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Sobre la Estafeta de Urganda, o aviso de Cide Asam Ouzad Benengeli, sobre el desencanto del «Quijote», escrito por Nicolás Díaz de Benjumea. -Londres: 1861


Juan Valera





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Hace ya meses que recibimos la ingeniosa obrilla cuyo título sirve de epígrafe al presente trabajo, y reconociendo en su autor extraordinaria agudeza y no común vivacidad de fantasía, le recomendamos encarecidamente a nuestros lectores. La alabanza que dimos entonces al Sr. Benjumea no se limitó a esto. El tono de la gacetilla es pomposo e hiperbólico casi siempre, y adoptándole nosotros, dijimos además que el Sr. Benjumea tenía un conocimiento profundo de las cosas de que trataba. Quisimos dar a entender por tales razones que el Sr. Benjumea había estudiado con detenimiento todas las obras de Cervantes; que había leído a sus comentadores y anotadores, y que sabía cuanto hay que saber de la literatura de aquella época y de los libros de caballería, que inspiraron en cierto modo a nuestro   -159-   gran novelista. Mas no por eso dijimos que el señor Benjumea hubiese penetrado bien el espíritu del Quijote, antes afirmamos lo contrario, sosteniendo que en esta bellísima novela no hay ni puede haber esa doctrina esotérica, esa filosofía oculta, esa maravillosa ciencia que el Sr. Benjumea pretende haber hallado. El Quijote es, en nuestro sentir, una obra de arte, una poesía, un libro de entretenimiento, y nada más.

Es verdad que prometimos demostrar este aserto; pero después nos retrajo de cumplir la promesa la misma facilidad de cumplirla. Se comprende que un hombre de grande discreción y habilidad se proponga, con el fin de lucirse, demostrar la paradoja de que en el Quijote hay un tesoro escondido de saber, del cual nadie se ha percatado hasta hoy. Semejante demostración calificará a quien la hiciere de agudísimo, de sutil en sumo grado. Pero la demostración contraria, esto es, la demostración de que el Quijote no es más que una novela, es tan evidente y tan fácil, que no merece ni logra nada quien llegue a hacerla.

Lo hábil, lo gracioso, lo digno de un hombre curtido en las ciencias, sería demostrar que ahora estábamos en estío. Para demostrar que estamos en invierno, sólo se necesita sentir el frío que hace. Con esta consideración, casi no nos arrepentimos de haber hablado del conocimiento profundo del Sr. Benjumea, y no tenemos por hipérbole tan grande encomio. Conocimiento profundo y más que profundo se ha menester para hallar en una obra, cuyo valor poético o artístico ha sido la admiración de los hombres durante más de dos   -160-   siglos, un valor científico, que nadie, por lo general, sospechaba.

Nosotros negamos redondamente que haya en El ingenioso hidalgo más valor científico que en el último manual de Roret, que en el peor artículo de un diccionario de ciencias: pero como esta opinión nuestra es la más seguida, y la del Sr. Benjumea la más rara, esperábamos a que saliesen a luz los Comentarios filosóficos que La Estafeta de Urganda anuncia y promete, para refutarlos, como es justo. Dimos, con todo, a entender en la gacetilla que los Comentarios filosóficos habían de ser, juzgando por la muestra que su autor nos daba en La Estafeta, de lo más ameno, curioso, sutil y hábil, que puede imaginarse: por lo cual deseábamos y seguimos deseando su publicación. No permita el cielo que nuestros argumentos en contra de la tesis que el señor Benjumea piensa demostrar sean obstáculo a que los mencionados Comentarios se den a la estampa. No permita el cielo que por culpa nuestra, se desazone y desaliente el Sr. Benjumea, y prive a las personas de gusto, de la sabrosa lectura del libro singular que nos tiene ofrecido, y en el cual se podrá decir de mucho que si non é vero é ben trovato.

