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ArribaAbajoActo II

 

La escena representa un vagón-cama visto longitudinalmente. Toda la parte inferior -ruedas y ejes- permanece oculta. Sólo está iluminada la parte superior. En ella se divisan tres departamentos distintos. El pasillo se supone que cae del lado más próximo al espectador. Los departamentos reproducen, con la mayor exactitud posible, los corrientes en los vagones-camas de la Agencia Internacional. Al comenzar la acción se oye, el ruido del convoy en marcha. En el departamento de la extrema derecha -siempre se entiende derecha e izquierda como las del espectador- viaja DON JESÚS. Los otros dos departamentos están iluminados y vacíos. Sin embargo, en la redecilla hay colocados diversos equipajes y una maleta-armario grandísima en el de la extrema izquierda.

 
 

En el instante de levantarse el telón, DON JESÚS, que da señales de notoria impaciencia, se decide a levantarse de su asiento y a llamar al timbre. Al cabo de unos segundos aparece un EMPLEADO del vagón. El CAMARERO, de frente al público, parece entregado a la contemplación del paisaje.

 

EMPLEADO.-  ¿El señor desea agua mineral?

DON JESÚS.-  No, señor. Todos ustedes creen que si se les llama es nada más que para pedirles agua mineral. ¡No, señor!

EMPLEADO.-  El señor me dispensará. ¿Le interesa, tal vez, que le haga la cama?

DON JESÚS.-  ¡Eso, más tarde!

EMPLEADO.-  Dígame entonces.

DON JESÚS.-  Quiero decirle que con este ruido no se puede viajar.

EMPLEADO.-  ¿Algo más desea el señor?

DON JESÚS.-   (Un tanto sorprendido.)  Pues no...

EMPLEADO.-  Con su permiso.

 

(Hace mutis por el pasillo, hacia la izquierda, y, a los pocos segundos, el ruido del convoy cesa por completo. DON JESÚS pone un gesto de complacido asombro.)

 

DON JESÚS.-  ¡Caramba! Esto ya es otra cosa.

EMPLEADO.-    (Reaparece por la lateral izquierda.)  El señor está servido.

DON JESÚS.-  Muchas gracias.  (Inquieto.)  No será que hemos parado, ¿verdad?

EMPLEADO.-  De ninguna manera. Seguimos a la misma velocidad que antes, pero procurando evitarles molestias.

DON JESÚS.-  Así debe ser. Óigame, ¿a qué hora llegamos a Medina?

EMPLEADO.-  A las doce treinta y cinco. ¿He de despertarle?

DON JESÚS.-  No, al contrario: tengo especial interés en pasar dormido por Medina.

EMPLEADO.-  Muy bien.

DON JESÚS.-  Así, pues, le agradecería que no me despertase. ¿Y por León, a qué hora pasamos?

EMPLEADO.-  Este tren no pasa por León.

DON JESÚS.-  ¿Ah, no?

EMPLEADO.-    (Rotundo.)  Desde luego que no.

DON JESÚS.-  Bah, bah... No sé por qué está usted tan seguro. Lo que no sucede en diez años sucede en un día.

EMPLEADO.-  Sin embargo, señor...

DON JESÚS.-  Bien, bien... Si por casualidad pasamos...

EMPLEADO.-  Pero si ya le digo que no pasamos por León...

DON JESÚS.-   (Con cierto aire conminatorio.)  ¡Todo sería cuestión de dinero!

EMPLEADO.-  No se ponga usted así, señor. Ya le avisaría si pasáramos.

DON JESÚS.-  De acuerdo.

 

(Mutis del EMPLEADO. Al CAMARERO.)

 

Bueno, ¿quiere usted seguir contándome el paisaje?

CAMARERO.-  Con mucho gusto, don Jesús. Al fondo se ve algo así como un pueblecito con unas casas muy pequeñas.

DON JESÚS.-    (Mientras lee su periódico, sin conceder importancia alguna a nada.)  Muy bien.

CAMARERO.-  Cerca de la vía, pues..., como siempre..., vacas...

DON JESÚS.-  Perfecto.

CAMARERO.-  Ahora, unos borreguitos... ¿Quiere ver al pastor, don Jesús?

DON JESÚS.-    (Mientras lee su periódico.)  ¿Tiene algo de particular ese pastor?

CAMARERO.-  No; es como todos. Lleva una oveja en los hombros.

DON JESÚS.-  Será Manelik.

CAMARERO.-   (Ingenuo.)  Pues no sé... Más vacas, don Jesús; ¡más vacas!

DON JESÚS.-  Se conoce que ésta es una región lechera.

CAMARERO.-  Lo que sucede es que ya se está haciendo de noche, y que casi no se ve nada. Mire, mire; ¡se han encendido unas luces!...

DON JESÚS.-  Mírelas usted, que ésa es su obligación.

CAMARERO.-  A sus órdenes.

DON JESÚS.-   (Se lleva la mano a los ojos.)  Ay, caramba.

CAMARERO.-  ¿Qué le sucede?

DON JESÚS.-  Que se ha metido una carbonilla en un ojo.

CAMARERO.-    (Se le acerca y hace ademán de soplarle.)  ¿Va mejor?

DON JESÚS.-  Sí, sí, muchas gracias... ¡Estas carbonillas que no respetan nada! Porque lo lógico era que la hubiera cogido usted, que era quien miraba el paisaje.

CAMARERO.-  Tiene más razón que un santo.

DON JESÚS.-  En fin: ya se fue. Bueno, pues usted puede retirarse. Y hasta mañana. Y muy bien, me ha contado usted el paisaje muy bien.

CAMARERO.-  Yo le agradecí mucho al señor su encargo, porque me hacía falta ir a Madrid; y fíjese por dónde...

DON JESÚS.-  Magnífico, amigo mío, magnífico.

CAMARERO.-  Vaya, a mandar.

 

(Y hace mutis por la lateral derecha. En este momento el ruido del convoy se reproduce con la misma estridencia del principio. El EMPLEADO hace la pasada en ese mismo instante.)

 

DON JESÚS.-  ¿Otra vez?...

EMPLEADO.-  Disculpe usted, es que han debido distraerse.

