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«Solaya», en su contexto dramático

Francisco Aguilar Piñal


(Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid)



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La reforma ilustrada del teatro en España no es una acción inicialmente política, ni motivada por las censuras morales que desde el siglo anterior venían exponiendo en el púlpito y en los libros destacadas figuras de la Iglesia católica. Son hombres de letras quienes, por motivos básicamente estéticos y literarios, claman por la reforma, al menos desde 1751, año en que Luzán describe las novedades francesas en sus Memorias literarias de París, y Montiano toma la pluma para poner los cimientos de la renovación dramática con su Virginia y su primer Discurso de las tragedias españolas.

Esta renovación tiene su origen, como sabemos, en tres causas paralelas: la irrupción del teatro italiano en España, las traducciones castellanas de tragedias francesas y el deseo de crear una tragedia original de argumento histórico.

Es en la época de Fernando VI cuando brillan en nuestra escena los autores italianos, cuyas obras se representan pero también se editan en pulcras ediciones bilingües, para uso principalmente cortesano. El teatro musical de Goldoni, Metastasio y Zeno es ampliamente conocido por el público español, gracias a las compañías italianas que recorren la península, comenzando por Barcelona1 y Madrid2 para continuar   —10→   después por Sevilla, Cádiz, Murcia, Cartagena, Córdoba, Valencia, Zaragoza, Logroño y Salamanca.

Menor incidencia tiene, durante este reinado, el teatro traducido del francés. Sin tener en cuenta las anteriores versiones del marqués de San Juan (1731), Cañizares (1716) o Añorbe (1740), en la década de los cincuenta se traduce sobre todo a Racine. En 1752 aparece el Británico de Juan Trigueros, en 1754 la Atalía de Llaguno, y en 1759 la Andrómaca de Margarita Hickey, en cuyo prólogo escribe Montiano: «Si llegase a representarse, puede ser que las gustosas lágrimas que ha de costar, formen algún partido que logre introducir este nuevo gusto... Yo seguí algún tiempo la opinión de los franceses, pero abracé después la inglesa, aunque con varias moderaciones que he juzgado convenir a la verosimilitud»3.

Montiano, escarmentado ya por la no representación de sus propias obras, recela del éxito de la tragedia, en el mismo año de la muerte de Fernando VI. Otro camino ensaya Ramón de la Cruz con su «drama cómico» Quien complace a la deidad acierta a sacrificar, de 1757, que mereció una frase de elogio del trinitario fray Alonso Cano, en su censura de la obra, de la cual dice que es «un ensayo de un nuevo rumbo muy propio a la reforma del grosero y depravado gusto que hoy reina en nuestro teatro»4.

Llegado al trono de España Carlos III, va tomando cuerpo la polémica en torno a la fórmula nacional de la comedia en general, y del teatro calderoniano en particular. En 1763 publica López Sedano su tragedia bíblica Jahel, inspirada en Racine, en cuyo prólogo leemos: «En España no se escriben tales obras para representarse, ni son compatibles con las monstruosidades que tienen tomada la posesión de sus teatros, en donde se abomina y del todo se ignora lo que es arte, regularidad y buen gusto», concluyendo al final que para conseguir este cambio «solo es bastante el poder y la autoridad del Supremo Magistrado».   —11→   Esta apelación al poder real es muestra palpable del arraigo popular de la comedia española y del rechazo de la tragedia, cuya implantación, como prototipo del «buen gusto», sólo sería posible con una actuación política, propia del «despotismo ilustrado».

También Nifo es partidario de la reforma, cuando este mismo año escribe en el Diario extrangero que «en España el teatro, como se halla en el día, no sólo debe ser reformado, sino enteramente abolido». Pero sus motivaciones son muy distintas, ya que, atacando a López Sedano, escribe en otra parte: «vale más una escena de Calderón o de Lope, que cuanto se ha escrito en España desde más de veinte años a esta parte, sin exclusión de la nueva tragedia La Jahel»5. Sus ideas reformadoras, siguiendo las advertencias del púlpito, se reducían a convertir el teatro en una escuela de moral, que sirviese para educar incluso a los niños.

Recuérdese que en este mismo año de 1763 Nicolás de Moratín publica su tragedia Lucrecia, ateniéndose estrictamente a las reglas, y que al año siguiente, 1764, el propio Nifo traduce la Hipsipile de Metastasio, Pedro de Silva el Astianacte de Zeno, y Antonio Bazo El precepto obedecido antes de ser entendido, de Metastasio, con gran éxito, ya que estuvo catorce días en cartel. Por el contrario, la escuela francesa se había de contentar con el aplauso de círculos restringidos, como la tertulia madrileña de Olavide, que por idéntica fecha traduce la Hipermenestra, de Lemierre.

