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Sor Juana y los poderosos


Antonio Rubial García





Como sucedía con todas las elites occidentales del Antiguo Régimen, muchos de los comportamientos de la aristocracia novohispana estaban regulados por las normas cortesanas en las que la apariencia y el aparato de representación pública cumplían un papel de suma importancia. En la sociedad cortesana lo que contaba era lo que se hacía, lo que se practicaba y lo que se representaba. Las letras y las artes se beneficiaron de esas necesidades de representación que alimentaban extendidas prácticas de mecenazgo. Desde aquellos eclesiásticos que tenían el apoyo de sus institutos, o los que no, hasta los pintores y escritores seglares, todo el que se dedicara a una actividad artística dependía de la munificencia de un mecenas, ya sea individual (virreyes, obispos, mercaderes, hacendados o altos funcionarios de la burocracia), ya corporativo (cabildos urbanos y catedralicios, cofradías, provincias religiosas). Con esos patronos se establecían una serie de lazos clientelares que no sólo aportaban a los letrados y a los artistas plásticos ingresos económicos y la posibilidad de hacer públicas sus obras, sino también les permitían conseguir apoyos para sus negocios personales y para lograr el éxito en sus solicitudes de prebendas y empleos, e incluso en las de sus parientes y allegados. De este modo se generaban intrincadas redes sociales en las que estaban inscritas la mayor parte de la población y las corporaciones.

Ni la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, ni la de sus contemporáneos, como don Carlos de Sigüenza, pueden ser entendidas sin tener en cuenta ese ambiente cortesano, clientelar y corporativo donde se movían1. En un estudio magistral Georgina Sabat de Rivers ha trabajado la relación entre Sor Juana y la corte virreinal y sus vínculos con las virreinas, en especial con doña María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, marquesa de la Laguna y condesa de Paredes2. Otros estudiosos como Octavio Paz y Marié-Cécile Benassy-Berling han profundizado también sobre sus relaciones con los arzobispos y obispos, sobre todo con Francisco de Aguiar y Seijas y Manuel Fernández de Santa Cruz3. Dolores Bravo y María Méndez, por su parte, se han dedicado a su conflictivo trato con el influyente jesuita Antonio Núñez de Miranda4. Pero la monja tenía también relaciones con otros sectores de los poderosos novohispanos, aunque todos, en mayor o menor medida, estaban vinculados con la corte virreinal; fue de hecho por su participación en ella que Sor Juana, una pobre muchacha de provincia, pudo insertarse en las importantes redes clientelares que le permitieron desarrollar su actividad intelectual. En este ensayo trataré sólo tres casos que permiten vislumbrar la complejidad del mundo social en el que se movía la religiosa.


Sor Juana y la aristocracia: sus vínculos con los Velásquez de la Cadena

La principal fuente de riqueza que caracterizó desde el siglo XVI a la aristocracia novohispana fue la propiedad territorial y el control de la mano de obra indígena. Al principio, los beneficiados fueron los conquistadores y sus descendientes, que gracias a las mercedes de tierras y a las encomiendas de indios se convirtieron en el grupo dominante. Sin embargo, de ellos tan sólo unos pocos lograron mantener este estatus; la Corona, con sus leyes restrictivas y con la creación de una burocracia de corregidores, pasó a manos de ellos el control de las comunidades indias. Poco a poco los encomenderos fueron sustituidos por una nueva clase terrateniente de hacendados descendientes de colonos y funcionarios. Convertidos, gracias al acaparamiento de haciendas, en los principales proveedores de granos, pulque, azúcar y carne a las ciudades, la nueva clase terrateniente ingresó pronto en las filas de la aristocracia. Criollos en su mayoría, los terratenientes estuvieron marginados de los puestos de control político, sin embargo pudieron ejercer el poder por medio de varias instancias: una de ellas fueron los cabildos urbanos, en los que este grupo encontró no sólo un ámbito de poder, sino también un medio de controlar el abasto urbano y una forma de representación social, al ser los organizadores de varias de las más importantes fiestas oficiales (el paseo del pendón y las recepciones de los virreyes por ejemplo).