 

(Hace mutis precipitadamente por la lateral izquierda. El ruido cesa, el EMPLEADO vuelve a surgir y, entonces, sin pararse ya, saluda a la altura de DON JESÚS, que sigue sentado en su departamento y que le retribuye con un gesto agradecido su afortunada intervención. El EMPLEADO hace mutis por la lateral derecha. Ahora, por la izquierda, penetra el SEÑOR TEJEMÁN. Es un hombre venerable, de grandes barbas blancas, lentes, guantes y bastón. Lleva en la mano la Guía de Ferrocarriles. Su nietecito es un niño, o niña -según convenga-, de corta edad. El SEÑOR TEJEMÁN saca del bolsillo del chaleco un gran reloj, lo acerca al oído para comprobar si marcha, lo mira con atención y se lo guarda otra vez. En seguida se acerca a DON JESÚS y le interpela.)

 

TEJEMÁN.-  Usted perdone: ¿sería tan amable de decirme la hora exacta?

DON JESÚS.-  Van a dar las nueve.

TEJEMÁN.-  Discúlpeme: me he permitido rogarle que me dijera la hora exacta.

DON JESÚS.-  Ah, perdón. Son las nueve menos dos minutos.

TEJEMÁN.-  ¡Ajajá!  (Consulta su reloj.)  Las nueve menos dos minutos...  (Como si se dispusiera a dar la salida a los corredores de una prueba atlética.) 

DON JESÚS.-  ¿Decía usted?...

TEJEMÁN.-  Las nueve menos un minuto y...  (Consulta de nuevo su reloj.)  Ya está. Las nueve.  (Se dirige a su nietecito y le besa en la cabeza.)  Felicidades, cielo.  (A continuación le sienta en la butaca. A DON JESÚS.)  Discúlpeme.  (A su nieto.)  Estate quietecito.

 

(Sale al pasillo, busca el timbre de alarma e intenta hacerlo sonar, pero el timbre de alarma, al parecer, no funciona y la palanca no desciende. Cuando, después de agotados sus esfuerzos, comprende su fracaso, se decide a llamar a DON JESÚS.)

 

Caballero: si usted, generosamente, fuera tan amable que...

DON JESÚS.-  Dígame.

TEJEMÁN.-  No encuentro manera de hacer funcionar este timbre de alarma... Si usted me ayudase...

DON JESÚS.-  Con muchísimo gusto.

 

(Intenta, como TEJEMÁN, que funcione, pero tampoco lo consigue.)

 

A ver si así....  (Cambia de postura.)  Nada, tampoco. Se conoce que está oxidado y no hay manera...

TEJEMÁN.-  Déjeme un segundo. Tal vez con las dos manos... ¡Pues no! Es inútil.

 

(En este instante aparecen LILY, ALFONSO JUNQUERA y NADAL. Llegan por la lateral izquierda. Al ver a DON JESÚS y a TEJEMÁN tan atareados, quedan como en suspenso.)

 

NADAL.-   (Intérprete de la curiosidad de los tres.)  ¿Qué sucede?

DON JESÚS.-  Este timbre de alarma, que no funciona.

NADAL.-   (Muy tranquilo.)  Permítanme.

 

(Se dispone a lucirse y aún parece brindar su éxito a LILY con la mirada. Va al timbre de alarma, pero fracasa, como todos los demás. LILY está a su lado. ALFONSO JUNQUERA, desde lejos, le observa con cierta ironía.)

 

Qué curioso... Si es que esto... no corre...

ALFONSO.-  Claro, claro.

NADAL.-   (Un poco agresivo.)  ¿Por qué claro?... Te he dicho que no corre. A ver si tú..., el forzudo de la Escuela de Ingenieros, puedes hacer algo...  (Le reta.) 

ALFONSO.-  Naturalmente que sí.

 

(Acepta el desafío. Va hacia el timbre de alarma y lo emboca de diversas maneras, pero sucumbe.)

 

Pues hombre... La cosa pica ya en historia.

NADAL.-  ¿Qué? ¿Te das? Comprende que no se puede presumir tanto...

ALFONSO.-  Si es que...

DON JESÚS.-  Vamos a llamar al mozo. Él puede, que lo resuelva todo. ¡Oiga, oiga!

EMPLEADO.-   (Por la lateral derecha.)  ¿Una botella de agua mineral?

DON JESÚS.-  No, por Dios, no. Este timbre de alarma, que no funciona. A ver si usted hace el favor de echarnos una mano.

EMPLEADO.-  Con mil amores.

 

(Se dirige al timbre de alarma, rodeado de la curiosidad de todos. El timbre, rebelde al tratamiento anterior, cede ahora sin dificultad. Ante el general asombro, la palanca corre hacia abajo. Hay un rumor de sorpresa. «Ah; pues mira... Vaya quién iba a decirnos. Coser y cantar...». El EMPLEADO se limpia las manos una con otra y hace mutis por la derecha. DON JESÚS se mete en su departamento. El SEÑOR TEJEMÁN sigue en el pasillo. LILY ocupa el departamento del centro. NADAL y JUNQUERA se van al de la izquierda. Transcurren unos segundos brevísimos. Son los precisos para que cada uno se acondicione en su asiento. DON JESÚS coge un «ABC» y lo ojea displicentemente. ALFONSO saca un pitillo y se dispone a encenderlo, pero, de pronto, un solo resorte parece hacerles saltar a todos. Acaban de darse cuenta de que han hecho sonar el timbre de alarma, sin saber por qué. Llenos de zozobra se precipitan al pasillo. Todos hablan a la vez.)

 

ALFONSO.-  ¡Pero si es el timbre de alarma!

NADAL.-  Dios santo, ¿qué es lo que pasa?

DON JESÚS.-  ¿A qué viene eso?...

LILY.-  ¿Qué es lo que sucede?

ALFONSO.-  Que hemos hecho sonar el timbre de alarma. Algo hay que...

NADAL.-   (A DON JESÚS.)  Usted lo sabe. ¿Por qué había que usar el timbre de alarma?

DON JESÚS.-  A mí no me carguen culpas. Este señor  (Se refiere a TEJEMÁN.)  es el causante.

ALFONSO.-   (A TEJEMÁN.)  Vamos a ver, señor mío. ¿Por qué ha hecho usted que tocáramos el timbre de alarma?

 

(El señor TEJEMÁN les mira pausadamente tras sus quevedos. Al fin, llama al niño, que se le acerca dócilmente.)

 

TEJEMÁN.-  Señores míos: yo no quiero ofender a nadie al afirmar que soy un viajero honesto.

ALFONSO.-  Bien, ¿y qué?

TEJEMÁN.-  Me llamo don Justo Tejemán, y este rapazuelo es mi nieto. ¿Qué edad creen ustedes que tiene?

