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Tiempo y materia en la poética de Juan del Encina

Julian Weiss






I. Problemática y planteamiento

Al inicio de su Arte de poesía castellana, Encina intenta situarse en la historia de la preceptiva poética en lengua vulgar: «bien creo», dice, «aver otros que primero que yo tomassen este trabajo y más copiosamente, mas es cierto que a mi noticia no ha llegado, salvo aquello que el notable maestro de Lebrixa en su Arte de romance acerca desta facultad muy perfetamente puso» (ed. Rambaldo 1978, 8-9). Tras el evidente deseo de alinearse con las nuevas corrientes del humanismo, promovido por su tan admirado maestro Antonio de Nebrija, se nota el ansia de un escritor que reconoce la autoridad del pasado y la consecuente necesidad de ocupar un lugar en una tradición. La ignorancia de la obra de sus predecesores podría ser, en palabras de un crítico reciente, «un olvido premeditado» (Díez Borque 1977, 377). Pero sea real o puramente retórico, este olvido le produce cierto desasosiego. Diría yo que la desorientación de Encina es también la de sus críticos en el quinto centenario de la publicación de su Cancionero. Cuando se repasa el conjunto de estudios modernos sobre su tratado poético -por no decir sobre su producción poética en su totalidad- lo que se nota no es un deseo de aclarar las teorías poéticas de Encina, sino de ubicar al autor dentro de sus coordinadas históricas. En cuestiones de poética, a Encina se le clasifica tanto de arcaico (léase medieval), como de moderno (léase humanista), o -las más de las veces- de transicional. No deja de ser irónico que este hombre, tan obsesionado por su lugar en el mundo (Andrews 1959, 74), escribiera un texto cuyo lugar en la historia literaria resulta tan difícil de fijar.

Las dudas empiezan hace cien años con Menéndez Pelayo: si bien asevera que «todavía subsiste [en el Arte] la tradición provenzal», termina su breve y superficial descripción diciendo que «El Renacimiento penetra por todos lados en la Poética de Enzina, aunque amalgamándose a veces de extraño modo con las tradiciones provenzales» (1962, 468; Kohut 1973, 6). Más tarde, Henry Sullivan (1976, 106-07) rechaza la hipótesis de Menéndez Pelayo, postulando que la poética de Encina no cabe en absoluto dentro de la tradición de las poéticas trovadorescas, y que no tiene antecedentes en castellano con la excepción de los tratados de Santillana y Villena. (Huelga decir que el argumento de Sullivan carece de toda lógica, pues si postula a Villena como antecedente, forzosamente tendría que hacer lo mismo con las poéticas catalanas en las que Villena se inspira). No obstante, Sullivan (1976, 111) comparte las opiniones de Dorothy Clotelle Clarke, cuyo análisis de la teoría y práctica métricas la lleva a la conclusión de que Encina «went to the heart of truly Castilian metrics. He acted as filtering channel between epochs» (1953, 259; citada también por López Estrada 1984, 75). Idéntica conclusión es la de Díez Borque, para el cual la poética enciniana está «a caballo entre la Edad Media y Renacimiento» (368-69). En la misma línea está también Karl Kohut, el cual considera que el Arte es «posiblemente la primera Poética de España que está influida por las ideas humanísticas. Pero al mismo tiempo es una de las últimas artes de trobar» (1978, 83). Por tanto, concluye el crítico alemán, es «una obra inmadura, con frecuencia algo confusa, ya que Encina sitúa eclécticamente, y unos junto a otros, elementos de sistemas distintos, sin que le sea posible unirlos en un nuevo y coherente sistema» (loc. cit.)1. Kohut escribe en 1978, y se diría que cabe perfectamente dentro del patrón historiográfico establecido por Menéndez Pelayo ochenta años antes.

Este dilema historiográfico fue resuelto por Francisco López Estrada, en un artículo publicado solo un año después del estudio de Kohut (1979; resumido en 1984, 67-75), y que resulta ser el mejor análisis global de la obra. López Estrada también considera el tratado como un documento fronterizo entre dos épocas (151); pero tanto su lectura cuidadosa del texto como sus conocimientos de la poética medieval le permiten precisar de modo más convincente el significado histórico de la obra y sus implicaciones culturales. En resumen, sostiene que Encina se aprovecha de un conjunto de conceptos preestablecidos por las poéticas y retóricas clásicas y medievales. Pero aunque no es original (es «un assemblage d'emprunts», 153), tanto la combinación específica de ideas como su uso retórico sitúan el tratado plenamente dentro de las nuevas corrientes humanísticas impulsadas por su maestro Nebrija. El humanismo de Encina está fundamentado principalmente en los siguientes factores: el lenguaje como actividad constitutiva del hombre (concretamente las galas poéticas anuncian el cortesano ideal de Castiglione); el ofrecer «une leçon de philologie appliquée a la poésie castillane» (164; véase también 157); el papel central de Italia en la translatio studii poética y su silencio sobre otras tradiciones literarias en lengua vulgar preparan el terreno para las innovaciones de Garcilaso; finalmente, su interés en la apariencia física de la página impresa es otro ejemplo de su modernidad2.

