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Sobre la condición del escritor en España en la segunda mitad del siglo XIX. Juan Valera y el dinero

Jean François Botrel





Si yo fuera rico...

Esta queja impregnada de esperanza es la de toda una vida durante la cual Juan Valera estuvo, perpetua, y a menudo dramáticamente, atrapado entre un deseo evidente de riqueza -condición de la vida que hubiera deseado- y la imposibilidad de conseguirla. Que sea en el joven e impaciente Rastignac, para quien, sin dinero, el mundo es un infierno y que declara: «El ser pobre es la mayor / joroba que hay en el mundo, y esa joroba la llevo yo a cuestas desde que nací y en vano he hecho por quitármela de encima1», o en el académico necesitado de los años 1890, que tristemente constata «el mal estado de [su] hacienda2», la preocupación es idéntica: la falta de dinero, verdadero leitmotiv de su pensamiento íntimo o público3. Pues si el dinero es para él un valor social al que da la mayor importancia, también es, más prosaicamente, una necesidad cotidiana4.

Por eso Valera se encontró muy pronto forzado -desde 1850- a considerar la literatura como una fuente de ingresos indispensable, aunque secundaria5. Así, el poeta inspirado y desinteresado rápidamente debe hacer sitio al literato de pane lucrando6; la literatura se convierte en literateo. Y él que parecía pensar que escribiendo podría ganar a la vez el honor y el dinero deberá darse cuenta que estos dos fines no son siempre compatibles, y que, cuando hay que hacer una profesión de las letras («ganar dinero escribiendo»), la condición de escritor en España es de las más difíciles o envilecedoras («... y, para esto, en España, donde tan poco y tan mal se paga, importa convertirse en chorro continuo de tinta o poco menos»7). Valera está por lo tanto dividido entre la necesidad de hacer valer sus talentos literarios y la dificultad de obtener un ingreso que esté en relación con el valor que él confiere a su producción ya que además no quiere o no puede rebajarse a géneros tan mercenarios y viles como la novela-folletín, la novela por entregas o el teatro comercial.

En estas condiciones, ¿cómo experimenta el creador la obligación en la que ocurre que se doblega, más o menos, a las exigencias de una literatura que debe ser alimenticia, pero digna de él? ¿Cómo ve el escritor su propia condición y cuáles son las características esenciales? La correspondencia de Valera proporciona valiosos elementos de respuesta, pues el hombre hace ahí, con la más grande de las franquezas todo tipo de confidencias sobre el escritor. Así, es posible ver cómo, detrás del diletantismo que se le ha atribuido, se esconden preocupaciones de profesional y de comprender mejor el contexto económico, social y cultural en el que se inserta el trabajo de creación propiamente dicho:

Necesito... ver cómo gano ochavo con las letras8.



En la bolsa de los valores literarios había géneros más o menos rentables. Por supuesto, ocurre que en la poesía lírica -primera vocación de Juan Valera- no lo era. En efecto, incluso cuando se está, como él, dotado para la poética -esa era al menos su convicción íntima- es cierto que, si el hecho de escribir algunos versos en el álbum de una dama o incluso publicar algunos poemas en un periódico o una revista podía satisfacer la vanidad del autor, en ningún caso podría esperar de ello un verdadero beneficio. La poesía no paga, incluso cuando se tiene talento; Valera no tardó en darse cuenta. Y si al principio tenía alguna esperanza -«quisiera publicar... algunos versos... que ya que no me den dinero pudieran darme nombre»9- en 1883, no piensa más que en trocar sus versos, que aparentemente tienen cada vez menos valores comerciales, por ventajas en especies, un abono a la Ilustración Española y Americana en el encuentro fortuito10. Hay que decir que con la decadencia cierta del género los tiempos eran duros para los poetas y la costumbre de publicar poesía se perdía cada vez más, incluso en las muy académicas Ilustraciones... En cuanto a las colecciones -Valera publicó, según sabemos, tres11- no tenían mucha audiencia y todavía menos compradores. Desde 1847, el joven poeta es por otra parte consciente de esa lamentable realidad: «Haciendo versos -dice- no es el mejor medio de medrar». Y pronto añade: «Al menos si llegara a ser poeta dramático, ya sería otra cosa, porque de cuatrocientos a seiscientos duros, siendo buena, bien puede valer cada comedia: Tentada (sic) via est: no sería malo tentar el vado»12.