LLLY.-  ¡Huy, qué rico; qué criaturita...!

ALFONSO.-  Lily, reserva tus mimos hasta el final.  (A TEJEMÁN.)  Mire usted, señor. Lo de la edad del niño lo arreglaremos después; lo del timbre de alarma es lo que hay que arreglar ahora. Porque supongo que no tendrá nada que ver una cosa con otra.

TEJEMÁN.-   (Solemne.)  Está usted equivocado. He mandado tocar el timbre de alarma porque el niño que viajaba con medio billete acaba de cumplir siete años a las nueve, y desde ese momento tiene que pagar billete entero. Yo no soy un defraudador.

TODOS.-  ¿Cómo, cómo?...  (Asombro general.) 

TEJEMÁN.-  He dicho, señores, que soy un viajero honesto. Pero a ustedes no tengo por qué informarles de nada.

 

(El EMPLEADO hace una pasada llevando en la mano una botella de agua mineral.)

 

ALFONSO.-  Óigame usted, que hemos tocado el timbre de alarma...

EMPLEADO.-  Sí, claro: ya lo sé...

ALFONSO.-  Es que ha sido sin motivo ninguno...

EMPLEADO.-  No se preocupen, no funciona...

ALFONSO.-  Ah, bueno; si es así...  (Descansa.) 

TEJEMÁN.-  Óigame, mozo.

EMPLEADO.-  Tenemos Borines y Vichy catalán.

TEJEMÁN.-  Quiero hablar con usted.

EMPLEADO.-  Usted me dirá.

TEJEMÁN.-  Vamos a ese departamento, si no le importa.

EMPLEADO.-  A sus órdenes.

 

(Hacen mutis los tres por la lateral izquierda. Hay un segundo de pausa. Todos se miran unos a otros.)

 

NADAL.-   (Sentencioso.)  Admirable sujeto. El futuro es de la Renfe.  (Larga pausa.) 

DON JESÚS.-  Bien, bien... ¿Cenó usted ya, señor Junquera?

ALFONSO.-  Sí.

 

(Le contesta distraído, pendiente tan sólo, en realidad, de su mujer. No ha entrado en su departamento ni se atreve a hacerlo en el de LILY. NADAL y ALFONSO están uno al acecho del otro. En un instante determinado ALFONSO mira a NADAL de una manera casi agresiva. NADAL se decide, entonces, a penetrar en su departamento, como si quisiera evitar una posible pendencia.)

 

DON JESÚS.-  Le noto a usted nervioso, amigo mío...

ALFONSO.-  Sí, no es para menos...

DON JESÚS.-  Estoy enterado de todo, y debo decirle, con el corazón en la mano, que no se preocupe: es usted más simpático que él.

ALFONSO.-  Muchas gracias, señor Garona; muchas gracias.

 

(Un POLICÍA aparece por la lateral derecha.)

 

POLICÍA.-    (Muestra, con su gesto característico, el reverso de la solapa.)  La documentación, si hacen el favor.

 

(DON JESÚS le tiende un carnet, que el POLICÍA examina y le devuelve.)

 

Muy bien.

 

(ALFONSO le entrega algo así como un pasaporte.)

 

¿Por qué está tan borroso?

ALFONSO.-  Por el agua... Es que se me cayó al agua.

POLICÍA.-  Este pasaporte hay que renovarlo; caducó ya. No deje de hacerlo.

ALFONSO.-  Sí señor; apenas lleguemos.

POLICÍA.-  Buenas noches.

 

(Va a dirigirse al departamento de LILY.)

 

ALFONSO.-  La señora es mi esposa.

POLICÍA.-  Ah, perfectamente.

 

(Va al departamento de NADAL.)

 

La documentación, caballero.

 

(NADAL le muestra unos papeles, a los que el POLICÍA da su conformidad.)

 

Buen viaje, señor.

 

(Lanza una mirada a la izquierda, pero no ve viajero alguno y, entonces, se dispone a retroceder. NADAL, cree, sin embargo, que intenta pedirla documentación a LILY.)

 

NADAL.-   (Presuroso.)  Es mi señora.

 

(Entonces, el POLICÍA, de espaldas al público, examina a LILY. A continuación, mira a NADAL y a ALFONSO. Por último; irritado, pide una aclaración.)

 

POLICÍA.-   (Con voz autoritaria.)  ¿Quién es el marido de esta señora?

NADAL y
ALFONSO.- 
Yo.

POLICÍA.-  ¿Pretenden, burlarse de mí?... He preguntado que quién es el marido de esta señora.

ALFONSO.-  Y yo le digo que soy yo.

NADAL.-  Y yo, que soy yo.

POLICÍA.-  Bueno, señora... Usted sabrá explicarme esto, ¿verdad?

LILY.-  ¿Y qué quiere que yo le diga? Pues que los dos tienen razón.

POLICÍA.-  ¿Los dos son sus maridos?

LILY.-  Pues sí... Ya ve usted qué cosas pasan.

ALFONSO.-  Óigame usted: en igualdad de méritos se prefiere la antigüedad, ¿no? Pues el señor es un advenedizo. Se ha casado hace unas horas, y yo me casé en mil novecientos treinta y cuatro.

POLICÍA.  Oiga, oiga... Mire usted, señora...

LILY.-  Escuche, agente. ¿No me van a dejar en paz? Usted no sabe el día que yo llevo, y estoy cansadísima. ¡Qué caramba! Si una no puede ya ni descansar...

POLICÍA.-  ¿Y yo qué culpa tengo, señora? Aquí lo que hace falta...

DON JESÚS.-   (Conciliador.)  Agente... Un momento...

POLICÍA.-    (Con inquietud.)  ¿Usted también?

DON JESÚS.-  No, por Dios. Claro: usted piensa que no hay dos sin tres, ¿verdad? He aquí, sin embargo, un caso en el que eso no es cierto.

POLICÍA.-  ¿Qué desea, entonces?...

DON JESÚS.-   (Confidencial.)  Yo podría explicarle, en pocas palabras...

POLICÍA.-  Hágalo, y así me evitará tener que tomar medidas.

 

(Se encierra con DON JESÚS en su departamento. NADAL y ALFONSO entran en tromba en el de LILY.)

 

ALFONSO.-  Ésta es una situación intolerable.

NADAL.-  La culpa es tuya.

LILY.-  Yo lo que os pido es que, por lo menos ante las autoridades, decidáis cuál de los dos es mi marido. Porque yo no sé lo que andará pensando el policía.

