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ArribaAbajo El alcalde de Paucarcolla

De cómo el diablo, cansado de gobernar en los infiernos, vino a ser alcalde del Perú


Ilustración

La tradición que voy a contar es muy conocida en Puno, donde nadie osará poner en duda la realidad del sucedido. Aún recuerdo haber leído algo sobre este tema en uno de los cronistas religiosos del Perú. Excúseseme que altere el nombre del personaje, porque, en paridad de verdad, he olvidado el verdadero. Por lo demás, mi relato difiere poco del popular.

Es preciso convenir en que lo que llaman civilización, luces y progreso del siglo, nos ha hecho un flaco servicio al suprimir al diablo. En los tiempos coloniales en que su merced andaba corriendo cortes, gastando más prosopopeya que el cardenal camarlengo y departiendo familiarmente con la prole del Padre Adán, apenas si se ofrecía cada cincuenta años un caso de suicidio o de amores incestuosos. Por respeto a los tizones y al plomo derretido, los pecadores se miraban y remiraban para cometer crímenes que hogaño son moneda corriente. Hoy el diablo no se mete, para bueno ni para malo, con los míseros mortales; ya el diablo pasó de moda, y ni en el púlpito lo zarandean los frailes; ya el diablo se murió, y lo enterramos.

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Cuando yo vuelva, que de menos nos hizo Dios, a ser diputado a Congreso, tengo que presentar un proyecto de ley resucitando al diablo y poniéndolo en pleno ejercicio de sus antiguas funciones. Nos hace falta el diablo; que nos lo devuelvan. Cuando vivía el diablo y había infierno, menos vicios y picardías imperaban en mi tierra.

Protesto contra la supresión del enemigo malo, en nombre de la historia pirotécnica y de la literatura fosforescente. Eliminar al diablo es matar la tradición.


I

Paucarcolla es un pueblecito, ribereño del Titicaca, que fue en el siglo XVII capital del corregimiento de Puno, y de cuya ciudad dista sólo tres leguas.

In diebus illis (creo que cuando Felipe III tenía la sartén por el mango) fue alcalde de Paucarcolla un tal don Ángel Malo..., y no hay que burlarse, porque este es un nombre como otro cualquiera, y hasta aristocrático por más señas. ¿No tuvimos, ya en tiempo de la República, un don Benigno Malo, estadista notable del Ecuador? Y no hubo, en la época del coloniaje, un don Melchor Malo, primer conde de Monterrico, que dio su nombre a la calle que aún hoy se llama de Melchor Malo? Pues entonces, ¿por qué el alcalde de Paucarcolla no había de llamarse don Ángel Malo? Quede zanjada la cuestión de nombre, y adelante con los faroles.

Cuentan que un día apareciose en Paucarcolla, y como vomitado por el Titicaca, un joven andaluz, embozado en una capa grana con fimbria de chinchilla.

No llegaban por entonces a una docena los españoles avecindados en el lugar, y así éstos como los indígenas acogieron con gusto al huésped que, amén de ser simpático de persona, rasgueaba la guitarra primorosamente y cantaba seguidillas con muchísimo salero. Instáronlo para que se quedara en Paucarcolla, y aceptando él el partido, diéronle terrenos, y echose nuestro hombre a trabajar con tesón, siéndole en todo y por todo propicia la fortuna.

Cuando sus paisanos lo vieron hecho ya un potentado, empezaron las hablillas, hijas de la envidia; y no sabemos con qué fundamento decíase de nuestro andaluz que era moro converso y descendiente de una de las familias que, después de la toma de Granada por los Reyes Católicos, se refugiaron en las crestas de las Alpujarras.

Pero a él se le daba un rábano de que lo llamasen cristiano nuevo, y dejando que sus émulos esgrimiesen la lengua, cuidaba sólo de engordar la hucha y de captarse el afecto de los naturales.

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Y diose tan buena maña, que a los tres años de avecindado en Paucarcolla fue por general aclamación nombrado alcalde del lugar.

Los paucarcollanos fueron muy dichosos bajo el gobierno de don Ángel Malo. Nunca la vara de la justicia anduvo menos torcida ni rayó más alto la moral pública. Con decir que abolió el monopolio de lanas, esta todo dicho en elogio de la autoridad.

