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Thomas Wolfe

Ricardo Gullón





Fue un gigante: dos metros de estatura, y el resto, en proporción. Escribía torrencial, furiosamente, cono una fuerza natural a la que nadie podía contener. No es una simple metáfora. Para él escribir era un acto desenfrenado. Las palabras, las ideas, los personajes, fluían y desbordaban todo género de cauces. Pensaba -quizá- escribir era un acto desenfrenado. Acababa escribiendo un millar. Es decir, no acababa. En algún momento, incapaz de señorear lo escrito, hacía punto final. Y entonces el editor intervenía para reducirlo a proporciones admisibles, para podar lo superfluo, las excrecencias nacidas en aquel derroche creador casi sin precedentes.

Grafomanía, se dirá. Pero no. Aquel desordenado impulso, aquella fuerza exuberante y honda, iban cargados de arrastres ricos, de preciosas revelaciones sobre esa América que, como los libros de Wolfe, es un hervidero de diversidades prontas a cuajar en algo grande y hermoso. Las intenciones de Wolfe eran también desmesuradas: conseguir la novela de ese mundo en formación, con sus vastos espacios y sus gentes diversas, poblándolo con unos dos mil personajes que se sucederían a lo largo de siglo y medio, incluyendo todas las razas, las clases sociales, los estamentos, costumbres y avatares de aquella sociedad.

La obra de Thomas Wolfe, tan esencialmente americana, está alcanzando difusión universal. Está siendo traducida al francés y al español (en la Argentina); está siendo estudiada en su patria con aquella plausible capacidad de atención de que son capaces los grandes críticos de allá. Y ocurre preguntar: ¿Pudo influir, y, caso afirmativo, en qué medida, en la obra de Wolfe, la enfermedad que derribó brutalmente al titán, antes de que cumpliera los cuarenta años? Murió de un tumor cerebral, el 15 de septiembre de 1938. (Había nacido en 1900). Y de sus novelas emerge, sobre las ondas de un mar de embravecida hermosura, sobre la confusión y el estruendo, un recio e inconfundible aroma: el aroma de la poesía.

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