Sólo en este sentido hemos criticado el propósito del señor Benjumea. Nosotros no acertamos a persuadirnos de que el Quijote sea una cifra, un logogrifo, cuya misteriosa significación, hasta el día ignorada, va al cabo a quedar patente. Nosotros no podemos ver en el señor Benjumea a un nuevo Champollion, ni en el Quijote algo parecido a los hieroglíficos egipcios. Tenemos   -161-   del arte y de la poesía una idea muy diferente: idea que se opone a priori, a la afirmación del Sr. Benjumea; idea que, si fuese contradicha por los Comentarios filosóficos, lejos de dar más importancia a la novela de Cervantes, destruiría acaso mucha parte de la que tiene. Si el Sr. Benjumea llegase a probar (que no lo tememos) que el Quijote es un logogrifo, el señor Benjumea desencantaría de veras el Quijote; esto es, le haría perder su verdadero y nobilísimo encanto. La vida, la gracia, el ser de aquellas creaciones inmortales de nuestro egregio poeta, se desvanecerían, se evaporarían, y sólo nos dejarían, como residuo muerto, un frío simbolismo, unas alegorías sin alma, que por mucha ciencia que encerrasen, no valdrían el espíritu poético, que el Sr. Benjumea quiere apartar del Quijote.

Crea el Sr. Benjumea que si Cervantes quiso decir o enseñar algo esotérico en su Quijote, nada aprovecha esto al que le lee con corazón y entendimiento de poeta o de artista; antes le daña. Para Winkelmann, por ejemplo, no sería mayor el mérito del Apolo de Belvedere, porque un alambicador anticuario viniese a demostrar, que tal pie le tiene la estatua en tal postura para significar tal cosa; tal mano para explicar o indicar tal idea; que con las orejas denota esta o aquella máxima de filosofía; que con las narices simboliza uno de los misterios más hondos de Samotracia; que con el pecho, modelado de cierta manera, da razón de todo el saber de Orfeo; y que con la espalda y los muslos pone en claro toda la aritmosofía de Pitágoras y todos   -162-   los recónditos y proféticos conceptos de las sibilas. Winkelmann diría que todo esto no valía nada en comparación de la belleza artística del Apolo, y que el Apolo era la admiración de los hombres, no porque enseñaba aquellas cosas, sino porque realizaba la hermosura en el grado más sublime de perfección; porque era el más alto ideal del arte, que de la antigüedad se conserva. Si nuestro alambicador escribiese unos Comentarios filosóficos sobre el Apolo, nosotros aplaudiríamos y hasta nos pasmaríamos de la filosofía y del saber oculto (ya patente) que en los Comentarios hubiera: pero al ver el Apolo, nos olvidaríamos de nuevo de toda aquella filosofía, y nos admiraríamos solamente de su celestial e inimitable hermosura. Con el Quijote y con los Comentarios del Sr. Benjumea nos ha de suceder lo mismo. Por más filosofía que el Sr. Benjumea amontone y saque a relucir, nunca nos admiraremos en el Quijote sino de la belleza de sus figuras, de la gracia de sus diálogos, de lo variado y ameno de sus aventuras, del primor y elegancia natural de su estilo, y de la pasión y de la fantasía de su autor. Esto no será impedimento para que cuando queramos admirarnos del saber filosófico, acudamos a los Comentarios del Sr. Benjumea: pero entonces nos admiraremos del Sr. Benjumea, y no de Cervantes.

Si el Sr. Benjumea no nos hubiese dirigido desde Londres un comunicado muy atento, que insertamos en El Contemporáneo del 28 del mes pasado, no entraríamos en esta discusión, hasta después que los Comentarios se hubiesen dado a la estampa. Nosotros no querríamos   -163-   desalentar al Sr. Benjumea, que, según asegura, ha abandonado, para dedicarse a la aclaración del enigma del «Quijote», la carrera en que había consumido gran parte de sus intereses, gran parte de su juventud, y que ha consagrado su existencia y sus vigilias, y todas las fuerzas de su alma, a la revelación de esos misterios. Pero el Sr. Benjumea nos provoca e incita a que le contradigamos, y no podemos ya dejar de hacerlo. Téngase, sin embargo, presente, que no condenamos su trabajo; ni desestimamos el fruto de sus vigilias y de sus sacrificios. En los Comentarios filosóficos del señor Benjumea, así como en La Estafeta, que ya conocemos, podrá haber, y hay, mil noticias curiosas sobre la vida del eminente poeta español, un juicio recto y atinado de su carácter, y hasta no pocas notas, advertencias y explicaciones, sobre alusiones embozadas a este o a aquel personaje, y sobre negocios, casos y sucesos de la época en que se escribió el Quijote; todo lo cual es digno de saberse y muy curioso y divertido para el que lo lee: pero de aquí a esa doctrina esotérica, a esa llave encantada, con que va a abrirnos el Sr. Benjumea el arcano y hasta hoy inexplorado templo de la sabiduría de Cervantes, hay una distancia infinita. Decía el abate Galiani que, en los buenos libros, es más lo que está escrito con escritura oculta, entre renglones, que lo que está escrito en los renglones mismos. Pero no seguimos la opinión del quinta-esenciado abate. En los libros, buenos o malos, no hay más escrito que aquello que está escrito. Y sería harto inverosímil que hubiesen pasado siglos sin   -164-   leer nadie en el Quijote sino aventuras divertidas y discretas conversaciones, llenas de chiste, y viniese ahora el Sr. Benjumea a descubrir una filosofía, una doctrina hondísima, que no habíamos llegado a sospechar.