El alcalde no toleraba holgazanes, y obligaba a todo títere a ganarse el pan con el sudor de su frente, que como reza el refrán: «en esta tierra caduca, el que no trabaja no manduca». Prohibió jaranas y pasatiempos, y recordando que Dios no creó al hombre para que viviese solitario como el hongo, conminó a los solteros para que velis nobis tuviesen legítima costilla y se dejasen de merodear en propiedad ajena. Él decía:


    «Nadie pele la pava,
      porque está visto
que de pelar la pava
      nacen pavitos».



Lo curioso es que el alcalde de Paucarcolla era como el capitán Araña, que decía: «¡Embarca, embarca!», y él se quedaba en tierra de España.

Don Ángel Malo casaba gente que era una maravilla; pero él se quedaba soltero. Verdad es también que, por motivo de faldas, no dio nunca el más ligero escándalo, y que no se le conoció ningún arreglillo o trapicheo.

Más casto que su señoría ni el santo aquel que dejó a su mujer, la reina Edita, muchacha de popa redonda y de cara como unas pascuas, morir en estado de doncellez.

Los paucarcollanos habían sido siempre un tanto retrecheros para ir en los días de precepto a la misa del cura o al sermón de cuaresma. El alcalde, que era de los que sostienen que no hay moralidad posible en pueblo que da al traste con las prácticas religiosas, plantábase el sombrero, cubríase con la capa grana, cogía la vara, echábase a recorrer el lugar a caza de remolones, y a garrotazos los conducía hasta la puerta de la iglesia.

Lo notable es que jamás se le vio pisar los umbrales del templo, ni persignarse, ni practicar actos de devoción. Desde entonces quedó en el Perú como refrán el decir por todo aquel que no practica lo que aconseja u ordena: «Alcalde de Paucarcolla, nada de real y todo bambolla».

Un día en que, cogido de la oreja llevaba un indio a la parroquia, díjole éste en tono de reconvención:

-Pero si es cosa buena la iglesia, ¿cómo es que tú nunca oyes el sermón de taita cura?

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La pregunta habría partido por el eje a cualquier prójimo que no hubiera tenido el tupé del señor alcalde.

-Cállate, mastuerzo -le contestó-, y no me vengas con filosofías ni dingolodangos que no son para zamacucos como tú. Mátenme cuerdos, y no me den vida necios. ¡Si ahora hasta los escarabajos empinan la cola! Haz lo que te mando y no lo que yo hago, que una cosa es ser tambor y otra ser tamborilero.

Sospecho que el alcalde de Paucarcolla habría sido un buen presidente constitucional. ¡Qué lástima que no se haya exhibido su candidatura en los días que corremos! Él sí que nos habría traído bienandanza y sacado a esta patria y a los patriotas de atolladeros.




II

Años llevaba ya don Ángel Malo de alcalde de Paucarcolla cuando llegó al pueblo, en viaje de Tucumán para Lima, un fraile conductor de pliegos importantes para el provincial de su orden. Alojose el reverendo en casa del alcalde, y hablando con éste sobre la urgencia que tenía de llegar pronto a la capital del virreinato, díjole don Ángel:

-Pues tome su paternidad mi mula, que es más ligera que el viento para tragarse leguas, y le respondo que en un abrir y cerrar de ojos, como quien dice, llegará al término de la jornada.

Aceptó el fraile la nueva cabalgadura, púsose en marcha, y ¡prodigioso suceso!, veinte días después entraba en su convento de Lima.

Viaje tan rápido no podía haberse hecho sino por arte del diablo. A revienta-caballos habíalo realizado en mes y medio un español en los tiempos de Pizarro.

Aquello era asunto de Inquisición, y para tranquilizar su conciencia fuese el fraile a un comisario del Santo Oficio y le contó el romance, haciéndole formal entrega de la mula. El hombre de la cruz verde principió por destinar la mula para que le tirase la calesa, y luego envió a Puno un familiar, provisto de cartas para el corregidor y otros cristianos rancios, a fin de que le prestasen ayuda y brazo fuerte para conducir a Lima al alcalde de Paucarcolla.

Paseábase éste una tarde a orillas del lago Titicaca, cuando después de haber apostado sus lebreles o alguaciles en varias encrucijadas, acercósele el familiar, y poniéndole la mano sobre la espalda, le dijo:

-¡Aquí de la Santa Inquisición! Dese preso vuesa merced.

