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Tender puentes - levantar barreras

Jerónimo López Mozo





Mucho se ha dicho en las apretadas jornadas de este Congreso sobre la inmigración y cuanto, desde el punto de vista legal, de derechos humanos y económicos tiene que ver con ella. Poco podría añadir al debate quien no es experto en la materia, ni conoce a fondo lo que sobre ella hay legislado. Pero afortunadamente, a veces, en este tipo de encuentros, se reserva un espacio para que los creadores que se han interesado en sus obras por la cuestión que nos ocupa, expliquen lo que les ha movido a abordar esta temática y hablen de su experiencia. Que haya encontrado acomodo en ese espacio oportunamente dispuesto por los organizadores se debe, sin duda, a que soy autor de una pieza de teatro titulada Ahlán1, que en árabe significa bienvenido, en la que me ocupo de la emigración clandestina procedente del norte de África. En algunas ocasiones, he tratado asuntos relacionados con la emigración y cuanto de ella se deriva, incluido el feroz desarrollo de los sentimientos xenófobos en buena parte de nuestra sociedad. En mi producción anterior pueden encontrarse muestras abundantes, pero esta es la primera vez que dedico a ello una obra entera.

He de decir, que mi interés por el tema de la emigración no es reciente. ¿Quién, en España, no ha sido emigrante o no ha tenido entre los suyos, familiares o amigos, quienes han pasado por esa experiencia? En mi caso concreto, desde pequeño supe que en México tenía unos tíos que habían abandonado nuestro país tras el derrumbe republicano al final de la Guerra Civil. Ante la imposibilidad de un pronto regreso, la correspondencia y el intercambio de fotografías, fue, durante más de una veintena de años, el único vínculo que nos unía a ellos. Pero el niño que yo era, testigo del dolor que esa separación causaba entre los adultos, encontraba que aquel exilio forzado no era, en el fondo, tan negativo. Recibidos los españoles con los brazos abiertos por el gobierno del Presidente Cárdenas, el telegrafista Lassala, así se apellidaba mi tío, se había convertido en el Ingeniero Lassala y vivía como jamás hubiera soñado vivir mi padre, también telegrafista, en nuestro país. Mientras nosotros pasábamos penurias y padecíamos otras privaciones propias de la España de postguerra, ellos, allá en México, vivían en un bonito chalé y tenían un carro americano. «Haiga» le llamábamos nosotros. De allí recibí algunos costosos juguetes y otros regalos que me convencieron de que tener parientes en el exilio no era tan malo. Tampoco parecía que fuera malo tenerlos emigrantes. Los pueblos de Asturias y de Galicia estaban llenos de vecinos que, tras saltar el charco empujados por el deseo de prosperar o empujados por el hambre, habían regresado de América tan ricos que dejaban asegurado el futuro de sus deudos más próximos y aún dedicaban parte de su fortuna a obras benéficas. No tenía en cuenta, claro está, que no todos los que se fueron regresaron indianos y que no pocos siguieron arrastrando sus miserias por el continente americano. Cabe recordar aquí el caso de los trabajadores españoles que emprendieron el camino de Europa, huyendo del paro. ¿No era esa mejor decisión, a pesar de las incomodidades que tenían que soportar y de los inconvenientes de enfrentarse a idiomas desconocidos, que seguir en un país depauperado al que todavía no había llegado el desarrollo de los años sesenta, lo que se llamó «el milagro español»?

Yo veía entonces, todavía en la adolescencia, la emigración como un fenómeno normal. Lo es, en efecto. En el ensayo de Hans Magnus Enzensberger La gran migración2, se recuerda que el sedentarismo no es una de las características genéticas de nuestra especie. Nació con la invención de la agricultura. Pero eso no puso fin al nomadismo. En cualquier época, y por las razones más diversas, una parte de la Humanidad siempre ha estado en movimiento, sea de forma pacífica o forzada, en simple migración o huyendo. A los que abandonaban sus lugares de nacimiento por propia decisión, se unían los expulsados a la fuerza, los capturados para abastecer el mercado de esclavos, los deportados... Pero yo no reparaba en eso. Me parecían casos de barbarie propios de otros tiempos felizmente superados. Contemplaba la emigración y el exilio únicamente a través del prisma de mi familia mexicana. Ella y varios cientos de compatriotas se habían adaptado a la vida de aquél país, que, si fue generoso en la acogida, obtuvo el beneficio de su formación intelectual y técnica. Allí nacieron sus hijos y nietos y, cuando al fin pudieron regresar a España, pasada la emoción del reencuentro, reconocieron que ya no era su patria. O, en todo caso, que ya no era la única, ni desde luego la más querida. También eso me pareció normal. Nunca se pierde del todo la memoria del pasado, pero se acaba siendo de dónde hemos encontrado asiento. A mí, eso de tener más de una patria me parecía bonito. Era una forma de ser ciudadano del mundo. Yo quería serlo, pero como no había salido al extranjero, tuve que conformarme con ser ciudadano de España, aunque, por desgracia, en aquellos años no pudiera presumir de ello, ni ejercer de tal. Frente a quiénes se enorgullecían de ser de éste o de aquel lugar, yo, a fuerza de no ser de ninguno, era un poco de todas partes. Nací en Gerona, pero no soy catalán. Salí de allí a los cuatro años de edad, cuando mi padre cumplió parte de la sanción impuesta por ser fiel a la República. En cuanto a mis raíces, son bien diversas: abuelas vasco-navarra y segoviana, abuelos burgalés y toledano y padres madrileño y santanderina. Tal diversidad me sirvió para amar la pluralidad cultural española y para no sentir nunca las ataduras de los nacionalismos excluyentes.