Todo lo dicho hasta aquí es bien conocido6. Pero me ha servido para situar en su contexto dramático la obra de Cadalso. Permítaseme, sin embargo, que antes de tratar de la Solaya, me refiera a una tragedia cuya importancia ha pasado desapercibida para la mayoría de los críticos. Su título, Combates de amor y ley, se completa así: «Tragedia según el más moderno estilo de los mejores teatros de la Europa. Que da a luz y dedica a la erudita Nación española Don Fernando Jugaccis Pilotos, vecino de Cádiz». Fue impresa en esta   —12→   ciudad andaluza por Manuel Espinosa de los Monteros en 17657. Pero como la licencia es del 11 de enero de este año, ha de suponerse que fue escrita el anterior de 1764. Fue representada en Cádiz en febrero de 1765, actuando de protagonistas Sebastiana Pereira y Esteban Valdés.

La tragedia va precedida de un interesante prólogo, dedicado a «la muy Noble y muy Leal Nación española», en el que el autor ofrece una obra «compuesta según todo el rigor de las reglas del Arte: y que siguiendo en su argumento y composición algunos autores extranjeros que más se distinguen en los Teatros de la Europa, me lisonjeé poder hacerles de este modo conocer los defectos que acompañan las comedias, de que se debe huir». A continuación especifica cuáles sean estos defectos y las novedades que ofrece, indicando cuáles deben ser las normas del buen gusto que logren la reforma del teatro: «Bien sé -escribe- que la novedad de la pieza causará disonancia en aquellos que miran las cosas a bulto, y que sólo les gusta el cascabel gordo, la botarga y el capirote. Pero no hablo con éstos: estoy cierto que por precisión han de ser los últimos a quien les agrade una novedad semejante; porque, habituados a nuestras comedias, en que tanto papel hacen los Graciosos, no podrán sufrir sin bostezar mil veces una representación de tres horas donde no se escuchan las bufonadas y truhanerías de los Graciosos, aunque fuera de las más bien escritas e interesantes».

Habla, por el contrario, «con aquellos españoles que, gobernados por la razón y el buen gusto, buscan, procuran y admiten lo bueno en dondequiera que lo encuentren». Dándose en el teatro «representaciones ceñidas a la razón y recta política, mezclado con la diversión, se apodera del fondo de los corazones el amor de la virtud, del verdadero honor, del desinterés, de la magnanimidad, de la constancia, etc. y las más veces quedan tan en la memoria estas cosas que en no pocas ocasiones sirven de aviso para apartarnos de los   —13→   riesgos de las pasiones». El autor no puede ser más explícito en sus intenciones ilustradas, al abominar de las comedias que engalanan con muchas flores de retórica «un adulterio, un estupro, un homicidio y otros delitos», defendiendo, por el contrario, «que se deberá proponer al público el vicio por aquel lado que debe ser aborrecible, delineando el sujeto que le comete odiado de todos, conduciéndole con arte y primor a los mayores infortunios». Con lo cual «hará admirable efecto en la juventud». Citando a continuación al jesuita francés Charles Poirée, asegura que este tipo de teatro «podrá ser una escuela apta e idónea por su naturaleza para formar arregladas costumbres».

Volviendo al principal reproche que el público le pudiera hacer, escribe: «Por lo que toca a la falta de Gracioso, que tanto gusta a Vmds., debo decir con toda verdad y sinceridad que [...] todo ha sido nacido de tal cual conocimiento que tengo del teatro y de la inclinación de mi genio, que días ha se halla reclutado por la razón [...] No pretendo que se destierren los Graciosos de los teatros: hay muchas comedias en que son necesarios [...] pero en las tragedias, o representaciones heroicas, donde solo deben hablar Personas Reales y de alta calidad, [...] en esta no se permite por los más juiciosos el menor desahogo de la pluma».