No bien oyó el morisco mentar a la Inquisición, cuando, recordando sin duda las atrocidades que ese tribunal perverso hiciera un día con sus antepasados metiose en el lago y escondiose entre la espesa totora que   —275→   crece a las márgenes del Titicaca. El familiar y su gente echáronse a perseguirle; pero poco o nada conocedores del terreno, perdieron pronto la pista.

Lo probable es que don Ángel andaría fugitivo y de Ceca en Meca hasta llegar a Tucumán o Buenos Aires, o que se refugiaría en el Brasil o Paraguay, pues nadie volvió en Puno a tener noticias de él.

Ésta es mi creencia, que vale tanto como otra cualquiera. Por lo menos así me parece.

Pero los paucarcollanos, que motivos tienen para saber lo positivo, afirman con juramento que fue el diablo en persona el individuo que con capa colorada salió del lago, para hacerse después nombrar alcalde, y que se hundió en el agua y con la propia capa cuando, descubierto el trampantojo, se vio en peligro de que la Inquisición le pusiera la ceniza en la frente.

Sin embargo, los paucarcollanos son gente honradísima y que sabe hacer justicia hasta al enemigo malo.

¡Cruz y Ave María Purísima por todo el cuerpo!

Desde los barrabasados tiempos del rey nuestro señor don Felipe III, hasta los archifelices de la república práctica, no ha tenido el Perú un gobernante mejor que el alcalde de Paucarcolla.

Esto no lo digo yo; pero te lo dirá, lector, hasta el diputado por Paucarcolla, si te viene en antojo preguntárselo.

Ilustración





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ArribaAbajo Una trampa para cazar ratones


I

Al capitán don Pedro Anzures Henríquez de Camporredondo, sobre cuyo ingenio y bravura hablan con elogio los historiadores, encomendó Pizarro en 1539 la fundación de Arequipa, así como las de Guamanga y Chuquisaca, ciudades que han alcanzado gran renombre. Decididamente, Pedro Anzures fue lo que se llama hijo de la dicha, aunque es probable que pocos recuerden su nombre en los pueblos que fundó.

Parece que los más notables entre los compañeros del marqués conquistador quisieron avecindarse en Arequipa, pues en la lista de los primeros pobladores vemos al caballero de espuela dorada don Juan de la Torre. También figura entre ellos Miguel Cornejo, el Bueno, gran soldado y que anciano ya y con el grado de maestre de campo murió en las pampas de Villacurí, ahogado por el polvo, por no haberse podido levantar la visera del casco borgoñón para tomar aliento, cuando Francisco Girón perseguía a los derrotados en esa jornada.

Pienso que Pedro Anzures de Camporredondo no anduvo muy atinado en la elección de sitio para fundar la ciudad; pues ésta se halla a la falda del Misti y no distante de otros volcanes que, como el de Ubinas y el Huayna-Putina, han hecho erupciones en los últimos siglos. Tal vez a tan peligrosa vecindad debe Arequipa el que en ella sean frecuentes los temblores.

Dando fe a don Ventura Travada, eclesiástico que en 1753 escribió un curioso libro que manuscrito existe en la Biblioteca de Lima, con el título El suelo de Arequipa convertido en cielo, se encuentran en ese territorio ciertas particularidades que valen bien la pena de ser aquí apuntadas.

Dice que en una ladera del valle de Majes hay una cueva en cuyo interior se siente el ruido del mar en borrasca, y que en el terremoto del 23 de enero de 1773 salió de ese agujero viento tan impetuoso que desarraigó árboles añosos y de grueso tronco.

Cuenta también que en Caylloma existían en una peña dos chorros de agua a los que llamaban Adán y Eva, porque respectivamente ofrecían a la vista la figura que distingue a un sexo del otro. El agua de estos manantiales era astringente, y los que de ella bebían se tornaban mudos. Congresante conozco yo que probablemente ha bebido de aquella agua,   —277→   sin embargo de que el autor agrega que en su tiempo fueron tapadas con muchas piedras tan peligrosas fuentes.

