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ArribaAbajoGenialidades de la «Perricholi»

Ilustración

(Al señor Enrique de Borges, ministro de Francia en el Perú y traductor de mis Tradiciones)


I

Micaela Villegas (la Perricholi) fue una criatura ni tan poética como la retrató José Antonio de Lavalle en el Correo del Perú, ni tan prosaica como la pintara su contemporáneo el autor anónimo del Drama de los palanganas, injurioso opúsculo de 100 páginas en 4.º, que contra Amat se publicó en 1776, a poco de salido del mando, y del que existe un ejemplar en el tomo XXV de Papeles varios de la Biblioteca Nacional. Así de ese opúsculo como de los titulados Conversata y Narración exegética se declaró por decreto de 3 de marzo de 1777 prohibida la circulación y lectura, imponiéndose graves penas a los infractores.

No es cierto que Miquita Villegas naciera en Lima. Hija de pobres y honrados padres, su humilde cuna se meció en la noble ciudad de los Caballeros del León de Huánuco, allá por los años 1739. A la edad de cinco años trájola su madre a Lima, donde recibió la escasa educación que en aquel siglo se daba a la mujer.

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Dotada de imaginación ardiente y de fácil memoria, recitaba con infantil gracejo romances caballerescos y escenas cómicas de Alarcón, Lope y Moreto: tañía con habilidad el arpa y cantaba con donaire al compás de la guitarra las tonadillas de moda.

Muy poco más de veinte años contaba Miquita en 1760 cuando pisó por primera vez el proscenio de Lima, siendo desde esa noche el hechizo de nuestro público.




II

¿Fue la Perricholi una belleza? No, si por belleza entendemos la regularidad de las facciones y armonía del conjunto; pero si la gracia es la belleza, indudablemente que Miquita era digna de cautivar a todo hombre de buen gusto.

«De cuerpo pequeño y algo grueso, sus movimientos eran llenos de vivacidad; su rostro oval y de un moreno pálido lucía no pocas cacarañas u hoyitos de viruelas, que ella disimulaba diestramente con los primores del tocador; sus ojos eran pequeños, negros como el chorolque y animadísimos; profusa su cabellera, y sus pies y manos microscópicos; su nariz nada tenía de bien formada, pues era de las que los criollos llamamos ñatas; un lunarcito sobre el labio superior hacía irresistible su boca, que era un poco abultada, en la que ostentaba dientes menudos y con el brillo y limpieza del marfil; cuello bien contorneado, hombros incitantes y seno turgente. Con tal mezcla de perfecciones e incorrecciones podía pasar hoy mismo por bien laminada o buena moza». Así nos la retrató hace ya fecha un imparcial y prosaico anciano que alcanzó a conocerla en sus tiempos de esplendor, retrato que dista no poco del que con tan espiritual como galana pluma hizo Lavalle.

Añádase a esto que vestía con elegancia extrema y refinado gusto, y que sin ser limeña tenía toda la genial travesura y salpimentado chiste de la limeña.




III

Acababa Amat de encargarse del gobierno del Perú cuando en 1762 conoció en el teatro a la Villegas, que era la actriz mimada y que se hallaba en el apogeo de su juventud y belleza. Era Miquita un fresco pimpollo, y el sexagenario virrey, que por sus canas se creía ya asegurado de incendios amorosos, cayó de hinojos ante las plantas de la huanuqueña,   —301→   haciendo por ella durante catorce años más calaveradas que un mozalbete, con no poca murmuración de la almidonada aristocracia limeña, que era por entonces un mucho estirada y mojigata.

El enamorado galán no tenía escrúpulo para presentarse en público con su querida, y en una época en que Amat iba a pasar el domingo en Miraflores, en la quinta de su sobrino el coronel don Antonio Amat y Rocaberti, veíasele en la tarde del sábado salir de palacio en la dorada carroza de los virreyes, llevando a la Perricholi a caballo en la comitiva, vestida a veces de hombre y otras con lujoso faldellín celeste recamado de franjas de oro y sombrerillo de plumas, que era Miquita muy gentil equitadora.

