Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

«Tirante el Blanco» como reelaboración e interpretación del «Tirant» de Martorell y como sugestión para el «Don Quijote» de Cervantes

Giuseppe Grilli


Instituto Universitario Orientale de Nápoles



El propósito de nuestra comunicación es señalar un aspecto de la versión castellana del Tirant Lo Blanch, su relación con el original catalán, y la posible influencia ejercitada sobre la obra cervantina1. Voy a concretar mi trabajo en tres puntos, relacionados entre sí y que apuntan claramente a una hipótesis de lectura e interpretación.

En concreto estudio la relación entre las dos grandes novelas de la modernidad en las literaturas ibéricas, y creo poder señalar un contacto entre ambas obras. Se trata de cómo en la estructura de la novela de aventuras o itinerante (tales son el Tirante y el Quijote) se abre un hueco y se detiene la acción.

Ese movimiento se realiza con la llegada a un Palacio, donde reside una corte fastuosa y donde se forma un núcleo argumental de gran relieve y extensión. Además la acción se segmenta y se multiplica hasta llegar a componer auténticos entremeses teatrales, muy en la línea palaciega y cortesana de la diversión y el placer. Sin embargo, todo se desarrolla con el ojo fijo en la tradición literaria y, concretamente, en la inolvidable materia de Bretaña.

La materia tristaniana y la artúrica son el contrapunto constante de la historia y de la ficción. Por otro lado hay que reconocer que los intentos (repetidos por la crítica) de encontrar paralelismos históricos y modelos vivos no son contradictorios a la identidad exquisitamente literaria que acabamos de definir.

Finalmente ni ignoro ni quiero escamotear las muchas diferencias y la distancia que corren entre la novela de Martorell y la de Cervantes. Pero ahora no se trata de ello, sino de ver hasta dónde puede llegar una huella que parte del ambiente valenciano y llega a la Mancha.




El Tirante de Diego de Gumiel y el pequeño reino de Gandía

La traducción castellana de 1511, muy posterior a la redacción de la novela por Martorell, aunque no tanto respecto a la editio princeps catalana, constituye un hito importante en la trasmisión y difusión de la obra. No quiero aquí entrar en el asunto, algo polémico, de la posible, aunque marginal, existencia de una doble redacción del libro, con la consiguiente adscripción del Tirante castellano a una de las dos tradiciones textuales2. No cabe duda de que la organización del texto de la versión de 1511 representa, en todo caso, una lectura e interpretación del mismo que hay que tener en cuenta.

Es sabido que esta versión reorganiza la materia redistribuyéndola en libros (cinco) y capítulos (respectivamente 86, 24, 164, 94, 80 por cada libro). La editio princeps catalana (Valencia 1490) y también la segunda edición (Barcelona 1497) mantienen otra numeración de los capítulos (487) y no reparten la materia en libros, aunque el colofón de la princeps habla de cuatro partes3.

La introducción de una partición en libros, que por otro lado recuerda una similar distribución en la princeps del Amadís de Montalvo de 1508, permite la introducción de prólogos y epígrafes a cierto grupo de capítulos que por esta razón se constituyen como secciones autónomas de la novela. Pero no salva la irregularidad de la distribución de la materia a lo largo de la novela.

Como decíamos, la traducción castellana de la gran novela de Martorell es posterior a varios lustros de la princeps fechada en Valencia en 1490 en la imprenta de N. Spindler y resulta posterior de más de medio siglo en relación con la fecha de redacción de la misma que los estudios documentales sobre la biografía de Martorell datan ahora con más seguridad entre 1460 y 14644. La circunstancia atestigua, pues, un éxito nada corto de la inventio del caballero valenciano, un éxito que no se para ni siquiera delante la súbita decadencia de la sociedad en que está inspirada la obra y el «pequeño mundo» al cual alude.