Un segundo ámbito político abierto a los criollos fue el de la burocracia virreinal a través de los oficios vendibles. A partir de Felipe II la venta de cargos se convirtió en un monopolio de la Corona, un medio más de enfrentar la atroz bancarrota en la que estaba sumida España después de sus interminables guerras europeas. En su época, los cargos de escribanía, policía, municipio y casas reales de moneda fueron puestos a subasta pública; con ello se evitaba que virreyes y gobernadores los utilizaran como premios para sus partidarios, pero también se introducía la corrupción y la venalidad; quien compraba un cargo buscaba desquitar su costo, y esto no se podía hacer con los míseros salarios que daba la Corona, sino con los negocios y la venta de favores auspiciados por la función pública.

Uno de esos oficios, quizás el más importante de todos, fue el de secretario de Gobernación y Guerra, cargo que ocupó por casi cincuenta años don Pedro Velásquez de la Cadena. Es muy conocido el importante papel que jugó este personaje en la vida de Sor Juana al pagar la dote que le permitió ingresar como religiosa, y la relación de ella con el hermano del secretario, el agustino fray Diego Velásquez de la Cadena, a quien la monja dedicó una de sus loas cortesanas. ¿De dónde procedía el poder de estos personajes?

El capitán Juan Velásquez de León, patriarca del linaje, era un hidalgo castellano empobrecido nacido en Torrubia del Campo en 1568; había llegado a la Nueva España atraído por sus míticas minas de plata y amasó una pequeña fortuna en las de Zacualpan, pero su verdadero ascenso lo consiguió gracias al ventajoso matrimonio con doña Catalina Caballero Sedeño de la Cadena, hija de una familia criolla que remontaba su abolengo a los años inmediatos a la conquista. De sus trece hijos, tres murieron en la infancia, tres se casaron con miembros de importantes familias de la nobleza novohispana y los restantes, como era lo común, entraron a la vida religiosa. Cinco mujeres ingresaron en el monasterio de Santa Inés, cuyo patronazgo detentaba la familia de la Cadena, y dos de los varones siguieron la carrera sacerdotal, uno en el clero secular y el otro en la Orden de San Agustín.

El más destacado e influyente de los miembros de la familia fue sin duda Pedro, el primogénito, quien contrajo nupcias por primera vez en 1646 con Francisca de Tovar y Samano, hija de uno de los secretarios de Gobernación y Guerra, Luis de Tovar Godínez. Gracias a este matrimonio Pedro recibió como dote la misma secretaría que, como uno de los oficios que la Corona ponía a la venta, había sido adquirida por su suegro en 70.000 pesos. A pesar de los numerosos problemas a los que se enfrentó para mantenerse en el puesto (además del pago de otros 60.000 pesos), el desempeño del cargo durante casi medio siglo, le dio una gran preeminencia en la vida política y social de la Nueva España. Al estar encargado de la principal oficina de gobierno del palacio durante las gestiones de ocho virreyes y de tres arzobispos virreyes, el primogénito de la Cadena era detentador de un poder y de unas relaciones excepcionales en todo el ámbito novohispano.

Al enviudar de su primera esposa, Pedro contrajo segundas nupcias en 1655 con Elena de Silva y Guzmán, señora de Yecla en Castilla y pariente de los duques del Infantado. Aunque con ella tampoco tuvo hijos, este matrimonio acrecentó su prestigio social. Pedro Velásquez de la Cadena era además capitán de infantería, rector de la archicofradía del Santísimo Sacramento de la Catedral, hermano mayor de la cofradía de los caballeros de la Cruz en la parroquia de la Veracruz; en 1672 recibió el título de caballero de la Orden de Santiago y en 1678 fue nombrado patrono del convento de Santa Inés por la muerte de su madre. Como primogénito de la familia heredó dos encomiendas (una en Xilotepec y otra en Querétaro) y una concesión de indios vacos en Pachuca por dos mil pesos de oro, sobre la que sostuvo pleito con la Real Audiencia resuelto a su favor en 1688. Pedro no tuvo descendencia directa y su viuda dejó a uno de sus sobrinos, Diego, la fortuna familiar. Él continuaría con el apellido de la familia y sobre él sería fundado el mayorazgo Velásquez de la Cadena. Este joven se desposó con María Rosa de Cervantes Cassaus en 1698 y su mayorazgo fue el origen del marquesado de la Cadena en el siglo XVIII5.