«Estas consideraciones son, señores míos, las que me han obligado a tomar la pluma y presentar a Vmds. esta tragedia, por desear, como tan amante de las glorias de mi Nación, que se reforme nuestro Teatro [...] Bien sé que no soy el primero y me lisonjeo que no seré el último en este empeño [...] El ofrecer la tragedia en cinco actos repartida, y en todas sus circunstancias tan distinta de nuestro genio, es sólo con el fin de dar una tragedia en nuestro idioma como se representan en muchos teatros de la Europa, para que los que ignoran otras lenguas vean y lean en la suya propia lo que tanto nos alaban, y juzguen desapasionadamente si se funda la estimación que hacen de sus Teatros, con menosprecio   —14→   de los nuestros. En este asunto, ni yo soy capaz de decidir, ni esta dedicatoria con ribete de Prólogo es Tribunal suficiente donde se debe pronunciar la sentencia. Y así, entre tanto que Vmds. en las tertulias arguyen, porfían y se calientan los sesos sobre este particular, yo quedaré contento con que miren esta empresa mía de buena fe, admitan el obsequio que les tributo sin ceños y no juzguen el asunto de reformar el Teatro como cosa inútil».

En ninguna parte de este prólogo se deja entrever que no sea ésta una tragedia original, antes bien se insinúa lo contrario. La acción está situada en el mundo oriental, concretamente en Siria. El protagonista, Otomán, es un rey tártaro, enamorado de la esclava Arlaja, que, raptada por los turcos en su niñez, descubre ser hija de cristianos. Los combates a que se refiere el título se dan en el corazón de Arlaja, entre su amor por el tártaro y la fidelidad que debe a la fe de sus mayores. Pues bien, con los nombres de sus personajes cambiados, esta tragedia no es sino la primera traducción castellana de la Zaïre de Voltaire8.

Nada sabemos de su enigmático autor, Fernando Jugaccis Pilotos que, según García de la Huerta, es anagrama imperfecto de otro no menos enigmático dramaturgo que tendría por nombre Fernando Postigo, del que tampoco sabemos nada. Lo único cierto es que se titula «vecino de Cádiz» en los primeros meses de 1765. Ante tanta oscuridad biográfica, me voy a permitir formular una hipótesis, que, a mi modo de ver, no carece de fundamento. Tras el seudónimo de Fernando Jugaccis Pilotos se esconde, nada menos, que el nombre de José Cadalso. El anagrama se resuelve perfectamente, con las consiguientes abreviaturas, dando por resultado: JOSEF CADALSO I V. CPTN RGITO (Josef Cadalso i V[ázquez] C[a]p[i]t[á]n [de] R[e]gi[mien]to).

En efecto, Cadalso, que había regresado de Francia e ingresado en el Regimiento de Caballería de Borbón en 1762, ascendió a Capitán en junio de 1764, perdiéndose su pista   —15→   hasta agosto de 1765, en que su Regimiento está destinado en Salamanca. ¿No sería normal que pasase esos meses en Cádiz, ocupado en los asuntos de la testamentaría paterna, que le produjo, como se sabe, buenos dineros? De ser esto cierto, la traducción debió hacerla en el segundo semestre de 1764, siendo razonable que en el anagrama figurase el grado de Capitán, recién adquirido. Su conocimiento de Voltaire se da por supuesto, en especial la obra traducida, que probablemente hubiera visto representar en París. Además, en la carta 49 de las Marruecas se hace alusión a las traducciones hechas por Nuño joven -trasunto de Cadalso- de idiomas extranjeros. No hay nada en la biografía del gaditano que nos impida atribuirle esta traducción, cuyo estilo es ciertamente cadalsiano, así como la versificación en pareados endecasílabos, que repetirá luego en la Solaya.

Si esta hipótesis fuera cierta, ampliaría nuestro conocimiento de Cadalso, su afición por el teatro, su confesada admiración por el buen gusto y la razón a la temprana edad de 23 años y su inequívoca intención de colaborar en la reforma ilustrada del teatro español, siguiendo el modelo francés. Aún se puede ir más lejos y afirmar que Cadalso, durante su estancia en Madrid desde 1762 a 1764 participó en alguna de las muchas tertulias cortesanas de la época, pero muy concretamente en la de Olavide, donde compartiría las nuevas ideas y aplaudiría el ejemplo del propio Olavide que, en aquellos años, estaba ya traduciendo tragedias de Racine, Lemierre, Du Belloy y del mismo Voltaire.

Sea como fuere, el autor de Combates de amor y ley deberá ser considerado como un avanzado en la reforma teatral neoclásica, a la altura de los grandes ilustrados de comienzos del reinado de Carlos III. Sabemos que la obra fue anunciada en la «Gaceta» de Madrid el primero de octubre de 17659 y por tanto conocida en los medios literarios madrileños el mismo año de su publicación. No tendría nada de extraño que Cadalso llevase los ejemplares a Madrid, ya   —16→   que se supone que por esas fechas disfrutó de un permiso de varios meses en la capital de España.

