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ArribaAbajoPintura


ArribaAbajoPintura sin mancha

I

Los artistas que están representados en esta exposición, y aquellos que también lo están en virtud de esa realidad poética que podemos llamar la presencia de una ausencia, son pintores independientes, libres y que aspiran a ser personales. ¿Y no es esta aspiración la forma más viviente, acaso la única deseable, de la personalidad? Su obra no parte de escuela alguna ni se encamina voluntariamente a formar una escuela nueva. Desarrollada al calor, o al frío que también quema y madura y conserva, de la intimidad, de la soledad, se nutre con sus aspiraciones y sus deseos. Ni un credo político ni un sistema educativo le imponen la marca de una servidumbre.

Como los nuevos poetas mexicanos, los nuevos pintores, viviendo en un medio hostil por indiferente, sin un público definido a quien dirigirse, realizan, no obstante, una obra que tiende a la unidad espiritual con el resto del mundo y que si aparece aislada estética y moralmente es porque se opone a la de los artistas que los precedieron, no en el mérito, sino en el tiempo.

Poesía y pintura líricas que llevan en el rostro las señales de su aislamiento: su debilidad, dicen algunos; su potencia, creo yo.

Poetas líricos y pintores. Poetas y pintores mexicanos que han sabido encontrar en sus propios poemas y cuadros el fruto precioso de la libertad moral.

Pintura, poesía. Sabemos que hay relaciones visibles a los ojos de todos y de un orden que podríamos llamar razonable, entre el mundo de las formas poéticas y el mundo de las formas plásticas. Hablo de ciertas afinidades estéticas que hacen posible reunir por un momento, en un mismo plano, por la fina retórica del dibujo, por el paladeo de ciertas delicadezas de un lenguaje de formas precisas, un poema y un cuadro excelentes, un poema de José Gorostiza y un cuadro de Julio Castellanos, por ejemplo. Con ser tan interesantes no quiero detenerme a hablar de ellas.

Prefiero denunciar la existencia de otras relaciones más sutiles entre el mundo de la poesía y el mundo de la pintura. Oírlas al favor de la soledad y del silencio profundos, en la caída horizontal del insomnio, en el ascensor de la noche; sorprenderlas con los ojos abiertos y cerrados que usamos durante el sueño; interpretar estas relaciones sutiles que me han dejado en las manos, algunas veces, las llaves para abrir las puertas que comunican las salas -las alas- de la pintura y de la poesía, ha sido uno de los más puros y libres goces de mi espíritu.

Los frutos de esta inmóvil pesca silenciosa, de esta navegación aérea o submarina del espíritu son mis poemas que no han querido ser solamente criaturas irreales, seres matemáticos o existencias musicales sino, también y sobre todo, objetos plásticos.

No ignoro que las relaciones de que os hablo existen entre las demás artes, pero tampoco ignoro que si es verdad que un contacto entre ellas es posible no es mentira que todo en ellas buscaría un rompimiento inmediato. No podemos imaginar, sin una sonrisa irónica, un cuadro que cante ni, menos todavía, un cuadro que dance. En cambio, a nadie asombra sino agradablemente hallarse, de pronto, frente a un cuadro que sueña. ¿Y no es el sueño la red finísima de hilos conductores tendidos entre los mundos de la pintura y de la poesía? Mas no hay que olvidar que un verdadero artista debe hallarse siempre, hasta en sueños, completamente despierto.

¡Cómo extrañarse, pues, que yo quiera, en un rapto de egoísmo que podríamos llamar desinteresado, que los nuevos pintores intercepten estas relaciones misteriosas y que en un juego inverso al que yo he seguido hagan más poética su pintura como yo he pretendido hacer más plástica mi poesía!

No hay duda que el primero que comparo la poesía con la pintura era un hombre de muy delicado gusto. Revivir en nuestros días el ut pictura poesis de Horacio no revelaría el mismo buen gusto ni la misma agudeza. Aquello que pudo ser posible entonces, no lo es ahora. Ni el arte ni el tiempo que nos han tocado en suerte vivir y realizar son los mismos que vivió y realizó Horacio, porque arte y tiempo no son algo inmutable sino, por el contrario, objeto de una incesante mutación, de un devenir constante. El tiempo que fue de Horacio, trascurrió ya. Y puesto que el amigo de Mecenas no ha muerto del todo, nadie nos impedirá decir que su arte es de este modo o de este otro. El arte y el tiempo de ahora no son, sencillamente, porque están siendo.

No he pretendido, pues, comparar las dos finas artes ni menos aún aconsejar fundirlas sino únicamente deciros que se relacionan entre sí y haceros ver que algunas de estas relaciones son invisibles. Sería necio que yo aspirara a haceros ver lo invisible, por medio de un discurso lógico. Al artista le toca hacerlo. La lectura de un poema o la contemplación de un cuadro vivientes os darán, mejor que nada, esa consciencia de lo impensable que el razonamiento no alcanza a producir, mucho menos a entregar.

Una generación de artistas pudo considerar el arte como una fuga de la realidad. Huyendo de la realidad que los circundaba, pretendían un imposible: huir de sí mismos. El vehículo de la fantasía los transportaba a tiempo y mundos ajenos y provisionales: la Edad Media, el Oriente, los Trópicos. Era la suya una vida de emigrantes, y su obra, aun en su propia tierra, una obra de desterrados. Algunos creyeron hallar en el suicidio -ese viaje sin billete de regreso- la solución de su drama. Pero interrumpir el drama no es resolverlo. El drama sigue en pie.

Cansados de no satisfacerse en la constante fuga, otros artistas decidieron hacer frente a la realidad que les había descubierto un hombre que salió a la calle gritando: El mundo exterior existe. Pero este hombre era un obrero, un artista sólo en el sentido de que era un técnico, no un inventor o un poeta. Su obra y la de aquellos que lo escucharon obedeció a un concepto muy estrecho de la imitación de la realidad exterior. Como si los medios fueran capaces de justificar el fin, creyeron que el secreto del arte era manejar la materia con destreza. Contaban con todo, sin contar con la poesía, con el misterio, con el azar.

Los primeros, los románticos, huían de la realidad. A los segundos, a los naturalistas, la realidad les huía.

Pero el artista sigue viviendo en equilibrio inestable en un punto peligroso entre dos abismos, el de la realidad que lo circunda y el de su realidad interior. Unas veces se ha conformado con mirar hacia afuera; otras veces se ha asomado solamente a su abismo interior; otras, por miedo de no resistir al vértigo, ha cerrado los ojos.