Amat no fue un virrey querido en Lima, y eso que contribuyó bastante al engrandecimiento de la ciudad. Acaso por esa prevención se exageraron sus pecadillos, llegando la maledicencia de sus contemporáneos hasta inventar que si emprendió la fábrica del Paseo de Aguas, fue sólo por halagar a su dama, cuya espléndida casa era la que hoy conocemos vecina a la Alameda de los Descalzos y al pie del muro del río. También proyectó la construcción de un puente en la Barranca, en el sitio que hoy ocupa el puente Balta.

Un librejo de esa época, destrozando a Amat en su vida, ya pública, ya privada, lo pinta como el más insaciable de los codiciosos y el más cínico defraudador del real tesoro.

Dice así: «La renta anual de Amat como virrey era de sesenta mil pesos, y más doce mil por las gratificaciones de los ramos de Cruzada, Estanco y otros, que en catorce años y nueve meses de gobierno hacen un millón ochenta mil pesos. Calculo también en trescientos mil pesos, más bien más que menos, cada año lo que sacaría por venta de los setenta y seis corregimientos, veintiuna oficialías reales y demás innumerables cargos, pues por el más barato recibía un obsequio de tres mil duros, y empleo hubo por el que guardó veinte mil pesos. De estas granjerías y de las hostias sin consagrar no pudo en catorce altos sacar menos de cinco millones, amén de las onzas de oro con que por cuelgas lo agasajaba el Cabildo el día de su santo».

El mismo maldiciente escritor dice que si Amat anduvo tan riguroso y justiciero con los ladrones Ruda y Pulido, fue porque no quería tener competidores en el oficio.

No poca odiosidad concitose también nuestro virrey por haber intentado reducir el área de los monasterios de las monjas, vender los terrenos sobrantes, y aun abrir nuevas calles cortando conventos que ocupan más de una manzana; pero fue tanta la gritería que se armó, que tuvo Amat que desistir del saludable propósito.

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Y no se diga que fue hombre poco devoto el que gastó cien mil pesos en reedificar la torre de Santo Domingo, el que delineó el camarín de la Virgen de las Mercedes, costeando la obra de su peculio, y el que hizo el plano de la iglesia de las Nazarenas y personalmente dirigió el trabajo de albañiles y carpinteros.

Como más tarde contra Abascal, cundió contra Amat la calumnia de que, faltando a la lealtad jurada a su rey y señor, abrigó el proyecto de independizar el Perú y coronarse. ¡Calumnia sin fundamento!

Pero observo aquí que por dar alimento a mi manía de las murmuraciones históricas, me voy olvidando que las genialidades de la Perricholi son el tema de esta tradición. «Pecado reparado, está casi perdonado».




IV

Empresario del teatro de Lima era en 1773 un actor apellidado Maza, quien tenía contratada a Miquita con ciento cincuenta pesos al mes, que en esos tiempos era sueldo más pingüe que el que podríamos ofrecer a la Ristori o a la Patti. Cierto que la Villegas, querida de un hombre opulento y generoso, no necesitaba pisar la escena; pero el teatro era su pasión era su deleite, y antes de renunciar a él habría roto sus relaciones con el virrey.

Parece que el cómico empresario dispensaba en el reparto de papeles ciertas preferencias a una nueva actriz conocida por la Inesilla, preferencias que traían a Miquita con la bilis sublevada.

Representábase una noche la comedia de Calderón de la Barca ¡Fuego de Dios en el querer bien!, y estaban sobre el proscenio Maza, que desempeñaba el papel de galán, y Miquita el de la dama, cuando a mitad de un parlamento o tirada de versos murmuró Maza en voz baja:

-¡Más alma, mujer, más alma! Eso lo declamaría mejor la Inés.

Desencadenó Dios sus iras. La Villegas se olvidó de que estaba delante del público, y alzando un chicotillo que traía en la mano, cruzó con él la cara del impertinente.

Cayó el telón. El respetable público se sulfuró y armó una de gritos: «¡A la cárcel la cómica, a la cárcel!».

El virrey, más colorado que un cangrejo cocido, abandonó su palco; y para decirlo todo de un golpe, la función concluyó a capazos.

Aquella noche, cuando la ciudad estaba ya en profundo reposo, embozose Amat, se dirigió a casa de su querida, y la dijo:

-Después del escíndalo que has dado, todo ha concluido entre nosotros,   —303→   y debes agradecerme que no te haga mañana salir al tablado a pedir de rodillas perdón al público. ¡Adiós, Perri-choli!