Este mismo cronista es quien refiere que en 1556 nació en Azapa, jurisdicción de Arica, un rábano tan portentoso que bajo sus ramas tomaban sombra cinco caballos. ¡Digo si sería pigricia el rabanito! Añade que para agasajar al hijo del virrey marqués de Cañete, le presentaron en el almuerzo el rábano colosal, que fue muy sabroso de comer y alcanzó para dejar ahítos a los comensales y servidumbre.

Imagínome que don Ventura Travada debió ser andaluz; pues no contento con hacernos tragar un rábano gigantesco, añade que en 1741 se encontró en el mineral de Huantajaya una pepita de plata pura que pesaba treinta y tres quintales, habiéndose empleado cables de navío y aparatos mecánicos para desprenderla de la roca.

Aquí era el caso de decirle al bueno de don Ventura lo de «¿Y a eso llama usted pepita? Pues a eso, en toda tierra de cristianos, se llama doña Josefa». A propósito de pepitas, dice don Cosme Bueno en su interesante libro, que a Carlos V le obsequiaron una de oro, encontrada en Carabaya, que tenía la forma de una cabeza de caballo y que pesaba poco más de un quintal.

A Felipe II le enviaron también del Perú una pepita del tamaño de la cabeza de un hombre, la cual se perdió con otras riquezas en el canal de Bahama.

¡Vaya con las pepitas!

He traído a cuento todas estas noticias que he leído en el susodicho libro inédito, sólo porque en él se habla también de la tradición que voy a referir y que es muy popular en Arequipa. Ya ven ustedes que busco autoridad en que apoyarme, para que nadie pueda decirme que miento sin temor de Dios11.




II

Érase un viejecito macrobio, de un feo contra el hipo, con dos dientes ermitaños en las encías, con más arrugas que fuelle de órgano, que vivió en Arequipa por los años de mil ochocientos y pico. Su nombre no ha pasado a la posteridad; pero los muchachos de la tierra del mocontuyo y del misquiricheo lo bautizaron con el de don Geripundio.

Nuestro hombre era hijo de los montes de Galicia, y en una tienda de los portales de San Agustín se le veía de seis a seis, tras el mostrador,   —278→   vendiendo bayeta de Castilla y paño de San Fernando. La fortuna debió sonreírle mucho, porque fue de pública voz y fama que era uno de los más ricos comerciantes de la ciudad.

Don Geripundio jamás ponía los pies fuera del umbral de su tienda, y con el último rayo de sol echaba tranca y cerrojo y no abría su puerta a alma viviente. Bien podía el Misti vomitar betún y azufre, seguro de que el vejete no asomaría el bulto.

Vestía gabardina color pulga, pantalón de pana a media pierna, medias azules y zapatones. Su boca hundida, de la que casi todos los dientes emigraron por falta de ocupación; su nariz torcida como el pico de una ave de rapiña, y un par de ojillos relucientes como los del gato, bastaban para que instintivamente repugnase su figura.

Las virtudes de don Geripundio eran negativas. Nunca dio más que los buenos días, y habría dejado morir de hambre al gallo de la pasión por no obsequiarle un grano de arroz. Su generosidad era larga como pelo de huevo. Decía que dar limosna era mantener holgazanes y busconas, y que sembrar beneficios era prepararse cosecha de ingratitudes. Quizá no iba en esto descaminado.

Pero este hombre ¿tendría vicios? Nequaquam.

¿Jugar? Ni siquiera conocía el mus o la brisca.

¿Beber? ¡Ya va! Con una botella de catalán en un litro de agua, tenía de sobra para el consumo de la semana.

¿Le gustarían las nietas de Adán? ¡Quia! Por lo mismo que por una mujer se perdió el mundo, las hacía la cruz como al enemigo malo. Para él las mujeres eran mercadería sin despacho en su aduana.

¿Cumplía tal vez con los preceptos de la Iglesia? ¡Quite usted allá! Adorador del becerro de oro, su dios era el cincuenta por ciento. Ni siquiera iba a misa los domingos.

Eso sí, como el desesperado cuenta siempre con un cordel para ahorcarse, así un amigo podía contar con él para un apuro; se entiende, dejándole en prenda una alhaja que valiera el cuádruplo y reconociéndole un interés decente.

Cuentan de don Geripundio que una tarde llegó un mendigo a la puerta de su tienda y le dijo:

-Hermano, una limosna, que Dios y la Virgen Santísima se la pagarán.