En efecto, el teatro era, y será por mucho tiempo, el género que, siempre que fuera del gusto del público, era financieramente el más interesante13. Por eso, Valera sueña en consagrarse en él, sin gran vocación, como se puede juzgar por esta carta que dirigió a su padre en 1850, y en donde se encuentran todas sus preocupaciones: «Si algo me impacienta -escribía- es la pobreza. Por eso me quiero meter14 a autor dramático. Es el medio más corto de tener cien duros al mes, que es cuanto deseo para vivir holgadamente y sin tener de continuo que pensar en que se me acaba el dinero, pensamiento que me embaraza y distrae de cosas más importantes»15. Por otra parte, hará una tentativa en colaboración con Baralt16, pero sea que aún tuviera escrúpulos y que tuviera reservas en malgastar su talento de poeta queriendo escribir para el teatro a la fuerza, aunque a buen precio, sea, más verosímilmente, que sólo tuviera pocas disposiciones para el género y sobre todo nada de la vena popular, el hecho es que Valera sólo se entregó un poco al teatro, y parece ser que sin gran éxito17.

Lo que resulta en todo caso cierto, es que, desde el principio, cuando tiene que tomar en consideración el aspecto económico de la creación literaria y de acomodar a él, si no subordinar a él, su talento de creador, Valera se tropieza con grandes dificultades. En efecto, el género para el que tiene más disposiciones, la poesía lírica, no es, en términos financieros, rentable y el que lo sería no corresponde a sus disposiciones. La intervención, en el proceso de creación, de consideraciones financieras es, pues, apremiante, y, consciente o inconscientemente, Valera la siente como tal. El análisis de su producción en prosa y de sus motivaciones creadoras permite juzgarlo todavía mejor.

En efecto, estando las vías poéticas y dramáticas cerradas para él a causa de las razones mencionadas, Valera debió, si creemos en ello, consagrarse a la «prosa vil», que en 1850 parecía considerar como la vía real, pues, decía, «el escribir en prosa tiene entre otras esta ventaja que no es menester estar inspirado para hacerlo, y basta con saberlo hacer y tener qué decir»18. ¿Vocación, a pesar de lo que decía, u obligación? En todo caso, es cierto que en sus motivaciones creadoras aparece muy pronto el deseo de sacar un cierto provecho de su producción en prosa: «Días pasados, viéndome sin dinero, aburridísimo y sin esperanza de destino -escribía en 1850- me encerré en mi cuarto, y a pesar de mi rabia y de mi desasosiego me puse a escribir un artículo sobre los frailes, para llevárselo a Tassara y empezar así mi carrera periodística»19, y, más tarde, después del éxito de Pepita Jiménez, que coincide con la vuelta y la expansión de la novela «seria» en España, aún se le verá asociar a su deseo de escribir novelas la necesidad de «hacer dinero»20. El ejemplo de Pepita Jiménez era el que hacía pensar que se podía conocer, al mismo tiempo que la satisfacción y la gloria, la fortuna -por otra parte relativa- de numerosas ediciones sucesivas21. Y, cuatro años más tarde, le vemos trabajar, al precio de grandes esfuerzos, parece, en las últimas entregas de su novela Pasarse de listo (1878), publicada «de tarde en tarde» en El Campo, sin haber sido escrita en su totalidad de antemano, y que es, de propia confesión de Valera, la más floja de todas las que hubiera escrito hasta entonces. Se promete, pues, no escribir ni publicar más a pedacitos («a retacitos»), ya que de ahí viene, según él, todo el mal, e incluso se para a pensar en no hacer de su novela un libro22. Pero la necesidad hace la ley y, después de haber intentado llevar sus promesas a efecto para Doña Luz, parece que se tiene que decidir a publicar la novela por capítulos en la Revista Contemporánea sin haberla acabado completamente23. Y la publicación en volumen sigue inmediatamente a la publicación en la revista, como para Pasarse de listo que Valera se había resignado finalmente a publicar, pues, escribía a Menéndez Pelayo, «... como la pagan / la novela / y yo necesito dinero, no hay más que publicarla»24.

Por lo tanto podemos, sin aventurarnos demasiado, suponer que el autor está atrapado, por lo menos en los casos mencionados, entre la voluntad de escribir novelas -buenas novelas- y la necesidad, particularmente aguda entre 1870 y 1880, de sacar un provecho inmediato. Esto le crea, entre otros inconvenientes, el de unir la creación a un plazo, ya que además, apremiado por el tiempo y por su necesidad de dinero, se ve obligado a escribir y a publicar fragmentariamente. Por otra parte, es evidente que el atractivo de un beneficio doble -la publicación en una revista continuada, y, es un fenómeno constante en Valera, de una publicación en volumen- no es extraño en este modo de producción.