Y sin atender a lloriqueo ni a soponcio, Amat volteó la espalda y regresó a palacio, muy resuelto a poner en práctica el consejo de un poeta:


   «Si se te apaga el cigarro
no lo vuelvas a encender:
si riñes con una moza
no la vuelvas a querer».



Como en otra ocasión lo hemos apuntado, Amat hablaba con muy marcado acento de catalán, y en sus querellas de amante lanzaba a su concubina un ¡perra-chola!, que al pasar por su boca sin dientes se convertía en perri-choli. Tal fue el origen del apodo.

Lástima que no hubiéramos tenido en tiempos de Amat periódicos y gacetilla. ¡Y cómo habrían retozado cronistas y graneleros al poner a sus lectores en autos de la rebujina teatral! ¡Paciencia! Yo he tenido que conformarme con lo poco que cuenta el autor anónimo.

Amat pasó muchos meses sin visitar a la iracunda actriz, la que tampoco se atrevía a presentarse en el teatro, recelosa de la venganza del público.

Pero el tiempo, que todo lo calma; los buenos oficios de un corredor de oreja, llamado Pepe Estacio; las cenizas calientes que quedan donde fuego ha habido, y más que todo el amor de padre...

¡Ah! Olvidaba apuntar que los amores de la Perricholi con el virrey habían dado fruto. En el patio de la casa de la Puente-Amaya se veía a veces un precioso chiquillo vestido con lujo y llevando al pecho una bandita roja, imitando la que usan los caballeros de la real orden de San Jenaro. A ese nene solía gritarle su abuela desde el balcón:

-¡Quítate del sol, niño, que no eres un cualquiera, sino hijo de cabeza grande!

Conque decíamos que al fin se reconciliaron los reñidos amantes, y si no miente el cronista del librejo, que se muestra conocedor de ciertas interioridades, la reconciliación se efectuó el 17 de septiembre de 1175.


   «Yo no sé qué demonios
      los dos tenemos;
mientras más regañamos
      más nos queremos».



Pero era preciso reconciliar también a la Perricholi con el público,   —304→   que por su parte había casi olvidado lo sucedido año y medio antes. El pueblo fue siempre desmemoriado, y tanto que hoy recibe con palmas y arcos a quien ayer arrojó del solio entre silbos y poco menos que a mojicones.

Casos y casos de estos he visto yo... y aun espero verlos; que los hombres públicos de mi tierra tienen muchos Domingos de Ramos y muchos Viernes Santos, en lo cual aventajan a Cristo. Y hago punto, que no estoy para belenes de política.

Maza se había curado con algunos obsequios que le hiciera la huanuqueña el berdugón del chicotillazo; y el público, engatusado como siempre por agentes diestros, ardía en impaciencia para volver a aplaudir a su actriz favorita.

En efecto, el 4 de noviembre, es decir, mes y medio después de hechas las paces entre los amantes, se presentó la Perricholi en la escena, cantando antes de la comedia una tonadilla nueva, en la que había una copla de satisfacción para el público.

Aquella noche recibió la Perricholi la ovación más espléndida de que hasta entonces dieran noticia los fastos de nuestro vetusto gallinero o coliseo.

Agrega el pícaro autor del librejo que Miquita apareció en la escena revolando timidez; pero que el virrey la comunicó aliento, diciéndola desde su palco:

-¡Eh! No hay que acholarse, valor y cantar bien.

Pero a quien supo todo aquello a chicharrones de sebo fue a la Inesilla, que durante el año y medio de eclipse de su rival había estado funcionando de primera dama. No quiso resignarse ya a ser segunda de la Perricholi y se escapó para Lurín, de donde la trajeron presa. Ella, por salir de la cárcel, rompió su contrato y con él... su porvenir.




V

Relevado Amat en 1776 con el virrrey Guirior, y mientras arreglaba las maletas para volver a España, circularon en Lima coplas a porrillo, lamentándose en unas y festejándose en otras la separación del mandatario.

Las más graciosas de esas versainas son las tituladas Testamento de Amat, Conversata entre Guarapo y Champa, Tristes de doña Estatira y Diálogo entre la culebra y la Ráscate con vidrio.