Rico y poderoso, don Pedro fue un elemento clave en la vida política y social de su tiempo y gracias a él la monja jerónima tuvo al más importante valido que podía haber en el palacio, aun antes que llegara ahí su otra protectora, la condesa de Paredes. La relación entre Sor Juana y don Pedro se fraguó durante la estancia de la joven en la corte de los virreyes de Mancera; ahí fue donde ella consiguió sus favores y la dote que le permitiría entrar de religiosa, aun antes de conocer a su confesor jesuita. Sor Juana lo señala así explícitamente en su carta al padre Núñez: «... y aunque le debí sumos deseos y solicitudes de mi estado [...] lo tocante a la dote mucho antes de conocer yo a VR lo tenía ajustado mi padrino el capitán don Pedro Velásquez de la Cadena»6.

Fray Diego, el segundo hermano de don Pedro, es una clara muestra de la tercera fuente de riqueza y prestigio a la que podían acceder los criollos: el clero. Después de su ingreso con los agustinos en la década de los cincuenta, el padre de la Cadena se graduó de doctor en Teología por la Universidad de México en 1665. Fue mecenas de su tesis Antonio Sebastián de Toledo, el virrey marqués de Mancera, señal del papel destacado que tenía su hermano en la corte. Entre 1666 y 1669 ocupó el cargo de rector en el colegio de San Pablo, convento que era casa de estudios de la provincia y parroquia de indios, y que sería su residencia permanente hasta el fin de su vida. Para 1667, cuando Sor Juana ingresaba al convento de las carmelitas, su prestigio era ya tan considerable, que fray Diego figuró como candidato en las elecciones de rector de la Universidad de ese año7.

Para 1670 intentó aumentar su prestigio personal y concursó para la cátedra de Prima de Teología en la Universidad de México, puesto que le disputaba Juan de la Peña Butrón, medio racionero de la Catedral y protegido del arzobispo fray Payo de Ribera. Desde que la cátedra vacó por la muerte de su titular, el mercedario fray Juan de Herrera, fray Diego la había ocupado de manera interina, y en las votaciones para obtenerla ganó por un voto. De la Peña recusó el dictamen alegando nulidad, por estar en el jurado un pariente de fray Diego; la instancia fue aceptada y con ello se le adjudicó la plaza a Butrón, quien a pesar de la paridad de votos, ganaba por su antigüedad. El fraile agustino presentó su inconformidad ante la Audiencia y al poco tiempo, con el apoyo del virrey, fue restituido en la cátedra, pero como De la Peña era protegido de fray Payo y funcionario de la Catedral, se le regresó a su puesto. En ese tiempo el conflicto entre el virrey Mancera y el arzobispo fray Payo se enrarecía cada vez más y el «sacrificio» del padre de la Cadena fue una momentánea válvula de escape para aligerar la tensión.