Partiendo de ciertas consideraciones, quizás se puede, sin hacer una teoría mecanicista de la creación de Valera, explicar así en parte algunos accidentes que marcan su producción novelística e, igualmente, esta esterilidad o falta de inspiración de la que se queja con tanta más insistencia y vigor cuanto más íntimamente sufre las consecuencias en su fortuna y en su amor propio.

Pues Valera es consciente de su ocaso -«procuraré levantarme en la quinta [novela]», confía a Menéndez Pelayo después de la publicación de Pasarse de listo-25 hasta un punto tal que un poco después, con una clarividencia a la vez sorprendente y entristecedora, afirma no querer escribir ya nada de nuevo (en el género novelístico, se entiende) para que su público no le deje, «para que el público no se me vaya»26.

Pero la creación de una novela, incluso en estas condiciones, supone una importante inversión de capital intelectual y de tiempo que, apremiado a producir por las razones que sabemos, Valera no puede hacer siempre. Sin duda, este factor puede contribuir a explicar esta dispersión real, y a menudo simplemente proyectada, en una infinidad de producciones breves, cuentos o artículos de crítica literaria, histórica y filosófica que representan un poco más de dos tercios del volumen global de su producción literaria.

En el límite, y siempre con el confesado fin de ganar dinero, Valera pensará y se dedicará frecuentemente a los trabajos de traducción, de edición o de reedición27, donde la parte del artesano es ciertamente más grande que la del creador.

Este tipo de trabajo, además de exigir un mínimo de tiempo de preparación y de ejecución, tiene la inmensa ventaja de proporcionar un jornal casi inmediato que puede satisfacer las necesidades financieras urgentes. Sobre todo, excluye toda inversión a largo plazo y por ahí incluso hipotético en cuanto al rendimiento que se puede esperar de ello. Pero es por otra parte bien evidente que, para compensar la rentabilidad relativa, es necesario producir mucho, y es un engranaje en el que Valera, obligado a amonedar su talento y su ciencia ha puesto la pluma más que cualquier otro.

Sin contar con que la cadencia de producción sólo sigue muy difícilmente a sus previsiones siempre optimistas, y con su cuenta y razón. Como consecuencia, a menudo se encuentra en la situación bastante inconfortable de quien ha prometido y no ha podido mantener sus promesas, y se ve literalmente condenado a trabajos forzosos: «con grandísimas fatigas -escribe a Menéndez Pelayo el 7 de agosto de 1881- estoy escribiendo el trabajo sobre Ventura de la Vega para Novo y Colson, pero como trabajo forzado no sale a mi gusto y tal vez no salga al gusto de nadie»28, o también, el 14 de agosto de 1880: «Estoy aburrido porque así para cumplir con los editores como para ganar algunos ochavos necesito escribir. Y estoy premioso y estéril»29. Y, en otra ocasión por lo menos, le vemos obligado, porque el volumen proyectado (Tentativas dramáticas) no alcanza el número de páginas deseado, a escribir sobre pedido y por ello, sin verdadera iniciativa creadora30. Sin duda, todos estos apremios unidos a la barahúnda de la vida diplomática y a la eterna necesidad de encontrar dinero, le hacen experimentar más duramente la esterilidad o la pereza de las que se queja muchas veces31.

Pero esta ausencia de inspiración o de fecundidad, sin duda está dentro de su temperamento, ¿no está acentuada por la imposibilidad en la que se encuentra de concentrarse en un tema, en la realización de un único trabajo? «Las nuevas décimas partes de mis proyectos literarios me los llevaré conmigo al otro mundo», aseguraba a su corresponsal y confidente Menéndez Pelayo32; podemos suponer que aparte de los aspectos veleidosos o abúlicos de su carácter, esta dispersión forzada en una multitud de trabajos o de proyectos todos supuestos lucrativos y de los que a menudo se servía, ha determinado, sin duda, fundamentalmente las formas de creación y de producción en el escritor33, pues no puede más que tener incompatibilidad entre su deseo de crear y el fin lucrativo que da a su arte, la angustia económica teniendo por consecuencia una especie de castración intelectual34. Y con más razón si, no contento con producir, el escritor debe, como es el caso de Valera, preocuparse o encargarse de la venta de los productos de su imaginación:

El productor desea vender sus productos35.