NADAL.-  Ante las autoridades, lo mismo que ante ti, de momento ya está decidido. El marido soy yo.

ALFONSO.-  ¡Qué gracioso!

NADAL.-  Tú, físicamente, tendrás la personalidad que quieras; pero legalmente eres una sombra, una ficción... Búscate en el censo de electores, en el escalafón de la carrera, en la Guía de Teléfonos. A ver si te encuentras. Mientras no resuelvas tu expediente, no eres nadie. Aquí, en este tren, menos que en ningún sitio.

ALFONSO.-  Mira, cuando se es autor del proyecto de decoración del Bar Sirena, que es el proyecto más cursi que he visto en mi vida, lo mejor que uno puede hacer es callarse.

NADAL.-  ¡Vamos! ¿Y a qué viene eso ahora?

ALFONSO.-  Siempre es bueno para decírtelo. Tú no haces edificios, sino tartas.

NADAL.-  Prefiero mi repostería a tu puente. Acuérdate del de Villanueva.

ALFONSO.-  Aquél se hundió no por defecto en sus cálculos, sino por los materiales del contratista: ¡Y tuvo la delicadeza de hacerlo sin causar desgracias personales! ¡No como la techumbre del cine Carnaval!

NADAL.-  Dos heridos leves.

ALFONSO.-  ¡Tres y graves!

NADAL.-  Leves.

LILY.-  Bueno, ¿queréis dejarme en paz con vuestros piques? ¡Vaya un momento para discutirlos el que habéis elegido!

ALFONSO.-  Todos son buenos para poner los puntos sobre las íes.

LILY.-  Y a ver si dejáis de pelearos. Jesús, ¡qué mal os lleváis!

ALFONSO.-  Pero ¿cómo quieres que nos llevemos?

LILY.-  Sí, ya veo que yo no os uno nada.

ALFONSO.-  Lily: eres la inconsciencia hecha carne; lo has sido siempre, y eso es lo grave. Tu nuevo matrimonio es una prueba más de lo que te digo. Y en cuanto a ti...  (A NADAL.)  ¿sabes lo que pienso? Que daría cualquier cosa porque la vida nos sirviera ahora en bandeja tres o cuatro situaciones de esas que ella sabe buscar cuando quiere, sólo para que Lily se diera cuenta de quién eres tú y quién soy yo.

NADAL.-  Bah, bah...

ALFONSO.-  Pero si además, si no hace falta. Si no importa que ahora no se presenten esas situaciones; si se nos han presentado muchas en nuestra vida... De lo primero que debes acordarte es de que en el colegio de San Antón te rompí la cara, a los nueve años, por acusica.

NADAL.-  Tú ya demostrabas entonces tu falta de sentimientos. Cazabas moscas para ponerlas un letrero que decía: ¡Muera el Prior!

ALFONSO.-  Eras el odiado empollón de nuestro curso. Las lecciones sabiditas, con puntos y comas; los reyes godos, de carrerilla; el «musa, musae», los huesos de la mano y los del pie; de todo estabas al corriente, pero la clase entera te odiaba.

NADAL.-  Me importaba un bledo.

ALFONSO.-  ¡Eras tacaño, Nadal, hijo mío; eras tacaño, y de qué manera!... Nadie te vio gastarte un duro a primeros de mes.

NADAL.-  Todos te vimos a ti pedirlo prestado antes del quince.

ALFONSO.-  Sí, pero ¡qué rumbo le daba!

NADAL.-  Ah, eso sí; mucho rumbo. Juergas, borracheritas...

ALFONSO.-  Tú, sin vitaminas y sin pasiones, ratoncito de biblioteca, con tus libros siempre. Y, además, «Fonsi» des-a-sea-di-to...

NADAL.-  ¿Cómo?

LILY.-  ¿Desaseadito?

ALFONSO.-  Sí, sí; con tus barbas de dos semanas, tus cuellos arrugados. Pero tú, Lily, ¿no has advertido nada de eso?

LILY.-  No vas a decirme que Fonsi viene mal vestido.

NADAL.-  Tú has sido siempre un señorito muy pagado de su sastre.

ALFONSO.-  Al contrario, mi sastre muy pagado de mí.

NADAL.-  Habría que preguntarle al sastre.

LILY.-   (Se ríe.)  ¡Ah, qué gracioso has estado, Fonsi!...

ALFONSO.-  ¿Te parece ingenioso «Fonsi»? No creo que haya hecho un chiste en su vida.

LILY.-    (Envanecida de NADAL.)  No, ni versos tampoco.

ALFONSO.-  Alguna vez he visto unas aleluyas firmadas por él en uno de esos periodiquillos de pueblo.

NADAL.-  Mejor es que ande el nombre de uno por esos periodiquillos que no en los juzgados.

ALFONSO.-  ¿En los juzgados?

NADAL.-  Sí, sí...

ALFONSO.-  ¿Qué pretendes insinuar?...

NADAL.-  Al buen entendedor....

ALFONSO.-  Ah, ya... Te refieres a mis juicios de faltas... ¡Vamos, qué divertido! ¿Haberme pegado con un sereno es deshonroso, no? ¿O es que haber tenido una bronca en un baile de máscaras ha mancillado mi reputación?...

LILY.-  Y tú, ¿cuándo has ido a ese baile, sinvergüenza?

ALFONSO.-  En Carnavales de mil novecientos veintitrés, disfrazado de langosta, diez años antes de conocerte. ¿Tenía derecho o no?  (A NADAL.)  Claro, tú qué ibas a ir a los juzgados, si no salías de las faldas de tu tía Candelaria para heredarla. -Anda, Nadal, acompáñanos. -Me espera la tita. -Te esperaba la tita. Y corrías el riesgo de ser desheredado si te ponía en falta. A mí me las ponía el juez municipal, ¡que es mucho más digno!

NADAL.-  Ser un bala rasa está feo, pero pavonearse de serlo aún lo es más.

ALFONSO.-  Mira: los tipos como tú yo nos los he soportado nunca. ¡Los detesto! Sois hipócritas y antipáticos, zalameros y santurrones. Vais siempre a lo vuestro, pero nunca habéis sido capaces de crear nada grande. Para vosotros cuenta tan sólo lo pequeño, lo pobretón, lo «diminito»...

NADAL.-  ¡Ja, ja! Lo diminito...

LILY.-  ¡Ja, ja! ¡Lo diminito!