La realidad contiene al hombre y todo el contenido del hombre es realidad. El artista de ahora parece no contentarse con una sola de estas realidades. Ni la exterior ni la interior le bastan separadamente. Y expresar sólo una de ellas implica renunciar a la otra. Me pregunto ¿de que modo ha de expresar las dos realidades si median entre ellas las paredes de los vasos que las contienen? Destruyendo estas paredes o, mejor, haciéndolas invisibles y porosas para lograr una filtración, una circulación, una transfusión de realidades.

Con algunas excepciones magníficas, los nuevos pintores de todo el mundo, y no pocos mexicanos entre ellos, han abusado de lo que podemos llamar el modelo exterior, opuesto al modelo puramente interior en el que André Breton encuentra la única razón de ser de la obra plástica.

Si trasplantáis mis hipótesis al terreno de la pintura, pensaréis conmigo en un tercer modelo cuyas realidades no sean ya exteriores o interiores en virtud de que las fronteras que las mantenían aisladas han desaparecido ya.

Que nadie espere de mí un comentario de cada uno de los cuadros que veréis en seguida. A algunos de sus autores tendría que elogiarlos con timidez y a otros con moderación, y ya dice Vauvenargues que elogiar moderadamente es un signo de mediocridad. ¿Y cómo aparecer tímido y mediocre frente a un grupo de personas a quienes el solo atrevimiento de haber acudido a esta exposición las haría acreedoras a merecer -si no lo tuvieran ya- el título de inteligentes?

Si es verdad que los árboles impiden ver el bosque, no lo es menos que, a veces, el bosque impide ver los árboles. Ahora que el bosque que formáis delante de mí se disgregue, os invito a ver, uno a uno, los árboles que se asoman por las ventanas que se abren en torno vuestro. Y a eso habéis venido, porque un cuadro es algo tan simple y tan complejo, tan enraizado y tan aéreo como un árbol, como un árbol exterior y como ese otro que cada uno de nosotros lleva en su cuerpo, por cuyas arterias y por cuyas venas circula misteriosamente la sangre.

II

Rodeado como estoy de un numero considerable de obras de artistas maduros y de nuevos artistas, lo primero que experimento es una turbación cierta. Las obras plásticas han ejercido, siempre, sobre mí, un llamado, una imantación particular. ¡Imposible permanecer frío e indiferente ante ellas! Me atraen como una momentánea aventura; me hablan -cuando son capaces de hablarme- con una voz que no puedo menos que escuchar con avidez. Ulises imprudente, confieso a ustedes que a ningún mástil me he atado jamás para no acudir al clamor de estas sirenas que surgen de un mar de lino, de piedra o de papel. Pretender explicar la agradable turbación de que soy víctima; saber con precisión lo que ante la obra plástica experimento y por qué lo experimento, equivale a abandonar el libre goce de mi sensualidad, de mi sensibilidad y de mi instinto para entregarme al orgulloso ejercicio de mi razón; equivale a evitar las concordancias de mis sentidos, los choques de mis recuerdos y sentimientos, y los oscuros impulsos de mi sangre, de mi respiración y de mis nervios. Y si, con el mismo gesto con que un náufrago prefiere la angosta tabla de una salvación improbable al magnífico espectáculo de un naufragio seguro en el que es a un tiempo la víctima y el espectador dichoso, abandono, evito y borro esto que no es otra cosa que el misterio, debo decir a ustedes que si queremos que el misterio continúe siéndolo, es menester no pretender explicarlo sino conservarlo cuidadosamente en su atmósfera, rodeándolo, sintiéndolo y, a lo más, hiriéndolo instantáneamente, en una justa venganza, como él nos ciega y nos hiere.

Hay quienes acostumbran considerar la obra plástica como un juego sistemático de valores, de colores y de líneas. Otros hay que no ven en ella sino el triunfo de la materia, y así como en un óleo prefieren considerar la calidad de la pasta empleada y el brillo o la opacidad de los colores, en un dibujo, gozan la infinita gama musical, táctil y visual de los grises que un lápiz duro o blando ha dejado en la hoja de papel. Los primeros piensan que la obra plástica debe dirigirse solamente al espíritu. Los segundo piensan que únicamente los sentidos han de recibirla. Pero la verdad es una diosa y no debemos buscarla en un lugar, sino en todos. Por ello no nos basta la pintura pura de los primeros, para quienes la obra de arte sale armada de la cabeza del artista para dirigirse solamente a la cabeza del espectador, ni el manjar de aceite y plombagina de los segundos, para quienes la obra de arte es dura o blanda, áspera o lisa, seca o grasa, como la piel humana.

Ni en su origen ni en su fin la obra de arte es un puro acto de espíritu. Tampoco una mera proyección sentimental. Menos aún la simple presencia de la materia. No es nada de eso y, no obstante, es todo eso, y más. No la queramos singular porque tal vez en el cambio constante de su contenido está su única permanencia. Plural mejor y, si finita, ilimitada. El juego de la inteligencia y el goce de la materia entran en su composición porque inteligencia y materia son solamente el cerebro y la piel del cuerpo de la obra de arte plástico. Y a nada me parece más sencillo y justo comparar una obra de arte plástico como a un ser humano viviente. Como el hombre, tiene, en su mundo interior, zonas conocidas y zonas inexploradas, aéreas terrazas, oscuros subterráneos, donde surgen, circulan y luchan por expresarse o por reprimirse nuestras intenciones y deseos recónditos, nuestros sentimientos, nuestras larvas de ideas, nuestras ideas.

Un sencillo y euclidiano conocimiento del hombre llama a estas zonas: instinto, alma y espíritu. Pero, ¿dónde acaba una zona para dar lugar a otra? ¿dónde empiezan nuestros instintos y donde nuestras ideas? Acostumbrados por ese conocimiento simplista del hombre interior -que equivale por más de un motivo al concepto de la geometría anterior a Einstein- nuestra razón ha situado nuestros instintos en nuestra piel y músculos; nuestros sentimientos, nuestra alma, en el corazón, y la inteligencia en el cerebro. Pero la naturaleza humana exige una solución menos simple y más justa. ¿No será mejor decir que estas zonas se enciman y confunden y que las raíces de su flora, subterráneas o aéreas, invaden y cruzan las zonas de nuestro cuerpo interior haciendo imposible una innecesaria limitación de fronteras?

Obra humana, la obra de arte tendrá que ser la expresión exterior de este mundo viviente y diverso de fusiones invisibles de los innumerables y complejos seres que pueblan nuestro cuerpo interior.

La obra de arte plástico se servirá de la materia -telas, colores, óleos, papeles- como de un simple medio para hacerlas visibles.