Con esas ideas sobre la emigración, el exilio y la tolerancia viví mis primeros años. Al final del camino, estaba la solidaridad. No existía, en general, el rechazo al extranjero. No existía, en el caso que nos ocupa, el rechazo al español. Y digo español, porque todo cuanto antecede se refiere a los españoles como emigrantes. Yo estaba convencido de que si algún día España se convertía en tierra de acogida, sin duda seríamos generosos con los que fueran llegando. Aquí hallarían, no solo la hospitalidad con que solemos recibir a los forasteros, sino su casa. Una nueva patria, en definitiva. Pues bien, cuando ese día llegó, cuando las dictaduras latinoamericanas empujaron al exilio a miles de ciudadanos hacia los países vecinos y hacia Europa, es decir, cuando el movimiento migratorio cambió de sentido, los recién llegados a España fueron mal recibidos. Estábamos en los setenta, años pésimos para el empleo, en los que las cifras del paro alcanzaban cotas disparatadas. De Argentina y de Chile venían personas cualificadas, muchas con título universitario, que aspiraban a ejercer sus profesiones. Venían a disputar a los españoles los escasos puestos de trabajo disponibles. Cuando oí la palabra «sudaca» supe que nuestro país no sería para ellos un paraíso. Al exilio político siguió el económico. Una invasión de gentes sin oficio, ni beneficio. Por cada uno que cruzaba legalmente la frontera, con los documentos en regla, tres lo hacían de forma clandestina. Mano de obra barata para atender el servicio doméstico o la demanda de peonaje en la construcción o en el agro, pero, al mismo tiempo, con su llegada, aumentó la delincuencia, la prostitución, el tráfico de drogas, la inseguridad, en suma. No podía ser de otro modo, pues no formaban parte de esa oleada de inmigrantes los que tenían su vida resuelta en sus propios países, sino los más desfavorecidos.

Al miedo a la competencia foránea en el campo laboral se unió, a medida que el número de extranjeros crecía y su procedencia se diversificaba, el temor a la pérdida de nuestras señas de identidad. Ya no eran nuestros hermanos latinoamericanos los únicos intrusos. Los moros y los negros de África empezaron a llegar en oleadas cada vez más numerosas y, más adelante, los chinos y los ciudadanos procedentes del Este de Europa. Yo podía entender que este fenómeno desbordaba las previsiones de nuestros gobiernos, aunque, a decir verdad, la inmigración en España estaba lejos, y sigue estándolo, de alcanzar los porcentajes que se registran en otros países de nuestro entorno. La falta de previsión para acoger a la nueva población y proporcionarle unos medios de vida dignos era evidente. Pero en vez de afrontar esta cuestión, las diversas políticas se orientaron a poner barreras a la entrada de inmigrantes. No en vano, España es, por su posición geográfica, una de las puertas de entrada a Europa y nuestras colegas comunitarios nos pidieron que la hiciéramos lo más impermeable posible. Bien se ha visto, en estos años, que no es posible poner puertas al campo y que nadie es capaz de cortar el flujo de los desheredados dispuestos a arriesgar sus vidas por participar del bienestar del que, entre comillas, se disfruta en occidente. Ante esa evidencia, nuestras autoridades, sin renunciar a blindar las fronteras más sensibles con muros como el de Melilla o a soñar con sofisticados sistemas electrónicos para detectar las pateras que cruzan el Estrecho, han decidido tratar a los que burlan la vigilancia como a ciudadanos. Las leyes, no todo lo justas que debieran, van estableciendo poco a poco, con desesperante lentitud, un marco en el que se garantiza el respeto a los derechos de los inmigrantes. Por otra parte, de repente, los especialistas en economía han señalado que, aunque la presencia de inmigrantes es un engorro, es bueno acoger a unos cuantos para emplearlos en los oficios de menor rango, esos que nosotros rechazamos. Así, se dice, que de aquí a tantos años, España necesitará equis miles de trabajadores procedentes del tercer mundo, so pena de que nuestra capacidad productiva se vea amenazada. Es evidente que los cupos de legalización de extranjeros llegarán a fijarse teniendo en cuenta esas necesidades. No sé hasta dónde llegarán las leyes sobre la materia. Seguramente, aunque no sin esfuerzo, bastante lejos, pues allá dónde la democracia está asentada, en la voluntad del legislador pesa mucho, al margen de su mayor o menor talante progresista, la presión de las organizaciones y entidades que velan por el respeto a los derechos humanos. Pero las leyes dejan de ser eficaces si la sociedad no las asume.