Sin embargo, ambos bandos enviaron al Consejo de Indias cartas en las que se acusaban mutuamente de corrupción y éste dictaminó el asunto a favor de Juan de la Peña Butrón en 1673, año en que entró a ocupar la cátedra. Poco después el protector de fray Diego, el virrey Mancera, era sustituido en el cargo por el propio arzobispo fray Payo, razón por la que el fraile agustino pasó a un discreto silencio en espera de mejores tiempos. Pero en 1680 las cosas cambiarían para el agustino, pues ese año terminaba el gobierno del arzobispo virrey y llegaban los marqueses de la Laguna, que se convertirían en sus protectores, como lo fueron de Sor Juana. Otra circunstancia también benefició a fray Diego y fue que, a fines de 1684, murió Juan de la Peña Butrón y se declaró vacante la cátedra de Prima de Teología; el agustino sacó a relucir de nuevo el viejo conflicto y apeló ante el virrey alegando su derecho sobre ella, a pesar de la oposición de las autoridades universitarias, ahora controladas por el arzobispo Aguiar y Seijas y por el cabildo de la Catedral. Por fin, en septiembre de 1687, se recibía en la ciudad la sentencia del Consejo de Indias a favor de Cadena y para celebrarlo, el poderoso fraile organizó un repique de campanas en los conventos de su orden durante cinco horas y cohetes y luminarias por la noche. El agustino dictó la cátedra por cuatro años y tres meses más y en enero de 1692 se jubiló, pues desde el punto de vista legal ya había cumplido en ella dos décadas. Muchos otros asuntos ocupaban su tiempo en esa época y el título de maestro jubilado de la Real y Pontificia Universidad era suficiente para lo que él necesitaba. Debió dar por bien invertidos los cuantiosos gastos que ocasionó el proceso8.

Pero obtener una cátedra en la Universidad era sólo un escalón en la ascendente carrera del ambicioso agustino que tenía en sus miras gobernar la provincia del Santísimo Nombre de Jesús y sus enormes riquezas. En esta provincia alrededor de cien criollos (el 20% del total de los miembros de ella), apoyados por algunos peninsulares, detentaban y circulaban entre sí todos los puestos rectores y los cargos priorales, y se beneficiaban con las substanciosas rentas que algunos de ellos producían. A la cabeza de este grupo se encontraba lo que los contemporáneos llamaron «el monarca agustino»: un personaje criollo con gran poder y riqueza, que ocupaba durante dos o tres trienios el provincialato y que elegía a su antojo a los provinciales que lo sucederían y a las demás autoridades, por medio de la manipulación y compra de los votos en los capítulos provinciales. Un elemento importante que sostenía su posición era el manejo de grandes sumas de dinero de diversas procedencias: préstamos a cargo de los conventos y de los ornamentos de las sacristías; adjudicación de una parte de la limosna para vino y aceite que daba a la provincia la Real Hacienda; apropiación de los espolios, o bienes que dejaban los frailes al morir y de importantes porciones de las rentas que sustentaban el convento grande de México; y sobre todo la venta de una parte considerable de los cargos priorales y la percepción de una buena tajada de las contribuciones que los priores, procuradores y administradores daban cuando se realizaban las visitas provinciales. Con esa plata, además de sostener el tren de vida cortesano que llevaban, los «monarcas» hacían regalos y sobornos para conseguir el favor de los poderosos, enviaban procuradores a España y pagaban los gastos que exigían las gestiones ante las cortes de Madrid y Roma y ante el generalato de la Orden.

A partir de 1684 fray Diego consiguió no sólo la cátedra de Teología, sino también manipular las votaciones para ser provincial y, después de su trienio, para controlar la provincia como un feudo personal. En este tiempo, al convento-colegio de San Pablo, su residencia, llegaban los priores a arreglar sus negocios y, como si fueran los vasallos de un señor feudal, se arrodillaban ante él, besaban su mano y lo llamaban «su paternidad reverendísima». Desde San Pablo, fray Diego salía a sus visitas por la provincia para recolectar las contribuciones «voluntarias» de sus prioratos, y durante ellas se hacía acompañar por un numeroso séquito. San Pablo era también el lugar donde seglares y religiosos de otras órdenes iban a jugar naipes y a tomar chocolate, y en ocasiones, sus claustros se animaban con fiestas, música y banquetes. Para uno de sus cumpleaños fray Diego encargó a Sor Juana Inés de la Cruz una loa para ser representada ante sus amigos en San Pablo; en ella el anfitrión fue llamado, entre otras cosas, «el Suetonio» que mantenía en paz y tranquilidad a los agustinos y «patrón, padre y mecenas» del colegio de San Pablo. La Naturaleza, personaje central de la loa, y madre de todos los atributos racionales del ser, repartió los respectivos papeles a cada uno de los personajes que representaban los atributos del padre maestro y que correspondían a cada una de las letras de su apellido: Ciencia, Agrado, Discurso, Entendimiento, Nobleza y Atención. La alabanza llegó a «niveles hiperbólicos» cuando fray Diego fue comparado con las dos grandes lumbreras del pensamiento cristiano, San Agustín y Santo Tomás9. La monja jerónima no podía hacer menos por el hermano de don Pedro, el padrino que dio la dote para su profesión.