¿A qué propósito había de haber guardado Cervantes, bajo el sello del hieroglífico, esas útiles y grandísimas enseñanzas? ¿Qué filósofo, ni qué sabio, hizo jamás tal cosa? ¿No es una puerilidad o una falta de caridad encubrir bajo alegorías casi impenetrables una buena doctrina? ¿No es mejor y más de hombres honrados el enseñarla claramente, para que el prójimo se enmiende, adelante y perfeccione? Platón, Santo Tomás, Descartes, Bacon, Newton, Bossuet, Kant, Hegel, todos los grandes sabios que ha habido en el mundo procuraron ser lo más claros que les fue posible, y si algunos han sido oscuros, lo han sido por falta de habilidad, y no por falta de gana de dejar de ser claros; pero nunca han sido tan oscuros que hayan tenido celadas dos o tres siglos todas sus filosofías, y bien envueltas en símbolos, hasta que al cabo de los años mil ha aparecido un Sr. Benjumea, que ha levantado el tupidísimo velo que las ocultaba a los profanos.

En el Quijote, y esto es lo que más nos pasma, no hay como en otros poemas, en verso o en prosa, ni el más leve pretexto para la interpretación y desentrañamiento de lo oculto. Nadie que no esté obcecado, deja de entender bien cuanto dice el Quijote; nadie busca, al través de sus imaginadas nebulosidades, esa luz mística y sublime, que quiere hacer brillar el Sr. Benjumea.   -165-   Comprenderíamos unos Comentarios filosóficos sobre La Alejandra del tenebroso Licofrón, o sobre Las Soledades del culterano Góngora; pero sobre el Quijote del ternísimo y clarísimo Cervantes, no los comprendemos.

Nadie se atreverá a negar que, en obras de imaginación y de mero entretenimiento, han revelado o consignado algunos poetas grandísimas verdades; pero no de suerte que haya sido menester que pasen siglos y que nazca un Sr. Benjumea para que las escudriñe y salgan de la niebla que las envolvía. Séneca vaticina en un coro de la Medea el descubrimiento de un nuevo mundo; pero le vaticina sin clave, y sin cifra, y sin misterio: Tetis, dice, descubrirá nuevos mundos. ¿Qué Sr. Benjumea se necesita para poner esto en claro? Virgilio, en su égloga IV, haciéndose eco de los profetas hebreos, vaticina la venida de un redentor. Pero ¿no está claro y terminante el vaticinio? ¿Qué cifra ni que hieroglífico hay en él? La humanidad entera presentía al que había de venir, y Virgilio expresa con toda claridad su milagroso presentimiento. Tampoco hubo duda jamás sobre este vaticinio del Mantuano. Dante, o bien por coincidencia, o bien por inspiración, o bien por noticias de viajeros, como Marco Polo y otros, dice que hay en el hemisferio austral una constelación que tiene forma de cruz, y en efecto, la hay. Pero ¿qué misterio puso Dante en este vaticinio? Los poemas que son verdaderamente misteriosos y religiosos, el Prometeo, de Esquilo, la Teogonía, de Hesíodo, el canto sexto de la Eneida y otras obras por el estilo,   -166-   están dando a conocer, a tiro de ballesta, que envuelven, en efecto un misterio; misterio que, sin embargo, se explica y aclara; pero en el Quijote, ¿dónde está el enigma, dónde la señal de lo misterioso y recóndito? ¿Por qué los molinos de viento han de ser más que molinos de viento, y los batanes más que batanes, y los requesones más que requesones? ¿Qué indicio hay en la vida, condición, estudios y aficiones de Cervantes, que nos persuada de que fuese un Paracelso, un Raimundo Lulio, un Alberto Magno, un sabio nigromántico, quiromántico, o cosa parecida, y no un soldado valiente, un hombre de mundo, y un aventurero corrido y experto, más conocedor de los percheles de Málaga y de las calles de Triana, que de las ciencias y de las filosofías, las cuales no le hicieron falta para ser el regocijo de las musas? Cervantes compuso el libro de más amena lectura que se ha escrito jamás, y la novela más realista y más idealista a la vez, que ha producido ingenio humano, porque en ella pintó, con la fidelidad de un fotógrafo, toda la vida real que tan admirablemente conocía, y que con tal brío de imaginación sabía reproducir en sus escritos, y porque en ella supo iluminar y esmaltar esta pintura y realzarla hasta lo más sublime de la poesía, con el vivo fuego y con la clara luz del limpio, esplendoroso y puro ideal artístico que ardía en su alma.