-¡Hombre! -contestó el avaro-, no me parece mal negocio. Tráeme un pagaré con esas dos firmas y nos entenderemos.

Tanta era la avaricia del gallego, que con medio real de pan y otro tanto de queso tenía para almuerzo, comida y cuna. Así estaba escuálido como un espectro.

No tenía en Arequipa quien bien le quisiera. Ni sus huesos podían   —279→   amarlo; porque después de tenerlos de punta todo el santo día, los recostaba de noche sobre un duro jergón que tenía por alma algunos centenares de peluconas.

Este viejo era de la misma masa de un avaro que murió en Potosí en 1636, el cual dispuso en su testamento que su fortuna se emplease en hacer un excusado de plata maciza para uso del pueblo, y que el resto se enterrase en el corral de su casa, poniendo de guardias a cuatro perros bravos. En ese original testamento, del que habla Martínez Vela en su Crónica Potosina, mandaba también aquel bellaco que a su entierro y lujosamente ataviados a costa suya concurriesen todos los jumentos de la población. Así dispuso el miserable de tesoros que en vida para nada le sirvieron.

Una mañana don Geripundio no abrió la tienda. Aquello era un acontecimiento, y el vecindario empezó a alarmarse.

Por la tarde dieron aviso al corregidor don Ramón Vargas, caballero del hábito de Santiago, quien seguido de escribano y ministriles encaminose a los portales de San Agustín. Rompiose la puerta, y por primera vez penetraron profanos en la trastienda que servía de dormitorio al comerciante.

Allí lo hallaron rígido, difunto en toda regla. En torno de su cama se veían algunos mendrugos de pan duro y cortezas de queso rancio.

Don Geripundio había muerto ahogado de la manera más ridícula.

Atraído por el olorcillo del queso y aprovechando el profundo sueño del avaro, un pícaro ratón se le entró por la boca y fue a atragantársele en el esófago.

Convengamos en que hay peligro en cenar queso, porque se expone el prójimo a convertirse en trampa para cazar ratones.





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ArribaAbajo Ciento por uno

(A Jorge Delgadillo)


I

La gran laguna de Titicaca tiene 1326 leguas cuadradas, y su elevación sobre el nivel del mar es de 12850 pies. Presúmese que el agua va a salir al mar por debajo de la cordillera y a inmediaciones de Iquique.

Dice la tradición que de esta laguna salió el siglo XI Manco-Capac, fundador del imperio de los Incas, y aún se ven en la isla principal las ruinas del famoso templo que consagró al Sol, así como en la islita de Coati, a pocas millas de aquélla, se encuentran las del templo de la Luna.

La voz Titicaca en aimará significa «peña de metal», y la palabra Coati «reina o señora».

En ambas islas mantuvieron los Incas sacerdotisas consagradas al culto, las que eran escogidas entre la nobleza y forzadas a hacer voto de castidad.

Tradicional es también que Santo Tomás predicó el Evangelio en los pueblos de las márgenes del Titicaca, y peñas hay en las que muestran los naturales las huellas del famoso pie de catorce pulgadas, sobre el que hemos escrito largamente en otra leyenda. Añádese que en el Titicaca murió el apóstol empalado por los indios y que había habitado una cueva en Carabuco, pueblo donde, andando los tiempos, se encontró enterrada una gran cruz perteneciente al discípulo del Salvador. Un clavo de esta cruz fue llevado como reliquia a España, y los otros dos, así como parte de la cruz, se conservan con gran devoción en la iglesia de Carabuco. Diversos expedientes se han seguido por la autoridad eclesiástica en comprobación de estos hechos.

Muchos historiadores refieren que después del asesinato de Atahualpa, los indios arrojaron en el lago la célebre cadena de oro, que medía 350 pies de largo y pulgada y media de espesor, mandada construir por Huayna-Capac para festejar el nacimiento de su hijo Huáscar. Dícese además que entre otras riquezas escondidas en el Titicaca para que no se apoderasen de ollas los conquistadores, se encuentra un brasero de oro que tenía por pies cuatro leones de plata.



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II

Copacabana significa piedra de donde se ve, porque desde ese punto se puede contemplar el más bello panorama de la laguna. En Copacabana tuvieron también los Incas templo consagrado al Sol, en cuya puerta había dos grandes leones de piedra y dos cóndores. Recientemente en 1855 se encontró uno de éstos, aunque bastante maltratado.