Entre los manuscritos de la Biblioteca de Lima se encuentra el siguiente romancillo que copio por referirse a nuestra actriz:

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Lamentos y suspiros de la «Perricholi» por la ausencia de su amante el señor don Manuel de Amat a los reinos de España


   Ya murió la esperanza
      de mis deseos,
pues se ausentan las luces
      del mejor Febo.
Ya no logran las tablas
      cadencia y metro,
pues el compás les falta
      a los conciertos.
Mi voz está perdida
      y sin aliento;
mas ¿qué mucho si el alma
      le falta al pecho?
Estatua seré fría
      o mármol yerto,
sin que Amor en mí labre
      aras ni templos.

   Lloren las ninfas todas
      del coliseo,
que Apolo se retira
      de los festejos;
aquel grande caudillo
      del galanteo,
que al dios de los amores
      ofrece inciensos.
Mirad si con justicia
      yo me lamento,
que tutelar no tienen
      ya nuestros huertos.
No gozarán las flores
      verdes recreos,
por faltar el cultivo
      del jardinero.

   ¡Ay! Yo fijé la rueda
      de sus afectos,
y otras fueron pavesas
      de sus incendios.
Ya no habrá Miraflores
      ni más paseos,
en que Júpiter quiso
      ser mi escudero.
Mas ¡ay de mí! infelice
      que hago recuerdo
de glorias que han pasado
      a ser tormento.
Negras sombras rodean
      mis pensamientos,
cual cometa que anuncia
      tristes sucesos.

   ¡Oh fortuna inconstante!
      Ya considero
que mi suerte se vuelve
      al ser primero.
Aunque injurias me causen
      crudos los tiempos,
mi fineza y cariño
      serán eternos.
Mi carroza luciente
      que fue su obsequio,
sirva al dolor de tumba,
      de mausoleo.
Pero en tan honda pena,
      para consuelo
me queda un cupidillo,
       vivo y travieso.

   Es su imagen, su imagen,
      y según veo,
original parece,
      aunque pequeño.
Hijo de mis amores,
      Adonis bello,
llora tanta desgracia,
      llora y lloremos.
Si es preciso que sufras
      golpe tan fiero,
mis ojos serán mares,
      mis quejas remos.
Navega, pues, navega,
      mi dulce dueño,
y Tetis te acompañe
      con mis lamentos.



Bien chabacana, en verdad, es la mitológica musa que dio vida a estos   —306→   versos; pero gracias a ella, podrá el lector formarse cabal concepto de la época y de los personajes.




VI

Así Lavalle como Radiguet en L' Amérique Espagnole, y Mérimée en su comedia La Carrosse du Saint Sacrement, refieren que cuando el rey de Nápoles, que después fue Carlos III de España, concedió a Amat la gran orden de San Jenaro (gracia que fue celebrada en Lima con fiestas regias, pues hasta se lidiaron toros en la plaza Mayor) la Perricholi tuvo la audacia de concurrir a ellas en carroza arrastrada por doble tiro de mulas, privilegio especial de los títulos de Castilla.

«Realizó su intento -dice Lavalle- con grande escándalo de la aristocracia de Lima; recorrió las calles y la Alameda en una soberbia carroza cubierta de dorados y primorosas pinturas, arrastrada por cuatro mulas conducidas por postillones brillantemente vestidos con libreas galoneadas de plata, iguales a las de los lacayos que montaban en la zaga. Mas cuando volvía a su casa, radiante de hermosura y gozando el placer que procura la vanidad satisfecha, se encontró por la calle de San Lázaro con un sacerdote de la parroquia que conducía a pie el sagrado Viático. Su corazón se desgarró al contraste de su esplendor de cortesana con la pobreza del Hombre-Dios, de su orgullo humano con la humildad divina; y descendiendo rápidamente de su carruaje, hizo subir a él al modesto sacerdote que llevaba en sus manos el cuerpo de Cristo.

»Anegada en lágrimas de ternura, acompañó al Santo de los Santos, arrastrando por las calles sus encajes y brocados; y no queriendo profanar el carruaje que había sido purificado con la presencia de su Dios, regaló en el acto carruaje y tiros, lacayos y libreas a la parroquia de San Lázaro».