A lo largo de mi ponencia se trasparenta mi deuda para con el artículo de López Estrada: no obstante algunos detalles problemáticos, encuentro sus argumentos sumamente sugerentes y, de manera general, acepto su conclusión de que el Arte anuncia «le début d'une ère nouvelle» (165). Yo también diría que la obra marca una nueva etapa en la historia de la poética, aunque creo que todavía queda mucho por hacer para captar el sentido histórico de la obra. Todo depende, eso sí, de lo que se quiere decir por «sentido histórico». Hasta la fecha, se ha analizado el Arte desde la perspectiva de la historia de las ideas. Una consecuencia positiva y fundamental de dicho procedimiento es que se ha dilucidado el significado y las fuentes de los conceptos teóricos de la obra -con una excepción importantísima, como se indicará en su momento-. Por otra parte, el método entraña la búsqueda de un «sistema coherente» de ideas (Kohut), que en nuestro caso pertenecen a las del humanismo renacentista (López Estrada). Por tanto, el sentido histórico de la obra se ha evaluado en la medida en que se conforma a, y reproduce, los parámetros de este «sistema» cultural.

La influencia del humanismo renacentista es de suma importancia para la comprensión del Arte de poesía castellana. La Gramática de Nebrija constituía un punto de referencia inevitable para el joven poeta, sobre todo en cuanto a las teorías lingüísticas y métricas (Quilis 1980). Pero ir a la caza de vestigios de humanismo nos expone al riesgo de plantear mal nuestro análisis. En el peor de los casos, puede conducirnos a ese cajón de sastre de «lo transicional», una categoría histórica que nunca ha sido bien definida a nivel teórico, y que frecuentemente se usa como simple panacea para resolver nuestros problemas de periodización cultural. Por otro lado, creo que López Estrada atribuye demasiada importancia al humanismo como móvil histórico. La nueva época anunciada por el texto no se explica únicamente por «l'action intellectuelle de quelques hommes, d'humanistes à l'exemple d'Encina» (165), sino también por una compleja combinación de fuerzas: cambios en las estructuras sociales, económicas y políticas, en los cuales el humanismo está plenamente involucrado3. Estos cambios están más allá de la voluntad, e incluso de la conciencia, de unos cuantos individuos, y por tanto se inscriben en el texto no en forma de argumentos coherentes, sino de modo menos tangible: en los matices, las imágenes, las contradicciones -es decir, en todo lo que se pierde en el proceso de abstracción que es necesaria para confeccionar un sistema cultural en base de ideas desgajadas de sus condiciones materiales-.

Es decir, no se debe confundir un sistema cultural (una abstracción necesaria pero selectiva) con el proceso cultural, que se caracteriza por la compleja y dinámica interrelación entre elementos arcaicos, residuales, dominantes y emergentes. Estos términos provienen del marxista británico Raymond Williams, cuya teoría de «materialismo cultural» hace hincapié en (entre otras cosas) la necesidad de captar «un sentido de movimiento dentro de lo que se abstrae habitualmente como un sistema» (1980, 143-49, en la pág. 143). Será mi hipótesis que las señas de identidad histórica de la poética enciniana se encuentran en lo emergente: en «los nuevos significados y valores, nuevas prácticas, nuevas relaciones y tipos de relaciones que se crean continuamente» (Williams 1980, 145). Este «assemblage d'emprunts» se estructura en base de una serie de preocupaciones e inseguridades que apuntan hacia el surgimiento de nuevas ideas, prácticas y relaciones culturales. Para comprender las condiciones en que se desarrolla lo emergente, Williams propone el concepto de «una estructura del sentir» (a structure of feeling). Este término fue acuñado por Williams (1980, 150-58) para combatir la tendencia de reducir el proceso social y cultural a formas fijas o productos acabados (como, por ejemplo, cuando se habla rígidamente de la ideología dominante, la perspectiva de clase, el humanismo, como si fueran abstracciones inmóviles). «Existen experiencias», asevera Williams, «para las cuales las formas fijas no dicen nada en absoluto, a las que ni siquiera reconocen». Hay «una conciencia práctica [que] es casi siempre diferente de la conciencia oficial» (153), sentimientos que «no necesitan esperar una definición, una clasificación o una racionalización antes de ejercer presiones palpables y de establecer límites efectivos sobre la experiencia y sobre la acción. [...] Tales cambios pueden ser definidos como cambios en las estructuras del sentir» (154). En gran medida, mi análisis se centrará en esta conciencia práctica o estructura del sentir: voy a ocuparme de muchas ideas que todavía están en proceso de formarse y que, no obstante, ejercen una presión palpable en el texto.