Se ha señalado a la casa ducal de Gandía como el lugar de referencia en el que pudo inspirarse el mismo Martorell. En efecto su abuelo, Guillem, tuvo un cargo importante en la corte ducal de Alfons el Vell. Y durante unos años actuó como responsable de gastos de la casa, sucediendo en el cargo al que fue amante de la duquesa, doña Violante. Especulando sobre cierta relajación de costumbres de la duquesa, se ha llegado a pensar que el ambiente de la corte imperial de Constantinopla de la novela pudiera aludir a hechos reales y habladurías familiares5.

No creo que ésta sea la única pista para interpretar la deriva oriental de la novela, cuando el héroe protagonista desembarca en Constantinopla y abre el capítulo más original e importante de su historia. Más bien podríamos decir que la nueva etapa emprendida libera definitivamente la novela de la supeditación al género biográfico para asomarse a la modernidad en la caracterización de la trama y los personajes. Esa nueva dimensión narrativa se fija siguiendo unas rutas muy concretas y que la alejan bastante de la Gandía de sus posibles modelos vivos.

Es más: la fortuna de la novela no se para tampoco frente a la barrera lingüística constituida por el abandono progresivo del catalán por parte del público culto receptor de la obra. A ello se opone la alta tirada de la primera reimpresión y una reimpresión barcelonesa a corta distancia en 1497. Pero no se limita al catalán la fortuna editorial de la obra. En castellano, y pronto también en italiano, en las cortes europeas y entre el núcleo de los cortesanos, o de los lectores identificados idealmente con ellos, se siguen leyendo las empresas del caballero bretón, héroe heredero de una tradición afamada no menos que larga y extensa, en sus múltiples facetas de sportman, aventurero y libertino. Claro está que el paso de una lengua a otra, así como el paso del tiempo, va desplazando radicalmente el lugar literario de Tirant. Alusiones provincianas y resentimientos personales de los Martorell debían resultar ya incomprensibles para los catalanes de finales del XV y ni merece suponer que a ello pudiesen referirse sus lectores en la Mantua de Isabella d'Este6.

Por otro lado, no se puede olvidar que la construcción literaria de la Corte de Constantinopla se realiza en la novela según una línea estructural muy clara. Y ésta remonta a evidentes modelos literarios e historiográficos. Tirant llega a la capital del Imperio de Oriente siguiendo una ruta bien conocida: la del viaje a Oriente. A ese viaje volveremos adelante.

Quisiera primero insistir en cómo la traducción castellana de 1511 establece el corte de la materia narrativa entre la primera parte, o las primeras dos partes de la novela, y el nuevo núcleo, que está destinado a constituirse en el núcleo central. La edición de 1511 ha repartido en los dos primeros libros la sección de exordio de la novela, formado por su largo e intricado capítulo inglés, y las primeras hazañas de Tirante en el Mediterráneo, en Sicilia y Rodas.

El traductor/adaptor debió darse cuenta del gran cambio que supone el pasaje de la acción a Constantinopla, puesto que al dedicar al nuevo y largo episodio el libro tercero (un libro de entidad descaradamente desproporcionada, como hemos visto: 164 capítulos), introduce un prólogo largo e intencionado.

Cuerpo central y abusivo de este prólogo es una larga cita del Banquete de Platón, aunque se recuerdan también a Marcial, Séneca y Ovidio. Se abre con una declaración de disconformidad con la pauta mantenida hasta el momento por la novela: «Las grandes caballerías que de aquí en adelante se leerán de Tirante harán tener en poco y olvidar las pasadas, y por ventura a algunos parecerán imposibles». Sin embargo, al acabar, el fulcro de la novedad y de sus imposibles se concretiza en el valor avivado por «el dulce amor de Carmesina».

De hecho, redistribuyendo el material de los capítulos 117 y 118 del original, la versión castellana en el capítulo 1 del Libro III introduce el fruto más sabroso de la novela: el seno adolescente de la Infanta Carmesina, de manera que ha quedado desplazada al final del Libro II la llegada de Tirante y los suyos y el encuentro con la ciudad, sus gentes y el mismo Emperador. Pero la solución de continuidad establecida por la nueva partición no logra escamotear la sustancial contigüidad de la llegada al puerto, la entrada en la ciudad y la captura erótica.