En efecto, el fin de la obra es, desde luego, ser leída, pero también ser comprada, y la producción literaria, lejos de ser un caso privilegiado, obedece a las leyes de la producción en general, con todo lo que esto comporta como servidumbres. Y a menudo se tiene la impresión que, en sus momentos de más grande desarrollo financiero, importa menos a Valera que su obra sea leída que no sea comprada ni le dé un provecho que no sea sólo concebido en términos de celebridad, por lo demás siempre aleatoria. Ejemplos célebres, como el de Zorrilla, muerto en la más profunda privación en la cima de la gloria, no podían por otra parte más que empujarlo a preferir un sueldo a corto plazo que una satisfacción moral a largo plazo. Por otra parte, el desinterés era un lujo que no podía permitirse: lo confiesa con franqueza y resignación cuando, dejando la pluma, tiene que ponerse a hacer comercio con sus obras. Pues, ante la incuria de editores y libreros y la negligencia de directores de revistas y periódicos, ¿quién podía mejor que él defender sus propios intereses?

De ahí, varios comportamientos, de los que, en primer lugar, esta punzante mendicidad de bombos o artículos de complacencia que, faltos de hacer una crítica sincera de la obra aparecida o por aparecer, le asegura una publicidad que es necesaria para una venta fructífera36.

Para decir la verdad, el procedimiento estaba bastante generalizado y las «asociaciones de elogios mutuos», según la expresión de Valera, cosa corriente; «Clarín» veía en ello incluso una importante causa de la decadencia de la crítica y de las letras. Sin embargo, había asociaciones bajas y altas, y en este último caso tenían sin duda una real razón de ser, cuando se trataba de querer imponer -y el hecho es revelador de la mentalidad de una cierta élite literaria expuesta a la incomprensión- a la barbarie de las camarillas literarias obras que, incluso por su gran calidad, corrían el riesgo de no ser comprendidas: las obras poéticas de Menéndez Pelayo, por ejemplo, pero también las novelas de Pérez Galdós, Pereda y otros37.

Sin embargo, muy a menudo, la causa a defender está mucho más a nivel del suelo, y el motivo mucho más claramente expresado: «El diálogo filosófico titulado Asclepigenia aparecerá hoy inserto en la Revista Contemporánea. Hablando con franqueza pido a Vd. y a sus amigos bombo para esto y para todo. Necesito ganar algunos ochavos escribiendo, y los bombos son indispensables. Es una desgracia, pero es necesario imitar al Sr. Garrido y a Huelín, el del Cronicón Científico, hasta donde esta imitación no traspase los límites de lo decoroso, degenerando en lo bufo»38. Este requerimiento hecho por Valera a Menéndez Pelayo, muestra bien el carácter ambiguo de este género de publicidad que raya en la charlatanería. Por otra parte, Valera es bien consciente de ello y sin ninguna alegría de corazón se resigna a practicar tales métodos. A cada aparición de un nuevo artículo o de un nuevo volumen, le vemos rogar, si no suplicar a Menéndez Pelayo, por ejemplo, que utilice su influencia para obtener algún «bombo-anuncio» en los periódicos «santos», con los que -¿es necesario recordarlo?- no compartía precisamente las ideas39. Pero los negocios son los negocios y Valera está obligado a dejar un poco su dignidad para vender su mercancía.

Igualmente, es el comerciante cuidadoso de sus intereses que se ve conducido a criticar severamente las críticas, porque en su forma de ser existen los que pagan el pato de los escritores, pero también, hay que reconocerlo, porque no siempre estaban a la altura de sus funciones y no sabían apreciar en su justo valor las obras de Valera o no hablaban de ellas40. Quizás «Clarín» solo escapa a veces a la ira de Valera y a su terrible reproche de ser un mantenedor del mal gusto.