El hecho es cierto tal como lo relata Lavalle, excepto en un pormenor. No fue en los festejos dados a Amat por haber recibido la banda y cruz de San Jenaro, sino en la fiesta de la Porciúncula (que se celebraba en la iglesia de los padres descalzos, y a cuya Alameda concurría esa tarde, en lujosísimos coches, toda la aristocracia de Lima), cuando la Perricholi hizo a la parroquia tan valioso obsequio.

No hace aún veinte años que en el patio de una casa-huerta, en la Alameda, se enseñaba como curiosidad histórica el carruaje de la Perricholi, que era de forma tosca y pesada, y que las inclemencias del tiempo habían convertido en mueble inútil para el servicio de la parroquia. El que esto escribe tuvo entonces ocasión de contemplarlo.



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VII

Al retirarse Amat para España, donde a la edad de ochenta años contrajo en Cataluña matrimonio con una de sus sobrinas, la Perricholi se despidió para siempre del teatro, y vistiendo el hábito de las carmelitas hizo olvidar, con la austeridad de su vida y costumbres, los escándalos de su juventud. «Sus tesoros los consagró al socorro de los desventurados, y cuando -dice Radiguet- cubierta de las bendiciones de los pobres, coya miseria aliviara con generosa mano, murió en 1812 en la casa de la Alameda Vieja, la acompañó el sentimiento unánime y dejó gratos recuerdos al pueblo limeño».

Ilustración





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ArribaAbajoMosquita muerta

(Al poeta español Adolfo Llanos y Alcaraz)

El virrey marqués de Castelfuerte vino al Perú en 1724, precedido de gran reputación de hombre bragado y de malas pulgas.

Al día siguiente de instalado en Palacio, presentose el capitán de guardia muy alarmado, y díjole que en la puerta principal había amanecido un cartel con letras gordas, injurioso para su excelencia. Sonriose el marqués, y queriendo convencerse del agravio, salió seguido del oficial.

Efectivamente, en la puerta que da sobre la plaza Mayor leíase:

AQUÍ SE AMANSAN LEONES.



El virrey llamó a su plumario, y le dijo: «Ponga usted debajo y con iguales letrones:

»CUANDO SE CAZAN CACHORROS».



Y ordenó que por tres días permaneciesen los letreros en su puerta.

Y pasaban semanas y meses, y apenas si se hacía sentir la autoridad del marqués. Empleaba sus horas en estudiar las costumbres y necesidades del pueblo y en frecuentar la buena sociedad colonial. No perdía, pues, su tiempo; porque antes de echarla de gobierno, quería conocer a fondo el país cuya administración le estaba encomendada. No le faltaba a su excelencia más que decir.


   «Yo no soy de esta parroquia,
yo soy de Barquisimeto;
nadie se meta conmigo,
que yo con nadie me meto».



La fama que lo había precedido iba quedando por mentirosa, y ya se murmuraba que el virrey no pasaba de ser un memo, del cual se podía sin recelo hacer giras y recortes.

¿La Audiencia acordaba un disparate? Armendáriz decía: «Cúmplase, sin chistar ni mistar».

¿El Cabildo mortificaba a los vecinos con una injusticia? Su excelencia contestaba: «Amenemén, amén».

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¿La gente de cogulla cometía un exceso? «Licencia tendrá de Dios», murmuraba el marqués.

Aquel gobernante no quería quemarse la sangre por nada ni armar camorra con nadie. Era un pánfilo, un bobalicón de tomo y lomo.

Así llegó a creerlo el pueblo, y tan general fue la creencia, que apareció un nuevo pasquín en la puerta de palacio, que decía:

ESTE CARNERO NO TOPARÁ.



El de Castelfuerte volvió a sonreír, y como en la primera vez, hizo poner debajo esta contestación:

A SU TIEMPO TOPARÁ.



Y ¡vaya si topó!... Como que de una plumada mandó ahorcar ochenta bochincheros en Cochabamba; y lanza en mano, se le vio en Lima, a la cabeza de su escolta, matar frailes de San Francisco. Se las tuvo tiesas con clero, audiencia y cabildantes, y es fama que hasta a la misma Inquisición le metió el resuello.

Sin embargo, los rigores del de Castelfuerte tuvieron su época de calma. Descubiertos algunos gatuperios de un empleado de la real hacienda, el virrey anduvo con paños tibios y dejó sin castigo al delincuente. Los pasquinistas le pusieron entonces el cartel que sigue:


ESTE GALLO YA NO CANTA,
SE LE SECÓ LA GARGANTA.