Desconocemos si existió entre fray Diego y Sor Juana una relación intelectual más allá de este momentáneo mecenazgo. Pero sin duda ambos se vieron afectados por los cambios que se produjeron en la Nueva España a raíz de la rebelión de 1692 y del eclipse momentáneo de la figura política del virrey Conde de Galve, dado que un importante sector de la sociedad lo culpaba por lo sucedido. Octavio Paz ha descrito cómo afectó el hecho a Sor Juana, a causa de la preeminencia que adquirió el arzobispo Aguiar y Seijas sobre el virrey10. Por la misma razón fray Diego se vio obligado a abandonar el control de la provincia y dejar que un grupo de frailes reformadores tomara las riendas de su gobierno durante un trienio. A ambos afectó también, sin duda, la renuncia de don Pedro a la secretaría de Gobernación en 1694, causada muy posiblemente por la turbulencia política que desató la rebelión en los medios de poder novohispanos. Esta renuncia fue una de las causas por las que su hermano fray Diego tuvo que ocultarse de nuevo bajo el velo de un discreto silencio, y una de las razones por las que Sor Juana renunció a seguir escribiendo bajo las presiones del arzobispo Aguiar. De hecho, con la renuncia de don Pedro la monja y el fraile habían perdido a su principal valedor en la corte virreinal.




Sor Juana y las corporaciones: el caso del Cabildo catedralicio de México

A principios de julio de 1680 llegaba a la ciudad de México la nueva del arribo del virrey marqués de la Laguna, que sustituiría en el cargo a fray Payo de Ribera. El nuevo gobernante y su séquito desembarcaron en el puerto de Veracruz el 19 de septiembre de ese año y, al día siguiente, en la sesión del cabildo de la catedral de México se sacó el tema del arco triunfal que esta corporación erigiría en honor del recién llegado frente a la portada de la iglesia mayor. En las actas del 20 de septiembre de ese año se registró que el arcedeán Juan de la Cámara propuso para su ejecución al padre Fernando Valtierra, un jesuita chiapaneco que había intervenido en el certamen poético de las festividades de canonización de San Francisco de Borja; esta propuesta fue apoyada sólo por el canónigo Juan de la Peña Butrón. Por su parte, el tesorero Ignacio de Hoyos Santillana, propuso a la madre Juana Inés de la Cruz, por quien votaron todos los demás miembros del Cabildo, en donde se encontraban dos destacadas personalidades: el chantre Isidro de Sariñana, que después sería obispo de Oaxaca, y el canónigo Diego de Malpartida, quien pronto ocuparía el cargo de deán que había vacado recientemente. En esa misma sesión se acordó llevar la propuesta de la mayoría ante el arzobispo fray Payo de Ribera para su aprobación. Poco después se nombraba al racionero José Vidal para que se ocupara los gastos del arco, que saldrían de la partida de los diezmos denominada «fábrica de catedral»; el 8 de noviembre se acordó el pago de 200 pesos a la monja jerónima por «la circunstancia de que una mujer hubiese emprendido esta obra y ser una pobre religiosa digna de ser socorrida». En la sesión de ese día se mencionó, además, que la religiosa «ha trabajado con toda puntualidad y que ha discurrido muy bien en su formación», lo que indica que para entonces ya había hecho entrega de su Neptuno alegórico. Escribir la obra, encargada posiblemente el 22 de septiembre, le habría llevado poco más de un mes11.