Antes de continuar con mi análisis, hay que hacer varias aclaraciones más. Primero, hace tiempo que se viene diciendo que Encina es un escritor obsesionado por la perfección formal de su arte, el cual deviene en un mero vehículo de sus ambiciones personales (es la tesis principal de Andrews, 1959; véase también Anderson, 1968-69). Pero varios estudios recientes -pienso en los de Monique de Lope (1987), Yvonne Yarbro-Bejarano (1986-87), Robert ter Horst (1986), por ejemplo- nos permiten vislumbrar algo más interesante detrás del orgullo de un poeta ambicioso. En varias églogas dramáticas la poesía se representa como una forma de riqueza social. Según Robert ter Horst: «Enzina sees his art as quantitative and spatial force, as a kind of seigniory with an increasing rent roll» (1986, 216). Esta preocupación nos permitirá matizar algunos pasajes todavía mal definidos del Arte de poesía castellana, y sugerir que para Encina la creatividad poética es, por definición, una creatividad plenamente social, con capacidad de definir y transformar relaciones sociales (Yarbro-Bejarano). Para aclarar esto, merece la pena comparar la postura de Encina con la de su contemporáneo mallorquín, Francesc d'Olesa (1480-1550). Este inicia su Art nova de trobar con un elogio del hombre, «inventor de totes les arts», «miracle de natura / fi de la gran arquitectura» (ed. Vidal i Alcover 1986, 73). Retomando una tradición que se remonta a «los consistorios del gay saber», d'Olesa elogia la capacidad del hombre de perfeccionarse por medio de la expresión verbal. El lenguaje le permite comunicar su creatividad conceptual («per a dir sos conceptos / [...] / per a parlar, segons su fantasia», 75). Aunque d'Olesa sitúa el hombre en el centro del universo, su excelencia reside más que nada en la fuerza creativa de su intelecto, para el cual el lenguaje no es más que un vehículo de expresión4. Los críticos antes citados comprueban que para Encina el lenguaje no es una fuerza expresiva, sino constitutiva, una fuerza material. Como Fernando de Rojas, Encina parece más consciente de la manera en que las relaciones sociales están constituidas dentro de la materialidad del lenguaje, y por tanto el hombre ya no ocupa un lugar central, sino que está descentrado.

Atisbar el poder constitutivo del lenguaje indica que la poesía es considerada una forma de praxis social. Es decir, es una actividad específicamente humana, en la cual el hombre produce y cambia su propio mundo. Esta conciencia conlleva una necesidad dialéctica de controlar el cambio inherente en esa praxis, situándola en una perspectiva transhistórica. Esta dialéctica se inscribe en la misma estructura de la obra no solo a nivel textual (como voy a demostrar), sino también a nivel genérico, como se desprende de una comparación entre el Arte de poesía castellana y otras poéticas de la tardía Edad Media y el primer Renacimiento.

Una ojeada rápida de los materiales me ha llevado a la siguiente hipótesis. La importancia de Encina, como teórico, radica en la manera específica en que conjuga la preceptiva con la reflexión crítica dentro de los confines genéricos de un tratado poético. Si bien es cierto que teoría y preceptiva coexistían en los tratados previos, hasta Encina un elemento solía predominar sobre otro. En la Península Ibérica, los manuales de Villena, Francesc d'Olesa y sus antecesores catalanes privilegian la enseñanza de la gramática, aunque, eso sí, con unas bases filosóficas; por otra parte, los prólogos de Baena y Santillana se ocupan de la justificación social y ética de la poesía. En Francia, desde Eustache Deschamps (L'Art de dictier, 1392) pasando por Les Arts de seconde rhétorique hasta Le Grand et vrai art de plein rhétorique de Pierre Fabri (ca. 1520), predomina la preceptiva, sea de la gramática, retórica o de los géneros poéticos5. La literatura inglesa y escocesa del cuatrocientos ofrece un corpus sorprendente de materiales para la historia de la teoría poética, como ha demostrado recientemente Lois Ebin (1988). Sin embargo, la reflexión crítica está incorporada en la poesía misma, y no llegó a ser formalizada en tratados poéticos antes de mediados del siglo XVI. Es sabido que Italia cuenta con la tradición más importante de debates filosóficos sobre la poesía, por no hablar de los numerosos comentarios poéticos sobre Dante y Petrarca. Mas, entre la Summa artis rithmici de Antonio da Tempo (1332) y la recién descubierta poética de Bartolomeo della Fonte (1490-92) no existe preceptiva alguna. De hecho, este tratado, escrito solo un par de años antes del Arte, constituye un paralelo fascinante con la obra de Encina. La similitud no reside en su extensión (pues el tratado italiano es más largo y complejo), ni tampoco en las ideas (della Fonte se modela conscientemente en la poética horaciana). A mi parecer, lo que conecta los dos tratados es la manera en que ambos se estructuran en base a un equilibrio entre el saber teórico y práctico. Al igual que Encina, della Fonte declara que su obra carece de precedentes medievales6. Podría ser que los dos concibieran su originalidad en la medida en que situaban la praxis en una perspectiva trascendental o transhistórica.

Todos reconocen que la historia de la teoría poética no se reduce a la historia de los tratados poéticos como género (Kohut 1973, 3; Weiss 1990, 7). Pero aun así, el género sigue siendo fundamental. Las convenciones de cualquier género literario establecen un pacto con el lector, situándole como sujeto en una relación específica con el mundo y el texto (Williams 1980, 198-205). Es mi hipótesis que la poética enciniana presupone una sujetividad que está consciente de vivir y actuar en el tiempo y espacio. Lo que voy a explorar, entonces, son algunas inquietudes recurrentes, más o menos explícitas, en la poética de Encina. Y son: su preocupación por el tiempo, el orden y la mutabilidad (II); la materialidad del lenguaje (III). A raíz de estos problemas, voy a concluir con dos secciones en las que planteo las implicaciones de mi investigación: la poesía como fuerza social (IV), y la noción emergente de «lo literario» (V).