Sobre las ruinas del que fue templo del Sol edificaron los conquistadores en 1550 una iglesia que en 1638 fue derribada para construir el actual santuario de universal fama por las riquezas que poseyó.

Los naturales de Copacabana vivían divididos en bandos sobre el nombramiento de santo patrón para el pueblo. Unos eran partidarios de Santo Tomás, otros de San Sebastián y no pocos de la Virgen de la Candelaria. Don Francisco Titu-Yupanqui, descendiente de los Incas, que encabezaba este último bando, se propuso labrar la imagen de la patrona, y aunque poco hábil en escultura, talló un busto que le salió tan deforme que provocó la burla general. No se desalentó don Francisco por el mal éxito, y emprendió viaje a Potosí, donde entró de aprendiz en el taller de un escultor. Después de mil peripecias largamente narradas en el libro del padre Alonso Ramos y en el que en 1641 publicó en Lima el agustino fray Fernando Valverde, terminó su obra nuestro escultor, y vencida la resistencia de los bandos tomasista y sebastianista, que a fuer de galantes cedieron el campo a una señora, quedó después de grandes fiestas instalada la Virgen de la Candelaria en la iglesia de Copacabana el día 2 de febrero de 1553.

Tanto en el libro de fray Alonso Ramos como en el que en 1560 publicó fray Rafael Sanz, se relatan infinitos milagros realizados por la Virgen de Copacabana, milagros que la rodearon en pocos años de fama y prestigio tales, que de toda América empezaron a acudir los fieles en romería o peregrinación al santuario, cuyo cuidado se encomendó por real cédula de 7 de enero de 1588 a los padres agustinos.

En 1640 se procedió a edificar la actual iglesia, cuya forma es la de una cruz, y mide setenta y cinco varas de largo.

Hablando de la imagen que se venera en ese santuario, dice un cronista: «El busto es de maguey bien estucado, con pasta muy compacta que lo hace parecer de madera. Tiene cinco cuartas, y la belleza del rostro maravilla. Sin ser de vidrio, sus ojos son tan hermosos que no se dejan mirar, y ellos parece que le miran a uno lo más secreto del corazón».

A no ser uniforme el testimonio de personas que aún existen y que visitaron el santuario de Copacabana en los primeros años de la independencia,   —282→   podía creerse fábula la enumeración de alhajas valiosas encerradas en ese templo. Apuntaremos algo a la ligera.

La custodia era de oro, y con su pedestal medía tres cuartas.

El camarín de la Virgen se hallaba sostenido por cuatro gruesas columnas salomónicas de plata maciza.

La imagen lucía una corona de oro cubierta de piedras preciosas, y en circunferencia de ella había un círculo también de oro con doce estrellas, el sol y la luna.

Semanalmente se cambiaban las arracadas de brillantes que pendían de las orejas de la imagen. Poseía la Virgen treinta y seis pares de pendientes.

Las alhajas del pecho, los anillos y el bordado de los cien mantos representaban valores casi fantásticos.

En una mano llevaba la Virgen un cirio de oro, en cuyo extremo había un rubí imitando la llama.

El Niño que María llevaba en brazos no ostentaba menos lujo. La corona, obsequio del pueblo arequipeño, era de oro y piedras, así como un bastoncito regalo del virrey conde de Lemos.

El cinto de la Virgen tenía, entre otras piedras valiosas, un rubí de dos pulgadas de diámetro, que era la admiración de los viajeros.

La efigie, deslumbrante de pedrería, descansaba sobre un pedestal de plata imitando hojas de lirio. A los pies de la Virgen veíase últimamente la espada y el bastón de uno de los presidentes de Bolivia.

Dudamos mucho que en toda la cristiandad haya existido templo en el que, como en el santuario de Copacabana, la devoción de los fieles hubiera contribuido con donativos de alhajas y metales evaluados en más de un millón de duros.




III

En 1616 presentose entre los romeros que visitaron el santuario de Copacabana un joven español de simpática figura y que por lo melancólico de su rostro parecía víctima de un gran sufrimiento moral.