Esta precoz actividad literaria de Cadalso me hace suponer también que su segunda tragedia, Solaya o los circasianos, fue escrita antes de 1770, año en que escribe Don Sancho García, Conde de Castilla. 1765 es también el año en que fructifican las ideas de Moratín padre y de Clavijo, con la prohibición de los autos sacramentales. Por otro lado, en este año se representa la zarzuela italiana El amor pastoril en la casa madrileña del embajador de las Dos Sicilias para conmemorar la boda del futuro Carlos IV con María Luisa de Borbón, Princesa de Parma10. De autor también italiano, esta vez del conde boloñés Luis Savioli Fontana, es la zarzuela La constancia dichosa, representada con el mismo motivo en casa del Duque de Medinaceli11. Como se ve, en los ambientes aristocráticos seguía dominando el gusto italiano, reforzado esta vez por la nacionalidad de la princesa consorte.

Nada hacía presagiar un cambio brusco en las aficiones teatrales cortesanas, cuando el motín de Esquilache, en marzo de 1766, vino a decidir la nueva política teatral. Sabido es cómo, desde el poder, el conde de Aranda promovió el cambio, no sólo con la creación de nuevos locales en los Reales Sitios sino con la protección y apoyo a los autores ilustrados que se decidieran por la modernización y racionalización del teatro, dando vida a una tragedia de tema nacional que facilitara el conocimiento de los héroes castellanos y revitalizara el sentimiento patriótico de los espectadores.

Cadalso, a la vuelta de su destierro aragonés en 1770, ofrece al conde de Aranda su tragedia de argumento nacional Don Sancho García, Conde de Castilla, que fue representada en Madrid en enero de 1771. Para entonces ya tenía escrita y reprobada por la censura su otra tragedia, Solaya o los circasianos, recientemente encontrada y publicada por mí en una editorial madrileña12. Versificada en pareados endecasílabos y dividida en cinco actos, como la   —17→   traducción de Voltaire, la semejanza de argumentos y su localización oriental, en la lejana y casi legendaria Circasia, me hacen ahora pensar que su fecha de redacción puede estar más cerca de 1765 que de 1770. Desde luego, su intención renovadora está en la misma línea de Combates de amor y ley, con argumento muy parecido. Pero mientras el tema de ésta era la lucha interior entre el amor y la fe, en Solaya el alma de la protagonista se debate entre el amor y el honor. Solaya se enfrenta a su padre y a sus hermanos para defender su amor a un príncipe enemigo, contra el código social del honor, que lo considera alta traición. Al fin, Solaya y su amante Selin caen abatidos por la espada de Heraclio y Casiro, los hermanos intransigentes y «fanáticos del honor».

Hemos de recordar que, por estas fechas, el público de los corrales estaba acostumbrado a presenciar el triunfo del honor sobre la pasión amorosa, en obras como Entre el honor y el amor, el honor es lo primero13, Ceder amor por honor, en honroso proceder, por una heroica mujer14, No hay contra un padre razón15, La muerta por el honor16, o las dos de Antonio Bazo, contemporáneo de Cadalso, tituladas: Sacrificar el afecto en las aras del honor es el más heroico amor y Vencer la propia pasión en las lides del amor es la fineza mayor17. Todas ellas fueron representadas en Madrid entre 1760 y 1770. El honor siempre queda triunfante, pero a costa del sometimiento del amor, de la renuncia o el sacrificio femenino. Este sacrificio que en Cadalso llega a la muerte, pero sin previo sometimiento, alzándose sobre la escena la insólita rebeldía de Solaya, orgullosa de su amor y de su condición altiva de mujer que defiende el derecho a su libertad.

La novedad de la tragedia cadalsiana radica tanto en esta rebeldía femenina cuanto en el nuevo concepto de honor que introduce en la escena española. No hay en Solaya arrepentimiento ni vencimiento de la propia pasión, sino entereza frente a las presiones familiares. De un lado, Cadalso   —18→   simpatiza con Solaya, que presagia la actitud de las heroínas románticas. De otro, sigue la corriente del momento haciendo que la pasión resulte finalmente vencida por la espada sangrante que vindica los derechos del honor. Esta idea, habitual en los dramas barrocos españoles, fue expuesta por el propio Cadalso en su Carta de Florinda a su padre, el conde D. Julián, después de su desgracia con estos pareados endecasílabos: «Contra el amor, en artes abundante / sólo el honor consigue ser triunfante». Máxima que Cadalso lleva hasta sus últimas consecuencias con la muerte trágica en escena de los dos amantes.