ALFONSO.-  Lo diminuto, tonto; o es que crees que no sé decirlo, aunque me equivoque. A ver, en cambio, si tú dices esto otro: un tigre, dos tigres, tres tigres.

NADAL.-    (Serenamente.)  El arzobispo de Constantinopla se quiere desarzobispoconstantinopolizar, el desarzobispoconstantinopolizador que lo desarzobispoconstantinopolizare, buen desarzobispoconstantinopolizador será.

ALFONSO.-   (Como si fuera a pegara NADAL. En el paroxismo.)  Compadre de la capa parda, qué poca capa parda gastas; el que poca capa parda gasta, poca capa parda paga; yo que poca capa parda gasté, poca capa parda pagué.

LILY.-   (Se interpone a los dos.)  ¡Bueno, basta ya!

 

(A los gritos ha acudido el POLICÍA, que hasta entonces permaneciera hablando con DON JESÚS.)

 

POLICÍA.-  Orden, señores, orden.

ALFONSO.-   (Malhumorado.)  Déjenos usted en paz.

NADAL.-  Es este señor, que me está provocando.

ALFONSO.-  ¡No ha muerto el acusica de San Antón!

POLICÍA.-  Orden, señores. Yo me doy cuenta de que su situación es violentísima y excepcional. Por cierto que yo he visto muchas comedias iguales.

ALFONSO.-  Iguales, no; dirá usted con el mismo punto de partida.

POLICÍA.-  Bueno...

ALFONSO.-  Pero no con el mismo desarrollo. Y, sobre todo, no con el mismo desenlace.

POLICÍA.-  Si usted sigue con ese tono, el de ésta podría ser el calabozo de la primera parada.

ALFONSO.-  ¿A mí? ¿Por qué me iba usted a meter a mí en el calabozo?

POLICÍA.-  Por desacato a mi autoridad.

DON JESÚS.-   (Conciliador.)  Tengamos paz, señores.  (Al agente.)  Deje usted que ellos resuelvan sus asuntos como les parezca. Están un poco excitados y es natural... Ande, véngase a tomar una copa conmigo en el restaurante.

POLICÍA.-  Muchas gracias, tengo aún trabajo.

DON JESÚS.-  Yo le ayudo después, si usted quiere. Yo pido la documentación de los de primera y usted de los de tercera.

POLICÍA.-  No, de verdad; no puedo.

DON JESÚS.-  Bueno, pues como guste. Ya sabe dónde me tiene. Coche cama número dos, compartimiento primero, entresuelo: siempre a su disposición.

POLICÍA.-  Encantado.

 

(Hace mutis por la lateral izquierda, después de mirar amonestadoramente a ALFONSO JUNQUERA y a NADAL.)

 

DON JESÚS.-  Bueno, pues que ustedes descansen.

ALFONSO y
NADAL.- 
  (Furiosos.)  ¿Eh?

DON JESÚS.-  Nada, nada; buenas noches...

 

(De la lateral izquierda a la derecha pasa un MOZO, que agita una campanilla.)

 

MOZO.-  Restaurante, última serie.

 

(Se le oye hacer mutis por la lateral derecha, repitiendo cada vez más lejanamente la misma llamada.)

 

Restaurante, última serie...

 

(DON JESÚS descorre las cortinillas. Su conversación con el POLICÍA la mantuvo al principio en su departamento, pero a los pocos segundos lo abandonó para que el EMPLEADO hiciera la cama. LILY, ALFONSO y NADAL quedan ahora en el pasillo, de cara al público. Hay una pausa.)

 

LILY.-    (Con una voz impersonal, como si estuviera fatigada del batallar anterior.)  ¿A qué hora llegamos a Madrid?

NADAL.-  A las once y veinte es la hora oficial.

LILY.-  ¡Que tarde!

ALFONSO.-  Eso sino traemos retraso.

 

(Hablan todos ahora con una voz muy suave, como si fueran los mejores amigos del mundo.)

 

NADAL.-  No, ahora ha mejorado mucho eso.

ALFONSO.-  Pues en mis tiempos...

LILY.-  ¿Y por qué esos retrasos? ¡Jesús, qué lata!...

NADAL.-  Los carbones, que no son buenos; el material, que está muy trabajado...

ALFONSO.-  Sobre todo, el carbón.

NADAL.-  Ahora, el ministro del Ramo ha dicho que va a intervenir muy activamente.

ALFONSO.-  Falta hace.

LILY.-  Sí, sí... Oye, pero el barco a Tánger no lo perderemos, ¿verdad? Porque podrá enlazar con el exprés de Algeciras.

NADAL.-  Sí, creo.

LILY.-    (Casi infantilmente. A NADAL.)  ¡Era lo único que nos faltaba: perder el barco! ¿Y cómo es Tánger?

ALFONSO.-  Muy interesante.

LILY.-    (Siempre dirigiéndose a NADAL, que cuando va a contestarse ve rebasado por ALFONSO.)  Y muy cosmopolita, ¿no?

ALFONSO.-  Enormemente.

LILY.-    (A la que no le sorprende nada que le conteste ALFONSO, aunque ni le mira, como si las respuestas se las diera NADAL.)  Y con un barrio moro de novela, ¿eh?   (Siempre con el mismo juego de miradas a NADAL.) 

ALFONSO.-  El barrio moro, más que de novela es de película.

LILY.-  ¿Y es cierto que las sedas están baratísimas...?

ALFONSO.-  Lo que se dice tiradas.

LILY.-    (Siempre a NADAL.)  Oye, tú que lo sabes todo, ¿hay muezines en Tánger?

ALFONSO.-  Hay cada muezín que quita la cabeza.

LILY.-  Claro que tú te conocerás Tánger como la palma de la mano...

ALFONSO.-  Yo, no.

LILY.-  Huy, cállate, Alfonso; déjale a Fonsi que me siga contando. ¿Decías que hay muezines...?  (A NADAL.) 

NADAL.-  Sí, decía que hay cada muezín que quita la cabeza.

LILY.-  Sí, eso ya te lo había oído.

NADAL.-  Al caer la tarde se asoman a los minaretes de las mezquitas y convocan al pueblo a la oración. Entonces el pueblo se reúne en las plazas, ¿comprendes?

ALFONSO.-    (Le interrumpe y llama hacia sí la voluble atención de LILY.)  Por cierto, no te he preguntado nada de tu madre. ¿Qué es de ella?

LILY.-  Murió, la pobre.

ALFONSO.-  ¿Es posible...? ¿Y de qué? Tenía una salud de toro.