El objeto de la pintura, ha dicho Valéry, es indeciso. Mas igual cosa puede decirse de las artes todas. Urgido por una imperiosa necesidad -que según las épocas y las modas toma a veces los nombres de fe, de lujo, de placer o de juego- el hombre produce obras de arte para satisfacer la no menos imperiosa necesidad que otros hombres tienen de saciar su avidez con ellas. Éste sería el único objeto de las artes, si cada una no tuviera, además de este mecánico, otro u otros más particulares y sutiles.

Sin dejar de comprender los peligros que llevan consigo mis afirmaciones, yo pienso que el objeto de la música es hacer oír lo inaudito, expresando cuanto hay de significativo en el ruido y en el ruido que hace el silencio, y que si el fin de la poesía es hacer pensar en lo impensable, acaso el objeto de la pintura no sea otro que hacer ver lo invisible.

¡Hacer ver lo invisible! Operación mágica, operación religiosa, operación poética. Denominador común de todas las artes es la poesía: «substancia de las cosas inesperadas, evidencia de las cosas no vistas».

Y si la pintura ha sido hasta ahora el arte más sumiso a los modelos exteriores que la naturaleza y la realidad le han propuesto, es preciso añadir que, por ello, entre todas las artes, la pintura ha sido la que menos medios ofrece para el conocimiento del mundo interior del hombre.

Sólo unos cuantos pintores han hecho algo más que trasladar o reconstruir -a veces espléndidamente- el mundo de incitaciones que fuera de ellos se presenta a su vista. Estos pintores han enriquecido el mundo con visiones inesperadas y nuevas, salidas del sueño, de la alucinación y del deseo inconfesado, añadiendo a la realidad cotidiana fragmentos de realidad interior no menos intensos y más profundos. No me atrevo a citarlos porque el nombre de cada: uno está ya -estalla- en boca de todos. Sólo unos cuantos pintores han sido, en verdad, creadores, inventores.

Inventar, en vez de transcribir; hacer, en vez de repetir, son los deberes, y también los goces únicos, del poeta. Los del pintor no pueden ser diversos. Si el pintor no es como el poeta, la pintura sí es como la poesía. En esencia, las letras de los unos no difieren de las líneas y colores de los otros. Y ya sabemos, después de Rimbaud, que las letras tienen colores, y después de Nietzsche, que los poemas habrán de estar escritos -iba a decir, pintados con sangre.

Un sonámbulo, un místico, un poseído, un poema, un dibujo, se parecen entre sí en que todos hablan solos.

No ha sido mi objeto hablar de los dibujos de esta exposición. Por temor de mancharlos, no he trazado estas líneas sobre ellos, sino en torno al misterio que de algunos se desprende. No esperan sino mi silencio para deciros sus particulares secretos, sus íntimas voces. Imagino su impaciencia. A ellos dejo el uso de la palabra.

(Exposición de Arte Moderno) 1932.




ArribaAbajoRetratistas del siglo XIX

La invención de la fotografía vino a acabar cruelmente con la minuciosa, larga, lenta pero infinitamente matizada legión de retratistas anónimos. El rápido bostezo de la cámara, el acaramelado consejo del fotógrafo: «un momento; va a salir un pajarito», el extraño caso de la sensible placa que el menor rayo de luz viola y deja impresionada para siempre, todo contribuyó a acabar con un género artístico, que casi no lo era, y a dar lugar al crecimiento de un arte, que casi no lo es.

Los pintores retratistas de encargo colmaban los deseos del nieto, de la abuela, del padre, de la hija, del esposo, de la novia, haciendo, gracias a una doméstica habilidad verdadera cúspide de las labores manuales, la minuciosa reproducción de todas y cada una de las arrugas o bien de las rosadas lonjas del rostro de viejos y jóvenes.

Se decía entonces, siguiendo una antigua moda, que el arte era la imitación de la naturaleza. Importaba, pues, reproducir fielmente el modelo, y nada más. El parecido dependía de la reproducción más o menos hábil y venía a ser el visto bueno del retrato. Si el modelo resultaba parecido en el cuadro, nuestros antepasados exclamaban: «No le falta más que hablar». Con esto aprobaban el acierto del pintor y, a la vez, expresaban el eterno descontento humano: Esto es perfecto pero... le falta esto otro.

La desesperante invención de la fotografía, que recibió de Baudelaire los más fieros dardos, vino a ser, a los ojos de los más huecos aficionados de entonces, la solución de enmarañados problemas plásticos. Si el arte consiste en reproducir fielmente la naturaleza, la fotografía lo consigue mejor que nadie. La cámara tiembla menos que la mano. Los fotógrafos, en un abrir y cerrar de ojos de su cámara, son más exactos que los pintores. Luego -concluían- la fotografía es el arte por excelencia.

...Al menos así lo creyeron nuestros abuelos que no encargaron más su retrato al oscuro pintor amigo, de cuyo nombre no importa acordarse. Daguerre sustituyó con su firma la del pintor ignorado que no trabajó jamás para alcanzar esa amada póstuma a quien llaman la inmortalidad.

Esto sucedió en México como en todas partes, y no antes sino más bien después que en todas partes. La fotografía, que no acabó con la pintura como creyeron algunos snobs de aquel tiempo, acabó con los pintores de encargo que nada tuvieron que hacer a la llegada de la cámara fotográfica: verdadera esfinge encaramada en un tripié y acompañada por un Edipo que para descifrar los enigmas tenía que decirla al oído no se qué mágicas palabras, ocultándose, previamente avergonzado, bajo el paño negro del ilusionista.

Verdaderos juglares del retrato, los oscuros pintores satisfacían una vanidad, una necesidad, un capricho o un gusto sentimental de las gentes que podían pagárselos. Sus cuadros, verdaderos romances plásticos, narraban en unas cuantas líneas delicadísimas, y con unos cuantos colores armonizados perfectamente, la vida novelesca o poética de un rostro. Como los romances, quedaron, con el tiempo, desprendidos de sus autores, dando lugar a una floración anónima, de carácter popular, pero no por ello exenta de delicadeza y poesía. Inútil, vano intento el de perseguir el nombre del pintor de estos cuadros, verdadera expresión individual de sentimientos y costumbres colectivos.

La virtud que mantiene en pie estas obras es la gracia, afortunada mezcla de espontaneidad y malicia. Su espontaneidad es auténtica, su malicia se queda en una afectación superficial que en vez de dañar al cuadro le presta un nuevo encanto. «Toma esta flor y piensa que es mi vida», parece decir la romántica figura femenina de muchos de estos cuadros. Y a aquel joven, que parece adelantarse a la mitad del foro, le oímos decir: «Yo soy Serafín García Bemol»... Otras veces la espontaneidad y la malicia se ligan perfectamente, y es entonces cuando, a la vista de ciertos retratos, nos vemos obligados a pensar en los maestros de la pintura, moderna, ante todo en el aduanero Rousseau: la misma ingenuidad, la misma inofensiva malicia, el mismo sentimiento poético en toda su inicial pureza. Algunos pintores mexicanos encuentran en la obra de los retratistas anónimos de nuestro siglo XIX una tradición donde instalarse. Diego Rivera y Roberto Montenegro vuelven con frecuencia los ojos a este pasado inmediato para recoger más de una enseñanza e intentar revivir en sus telas los involuntarios hallazgos y atrevimientos de estos pintores.