Y como de costumbre, su excelencia no quiso dejar sin respuesta el pasquín, y mandó escribir debajo:


PACIENCIA, YA CANTARÁ
Y A ALGUNOS LES PESARÁ.



Y se echó a examinar cuentas y a hurgar en la conducta de los que manejaban fondos, metiendo en la cárcel a todos los que resultaron con las manos sucias.

La verdad es que no tuvo el Perú un virrey más justiciero, más honrado, ni más enérgico y temido que el que principió haciéndose la mosquita muerta.

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Lo que pinta por completo su prestigio y el miedo que llegó a inspirar es la siguiente décima, muy conocida en Lima, y que se atribuye a un fraile agustino:


   «Ni a descomunión mayor,
ni a vestir el sambenito,
tiene pena ese maldito
durecido pecador.
   Mandinga, que es embaidor,
lo sacó de su caldero:
vino con piel de cordero
teniéndola de león...
Mas ¡chitón, chitón, chitón!,
la pared tiene agujero».






ArribaAbajoLa misa negra

Cuento de la abuelita


(A mis retoños Clemente y Angélica Palma)


    Ve y cómprame un pañuelo
      para la baba:
en la tienda del frente
      los hay de a vara.


(Popular)                


Érase lo que era. El aire para las aves, el agua para los peces, el fango para los malos, la tierra para los buenos, y la gloria para los mejores; y los mejores son ustedes, angelitos de mi coro, a quienes su Divina Majestad haga santos y sin vigilia.

Pues, hijitos, en 1802 cuando mandaba Avilés, que era un virrey tan bueno como el bizcocho caliente, alcancé a conocer a la madre de San Diego. Muchas veces me encontré con ella en la misa de nueve, en Santo Domingo, y era un encanto verla tan contrita, y cómo se iba elevada, que parecía que no pisaba la tierra, hasta el comulgatorio. Por bienaventurada la tuve; pero ahí verán ustedes cómo todo ello no era sino arte, y trapacería y embolismo del demonio. Persígnense, niños, para espantar al Maligno.

Ña San Diego, más que menos, tendría entonces unos cincuenta años e iba de caca en casa curando enfermos y recibiendo por esta caridad sus   —311→   limosnitas. Ella no usaba remedios de botica, sino reliquias y oraciones, y con poner la correa de su hábito sobre la boca del estómago, quitaba como con la mano el más rebelde cólico miserere. A mí me sanó de un dolor de muelas con sólo ponerse una hora en oración mental y aplicarme a la cara un huesecito, no sé si de San Fausto, San Saturnino, San Teófilo, San Julián, San Adriano o San Sebastián, que de los huesos de tales santos envió el Papa un cargamento de regalo a la catedral de Lima. Pregúntenselo ustedes, cuando sean grandes, al señor arzobispo o al canónigo Cucaracha, que no me dejarán por mentirosa. No fue, pues, la beata quien me sanó, sino el demonio, Dios me lo perdone, que si pequé fue por ignorancia. Hagan la cruz bien hecha, sin apuñuscar los dedos, y vuelvan a persignarse, angelitos del Señor.

Ella vivía, me parece que la estuviera viendo, en un cuartito del callejón de la Toma, como quien va para los baños de la Luna, torciendo a mano derecha.

Cuando más embaucada estaba la gente de Lima con la beatitud de ña San Diego, la Inquisición se puso ojo con ella y a seguirla la pista. Un señor inquisidor, que era un santo varón sin más hiel que la paloma y a quien conocí y traté como a mis manos, recibió la comisión de ponerse en aguaite un sábado por la noche, y a eso de las doce, ¿qué dirán ustedes que vio? A la San Diego, hijos, a la San Diego, que convertida en lechuza salió volando por la ventana del enano. ¡Ave María Purísima!

Cuando al otro día fue ella, muy oronda y como quien no ha roto un plato, a Santo Domingo, para reconciliarse con el padre Bustamante, que era un pico de oro como predicador, ya la esperaba en la plazuela la calesita verde de la Inquisición. ¡Dios nos libre y nos defienda!