LILY.-  ¡Más respeto, Alfonso!

ALFONSO.-  Mujer: perdóname si te he faltado. Quise decir que...

LILY.-  No sé lo que querías decir, sé lo que has dicho. La pobre murió a consecuencia de una caída.

 

(NADAL ha continuado su descripción hasta unos segundos antes. Ahora se da cuenta de que no se le escucha y se apresura a enlazar con el tema del que ALFONSO y LILY se ocupan.)

 

NADAL.-  Ah, ¿hablabas de tu madre, que en paz descanse...?

LILY.-  Sí, Fonsi. Ella te quería como a un hijo.

NADAL.-   (Aduladoramente.)  Tu madre era una mujer encantadora.

ALFONSO.-  Mira, Nadal, cállate y no seas cobista.

NADAL.-  ¿Quién, yo? Ah, ¿no era buena?

ALFONSO.-  Era buena como el pan, pero...

LILY y
NADAL.- 
  (Simultáneamente.)  ¿Pero qué?

ALFONSO.-  Bueno: mejor será que nos vayamos a dormir.

LILY.-   (Decididamente.)  Sí, mejor será.

 

(Entra, decididamente en su departamento. Su decisión es tan súbita que no hay lugar para contradecirla. LILY, al igual que DON JESÚS, echa las cortinas. ALFONSO y NADAL se miran el uno al otro casi provocativamente.)

 

ALFONSO.-  Óyeme, una sola pregunta.

NADAL.-  Dime.

ALFONSO.-  «Mamy» te ayudó mucho, ¿verdad?

NADAL.-  Cumplía su deber al hacerlo.

ALFONSO.-  Sí, Sí...

NADAL.-  ¿Querías saber algo más?

ALFONSO.-    (Enigmático.)  Sí..., algo hay más, que por saberlo me dejaría cortar una mano.

NADAL.-  Si lo sé yo...

ALFONSO.-  No, acaso ni tú mismo lo sabes.

NADAL.-  Bien. ¿Vas a acostarte, o no?

ALFONSO.-  Más tarde. Desnúdate tú. Yo aún he de fumar un cigarrillo.

NADAL.-  Como gustes.

 

(Va a meterse en su departamento, pero se siente acometido por la desconfianza.)

 

Oye..., ¿y por qué no te acuestas tú primero?

ALFONSO.-  ¿Y a qué viene eso...?

NADAL.-  No, no... A nada...

ALFONSO.-  Pues, entonces...

NADAL.-  Escúchame, Alfonso; existen ciertas cosas que, con derecho o sin él, no estoy dispuesto a tolerar en mis narices, ¿me entiendes?

ALFONSO.-   (Desdeñoso.)  Anda, anda, vete a dormir y estate tranquilo.

NADAL.-  Bien. Ahora diré que me hagan la cama.  (Otra vez, en el umbral de la portezuela.)  ¿Cuál quieres? ¿La de arriba o la de abajo?

ALFONSO.-  La que te dé más rabia.

NADAL.-   (Con evidente malhumor.)  Hasta mañana.

 

(NADAL se mete en su departamento. Lo hace receloso y sin perder de vista por completo a ALFONSO. ALFONSO se corre un tanto a la derecha hasta llegar a la altura del departamento de DON JESÚS. Mira siempre al de LILY y parece tramar algo. Por fin se decide a abrir un poco la portezuela del departamento de DON JESÚS.)

 

ALFONSO.-   (Con voz queda.)  Señor Garona, señor Garona...

DON JESÚS.-  ¿Quién es...?

ALFONSO.-  Soy Alfonso Junquera.

DON JESÚS.-  ¡Ah, Sí!

 

(Enciende la luz. Entonces se le ve en pijama, metido dentro de su litera.)

 

¿Qué le sucede?

ALFONSO.-  Nada, no se alarme.

DON JESÚS.-  No será Medina del Campo, ¿verdad?

ALFONSO.-  Ca, hombre, aún falta muchísimo.

DON JESÚS.-  ¿Qué le sucede a usted? ¿Cómo va ese match?

ALFONSO.-  ¿Quiere usted que le sea sincero?

DON JESÚS.-  Sí, Sí...

ALFONSO.-  Usted le ha llamado match. Tiene gracia la palabra, y es bastante justa. Bueno, pues si cada match consta de rounds y suponemos que el del tren es uno, mala cosa, don Jesús; mi impresión es que lo he perdido por puntos.

DON JESÚS.-  Bah..., aprensiones suyas. Su mujer tiene que quererle a usted. Lo que sucede es que ya sabe usted cómo son las mujeres y la novedad de siempre, pues, claro...

ALFONSO.-  En fin... Ya veremos. Lo que yo le suplicaría es que usted me permitiera desde aquí...

DON JESÚS.-  ¿Qué quiere...?

ALFONSO.-  Nada, muy poquita cosa; que me deje rascar un poquito en este tabique.

DON JESÚS.-  Rasque usted lo que le apetezca, amigo.

ALFONSO.-  Muchas gracias, don Jesús.

 

(Se acomoda y rasca, en efecto, un poco, con cierto aire felino. Simultáneamente. NADAL, después de unos breves momentos de duda se decide, también, a dar señales de vida. Su morse es distinto. Ha sacado una llave del bolsillo y golpea levemente en el departamento de LILY. Los dos rivales invierten en esta tarea unos segundos. De improvisto un grito de LILY rasga el silencio del vagón. Los dos, azorados, como criminales sorprendidos, se interrumpen. Cada uno se carga en su propia cuenta la alarma de LILY, pero en medio de su estupor, el grito de LILY se reproduce después de una pausa, con tal angustia que ahora ya son ellos quienes se inquietan. ALFONSO sospecha de NADAL y NADAL de ALFONSO. Salen los dos al pasillo animados de las peores intenciones.)

 

NADAL.-  ¡Perjuro!

ALFONSO.-  ¡Cállate, cursi! ¡Eres un miserable!

NADAL.-  ¡Tú eres el miserable!

ALFONSO.-  ¡Basta! ¡Hasta aquí hemos llegado...!

 

(Van a pegarse. DON JESÚS se apresta a separarlos cuando LILY prorrumpe en un nuevo grito.)

 

LILY.-   (Desde dentro.)  ¡Ayyy! ¡Un hombre, un hombre!

ALFONSO.-    (Golpea en la puerta.)  ¿Uno o dos? ¡Abre!