Mis opiniones al respecto no son optimistas, aunque he de reconocer que las establezco sin ningún criterio científico y al margen de los datos proporcionados por las estadísticas que, de cuando en cuando, aparecen en los medios de comunicación. Los españoles, aunque lo neguemos, somos racistas. No somos los únicos en Europa, desde luego. Con frecuencia, quiénes rechazan la acusación más airadamente, lo son en mayor medida, aunque lo ignoren. Es algo que observo en la calle, en las conversaciones, en la actitud ante el extranjero que se gana la vida como puede y que, cuando no puede, cae en el pozo sin fondo del trabajo clandestino o en la delincuencia... No es su condición de extranjeros lo que nos produce rechazo, sino la de seres marginales y socialmente peligrosos, afirmamos. Y para demostrarlo aseguramos que nada tenemos contra el ciudadano marroquí, peruano, chino o ruso que llega a España con el pasaporte en regla, en viaje de negocios, bien trajeado y que se aloja en hotel de cuatro estrellas. Digamos, entonces, que nuestro racismo es selectivo. No sé que es peor. Entre el moro que llega en patera a la costa andaluza y el jeque árabe que lo hace en avión privado, elegimos a éste, aunque los dos tengan el mismo color de piel. El colmo de la discriminación lo ha alcanzado recientemente el arzobispo de Bolonia, que ante la imposibilidad de poner freno a la inmigración, ha pedido al gobierno italiano que vete la entrada de musulmanes y favorezca la de católicos con el objeto de preservar la identidad de la nación. Su argumento es que no se puede poblar sin control un país cuyo territorio no está deshabitado, sino que tiene una historia y unas tradiciones que le confirman como cristiano3.

Con alguna frecuencia se oye que, al paso que vamos, la población española acabará siendo minoritaria en relación a la extranjera. O, en el mejor de los casos, expulsada de sus barrios y hasta de sus casas. Juan Goytisolo reflejó muy bien ese pánico al invasor extranjero en su libro Paisajes después de la batalla.4. Escrito al filo de los años ochenta, situaba la acción en el abigarrado barrio parisino del Sentier. Describía como sus habitantes de siempre lo abandonaban y los recién llegados, una catastrófica marea de negros y morenos, una plaga, ocupaban las casas vacías. El lugar estaba cambiando de fisonomía. Los nuevos habitantes abrían pequeños establecimientos y talleres, las calles se llenaban de tenderetes y de carritos atestados de mercaderías, en las paredes aparecían pintadas incomprensibles y cada vez se veía más cercano el día en que los rótulos de las calles y de los comercios serían sustituidos por otros escritos en un alfabeto de signos hoscos e ininteligibles. El capítulo «Síntomas de pánico» se abría con esta frase: «Hay que rendirse a la abrumadora evidencia: África empieza en los bulevares5». Se estaba produciendo una invasión en toda regla que ponía los pelos de punta a los ciudadanos amantes del orden. Cuanto dijo Goytisolo hace dos décadas, podría repetirse hoy respecto a barrios como Lavapiés y Tetuán, por no salirme de la ciudad que mejor conozco.