En cuanto a los libreros y editores, no se preocupan suficientemente de los aspectos comerciales de la producción literaria. En particular, no se distinguen más que por su falta de espíritu de empresa y su falta de imaginación y de audacia, que les hace descuidar, en particular, los mercados extranjeros41 o les impide recurrir más a menudo a la publicidad de todo tipo en la prensa, que es, sin embargo, cuando se sabe hacer uso de ella, un precioso instrumento de propaganda y de publicidad42. Estos reproches, los encontramos además, despojados no obstante del carácter un poco apasionado que toman, a causa de las circunstancias, bajo la pluma de Valera, en otros escritores: Menéndez Pelayo, en su correspondencia, o Rubén Darío en España Contemporánea43, igualmente, retoman estas críticas añadiendo otras, y un estudio más profundo de la edición y de la librería española, sobre todo madrileña, conduciría verosímilmente a conclusiones idénticas. Así se explica, en todo caso, más fácilmente que el escritor deba interesarse tan de cerca en las menudas tareas cotidianas y obligatorias de la venta.

La correspondencia de Valera, en particular la que cambia con Menéndez Pelayo, a quien a veces parece considerar como su agente literario en Madrid, está, a este respecto, llena de detalles, mezquinos para quien sólo quiere considerar la obra y la creación en lo absoluto, pero reveladores de las pequeñas miserias y debilidades del escritor y también de la condición que se le da.

Por ejemplo, esta búsqueda perpetua y casi siempre vana de la revista que paga bien o que, simplemente, paga, pues si creemos a Valera, la prensa, incluso la seria, promete más de lo que da, y en todo caso no se hace notar por su generosidad44.

Igualmente, lo vemos, en el azar de las letras, calcular el ingreso de dinero que le valdrá tal o tal producción45, comerciar, quejarse del retraso que tiene tal revista en pagarle sus colaboraciones46, insistir a Menéndez Pelayo para que vaya a acosar a sus deudores y reclamarles el sueldo de su trabajo47.

Tanta preocupación para muy a menudo no tocar más que los veinte o veinticinco duros que eran el sueldo de un artículo largo en una revista, o incluso mil cigarros, producto de la venta de sus libros en La Habana, una verdadera ganga48. A veces, además, tiene que soportar humillaciones más grandes, como la de ver que el secretario de la redacción de La Ilustración le pregunta qué remuneración desea y en qué forma, como si él no fuera Juan Valera, académico, autor de Pepita Jiménez, entre otras obras de arte49.

Verdaderamente, la condición de escritor era muy mala, incluso cuando tiene en cuenta la exageración y el pesimismo bastante explicable de los que Valera da pruebas, pesimismo que, además, no siempre es igual50 y que se cambia, al menos en una ocasión, en un optimismo asombroso, pero comprensible.

En efecto, durante su estancia en Washington, de 1884 a 1886, en calidad de embajador, creyó por fin planear su vida de escritor con mejor fortuna: como muchos otros, y sin duda como reacción, pensó haber encontrado en el mercado americano el medio de hacer fortuna, en el El Dorado de la gente de letras: «Aquí se lee de un modo feroz y se venden libros a centenares de miles»51, y las tiradas están al nivel del continente -¡40.000 ejemplares para una primera edición!- y los derechos de autor regios52... Y, en su sueño dorado, incluso sueña en lo que será su vida allí, con, al precio de un mínimo de trabajo, mil libras esterlinas por año aseguradas. ¡Por fin, podría dejar la carrera diplomática!53.

Los Estados Unidos ofrecen, pues, a los escritores españoles, entre otras posibilidades insospechadas hasta entonces, un público y un mercado a conquistar; hasta abrir el camino, y Valera se propone hacerlo con su Pepita Jiménez. La coyuntura es, según él, favorable, pues la literatura francesa, que sería la competidora más temible de la literatura española, «con sus extravagancias y suciedades trágicas tiene disgustada y con asco a la gente comme il faut»54. Y, en su euforia, incluso piensa que los escritores españoles podrían vender sus derechos y hacerse editar directamente en los Estados Unidos: «Hablo de eso, dice, por egoísmo mío y por amor propio y colectivo de España, y por interés, pues que quiero que se vendan nuestros libros y nos valgan más de lo que nos valen»55. Y esta es para él una nueva ocasión de reprochar a los editores y libreros españoles su inexcusable apatía y su codicia.

Sin embargo, no todo es tan simple, y Valera es consciente, a pesar de su clara propensión a idealizar la situación, de los serios inconvenientes y de los peligros que implica, en particular, la ausencia de acuerdos sobre la propiedad intelectual, que deja a los escritores a la merced de los editores americanos.