La ingenuidad de los temas, la simplicidad de los medios de expresión, el carácter mexicanísimo que lo mismo aparece en los rostros de las figuras que en el estudiado ademán, que en la disposición de los trajes minuciosamente acabados, pintados amorosamente, y que, en fin, en los fondos deliciosos que forman el ambiente adecuado a la figura, todo en los retratos mexicanos del siglo pasado atrae al espíritu moderno.

En la provincia se encuentran estas obras deliciosas en mayor número que en México. Un sentimiento romántico, provinciano, ingenuo, de perpetuar la figura de un ser querido, hacía posible estos retratos ejecutados sin prevención alguna por modestos artistas que no habían pasado por ninguna escuela académica o que habían pasado por ella fugazmente. En la provincia nacieron y a ella han ido a buscarlos nuestros coleccionistas a fin de enriquecer galerías y museos privados. El Estado de Jalisco parece ser el más rico en obras de estos juglares del pincel... Pero en toda la provincia, «silenciosos, cubiertos de polvo», viven representando todavía el recuerdo familiar o son la cifra, vacía ya, del romántico sentimiento que les dio una vida condicionada.

El pintor Roberto Montenegro, de vuelta de uno de tantos viajes de curioso infatigable, de coleccionista insaciable, ha logrado reunir una colección valiosa de estos cuadros. Y ha ido más lejos, ha reunido las fotografías de los ejemplares más característicos de colecciones particulares del Estado de Jalisco y aun de la ciudad de México. Todo eño le ha servido para formar la primera monografía5 de este curioso género de pintores mexicanos de nombres desconocidos, que cultivaron el retrato alternándolo a veces, muy pocas veces, con esas otras formas del retrato que son el bodegón y la naturaleza muerta.




ArribaAbajoUn descubrimiento

Mariano Silva Vandeira


Cuando interrogaban a Renoir sus contemporáneos acerca de los problemas de la pintura, el gran pintor se apresuraba a decirles: -«No hay duda de que nuestro oficio es difícil y complicado. Pero es necesario tener un poco de simplicidad, de candor»-.

Esta simplicidad, este candor los encontramos sin esfuerzo en las telas de Mariano Silva Vandeira, pintor mexicano nacido en Durango en la segunda mitad del siglo pasado, y muerto el 15 de octubre de 1928.

De su paso por la vida, apenas si tenemos las noticias indispensables para componer una helada ficha biográfica. Sabemos que estudió pintura en la Academia de San Carlos de nuestra ciudad de México, y que fue profesor de dibujo en la Escuela Preparatoria... y en el Colegio Militar.

Fue el pintor Roberto Montenegro quien descubrió en un mercado de viejo, hace apenas unos años, algunas telas de Mariano Silva Vandeira. Recuerdo que, a pesar de hallarse íntimamente entusiasmado, Montenegro no quería mostrar abiertamente su fervor; esperaba, acaso por la emoción que le había producido su hallazgo, la complicidad de un juicio más desinteresado, más objetivo. Convinimos en la necesidad de rescatar de una pérdida segura la obra de este pintor desconocido. Una semana más tarde, en el estudio de Montenegro me hallé rodeado por un lote considerable de cuadros, emparentados entre sí no sólo por la unidad que se revela en una técnica sincera, exuberante, limpia, sino también por una unidad de espíritu en que las cualidades dominantes no eran otras que las de la simplicidad y el candor, gratas a Renoir.

Naturalezas muertas, paisajes, retratos y unos cuantos cuadros de asunto, evidenciaban las calidades de un pintor auténtico que había sabido hallar, en las limitaciones de la época que le toco vivir, el molde para vaciar una sensibilidad delicada y una sensualidad casta y directa.

No fue Silva Vandeira un innovador; por el contrario, un espíritu poco atento a la verdadera intención que puso en juego este artista, podría acusarlo de falta de imaginación. Sus naturalezas muertas son de una composición tan simple que bien puede decirse que no existe en ellas composición alguna. Un tibor y unas flores. El tibor apenas si cambia de forma, y sólo cambia, de un cuadró a otro, de color. Las flores son casi siempre rosas: rosas rojas, rosas blancas o rosas rosas, y sólo a veces son claveles o mastuerzos. Pero el mérito de estas telas no reside en la expresión de la voluntad de razón que distribuye y compone fría y lúcidamente, sino en la embriaguez de una sensualidad equidistante del refinamiento y de la violencia.

Si hemos de creer en la existencia de familias de artistas que coinciden a través del tiempo y del espacio, justo es decir que Silva Vandeira no pertenece a la familia, a la posteridad de Paul Cézanne sino a la de Auguste Renoir. Es Silva, Vandeira un pintor puro, en el sentido en que lo fue maravillosamente Renoir. Dibuja y construye, insensiblemente, con el color; la atmósfera que rodea los objetos y las figuras de sus cuadros limita imperceptible y delicadamente las formas.

El encanto que se desprende de las telas de Silva Vandeira, se revela no sólo en sus «naturalezas muertas» sino también en las figuras femeninas que pinta. Esa fragancia hecha de naturalidad y malicia, de ingenuidad y de coquetería, emana directamente de ellas. Sorprenden las formas rotundas de los desnudos pintados con sencillez admirable, que reaparecen en los retratos de mujer, deliciosos por la ingenuidad de las actitudes del cuerpo y de la expresión del rostro.

Como las flores, la mujer parece haber sido tema favorito de Silva Vandeira. «La mujer saldrá de las ondas o de su lecho, se llamará Venus o Niní. Nada mejor puede inventarse», decía Reinor refiriéndose a los sencillos, repetidos temas de sus propios cuadros. Y añadía: «Los temas más simples son eternos». Las mujeres que pinta Silva Vandeira corresponden al tipo de belleza de principios del siglo, y bien pueden llamarse Niní. Tocadas con deliciosas diademas «arte nuevo», estrictamente encorsetadas, empuñan un abanico o muestran, como en una fotografía convencional, ostensiblemente, un ramo de rosas. En estos retratos, como en todos los cuadros de Silva Vandeira, se siente la exuberancia, la alegría de vivir que es la mejor dimensión de este pintor mexicano como también es, en forma sorprendente e insuperable, la del pintor ejemplar: Auguste Renoir.