II. El tiempo, la mutabilidad, y el orden

Encina enumera varios móviles y metas para su Arte, pero dedica más espacio a un objetivo en particular, que vale la pena citar casi por completo:

según dize el dotíssimo maestro Antonio de Lebrixa [...] una de las [razones] que le movieron a hazer Arte de romance fue que creýa nuestra lengua estar agora más empinada y polida que jamás estuvo, de donde más se podía temer el descendimiento que la subida. Y assí yo, por esta mesma razón, creyendo nunca aver estado tan puesta en la cumbre nuestra poesía y manera de trobar, parecióme ser cosa muy provechosa ponerla en arte y encerrarla debaxo de ciertas leyes y reglas, porque ninguna antigüedad de tiempos le pueda traer olvido. Y digo estar agora puesta en la cumbre, a lo menos quanto a las observaciones, que no dudo nuestros antecesores aver escrito cosas más dinas de memoria, porque allende de tener más bivos ingenios, llegaron primero y aposentáronse en las mejores razones y sentencias; y si algo de bueno nosotros dezimos, dellos lo tomamos [...] que según dize un común proverbio: «no ay cosa que no esté dicha».


(8)                


Estas líneas ponen de manifiesto una preocupación por la mutabilidad de la escritura en el tiempo, y es una inquietud que raramente se explicita en las poéticas medievales. Un ejemplo revelador sería el de Dante, en su De vulgari eloquentia, para quien todo lenguaje humano está sujeto a cambio, según el tiempo, lugar y costumbres, aunque añade que esta mutabilidad tiene su contrapeso en la gramática que «no es otra cosa que una especie de identidad inmutable del habla [humana] en distintos lugares y épocas» («gramatica nichil aliud est quam quedam inalterabilis locutionis idemptitas diversis temporibus atque locis» [I ix 11; ed. Marigo 1957, 72]). Aunque escrito casi doscientos años antes del tratado de Encina, De vulgari eloquentia fue redescubierto por Trissino y publicado en 1529, precisamente cuando la relación entre la coherencia lingüística y estatal era una cuestión candente. Edmond Cros sostiene que el prólogo a la Gramática castellana de Nebrija se caracteriza por «une angoissante contradictoire», puesto que Nebrija reivindica la perfección lingüística y política de Castilla aduciendo una teleología cuya lógica interna exige su inevitable decadencia (1990, 111). La poética de Encina también se caracteriza por una tensión parecida entre el orden y el cambio, que podría resultar de la contradicción entre una epistemología basada en el inmovilismo estamental (Maravall 1983) y una sujetividad capaz de constituirse y transformarse en la praxis poética.

Según Encina, las «observaciones» del arte son más que un requisito estético: conformarse a las reglas de la métrica y versificación es una forma de definirse frente al pasado. Como veremos, la modernidad se define por el orden. Además, la intención explícita de Encina es la de fijar en perpetuidad ese estado de perfección. Parecería, por tanto, que la poesía había llegado al término -al nec plus ultra- de su historia. Pero habría que matizar esta conclusión, ya que las rudimentarias historias de la poesía que se escribieron durante el cuatrocientos -las de Villena, Santillana, Polentone, entre otros- se basan en una epistemología muy específica. Lo que evoluciona no es la estructura de una ciencia particular, sino los conocimientos humanos dentro de dicha ciencia, cuyos parámetros son inmutables, eternos. En otro lugar, demuestro cómo estas nociones epistemológicas influyen en el Arte de trobar de Enrique de Villena, pero creo que también se evidencian aquí7. Es decir, Encina presenta el cambio futuro no como diferencia sino como olvido. Frente a la innovación creativa, o la búsqueda de un nuevo saber poético, Encina contrapone la emulación conservadora del «ingenio», «razón y sentencias» de los antiguos, aliada con la perfección formal de los modernos. En un acto de colonización metafórica, los antiguos ocuparon primero -«se aposentaron primero»- el espacio poético, cuyas fronteras está obligado a vigilar u «observar»8 el poeta moderno.

La problemática del tiempo se complica en el capítulo VIII (26-28), en que se trata de «Las licencias y colores poéticos y de algunas galas de trobar». Aquí solo se ofrece una muestra de los posibles preceptos sobre el lenguaje poético. Evidentemente, a Encina le interesa reflexionar de modo crítico sobre esas prácticas lingüísticas cuyo fin es lograr el correcto ajuste o equilibrio entre «orden y gala». La importancia de este binomio, «orden y gala», ha sido señalada por López Estrada (1979, 157), pero no me parece que sus implicaciones hayan sido plenamente apreciadas. Tanto él como Juan Carlos Temprano sostienen que la postura de Encina frente a la licencia poética «constituye más bien una declaración en favor de la autonomía lingüística del poeta» (Temprano 1973, 349-50)9. A mi modo de ver, creo que hay que poner aun más énfasis en la tensión creativa entre los dos elementos del binomio, «orden y gala».