Tirante, nada más ver a la niña semidesnuda, queda prendado de amor y, como Tristán, sufre el juego del a/mar. Viajero en cualidad de caballero y soldado, ha encontrado en el mar, o gracias a la mar, el personaje (femenino) destinado a cambiarle la vida. El juego de palabras de los primeros diálogos entre los dos amatores está recogido entre las flores de una larga tradición (Chrétien, los trobadores), pero tiene su origen indudable en la historia de Tristán7.




El viaje a oriente y el descubrimiento del cuerpo

La distinción entre destino guerrero (y marítimo) y eros sin embargo se revela inconsciente. Es más, entre los dos destinos hay una total identificación. Y no solamente gracias al juego de palabras citado.

Volvamos al cambio de rumbo de la acción principal de la novela. Martorell mientras está desarrollando las aventuras caballerescas y militares de Tirant, con la llegada a la capital del Imperio griego emprende un nuevo destino narrativo para su protagonista y le da a su novela un cambio radical de orientación. Aunque sea originalísima su invención narrativa, no surge de la nada y se establece dentro de un marco que podemos seguir y que, evidentemente, le debe al propio Martorell algunos de los rasgos más interesantes y característicos.

Rutas extraordinarias y caminos menores habían encontrado cabida en las literaturas ibéricas, y, antes, en las vidas. En principio catalanes y portugueses, luego más adelante también castellanos o españoles, se habían dedicado a todo tipo de expedición. En este sentido no faltan testimonios en un buen número de textos de diversa índole y de diferentes géneros.

En otro lugar he estudiado el camino que lleva al viajero occidental, desde la Crónica de Ramón Muntaner hasta el Tirante y el Amadís, a pisar tierra en el Oriente y afincarse en la gran ciudad de Constantinopla8.

El viaje se realiza dentro de las coordenadas del Mare Nostrum y sigue casi sin cambios las antiguas rutas de los peregrinos islámicos o islamizados de los siglos IX-XI9. Si éstos, movidos por el deseo de llegar a las ciudades santas de Kairuan, el Cairo o la Meca se metían en la mar para encontrar una vía de salvación, muy distinto va a ser el propósito de los nuevos iberos, esta vez cristianos, de los siglos XIV y XV10. Mientras importa menos que sean unos héroes de ficción, estrictamente literarios.

El primer nivel de significación viene dado por el trazado de viaje y se encuentra en el mapa subscriptum al tejido narrativo que evidentemente inspira y guía la descripción. Oriente o África del Norte, todos los lugares que son meta de los viajes están en la costa mediterránea. Todos los itinerarios conducen hacia centros urbanos concretos, centros privilegiados por el imaginario del viajero.

Son Túnez en África y Constantinopla en Oriente: dos ciudades al fondo de los caminos y de mar11. Se tratan de puntos de atraco ya conocidos. Cuando el viajero se acerca a ellos, no lo hace para descubrir algo novedoso e incógnito, sino que es consciente de conquistar exactamente el lugar deseado. Un lugar que no despierta una curiosidad especial.

La labor del viajero que desembarca en Túnez o en Constantinopla es por esto la de descubrir el filo de Ariadna que le consentirá captar el sentido de un mundo culturalmente autosuficiente. Un mundo rico y variado del cual no se necesita explicar la naturaleza o ilustrar la estructura, un mundo ya conocido.

En este punto del recorrido se inscribe el topos del cuerpo femenino. Pues son las mujeres el exponente más significativo y conspicuo de la multitud acogedora. Esa multitud exuberante que recordamos como numéricamente indefinida, ahora fruto de una desproporción, ahora indicada como un conglomerado de individuos poco diferenciados, siempre opuesta a un grupo más reducido de viajeros y visitantes.

La meta alcanzada se define de nuevo. La conocíamos como depósito de la memoria, sitio antiguo que conserva una cultura que el viajero siente como extraña y separada, pero que a la vez reconoce como parte de su propio legado histórico. Además es lugar rico no sólo de restos y rastros, sino también de gente, un espacio lleno, frente a un espacio semivacío como el de dónde proceden ellos, náufragos, embajadores o guerreros.