Cualquier pretexto le basta al mexicano, en los pocos cuadros en que pinta más de una figura o más de un objeto, para formar sus grupos. Sus cuadros de mar y de campo son un pretexto para jugar con la luz, cuando en aquellos aparece una barca a punto de naufragar, y cuando en éstos aparece un grupo de mujeres o, simplemente, un rebaño, objetos y figuras no tienen sino un valor colorístico. Y cuando ataca francamente un cuadro de asunto más definido, lo hace no sólo sin perder la ingenuidad sino, por el contrario, acentuándola con delicia.

Simplicidad y candor, sensualidad, encanto y alegría de vivir son las finas cualidades que hemos ido reconociendo, al recorrer en la memoria los cuadros del mexicano Silva Vandeira, que hemos mirado y remirado antes, detenidamente, sin prejuicio alguno, seducidos por el mudo, colorido lenguaje con que hablan discretamente a nuestros sentidos primero, a nuestra sensibilidad después.




ArribaAbajoLa pintura mexicana moderna

En México hemos asistido desde hace más de quince años a una verdadera evolución de la pintura hecha por artistas mexicanos. El cambio es tan evidente y sus efectos tan perceptibles que en México y en el extranjero, sobre todo en los Estados Unidos, han negado a presentar síntomas de fiebre. Los pintores mexicanos, cada día más fecundos, y los aficionados de todas partes, cada día más curiosos si no más inteligentes, son ahora legión. Pero lo que importa es la transformación de la pintura de artistas mexicanos. Modificación rápida, violenta y sin duda alguna inevitable, que como todas las manifestaciones artísticas en Mengo no se ha ido realizando gracias al público, sino, muchas veces, a pesar de él. La transformación de la pintura mexicana se realizó, pues, fatalmente. México supo dar a tiempo la nueva hora plástica de todo el mundo.

LA PINTURA MEXICANA MODERNA Y LA REVOLUCIÓN

Conocida es la historia. A la época porfiriana llamada también época de la dictadura que se concluye en 1910, sucede en México la época de la revolución. Pretender encontrar entre el carácter político de cada una, que es lo que las define históricamente hasta ahora, y las manifestaciones artísticas que en ellas se produjeron o se están produciendo, una liga íntima y clara, me parecería aventurado. De cualquier modo ese calendario anecdótico con que se acostumbra medir la historia es siempre más cómodo, además de que, a menudo, resulta más exacto. Es evidente que el aspecto social de México no es ahora el mismo de hace treinta años; el arte no es el mismo tampoco: sin duda esta semejanza relaciona las dos diferencias, pero no podría ser nuestro objeto investigar la naturaleza de tal relación. Dentro de la época revolucionaria, así limitada por la denominación anecdótica, se produce la nueva pintura mexicana. La revolución nos ayuda a mirar claramente la pintura actual, del mismo modo que el marco ayuda a mirar mejor el cuadro. Así como las cuatro varillas limitan nuestra visión, concentrándola, para luego verterla sobre la superficie colorida, la revolución, no siendo un límite de la pintura, es un límite de nuestra atención. Sin peligro, podemos afirmar que la época revolucionaria aísla sólidamente la pintura mexicana moderna. No es otra la función del marco: hacer del cuadro una distinta realidad, ajena a las realidades que la circundan.

LA PINTURA MURAL

En 1921 se anuncia un período de tranquila curiosidad que pretende fijar la atención sobre el México que si no había nacido de la revolución habíase aclarado en ella, depurándose. Los artistas empiezan a tener ojos para la vida mexicana, para las artes y los oficios del pueblo, para el mundo de formas que parecía haber permanecido oculto a las miradas de los hombres del inmediato ayer y que no pedía sino entrar en servidumbre de la inteligencia que había de transformarlo en materia expresiva. No es inútil decir que se exageró el gusto por ciertos temas y motivos populares. Pero, en cambio, ¡cuántos frutos quedaron al final de la aventura! Los ojos de un mexicano supieron sentir la atracción de formas antes inadvertidas y desdeñadas: las pinturas de retablos populares, la decoración mural de las pulquerías y las expresiones de los excelentes grabadores que ilustran nuestra poesía popular, vivos y anónimos algunos, o muertos de humildes nombres: Guadalupe Posada, Manuel Manilla.

La actuación de José Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública es una fecha en el nuevo acontecimiento en nuestras artes plásticas: la pintura mural. Como un agrarista, llegó y repartió muros -iba a decir: terrenos- a nuestros artistas que por un momento no ambicionaron llamarse sino, simplemente, trabajadores. El regreso de Diego Rivera, viajero por Europa, se sobrepone y confunde, casi, con esta fecha. Influenciado por las ideas nacionalistas de Vasconcelos, aborda rápidamente, fervorosamente, la tarea de pintor mural. Con José Clemente Orozco forma Diego Rivera la pareja impar de pintores. Pero estos dos artistas no se hallan solos. En el movimiento intervienen: Roberto Montenegro que decora, entre otros, los muros de la Escuela Secundaria de San Pedro y San Pablo y la Biblioteca Iberoamericana; el Doctor Atl; David Alfaro Siqueiros que pinta en la Escuela Preparatoria, como también lo hacen Fermín Revueltas, Ramón Alba y Fernando Leal. En los muros de la Secretaría de Educación, cubiertos casi en su totalidad por frescos de Diego Rivera, dejaron, también, aisladas muestras de su talento, Amado de la Cueva y Jean Charlot. Dos artistas extranjeros, Carlos Mérida, guatemalteco y Jean Charlot, francés, participan en el movimiento de pintura mural mexicana.

RIVERA Y OROZCO

La trayectoria de Diego Rivera, sus años de aprendizaje y de maestría están más llenos de enseñanzas que un apólogo. Su aprendizaje se inicia (1897) en nuestra Academia de Bellas Artes hasta el tiempo de la dirección del pintor catalán Fabrés. Da entonces Diego Rivera su primer grito de libertad, independizándose. Sale de México, y en su estancia en Madrid y en sus viajes por Francia, Bélgica, Holanda, produce obras impersonales. A esta época corresponden las telas que guarda la sala mal llamada de arte moderno de nuestras galerías de pintura en la Escuela de Artes Plásticas, llenas de niebla impresionista, vagas e inciertas. Regresa a México en 1910. Vuelve luego a París donde encuentra afinidades y donde busca influencias: Seurat, Cézanne, el Greco. Participa en el movimiento cubista haciendo suya la ideología revolucionaria y realizando obras que -como «El Despertado»- pueden contarse entre las mejores de los cubistas Braque, Gris, del mismo Picasso. Pero Diego Rivera, a quien André Salmon llama el «insurgente mexicano», cansado de no satisfacerse y deseoso al mismo tiempo de realizar hasta el fin su personalidad, aparta sus cuadros de la disciplina cubista, demasiado austera para su temperamento sediento. Viaja a través de nuevas influencias y de nuevas amistades. Renoir puede representar las primeras y Elie Faure las segundas. De Italia regresa con varios cientos de dibujos, estudios y apuntes del natural, de veras magníficos. En 1921, vuelve a México. Dibuja, pinta. En el paisaje, en los tipos indígenas y en los objetos de arte popular encuentra incitaciones de formas y colores. Del arte precortesiano recibe una nueva y perceptible influencia.