Así era en efecto. Alonso Escoto había venido a América en pos de la fortuna, que en el Nuevo Mundo se mostraba ciega y loca para con la mayor parte de los españoles. Sin embargo de su genio emprendedor, de su honradez y de su constancia para el trabajo, Alonso Escoto se veía perseguido por la fatalidad. Agricultor, comerciante, minero, en cuanto ponía mano tenía sombra de manzanillo. Siempre estaba a dos raciones: ración de hambre y ración de necesidad.

Con sus últimos recursos dirigiose a la romería de Copacabana; y una   —283→   tarde en que la iglesia estaba solitaria, arrodillose ante el altar y dirigiose a la Virgen en estos términos: «Madre mía, tú que lees en los pliegues más secretos del alma, sabes que soy honrado a carta cabal. Te pido que me prestes lo que, por hoy, no te hace falta. Celebremos una compañía mercantil, que yo te juro pagarte ciento por uno. Tú serás el socio capitalista y yo el industrial. Ampárame, señora, en mi desventura».

Y Alonso Escoto salió del templo llevándose un par de pendientes y dos candelabros de plata.

Sin pérdida de tiempo emprendió Escoto el viaje para Arequipa, vendió la alhaja en dos mil pesos y los candelabros en quinientos.

Viajando por uno de los valles de este territorio, encontrose con el propietario de una hacienda de viña, quien lo invitó a visitar su fundo. Aceptó Escoto, y recorriendo una de las bodegas díjole el hacendado:

-Mire vuesa merced en este depósito una fortuna perdida. El licor de estas quinientas cubas fue la cosecha que tuve en el año que reventó el Huayna-Putina. El maldito volcán casi me arruina, porque el vino se ha torcido de tal manera que ni por vinagre logro venderlo.

Alonso Escoto probó del líquido de una de las cubas, y dijo:

-Pues si nos convenimos en el precio, mío es el vinagre, que ya veré yo forma de llevar las cubas a la costa y vender al menudeo. Formalizado el contrato, pagó Escoto mil pesos a buena cuenta, contrató mulas, puso sobre ellas un centenar de cubas, dejando las restantes depositadas en la bodega del vendedor, y emprendió su viaje a Lima.

Llegado a la ciudad de los reyes destapó una de las cubas, y encontrose con que el vinagre se había convertido en vino generoso de primera calidad, fenómeno que los vinicultores se explican por influencias climatéricas. Además, la oportunidad fue muy propicia para nuestro comerciante, porque el naufragio de algunos buques, que salieron de Cádiz con cargamento de vino, había influido en la alza de precio de este artículo de privilegiado consumo. Dicen muchos cronistas que ocasión hubo en que la arroba de vino llegó a valer en Lima quinientos pesos.

Escoto hizo con toda diligencia traer las cubas que dejara depositadas, y en menos de un año se encontró poseedor de una fortuna muy redonda. Entonces se decidió a liquidar la sociedad con la Virgen de Copacabana.

El 2 de febrero de 1615 se celebraba en el santuario de Copacabana con mucha pompa la fiesta de la Candelaria, y frente al altar de la Virgen se veía un gigantesco candelabro de plata con trescientas sesenta y cinco luces, número igual al de los días del año.

Tal fue la parte de la Virgen en la sociedad mercantil con Alonso Escoto, quien además hizo otros obsequios al santuario.

¡El candelabro de plata pesaba veintiséis arrobas!



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IV

En 1826 el general Sucre, urgido por circunstancias especiales y que no me propongo examinar, dispuso que se fundiese y convirtiera en moneda sellada casi todo el oro y plata del santuario. Así desapareció el célebre candelabro de Alonso Escoto.

Muchas alhajas fueron compradas por el dueño de una famosa mina de Puno, la que poco después dio en agua.

Cuéntase que la Virgen poseía un magnífico collar de perlas, el cual fue comprado por un general inglés, al servicio entonces de Bolivia, en la suma de ocho mil pesos. El general lo obsequió a su novia, que se adornó con él una sola noche para asistir a un baile. Desde el siguiente día empezó a padecer una enfermedad de garganta que a la postre la conduje al sepulcro.

Hasta 1826 el santuario corrió a cargo de los agustinos, y desde entonces cuida de él un clérigo capellán.

Poco, muy poco aún le queda a la Virgen de Copacabana de su antigua riqueza, y según nos afirman su culto ha decaído mucho.