El resultado debía mostrar que estos peligros eran reales, ya que, en 1887, cuando llega el momento de hacer las cuentas, parece que apenas se han vendido 6.000 ejemplares de la edición en inglés de Pepita Jiménez, y los derechos de autor que tendrá -quizás- casi no corresponden a lo que él confiaba56. Y, habiendo perdido muchas de sus ilusiones en una crematística que había creído descubrir, tuvo que confesar que «todo escritor y autor es cien veces más bandido que el más bandido de los editores españoles»57, sin abandonar por ello, además, sus proyectos, pues, representante a pesar suyo de sus propios intereses y de los de la corporación de los escritores de su país, debe pensar en todos los medios capaces de paliar las deficiencias observadas.

Juan Valera está pues lejos, lo vemos, de poder libre y enteramente dedicarse a la creación literaria. Productor a menudo empujado por la necesidad de ganar en parte su vida con su pluma, se ve obligado a unir su producción con consideraciones económicas de rentabilidad inmediata. Productor deseoso de vender sus productos por lo mejor para sus intereses, tiene que asegurar una venta difícil y, finalmente, poco lucrativa. Eso se traduce en el escritor por una especie de servidumbre de la creación y en el hombre por una cierta amargura, un cierto desencanto, cuando, consciente de la decadencia que representan para él las formas de su producción mercenaria a la que está obligado a dedicarse, con un brote de orgullo su voluntad de «convertirse en escritor de nuevo y de veras»58 y plantea esta cuestión terrible: «¿Cuándo engendraré yo y pariré otra Pepita Jiménez59.

La pregunta ha quedado sin respuesta porque sin duda nada en su condición de escritor ni en el análisis que podemos hacer de ello permitiría esperarlo:

¿Quién se atreve a declararse literato de profesión?60



En efecto, existe una contradicción entre el deseo real muchas veces afirmado por Valera, y por otros, de consagrarse enteramente a su vocación de escritor y las condiciones materiales que la sociedad, en general, y el sector especializado, en particular, reservan a la profesión. Esto es lo que parece expresar Valera cuando, en su prólogo a Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas (1887), escribe: «En España, salvo el teatro donde se gana algún dinero, apenas es posible el industrialismo en las demás producciones literarias»61; «el industrialismo», es decir, sin mantener el matiz de mercantilismo que está ligado al término, la concepción de un cierto rendimiento aplicado a la creación literaria.

Desde luego, y sin duda es el sentido de la restricción «apenas», es posible, dedicándose a un género «fácil» o «popular» -novela folletín o, después de 1870, novela por entregas- llegar a sacar un provecho relativamente importante de la actividad creadora. Así, podemos citar el ejemplo de Manuel Fernández y González que durante un período de diez años, dictando a dos secretarias a la vez, pudo ganar entre 35.000 y 55.000 por año, según las estimaciones62, e incluso en otro género, el de Pérez Galdós cuyos Episodios Nacionales parecen haberle valido una cierta fortuna.

Pero para eso era necesario tener la vena popular y poder ser fecundo, y los escritores que, como Valera, no reunían estas dos condiciones -«jamás seremos populares, a no ser en alguna obrilla aislada y como yerro de cuenta», escribía a José Alcalá Galiano63- se encuentran en la imposibilidad de hacer profesión de las letras, y por lo mismo, ya que según ellos la condición sine qua non de una producción literaria de calidad, de contribuir, tanto como pudieran al resurgimiento de las letras en España.

Primero está, según el análisis que hace Valera, el público que no lee y por lo tanto y sobre todo no compra libros, hasta tal punto decía Valera en 1859, que en «España no leen más que los libros que escriben, y nosotros somos el público de nosotros mismos, y toda la literatura es enseñanza mutua»64. Sin duda exageraba, pero hay que subrayar no obstante el carácter muy limitado del público virtual, es decir el que teóricamente es capaz de leer: unos seis millones de personas sobre los dieciocho millones de habitantes con que contaba España en 187565, y sobre todo la ínfima proporción que representa, con respecto a este público virtual, el público real o efectivo, ya que Valera, por su parte, estima su público entre 3.000 y 5 o 6 mil lectores66, y que en otra ocasión afirma que era raro que un escritor tuviera una audiencia muy superior a 20.000 lectores.