En el Neptuno, Sor Juana comparaba al dios de las aguas con el virrey, no sólo por la feliz analogía con el título de Marqués de la Laguna, sino también por el peligro continuo de inundaciones en el que se encontraba la ciudad, y cuyas desgracias se esperaba que contuviera el gobernante, como un cristiano dios de las aguas. No podían faltar tampoco las diosas Isis y Minerva, asociadas, como Neptuno, a la sabiduría, ni dos «divinidades» que Sor Juana relacionó con la virreina, Venus y la Virgen María12.

Sin duda, los miembros del Cabildo no se vieron defraudados al leer la obra concluida. Con ella la Catedral podía equipararse muy dignamente con el Cabildo de la ciudad, que había encargado la elaboración de su arco a don Carlos de Sigüenza. El Cabildo de la Catedral, formado por personas que obtenían sus puestos de manera vitalicia y después de un concurso de oposición, era un órgano inamovible que le era impuesto a cada arzobispo nuevo que llegaba; su permanencia y vínculos sociales convirtieron a los miembros de ese cuerpo colegiado en los mecenas y principales promotores de las obras artísticas; a diferencia de los obispos que cambiaban de continuo, el Cabildo era «el depositario de las tradiciones del gobierno, el arte, la liturgia y la administración de la catedral»13.

El Cabildo eclesiástico estaba encabezado por el deán y el arcedeán, secretarios que controlaban el movimiento de la sede; los seguían el chantre (organizador del canto de las horas canónicas del coro, obligatorias para todo el Cabildo), el maestrescuela (profesor de gramática de la capilla de niños cantores y representante de la Catedral ante la Universidad), el tesorero (administrador de los asuntos económicos) y los canónigos y racioneros (veintiuno en la Catedral de México), encargados de las misas, confesiones, bautizos y, en fin, de la administración religiosa, en la que eran auxiliados por numerosos capellanes. Cuando no había arzobispo, por muerte o por promoción, el Cabildo gobernaba la diócesis (sobre todo su cabeza, el deán) y se constituía en «sede vacante». Durante el siglo XVII, que hubo numerosas «sedes vacantes», los deanes tuvieron un papel central en la toma de decisiones. Pero en 1680, cuando llegó el virrey de la Laguna, acababa de morir el deán Juan de Poblete, por lo que el arcedeán, Juan de la Cámara, era en ese momento su máxima autoridad.

Es significativo, por tanto, que en el caso del arco de recepción del virrey no fuera aceptada la propuesta de la cabeza del Cabildo, y también que el único que la apoyara fuera, precisamente, Juan de la Peña Butrón. Recordemos que este último personaje, una década atrás, había tenido un conflicto con el padre de la Cadena por la cátedra de Prima de Teología. ¿No pudo esta vieja rencilla influir en un voto contrario a la monja protegida de los Velásquez de la Cadena? Sin duda, además de su prestigio como poetisa, Sor Juana obtuvo el encargo del arco pues tenía muchos apoyos en el Cabildo, apoyos que le venían en buena medida por ser protegida del secretario de Gobernación. Cuando después de un breve periodo de «sede vacante» llegó a ocupar la cátedra episcopal Francisco de Aguiar y Seijas en 1682. No sabemos a partir de esta época quiénes, dentro del Cabildo, siguieron vinculados a los intereses que sostenían a Sor Juana. Uno de ellos fue sin duda el deán Diego de Malpartida, cuyo carácter cortesano no podía coincidir con el seco y antimundano arzobispo.