 

(Entonces la puerta del departamento se abre y LILY, envuelta en salto de cama, se lanza al pasillo e inicia la huida por él hacia la derecha.)

 

LILY.-  ¡Un hombre, un hombre!

DON JESÚS.-  Serénese, señora.

 

(ALFONSO y NADAL han entrado en tromba en su departamento, pero no advierten nada. Salen de él en ademán de pedirle a LILY que se explique. Ahora se ve que por la ventanilla del departamento de NADAL penetra un hombre que se descuelga del techo. Viene pobremente trajeado: es un maleante. Salta con ligereza al suelo, sale al pasillo y echa a correr como alma que lleva el diablo hacia la izquierda. LILY que lo ve, lo denuncia.)

 

LILY.-  ¡Ahí va, ahí va...!

 

(NADAL sale detrás de él y a continuación ALFONSO. Apenas ha terminado de pasar ALFONSO cuando otro hombre gemelo del anterior, penetra por la ventanilla del departamento de LILY.)

 

¡Alfonso, Alfonso!... ¡Que hay otro!

 

(El otro, en efecto, amenaza a LILY y a DON JESÚS, les obliga a replegarse para cederle paso, todo en un solo segundo y huye por la lateral derecha. En el mismo instante, resurge ALFONSO.)

 

ALFONSO.-  ¿Qué sucede?

LILY.-  Otro, otro por ahí...

 

(ALFONSO sale de estampía por la lateral derecha.)

 

DON JESÚS.-   (Internándose en el departamento de LILY.)  Haga usted el favor de cerrar las ventanillas, que se nos va a llenar esto de gente.  (Acompaña la acción a la palabra.) 

 

(Aparece el EMPLEADO por la lateral de su mutis. Viene con el aire somnoliento y el cuello desabrochado. Trae una botella de agua mineral en la mano.)

 

EMPLEADO.-    (A DON JESÚS.)  ¿Se la abro ahora?

DON JESÚS.-  ¡Hay dos ladrones en el tren!

EMPLEADO.-  ¡Córcholis!   (Tira la botella sobre la litera de LILY.)  ¿Hacia dónde han ido?

DON JESÚS.-  Cada uno por su lado.

EMPLEADO.-  ¡Demonio!

 

(Se va por la derecha.)

 

ALFONSO.-   (Desde dentro.)  ¡venga, venga, que le tengo cogido! ¡Sinvergüenza!  (Un poco jadeante.)  ¡Bandido...! Desármelo, usted, caballero... Ajajá... Listo...

 

(Rumor de voces, gritos. Al fin un cierto silencio. ALFONSO reaparece por la lateral derecha. Se compone la corbata, se enjuga el sudor.)

 

LILY.-  ¿Qué pasó?

ALFONSO.-   (Con una imperceptible petulancia que no atina a encubrir de sencillez, como quisiera.)  Nada. Yo le eché mano y, después, otros viajeros, uno de ellos militar, por cierto, le han trincado. A propósito...

 

(ALFONSO parece dispuesto a proseguir su relato, pero en este momento se oye la voz del POLICÍA por la lateral izquierda. Casi simultáneamente se persona en escena.)

 

POLICÍA.-  ¡Hombre al agua, hombre al agua...!

ALFONSO.-   (Avanza a su encuentro.)  ¿Qué pasa?

POLICÍA.-  Que este señor que venía con ustedes..., el marido de la señora, o quien fuera...

LILY.-   (Con auténtica zozobra.)  ¿Qué?...

POLICÍA.-  Que luchando con ese raterillo, pues... se ha caído a la vía...

LILY.-  ¡Jesús!

POLICÍA.-    (Va hacia la lateral derecha.)  ¡Hombre al agua, hombre al agua...!

DON JESÚS.-   (Le alcanza cuando va a hacer mutis por la lateral derecha.)  Óigame, no diga usted hombre al agua, porque aquí nadie se ha caído al agua.

POLICÍA.-  Anda, tiene usted razón, debo decir: ¡Hombre a la vía!

DON JESÚS.-  Pues mire usted, la verdad, no sé... Porque a lo mejor no ha caído a la vía.

POLICÍA.-    (Muy preocupado con ese problema lexicográfico que se le plantea inopinadamente.)  ¿Cómo, entonces...?

DON JESÚS.-   (Ensaya.)  Hombre a la grava, no... Apenas si causa efecto. Hombre al balastro... ¿Eh? ¿Qué? A mí, tampoco... Diga usted, nada más: Un hombre, un hombre; mejor aún...  (Triunfante.)  Un viajero, que se ha caído un viajero...

POLICÍA.-  Sí, sí, eso es. ¡Un viajero, un viajero, que se ha caído un viajero!

EMPLEADO.-   (Por la lateral derecha.)  ¿Un viajero...?

 

(ALFONSO ha estado con un primer esbozo de preocupación y de amargura sustraído a todo, en el deseo de analizar a LILY. Ahora se incorpora a la actividad del resto de sus compañeros de expedición.)

 

DON JESÚS.-  Sí, sí; el señor Nadal.

EMPLEADO.-  Hay que parar el tren.   (El subconsciente le empuja al timbre de alarma, pero enseguida se recupera.)  ¡Si está estropeado...! Voy a tocarlos todos, a ver cuál es el de la suerte...

 

(Hace mutis por la izquierda.)

 

ALFONSO.-   (Al POLICÍA.)  ¿No trae usted pistola...?

POLICÍA.-  Sí.

ALFONSO.-  Dispárela.

POLICÍA.-  Tiene usted razón.  (Se asoma a la ventanilla y la dispara hasta dos veces. Se vuelve tras el segundo disparo a ALFONSO y le dice.)  Esto no para.

ALFONSO.-  Dispare otra vez.

 

(Un tiro más. Pausa.)

 

Otro.

 

(Y, en efecto, dispara de nuevo.)

 

POLICÍA.-  ¿Cree usted que hemos acortado la marcha...?

ALFONSO.-  Me parece que como no tire usted al fogonero, ahora que entramos en la curva...

 

(Un último disparo, éste apuntando.)

 

POLICÍA.-  Oiga, oiga... Ya vamos más despacio...

DON JESÚS.-    (Se asoma al departamento de la izquierda, en el que están ALFONSO y el POLICÍA.)  ¡El tren frena!

ALFONSO.-  Sí, sí; así es...

POLICÍA.-  Gracias a Dios. Me voy al vagón de cabeza, para poder decir al maquinista que retroceda. A ver si damos con ese señor...