A lo largo de su tratado, Encina nos pone ante los ojos solo una muestra de los posibles preceptos y ejemplos. La brevedad es la clave de su método expositivo. «Los modernos», dice, echando mano de una justificación convencional, «gozan de la brevedad» (27)10. No obstante, este énfasis en la brevedad solo sirve para poner de relieve las cuantiosas referencias a la variedad y diversidad de las licencias y galas, y crear una impresión de la multiplicidad del lenguaje, de sus estructuras y posibilidades creativas. Pero el hecho es que esta creatividad reside principalmente en el pasado, como se desprende de su aserto de que «en el latín ay figuras infinitas y algunas dellas han passado en el uso de nuestro castellano trobar» (26). Es decir, si el castellano es latín corrompido, es también empobrecido. Pero esta disminución de posibilidades no es motivo para la nostalgia. El pasado ofrecía, eso sí, una más amplia gama de libertad, pero también era menos sujeto al orden. En su discusión de la rima, Encina explica que ciertas formas métricas antiguas (villancicos, letras de invención, romances) no siempre usaban la consonancia «porque entonces no guardavan tan estrechamente las osservaciones del trobar» (25). Si los modernos gozan de la brevedad, esto se debe en gran medida a que la modernidad consiste en la selección juiciosa de las múltiples posibilidades ofrecidas por el pasado. Dicho de otro modo, la modernidad consiste en someter el uso al arte, pues las artes, como explica Encina, «no son sino osservaciones sacadas de la flor del uso de varones dotíssimos, y reduzidas en reglas y precetos» (16).

La voluntad de proteger el estatus de la poesía como arte, y de refrenar el ritmo del cambio, se hace aun más patente en el tratamiento de las licencias y figuras. Después de enumerar como una media docena de ellas, Encina comenta que no deben usarse muy a menudo,

pues que la necessidad principalmente fue causa de su invención, aunque verdad sea que muchas cosas al principio la necessidad ha introducido que después el uso las ha aprovado por gala, assí como los trages, las casas y otras infinitas cosas que serían muy largas de contar.


(27-28)                


Al igual que Baena y Santillana, Encina sitúa la poesía dentro de una red de prácticas culturales. Estos escritores, sin embargo, lo hacían para demostrar que la poesía era el pasatiempo más noble del cortesano (en el caso de Baena); o para demostrar que era connatural al hombre -vivir es hacer versos- (en el caso de Santillana). Encina, en cambio, pone más énfasis en la poesía como una praxis social, que es un proceso dinámico y transformativo, puesto que en el paso del dominio de la necesidad al dominio de la gala, lo que inicialmente es chocante se acepta como «normal», «natural», o incluso objeto de ostentación artística11.

Por un lado, Encina celebra esta creatividad que le permite al hombre reproducir, embellecer y dignificar -y por tanto cambiar- sus circunstancias, como se nota en el tono festivo con que introduce su selección de galas poéticas: «Ay tanbién mucha diversidad de galas en el trobar, especialmente de cuatro o cinco principales devemos hazer fiesta» (28; énfasis mío)12. Por otro lado, cierra el capítulo ocho repitiendo su admonición sobre el uso moderado de las licencias, figuras y galas: «Estas y otras muchas galas ay en nuestro castellano trobar, mas no las devemos usar muy a menudo, que el guisado con mucha miel no es bueno sin algún sabor de vinagre» (28).

Dada la obsesión de Encina con el tiempo y la mutabilidad, me parece legítimo sugerir que esta preferencia estética racionaliza sus ansias sobre los efectos de la praxis social. Recordemos cómo describe la imposición de un nuevo sistema poético, basado en la rima y el cómputo de sílabas:

Sentencia es muy averiguada entre los poetas latinos ser por vicio reputado el acabar de los versos en consonantes y en semejança de palabras, aunque algunas vezes hallamos los poetas de mucha autoridad, con el atrevimiento de su saber, aver usado y puesto por gala aquello que a otros fuera condenación de su fama [...]. Mas los santos y prudentes varones que compusieron los ynos en nuestra cristiana religión escogieron por bueno lo que acerca de los poetas era tenido por malo, que gran parte de los ynos van compuestos por consonantes y encerrados debaxo de cierto número de sílabas.


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Aquí no se trata de unas licencias producidas por necesidad, sino de una auténtica revolución producida por la voluntad deliberada de unos cuantos hombres impulsados por «el atrevimiento de su saber». Una vez establecido, este nuevo sistema es refrendado por el uso, por las exigencias lingüísticas de las lenguas románicas, y finalmente codificado como arte. Pero aquí surge una paradoja: si los conocimientos teóricos son lo que define la poesía como arte (para así protegerla de la acción demoledora del tiempo), los mismos conocimientos hacen pensable la subversión del arte, el cambio.

Presento esta lectura de modo muy tentativo, aunque creo que se fundamenta no solo en el texto, sino también en el contraste con otras poéticas vernaculares de la época. Según Pierre Le Gentil, la manera en que Encina presenta las galas poéticas debe algo a los tratados franceses13. Pero Les Arts de seconde rhétorique no demuestran ningún interés en absoluto por el cambio lingüístico, ni por los problemas que tanto preocupan a Encina (véase Langlois, 1974 [1902]). Hay también una diferencia notable entre Encina y los autores de los tratados provenzales y catalanes. Los tratados como la Razos de trobar se escribieron para conservar (o como en el caso de Francesc d'Olesa, para desenterrar y resucitar) una tradición poética que se alejaba cada vez más de sus orígenes14. La perspectiva de Encina es algo distinta: como ellos, escribe desde el presente, mirando hacia atrás; pero también desde el presente mirando hacia el futuro, con una conciencia más acusada de las posibilidades transhistóricas del lenguaje.