Estos merecimientos de Cervantes y de su obra bastan para que esta sea inmortal, y ensalzada hasta los cielos, y leída, y aplaudida, y celebrada entre todas las gentes y naciones. No es menester que el Sr. Benjumea   -167-   se devane los sesos para hallar en Cervantes una filosofía oculta, y explicar por ella el entusiasmo que produce su obra. ¿Qué filosofía oculta hay en las odas de Píndaro o de Safo? ¿Qué nos enseña Ariosto? ¿Qué Moreto? ¿Qué Lope o qué Calderón? Ninguno de estos altísimos poetas nos enseña grandes verdades científicas. El peor libro en prosa de la época en que ellos escribieron nos enseña mil veces más, científicamente. La misión del poeta no es enseñar algo científico. La misión del poeta es dar ser y forma sensible a la hermosura, la cual es, como la verdad, una emanación inmediata y refulgente de Dios, y vale tanto, por lo menos, como la verdad, con la diferencia de que casi siempre suele ser más agradable, y siempre es más dulce y muchísimo más divertida.

Allá en la infancia de las sociedades humanas, todo se escribía en verso o en poesía, y los poetas eran sabios y sacerdotes, y los sacerdotes sabios y poetas, los cuales adoctrinaban al vulgo y le comunicaban algo de sus ocultas doctrinas, por medio de figuras y de símbolos; pero, ya en tiempo de Cervantes, la humanidad estaba harto crecida y granada, y había cierta división de trabajo, quedando la ciencia para expuesta prosaica y metódicamente por los hombres científicos, y reservándose los poetas el imperio y la creación de la hermosura. Si la ciencia intervenía a veces en sus creaciones, era como material y asunto de donde la hermosura puede también salir, pues también en la ciencia hay hermosura; mas no para enseñar y velar la enseñanza con extraños y ridículos acertijos, acrósticos,   -168-   anagramas y otras puerilidades. Todo esto sería de un gusto pésimo, y no podemos creer que le tuviera Cervantes.

Los Comentarios filosóficos del Sr. Benjumea, repetimos, a pesar de todo, que han de ser, como La Estafeta de Urganda, una composición discretísima, y han de leerse con sumo deleite y curiosidad por los hombres de gusto. El Sr. Benjumea, a propósito del Quijote, y tomando ocasión del Quijote, como pudiera tomarla de otra cosa cualquiera, es más que probable que nos dé sus propias filosofías, atribuyéndoselas modestamente a nuestro gran novelista, el cual era más filósofo práctico que teórico y especulativo. Distamos mucho de aconsejar al Sr. Benjumea que no escriba sus Comentarios. Ojalá vean pronto la luz pública. Seguros estamos de que nos han de entretener y cautivar, así como también estamos seguros de que no llegarán a convencernos, ni a decidirnos a estimar el Quijote, sino como el libro más agradable, sublime y gracioso que de mero entretenimiento se ha escrito en el mundo.








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