Sin embargo, en este lugar poblado la indeterminación y proliferación de los números se calma y se detiene cuando se embiste el cuerpo femenino. De pronto se empieza a contar por individualidades. Las mujeres, en el primer recuento que hace Tirante, son todavía más de un centenar, pero ya están perfectamente individualizadas. Luego el cerco se cierra: la Emperatriz, la viuda Reposada, Placerdemivida y, sobretodo, Carmesina.

Cabe decir que esto acontece en un momento de alta concentración literaria, no sólo en la obra de Martorell, y, cuando la singular belleza se concretiza, su edad oscila entre los nueve de la Leonorina del Amadís y los dieciséis de la Camar del Curial, pasando por los catorce de Carmesina en el Tirante. Sin embargo, y a pesar de su juventud, esas muchachas están imbuidas de lecturas clásicas y ellas mismas se imaginan y se representan como reproposición de célebres modelos femeninos de la antigüedad.

Fugaz y rápido resulta el pasaje por la ciudad, efímero el contacto con los dueños del lugar. El ojo del viajero vuela sin detenerse y solamente descansa cuando aparece el cuerpo adolescente.

Quisiera remarcar el valor del sintagma ojo en este decisivo pasaje del Tirante que se corresponde a sendas situaciones, muy parecidas, en el Curial y el Amadís12. Amadís (Libro III) representa la consecuencia y a su vez confirma que el topos se ha establecido con una tradición mínima, pero eficaz13. ¿Qué más se puede decir? Si he indicado un topos de raíz occidental, y remoto abolengo, no podemos olvidar que éste culmina en un texto, el Tirante, insuperado por lo menos en este aspecto. De ahí nace un sentido nuevo para el eros literario, más carnal y directo. No separado de la tradición más noble, pero decididamente abocado ya hacia la licenciosidad y hacia una sutil ironía.

La versión castellana de 1511 hemos visto que ampara la novedad con doctas, tal vez hipertróficas, citas clásicas. Pero el libro martorelliano no las necesitaba, puesto que celebraba, con el viaje a Oriente, su vuelta a los clásicos.




La corte de los duques en el Quijote y el papel del escudero

En la segunda parte del Quijote la llegada del caballero Don Quijote y de su escudero Sancho Panza a un Palacio (así como una detenida estancia en él) determina un nuevo y radical cambio de rumbo de la novela. Nada irreal o desconocido, este Palacio ha sido perfectamente identificado por la crítica en un espacio determinado. Es el Palacio de Buenvía de los señores de Luna y Villahermosa, don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón.

El resultado literario de la demora palaciega viene a delinear el conjunto casi como si fuera una novela en la novela. En este sentido podemos aludir a ese espacio narrativo de alrededor de treinta capítulos, bajo el título único de Novela de los Duques.

En un estudio monográficamente dirigido a investigar estructura y sentido de esa Novela injertada he creído poder rastrear una huella tirantiana que quisiera ahora sacar a colación14.

La crítica ha percibido la excepcionalidad de esa sección del gran libro cervantino, sin encontrar una explicación global satisfactoria. Haciendo hincapié sobre todo en dos aspectos, uno formal otro de contenido, se han recorrido varios caminos interpretativos. El primero se basa en el reconocimiento de la esencia palaciega de esos capítulos.

En nuestro caso, palaciego equivale a teatral o parateatral. En esa dirección podríamos modificar el mismo título de Novela de los Duques y cambiarlo a Entremés de los Duques. Un poco al estilo de lo que ocurre en el Tirante, donde repetidas veces la acción se convierte y desemboca en un ahora breve, ahora largo entremés de naturaleza teatral. Y, muy especialmente, con la sección del libro tercero (en la versión de 1511 a la que nos hemos referido arriba) donde encontramos el largo Entremés del rey Artús.