Hacia 1991 me propuse escribir una pieza de teatro que abordara algunas de las cuestiones de las que vengo hablando. Esa pieza es Ahlán, a la que me he referido antes. Desde el principio decidí que la acción giraría en torno a los inmigrantes llegados, a través del Estrecho, desde la costa marroquí. Por una parte, raro era el día en que la prensa no informaba de la detención, por parte de la Guardia Civil, de grupos de magrebíes sorprendidos al pisar las playas del sur o del naufragio de esas endebles embarcaciones llamadas pateras, con la correspondiente siembra de cadáveres en el mar. Titulares como «Subir al moro», «Soñando la orilla rica», «La costa del azar», «Cementerio marino» o «Los tiburones comen corderos» resumían, a veces con tintes poéticos, las ansias de los desesperados viajeros y el amargo destino de muchos de ellos. Otras noticias advertían de lo que nos esperaba si no se ponía fin al trasiego humano. «El número de inmigrante magrebíes se duplicará en los próximos cinco años», «Los que ahora viajan son hombres jóvenes y solteros. Lo peor llegará con la reagrupación familiar», «La presión demográfica en África del norte, unida al paro, el peso de la deuda y la fuerte inflación, es un peligro para España», «La invasión que hace temblar a Europa», «Es necesario endurecer las leyes para impedir la avalancha de ciudadanos extranjeros», «La presencia de extranjeros aumenta en progresión geométrica», «La invasión que padecemos es políticamente desestabilizadora»... La alarma estaba servida y la semilla de la violencia ultra, sembrada. Las hazañas de los cabezas rapadas empezaron a ocupar tantas páginas como los sucesos del Estrecho. A la voz de «¡muerte al moro!», las agresiones al «otro» se hicieron frecuentes.

No fue la única razón para elegir la inmigración marroquí como tema. De ella, sabía algo más que de cualquier otra. En efecto, mis frecuentes viajes a Málaga, Almería y Melilla me permitieron conocer la situación de primera mano. Regresé de nuevo a esas ciudades y conocí Nador cuando ya había iniciado la escritura de la obra. También frecuenté el poblado chabolista de Peña Grande, tantas veces devorado por el fuego y reconstruido de inmediato, en el que habitaban más de doscientas familias marroquíes y recorrí docenas de veces, con ojos bien abiertos, la Puerta del Sol y sus aledaños.

En 1995, cuatro años después, finalicé la redacción de Ahlán. Incluí dos escenas prólogo. En la primera, titulada «Europa, frontera sur», un diputado español solicita el apoyo europeo para recuperar el proyecto, hoy seguramente desechado, de unir Europa y África mediante un gigantesco puente o un túnel similar al construido bajo el canal de la Mancha. La respuesta que recibe, acorde con la actual mentalidad del viejo continente, es esta: «No es haciendo de pontífices como mejor contribuirán a la edificación de la nueva Europa. La tarea común es hacer lo posible por convertirla en una fortaleza. Hay que levantar muros en vez de derribarlos. [...] Entre el Moisés que abría caminos en el mar y el Hércules que creaba abismos apartando las tierras, hoy elegiríamos a éste. [...] A ustedes, los españoles, les ha tocado ser guardianes de la puerta trasera de Europa. Pongan barreras que eviten el paso de la miseria que vomita el sur y recibirán nuestro aplauso».

La acción del segundo prólogo, titulado «África, frontera norte», se desarrolla en la costa marroquí. Son unas pinceladas, que me parecieron necesarias, para explicar las razones que llevan al joven Larbi, el protagonista, a abandonar su tierra. Su propia madre le empuja a saltar al otro lado de la cinta de plata, así ve ella las aguas del Estrecho, para dejar atrás la miseria. Otros le aconsejarán que no lo haga. «Sólo es dichoso el hombre que pone por límite de su peregrinación el horizonte de su tierra», le dice el anciano preocupado por que Marruecos se convierta en un país habitado únicamente por mujeres y ancianos.