Esencialmente, es de esta carencia de un público suficientemente preparado para recibir obras «difíciles» de lo que sufre psicológica y financieramente, Valera, y otros con él. Sin sacar todas las consecuencias, era conveniente además, ya que desde 1850 deploraba «la indiferencia y hasta la mala voluntad del público español poco amigo de leer cosas serias»67, y en 1887 lamentará una vez más «la sordera o ceguera intelectual para las cosas serias que se eleven un poco encima de cierto nivel muy bajo»68. En efecto, es cierto que, cuando la necesidad de cultura se sentía, las preferencias del público iban al teatro y a las novelas populares, que conocían una gran fortuna, por razones que habría que analizar más, pero que podemos suponer eran su mayor facilidad y su accesibilidad69. Desde luego, todo esto en detrimento de las obras «serias» que no tienen más que tiradas limitadas70.

En estas condiciones, al escritor le falta una doble emulación: la emulación intelectual y la emulación económica. Pues, dado el estado de cultura o más bien de incultura del público, el escritor duda de ser siempre incomprendido: «de aquí deduce Valera, que no nos esmeremos cuanto debiéramos y escribamos peor de lo que pudiéramos escribir»71, y, por otra parte, «para lo que va a ganar, el escritor no quiere tomarse el trabajo de devanarse los sesos»72. Las relaciones del escritor con el público están, pues, lejos de ser tan fáciles como lo exigiría el ideal de la creación. A esto se añaden otros obstáculos, como los editores y los libreros -ya lo hemos subrayado-. Pero ahí de nuevo más allá de su rigor por la ganancia que deja los intereses de los escritores73, es verosímil que ellos mismos sean víctimas del subdesarrollo económico y cultural de España, que, a su nivel, se traduce en una gran prudencia en su política editorial74, y, al nivel de un escritor como Valera, por la imposibilidad de dedicarse enteramente, y con libre espíritu, a una creación regeneradora. De esto es, precisamente, de lo que parece sufrir Juan Valera.

Pero, más allá de su carácter específico y sin duda exagerado, su pensamiento testimonia un estado de espíritu más generalizado. Quizá se trata del desarrollo de una cierta élite intelectual que, a causa del subdesarrollo económico y cultural de España y de su contexto político, sólo encuentra una audiencia demasiado restringida y ve rechazar una justa estimación de su rol en la sociedad. «En mi cédula de vecindad, ya figuro como empleado, ya como cesante, ya como propietario, por más que sean las propiedades pocas», atestiguaba, en 1887, Juan Valera; y añadía: «Pero ¿quién se atreve a declararse literato de profesión?»75. La función social del escritor, si lo creemos, no sólo no es posible, sino que aún no está admitida y, como consecuencia no recibe ni una consideración justa ni una retribución justa. Según eso, parece que, mucho más que antes, el disfrute de la riqueza o, por lo menos de una cierta holgura financiera fuera un criterio importante dentro de la jerarquía social. El escritor, y más particularmente Valera, se encontraría, pues, atrapado entre dos sistemas de valores: uno, más tradicional, fundado sobre el prestigio del saber intelectual y del saber hacer creador; el otro, más nuevo, fundado sobre el prestigio que confiere el dinero.

«Lo que más me enoja y ofende y abochorna de no ganar dinero -escribía Valera a Menéndez Pelayo- no es el no ganarle, sino el desdén con que le miran a uno los tunantes y galopines que le ganan, y que nos califican de cuitados, de flojos, de tontos y de para poco. Vaya usted a persuadir a M... de que no somos unos mentecatos de a folio que no servimos para nada. Yo casi me lo voy creyendo ya, por lo que a mí me toca»76. Esta reflexión es a este respecto muy reveladora, y en un estudio sobre «el dinero con relación a las costumbres y a la inteligencia de los hombres», Valera muestra bien que, por su parte, él ha elegido cuando afirma: «el dinero es y tiene que ser la medida exacta del valer de una persona», y también: «el dinero se puede decir que da mérito intrínseco, como el no tenerle lo quita»77. Estas reflexiones, añadidas a la verdadera obsesión que es para él el dinero, pueden contribuir a explicar el comportamiento relativamente excepcional del hombre y del escritor. Como el dinero es a la vez una necesidad y un valor determinante, el escritor, obligado a hacer valer su talento bajo formas que a menudo le son impuestas, pierde poco a poco, en casos extremos, la iniciativa que caracteriza el trabajo del artesano, para dedicarse a un trabajo remunerador donde el dinero tiene cara de príncipe alienante, sin poder o querer, sin embargo, llegar a lo que él llama «el industrialismo».

Es el drama que Valera parece vivir, al verse, él, aristócrata creador, reducido por necesidad al rango de obrero de la literatura.





 
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