Hasta cierto punto, diría que esta postura responde a una preocupación consciente por los efectos transformativos de la praxis social. Pero también está determinada por cambios sociales que él mismo no podría haber identificado. Me refiero principalmente a nuevos modelos de sujetividad que venían desarrollándose a lo largo de la baja Edad Media, entre ellos la conciencia de ser un agente humano, capaz de intervenir en el mundo y cambiarlo, y de estar a la vez sujeto a fuerzas y exigencias más allá de su propio control15. En otras palabras, es una sujetividad que se forja en el juego dialéctico entre necesidad y libertad («orden y gala»), los dos polos de la creatividad poética, según Encina.

En el prólogo a su traducción de las Églogas de Virgilio, tenemos un ejemplo concreto de la manera en que esta sujetividad se realiza en el espacio de la práctica poética. Allí dice Encina que las exigencias de la métrica y la rima le forzaron a «impropriar las palabras, y acrecentar o menguar según hiziere a mi caso» (223; énfasis mío). Además, no solo se pierde algo del sentido original, sino que parte del original se escapa de la aplicación alegórica a los Reyes Católicos16. Más que una distorsión, Encina presenta esto como un proceso creativo, cuyos parámetros son determinados por la necesidad de conciliar textos y órdenes sociales del pasado y del presente. En este proceso dialéctico, el poeta toma conciencia de «mi caso», y de sí mismo como sujeto dentro de un orden social y temporal.

Volveré a las implicaciones de esta hipótesis en la sección final de este estudio, puesto que la sujetividad que estructura gran parte de la poética enciniana señala la conformación de un concepto moderno de la categoría «literatura». No obstante, hay otra razón por la cual Encina se preocupa tanto por la inestabilidad inherente de la poesía. La poesía está sujeta a cambio porque se confecciona en base a recursos materiales -los sonidos, las palabras en la página- y su efecto en los sentidos humanos. Esta materialidad determina la comparación con la comida que cierra el capítulo ocho, y que forma un puente natural con el capítulo final, que trata la manifestación física de la poesía como sonidos y señales impresas en la página17.




III. La poesía y la materialidad de la palabra

En su contribución a un volumen sobre la poética renacentista, de próxima aparición en la Cambridge History of Literary Criticism, Roland Greene traza la trayectoria histórica del concepto de la lírica como una forma de escritura que se definía por su condición material («a kind of writing much concerned with materiality»; véase también Greene 1992). Sostiene que la poesía lírica de los siglos XV y XVI se caracteriza por su creciente interés en:

the physical reality of poetry as sounds and letters. In early modern poetics, the artifice of lyric, especially material artifice, is one of the properties treated as definitive of the genre at large and used to foreground lyric from other instances of poetry in general.


En el caso de la lírica, se borraba la frontera entre la forma externa y las ideas internas, una distinción que se radicaba en la clasificación de la poesía como una rama de la retórica. Concluye Greene que «the essence of lyric can be described as coextensive with its physical forms», y sugiere que a causa de su materialidad la lírica ofrecía un medio poético en que se podía explorar nuevas formas de sujetividad y elaborar nuevas ideas sobre los efectos sociales de la poesía. Aunque yo modificaría el análisis de Greene en algunos detalles, sobre todo con respecto al desarrollo histórico del fenómeno, su identificación de lo que llama «la poesía material» abre nuevas perspectivas sobre la historia literaria. Su estudio de la práctica poética cuadra muy bien con el libro de María José Vega (1992) sobre las teorías de las funciones y efectos del sonido verbal expuestas en algunos tratados renacentistas (principalmente italianos del XV y XVI). Aunque ningún estudioso se refiere a la obra de Encina, sus conclusiones nos permiten apreciar una nueva dimensión del Arte de poesía castellana.

Para Encina, «Toda la fuerça del trobar está en saber hazer y conocer los pies, porque dellos se hazen las coplas y por ellos se miden» (20). De hecho, antes en su tratado había distinguido la poesía de la retórica con criterios formales (16-17). Dicha distinción es bastante convencional. Es la premisa básica de las Artes de segunda retórica francesas, donde se define el poeta como un retórico que somete el lenguaje al control más estricto de la métrica y versificación. Un ejemplo tardío lo suministra Thomas Sebillet, cuyo Art poétique françois (1548) es la primera poética del renacimiento francés. Después de haber distinguido entre la poesía y la retórica con estos criterios formales, declara que: «Car ce qu'en Poésie est nommé art [...] n'est rien que la nue escorce de Poésie, qui couvre artificiellement sa naturéle séve, et son ame naturélement divine» (Weinberg 1950, 2). El artificio poético, por tanto, es simplemente un adorno (corteza), mientras que el auténtico vigor (savia) reside en la materia (que Sebillet define como inventio, dispositio, elocutio).

Aunque López Estrada, por ejemplo, señala el interés que tiene Encina por lo que denomina «la poesía de la palabra» y su manifestación física (162), creo que en general se ha subestimado la fuerza del artificio poético como fenómeno material. Según constata Encina, la «fuerça del trobar» proviene del lenguaje sometido al rigor de la métrica: y me parece que la selección del término «fuerza» es sumamente significativa. Evoca esa cualidad llamada energeia o evidencia, que es la capacidad del poeta de conmover al lector por la fuerza de su representación. Como constata María José Vega: «El efecto más recurrente atribuido al sonido [...] es el de hacer ver, representar, generar imágenes y crear la ilusión de la presencia de las cosas» (1992, 285). Esta es precisamente una de las cualidades que tanto provocó la admiración de Hernán Núñez por el Laberinto de Juan de Mena. Comentando las endechas de la madre del muerto Lorenzo d'Ávalos, explica Núñez que sería superfluo continuar con su glosa:

Cosa es mucho de notar quan propriamente nos pone el auctor en el planto que esta señora hizo sobre la muerte de su hijo los affectos maternos delante de los ojos que no parece el hombre leerlos sino verlos como si presente estoviesse.