ALFONSO.-  ¿Qué cree usted que ha podido sucederle...?

POLICÍA.-  ¡Hum...! íbamos bastante deprisa, y una caída en estas circunstancias... Si no le ha cogido el tren, que es poco fácil, un golpe con fuerza...

 

(LILY se acerca a oír la conversación.)

 

ALFONSO.-    (Al POLICÍA.)  Psch... Que viene mi mujer y podría impresionarse...

POLICÍA.-  Bueno. Hasta ahora.

 

(Hace mutis por la lateral izquierda. DON JESÚS va a su departamento, se asoma a él, siempre en su pijama que una bata protege y anuncia, mientras el convoy poco a poco se detiene.)

 

DON JESÚS.-  Ya paramos, ya paramos...  (Se oye el chirriar de los frenos.) 

LILY.-    (Se vuelve hacia él, con anhelo y siempre, aunque sin saberlo, espiada escrutadoramente por ALFONSO.)  ¿Sí? ¿Usted cree?

DON JESÚS.-   (Eufórico.)  Ya lo creo...   (Nuevo chirriar de frenos. Un maletín del departamento de DON JESÚS se cae al suelo desde la redecilla.)  ¡Fíjese! ¡Qué frenazo!   (Coge el maletín, lo coloca en el mismo sitio y vuelve a asomarse a la ventanilla animado por una curiosidad casi infantil.) 

LILY.-  ¡Ya va el policía a la máquina!

 

(LILY corre al compartimiento central y se asoma por él. ALFONSO abandona su observatorio, se sienta frente a LILY y la mira sin que ella se percate de nada. Está triste y preocupado. Ausente de cuanto pasa.)

 

ALFONSO.-  Lily.   (LILY no lo oye. Él, entonces, se sonríe con cierta melancolía.) 

DON JESÚS.-   (A un supuesto viajero, que parece haber descendido a su derecha.)  Eh, caballero, suba que esto arranca enseguida, que vamos a retroceder... Hale, no pierda tiempo.

 

(El convoy da otra arrancada en sentido opuesto, porque ahora es una maleta que va en el compartimiento de la extrema izquierda, la que se desploma. Nadie está en él, sin embargo, y por eso nadie se molesta en recogerla. Todos acusan, eso sí, con un movimiento imperceptible, el efecto de la arrancada. DON JESÚS, además, va hacia su maletín y lo reafirma en su sitio. Desde ahora hasta el final del acto, se oirá el mismo ruido de la marcha del tren con que comenzó, pero muy atenuadamente, más que como un intento de simular la realidad, como un subrayado casi musical. Por la izquierda llegan el policía con una linterna en la mano; y el empleado, con otra. Se colocan en el pasillo, de cara al público. Antes llaman a DON JESÚS; a LILY y a ALFONSO.)

 

POLICÍA.-  No miren por ahí. Se cayó de este lado...

EMPLEADO.-  Ya le encontraremos...

POLICÍA.-  Debe estar a unos seis o siete kilómetros de aquí...

EMPLEADO.-  Vamos al estribo, si usted quiere...

POLICÍA.-  Perfecto.

 

(Mutis por la derecha. Hay un breve silencio entre LILY y ALFONSO. Los dos apoyados en la barra del cristal, miran a la vía.)

 

ALFONSO.-  Lily...

LILY.-  Dime...

 

(La voz de los dos se ha hecho, de pronto, angustiosa, íntima.)

 

ALFONSO.-  Si yo te dijera...

LILY.-  ¿Qué...?

ALFONSO.-  Que, acaso, ni tú misma deseas con la fuerza, con la vehemencia que yo, el encontrar a Alfonso Nadal sano y salvo.

LILY.-  ¿Sí?  (Diríase que está sufriendo mucho desde hace unos momentos.) 

ALFONSO.-   (Pesadamente.)  Sí.

LILY.-  ¿Y eso por qué, Alfonso?

ALFONSO.-  Porque..., perdóname... Que no te parezca una estúpida vanidad de mi parte lo que te voy a decir... Porque yo creo con toda mi alma, Lily, que tú tienes que quererme a mí mucho más que a nadie en el mundo, porque..., no es que sea yo mejor o peor que Nadal, no; es que mis pocas virtudes, si alguna tengo, como mis defectos..., te van más, Lily, que los de Nadal...

LILY.-  ¿Te parece a ti?

ALFONSO.-  Sí, de verdad... Como él ha luchado por conquistarte en ausencia mía, tú has podido dejarte confundir por espejismos... Tú me has olvidado. Tú ya no te acuerdas bien de cómo soy yo...

LILY.-  Oh, Alfonso, no es éste el momento, te lo aseguro.

ALFONSO.-  No, no lo recuerdas... Y todo mi empeño es hacerte recordar cómo era, ¿comprendes? Y cuando lo haya logrado, decirte: Fíjate bien: soy mejor para ti que Nadal.

LILY.-  Ya.

ALFONSO.-  Eso estoy seguro de lograrlo si a Nadal no le ha sucedido nada, si vive... Pero si así no fuera...

LILY.-  Cállate, te lo suplico; no seas agorero...

ALFONSO.-  Yo tendría que luchar contra algo mucho peor que contra un hombre...

LILY.-  ¡No te entiendo, Alfonso!...

ALFONSO.-  Tendría que luchar contra un fantasma. Y a mí, luchar contra un hombre no me importa ni me infunde miedo, ¿comprendes? Pero luchar contra un fantasma...

LILY.-  ¿Qué?

ALFONSO.-  Ah, contra un hombre que aún no ha perdido nada en el roce de la convivencia diaria, de la poesía con que le aureola el corazón de la mujer, ése sería enemigo excesivo, Lily... Lo quiero vivo y fuerte, para desenmascararlo, para ridiculizarlo, para vencerlo. Quiero luchar contra sus músculos o contra su ingenio, no contra su recuerdo en niebla...

 

(Se oyen voces.)

 

POLICÍA.-  ¡Ehhh! Pare, pare...

 

(Las voces vienen de bastante lejos.)

 

LILY.-  Fíjate... Algo han visto. Hacen señas con los faroles...

ALFONSO.-  ¡Ya paramos de nuevo!

LILY.-   (Transida.)  Alfonso...  (Está a dos pasos de refugiarse en sus brazos.) 

ALFONSO.-   (Mira hacia arriba, como si rezase.)  ¡Que viva, Santo Dios, que viva!

 

(Cae lentamente el...)

 

 
 
TELÓN
 
 

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