No teman que les cuente el argumento de Ahlán. Pero permítanme que les diga que se trata de una obra con diversos escenarios, en la que el protagonista, tras su llegada a la costa andaluza, inicia un largo viaje a través de España, que concluye en Barcelona. Las estaciones de su recorrido son, en Madrid, algunos de los lugares que ya he citado y, en el camino hacia Cataluña, uno de tantos pueblos aragoneses en los que abundan las plantaciones de frutales. Lugares de encuentro con gentes de todo tipo que me permitieron, o al menos eso intenté, mostrar como la bienvenida a que alude el título de la obra está muy lejos de ser realidad. No creo que el teatro deba proponer soluciones a los problemas del ser humano. Mucho menos actuar sobre la conciencia de los espectadores para estimular el afloramiento de sus sentimientos humanitarios. Al escribir la pieza, no me movía la solicitud de conmiseración y lástima hacia los inmigrantes. La cuestión es otra. La cuestión es que, ante el fenómeno de la inmigración, nos estamos comportando como bárbaros. La cuestión es que hemos de recuperar el espíritu que, en otros tiempos, presidió la convivencia, en nuestro país, de gentes pertenecientes a diversas culturas. Para ello hay que volver la vista atrás y releer nuestra historia. También, recordar la tradición migratoria de nuestro pueblo. Luego, mostrar al intransigente la realidad actual, obligarle a que deje de ver a esas gentes anónimas que cruzan nuestras fronteras como intrusos. No vienen por capricho. Razones muy poderosas mueven a las personas a dejar sus casas y emprender andaduras azarosas. La necesidad las empuja. En la novela La reclusión solitaria6, de Tahar Ben Jelloun, un personaje dice: «Llegué, llegamos para ganarnos la vida, para salvaguardar nuestra muerte, para ganar el futuro de nuestros hijos, el porvenir de nuestros años ya agotados, por merecer una posteridad y no sentirnos avergonzados». Ese derecho a la vida es el que hemos de reconocer en primera instancia. Inmediatamente, el derecho a conservar su cultura, único nexo de unión con su pasado. Aceptar el derecho del individuo a asentarse donde pueda vivir con dignidad, supone que superemos las actitudes xenófobas surgidas a raíz de que España se convirtiera, para los vecinos del sur y para nuestros hermanos americanos, en un nuevo paraíso europeo.

En mi obra, yo quería mostrar sin maniqueísmo algunos aspectos de la inmigración. Procuré no hacer una obra de buenos y malos. Claro que en ella aparecen personajes que sólo pueden pertenecer a uno de los dos bandos. Tal es el caso de los que han dejado el tráfico de drogas para dedicarse al contrabando de carne humana o el de los que, en el terreno laboral, explotan sin escrúpulos a los inmigrantes sin papeles. Es difícil que estos negociantes carroñeros muden sus conductas. Como lo es que la muden quiénes manifiestan su xenofobia con palabras tan estúpidas como las pronunciadas por dos personajes de Juan sin Tierra7, de Juan Goytisolo. Al comentario de uno sobre la suerte que tienen de haber nacido normales cuando habrían podido ser como los moros, el otro responde: «Calla, chato, que se me pone la carne de gallina». El bando de los buenos-buenos es menos numeroso. Muy pocos caben en él. Ni siquiera las victimas. También entre ellas anidan sentimientos xenófobos hacia los naturales de los países de acogida o hacia los inmigrantes procedentes de otros espacios geográficos. Incluso el odio enfrenta a los que, viniendo del mismo lugar, han legalizado su situación y a los que no. Cierto es que, a la hora de repartir responsabilidades, los desheredados tienen más atenuantes que nosotros. Pero la tarea de superar las actuales discriminaciones -raciales, económicas, lingüísticas o religiosas- también les incumbe a ellos. No pueden vivir al margen de los hábitos del país de acogida o mirando siempre hacia otro lado. Su nueva situación les obliga a asumir una identidad igualmente nueva. Se trata, en definitiva y en beneficio de todos, de hacer de la diversidad cultural un pilar de convivencia. Günter Grass recordaba que las mejores épocas de Europa han sido aquellas en las que se ha visto a sí misma como un gran crisol de culturas8. Eso vale también para España.

Hoy por hoy, es una meta que adivinamos lejana. Y lo está. Por eso, mi obra no tiene un final feliz. Larbi, el protagonista, había sido recibido, al llegar a las costas españolas, por una prostituta llamada Juana, la Loca. Ella le regaló su cuerpo sin pedir nada a cambio y, además, le llamó nada menos que rey moro. Años después, en Barcelona, la reencuentra convertida en un guiñapo, loca de verdad y sin memoria. La acompaña un niño medio moro que, por la edad, podría ser hijo de ambos. «Si te estorba, tíralo por la ventana», le dice ella. Él la hace caso. Juana se responsabiliza del crimen ante la policía y cuando la preguntan que por qué lo hizo, responde: «El padre es moro y los moros no me gustan».

Meta lejana, en efecto, cuando todavía se rechaza el fruto de la convivencia entre seres de distintas etnias. Largo es el camino que queda por recorrer. Precisamente por ello, no me parece inútil esta obra con la que he querido contribuir, en la medida en que puede hacerse desde la modesta tribuna del teatro, a que cese la discriminación y, superada esa barrera, a que pueda nacer una sociedad tan plural que todos nos sintamos miembros de ella y tan rica que posea una cultura propia alimentada por las diversas culturas de quiénes día a día la mantengan viva.





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