Sor Juana y los mercaderes: su relación con Domingo de la Rea

La segunda actividad que generó enormes fortunas en Nueva España fue el comercio. Para el siglo XVI, las actividades mercantiles difícilmente encajaban en la mentalidad aristocrática de los terratenientes, por lo que a fines de la centuria un grupo de emigrados de orígenes modestos comenzó a aprovecharse de la necesidad de abastecer de artículos europeos a la capital y a otras ciudades, sobre todo a los reales de minas. Al principio funcionaron como representantes de las casas comerciales de Sevilla, pero muy pronto se independizaron de ellos. La apertura de la ruta del Pacífico y el control del comercio asiático a partir de 1570, junto con el régimen de monopolio que la corona fomentaba, propiciaron su rápido enriquecimiento; así, con la creación del consulado de comerciantes de la ciudad de México en 1592, los mercaderes novohispanos desplazaron muy pronto a los andaluces en el manejo de artículos de importación y exportación. Al crecer la demanda de mercancías y los controles fiscales, como la prohibición de comerciar con el Perú, los comerciantes buscaron otras vías de aprovisionamiento como el contrabando, lo que aumentó aún más sus fortunas. Durante varias décadas del siglo XVII, el comercio tuvo que hacer frente a una profunda crisis, reflejo de la que vivía el sistema capitalista naciente en Europa; esto obligó a los comerciantes a buscar nuevas formas de aplicar sus capitales; se convirtieron en socios capitalistas de empresas mineras y textiles y aplicaron sus fortunas a la compra de tierras. Los comerciantes tuvieron también acceso al poder político a través del soborno y, por medio de los corregidores y alcaldes mayores, al control de los mercados indígenas.

A partir de la segunda mitad del siglo XVII, a raíz del crecimiento minero y de la recuperación comercial, algunos mercaderes de la ciudad de México se dedicaron a la compra de lingotes de plata en los centros mineros y los convertían en moneda en la casa de moneda de la capital. Al mismo tiempo abastecían de mercancías y de capitales a la minería y se convertían en los primeros empresarios. Finalmente, gracias al apoyo en armas y dinero que daban para aplacar las continuas rebeliones indígenas en el norte y el sureste, obtuvieron nombramientos de capitanes de milicias. Para el siglo XVIII, con la creación de un ejército regular y de una clase militar profesional, los comerciantes tuvieron que compartir este privilegio con los militares de carrera. A pesar de sus logros y riqueza, la profesión de comerciante no fue considerada como un oficio noble sino hasta fines del siglo XVII.

Uno de los comerciantes más ricos de la época de Sor Juana fue el vasco Domingo de la Rea, natural de Erive en Álava. Su fortuna procedía de un matrimonio ventajoso con la hija adoptiva del mercader andaluz Diego del Castillo, quien había amasado una enorme fortuna traficando con plata y monedas en los centros mineros14. Desde 1678, Castillo lo convirtió en su socio y fundó con él una compañía para el tráfico de plata y a su muerte, en 1683, le heredó no sólo su enorme fortuna, sino también su próspero negocio, el banco de plata. A los pocos meses del deceso de don Diego, el 20 de octubre de 1683, el capitán La Rea recibió el hábito de caballero de Santiago y para 1686 era nombrado prefecto de la Congregación del Divino Salvador15. La riqueza y prosperidad que Domingo de la Rea recibió con la herencia de don Diego no sólo incrementó su prestigio social, también aportó beneficios a sus parientes cercanos. El capitán Juan de la Rea, su hermano menor, consiguió comprar en 1686 el arriendo del asiento del pulque, una de las rentas más jugosas que la Corona podía conceder a un particular. Los hermanos De la Rea actuaron así juntos en varios negocios gracias a la tienda de plata heredada de Diego del Castillo. Sin embargo, ambos sufrieron un serio revés a causa de la rebelión de 1692. El arzobispo Aguiar y Seijas había conseguido que se prohibiera la venta de pulque y que se suspendiera la concesión que el comerciante Juan de la Rea tenía sobre este «asiento». Para muchos esa bebida había sido la causante de los incendios y de los robos durante la terrible noche de la rebelión.