Pero ¿de qué concepto del honor se trata? Hasta treinta veces aparece la palabra «honor» en la tragedia de Cadalso, mientras que la palabra «honra» brilla por su ausencia. No hay aquí una venganza familiar por la honra conculcada. No hay adulterio ni amor infame. No hay relaciones secretas ni desdoro social, puesto que ambos amantes son de noble linaje. El honor aquí mancillado no está vinculado a la limpieza de sangre ni a las prescripciones de una religión determinada. Es algo distinto. Es un honor colectivo, de carácter social, en una palabra, patriótico. Lo que quiere resaltar Cadalso es el concepto de patriotismo. «¿Tu Patria vendes a tan bajo precio?» incrimina Heraclio a su hermana en un verso totalmente explícito (v. 362). Y en otro lugar, la propia Solaya reconoce que vacila entre el amor de su patria y el de su amante (v. 1046). En otras varias ocasiones la palabra honor es sinónimo de patriotismo, y cuando Solaya, moribunda, perdona a sus hermanos asesinos, lo hace disculpándolos pues conoce «la fuerza del honor».

Esta apasionada defensa del amor a la patria la hace Cadalso en una tragedia que, aun respetando las normas neoclásicas, escribe en un contexto barroco todavía. No sólo por tratar el tema del honor, sino también por basar su argumento en la leyenda medieval del tributo de las doncellas, ya tratado por Lope en Las famosas asturianas y por Zamora   —19→   en Quitar de España con honra el feudo de cien doncellas. Profundizando un poco más, comprobamos que la lucha interior entre el vicio y la virtud que tiene lugar en el alma de Solaya pertenece por entero a la visión barroca del mundo. Pero también aquí la virtud se confunde, novedosamente, con el patriotismo (v. 806). No hay ninguna motivación religiosa o moral en los personajes, sino meramente patriótica o civil; la virtud que se propugna es un sentir profano, altamente ético, puesto que se defienden los valores patrios, pero no es una virtud alegre, sino rigorista y severa, capaz de pedir el sacrificio de la vida por el honor de la patria.

Estamos, pues, inmersos en el drama barroco, pero se intenta superar el honor calderoniano, basado en la sangre, en la casta o en la religión, con la formulación de un honor patriótico, que debe ser el valor supremo de la sociedad. El hecho de considerar a Solaya como una «heroína romántica», por su altiva rebeldía, no impide apreciar en esta tragedia un fondo barroco en una forma neoclásica, y plenamente ilustrada por sus intenciones de elevar a rango teatral la virtud del patriotismo. Mezcla de contrarios que hacen de ella una obra singular, típica de la época de crisis ideológica, en que se escribió.

Estamos en los primeros años del reinado de Carlos III, cuyo mayor empeño político fue el de cohesionar a todos los españoles tras la bandera de la patria común, persiguiendo la modernidad y el progreso. En este empeño colaboraron escritores como Cadalso, que pusieron su pluma al servicio de una idea verdaderamente nacional, exaltando los valores de la grandeza épica para hacer frente a la decadencia y al derrotismo. Esta es la significación histórica de Solaya, aunque Cadalso buscara su argumento en la historia del cercano Oriente. Poco después enmendaría este supuesto, tomado sin duda del teatro francés, para enfrentarse en su Don Sancho García con la propia historia de España.

Pero si, como supongo, es de Cadalso la traducción de   —20→   Voltaire, es preciso retrotraer hasta 1764 por lo menos su idea de la virtud heroica, ya que, como se dice en el prólogo de Combates de amor y ley, hay que representar en escena «los héroes que antepusieron el bien de la honra y la práctica de lo recto a los mayores intereses del mundo, y hasta el desprecio de la misma vida». Palabras que fueron impresas, recordemos, tres años antes de la nueva política teatral del conde de Aranda.

Escrita la Solaya, con argumento y personajes cercanos a la obra de Voltaire, como queda dicho, Cadalso cambia el rumbo de su contribución a esta nueva política, tomando el argumento de Don Sancho de la historia nacional. En esta obra, la protagonista, Doña Ava, duda entre su hijo y su amante, muriendo por amor, pero quedando vencedor el sentido patriótico de la tragedia. En su prólogo, Cadalso reconoce haber compuesto este drama «conformándome al estilo de esta era» y pide benevolencia al auditorio «acostumbrado a disimular las faltas de los autores en cuyas obras se ven afectos de religión, honor, patriotismo y vasallaje».