La restitución a entremés de aquellos episodios nos devuelve un escenario caballeresco. No faltan elementos para ello, por ejemplo el papel especialísimo que se le asigna en el texto cervantino a la ficción artúrica con la llegada de un disfrazado Merlín. Y, sin embargo, ese escenario caballeresco poco se amolda a la clave barroca. La burla, la mascarada y la fiesta del barroco responden a un espíritu muy diferente de la fiesta palaciega que interrumpe o distrae en la narración de las hazañas de los caballeros del siglo XV Baste con recordar el valor del lujo como dignitas más que como placer para percibir las disonancias.

Varios críticos, y muy especialmente Canavaggio, han puesto de relieve cómo el eje central del capítulo treinta (que es dónde empieza nuestra Novela de los Duques) consiste en el contraste o disputa entre Don Quijote y Sancho sobre el sentido de su presencia en la casa de los Duques y, a la vez, sobre la propia identidad de caballero y escudero. Mientras Sancho parece tener muy claro cuál es su cometido ahí, Don Quijote está en babia, hasta que considera, confiado, que «aquel fue el primer día que de todo en todo conoció y creyó ser caballero andante verdadero, y no fantástico, viéndose tratar del mesmo modo que él había leído se trataban los tales caballeros en los pasados siglos».

El pasaje tiene valor porque, ya a partir de la entrada en el Palacio, Sancho responde a las burlas, y con creces.

Sabido es que esa clase de diversiones palaciegas iban encaminadas a solazar el público de corte, y en especial, el público femenino. Sin embargo, antes de que finalice el capítulo treinta y tres, la duquesa quiere dejar constancia y delimitar el valor subversivo (por muy burlesca que fuera la subversión carnavalesca) de la fiesta. Su estructura, afirma ella, hablando en clave con Sancho, responde al fin y al cabo a la categoría de la comedia pedagógica. Es un juego para niños, una enseñanza representada, una visión artefacta que nos puede ayudar a salvar esos escollos peligrosos que la burla mete en escena.

El visto bueno para sacar adelante la representación, y despedir a Sancho que va a tomar posesión de la ínsula (el gobierno de Sancho es el emblema de la falsificación teatral), se acompaña con la citación de un libro escolar de gran renombre y difusión, el Distichorum libes de Michele Verino. Prueba evidente de la intención y del amparo moral de las barbaridades licenciosas que se llevarán a cabo según el programa ya esbozado. Y este juego para niños, esta burla que parece trágica y luego nos resulta pedagógica, tal vez estaba ya en la representación del Moro Lauseta, en el mismo centro de la proyección palaciega del Tirante.

En realidad en la Novela de los Duques las referencias al mundo de la caballería son numerosas y dispersas en la estructura, y en detalles concretos. Pienso ahora en pequeños elementos de contorno como los arañazos gatunos, el pan y las uvas como comida de socorro, la descriptio puellae, los amores de primería y tercería, el seno de la doncella, etc. En todos ellos creo que podríamos buscar y encontrar una anticipación en el mismo capítulo treinta cuando Sancho promete «trasquilarse a cruces» si lo dicho no resultara verdad.

¿Cómo no recordar al propio don Tristán, trasquilado a cruces por amor y para disfrazar su identidad? ¿Y no nos habíamos encontrado a Tristán como filigrana narrativa en las mismas rutas del mar (y del amar) al llegar al puerto de la ciudad encantada de Constantinopla?

La identidad de la parodia, de la reversabilidad carnavalesca sabemos que son posibles dentro del universo cervantino, y específicamente quijotesco, porque no se abandona jamás la ficción según la cual la sátira de los libros de caballería se realiza sin faltar demasiado al tenor de los ideales de la caballería.