En su primera obra de decoración mural parece olvidarse de sus recientes adquisiciones y su pensamiento regresa a Italia. La decoración del anfiteatro de la Preparatoria, digámoslo con las palabras del mismo Diego Rivera «no logra hacer una obra autónoma, y las influencias italianas son extremadamente visibles». Sin embargo, esta decoración, en que están presentes las cualidades de un dibujo muy preciso, en que los problemas de la composición han sido resueltos con gran limpieza, y en que las figuras del Hombre y la Mujer revelan la fuerza expresiva del artista, es bastante para revelarlo y despertar la voluntad de trabajo de un buen número de pintores que le siguen e imitan demasiado rápidamente y que ensayan la pintura mural. Por un momento, en tomo a Diego Rivera se compone un grupo. A Diego se le atribuyen los defectos de sus imitadores. Pero el grupo se disuelve con la rapidez con que se integró, y Diego queda sencillamente solo.

De este modo, en unos cuantos años, entre incomprensiones y alarmas, pinta en los muros de la Secretaría de Educación Pública. Sus temas más visibles son: los trabajos y los días. Los trabajos del hombre del campo y del hombre de la ciudad; las fiestas provincianas y ciudadanas. En la capilla de la Escuela de Agricultura, en Chapingo, realiza una obra de unidad muy apreciable en cuyo estilo Miguel Ángel ha dejado impresa la huella de una soberbia lección. En el Palacio de Cortés, en Cuernavaca, aborda el tema de la Conquista de México; en el Palacio Nacional se traza un plan vastísimo y ambicioso: una síntesis plástica de la historia mexicana. Aprovechando el impulso adquirido en México, Diego Rivera pinta en los Estados Unidos, con una rapidez increíble, pero con menos presión artística, los muros que le han dado una fama legendaria.

Paralela a su obra de decoración mural, Diego Rivera desarrolla su obra de pintor de caballete. Su obra más íntima y no la menos valiosa, representada por tela a la encáustica o al óleo, de muy pura concepción artística, de admirable construcción y finísimo colorido, sin la menor sombra de la doctrina y anécdota que aparecen en su pintura mural muchas veces elocuente y oratoria.

Quien pretenda una explicación de la obra de Diego Rivera, de sus direcciones y alcance, deberá buscarla en la historia de sus influencias: viajes, escuelas y obras de pintores antiguos y modernos. España, Francia, Italia y Rusia que visitó más tarde, son otras tantas estaciones de su desarrollo. Una curiosidad infatigable, una avidez insaciable y, a veces, una incontenible gula se manifiestan en toda su obra. Basta recorrerla para hallar influencias de los bizantinos, de los primitivos italianos, de Miguel Ángel, de los impresionistas franceses, de Renoir y de Cézanne, cubistas, y de Picasso. Y, más tarde, de regreso a México, influencias de la pintura de códices y de los antiguos retratistas anónimos del siglo pasado. De este modo la personalidad de Diego se halla en ninguna y en todas partes, en su movilidad incesante, en su superabundante exceso. El estudiante de arte encontrará en la obra de Diego Rivera una suma histórica.

Si Diego Rivera contribuye a la transformación de la pintura mexicana gracias a que hace posible el cruce de numerosas influencias, seres de índole psicológica radicalmente distinta han contribuido, sintiendo como motivos de su obra los factores subjetivos, a la transformación de nuestra pintura. José Clemente Orozco es el mejor y más alto ejemplo.

Si Rivera busca y encuentra influencias, a Orozco las influencias parecen encontrarle. Si Diego Rivera viaja alrededor del mundo, Orozco viaja alrededor de su cuarto. Reflexivo, huraño, meditabundo, ha vivido siempre angustiado ante lo desconocido. Su más constante esfuerzo parece encaminado a demostrar que cuanto ha hecho es por propia decisión, por íntimo convencimiento, sin complacer a nadie, a ninguna opinión. En seres como José Clemente Orozco, a quienes Jung llama introvertidos, las influencias obran de modo poco visible, pero no menos certero y siempre más secreta y profundamente. La pintura es la única expresión del espíritu de José Clemente Orozco. Su vida retirada, la oscuridad que sobre él proyectaron ayer sus contemporáneos, parecen haber servido para acendrar la personalidad de ese gran pintor que ahora ha salido fuera de su cuarto a la conquista del mundo.

En sus primeras obras, que lo emparentaban, en una dichosa coincidencia, con Toulouse Lautrec, nadie se atrevía a ver algo más que la caricatura. En su obra de pintor mural se definió, a los ojos de todos, dueño de una fuerza plástica dramática y singular. En la ciudad de México, decora un muro de la Casa de los Azulejos y, además, el patio principal de la Escuela Nacional Preparatoria. En un principio la decoración de la Escuela Nacional Preparatoria, que es su obra más importante, no parecía obedecer sino a un simple desahogo. Las formas se hallaban oscurecidas por una intención satírica. Poco a poco, borrando la pintura de algunos muros y respetando por sus cualidades plásticas aquellas que podían sostenerse, Orozco ha pasado del inicial desahogo a un orden intelectual del que, felizmente, no está ausente su pasión característica, ahora refrenada. La escalera de la Escuela Preparatoria es uno de los frutos mejores de este período de pintura mural. En ella se advierte la fuerza expresiva y dramática del artista de genio. En las pinturas del último piso de la Escuela Nacional Preparatoria, Orozco se define dueño de un gran estilo que nos trasporta a las mejores épocas de la pintura italiana, sin que esto quiera decir que sus muros guarden ningún recuerdo de ella, ni siquiera una simple alusión. En los Estados Unidos ha desarrollado, paralelamente, su obra de pintor mural y de dibujante y pintor de caballete. Si sus creaciones murales tienen un gran aliento, sus dibujos le colocan dentro de la gran tradición de artistas en que Goya y Daumier son los faros.