Yo era muchacha del barrio, y me consta, y lo diré hasta en la hora de la muerte, que cuando registraron el cuarto de la San Diego halló el Santo Oficio de la Inquisición, encerrados en una alacena, un conejo ciego, una piedra imán con cabellos rubios envueltos en ella, un muñequito cubierto de alfileres, un alacrán disecado, un rabo de lagartija, una chancleta que dijeron ser de la reina Sabá, y ¡Jesús me ampare! una olla con aceite de lombrices para untarse el cuerpo y que le salieran plumas a la muy bruja para remontar el vuelo después de decir, como acostumbra esa gente canalla: «¡Sin Dios ni Santa María!». Acompáñenme ustedes a rezar una salve por la herejía involuntaria que acabo de proferir.

Como un año estuvo presa la pícara sin querer confesar ñizca; pero ¿adónde había de ir ella a parar con el padre Pardiñas, sacerdote de mucha marraqueta, que fue mi confesor y me lo contó todo en confianza? Nietos, recen ustedes un padre nuestro y un avemaría por el alma del padre Pardiñas.

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Como iba diciendo, quieras que no quieras, tuvo la bruja que beberse un jarro de aceite bendito, y entonces empezó a hacer visajes como una mona, y a vomitarlo todo, digo, que cantó de plano; porque el demonio puede ser renitente a cuanto le hagan, menos al óleo sagrado, que es santo remedio para hacerlo charlar más que un barbero y que un jefe de club eleccionario. Entonces declaró la San Diego que hacía diez años vivía (¡Jesús, María y José!) en concubinaje con Pateta. Ustedes no saben lo que es concubinaje, y ojalá nunca lleguen a saberlo. Por mi ligereza en hablar y habérseme escapado esta mala palabra, recen ustedes un credo en cruz.

También declaró que todos los sábados, al sonar las doce de la noche, se untaba el cuerpo con un menjurje, y que volando, volando se iba hasta el cerrito de las Ramas, donde se reunía con otros brujos y brujas a bailar deshonestamente y oír la Misa Negra. ¿No saben ustedes lo que es la Misa Negra? Yo no la he oído nunca, créanmelo; pero el padre Pardiñas, que esté en gloria, me dijo que Misa Negra era la que celebra el diablo, en figura de macho cabrío, con unos cuernos de a vara y más puntiagudos que aguja de colchonero. La hostia es un pedazo de carroña de cristiano, y con ella da la comunión a los suyos. No vayan ustedes, dormiloncitos, a olvidarse de rezar esta noche a las benditas ánimas del purgatorio y al ángel de la guarda, para que los libre y los defienda de brujas que chupan la sangre a los mitos y los encanijan.

Lo recuerdo como si hubiera pasado esta mañana. ¡Jesucristo sea conmigo! El domingo 27 de agosto de 1803 sacaron a la San Diego en burro y vestida de obispa. Pero como ustedes no han visto eso vestido, les diré que era una coroza en forma de mitra, y un saco largo que llamaban sambenito, donde estaban pintados, entre llamas del infierno, diablos, diablesas y culebrones. Dense ustedes tres golpecitos de pecho.

Con la San Diego salió otra picarona de su casta, tan hechicera y condenada como ella. Llamábase la Ribero, y era una vieja más flaca que gallina de diezmo en moquillo. Llegaron hasta Santo Domingo, y de allí las pasaron al beaterio de Copacabana. Las dos murieron, en esa casa, antes que entrara la patria y con ella la herejía. Dios las haya perdonado.

Y fui y vine, y no me dieron nada... más que unos zapatitos de cabritilla, otros de plomo y otros de caramelo. Los de cabritilla me los calcé, los de plomo se los regalé al Patudo, y los de caramelo los guardé para ti y para ti.

Y ahora, pipiolitos, a rezar conmigo un rosario de quince misterios, y después entre palomas, besando antes la mano a mamita y a papaíto para que Dios los ayude y los haga unos benditos. Amenemén, amén.



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ArribaAbajo La investidura del hábito de Santiago

Ya que en El caballero de la Virgen, hemos hablado de las órdenes militares que existieron en el Perú, y a las que en el último tercio del pasado siglo vino a añadirse la de Carlos III, no será fuera de propósito que describamos el ceremonial con que en Lima se efectuaba la incorporación de cada nuevo caballero del hábito de Santiago, que era la orden más codiciada por criollos y españoles, acaso por ser la de más antigua data. En 1805 había, en toda la extensión del virreinato, ciento treinta y ocho caballeros de Santiago.

