocés tuvo de la función de lo sobrenatural en el relato29 y los ecos de la traducción de su ensayo -en el que se insiste en términos de crítica biográfica sobre las anomalías temperamentales de Hoffmann- no son para tratados en estas páginas. Sí quiero destacar, sin embargo, cómo la percepción scottiana del cambio experimentado en la instancia del receptor explicaría la evolución de una literatura maravillosa ingenua a una literatura fantástica controlada:

Con un auditorio lleno de una falsa fe, cuando todas las clases de la sociedad estaban fascinadas y envueltas en la misma nube de ignorancia, el autor no tenía apenas necesidad de elegir los materiales y los ornamentos de su ficción; pero con el progreso general de las luces, el arte de la composición vino a ser cosa más importante. Para cautivar la atención de la clase más instruida fue necesaria una cosa mejor que aquellas fábulas simples e inocentes que sólo los niños quieren ya escuchar [...]. Se conoció también que lo maravilloso en las ficciones requería emplearse con mucha delicadeza a medida que la crítica principiaba a tomar incremento30.



En Scott, la explicación biografista y el rechazo del empleo abundante de los mecanismos que producen el efecto maravilloso suponen una radical atenuación del deslumbrante efecto intranquilizador, el unheimlich que Freud veía en los cuentos de Hoffmann. Esta postura prestó argumentos de prestigio a los escritores españoles que fundaban su escritura en la representación de la realidad directamente observada (Mesonero, Ayguals...) o en la reconstrucción de un receptor naïf entregado sin reservas al maravilloso cristiano o al ámbito de la cultura popular (Zorrilla, Fernán Caballero, Antonio de Trueba...). Pero quedaban los escritores que se instalaban prudentemente en el territorio de la duda (caso de Eugenio de Ochoa, cuya «Luisa» o «Hilda» concluye con dos fórmulas explicativas del conflicto misterioso desarrollado en el cuento) o los que, en un replanteamiento radical de la vieja noción de maravilloso, postulaban una teoría de la representación artística regulada por la estricta configuración autónoma de los elementos constructivos del texto. La acogida que tuvo la traducción del ensayo de Scott resulta especialmente reveladora a este propósito.

Salvador Bermúdez de Castro, que dedicó una reseña a la primera tirada de una selección de los Cuentos fantásticos31, comparte los supuestos del autor de Ivanhoe. Su desconfianza en los poderes visionarios del alemán -del que afirma que «por medio de una cadena invisible para el vulgo, no dudaba del íntimo contacto del mundo ideal con el mundo material»-, y su recelo sobre los desmedidos vuelos de la imaginación, le llevan a rechazar la confusión que plantean los Cuentos entre «la vida de la materia con la vida del espíritu». Para Bermúdez de Castro, tal confusión sólo es admisible cuando lo maravilloso se representa literariamente por medio de formulaciones abstractas -como había hecho Calderón-, de ninguna manera cuando la frontera entre la realidad inmediata y la sobrenatural no presenta ninguna solución de continuidad32. Desde la posición contraria y en una coincidencia cronológica significativa, Enrique Gil y Carrasco construye una teoría del relato fantástico que contradice implícitamente la de Bermúdez de Castro y explícitamente la de Walter Scott.

Gil y Carrasco33, crítico y poeta previamente convencido de la capacidad sin limites de la imaginación34, emprende una justificación del arte fantástico de Hoffmann a partir de dos pruebas complementarias: la correspondencia entre el «pensamiento y la expresión» de los textos del autor alemán y la comprobación de su «armonía con el sentimiento de los lectores». La identidad de creencias entre el escritor y sus receptores la explica el poeta leonés trasladando la tesis del maravilloso cristiano al terreno del vago simbolismo idealista en el que se situó un amplio sector de los creadores románticos: «¿Quién no ve en la mayor parte de las fantasías de nuestro escritor una idea trascendental o un misterio de nuestro ser disfrazado con los ropajes vaporosos de sus fábulas?»

El relato fantástico de los años románticos, tanto en su teoría como en su práctica, tiene una fuerte dependencia de lo que había sido la tradición occidental del maravilloso en toda sus acepciones; Walter Scott lo reconocía implícitamente en su ensayo al enumerar las modalidades del relato oriental, el mágico y el de fondo folclórico. Para profundizar y enriquecer la naturaleza del relato de imaginación era preciso un nuevo entendimiento de lo que fuera la inquietante realidad misteriosa que subyace bajo la apariencia de lo cotidiano; ese giro no llegaría hasta las historias extraordinarias de Edgar Allan Poe35 y otros visionarios, posteriores a los años románticos que aquí he considerado. Un crítico español muy posterior vio con claridad meridiana los puntos comunes y la diferencia radical que une y separa el relato fantástico de Hoffmann y el de Poe:

No hace mucho tiempo que un ingenio insigne del otro mundo (el angloamericano Poe) asombró a la generación presente con sus Historias extraordinarias. Basadas estas en un principio filosófico, a que no se sustrae ni se sustraerá el corazón humano, cual es la sublimación de lo maravilloso, el hábil narrador pudo conmover y amedrentar al orbe literario, aun habiendo existido Hoffmann largos años antes que él. Y es que Hoffmann partía de lo fantástico para llegar naturalmente a lo maravilloso, mientras que Poe partía de lo real y efectivo en busca de lo maravilloso; cuyo procedimiento perturba el alma con mayor violencia que otro resorte alguno, por lo mismo que se halla en condiciones completas de verosimilitud36.







 
Indice