OTROS PINTORES

David Alfaro Siqueiros se anunció gran pintor en la decoración mural de la escalera de la Escuela Nacional Preparatoria. Y, sin embargo, en ella apenas está iniciada la fuerza plástica que sólo más tarde iba a desarrollar. Lo que no era sino un brote ha pasado a ser un sólido fruto. Un constante estremecimiento de la sensibilidad, del instinto y de las ideas de Alfaro Siqueiros han hecho posible su pintura dramática, sus retratos grandes que a menudo son grandes retratos. Todo en Alfaro parece servir a esta resultante: una gran fuerza expresiva. El color mismo, en el que muchos espectadores encuentran la debilidad de su obra, se halla en perfecta consonancia con su temperamento y es el único que le sirve para materializar y hacer durar sus intenciones. La sombra y el destello son sus personajes. Una masa de sombras, en una inesperada iluminación, hace de un cuadro de David Alfaro Siqueiros el ámbito de un drama en el que se agitan, en mudo conflicto, los seres y las cosas.

Cuando David Alfaro Siqueiros no se deja arrastrar por la voracidad, por la ambición, por la prisa, realiza obras magníficas y de las que se desprende una gran fuerza dramática.

La pintura de Manuel Rodríguez Lozano es la hoja de temperatura de su inteligencia y de su sensibilidad más unidas, indivisibles a medida que el pintor amplía el radio de su curiosidad. En un principio, nuestros ojos sólo encontraban en sus cuadros una sensibilidad agradable, traducida a colores inesperados pero gratos siempre. Ahora que el pintor se ha propuesto buscar y encontrar escollos nos hallamos frente a uno de los casos más interesantes de sensibilidad plástica. Ejecutada en un orgulloso aislamiento; su obra cuenta entre las más atrayentes de la nueva pintura mexicana.

La pintura de Manuel Rodríguez Lozano puede gozarse o no plenamente, el espectador podrá condenarla al cielo o al infierno, pero esta incapacidad de equilibrio no se podrá ejercer jamás frente al papel de incitador que representa en la nueva pintura mexicana. Bajo sus inspiraciones, Abraham Ángel despierta y crece. A su lado, Julio Castellanos encuentra estímulo y fervor. Otros jóvenes acuden a su taller en busca de incitaciones. Muerto Abraham Ángel en plena adolescencia, su pintura es la expresión del estado juvenil de su mente: gracia y fervor. Sus cuadros tienen la frescura y la malicia de nuestros retablos populares. Sus colores parecen extraídos de nuestros frutos y son los de las telas que visten, armoniosamente, nuestras clases populares. En Julio Castellanos no triunfa la pasión del color ni la del movimiento. Sus elementos plásticos están subordinados a una quietud que parece naturalidad e inocencia. Ni una ni otra cosa. Castellanos compone y ordena de tan graciosa manera que la razonada composición de sus cuadros se advierte apenas. Y su inocencia aparente respira tan lejos del milagro que ya constituye un milagro nuevo: el de la virginidad que ha sabido conservarse a través del tiempo y por encima de los rigores de la técnica, con un aire de inocencia. Nada se ondula, nada se quiebra en esta pintura serena. Nada turba en estos cuadros en que el aire parece detenerse, como nosotros, a mirar una composición armoniosa y a seguir la melodía de un excelente dibujo.

Rufino Tamayo es un pintor de selva y trópico. Sus ojos están nutridos de otras melodías que no son las suaves del mexicano de la altiplanicie. Su geografía le asignó el regalo de una sensualidad sin refinamiento, despierta y dinámica. Directa sensualidad del indio, que se vacía en una pintura lírica y cálida y, en cierto modo, elemental. Los colores de las telas y acuarelas de Rufino Tamayo son vivos, cálidos, frutados, y, por ello, nos acerca a eso que podemos llamar una armonía de raza. En sus acuarelas, finísimas, despliega no sólo su fuerza sino también una delicadeza que hace de cada cuadro algo sorprendente y muy personal.

Agustín Lazo es un pintor de sensibilidad y cultivo muy afinados. Ha sabido adueñarse de su expresión resolviendo personalmente los problemas estéticos, con ayuda de una inteligencia certera y de un buen gusto que aparta y rechaza la elocuencia y el desorden en que se agota una buena parte de la pintura mexicana. En México, pocos son los cuadros que muestren, como los de Agustín Lazo, realidades imprevistas, inesperadas, unidas entre sí por la coherencia sensible que liga con el de hoy el sueño de mañana. En sus obras se plasma un problema espiritual inquietante, un milagro visible, un absurdo evidente, sostenido por una sensibilidad muy fina de poeta, por un gusto sin desmayos, por una inteligencia muy aguda y cultivada. La técnica de los cuadros de Agustín Lazo es perfecta y está de acuerdo con el contenido que habla, solo, sin estridencias, y que, sin pretenderlo, propone los poéticos conflictos y los más complicados enigmas de vidas, espacios y tiempos.

Carlos Orozco Romero pasó de la caricatura a la pintura de formas abstractas y, después de reconocer en la escultura mexicana menor, la delicadeza de la línea incorporándola a su propia obra, ha desembocado recientemente, haciendo cada día más afinada su gama colorística, en el retrato, género en el que ha dado ya algunas obras de técnica honrada y limpia, de dibujo conciso, de entonaciones muy delicadas.

María Izquierdo, instintiva, primaria, llena el espacio escogido con sueños simbólicos, cavernarios, en acuarelas de colorido atrevido y armónico, que producen una sensación de extrañeza. Y la más joven de las pintoras mexicanas, Frida Kahlo, cuyas telas tienen un sentido profundo, el de los sueños y recuerdos de una infancia que la sigue nutriendo con sus aéreas y subterráneas raíces. Ante sus telas se piensa, con igual justicia, en ciertos cuadros sobrerrealistas y en algunos retablos mexicanos, realizados como están, casi siempre, con técnica de miniaturista, con ojos de primitivo que da a cada objeto y sujeto del cuadro un valor individual más que de conjunto.

Mucho de la tradición popular de la pintura mexicana tiene la obra que Antonio Ruiz empieza a desarrollar -ahora más que antes- con sensibilidad y buen gusto. Ante los pequeños cuadros de Ruiz se piensa no sólo en los retablos mexicanos, sino en las obras de los grandes grabadores populistas, pero también el nombre del aduanero Rousseau viene fácilmente a los labios.

La obra de otros dos jóvenes pintores atrae francamente al espectador. De ellos puede decirse que buscan un camino personal, afanosamente. Federico Cantú prueba la resistencia de su espíritu atravesando climas de pintura europea. De estos viajes queda un dibujo nervioso y expresivo, que tiene la musicalidad del arabesco. Y Jesús Guerrero cuyos cuadros tienen un encanto inmediato que acaso no resista a un análisis ulterior por las contradictorias tendencias que los mantienen en pie. Equidistante de la verdadera pintura y del cromo, la obra de Guerrero Galván me parece, entre la de los pintores más jóvenes, la más interesante por el peligro en que se halla de perderse en el halago fácil a los sentidos o salvarse en una obra intensa y considerable. Ante ella, la curiosidad del crítico se impacienta.