Desde los tiempos de Pizarro, en que el número de caballeros no excedió de diez, hasta los del virrey conde de Chinchón, la ceremonia se verificaba en Santo Domingo, en la capilla de la Vera Cruz. Después fue la iglesia de Santo Tomás la designada para toda congregación capitular de esos hidalgos; y finalmente, hasta la independencia, era en la capilla de palacio donde se realizaba la investidura del hábito.

Cuando el virrey era cruzado de Santiago tenía de derecho la freiría o presidencia del capítulo; pero no siéndolo, correspondía este honor al más antiguo de los presentes. Siendo extraño a la orden, no le era lícito al virrey asistir, ni de tapadillo, al acto.

Recibida de España la provisión o título por el cual su majestad agraciaba con el hábito de Santiago a uno de sus súbditos, residente en Lima, y designado por el freire día para la recepción solemne, reuníanse todos sus caballeros, a las ocho de la mañana, en la capilla de palacio, donde un canónigo u otro eclesiástico de campanillas celebraba una misa y daba la comunión al candidato.

Sólo tenían entrada en la capilla los títulos y caballeros con sus familias.

Terminada la misa, el freire ocupaba frente al altar un sillón forrado con terciopelo carmesí, sentándose los caballeros a los lados en taburetes de terciopelo. El freire se ponía de pie, imitábanlo los caballeros, desenvainábanse las espadas, y decía el freire:

-Caballeros de Santiago, empieza el capítulo, ¡viva el rey!

Los caballeros blandían las espadas y contestaban: «¡Viva!».

Continuaba el freire:

-¡Caballeros de Santiago! Su majestad, que Dios guarde, manda que invistamos con el hábito de la orden, ciñamos el acero y calcemos la escuela a D. (aquí el nombre del agraciado), hidalgo de buen solar y que,   —314→   en la limpieza de su ejecutoria ha comprobado no tener sangre de moro, hereje, ni judío.

En España era de rito, aun cuando el monarca presidiese el acto, preguntar a los caballeros si aceptaban o no al candidato, pero en el Perú se omitía esta fórmula.

Sentábanse y cubríanse los caballeros, envainando previamente las espadas; y pocos instantes después entraba el aspirante, acompañado por dos de los cruzados, que le servían de padrinos.

El aspirante, con la cabeza descubierta, sentábase en el suelo o sobre una alfombra, cruzadas las piernas, y en esta actitud escuchaba la lectura que el freire hacía del establecimiento, nombre dado a un pergamino que contenía las pragmáticas de la orden y detallaba las obligaciones, derechos y prerrogativas de los caballeros. Luego poníanse de pie el freire y los caballeros, descubríanse y sacaban las espadas. El candidato se arrodillaba, y el freire le tomaba juramento en arreglo a esta fórmula:

-¿Juráis a Dios y a la cruz, emblema de redención, que procuraréis sin descanso la utilidad y bien de la orden, que jamás iréis ni vendréis contra ella y que defenderéis en todo campo que la Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, fue concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser natural? «Sí juro» -contestaba el aspirante-. Si faltareis a vuestro juramento, Dios y nosotros os lo demandaremos. Levantaos, caballero de Santiago.

El freire y los padrinos le echaban sobre los hombros el manto, le ceñían la espada y le calzaban las espuelas. Concluida la investidura, decía el freire:

-Et induat te novum hominem, qui secundum Deus creatus est in justitia, et in sanctitate et veritate.

Uno de los padrinos hacía al novel caballero ocupar el último asiento, diciéndole:

-Siempre que os reunáis con otros caballeros de la orden seréis en todo el último, hasta tanto que venga otro a quien por la antigüedad precedáis.

Un caballero, designado con anterioridad para el caso, dirigía en latín algunas palabras de felicitación al nuevo adepto. Luego éste, acompañado por sus dos padrinos, besaba en la mejilla a sus cofrades.

Parábanse luego todos, desnudaban las espadas, y el freire decía:

-Ha concluido el capítulo. ¡Viva el rey!

En seguida el nuevo caballero agasajaba a los de la orden con un almuerzo (en el cual no eran admitidas las faldas) en Amancaes o alguna quinta en los alrededores de la ciudad.