(fols. 99v-100r)                


En otras palabras, Mena tiene tal capacidad de representar el pasado, que el comentarista se hace un intermediario innecesario, puesto que el lector se encuentra en una relación no mediatizada con los sucesos descritos.

Y esta misma cualidad es el tema del pasaje más interesante y menos comentado de todo el Arte. En su defensa de la autoridad histórica de la poesía, Encina declara que es perfectamente comprensible que los Padres de la Iglesia se hayan ocupado de la poesía:

porque bien mirado, estando el sentido repartido entre la letra y el canto, muy mejor puede sentir y acordarse de lo que va canta(n)do por consonantes que en otra manera, porque no ay cosa que más a la memoria nos traya lo passado que la semejança dello.


(14)                


Este pasaje tiene sus elementos convencionales (la función mnemónica del verso; o la idea de que el sentido es una combinación de las palabras y la música)18. No obstante, me parece que Encina intenta señalar algo más complejo. La cita concluye la sección en que Encina describe la adopción por los Padres de la Iglesia de la rima o la «semejança de palabras» (13). Y aunque no está del todo claro, me parece fuera de duda que Encina otorga a la rima no solo un valor musical, sino también representacional. Por muy arriesgado que sea, es atractivo extender ese valor representacional al artificio poético en su totalidad. Recuérdese que las cinco galas poéticas elogiadas por Encina al final del capítulo 8 son todas figuras de repetición: como si a fuerza de repetir una palabra se pudiera traer ante los ojos del lector una imagen o semejanza de una escena, o una idea19.

Si la materialidad del lenguaje constituye la fuerza principal de la poesía, es también su cualidad más engañosa, siendo como es una fuerza sensual. Por ese motivo, dice Encina, «el que no discutiere los autores y precetos, es impossible que no le engañe el oýdo, porque según dotrina de Boecio en el libro De música, muchas vezes nos engañan los sentidos; por tanto devemos dar mayor crédito a la razón» (16-17). El uso de la razón es, desde luego, lo que separa al poeta del trovador, una distinción que se expresa en términos claramente jerárquicos (señor, esclavo; capitán, hombre de armas; capítulo 3, 17-18). El poeta ideal es capaz de explotar el mundo material y someterlo a un orden racional; lo cual implica, sin embargo, que existen otros que viven como esclavos, sujetos a la materialidad sensual del lenguaje poético, pero con capacidad de convertir su esclavitud en un poder lingüístico y social.

Aunque solo puedo hacerlo de modo muy esquemático, quisiera terminar con dos secciones en las que planteo algunas implicaciones de considerar la poesía como una praxis transformativa, una actividad que cobra vida solo dentro de la materialidad del lenguaje, y solo dentro de unas determinadas relaciones sociales.




IV. La poesía como una fuerza social

Algunos críticos ya han aludido a lo que López Estrada denomina «le souci politique» del tratado (1979, 153). El más explícito de ellos, Steven Suppan, sostiene que «prudence of conduct and measured speech [...] are virtues analogous to those that Encina finds in [...] the Catholic Monarchs, and that poets and troubadours too are to practice» (1995, 41)20. Aunque me resulta convincente la sugerencia de que el poeta ideal es una metáfora del príncipe, creo que la analogía solo nos ofrece una visión muy limitada de la concepción que tiene Encina de las relaciones sociales en que la poesía se inscribe.

Para Andrews (1959) la clave de la creatividad poética de Encina la constituye la autocomparación con Prometeo en la dedicatoria general de su cancionero a los Reyes Católicos. Allí explica que dirigió su cancionero a Fernando e Isabel «por dar nuevo ser y nueva vida a mis muertas obras» (1-2). Tal como Prometeo hurtó el fuego de los cielos para dar vida a sus criaturas de barro, así él, Encina, se acerca a los Reyes Católicos para que infundan «espíritus vitales» en sus obras. Evidentemente, nos las habemos con un elogio convencional de sus mecenas. Pero hay algo más: la conciencia de que la poesía solo cobra fuerza cuando se integra en una relación social. Pero esto deja sin contestar la cuestión de cómo interpretar la figura de Prometeo. Para un lector que conociera los mitos clásicos, Prometeo no es, ni mucho menos, un buen ejemplo de un poeta sumiso al servicio de su rey. Cuando consideramos la acerba rivalidad entre Prometeo y los dioses, y la venganza de Zeus en Prometeo y sus criaturas, y el hecho de que Prometeo pronosticó la muerte de Zeus a manos de su propio hijo, la comparación resulta bastante problemática.

Lo mismo podría decirse del pasaje en el Arte donde Encina ilustra lo que llama los «efetos» de la poesía, o «la fuerça de [los] versos» (10-12). Adaptando «dos enxemplos que escrive Justino en su Epitoma», describe cómo Solón y Tirteo explotan la poesía para forzar a otros a hacer algo contra su voluntad (y en un momento contra la ley): concretamente aniquilarse en una guerra. En ambos ocasiones el poeta tiene una relación bastante conflictiva con el estado, y ocupa una posición social liminal: está a la vez integrado en la sociedad y enajenado de ella21.