No tenemos por qué llamarnos a engaño. Cadalso es un ilustrado, pero su ilustración en el teatro no tiene nada de burguesa. Defiende una sociedad monárquica, jerarquizada al estilo tradicional, en la que los nobles deben recuperar la dignidad de su rango, cimentado en un concepto patriótico del honor. La reforma teatral a la que contribuye con estas dos obras se basa en la dignificación del género, lo que comporta la dignificación de los personajes y la exaltación del concepto de patria. Solaya muere declarándose inocente, como Doña Mencía en El médico de su honra, pero en la protagonista cadalsiana no hay ni la menor sombra de delito sexual; sólo una transgresión al código del honor patrio. La subordinación que se preconiza no es a la superioridad masculina, ni a la de casta o religión, sino a la de la Patria. Que es, sintetizando mucho las ideas, la pretensión política de los ilustrados.

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Aunque no sería representada hasta diez años más tarde, en 1768 escribe García de la Huerta su Raquel, que se enmarca también en los dramas de tema nacional. Raquel no tiene elección en su muerte, pero la acepta por amor al Rey. Entre 1760 y 1770 se escriben en Sevilla Los Guzmanes y La Egilona de Trigueros, y el Pelayo de Jovellanos; en Madrid, la Hormesinda de Nicolás Fernández de Moratín, y después la Numancia destruida de López de Ayala, el Motezuma del duque de Medinasidonia y el Conde D. Sancho García del marqués de Palacio, todas ellas inspiradas en la epopeya nacional. No es una casualidad, sino la respuesta literaria a unas directrices políticas. Directrices que se amplían con la aceptación de las traducciones francesas, a las que se dedican en Sevilla Olavide y sus amigos, y en Madrid, Clavijo, Iriarte y el propio Ramón de la Cruz.

Tanto unas como otras tienen como última finalidad la racionalización y secularización del teatro. Creo que a esto se puede reducir toda la reforma. Se trata, en definitiva, de expulsar del escenario no sólo a los graciosos, sino en mayor medida a la religión, la magia o la mitología. ¡Fuera santos, magos y dioses paganos!: esta podría ser la consigna del momento. Todavía está por hacer una estadística seria de los temas teatrales durante los siglos XVII y XVIII, pero tengo la seguridad de que sería un conocimiento esclarecedor. Magos y magas, brujas y hechiceros de todas las latitudes del planeta y casi todo el santoral de la Iglesia católica se hacían presentes, de carne y hueso, en los escenarios españoles del Antiguo Régimen. Algo que hoy nos puede parecer extravagante, era entonces el pan dramático de cada día. Esta predilección por los temas sobrenaturales y su inevitable tramoya de fantasía era lo que los ilustrados, como Cadalso, pretendieron arrojar de los escenarios con su nuevo teatro histórico. Era, en definitiva, la lucha de la razón contra la credulidad supersticiosa, de lo laico y civil contra el concepto sacralizado de la vida que había dominado en España desde la Contrarreforma.

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Si el plan de reforma de Bernardo de Iriarte, fechado en 1767, ponía el acento en la elección de argumentos teatrales, dos años después presenta Nifo una, menos conocida, Idea para reformar el teatro de España, en la que culpa de todo a los comediantes y propone como remedios: la creación de un Director General de Teatros, de un Seminario para la enseñanza de los actores, con una mejora sustancial de sus ingresos y la obligatoriedad de ensayar las obras con mayor esmero18. Ambas reformas se complementan y forman la base de la mejora escénica en la segunda mitad del siglo. La contribución de Cadalso, como autor dramático, creo que ha sido menospreciada, al igual que la de los restantes dramaturgos de la década 1760-1770, que José Caso González llama «generación rococó».

Falta en la crítica de la época ilustrada una profundización en el estudio de obras y autores dramáticos, que hasta ahora se ha limitado a obras muy politizadas, como la Raquel, y a escritores de primera fila, como Ramón de la Cruz, Iriarte o Moratín. Aún esperan su turno en el interés de la crítica las obras de Concha, Comella, Trigueros, Zavala, Bazo, Laviano, Fermín del Rey, Rezano, y el propio Cadalso, cuya influencia en la evolución dramática posterior pudo no ser trascendente19, pero que forman parte esencial de la dramaturgia española del siglo XVIII.





 
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