Ahí está el problema que pone la Novela de los Duques. ¿Dónde se salvaguarda en esos capítulos el lado serio, el valor y el sentido heroico de la historia? ¿A qué se agarra Don Quijote cuando resulta patente que está dentro de un teatro y que todos los actores juegan en un texto ambiguo entre obscenidades y groserías? ¿O, en todo caso, entre burlas y truhanadas? Sancho viene aquí a ser, otra vez, y más que otras veces, su salvador. Porque logra vengarse de los burladores y contestar subvirtiendo las burlas, pero sobre todo porque su naturaleza escuderil, reafirmada en el exordio, logra colocar la Novela del Palacio de los Duques dentro de una tradición literaria. En la tradición apuntada por la novela de Martorell también hay un Palacio, el de Constantinopla, y dentro del Palacio tenemos dueñas, doncellas atrevidas, caballeros y escuderos. Ahí también se organizan fiestas y espectáculos, y llegan actores disfrazados de Morgana o del rey Artús. Y allí también se representan farsas, como la del Moro Lauseta, sin poner sobre aviso al personaje principal, que actúa sin saberlo. Allí también se engaña con el teatro al caballero esperando provocar su reacción y gozar de ella. Y allí también tenemos una señora ama, la Emperatriz, y mientras ella se apodera y juega con el escudero largas sesiones de cama, el héroe sufre en ayunas el deseo insatisfecho. En fin: ahí también, en el Palacio, el lugar preferente le toca al escudero, quien finalmente va a heredar el Imperio casándose con la Emperatriz tras la muerte del marido, después de haber sido su amante.

Sin embargo, hay grandes distancias y grandes diferencias. El placer sexual en la obra de Martorell se explica en la trama y no en la transfiguración verbal. El caballero no se limita con soñar con la dama, sino tras larga espera y duro asedio finalmente logra plena satisfacción a su deseo. A su vez, el cometido escuderil se cumple en la relación adúltera de la Emperatriz con el paje Hipólito y no se desvía en bromas con una dueña. Hipólito gana el gobierno del Imperio después de haber ganado en la cama la batalla decisiva, y no por burla, como Sancho, al ganar la batalla de los chistes. Sin embargo, en su raíz se esconde la clave del placer que informa la cervantina Novela de los Duques.

La diversión palaciega en el Tirante proporciona una satisfacción realística fundamentada en los placeres del cuerpo y el lector es llamado a gozar como voyeur ante el embrollo de las carnes y las palabras del amor lascivo. Como se deduce de sus frecuentes escenas licenciosas, lo sexual aflora con todas sus ansias y toda su agresividad.

De forma muy distinta acontece en la Novela cervantina de los Duques, donde el triunfo del escudero y del sexo se cumple en la dimensión libresca. La misma del placer alcanzado por sus lectores intra y extradiegéticos: un mismo placer literario une la Duquesa del Quijote a su posible descendiente de carne y hueso.

En un término medio se ha querido situar el traductor del Tirante de 1511. Éste evidentemente no podía cambiar la novela. Pero al remarcar con el prólogo del Tercer libro el carácter ficticio de la inventio martorelliana, casi como un ejercicio de variatio retórica, ha abierto una brecha dentro del Palacio donde Cervantes debería entrar de lleno.






Conclusión

En el Tirante de 1511 (Libro III) se destaca la novedad de la situación palaciega y la identidad erótica en una línea de continuidad y ruptura paródica de la tradición tristaniana y artúrica, sin perder de vista el legado del viaje a Oriente e identidad sexual como auténtica médula de la continuidad cultural entre pasado clásico y nuevas sensibilidades y modernas curiosidades; sin embargo, el retoricismo con el que se trama puede constituir una sugerencia para utilizar lo novedoso de la materia tirantiana dentro de un distinto planteamiento, donde lo paródico sale de la misma literatura y no de la realidad representada.

Queda por explicar el papel de los posibles modelos históricos de la detención palaciega en ambas novelas.

Los modelos vivos inspiradores de Martorell son los marqueses de Villena y condes de Ribagorza, duques de Gandía. Los modelos vivos de los duques del Quijote pertenecen a la casa de Villahermosa y Luna: la duquesa heredera del condado de Ribagorza y su marido heredero de Gandía. Por cierto hay una curiosa continuidad heráldica entre los antiguos duques de Gandía y los Borja y Aragón.

Al fondo de la posible transformación literaria de estas casas encontramos la conducta licenciosa de una gran dama. Como sea, y me inclino a tomar con escepticismo toda referencia de verosimilitud, en la literatura, o por lo menos en esas dos gran des novelas, el moralismo ni está ni se asoma15. Gracias a Dios. Y a la lección de los clásicos.



 
Indice