ArribaJosé Clemente Orozco y el horror

Cuando en su visita a la ciudad de México y frente a las decoraciones murales de José Clemente Orozco en la Escuela Nacional Preparatoria, Aldous Huxley confiesa que tienen a él un extraño, mérito, «hasta cuando son horribles; algunas de ellas tan horribles como lo más horrible», pone involuntariamente el dedo en la llaga misteriosa de la obra del pintor mexicano.

Tiene la pintura de José Clemente Orozco, entre otras dimensiones acaso menos importantes, ésta del horror. A tal punto que donde Aldous Huxley reconoce sólo un mérito extraño, que extiende tímidamente al correr de su afirmación en un «hasta cuando son horribles», se experimenta el deseo de llevar la afirmación a sus consecuencias últimas y asegurar que el mérito de las pinturas de José Clemente Orozco reside principal si no únicamente, en esa extrañeza producida por el horror.

Para los escolásticos, lo bello, es lo que da un placer a los ojos. Santo Tomás lo expresa en una concentrada fórmula: id quod visum placet. siguiendo esta definición de lo bello en la que Jacques Maritain no encuentra sino una definición por el efecto, y teniendo en cuenta, justamente, el efecto que la pintura de José Clemente Orozco ha producido tanto en Aldous Huxley como en nosotros, podríamos atrevernos a decir que lo bello en la pintura del artista mexicano resulta, parodójicamente, de lo que, usando los ojos como instrumento, produce un horror en vez de producir un placer. La paradoja es sólo aparente. El hombre actual no espera del arte únicamente un goce, un placer, ni le pide sólo una proporción, una lógica, un orden, ni confía solamente en hallar en él una purificación de los sentidos. El hombre actual, más ambicioso y más sediento, espera del arte, sobre todo, una embriaguez, un delirio.

Vidente y anticipado espectador del arte moderno, Baudelaire nos dice que en el país de su Invitación al viaje todo es «orden y belleza, lujo y calma» pero también «voluptuosidad», es decir, embriaguez y delirio. Y es también Baudelaire quien ha hecho al artista no sólo la invitación al viaje sino la invitación a la embriaguez, a la embriaguez de todos los sentidos y a la embriaguez en todos sentidos.

Atendiéndonos al efecto que muchas de las pinturas de José Clemente producen, podríamos decir que, dueñas de una rara especie de belleza, tienen la virtud de producir una embriaguez, un delirio que, en su caso particular, toma la forma del horror. Porque el mundo de la pintura de José Clemente Orozco no es el de la placidez ni el del orden ni el de la calma, sino, por el contrario, el mundo de la angustia, del desorden, de la inquietud. Atormentado y convulso, ebrio y delirante, no puede menos que producir un estremecimiento, un calofrío de horror. Calofrío, esa es la palabra: un bello y frío estremecimiento de horror.

El horror no ha sido ni es todavía, siempre, el efecto de lo bello. En la delectación que los escolásticos pedían al arte, no tenía cabida. Y cuando los griegos hacían entrar en sus tragedias elementos destinados a producir horror, lo hacían sin perder de vista que el arte purifica las pasiones. El horror era en sus manos un medio y la purificación un objetivo, un fin. Mas la purificación es precisamente lo contrario de la embriaguez que, por su parte, es una intoxicación. Las dosis de horror suministradas en la tragedia griega tendían a la cura, a la salud, a la salvación, a la purificación del espíritu. Mitridatizado, inmune a los resultados ulteriores de esta curación por el horror, el hombre moderno encuentra en el horror mismo, en el veneno, el fin último de su nueva delectación: la embriaguez, el delirio.

Todo o casi todo en la obra de José Clemente Orozco parece estar conjugado para presentar el horror y producir una embriaguez. Los seres y las cosas, la proporción desmesurada, la cantidad y la magnitud del conjunto, su verdad gratuita que no parece interesada en demostrar, en probar nada y en nada curar.

Los seres de esta desusada pintura se muestran, muchas veces, a nuestros ojos, en toda su desnudez. Pero la desnudez de las figuras es una desnudez descarnada, que va más allá no sólo de la piel sino de la carne: esquelética desnudez. Las cosas mismas no escapan a esta forma singular de la desnudez, como si el pintor hubiera hallado en ella un denominador común a los seres y las cosas.

Un elemento de fracaso, un elemento destructivo sacude los seres y las cosas en la pintura de José Clemente Orozco. Se muestra en sus litografías más características, en sus dibujos y agua-fuertes tanto como en sus decoraciones monumentales, y culmina de modo extraordinario en los frescos ejecutados en el Palacio de Gobierno de la ciudad de Guadalajara, donde, por encima del asunto particular de cada muro, se impone con arrolladora potencia y como tema si no único sí dominante la destrucción y la ruina que sacuden primero y aplastan luego a los seres y las cosas tanto como a los conceptos, las ideas y las consignas.

Nunca antes de José Clemente Orozco la pintura mexicana se había hallado saturada por esa substancia corrosiva, destructiva, que produce horror en la proporción en que lo muestra en los dinámicos conjuntos, en los particulares detalles: manos crispadas, rostros angustiados, cuerpos en la máxima tensión producida por la desesperación y la protesta, figuras aniquiladas por la consunción y por la privación, por el hambre del cuerpo pero también por la del espíritu.

Pintor dramático por la acción de sus conjuntos y la reacción de sus personajes, José Clemente Orozco es también un pintor trágico porque su obra, presidida por un destino adverso a los seres y cosas que presenta, parece girar en tomo a un personaje regio y real que no es otro que el horror. La innegable sabiduría de su composición plástica, la ciencia evidente con que se propone, para despejarlos y resolverlos, los más arduos problemas de la perspectiva y los escollos de los violentos escorzos, parecen ceder al imperio de la fuerza misteriosa y trágica de ese elemento que, al mismo tiempo que pone en movimiento el ambiente y los seres y objetos de la acción dramática, produce en el espíritu del espectador un estremecimiento y un temor.

El espectador de arte cede fácilmente al imperio de la placidez, de la claridad, de la proporción y de la quietud a que lo tiene habituado toda una serie de obras que corresponden a una estética que no pide de la obra de arte otro hechizo, otra seducción, otro encanto. En la obra de José Clemente Orozco encontramos la prueba de la existencia de otra forma de seducción capaz de producir una embriaguez: la embriaguez del horror, de la que Baudelaire decía, en un verso famoso, que no se produce sino en los seres capaces de resistirla: «La seducción del horror no embriaga sino a los fuertes».

1939.