Una de las funciones más importantes de los bancos de plata, además de abastecer de moneda a los centros mineros, era, como en los bancos actuales, manejar capitales privados y ponerlos a trabajar, consiguiendo para sus clientes intereses del 5% anual. Sor Juana, quizás por su cargo de contadora del monasterio de San Jerónimo, había entrado en contacto con Domingo de la Rea, posiblemente desde 1692, y tenía depositados con él 2.000 pesos. Aunque las monjas hacían al profesar voto de pobreza, era costumbre que algunas poseyeran bienes propios (las llamadas reservas) y Sor Juana, quien como hemos visto recibía dinero gracias a sus habilidades literarias, no era una excepción. Sólo así se puede entender su capacidad financiera para comprar libros, más aún después que el arzobispo Aguiar le confiscara su biblioteca y sus bienes. Por un incidente similar acaecido en 1695, a la muerte de Sor Juana, tenemos esas noticias sobre las inversiones de la monja jerónima en el banco de plata de La Rea, y en un documento fechado años después, en 1703.

En 1698 había muerto el arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas; al año siguiente, tres monasterios de religiosas de la capital (San Lorenzo, Jesús María y San Jerónimo) interponían un recurso para que se les restituyeran propiedades y capitales que la obsesiva dadivosidad de Aguiar les había confiscado. La petición se abría como un proceso judicial sobre el espolio, es decir, sobre los bienes que el arzobispo había dejado. Uno de los inconformes, el monasterio de San Jerónimo, alegaba la restitución de un dinero que pertenecía a Sor Juana Inés de la Cruz. Existía la costumbre que, salvo disposición testamentaria en contra, esas «reservas», o bienes privados de las religiosas, pasaran íntegras al patrimonio conventual, y de ahí el interés de estas comunidades por exigir la restitución de esos bienes. Al fallecer la monja escritora, Aguiar había mandado sacar las alhajas que estaban en su celda, así como 2.000 pesos que tenía en depósito con Domingo de la Rea. Sor Juana había señalado en su testamento que esos bienes debían pasar a su sobrina Isabel de San Joseph, y a la muerte de ésta al monasterio. La abadesa decía estar dispuesta a perder las alhajas, pero solicitaba que por lo menos se les restituyera el dinero16. Aunque el espolio se abrió en 1699, la resolución no se dio sino hasta 1703; la causa de tal retraso se debió a que el chantre Manuel de Escalante y Mendoza, superintendente de las obras de catedral, había metido los bienes del espolio a las cajas reales sin tener en cuenta el requisito legal que exigía abrirlos antes a las peticiones de los acreedores. El deán Diego de Malpartida Zenteno, que al parecer no tenía ninguna simpatía por el chantre, pues lo llama «regalista» y lo acusa del mal estado de las bóvedas de Catedral, culpaba a su colega de haber procedido con dolo en el caso del espolio. Al final, las monjas pudieron recuperar parte de los bienes que exigían, a pesar de que el espolio no era muy substancioso. El dadivoso arzobispo Aguiar había regalado el resto de sus bienes, al igual que los confiscados a las monjas, a sus amados pobres17.

El caso del espolio de Aguiar nos muestra a una sor Juana inmersa en los negocios del mundo, preocupada por invertir su dinero, un dinero que posiblemente le sería útil para recuperar la biblioteca que le había sido arrebatada. Finalmente, a lo largo de su vida, sus relaciones no sólo le habían permitido conseguir dinero (su misma dote religiosa la obtuvo gracias a los vínculos que estableció en la corte), le habían dado también protectores y mecenas. Ella, más que nadie, sabía que era necesario para sobrevivir en su sociedad establecer lazos clientelares con los poderosos, a quienes podía solicitar favores y de quienes podía esperar el amparo necesario para ejercer el oficio de escritora, que era la pasión de su vida.








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