De todos modos, esta selección de ejemplos mitológicos e históricos es sintomática de una inquietud recurrente, una inquietud que forma la estructura fundamental del ideario poético de Juan del Encina. Y es que la poesía siempre se asocia con la dialéctica del cambio; mejor dicho, tal vez, la poesía ocupa ese espacio dinámico entre dos estados: perfección, caos; libertad, sumisión a las reglas; integración, enajenación; muerte, vida; sensualidad, razón; pastor, cortesano, etc. Ya se ha visto cómo las églogas dramáticas (I, VIII) son una representación escenográfica de la manera en que la poesía mediatiza dos estamentos sociales (Lope 1987; Maurizi 1990). Estas obras son testimonios elocuentes de cómo la poesía tiene la capacidad de transformar la misma relación social de la cual ha cobrado sus «espíritus vitales», de la cual ha nacido.

Huelga decir que este proceso jamás se explicita a nivel teórico. Más bien existe como una «estructura del sentir» dentro de la obra enciniana. Pero este constante vaivén entre dos condiciones o estados tiene varias implicaciones, y voy a concluir limitándome solo a una de ellas.




V. Hacia la «literatura»

Últimamente se ha prestado más atención a la historia de la «literatura» como categoría discursiva. Muchos ya no consideran que el término «literatura» se refiera a unas cualidades inherentes en unos determinados textos, sino que se define por su función discursiva dentro de ciertas relaciones sociales e institucionales. Dejando al lado la historia semántica del término, para muchos el concepto de «literatura» no tiene sentido antes del siglo XVIII. No obstante, otros (pienso en Wlad Godzich y Nicholas Spadaccini 1986, 1987) arguyen que si bien el concepto se institucionaliza durante la Ilustración, echa sus raíces en los siglos de oro. Es la tesis de un libro suyo intitulado Literature Among Discourses, un libro que a pesar de algunos aciertos, tiene escaso valor historiográfico. Aunque es muy sugerente lo que dicen de la novela cervantina como factor formativo en el desarrollo del concepto, pasan por alto épocas anteriores y otros géneros textuales sin haber realizado ningún esfuerzo serio por investigar el problema.

Es evidente que la investigación sobre este tema todavía está en pañales, y que no estamos en condiciones para sacar conclusiones tajantes, solo para lanzar algunas hipótesis. Sin embargo, me parece correcta la hipótesis de que la transición del cuatrocientos al quinientos fue una época decisiva (Williams 1980, 61). Dos estudios en particular son dignos de mención en este contexto. Uno es un artículo de Ignacio Navarrete (1995) sobre la estructura del cancionero de Encina, y el otro es un estudio sobre la poesía cortesana inglesa realizado por Lee Patterson (1992). Aunque escriben desde perspectivas distintas e independientes, los dos concuerdan en señalar cómo la poesía cortesana crea las condiciones necesarias para el concepto emergente de la «literatura». Semejante conclusión escandalizaría sin duda a esos humanistas antiguos y modernos que se empeñan en identificarse por su desprecio hacia la poesía vernacular del cuatrocientos.

Navarrete termina su estudio con la siguiente conclusión: debido en gran medida a su condición de textos impresos, y por su perspectivismo literario, los poemas de Encina se desgajan de sus circunstancias sociales concretas para privilegiar su condición artística. «By ironizing the tradition, Encina focuses the attention on the poems as poems, texts as events rather than the residue of a social situation» (1995, 160). Me parecen muy sugerentes las conclusiones de Navarrete. Yo diría, en cambio, que si las obras de Encina adquieren esa condición literaria, es porque los poemas jamás cortan los lazos con sus circunstancias específicas. Es decir, el lector siempre tiene que mediar entre el aquí y el ahora inscritos en los poemas, y unos valores que trascienden los límites del texto. Como he intentado demostrar, la poética de Encina responde a, y hace posible, una nueva forma de sujetividad: un sujeto humano consciente de vivir en el tiempo y el espacio, determinado por ellos, pero con voluntad de trascender sus límites y cambiar su determinación histórica.

Mi hipótesis es respaldada por el artículo de Patterson sobre «Court Politics and the Invention of Literature». Según él, «court poetry incorporates a set of irresolvable antinomies: interest and disinterest, work and play, the desire to transcend the social context and yet an unavoidable need to recuperate and reconfigure it» (1992, 29). De este modo, continúa, la poesía cortesana «entails a mobile, disunified self, capable of assuming a variety of subject positions», y emplea un lenguaje consciente de su propia condición artística y retórica (1992, 29). Patterson concluye con una salvedad: la poesía cortesana, como la ha interpretado él, es solo un factor en el desarrollo del concepto de literatura. Pero, afirma, «it must also be stressed that a sine qua non for the emergence of the idea of literature was the importing from Italy of the humanist ideology of a transhistorical writing» (1992, 30). Y la posibilidad de una escritura transhistórica es exactamente lo que se vislumbra no solo en la poética de Encina, sino también en los comentarios y glosas renacentistas sobre los clásicos Juan de Mena y Jorge Manrique. Pero eso es tema de otro estudio...22.






Obras citadas

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